Está en la página 1de 20

Lionel Rapaport, quien también los estudió antes de la

guerra, se dedicó al tema de las relaciones entre la castración


voluntaria y la salud mental. Coincidiendo con Pittard, con­
cluyó que el estado mental de los Skoptzy parecía satisfac­
torio; no se podía decir que los adeptos de la secta hubieran
sido impulsados a eso? derroteros por un desequilibrio psí­
quico manifiesto. Por otra parte, la castración no parecía mal
♦'••erada psíquicamente. Los casos de suicidio eran rarísimos
en aquellas comunidades, al igual que los casos de melanco­
lía, contrariamente a lo que se observa en las mutilaciones de
este tipo de origen accidental. La menor frecuencia de per­
turbaciones mentales entre ellos impresionó igualmente a
otro estudioso, Pélikan, hasta el extremo de llevarle a pensar
que era precisamente la castración lo que los protegía.
Rapaport, en la linea de Durkheim, atribuye al poder de
coerción de la conciencia colectiva la interiorización por
parte del individuo de sus exigencias de sacrificio. La colec­
tividad que las impone aporta al mismo tiempo al individuo
aislado el apoyo que las compensa. Desde esta perspectiva,
la castración en los Skoptzy no seria más que un caso particu­
lar de los renunciamientos que la vida en sociedad impone.
«La castración ritual no seria sino de las formas de sacri­
ficio que la colectividad exige de los individuos, lo c^e
abunda en la historia». Al plantearse la cuestión de las
condiciones en que emergen los estados mentales colectivos
patológicos en relación a las normas de una época, en par­
ticular a propósito de las epidemias de suicidios, Rapaport
las atribuye a la dislocación de la influencia habitual de
las tradiciones y los valores sobre el invididuo. Cuando la
presión social se atenúa, como al final del Imperio romano
o en el siglo X V III en Rusia, vemos que emergen estas
manifestaciones autodestructivas, a través de las cuales se
expresa la libertad recuperada del individuo.
La automutilación aparece como una tentativa de auto-
curación espontánea, tal cual lo atestiguan las numerosas
declaraciones de los Skoptzy en las que expresan su alivio
tras haberse sometido a la castración: «cuando recibí la
pureza —declara uno de ellos ante el tribunal— sentí que me
quitaban un peso de encima. Antes me atormentaba y pen

80
saba constantemente, ahora todo se ha vuelto grato para
mí». En otras palabras, lo que Rapaport señala es la relación
entre la alteración de la base simbólica e imaginaria de un
sujeto que constituye la realidad social, y la precipitación
de este último en un acto.sacrificial, que pone en juego lo
real, en una especie de intento de paliar asi la carencia
súbitamente manifiesta de los puntos de referencia en que se
apoyaba.
La realidad social, y aquí está la clave del conformismo
que suscita, compensa por las coacciones y apoyos que
aporta la ausencia de la Ley (que cabe distinguir de las1leyes
sociales), en tanto que ligada a la función del Nombre del
Padre. Cuando la cohesión de esa realidad se ve comprome­
tida, se desnuda para cada uno su relación con lo Simbólico,
y la eventual preclusión de la instancia paterna precipitaría
al sujeto en la búsqueda de un nuevo apoyo imaginario o
simbólico, o en la búsqueda en lo real de un soporte que le
permita sostener su universo.
La secta de los Skoptzy proporcionaría a la vez el apoyo
imaginario y simbólico de su doctrina y de su ética, y, en lo
real, el punto limite que constituye la castración.
Pero esto no es más que un aspecto del problema, y no
resuelve el interrogante de la función del sacrificio en los
ritos de castración.
<
CAPÍTULO VIH

¿QUÉ QUIERE LA MADRE?

«Lo ofrenda de un objeto de sacrificio a


oscuros Dioses, es algo a lo que pocos
sujetos pueden no sucumbir en una cap­
tura monstruosa».

Lacan, Seminario XI.


