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RESUMEN:
El artículo desarrolla una crítica sobre la "disociación instrumental", concepto tan repetido por los
modelos de terapia clásico-específicamente el psicoanalítico-.
Intenta mostrar que a pesar de lograr mantener cierta distancia terapéutica, el profesional se haya
siempre involucrado desde sus cogniciones y la cibernética de la relación, es decir, se puede ser
más o menos objetivo dentro de la subjetividad que implica el vínculo terapéutico.
Relaciona y analiza los términos " transferencia y contratransferencia " desde una posición crítica.
Entre otras cosas habla de la importancia de la resonancia del terapeuta y de su instrumentación
como intervención. Además, muestra la interpretación equivocada que se realiza de la "disociación"
confundiéndola en muchas ocasiones con los mecanismos defensivos de la racionalización o
negación.
El artículo cierra con un ejemplo vivencial del autor acerca de las propias resonancias de su trabajo
como terapeuta.
Cuando todavía en este siglo XXl, escucho definir a la disociación instrumental -concepto acuñado
por Bleger en la década del 60-, pienso que los profesionales han malinterpretado u ortodoxizado al
extremo, lo que el autor intentó transmitir en sus Técnicas de encuadre que propone en el Método
del trabajo institucional. Pero -por demás acostumbrados- estas rigideces que se establecen a
partir de modelos o conceptos, son frecuentes en el ámbito de la psicoterapia (aunque también, el
mismo fenómeno se produce en otros campos).
Una apreciación, descripción, hipótesis, modelo de psicoterapia, definición, etc., basta que se halle
en boca de un autor o profesional acreditado o reconocido en una disciplina para que sea
dogmatizada por el mundo psi. Ejemplos de este tenor son numerosos y algunos resultan más
a) La primera condición del encuadre se refiere al psicólogo mismo, quien debe cumplir con lo que
llamaremos la actitud clínica, que consiste en el manejo de un cierto grado de disociación
instrumental que le permita, por un lado, identificarse con los sucesos o personas, pero que, por
otro lado, le posibilite mantener con ellos una cierta distancia que haga que no se vea
personalmente implicado en los sucesos que deben ser estudiados y que su rol específico no sea
abandonado. La actitud clínica forma parte del rol del psicólogo, y el mantenerlo permanentemente
en su tarea es una de las exigencias fundamentales del encuadre; (J. Bleger. 1991)
Por tanto, la disociación instrumental consiste en una especie de danza en la que el terapeuta vive
las emociones, pensamientos, acciones, que le produce la relación terapéutica, por una parte,
mientras que por otra, puede observar este interjuego. Esto es lo que posibilitaría la reflexión y el
registro de la contratransferencia.
La toma de distancia única, radica en que no nos encontamos inmersos en el sistema que genera
el problema por el que consulta el paciente. Es decir, podemos ser más objetivos dentro de la
subjetividad que implica la relación terapéutica. Más categóricamente: siempre somos
absolutamente subjetivos, pero existen diferentes grados de subjetividades o distintos niveles de
objetividades dentro de la subjetividad.
Este desarrollo teórico nos lleva a revalorizar el término subjetividad, tan peyorativizado por las
ciencias clásicas y por el pensamiento cotidiano, y a entender a la objetividad como una utopía.
Siempre nos hallamos doblemente introducidos en el campo de la relación: desde una perspectiva
cibernética, nuestra sola presencia pauta las conductas del interlocutor observado. Pero también,
desde una óptica cognitiva, nuestra estructura conceptual (léase, sistema de creencias, escala de
valores, códigos familiares, reglas de la sociocultura y hasta el mismo modelo terapéutico, etc.) va
a la carga a la hora de trazar distinciones (Spencer Brown.1973), categorizaciones y atribuciones
de significado en la percepción. Y, el terapeuta no está excento de este proceso cognitivo.
En síntesis, nuestra persona genera una dinámica sistémica y nuestra cognición atribuye
significados, razón por la cual, solamente es un mapa lo que podemos obtener de lo que sucede, el
mapa de la relación.
En esta dirección de la subjetividad, es el mismo Bleger, quien en el año 1962 remite al concepto
de observador participante haciendo referencia a la entrevista psicológica.
