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Fracaso cognitivo y aprendizaje de los errores

Mediante cinco recomendaciones de libros, Daniel Innerarity, Catedrático


de Filosofía Política e Investigador Ikerbasque en la Universidad del País
Vasco, toma el pulso al marco interpretativo de los tiempos que corren y
las lecturas críticas necesarias para establecer fronteras conceptuales
que expliquen la actualidad más allá de los titulares.   Todavía no sé muy
bien cómo construir un observatorio inteligente sobre la sociedad, pero
tengo una fórmula que no me ha dado mal resultado: buscar la refutación
del propio punto de vista, la corrección de la propia deformación. No hay
razonamiento, ideología o libro que lo explique todo, y la mejor manera
de avanzar consiste en procurarse aquello que lo contradiga. La lista de
libros que presento es el elenco de lecturas con las que he corregido mi
previa deformación. He seguido el consejo de Wittgenstein de evitar la
dieta unilateral de los filósofos, muy parecido a aquel de Nietzsche de
buscar el antídoto del propio genio. Cuando uno se siente
demasiado habermasiano, entonces esa deformidad hay que corregirla
con una dosis de Luhmann o Beck, y así uno tras otro. Seguramente lo
que de esas lecturas resulta no es demasiado coherente, sino más bien
promiscuo y lleno de tensiones no resueltas, pero he de reconocer que
entre los valores que estimo de la vida intelectual el de la coherencia no
es el principal. Si algo me ha permitido esta trayectoria es desarrollar una
especial sensibilidad para las zonas ciegas de toda teoría, para
confrontarlas con aquello que no ven. Desde hace unos años, mi
proyecto intelectual consiste en elaborar una teoría de la democracia
compleja, y lo primero que he aprendido es que para ello resulta mucho
más útil ser consciente de las limitaciones de toda explicación de la
realidad que explotar al máximo las fortalezas de la propia posición
ideológica. 1. Jürgen Habermas (1981), Theorie des kommunikativen
Handelns. Hice mi tesis doctoral sobre el concepto de intersubjetividad
en Habermas y la lectura de estos dos tomos fueron decisivos en mi
formación. El intento de Habermas me sigue pareciendo grandioso: dotar
a las cuestiones prácticas de un estatuto de verdad, arrancarlas del
ámbito de la irracionalidad o del control de los técnicos, convertirlas en
tema de pública discusión. Pese a la idealización de una comunidad ideal
de discurso, el modelo de interacción comunicativa que Habermas, en la
medida en que consideraba al acuerdo como telos inmanente de la
racionalidad, ha situado en el centro de la filosofía política el objetivo de
intereses generalizables, cuya determinación se espera de la relación
igualitaria constituida en la acción comunicativa. Ese concepto de
espacio público, tal como emergió en el debate político del siglo XVIII y
que desempeñó un papel clave en la definición de las democracias
modernas, parece estar hoy necesitado de una nueva reflexión. No se
trata sólo de adaptar a las sociedades contemporáneas un proyecto de
organización concebido en la época de la Ilustración; constituye también
una buena ocasión para volver a pensar cómo podemos ajustar nuestros
ideales normativos de la democracia y de la vida en común a las
condiciones actuales de gobierno y funcionamiento de la sociedad. El
espacio público —esa esfera de deliberación donde se articula lo común
y se tramitan las diferencias— no constituye una realidad dada, sino que
se trata más bien de una construcción laboriosa, frágil, variable, que
exige un continuado trabajo de representación y argumentación, cuyos
principales enemigos son la inmediatez de una política estratégica y la
inmediatez desestructurada de los espacios globales abstractos. Frente a
los automatismos de la política y la debilidad institucional, la
reconstrucción de un concepto normativo de lo público permitiría
introducir procedimientos de reflexión en una vida política que suele estar
dominada por lo inmediato: la tiranía del presente, la inercia
administrativa, la desatención hacia lo común, la irresponsabilidad
organizada. El espacio público, como ámbito en el que se organiza la
experiencia social, debería ser una instancia de observación reflexiva
gracias a la cual los miembros de una sociedad producen una realidad
común, más allá de su condición de consumidores, electores, creyentes,
expertos, etc., y ensayan una integración en términos de compatibilidad.