Desde el culto metraico hasta los transexuales de hoy,
pasando por los Skoptzy, persisten los ritos sacrificiales de
la castración, mostrando una estructura que la historia deja
intacta.
Se considera que el vértigo del sacrifico halaga a los
Dioses. Los sacrificios —recordemos los de Abel y Caín—
representan otras tantas preguntas dirigidas a la divinidad
acerca de su deseo. ¿Qué tengo para ofrecerle que le agrade?
Che vuoi? «El sacrificio significa que en el objeto de nues­
tros deseos tratamos de hallar el testimonio de la presencia
del deseo de ese O tro». Los transexuales, como los sacerdo­
tes de Cibeles o los Skoptzy, pagan con su carne la respuesta
a este enigma.
El deseo humano lleva en si esta dimensión de sacrificio
del objeto del deseo. Hacia allí se inclina, por cuanto el
deseo del hombre es el deseo del otro. Y el Otro reclama lo
que se le debe. Es asi, pues, que la ley moral, la del impera-

85
tivo categórico, no es otra cosa que «el deseo en estado puro
(el del Otro), ese mismo que desemboca en el sacrificio,
hablando con propiedad, de cuanto es el objeto de amor en su
ternura humana (...), en el sacrificio y en la inmolación».
Pero lo que el Otro desea en el sacrificio, más allá de su
objeto, es el propio.sacrificio, y más allá todavía, el sacrificio
del deseo. Es el punto donde se encuentran los transexuales
y los adeptos al culto de la Madre. El sacrificio del deseo les
abre las puertas a su más allá, que es el goce. Lo que agrada
a Dios es aquello de lo que goza, ese goce Otro, más allá de
los límites.
Lo dice la leyenda de Cibeles y Atis; lo que la Madre
quiere es que Atis le sacrifique el objeto de su deseo, la mujer
que ama y, lo que es tanto la metáfora como el instrumento
de su deseo, su pene. Quien quiera consagrarse a su goce,
debe sacrificar su deseo, lo que equivale a decir que el deseo,
insaciable por esencia, es el obstáculo decisivo a la comple-
tud del goce. El deseo aspira tanto a su renacimiento infinito
como a su propia desaparición, y tiene como su limite inter­
no a la pulsión de muerte. Hay placer en morir, escribe Sade.
Y es que la muerte es el goce del Otro.
La leyenda de Atis muestra también que quien sacrifica
el objeto de su deseo se convierte en objeto de goce. El Hijo
castrado, o muerto, se transforma en el símbolo del goce del
Otro. Representa esa frontera donde la función fálica no
participa, y da acceso a su más allá mortal.
El incesto, es decir el goce del Otro, y la castración, están
ligados hasta el punto de que la una vale por el otro. Atis se
mutila para consagrarse mejor, Edipo se saca los ojos a
postenori, pero el neurótico demuestra que el castigo vale
por el acto. En otra leyenda Combabus, tal como Gribouille,
se castra para evitar que le acusen de haber gozado de los
favores de la reina Stratonice. La autocastración acaba por
significar el incesto, y por tanto el goce absoluto, ilimitado,
fuera de la ley, pero también fuera del sexo, más allá de la
diferencia de los sexos y de los límites que esto supone para
cada uno de ellos.
Esta oposición del desep y el goce da cuenta, en la
configuración propia de las religiones de la castración, de la

