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Ciencia ficción: los orígenes (I)


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October 21, 2012

¿Quién “inventó” la Ciencia Ficción? ¿Cuándo y cómo nació el género? ¿Cuál fue el primer
relato de Ciencia Ficción que podemos considerar verdaderamente como tal? ¿Se escribía
literatura de Ciencia Ficción en la Grecia clásica o en la antigua India? ¿Fue la creación de
una mujer? ¿Quién le puso este nombre? ¿Quién decidió qué forma tendría la Ciencia
Ficción moderna? ¿Cuándo tuvo lugar su edad de oro? ¿Cuándo su era clásica? ¿Por qué
el género perdió su prestigio literario durante la primera mitad del siglo XX? ¿Por qué sus
premios más importantes se llaman como un personaje al que algunos consideran una de
las las peores calamidades que le hayan sucedido al género? ¿Por qué la Ciencia Ficción
estadounidense y británica han dominado siempre? ¿Por qué la Ciencia Ficción rusa es tan
seria y adusta en comparación?

Son muchas preguntas, y más que se podrían formular. En especial si tenemos en cuenta
que la Ciencia Ficción parece ser un género muy popular, o eso podría deducirse de las
recaudaciones de según qué películas (las cuales, para colmo, no siempre son verdadera
Ciencia Ficción, sino horror, aventura o fantasía disfrazados). Podríamos citar unos cuantos
ejemplos de películas o programas televisivos muy exitosos que pueden dar la impresión,
más bien equivocada, de que la Ciencia Ficción es un fenómeno masivo. En realidad, una
buena parte del público conoce el género de manera superficial, casi exclusivamente por lo
que ven en las pantallas. Si se formulase la pregunta “¿qué es la Ciencia Ficción?”, quizá
muchas personas encontrarían problemas para contestar, y solo los más aficionados al
género tendrían una respuesta clara o al menos una fórmula de consenso a la que recurrir.
Para empezar, porque se trata de un género esencialmente literario que nació, creció y
alcanzó la madurez en formato escrito. En cierto modo, la Ciencia Ficción es un “famoso
desconocido”. El cine, la radio, la televisión o los cómics se limitaron a adaptar, casi siempre
con retraso, las ideas que la Ciencia Ficción literaria manejaba desde tiempo atrás. Muchos
de los espectadores de grandes éxitos cinematográficos apenas han leído Ciencia Ficción

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escrita y todavía menos han leído la que se publicaba en las épocas clásicas, lo cual ha
generalizado una visión distorsionada del género. Tal vez recorriendo la historia de la
Ciencia Ficción escrita podamos conocerlo mejor, comprender de dónde viene, cómo se
gestó, qué cambios fue experimentando y por qué hoy es como es.

Siempre existieron mentes creativas que trataban de imaginar una realidad alternativa —
otros mundos, máquinas sorprendentes, seres extraños— o que querían responder a los
misterios inasequibles del firmamento, de los océanos, del interior de la Tierra y hasta del
cuerpo humano. Estos asuntos y otros similares han sido tratados desde muy antiguo en la
ficción. Ni siquiera las posibilidades del progreso científico y tecnológico han sido un objeto
de reflexión exclusivo de la época moderna. Sin embargo, no podemos afirmar alegremente
que la Ciencia Ficción ha existido “desde siempre”.

En términos históricos, pensamos el relato fantástico como algo previo y distinto de la


Ciencia Ficción porque su resorte fundamental todavía no es el producto de una reflexión
sobre los efectos que la ciencia y tecnología tienen sobre la existencia humana. El relato
fantástico nace de una una divagación libre que utiliza la “magia” —esto es, los procesos no
científicos— como Deus ex machina. El relato fantástico sí es un género que existe desde
que nació la propia literatura y algunos ejemplos son universalmente célebres. La Odisea de
Homero, que data del siglo VIII a.C., por momentos puede parecerse a lo que hoy
consideramos Ciencia Ficción. Pero, ¿significa eso que la Ciencia Ficción es un género con
2700 años de antigüedad? No. La Odisea es uno de los relatos más influyentes en la
historia de la cultura escrita, desde luego, y también ha tenido su influencia sobre la Ciencia
Ficción moderna. Pero en la Odisea el motor de la acción no es producto de la elucubración
científica. No es el intento de trazar un retrato más o menos verosímil de cómo sería el
mundo bajo la influencia de algún avance tecnológico o científico, o de algún proceso físico
natural explicable mediante conceptos científicos. No es lo mismo hablar de monstruos de
tres cabezas sin explicar el por qué de su existencia o atribuyéndola a causas
sobrenaturales (literatura fantástica) que exponer una posible causa científico-tecnológica
(Ciencia Ficción). Así pues, la Odisea, los poemas épicos mesopotámicos sobre Gilgamesh,
la descripción de la Atlántida de Platón, el Ramayana, el Mahabharata, los escritos de
Ovidio, las Mil y una noches, son relatos que pueden contener algunos elementos aislados
que encontramos tambiçen en la Ciencia Ficción, pero que no tienen el avance científico y
tecnológico como elemento catalizador del relato.