La relevancia del espacio público depende de la capacidad de organizar
socialmente una esfera de mediación de subjetividad, experiencia,
implicación y generalidad. La renovación del espacio público iniciada por
Habermas podría hacer operativa una cultura política abierta hacia el
largo plazo, una formulación de la responsabilidad acorde con la
complejidad de nuestras sociedades y una praxis democrática capaz de
construir lo común —desde el autogobierno local hasta los espacios de la
globalización— a partir de las diferencias. Son equilibrios que no parecen
estar resueltos de una vez para siempre y que vuelven a reclamar ahora
una revisión en profundidad. Cuando Habermas escribía este libro nadie
podía imaginar que nos adentrábamos en la sociedad de las redes. Pese
a todo, considero que la mayor parte de sus propuestas no han perdido
valor. 2. Ulrich Beck (1986), Risikogesellchaft. Auf dem Weg in eine
andere Moderne. Si uno cree que nuestros espacios públicos son el
resultado de un plan consciente por construirlos, lo mejor que puede
hacer es leer a Beck, con quien me topé en Múnich a mediados de los
años 80 y a cuyas clases asistí en el momento en que estaba formulando
su teoría de la sociedad del riesgo, antes de que hubiera alcanzado la
posterior celebridad. La teoría sociológica de Beck añadía una idea
interesante a la formulación clásica de la intersubjetividad: el carácter
involuntario de las comunidades de destino que se generan como
consecuencia de los riesgos civilizatorios. A diferencia de otras
civilizaciones anteriores, nosotros no podemos imputar todo aquello que
nos amenaza a causas externas; las sociedades están confrontadas a
ellas mismas, a la producción de aquello que no desean. Los principales
problemas de nuestras sociedades son sus bienes públicos y somos
conscientes de que también han de ser comunes las estrategias con las
que hacerlos frente. Problemas como la polución del medio ambiente, el
cambio climático y la explotación de los recursos naturales, la integración
financiera y los riesgos a ella asociados, la desigualdad global y la
explosión demográfica, el crimen global que se manifiesta en el tráfico de
drogas y armas; todas ellas son cuestiones que han irrumpido en la
agenda política debido a que la mayor integración de la economía
mundial las acentúa y modifica el contexto en el que tienen que ser
tratados. Los sistemas globales complejos, desde el financiero hasta el
ecológico, vinculan el destino de las comunidades locales con el de
comunidades distantes. La seguridad propia se diluye frente a la
seguridad general: cada uno depende de todos los demás, la seguridad
de cualquiera está en función directa de la seguridad de los otros, estén
cerca o lejos. Nos interesa cada vez más lo que les pasa a los demás
porque consideramos que ahí se contienen posibilidades y amenazas
para nosotros. Tenemos ya experiencias concretas en el ámbito de la
seguridad, la economía o el medio ambiente que acreditan la torpeza de
perseguir únicamente lo propio y nos recomiendan aprender la
inteligencia cooperativa. Se impone el sentido común, que no es tanto
una categoría epistemológica como un descubrimiento político: haber
caído en la cuenta de que el interés particular está de tal manera
entreverado con el de los otros que conviene entender cuanto antes la
lógica que los vincula. Beck hablaba en este libro de riesgos, pero lo
hacía desde un optimismo militante. Los conflictos y las catástrofes
tienen muchos inconvenientes, pero al menos algo positivo: una función
integradora porque ponen de manifiesto que no cabe sino encontrar
soluciones mundiales, algo que no es posible sin perspectivas,
instituciones y normas globales. Lo que está teniendo lugar es, de hecho,
una politización involuntaria de la sociedad del riesgo, porque los riesgos,
cuando son bien comprendidos, presionan hacia la cooperación. 3.
Niklas Luhmann (1998), Die Gesellschaft der Gesellschaft. Qué mejor
antídoto para quien se ha formado en el normativismo habermasiano que
la lectura de Luhmann. La teoría de sistemas es una corrección de la
deformidad consistente en plantearse todos los problemas desde una
perspectiva moral. Detrás de muchas perspectivas moralizantes sobre
ciertos problemas sociales no hay otra cosa que incompetencia cognitiva.