Concepto que fue tomado mucho tiempo antes por Alfred Adler (1930), Stack Sullivan (1938) y que
el modelo sistémico -desde la cibernética de 2do. orden- ha dado por supuesto dentro de la
cibernética de la relación. El autor describe, en principio, el punto de vista clásico que indica que en
las ciencias de la naturaleza, la observación científica es objetiva. Es decir, el observador registra
el fenómeno con abstracción o exclusión total de las impresiones, sensaciones, impresiones,
sentimientos y de todo estado subjetivo.
[...] el entrevistador forma parte del campo, es decir, que en cierta medida condiciona los
fenómenos que el mismo va a registrar. Se plantea entonces el interrogante de la validez que
pueden tener datos recogidos en esas condiciones. Tal summum de objetividad en la investigación
no se cumple en ningún campo científico, y menos aún en psicología, en donde el objeto de estudio
es el hombre mismo.
Transferencias recíprocas
Tan involucrado desde el lugar de observador se encuentra el terapeuta que, en este sentido, el
Psicoanálisis planteó el concepto de contratransferencia, en función de los sentimientos, fantasías,
figuras identificatorias, etc., que emergían en el psicoanalista en relación con su paciente. Pero,
para entender este concepto, a pesar que es uno de los que más conocidos y estudiados en
Psicoanálisis, es necesario comenzar -de manera sintética- a definir su contrapartida, la
transferencia, como:
[...] el proceso en virtud del cual los deseos inconscientes se actualizan sobre ciertos objetos,
dentro de un determinado tipo de relación establecida entre ellos y, de un modo especial, dentro de
la relación analítica (Laplanche y Pontalis.1993)
J. Bleger (1964) la describe como:
[...] algunos autores designan como contratranferencia todo aquello que, por parte de la
personalidad del analista, puede intervenir en la cura; otros, en cambio, limitan la
contratransferencia a los procesos inconscientes que la transferencia del analizado provoca en el
analista.
Daniel Lagache, afirma que la contratransferencia entendida en este último sentido, no se produce
únicamente en el analista sino también en el analizado:
Desde cualquiera de estas aristas, parece dificultoso hablar de estímulo (transferencia) y reacción
(contratransferencia). Más aún, hablar de estas polarizaciones es sostener un punto de vista lineal,
aunque desde un metanivel la linealidad solamente queda reducida a un tramo o secuencia parcial
de un proceso sistémico, razón por la cual, parece sumamente intrincado reconocer quien nació
primero si el huevo o la gallina. Más aún, podríamos quedar entrampados e inmóviles buscando
descifrar la primacía. Con este sentido, E. Pichon Riviere (1995) prefiere utilizar el término
transferencia recíproca, dejando inútil el de contratransferencia:
Con el mismo significado E. Pichon Riviere (1995), no solamente adscribe los procesos de
transferencia y contratransferencia a la díada terapeuta paciente sino:
Nos encontramos, entonces, en el campo grupal con transferencias múltiples. Las fantasías
transferenciales emergen tanto en relación con los integrantes del grupo como en relación con la
tarea y el contexto en el que se desarrolla la operación grupal.
Se entiende, entonces, que tal intercambio de adjudicaciones no debe resumirse únicamente a las
personas, sino al contexto donde se desarrolla la psicoterapia. Espacio de consulta, persona del
paciente y del terapeuta, tipo de problema, historias contadas, gestualidades, acciones e
interacciones, ciclos evolutivos, son algunos de los elementos que componen el todo transferencial.
Pero cabe preguntarse, si en toda relación humana no es factible que se jueguen diferentes
Este mismo sentido es definido por Freud, y el mismo Pichon Riviere (1995) hace referencia a que
la relación transferencial no es patrimonio único de la situación de psicoterapia, sino más bien en
mayor o en menor grado en cada situación en que un individuo encuentra a otro.
Resonando resonancias
El modelo sistémico trae a colación el concepto de Resonancia (Mony Elkaim. 1992) acerca de los
sentimientos, voces internas, experiencias, que se detonan en el terapeuta a partir de los temas,
interacciones y persona del paciente.