Desde muy antiguo se han escrito historias sobre máquinas voladoras, artefactos
tecnológicos avanzados, autómatas, habitantes de otros planetas, viajes en el tiempo y
demás tópicos habituales en la Ciencia Ficción moderna. Estas invenciones solían constituir
una mera escenografía para argumentos basados en la magia. Un caso interesante es la
Historia vera de Luciano de Samosata: fue escrita en torno al año 150 d.C. y narra las
aventuras de un hombre que viaja a la Luna, conoce a sus habitantes y es testigo de
sucesos tales como guerras interplanetarias. Algo que, a primera vista, podrían englobarse

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dentro de la Ciencia Ficción. En realidad, es un relato de aventuras fantásticas. Su


protagonista viaja a la Luna no por causa de un adelanto tecnológico, sino arrastrado por
una tromba de agua, un extraño accidente natural que se produce sin intervención
tecnológica humana. En cierto sentido, y situándonos en su época, la tromba podría ser
considerada una explicación casi naturalista para el viaje lunar. Lo mismo sucede con las
explicaciones de otros sucesos del argumento. Esto hace que la distinción entre géneros
parezca muy borrosa, pero al final no deja de ser un relato fantástico porque su autor no
está preocupado por la verosimilitud de esas explicaciones, que son usadas más bien como
excusas argumentales sin soporte teórico. En épocas posteriores aparecieron obras de
corte similar como El hombre en la luna de Francis Godwin o Micromégas de Voltaire, y de
la misma manera han de ser consideradas pura fantasía.

Unos 1500 años después del relato de Luciano de Samosata, el célebre astrónomo
Johannes Kepler escribió un relato, Somnium, también sobre un hombre que viaja a la
Luna. Kepler se apoyaba en registros científicos reales para imaginar cómo era la superficie
de la Luna y sus elucubraciones al respecto eran producto de sus propias observaciones
astronómicas; de hecho, algunas siguen siendo acertadas hoy. En Somnium, pues, hay
algunos elementos de corte puramente científico en la descripción de otro mundo.
¿Hablamos del primer relato de Ciencia Ficción? No. Analizando la trama vemos que
tampoco son la tecnología o la ciencia las que constituyen el motor principal de la historia. El
protagonista de Somnium visita la Luna por la acción de unos espíritus —no culpemos a
Kepler; lo de imaginar cohetes interplanetarios no resultaba tarea fácil para un hombre de su
tiempo—, así que la premisa principal del relato, el viaje, no demuestra una mínima
intención de verosimilitud científica, aunque sí lo haga la descripción de la luna. Los datos
científicos aportados por Kepler forman parte del apartado descriptivo y paisajístico, son
mediciones del mundo natural agregadas al relato, pero no forman parte de la trama
principal ni constituyen el motor de la acción. Parece que Kepler solo estaba interesado en
incluir sus datos astronómicos sobre la luna, pero sin calentarse la cabeza teorizando sobre
un modo científicamente plausible de alcanzar nuestro satélite. Así pues, Somnium no es
Ciencia Ficción, sino fantasía con toques científicos y naturalistas. Algo similar ocurre con
Cyrano de Bergerac y su obra El otro mundo, donde hablaba, entre otras cosas, de
máquinas capaces de aprovechar la energía solar. Toda una demostración de creatividad,
sin duda, pero también sus ocurrencias tecnológicas eran parte de la escenografía, si bien
interesante, en mitad de un relato que tampoco trascendía la fantasía tradicional.

En épocas donde la gente común todavía no tenía la percepción de que el progreso


científico pudiese modificar rápidamente sus condiciones de vida, los efectos de la ciencia
no eran un motivo de preocupación y, por tanto, nunca constituían el objeto último de los
esfuerzos literarios. La relación entre literatura de ficción y ciencia era muy superficial.
Como mucho, la literatura podía reflexionar sobre la ciencia en su conjunto, en tono crítico,
posicionándose a favor o en contra. Los viajes de Gulliver de Jonathan Swift hacía una

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reflexión irónica sobre la ciencia. En sentido contrario, la Utopía de Tomás Moro describía
un mundo ideal gobernado por criterios intelectuales. Lo mismo sucede con la curiosa obra
El año 2440 de Louis-Sébastien Mercier. El protagonista visita en sueños un mundo futuro
caracterizado por la veneración a la ciencia, donde todos los niños reciben como regalo
telescopios o microscopios, y donde se fomenta con entusiasmo el conocimiento
experimental. Es otro relato que se limita a hacer apología de un mundo fascinado por la
ciencia como principal característica de una sociedad gobernada por la razón. Estos relatos,
escritos en época de auge racionalista, reflexionaban acerca del papel que la ciencia
debería cumplir en la sociedad, pero no sobre los efectos concretos de las ciencias
aplicadas. Seguía faltando ese elemento catalizador como motor de la acción. Son obras
racionalistas que, sí, contienen algunas características propias de la Ciencia Ficción tal y
como la entendemos hoy, en especial del subgénero de la Ciencia Ficción social y utópica
(término este último que deriva precisamente de la mencionada obra de Tomás Moro). Pero
aún se basaban en la pura fantasía de modo no muy distinto a la Historia Vera.

En este punto ya nos hemos dado cuenta de que para poder hablar de Ciencia Ficción
propiamente dicha —al menos desde la definición más consensuada, aunque se podría
dedicar otro texto a discutir esa definición—, necesitamos un relato donde los avances
científicos y tecnológicos sean el resorte fundamental de la acción. Tal cosa no llegaría
hasta principios del siglo XIX, cuando el progreso tecnológico se aceleraba de tal modo que
el ciudadano medio empezó a darse cuenta de que, por efecto del mismo, su vida estaba
cambiando a pasos agigantados. Por primera vez en la Historia, la ciencia empezaba a
preocupar de verdad al común de los mortales. Aquel, no por casualidad, fue el momento en
que la Ciencia Ficción conoció su verdadero nacimiento. Y curiosamente, o quizá no tanto,
no se produciría en la pluma de un sesudo académico con barba y antiparras, sino por obra
y gracia de una brillante jovencita que apenas acababa de abandonar la adolescencia.