La moral vendría a compensar la falta de conocimiento. Luhmann
defiende, por el contrario, una primacía del conocimiento frente a la
prescripción y sintetiza esta oposición de la siguiente manera: las
expectativas cognitivas tratan de cambiarse a sí mismas; las normativas
quieren cambiar a sus objetos. Hablamos mucho de la sociedad y la
economía del conocimiento y tal vez no hayamos caído en la cuenta de
que, para estar a la altura de sus desafíos, nos hace falta ser, por así
decirlo, más listos que los problemas que plantea. La verdad profunda de
esas denominaciones —sociedad del conocimiento, economía del
conocimiento— no es otra que la advertencia de que en el origen de
nuestros problemas hay un fracaso cognitivo y el mejor instrumento para
superarlo es aprender de ellos, desarrollar el saber correspondiente. En
la sociedad del conocimiento necesitamos formas de gobierno que
gestionen adecuadamente el saber. Hemos prestado una gran atención a
la importancia que el conocimiento tiene en nuestras sociedades, pero no
hemos reparado tanto en las consecuencias ambivalentes de la
producción del conocimiento; por ejemplo, en el sistema financiero global
a la hora de gestionar los riesgos económicos. Pensemos en el caso de
la crisis económica. No es exagerado decir, por tanto, que entre las
causas de la crisis hay un fracaso cognoscitivo. ¿Por qué razón el
sistema financiero aparece como más inteligente y dinámico que el
mundo de la política y el derecho? Pues fundamentalmente porque la
economía tiene una actitud cognitiva, flexibilidad y una enorme capacidad
de aprendizaje, mientras que la política y el derecho están
acostumbradas a un estilo normativo, que se traduce en una tendencia a
dar órdenes allí donde tendrían que aprender. La política y el derecho
tienden a reaccionar de manera normativa frente a las decepciones,
mientras que la estructura de expectativas que dirige las operaciones de
la economía en general, y del sistema financiero en particular, se
caracteriza por una predominancia de las expectativas cognitivas,
adaptativas y abiertas al aprendizaje. Por eso la economía y el sistema
financiero van por delante tanto en lo que se refiere a la definición de los
problemas como a la formulación de los modos de enfrentarse a
ellos. Esta es la razón por la que puede afirmarse que no habrá solución
verdadera a la crisis mientras los actores públicos no sean capaces de
generar el saber necesario. Hasta ahora, el énfasis sobre el papel de los
estados y de la jerarquía como medio de control ha impedido prestar
atención a los aspectos cognitivos y cooperativos de la gobernanza. No
se puede ejercer la responsabilidad de la supervisión y la regulación si no
se dispone del saber correspondiente, que permita comprender los
nuevos instrumentos financieros y alertar a los operadores sobre sus
riesgos específicos. 4. Pierre Rosanvallon (1998), Le peuple
introuvable. Ahora que la cuestión del populismo ha entrado con fuerza
en el debate político, este libro que leí durante los años que pasé en
Francia ha encontrado una nueva actualidad. Frente al uso político de las
categorías enfáticas (el pueblo, nosotros, la gente…), Rosanvallon nos
arroja al espacio de la duda y la indeterminación: el pueblo es algo
inencontrable. Efectivamente, hay categorías imprescindibles en la
política, como la soberanía popular, cuya verificación e identificación en
cada momento es problemática. La complejidad de la sociedad
contemporánea impide que nadie represente el interés general de un
modo incontestable. En una sociedad funcionalmente diferenciada ya no
se puede representar la autodeterminación social sobre el modelo de la
intervención de un metasujeto de la acción colectiva. Este libro de
Rosanvallon es una invitación a combatir esa tendencia del ser humano a
dejar de ver la contingencia de las agrupaciones colectivas. Toda
reflexión ética y política debe comenzar perturbando a los
administradores de las evidencias para preguntarnos si somos tantos o
tan pocos, cuáles son las razones de pertenencia y desafección, en
virtud de qué se fija la frontera con otros, de qué manera influye el paso
del tiempo en ese límite, qué tipo de operaciones cabe establecer entre
lo nuestro y lo suyo, cuáles son las condiciones de la representación.