En lo que respecta a los contenidos que se vuelcan en la psicoterapia, resultan el ejemplo más
evidente en términos de las resonancias. Escenas, cuentos que cuenta el paciente, versiones de su
historia que se superponen como negativos de fotografías con las propias escenas del terapeuta,
conforman condensaciones de sutil delimitación, con lo cual, es válido cuestionarse si la
intervención terapéutica es dirigida hacia el paciente o hacia uno mismo (esto que digo, ¿a quien
se lo digo??). Pero el tema no se centra en que la intervención sea apropiada para el paciente, el
punto es que también resulta apropiada para el terapeuta.
Los profesionales deberían escucharse más acerca de lo que le devuelven a sus pacientes. Más de
una prescripción, redefinición o connotación positiva e inclusive una provocación, resultaría
apropiada para los progresos personales del terapeuta.
Estas resonancias, son factibles no sólo en los contenidos de los temas que puedan traer los
pacientes. También se infiltran en manerismos y estilos de las interacciones. Cuántas dinámicas y
juegos familiares, se le movilizan a un terapeuta durante y a posteriori de una sesión. A quien no lo
triangularon alguna vez, o descalificaron hasta lindar con sentimientos de abandono; cuando no,
pudo presenciar y ser partícipe de alguna coalición en pos de una rivalidad o una alianza en
mancomunión de cara una crisis severa.
No son pocas las ocasiones, en las que los terapeutas compran el chaleco de la omnipotencia y
hasta llegan a creerse que son autoinmunes a cualquier tipo de relato que emerja del vínculo con
sus pacientes, más bien, a veces ni se lo cuestionan. Esta actitud, tiene mucho de lo que
mencionábamos al comienzo: el terapeuta cree disociarse a tal extremo, que se muestra lejano, frío
y con una distancia defensiva en la relación con los pacientes.
En la tríada de la impotencia, potencia y omnipotencia, han escogido -por así decirlo- esta última,
en el deseo de mantenerse perfectibles frente a la comunidad psi y a sus pacientes.
¡Objetivamente doctor!!!, Ud. que nos puede decir... ya es una frase que ubica al terapeuta en un
lugar de semidios. El problema radica que el profesional adopte esa función. Tampoco se trata de
navegar por el polo de la impotencia, ya que se crearía un vínculo en donde la suceptibilidad o
labilidad a ser desvalorizado en el profesional genera la demanda de reconocimiento. Son los
terapeutas que no se atreven a realizar indicaciones que se alejen de la connotación positiva, se
vuelven complacientes y no objetan ciertas actitudes de los pacientes. Son ayudadores e
hiperprotectores, por tanto, se alejan de la finalidad terapéutica, recreando una relación de
dependencia extrema: tanto del paciente hacia el terapeuta como del terapeuta hacia el paciente.
Resulta difícil encontrar la potencia. La potencia sugiere una autoestima saludable, valoración
personal y por sobre todo, tener en claro cuáles son los límites que demarcan el hasta dónde el
terapeuta puede. La potencia es el equilibrio, implica el reconocimiento de las limitaciones
personales, pero también, apreciar lo que se es capaz de realizar.
No obstante, estas distinciones son netamente gráficas. A la hora de intervenir, tanto los
contenidos, interacciones o persona del paciente, trasbasan la cognición del profesional con
escasa discriminación de cual de los tres puntos es el efector del isomorfismo: si la historia contada
es la que produce ciertas sensaciones y reacciones en el profesional, o la gestualidad o el todo
analógico que la acompaña o el juego que se desarrolla, etc. Es factible, también que el terapeuta
no sea consciente de tal isomorfismo. Por esta razón, debe remarcarse la importancia de la terapia
personal, como parte de la formación y fundamentalmente la supervisión.
Más allá de la formación teórica y la práctica clínica, el trabajo con el self del terapeuta es uno de
los recursos más sustanciosos para generar profesionales responsables y auténticos a la hora de
intervenir. En este trabajo intervienen los talleres de genograma, por ejemplo, en donde se revisan
exhaustivamente las dinámicas de las familias extensas y de origen, como también la creada. Esta
exploración, posibilita alcanzar claridad acerca de los distintos juegos que se desenvolvieron en las
familias del terapeuta y que pueden reinstaurarse en otros contextos. El análisis de las reglas,
pautas, mandatos, figuras significativas, crisis, ritos, dinámicas familiares, etc., concientizan al
profesional acerca de los códigos de los que es portavoz.