El Big Bang de la Ciencia Ficción

“Irónicamente, el ‘padre’ de la Ciencia Ficción puede que haya sido una mujer de veinte
años” (Isaac Asimov)

Así lo decía el famosísimo escritor en el prólogo de una de sus muy recomendables


recopilaciones de relatos pioneros de la Ciencia Ficción. Refleja la opinión, generalmente
aceptada por los estudiosos del asunto, de que la Ciencia Ficción nació con la novela
Frankenstein o el moderno Prometeo, de Mary Shelley, publicada en 1818. Por entonces ni
siquiera existía un nombre para denominar al nuevo género. Frankenstein o el moderno
Prometeo fue concebida, en principio, como una historia de terror. Parece que Shelley se
inspiró en un sueño, algo muy común en el terror y la fantasía tradicionales. Pero, como
gran novedad, el relato describe las posibles consecuencias de unos experimentos
científicos que estaban muy de boga en aquellos tiempos: el galvanismo, el uso de la
electricidad para darle movilidad a miembros de animales muertos. La ciencia de entonces

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sugería que la electricidad podría terminar utilizándose para revivir a los difuntos, así que la
jovencísima Mary Shelley aplicó esta idea en su relato, elucubrando sobre ese hipotético
desarrollo del galvanismo. Hoy sabemos que su predicción no se cumplió, pero no importa:
en su momento, el mecanismo central del relato resultaba perfectamente razonable como
hipótesis apoyada en la ciencia. El argumento de la historia se ajusta a lo que se
consideraba científicamente posible o, como mínimo, científicamente imaginable. En
Frankenstein, la ciencia y la tecnología son los desencadenantes y protagonistas de un
argumento que reflexiona sobre las posibles consecuencias del uso y abuso de las nuevas
tecnologías, pero ya no de manera abstracta, sino describiendo su uso en términos muy
concretos. La acción ya no estaba impulsada por un resorte fantástico, sino por un resorte
científico. De esta manera, Mary Shelley alumbró todo un nuevo género. Eso no significa
que el género se estableciese de inmediato como algo popular, porque su eclosión definitiva
no se produjo hasta varias décadas después. Quizá por causa de ese paréntesis, que la
convirtió en una pionera aislada en el tiempo, Mary Shelley tuvo que esperar más de un
siglo para que los estudiosos se pusieran de acuerdo en reconocerla como la auténtica
madre del invento. Mientras tanto, otros iban a lucir los laureles en su lugar.

En 1863 empezó a publicar sus novelas un escritor francés llamado Jules Verne. Cultivó
varios géneros, entre ellos la aventura, pero en relatos como Viaje al centro de la Tierra, De
la Tierra a la Luna, Veinte mil leguas de viaje submarino, La isla misteriosa y otros, Verne
llevó los relatos especulativos de núcleo científico a las manos de miles de ávidos lectores.
Ni que decir tiene que su enorme éxito y la inmensa influencia literaria de su trabajo lo
convirtieron en el escritor de Ciencia Ficción más importante del siglo XIX. Si Shelley fue la
responsable del nacimiento del género, podemos considerar al francés como el responsable
de su establecimiento definitivo y, en justicia, quizá también como un segundo fundador.
Después de Verne ya no hubo vuelta atrás: la Ciencia Ficción había llegado para quedarse.

Treinta años después del debut literario de Verne (que aún continuaba activo), el británico
H.G. Wells terminó de definir las características de la Ciencia Ficción moderna,
destapándose con legendarios relatos como La máquina del tiempo, La isla del doctor
Moureau, El hombre invisible, La guerra de los mundos, El alimento de los dioses o la más
ambigua Los primeros hombres en la Luna. Sus escritos también produjeron un gran
impacto. Además, ayudaron a extender el género más allá de la aventura verniana, pues
introdujo una considerable carga de reflexiones sociales, políticas y existenciales, que
inauguraron uno de los más importantes senderos a seguir por los futuros autores de
Ciencia Ficción. Fue, sin duda, el otro gran puntal del siglo XIX.

Durante finales de aquel mismo siglo y principios del XX, otros escritores célebres
coquetearían con el género, ya fuese de manera recurrente o anecdótica. Cabe citar
nombres como Edgar Allan Poe, Edgar Rice Borroughs, Guy de Maupassant, Arthur
Conan Doyle, Herman Melville, Jack London, E.T.A. Hoffmann, Edward Bellamy, etc.
Una lista imponente. El género todavía no tenía un nombre propio y era referido con

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denominaciones como “fantasía científica”, “romance científico” y otras que irían variando
con el paso del tiempo. Además de aquellos autores que escribían tras la estela de Verne y
Wells, hay algún caso interesante como el de H.P. Lovecraft. Aunque el trabajo del
estadounidense suele encajar mejor en el terror fantástico, reflejó ciertas influencias
científicas —era aficionado a la astronomía y sin duda había leído mucha Ciencia Ficción de
su tiempo— e influyó mucho en el desarrollo posterior del género, por más que no podamos
considerarlo un practicante “legítimo” del mismo, sino más bien una rareza a caballo entre
varios géneros.

Como hemos visto, la Ciencia Ficción se originó en Europa. A finales del XIX, sin embargo,
los Estados Unidos se convirtieron en los más entusiastas creadores y consumidores en el
planeta. Allí, el género se expandió con mucha rapidez y atrajo la atención de todo tipo de
literatos, hasta el punto de que el país no tardó en establecerse como la primera potencia
mundial en producción de material, seguidos a distancia por el Reino Unido, Francia y
Alemania (de manera más minoritaria, se hacía Ciencia Ficción en prácticamente toda
Europa).