Pero son este tipo de preguntas molestas —¿quiénes somos nosotros?;
¿por qué ellos no son de los nuestros?— las que permiten distinguir una
adscripción legítima de otra inconfesable, un sujeto de responsabilidades
y derechos frente a una multitud enajenada. Así pues, todo examen
acerca de los deberes que nos vinculan remite a la cuestión acerca de
quiénes somos nosotros. Los grandes avances de la humanidad se han
debido a la iteración de dicha pregunta y a que hemos actuado en
consecuencia una vez descubierto que somos más de los que
pensábamos, que hay exclusiones en todo orden social. ¿Quién puede
formar parte de nosotros o dejar de contar como uno de los nuestros?
Entonces descubrimos que somos más o menos, con pertenencias de
diverso grado, bajo determinadas condiciones que el tiempo modifica. La
libertad humana implica siempre una capacidad de ausentarse de
aquellos lugares en los que está instalada en plural y convocar otro
género de agrupamiento. Y descubrimos también que hay otros, mujeres,
extranjeros, subordinados, que no cuentan con los mismos derechos. En
el espacio de la mundialización, con identidades porosas y múltiples, en
interacciones complejas, donde rige la contaminación y la
interdependencia, cuando todo se contagia y no hay seno protector,
el nosotros está caracterizado por una gran indeterminación. En un
espacio de bienes y males comunes cualquier delimitación demasiado
rígida entre nosotros y los otros es inapropiada. Debemos pensarnos a
nosotros mismos de una manera potencialmente universal. Al mismo
tiempo, hay que construir nuevos sistemas de responsabilidad que sean
operativos y reflejen la complejidad de un mundo interdependiente. El
estado nacional ha sido una formidable respuesta a esta pregunta acerca
de quiénes somos. Nosotros hemos sido los nacionales, con una clara
contraposición de intereses frente a los extranjeros, los afectados por los
mismos problemas, habitantes de un mismo espacio acotado por
fronteras fijas, representados conforme a unos criterios de legitimidad
democrática, con idénticos derechos y deberes, en un ámbito de decisión
y solidaridad determinado. Desde hace tiempo este marco se ha revelado
como insuficiente. El estado nacional, en tanto que forma política
del nosotros, está desbordado por la pobreza global, la obligación de
proteger a otros, la imperiosidad de los bienes comunes, la complejidad
de los acuerdos globales en materia climática o financiera. La
globalización ha producido un auténtico desencuadramiento nacional de
la justicia, que no equivale necesariamente a la selva neoliberal sino a la
exigencia de plantear los derechos y deberes en un contexto
inédito. Nosotros casi nunca somos todos; de entrada, porque hay una
inevitable y generalmente inocente particularidad (aquellos aspectos de
nuestra identidad que no son elegibles ni modificables; no todos
podemos haber nacido en un sitio, ni modificar absolutamente —pese a
las crecientes posibilidades tecnológicas— nuestra condición corporal).
Existe un segundo plano de la relación entre nosotros y los otros se
refiere a las condiciones de acceso, inclusión y expulsión de una
comunidad, donde la contingencia es mayor y, por consiguiente, la
modificabilidad. El tercero tiene que ver con la tensión que apunta a la
humanidad en su conjunto. En este nivel, en cierto modo y de acuerdo
con lo que esté en juego, nosotros podemos y debemos ser todos. A esta
posibilidad, deber o aspiración se refieren los objetivos de una
gobernanza mundial, las obligaciones transnacionales e incluso ciertos
deberes que van incluso más allá de la solidaridad interna de nuestra
especie y que hacen de nosotros algo más que nosotros los humanos.
Todos los debates entre patriotismo y cosmopolitismo giran en torno a la
articulación de estos tres planos y muchos malentendidos proceden de
no haberlos diferenciado suficientemente. 5. Philip Pettit (1997),
Republicanism. A theory of freedom and government. Este libro
supuso para mí una introducción a la teoría del republicanismo, pero
también a algunos debates acerca de la cultura política norteamericana
que me eran menos conocidos. Lo menciono finalmente porque me
permite también introducir algunas reflexiones sobre lo que está pasando
en la política americana que pueden explicar el triunfo de Trump. En el
imaginario que alimentaba la reciente contienda electoral americana no
solo se han enfrentado la izquierda y la derecha, sino también dos
conceptos de lo político que permitían a su vez una versión de izquierda
y de derecha: el republicanismo cívico y el elitismo liberal-conservador.