86
conjunción permanente entre el ascetismo y la orgia. £1
ascetismo de los sacerdotes de Cibeles, el de los adeptos de
los Skoptzy, lo que hoy se llama el apragmatismo sexual de
los transexuales, se sitúan del lado del renunciamiento al
deseo, en tanto que los desenfrenos orgiásticos que se les
imputa, con razón o sin ella, se clasifican del lado de ese otro
goce enigmático, tanto más culpable por cuanto que es miste­
rioso, puesto que se supone prescinde de lo que constituye la
instrumentación ordinaria de los goces comunes. E l goce del
Otro está por decirlo asi asentado en la exclusión del goce
fálico. Sin duda es la única manera de simbolizarlo: H X ©X,
existe un lugar donde el goce fálico está fuera de juego, un
punto que marca su limite, es decir su carácter limitado,
profundamente insatisfactorio. Dicho lugar indica el empla­
zamiento estructural del goce, para el cual el falo constituye
un obstáculo.
A primera vista parece paradójico que la identificación al
falo materno se sitúe junto a la exclusión de la función fálica.
Y es que la función fálica, en tanto que está sostenida por el
Nombre del Padre, coloca al falo en una posición irreducti­
blemente tercera en relación al sujeto, e impide precisamente
tal identificación, reduciéndola a una aspiración vana. Por
otra parte, el goce del Otro que esa identificación significa,
constituye el eje que hace bascular al sujeto del lado de la
identificación al O tro del goce. Ese punto de báscula es
gramatical: se sitúa en el de que marca él genitivo, por el
cual puede operarse el pasaje de lo objetivo a lo subjetivo.
Objeto del goce del Otro —genitivo objetivo: el O tro goza de
él— se pasa al genitivo subjetivo, y al ser presa de ese goce,
él mismo se convierte en el goce. Gozando de ese goce, da
por tanto existencia al Otro. El goce es el único testimonio
de la existencia del Otro.
Asi es como el transexual llega a identificarse con ese
Otro al que tiende a dar existencia, a través de su tentativa de
encarnación de La Mujer, identificación que ni los sacerdo­
tes de Cibeles ni los-Skoptzy tenían que efectuar por cuanto
mito y doctrina daban consistencia a esa figura, y preserva­
ban su lugar. Ocurre que algunos transexuales dan el paso de
la operación después de un duelo: una vez que la persona que

87
para ellos encam aba al Otro ha desaparecido, ya nada obs­
taculiza el pasaje del lugar del falo imaginario al del Otro,
cuyo vacio los aspira. Agreguemos que al nivel de la relación
dual constituida por la pareja Otro-falo, la inestabilidad de
los lugares es estructural En efecto, la relación está regida
por la ley del transitivismo, el sujeto es el Otro y a la inversa.
A esta reversión se añaden las leyes de la retórica, pues la
posición transexual está regida por la metonimia, según la
cual la parte vale por el todo.

R8
III

EL TRANSEXUALISMO FEMENINO
CAPÍTULO IX

¿LAS MUJERES TRANSEXUALES,


SON HOMOSEXUALES?

«Falta sacar la lección de la naturali­


dad con que semejantes mujeres procla­
man su calidad de hombres, para, opo­
nerla al estilo de delirio del transexua-
lismo masculino .»

Lacan, Escritos 1 - Ed. S. X X I, p. 300.


I

!
f
Existen también mujeres transexuales, aunque han sido
menos estudiadas y el caso parece ser muy raro. También
son menos espectaculares. Para ellas no se trata del star
system, sino que más bien caen en la monotoniá de las ropas
viriles. Como decía un cirujano que las operaba, quieren ser
como todo el mundo, es decir hombres. Las mujeres nunca
son como todo el mundo; es que ellas no hacen mundo. Ser
hombre, en resumidas cuentas, es formar parte del destino
común, y es a lo que según parece aspiran las mujeres tran­
sexuales: a ser semejante, semejantes a sus semejantes. Po­
demos esperar que la dinámica que las guia no sea la misma
que anima a los hombres transexuales a pretender ser La
Mujer, la única.
Si adoptamos el punto de vista stolleriano, la etiología no
puede ser la misma: no es haber permanecido en la simbio­
sis primitiva con la madre lo que las hace transexuales, pues
dicha simbiosis va en el sentido de la feminidad. Su identifi­