Un caso aparte es el de Rusia. La influencia de los escritores occidentales de Ciencia


Ficción, en especial Verne y Wells, fue intensa en determinados círculos literarios de la
Rusia zarista. Surgieron nombres relevantes como Alexander Kuprin, Ilia Eremburg,
Alexei Tolstoi, Valentin Kataev, etc. El más notable fue Alexander Beljaev, que se hizo
famoso en occidente a raíz de una delirante anécdota: la preocupación que causó en el
Pentágono su antiguo relato La guerra en el éter (publicado por primera vez en 1927 bajo el
título Radiópolis). Algún mando militar norteamericano oyó hablar del libro y decidió
interpretarlo como una posible anticipación de un ataque de misiles soviéticos; al parecer,
los militares removieron cielo y tierra para hacerse con un ejemplar del libro ruso, algo digno
de una secuencia de la comedia Dr. Strangelove. Beljaev fue uno de los más grandes
autores no occidentales de Ciencia Ficción, aunque, por desgracia, tuvo una vida
accidentada y conoció un tristísimo final, muriendo de hambre durante la ocupación nazi de
la ciudad de Pushkin.

En conjunto, los escritores rusos siguieron bajo la influencia clásica de Verne y Wells incluso
cuando en los EEUU el género se estaba disgregando ya hacia nuevas direcciones, muy
especialmente un retorno hacia la aventura y los límites con la fantasía. En Rusia se
decantaban más por lo que hoy llamaríamos Ciencia Ficción “dura”, esto es, más aferrada a
la verosimilitud científica. También la Ciencia Ficción utópica tenía una representación
importante allí, nada extraño en un país que estaba incubando severas transformaciones
sociales. Estas tendencias naturales en la Ciencia Ficción rusa se convirtieron en tendencia
oficial tras la Revolución de 1917. Es bien sabido que el nuevo régimen hacía bandera de su
concepción materialista del mundo, así que, bajo el gobierno de los soviets, ya no se veía
con muy buenos ojos una Ciencia Ficción que contuviese demasiados elementos
fantasiosos. La fantasía era algo que debía ceñirse a lo folclórico. Por ello, en la URSS

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siguió predominando la Ciencia Ficción “dura” de corte tecnológico, social y utópico, con
pocas excepciones. Apenas se produjo aventura espacial al estilo de la que terminaría
plagando las publicaciones norteamericanas: la hubo, sí, pero fue escasa. Con todo, ya
sabemos que no hay acción sin reacción, y como respuesta al materialismo impuesto por el
régimen comunista surgió otra corriente característica dentro de la Ciencia Ficción soviética,
que trataba de explorar la vertiente más humana y, por así decir, “espiritual” del género en
un país donde lo espiritual estaba mal visto. Si se les impedía desarrollar la vena fantástica
en sus relatos, los autores soviéticos siempre podían refugiarse en las divagaciones
filosóficas abstractas. La URSS siguió siendo una buena productora de material, con
autores más que notables, pero el aislamiento del país y los condicionantes creativos que
las autoridades imponían al género dificultaron que la Ciencia Ficción soviética tuviese el
peso que quizá merecía en la evolución global del género durante la primera mitad del siglo
XX. Otra característica peculiar y diferencial fue que en la URSS (y en el resto del bloque
comunista), el género de la Ciencia Ficción siguió gozando de bastante respetabilidad entre
los círculos intelectuales conforme avanzaba el siglo XX. Siempre, claro, que se ajustase a
los criterios que las autoridades consideraban deseables.

Mientras tanto, la Ciencia Ficción occidental empezó a sufrir un proceso acelerado de


desprestigio literario. Cualquier aficionado sabe que este fue uno de los principales
problemas de la Ciencia Ficción durante buena parte del siglo XX. Desde que empezó a ser
considerada un género “menor”, mero escapismo infantil, le costó mucho tiempo empezar a
sacudirse este estigma para volver a alcanzar la respetabilidad de que gozaba a finales del
siglo XIX. Siendo un género predominantemente escrito, el que estuviese mal visto
precisamente dentro de los círculos literarios marcó su destino durante décadas. Sin
embargo, ese mismo proceso que le quitó lustre literario constituyó también una etapa
necesaria para su evolución. Y ese proceso no fue otro que la transición del género desde la
literatura “formal” a las publicaciones para el público juvenil.

De las bibliotecas a los quioscos

A fines del siglo XIX empezaba a quedar bastante claro que, una vez pasado el impacto
inicial y el efecto sorpresa del nuevo género, el público adulto empezaba a mirar hacia otro
lado. Quienes seguían siendo muy receptivos a la Ciencia Ficción eran los niños y
adolescentes. Algunas revistas juveniles empezaron a incluir Ciencia Ficción en sus
sumarios, con lo que un género hasta entonces considerado adulto (o, por lo menos, apto
para todas las edades) fue acercándose más y más al paladar juvenil.

The Argosy, un semanario estadounidense fundado en 1882, solía incluir los tipos más
habituales de narraciones dirigidas a adolescentes: fantasía, aventuras, terror, misterio,
detectives, western, ficción histórica. También publicaba algún que otro relato de Ciencia
Ficción, o sucedáneos fantásticos que, con buena voluntad, podían ser etiquetados como
tal. La revista The Argosy tuvo gran importancia histórica. Sus editores descubrieron que no

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se dirigían a un público demasiado exigente y que, para colmo ,ese público tenía poco
dinero para gastar. Llevados por el afán de reducir costes, empezaron a editar la revista en
un papel más barato, rugoso y de mala calidad, cuyos bordes irregularmente cortados se
quebraban con el uso y producían una especie de confetti. Así, en 1896, The Argosy se
transformó en la primera revista pulp. El término pulp hacía referencia precisamente a la
mala calidad física del papel de sus páginas, que a menudo (aunque no siempre) iba
acompañada de mala calidad también en los contenidos. Durante las décadas de 1900 y
1910, la pulp fiction empezó a proliferar en los Estados Unidos, consumida por chavales
ávidos de literatura imaginativa durante una época en la que no existía la televisión y el cine
estaba aún en sus comienzos. Los editores, que solían buscar el beneficio económico más
inmediato posible, no tuvieron inconveniente en infantilizar sus contenidos. Las portadas
empezaron a ser cada vez más coloristas, con llamativas ilustraciones que atrajesen a
atención de los niños y adolescentes. Los títulos eran también cada vez más
sensacionalistas. Como es lógico, el público adulto veía estas revistas como un subproducto
—cosa que, todo sea dicho, eran con más frecuencia de la debida— y sucedió así que la
tímida pero creciente asociación de la ficción científica con aquella morralla expuesta en los
quioscos hizo que los círculos literarios “serios” empezasen a desdeñarla.