Sin todos los matices que requeriría semejante encuadramiento,
considero que Trump y Sanders aspiraban a representar lo primero, el
ideal cívico, mientras que los partidos republicano y demócrata serían
vistos como lo segundo, el llamado establishment. Las elecciones
americanas han reactivado el mito del common man de la tradición
radical-plebeya, tan presente en el relato fundacional de los Estados
Unidos, la relación inmediata con la naturaleza, el papel del trabajo, el
rechazo de la abstracción y la burocracia, las intrigas políticas del poder
federal, la aversión por la corrupción y los grupos organizados, una fe
inquebrantable en los ideales americanos y el bien común. Al igual que
ocurrió con el Brexit, que hizo visible la contraposición entre el campo y
la ciudad, las recientes elecciones americanas han reflejado la oposición
entre el sueño jeffersoniano de una democracia descentralizada de los
pequeños propietarios y la concepción hamiltoniana de un poder
centralizador e industrial. Mientras que la democracia liberal requiere
únicamente una sociedad de consumidores cultivados, la concepción
cívica, populista, de la democracia exige un mundo entero de héroes,
como afirmaba Christopher Lasch. Este sociólogo reivindicó hace años
una identidad del Midwest, donde se encontraría una auténtica cultura
democrática americana de inspiración protestante (unos tipos sobre los
que Robert Altman construyó su película The Last Show, por citar un solo
ejemplo, de entre los muchos que podrían mencionarse). Y es que los
productos de la industria cultural americana explican las actuales
confrontaciones políticas mejor que muchos tratados de teoría de la
democracia. Encontramos esa celebración del hombre democrático en
las películas de Frank Capra, donde se ensalza el ideal americano, la
vida de la comunidad cívica que reposa sobre la ética individual de sus
miembros, un modelo de virtud que parece anacrónico en la época de la
manipulación política, los escándalos financieros y el trabajo
deslocalizado. En alguno de los personajes de sus películas (pensemos
en James Stewart interpretando al protagonista de ¡Qué bello es vivir!)
nos encontramos tipos que de alguna manera desarrollan en la sociedad
moderna la virtud cívica asociada a la gloria marcial en la sociedad
premoderna. La antítesis de este hombre ordinario decente puede
encontrarse en los protagonistas de una serie televisiva como The
Office, personajes psicológicamente laminados, cuya referencia es una
cultura de masas en la que el único deber es no imponer sus
preferencias a los demás, un yo flotante, amorfo, desencantado y cínico,
que carece de prejuicios porque tampoco tiene ninguna opinión propia
que pueda exponer a la crítica. Al mostrar la inanidad del mundo del
trabajo de oficina, los que han concebido esta serie no aspiran a alertar a
quienes tienen un bullshit job sobre su condición proletaria; la ironía
cínica neutraliza, por el contrario, cualquier toma de conciencia de la
propia alienación y su posible protesta. Me parece que este es el
trasfondo de buena parte de las disputas políticas que están teniendo
lugar en la sociedad americana y en otros lugares del mundo, una
insatisfacción profunda con respecto a ciertas formas de hacer política
que son lo más opuesto al modelo republicano, con su idea de virtudes
públicas y compromiso cívico. Vivimos en democracias liberales
entendidas como procedimientos para la confrontación política y como
estructuras de gobierno que erosionan la democracia en tanto que forma
de civilización. Quienes tienen éxito en este mundo de simplismo
telegénico o tuiteado no son, por supuesto, quienes mejor representan
esa cultura cívica, sino quienes mejor se aprovechan de su decadencia.
No deja de ser una paradoja que los americanos hayan confiado esta
recuperación de las virtudes cívicas contra el establishment a una
persona tan ignorante de la democracia y tan poco virtuoso políticamente
como ellos mismos. El hecho de que ciertos extremismos políticos no
constituyan una verdadera solución a nuestras democracias de baja
intensidad, e incluso representen algunas de sus peores
manifestaciones, no debería impedirnos considerar estos fenómenos
como el síntoma de un malestar que ha de ser bien interpretado y al que
hay que ofrecer soluciones democráticas.

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