93
cación masculina supone la intervención del padre y de
fuerzas que contrarresten la feminidad primaria. Las transe-
xuales que Stoller encontró no habían conocido precisamente
una feliz simbiosis. Cuando el nacimiento de sus hijas, las
madres de esas personas padecían alguna enfermedad o de­
presión, y no estaban en condiciones de ocuparse del bebé.
M ás tarde, el padre se interesó por la criatura hasta entonces
abandonada, e hizo de ella su compañera de diversiones, y a
veces de trabajo. La asocia pues a sus actividades viriles, y el
amor que así suscita adquiere de entrada la forma de la
identificación. La niña se vive como varón, crece como tal,
sufre por las presiones que se ejercen sobre ella para obligar­
la a llevar ropas femeninas, que por otra parte no le sientan
bien. Las primeras inquietudes sexuales la llevan hacia las
muchachas, pero no se siente homosexual puesto que se
siente varón. Vive dramáticamente la pubertad y la apari­
ción de la menstruación. Se venda el pecho tanto para impe­
dir que crezcan los senos como para comprimir su relieve
bajo la camisa. En efecto, tan a menudo como pueden se
visten como se sienten, de hombre, y se hacen pasar por tales
ante las muchachas que tratan de conquistar. Normalmente
se fabrican con trapos o caucho el príapo que hará el bulto
adecuado bajo el pantalón, y que a veces está tan bien
hecho como para tener un uso funcional. Una de ellas tuvo
de este modo relaciones sexuales con una muchacha que no
se había dado cuenta de nada, y que luego temía haber
quedado encinta.
A menudo dichas transexuales viven cual hombres, son
consideradas como tales en sus trabajos. En el plano profe­
sional están mucho mejor integradas que los hombres tran­
sexuales, lo que lleva a decir que son más equilibradas.
Mantienen largas relaciones con mujeres que algunas veces
ignoran que no son hombres y, gracias a subterfugios, hasta
se da el caso de que lleguen a casarse con ellas.
Al igual que los hombres transexuales, existían antes de
las técnicas operatorias, pero estas modifican el problema.
Ahora logran hacerse quitar lo senos, los ovarios y el útero,
suprimiendo así las aborrecidas manifestaciones de su femi­
nidad. Toman hormonas másculinas que les modifican la

94
voz, les desarrollan la pilosidad y la musculatura, y les
cambian la distribución de las grasas en el cuerpo. £1 ingenio
de los cirujanos se ha entregado con toda libertad a la inven­
ción de técnicas diversas para fabricar artificialmente el pene
y los testículos, que a veces aunque no siempre son ardien­
temente reivindicados. Como puede sospecharse la cosa no
es fácil. La mayoría de las veces consiste en sacar un trozo
de carne del muslo, o del vientre, y hacer con él una especie
de forro en el cual se introducirá un elemento d e plástico
semirigido llamado tutor, y que en ocasiones se utiliza en los
casos de impotencia masculina. Las secuelas operatorias son
muy dolorosas, A menudo se produce necrosis y hay que
comenzar todo de nuevo. El problema es aún más complica­
do cuando la paciente se empeña en ser capaz de «mear de
pie», sin lo cual le parece que no hay virilidad. D ebe proce­
derse entonces a una derivación del canal de la uretra extre­
madamente difícil de practicar, operación dolorosa que a
veces hay que repetir también, y no siempre con éxito.
Que yo sepa, la mayoría de las mujeres transexuales se
contentan con la ablación de sus órganos femeninos y la
ingestión de hormonas, y difieren para más adelante la adqui­
sición de un pene, aguardando la invención de técnicas más
perfeccionadas. Algunas sueñan con que un día se consegui­
rá injertarles penes extraídos del cuerpo de hombres muer­
tos. Insensatamente esperan que esos órganos, fijados así
sobre su cuerpo, sean capaces de tener una erección e inclu­
so de procrear. P ara ellas no existen limites al poder poten­
cial de la ciencia, sólo es cuestión de tiempo.
A la espera de que esto suceda obtienen, sin pene, el
cambio de su estado civil, y legalmente provistas de una
identidad masculina se casan con mujeres y se convierten en
padre de niños mediante inseminación artificial, sin que na­
die sospeche de su identidad original. Generalmente son
personas que llevan una vida ordenada, bien vistas en su
trabajo, bien «adaptadas» en su vida familiar, lo que contras­
ta con la vida «escandalosa» que a menudo llevan los hom­
bres transexuales. Esto conduce a que algunos médicos que
tratan a mujeres transexuales digan que el verdadero tran-
sexualismo es femenino, y que los otros, los hombres transe-