¿Cuál fue la primera revista realmente especializada en Ciencia Ficción? En Rusia, donde
ya decíamos que el género seguía siendo respetable, se publicaba El mundo de la fantasía;
aparecida en 1911, quizá pueda ser considerada la primera, salvo porque estaba compuesta
sobre todo por traducciones de autores occidentales (Verne, Wells, Poe , etc.) y era más
bien una antología periódica. Aunque con el tiempo fue incluyendo algunos relatos de
escritores autóctonos, estos tampoco tenían repercusión fuera del país. En Estados Unidos,
por el contrario, las revistas sí publicaban abundante material original, aunque solo una
pequeña parte de él era auténtica Ciencia Ficción. Revistas juveniles como la citada The
Argosy, All-Story, Frank Reade Library o The Thrill Book tocaban ocasionalmente el género,
si bien con relatos poco memorables que con frecuencia habían sido escritos por los
mismos jóvenes que compraban las revistas.

En la década de 1920, la oferta empezó a crecer de manera lenta, asomando la cabeza,


aún con timidez, más allá de la pulp fiction. Algunos periódicos científicos publicaban relatos
de Ciencia Ficción como un guiño entretenido para sus sesudos lectores. En 1923, la revista
Science & Invention tuvo el inesperado detalle de dedicar íntegramente uno de sus
ejemplares mensuales a recopilar relatos de Ciencia Ficción. Era un signo inequívoco de
que la demanda estaba aumentando. Aquel mismo año nació la revista Weird Tales, que no
era una revista especializada y estaba más bien dominada por la fantasía, pero incluía un
mayor porcentaje de Ciencia Ficción que sus predecesoras. Eso sí, las revistas centradas
en detectives, guerras, terror, western, hazañas aéreas y submarinas, aventuras exóticas o
fantasía seguían dominando el cotarro (títulos como Horror stories, Oriental Stories, War

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stories o Flying Aces indican por dónde iban los tiros). La Ciencia Ficción no gozaba de algo
que pudiera considerarse un medio propio que produjese material original sin la interferencia
de otros géneros.

El hito se produjo en 1926. Si algún lector se pregunta por qué a los principales premios que
se conceden a la literatura de este género (los “Oscars de la Ciencia Ficción”) se los llama
premios Hugo, sepa que el responsable del asunto fue un tal Hugo Gernsback. Era un
inmigrante luxemburgués de cuarenta y dos años que llevaba dos décadas viviendo en los
Estados Unidos, donde se había iniciado el mundo de la edición publicando la revista
científica Modern electrics. Apasionado practicante de la ciencia —en su haber tiene
algunos inventos menores—, Gernsback pensaba que podría ser popularizada entre la
juventud con ayuda de los relatos de “fantasía científica”. En aquel año 1926 editó el primer
ejemplar de Amazing Stories. Que fue, ahora sí, la primera revista especializada en Ciencia
Ficción que estaba compuesta en su mayor parte por material original. En ella se dieron a
conocer autores relevantes como Jack Williamson, E.E. Smith o David Keller. El papel de
Hugo Gernsback en el desarrollo del género resulta controvertido: para algunos fue un
divulgador necesario, imprescindible en su momento histórico, un pionero que abrió las
puertas a la expansión del género. Además fue el hombre que acuñó el término Science
Fiction (aunque, curiosamente, su intención siempre fue la de imponer, sin éxito, otro
término creado por él: sciencifiction). Para otros, sin embargo, el papel de Geernsback
resulta más discutible. El escritor Brian W. Aldiss le dedicó un bonito elogio: “Gernsback
fue uno de los peores desastres que jamás hayan arrasado el campo de la Ciencia Ficción”.
Casi nada. Esto se debe a que Gernsback, como editor, tenía una moral y política laboral
muy cuestionables. Era bien conocido por sus constantes engaños a los autores, por lo
general jóvenes e ingenuos aspirantes a literato, de quienes se aprovechaba, racaneando
los pagos sin miramientos. No es raro que en el ámbito de los historiadores de la Ciencia
Ficción sea retratado como un sinvergüenza sin escrúpulos. En cualquier caso, su figura
está ahí y su importancia, para bien o para mal, resulta innegable.

Tiempos de crisis

Tras una década de crecimiento sostenido en los años veinte, los treinta fueron una época
de vaivenes. La crisis económica mundial sumió al ámbito editorial en la inestabilidad y las
revistas pulp, pese a sus bajos costes, no se libraron. Por culpa de la crisis y, todo sea
dicho, de una concepción empresarial más bien aventurera, la carrera de Hugo Gernsback
empezó a ser accidentada, un fiel reflejo de lo que era el mundillo de las revistas por
entonces. En 1929, tras varios años al frente de Amazing Stories, su editorial se declaró en
bancarrota y Gernsback se vio obligado a vender su querida revista, que siguió
publicándose bajo la tutela de otros dueños. Perder a la niña de sus ojos, sin embargo, no
significaba que el luxemburgués estuviese dispuesto a rendirse. Apenas unos meses
después, fundó Wonder Stories, que era una continuación casi idéntica de Amazing Stories.
La crisis había afectado a la venta de revistas, pero la Ciencia Ficción estaba convirtiéndose

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en una apetecida “novedad” y Wonder Stories fue muy bien recibida por el público. De este
modo, al finalizar la década ya había dos revistas especializadas en el mercado, ambas
fundadas por Hugo Gernsback. Apareció una tercera en 1930, cuando el editor William
Clayton decidió sacar a la venta Astounding Stories, en la que primaba la Ciencia Ficción
de aventuras. Tres revistas especializadas colgadas a la vez en los quioscos de todo el país
no era un logro baladí. En los albores de la Gran Depresión, con la feroz competencia de
decenas de revistas pulp, algunas de ámbito nacional y muchísimas más de ámbito regional
o local, que aquellas tres publicaciones se mantuviesen a la venta dice mucho de la
demanda que suscitaba el género. Además de Amazing Stories, Wonder Stories y
Astounding Stories, estaban las aportaciones al género de Weird Tales, y las de ciertas
publicaciones especializadas, pero de muy corta vida, que rara vez lograban trascender la
categoría de fanzines. También estaban los exitosos cómics de Buck Rogers y los de su
imitador Flash Gordon, que se publicaban por entregas en periódicos para adultos, aunque
entraban en la categoría de space opera, un subgénero híbrido de aventuras fantasiosas,
limítrofe con la verdadera Ciencia Ficción. En cualquier caso, se estaba desarrollando una
creciente base de aficionados fieles. Muy relevante fue la habilidad de Gernsback para crear
entre los consumidores de su revista un cierto sentimiento de pertenencia. Por ejemplo,
fundó la Science Fiction League, un auténtico club de fans de la Ciencia Ficción que, con los
años, llegaría a tener ramificaciones internacionales.

En 1932 y 1933 los efectos de la crisis económica se habían profundizado y, pese al


entusiasmo por el género, el nivel de ventas empezó a caer de nuevo. Hugo Gernsback y
William Clayton respondieron a la situación intentando ofrecer un material más cuidado,
pero tampoco eso parecía suficiente. Durante 1934 y 1935, el mercado del papel siguió
resintiéndose, aunque la space opera continuase en boga (Flash Gordon sería llevado a las
pantallas de cine en 1936 y Buck Rogers no tardaría en hacerlo poco después).  En 1936,
Hugo Gernsback intentó aprovecharse de la popularidad de su revista para desmarcarse de
aquel mundillo editorial repleto de vaivenes. Confiando en la fidelidad ciega de sus
seguidores, decidió que Wonder Stories sería retirada de los quioscos. En adelante, solo
podría ser conseguida mediante suscripción. Así, intentaba adaptar al público juvenil las
tácticas comerciales que ya usaban algunas revistas adultas, pero su cálculo fue erróneo.
Los consumidores de Wonder Stories, adolescentes en su mayoría, querían seguir yendo al
quiosco para, además de comprar su revista habitual, poder hojear todo el surtido de
revistas pulp y cómics. El lector medio de Ciencia Ficción era un chaval al que le gustaba
ver y tocar antes de comprar, que disfrutaba de maravillarse con la variopinta oferta de
llamativas portadas y títulos que había en las tiendas y quioscos. No era como un lector
adulto que pudiese esperar la entrega de su revista tranquilamente sentado en el sofá de su
casa. Retirar Wonder Stories de las góndolas supuso su inevitable final. Los lectores
habituales no se suscribieron y el último ejemplar se publicó en aquel mismo 1936. Eso sí,

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Gernsback renació de sus cenizas en unos meses y por tercera vez regresó a los quioscos
con la misma revista en el mismo formato, pero con nuevo título: Trhrilling Wonder Stories.
Como editor era volátil, desde luego, pero aparentemente indestructible.

Una vez pasado lo peor de la Depresión, la situación económica empezó a mejorar y con
ella la demanda de Ciencia Ficción. Una gran explosión era inminente. Si el siglo XIX había
constituido el Big Bang del género, el periodo 1938-39 iba a convertirse en la supernova.

La Edad de Oro de las revistas

En 1938, la Ciencia Ficción estadounidense —ya con mucho la más importante del planeta
— sobrepasó los límites del ámbito juvenil gracias a diversos acontecimientos de gran
alcance mediático. Por ejemplo, la célebre interpretación radiofónica de La guerra de los
mundos a cargo de un jovencísimo Orson Welles, que algunos incautos confundieron con
la verdadera retransmisión de una invasión alienígena. El pánico que el programa causó
entre algunos ciudadanos fue exagerado por la prensa, desde luego, pero la enorme
repercusión del episodio consiguió que mucha gente hasta entonces completamente ajena a
la Ciencia Ficción empezase a sentir curiosidad por un género capaz de producir tales
terremotos mediáticos.

Aquel suceso coincidió con un “boom” en la cantidad de material publicado. En términos


históricos, 1939 fue el año de eclosión definitiva de la Ciencia Ficción. Además de las tres
revistas especializadas que ya hemos mencionado, aparecieron más de diez títulos nuevos
en un periodo de pocos meses: Startling Stories, Fantastic Adventures, Science Fiction,
Famous Fantastic Mysteries, Future Fiction, Captain Future, Planet Stories, Astonishing
Stories, Super Sciencie Stories, Comet Stories. También las hubo que se centraron en
relatos largos, casi pequeñas novelas, como Science Fiction Quarterly. Incluso surgió una
como Unknown, que mostraba preferencia por Ciencia Ficción de corte humorístico y donde
se dieron a conocer autores como Fritz Leiber, Fredric Brown o L. Ron Hubbard, más
tarde fundador de “cienciología”. Hasta 1941 seguirían apareciendo revistas nuevas, como
Stirring Stories o Cosmic Stories. La oferta, como vemos, llegó a ser apabullante.