95
xuales, son prostitutas a quienes sólo les anima la afición al
lucro.
Al igual que para los hombres, se plantea el interrogante
del diagnóstico diferencial. ¿Qué relación existe en las muje­
res entre el transexualismo y el travestismo por una parte, y
la homosexualidad por la otra?
Lo que caracteriza al travestismo en el hombre y permite
distinguirlo del transexual es la excitación sexual que provo­
ca el hecho de vestir prendas del sexo opuesto, asi como la
dimensión siempre presente de la mirada del otro, eventual­
mente pasmado por la revelación del verdadero sexo, oculto
bajo las ropas. Ahora bien, esta dimensión está ausente en
las mujeres. E n ese sentido no hay travestismo femenino. En
las mujeres que se visten de hombre, ello no suscita ninguna
exaltación sexual. Por otra parte, la revelación eventual de
su sexo más bien es motivo de confusión y vergüenza. Para
Stoller no hay duda posible- una mujer que permanentemen­
te se viste de hombre no es un travestido, es una transexual.
La relación con la homosexualidad es más compleja.
Ante todo, la catexis libidinal del objeto sexual es mucho
más frecuente en ellas que en los hombres transexuales, que
tienen poco o ningún deseo, y que a menudo parecen tener
relaciones sexuales con hombres esencialmente por lo que
ello significa en cuanto a reconocimiento de su feminidad.
En la biografía de mujeres transexuales, en cambio, el re­
cuerdo de la emergencia de inquietudes sexuales por las
mujeres en la pubertad, o antes, es constante, a tal punto que
ha sido posible sostener que el transexualismo femenino era
una forma de negación de la homosexualidad, bajo la forma:
«es imposible que yo, una mujer, desee a una mujer, por
tanto soy un hombre». La elección de objeto sexual estaría
pues primero, y condicionaría la identificación como defen­
sa. No obstante, no parece ser tan simple. Aun cuando esta
dimensión tenga sin duda un efecto de reforzamiento de la
identificación masculina, sin embargo esta última parece
estar primero.
En el primer volumen de Sex and Gender, Stoller hace
del transexualismo femenino un problema de identificación:
resultaría de una especie de simbiosis con el padre. La etio-

96
logia seria de alguna manera inversa a la del transexualismo
en él varón. La pequeña transexual habría tenido más con­
tactos físicos desde su nacimiento con su padre que con su
madre. Si en el transexualismo masculino la madre está
demasiado presente y el padre ausente, inversamente en el
transexualismo femenino la madre estaría ausente y el padre
excesivamente presente. «Esto indica, concluye Stoller, que
tal vez una presencia excesiva del padre y una ausencia
excesiva de la madre masculinizan a una niña. Así pues, se
podría plantear la hipótesis de que el transexualismo es
mucho más raro en las niñas que en los muchachos porque es
mucho más verosímil que haya una madre excesivamente
próxima, antes que una madre ausente y un padre excesiva­
mente próximo».
Sin embargo, en el segundo volumen de Sex and Gender
Stoller modifica su enfoque, y enuncia la hipótesis de una
proximidad estructural con la posición homosexual. La hipó­
tesis de la simbiosis con el padre no se sostiene, ya que
cuando éste comienza a interesarse por la criatura a menudo
han pasado los primeros años de la infancia. Por otra parte,
la madre no está ausente como objeto de amor para esa niña,
a quien según su manera de ver el padre pone en una posición
de suplencia. Frecuentemente, dice, las mujeres transexuales
tienen el fantasma de salvar a una bella mujer en peligro, y
obtener su amor. A partir de sus estudios complementarios
del transexualismo femenino, Stoller llega a considerarlo
como la consecuencia de un estímulo sistemático de la mascu-
linidad por parte del padre en particular, y como el efecto de
lo que llama «shaping», la formación, que también puede
estar en los orígenes de la feminización en el varón, pero que
es estructuralmente diferente del transexualismo masculino
puro, definido a partir de la simbiosis.
La importancia del «condicionamiento», según las pala­
bras de Stoller es manifiesta de cualquier modo en el caso de
«ginandria» relatado por Kraft Ebbing, que parece corres­
ponder perfectamente a nuestros modernos transexuales, Fue
un caso célebre en su tiempo porque acaparó la atención de
la prensa a raíz de un proceso entablado a un tal conde
V Sandor. Había sido acusado por su suegro de falsificación