Por otro lado, en las ferias internacionales empezaba a rendirse homenaje a las revistas de
Ciencia Ficción, lo cual fue recogido por la prensa convencional y también contribuyó a
despertar la curiosidad de los lectores adultos. En 1939, la Feria Internacional de Nueva
York fue el escenario de la 1º Convención Mundial de Ciencia Ficción, a la que asistieron
varios autores e ilustradores célebres del momento (aunque no quedó exenta de polémica
por la decisión de excluir a un grupo de autores de tendencias izquierdistas). En un acto
muy publicitado, se enterró una “cápsula del tiempo” que contenía un ejemplar de
Astounding Stories destinado a los arqueólogos del futuro, lo cual llamó la atención de
lectores potenciales que de repente quisieron comprobar de qué trataba aquella revista que
habrían de encontrar enterrada las gentes de siglos venideros.

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Otro hecho muy relevante lo constituyó el debut como editor del joven John W. Campbell,
de veintisiete años de edad. Había publicado algunos relatos como escritor en diversas
revistas del género y empezó a realizar funciones de director en Astounding Stories en
1937. Al año siguiente, cambió el título a Astounding Science-Fiction y empezó a
revolucionar la Ciencia Ficción desde dentro, publicando relatos de un selecto grupo de
jóvenes autores entre los que se encontraban, agárrense, Isaac Asimov, Robert A.
Heinlein, Theodore Sturgeon, Lester del Rey, Clifford Simak, A.E. Van Vogt, etc. Si se
lo considera el “padre de la Ciencia Ficción moderna” no se debe únicamente a que escogió
con sabiduría qué material publicar y a qué autores contratar, sino también porque impuso
un nuevo paradigma en su revista, una revolución en su filosofía editorial. Campbell,
ingeniero, tenía formación científica y no estaba satisfecho con el tono sensacionalista que
primaba en el género. Cansado de la multitud de tópicos fantasiosos que circulaban sobre el
mundo de la ciencia, producto de tantas historias protagonizadas por científicos locos y
malvados doctores que hacían experimentos en refugios tenebrosos, quiso representar ese
ámbito profesional de manera más realista y así se lo hizo saber a sus autores. En
Astounding Science-Fiction empezaron a proliferar relatos donde los científicos trabajaban
en pos del progreso, para bien o para mal, pero siempre retratados de una manera más
ajustada a lo que Campbell conocía  de primera mano gracias a su importante experiencia
académica. Su mentalidad de ingeniero terminó plasmándose en la deriva tecnológica de
Astounding Science-Fiction: relatos sobre vehículos espaciales, computadoras, novedosos
medios de comunicación… la vertiente más verosímil de la Ciencia Ficción. Algunos lo
acusaron de restringir demasiado el género y en su momento hubo incluso quienes
consideraron que estaba contribuyendo a restarle brillo, a mermar su capacidad para
producir excitación. Pero lo cierto es que Campbell estaba contribuyendo a darle forma de
cara a un nuevo renacer.

Todavía hubo por aquellas fechas otro suceso importante: la eclosión de la Ciencia Ficción
británica y centroeuropea. El Reino Unido era, por obvias cuestiones de idioma, muy
permeable a la influencia estadounidense. En los quioscos británicos podían encontrarse
ediciones de las revistas estadounidenses más importantes y empezaron a surgir también
revistas autóctonas que recopilaban esos mismos relatos americanos. Entre 1936 y 1938
surgieron, por lo menos, cinco publicaciones importantes. La primera fue fundada por
miembros de la rama británica de la Science Fiction League, el club creado por Hugo
Gernsback, que ahora se había extendido al otro lado del Atlántico. Era una especie de
boletín de noticias relacionadas con la Ciencia Ficción, primero llamado Novae Terrae y más
tarde rebautizado como New World. Poco después surgieron Amateur Science Stories,
Tomorrow, Fantasy y la versión británica de la pulp fiction, titulada Tales of Wonder. Aunque
estas revistas revistas seguían publicando mayoritariamente autores estadounidenses, lo
importante es que sirvieron como trampolín para escritores británicos que daban sus
primeros pasos. Uno de ellos fue Arthur C. Clarke, que enviaba sus relatos a estas
publicaciones, aunque después, como individuo inteligente que era, tuvo una gran idea y

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decidió probar fortuna intentando vender su trabajo directamente a las revistas


norteamericanas. Otros siguieron sus pasos. Aquello favoreció el surgimiento de un
importante contingente de creadores en el Reino Unido, que por las mismas razones
lingüísticas lo tendrían fácil para recorrer el camino inverso y dar a conocer su trabajo en los
Estados Unidos. Es por este motivo que la Ciencia Ficción británica ha tenido tanto peso en
la evolución del género, en comparación con otra potencia como la URSS, que por entonces
estaba culturalmente estancada bajo el yugo de Stalin y aislada de lo que se cocía en el
resto del planeta. Por otro lado, en los círculos literarios del Reino Unido la actitud general
hacia la Ciencia Ficción era más benévola que en los Estados Unidos, donde todavía sufría
un severo desprestigio. Algunos intelectuales británicos muy respetados escribieron novelas
de auténtica Ciencia Ficción. Fue el caso de Aldous Huxley y su celebérrima Un mundo
feliz, aunque es posible que en su día muchos quisieran verla más como una novela social y
política, porque costaba relacionar a Huxley con aquellas revistas para adolescentes de
llamativas portadas (aunque sí existía esa relación, al menos en la temática). Fue también el
caso del filósofo Olaf Stapledon, que se destapó como un consumado escritor de relatos de
Ciencia Ficción hasta el punto de ser considerado uno de los más influyentes autores del
género. En cuanto a Europa continental, el trauma de la Guerra Mundial o la edición de la
obra del recientemente difunto Franz Kafka (que no escribía Ciencia Ficción, pero que,
como Lovecraft, ejercería su influencia en el género) ayudaron a reavivar el interés literario
por la vertiente más distópica, reavivando una corriente que nunca había desaparecido del
todo en el Viejo Continente. Desde inicios de la década de los veinte, en centroeuropa había
existido un grupo de escritores que, como Huxley, se mostraban interesados en especular
sobre el futuro de la sociedad. En Alemania, la escritora Thea von Harbou publicó la
célebre novela Metropolis, que sería llevada al cine por su marido, el cineasta Fritz Lang.
Sin embargo, durante los años treinta, con la llegada de los nazis al poder, la cultura
alemana sufrió un brutal retroceso y la Ciencia Ficción, que hasta ese momento gozaba de
cierto caché literario en círculos intelectuales germanos, no escapó de la debacle. Bajo la
dictadura de Hitler, el género fue incapaz de evolucionar en Alemania y la producción local
no renacería hasta tiempo después de finalizada la II Guerra Mundial.