97
y usurpación de tierras. Por otra parte, la ceremonia en la
que se consideraba que habia desposado a la hija del quere­
llante había resultado ser ficticia. Por añadidura, el quere­
llante le acusaba de ser una mujer travestida de hombre.
V. Sandor fue detenido, y en el examen efectivamente se lo
reconoció como de sexo femenino. Vivía como escritor bajo
el nombre de conde Sandor V., y en realidad era la condesa
Sarolta V., miembro de una antigua familia de la aristocracia
húngara. Desde su más tierna infancia dicha Sarolta habia
sido educada como varón por su padre, quien habia hecho lo
contrario con su hijo, a quien trataba como a una nina. A
Sarolta la llamaba Sandcr, le había enseñado a montar, a
cazar, a conducir caballos y el manejo de las armas. A los
doce años, una abuela a la que habia sido confiada la envió a
un convento de niñas con la esperanza de que le corrigieran
sus maneras viriles. Sucedió lo que debía suceder. Sarolta
se enamoró de una interna, una joven inglesa pelirroja a la
que declaró ser un varón bajo sus ropas de muchacha, y se la
llevo consigo. No se sabe muy bien qué fue de esos amores
Sin embargo, después de esto Sarolta obtuvo de su madre el
permiso para volver a ser Sandor, vivió como varón, recibió
una cuidada educación y realizó largos viajes con su padre,
frecuentando con él los cafés y los burdeles. Sandor habia
tenido numerosas aventuras con mujeres, en general bastante
mayores que él, solitarias, y a veces de reputación un tanto
dudosa. Con frecuencia inconstante en sus amores, había
mantenido no obstante una relación de tres años con una
dama, con la que contrajo matrimonio y vivió maritalmente.
La abandonó por la hija del hombre que le entabló el proceso
que la desenmascaró. A los veintitrés años, edad que tenía en
la época del proceso, Sandor-Sarolta habia vivido siempre
como hombre, a excepción del año que pasó en el convento,
y desde los trece años no se habia quitado las ropas mascu­
linas.
Era escritora y colaboraba en los principales periódicos
de su país, pero siempre habia vivido de manera dispen­
diosa, contrayendo numerosas deudas en el transcurso de sus
viajes y conquistas. Simulaba con trapos un pene bajo sus
ropas, y para montar a caballo fingía necesitar un suspen­

98
sorio a fin de justificar los vendajes que en realidad servían
para mantener el priapo. Conseguía pasar muy bien por un
hombre, incluso ante su familia política durante el largo
noviazgo con su última conquista. La muchacha estaba muy
enamorada, y la pareja vivió feliz hasta que el suegro presen­
tó la querella. En una carta dirigida a Sandor, su «esposa» le
participaba su deseo de tener un hijo de él.
Sandor-Sarolta perturbó considerablemente a los médi­
cos legistas con quienes tuvo que vérselas. Vestida de mujer
por primera vez en diez años se sentía a disgusto, y también
los incomodaba a ellos por su aire viril con esas ropas que
parecían prestadas. En cambio no bien se decidieron a tratar­
la como hombre, las cosas fueron mucho mejor para ambas
partes: «Las relaciones con Sandor hombre tienen lugar con
mucha más desenvoltura, naturalidad y corrección aparente.
La propia acusada lo siente asi. Se vuelve más franca, más
comunicativa, más suelta en cuanto se la trata como hombre».
Interrogada acerca de su sexualidad, declara no haber
experimentado jamás la menor atracción física por los hom­
bres. Sus primeras emociones sexuales las tuvo con la ingle­
sa pelirroja del pensionado. Sus sueños eróticos sólo afectan
a las mujeres, y ella se pone en situación masculina. No
practica el onanismo, «indigno de un hombre», y jam ás se ha
dejado tocar los órganos genitales. Se satisface sexualmente
con el goce que proporciona a su compañera. D ice haberse
sentido muy angustiada cuando fue obligada a vestirse de
mujer en la prisión.
El examen físico muestra un cuerpo poco desarrollado,
aunque muy musculoso, con caracteres secundarios muy
poco marcados Púber tan sólo a los diecisiete años, tiene
unos senos casi inexistentes, caderas de muchacho y carece
de cintura. Su sexo es completamente femenino, pero se ha
quedado en el de una niña de diez años.
El tribunal pronunció la absolución. Sarolta regresó a sus
ropas masculinas y volvió a vivir en Budapest.
Los hábitos sexuales de Sarolta son típicos de las tran
sexuales En efecto, a diferencia de las homosexuales «clá­
sicas», las transexuales se oponen a que sus compañeras
toquen las partes femeninas de su cuerpo. Esta es la razón,

99

También podría gustarte