En Checoslovaquia, Karel Kapec escribió varias obras de Ciencia Ficción tanto en formato
teatral como novelado, y de paso popularizó el término “robot”. En la URSS, como ya
sabemos, seguían funcionando a su manera: había bastante producción y el género gozaba
de respetabilidad en los círculos intelectuales, pero tenía poca proyección exterior y, salvo
excepciones, un severo estancamiento estilístico. Ya decíamos que las restricciones
políticas del régimen comunista impedían que la Ciencia Ficción en ruso tomase nuevos
caminos, como sí hacía constantemente la estadounidense. Varios de los pioneros rusos de
principios del siglo XX seguían escribiendo, pero estaban encerrados en el callejón sin
salida de la censura y daban vueltas sobre los mismos tópicos una y otra vez. La larga
tradición de Ciencia Ficción social rusa no pudo quedar ajena a la moda de las distopías:
Eugeni Zamyatin, por ejemplo, llevó el subgénero distópico a unos extremos que le

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ganaron la enemistad de las autoridades. Describía utopías que devenían en totalitarismos


—es decir, lo que había sucedido con el comunismo— y eso provocaría que el escritor
terminase en el exilio. En cuanto al resto del mundo, diversos países europeos y
sudamericanos tuvieron sus propias versiones de revistas de Ciencia Ficción compuestas
sobre todo de traducciones de material norteamericano. Aunque iban acompañadas de
ocasionales relatos de autores nativos, estos, como es lógico por cuestión de idioma, no
gozaron de la misma repercusión que los británicos en Estados Unidos y, por ende, no
tuvieron apenas repercusión en el resto del planeta aunque su trabajo pudiese ser, en
ocasiones, de bastante calidad. Para triunfar en el género había que pasar por el mundillo
editorial del país de las barras y estrellas, sí o sí.

La explosión repentina de la segunda mitad de los años treinta no duró mucho. En 1939, la
Ciencia Ficción británica se vino abajo con la entrada del país en guerra. Las severas
restricciones impuestas sobre el uso de papel y tinta reducían de manera considerable la
capacidad editorial británica. Las revistas autóctonas surgidas en la bonanza de 1937-38
fueron desapareciendo durante la II Guerra Mundial, en algunos casos por falta de medios,
y en otros porque sus editores eran llamados a filas (alguno de aquellos editores llegó a
morir en combate, una manera muy triste y estúpida de que desaparezca una revista). En
1942 ya no quedaba ninguna revista de Ciencia Ficción en el Reino Unido. En Alemania, la
URSS y en otros países europeos metidos de lleno en el conflicto bélico, la situación era
desastrosa y se produjo no solo un hundimiento editorial, sino un verdadero hiato cultural.
En diciembre de 1941, con el bombardeo japonés sobre Pearl Harbor, también los Estados
Unidos entraron en guerra. Sus editoriales empezaron a sufrir también restricciones de
papel y tinta. Unas cuantas de las revistas surgidas durante el apoteósico “boom” americano
desaparecieron. Las pocas que sobrevivieron, lo hicieron en condiciones de suma dificultad.

No se puede culpar solo a la guerra del declive de la Ciencia Ficción durante la primera
mitad de los años cuarenta. Es obvio que la guerra fue la principal responsable de la nueva
crisis, pero la mayoría de los editores habían cometido ya grandes errores, en especial el
cortoplacismo económico. Esto fue particularmente acusado en los Estados Unidos. Los
editores tuvieron mucha responsabilidad en el hecho de que la Ciencia Ficción
estadounidense careciese del prestigio social que sí tenía el género en Europa. En nuestro
continente, la Ciencia Ficción era menos variada, menos original y se producía en
muchísima menos cantidad, pero estaba bien vista. Los editores estadounidenses habían
descuidado el material que publicaban, buscando un sensacionalismo instantáneo y
populachero que vendiese ejemplares cada semana, sin pararse a pensar que los lectores
de Ciencia Ficción iban haciéndose mayores, que el mundo estaba cambiando y que se
requerían unos nuevos tipos de ficción más acordes con los tiempos que corrían. Algunos
de aquellos editores, captando los aires de cambio, tenían una revista en la que publicaban
su mejor material y otra revista paralela en la que daban salida a aquello que no habían
considerado lo bastante bueno para la primera. Es decir, que publicaban todo cuanto

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llegaba a sus manos sin apenas filtro, aunque separándolo por cabeceras. Seguían
abundando las historias escritas por aficionados, que a veces se destapaban con
sorprendentes dotes narrativas… pero la mayoría de las veces, no. Tras la apoteosis
comercial de final de los años treinta, el género sufrió una difícil, pero quizá conveniente,
depuración durante la II Guerra Mundial.

Se estaban sembrando las semillas de un nuevo apogeo, cuando, ya sin reparo alguno,
íbamos a poder afirmar que la Ciencia Ficción alcanzaba su madurez y plenitud, luchando
por recuperar el estatus literario que varias décadas de supervivencia en revistas juveniles
había hecho desaparecer. El periodo clásico de la Ciencia Ficción era inminente; lo único
que el mundo necesitaba para llegar a verlo era la paz. (Continúa)

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