Cuanto menos un terapeuta haya trabajado consigo mismo o sea consciente de sus grandes
temas, será más factible que se funda y confunda con el caso. En este sentido, la poca consciencia
de sí es inversamente proporcional a la tendencia a isomorfizarse. Cuando un isomorfismo se
produce, es que existe superposición de historias (del paciente y del terapeuta) y en tal
entrecruzamiento, el terapeuta es incapaz de reconocer cual es la versión de quien. La duda en el
profesional, no surgirá si opera con la certeza y la omnipotencia, es decir, si el terapeuta no es
consciente estará convencido que su discurso se dirige a la versión del paciente..
Pero hemos señalado otro punto primordial: la supervisión. Tema que no compete solamente a la
formación profesional, sino también responde a la ética y responsabilidad en la psicoterapia, tema
que fue desarrollado de una manera exhaustiva por William Doherty y que Mara Selvini, en sus
últimos años, se dedicó a teorizar .
Pero, además, las resonancias pueden ser traducidas como intervenciones terapéuticas. La
emoción que se detona en la relación con los pacientes, tanto la bronca, el miedo, el bloqueo, la
felicidad, etc., son sentimientos que al ser evaluados por el profesional, pueden tener su peso
específico si son explicitados.
Cuánta culpa y cuánto miedo de herirla, que no me quiera más o que no me valore como su
terapeuta, o que deje de asistir a las sesiones, sentí. Sin embargo, después de un profundo
silencio, Eliza me miró con sus ojos grandes y saltones, casi líbida, se le cayeron dos lágrimas. Yo,
más paralizado que ella por semejante transgresión al manual del terapeuta correcto, no atiné a
decirle nada. Inmutable, ella, agachó la cabeza y sin mirarme me dijo: Tiene razón Marcelo, pero
No está mal que un terapeuta sienta cosas que remiten al ámbito humano. Si bien, muchos
pacientes lo pueden construir como un semidios y muchos profesionales se autoconstruyen con
este diseño, nada más alejado de las deidades y más humano que un terapeuta. Humanización
que coincide con la circularidad y la horizontalidad en el vínculo terapéutico, a pesar que los
pacientes se posicionan en un down relacional.
El feed-back, como unidad primigenia de las interacciones, se halla impregnado por los marcos
semánticos de los interlocutores, como también, se encuentran influenciados por el pragmatismo
de la cibernética que se establece entre las personas que integran el sistema. Lo que diferencia la
retroalimentación de las relaciones humanas cotidianas, de las del contexto terapéutico,es que
éstas se utilizan al servicio del crecimiento del paciente y la resolución de problemas. Pueden
esgrimirse como herramienta técnica de intervención.
En cualquiera de sus versiones y formas, lo conclusivo es que tales efectos y causas, provocan en
una relación tan humana como la terapéutica, una serie de complejidades que desentraman o que
intentan desentramar complicaciones. Terapeuta y paciente, entonces, en un todo recursivo, tratan
dentro de la subjetividad de la relación alcanzar niveles de mayor objetivación de lo observable.
Es la primera semana del mes de Julio y Charito está internada. Su artritis reumatoidea que la
aqueja hace 8 años, ha alcanzado niveles de gravedad. Su esposo y sus 5 hijos deben prepararse
para lo peor como dice su médico de cabecera. Unas escaras a causa de la posición horizontal, se
han infectado y sus defensas están muy bajas. Lo peor.
Cuando se trabaja con enfermos terminales o moribundos, se sabe que esta frase típica implica
que la muerte esta muy pero muy cercana.
No obstante, ella siempre está de buen ánimo. Dolorida, pero de buen ánimo.
Desde la cama del sanatorio, continúa dirigiendo a la familia. Charito, ahora tiene 70 años, es una
mujer sólida, furte, sensible. Guarda su garbo y seducción de artista internacionalmente
reconocida.
Realizo una sesión con su esposo y sus hijos en el sanatorio. Todos se hallan muy angustiados.
Todos están cansados y desgastados por los 9 años de enfermedad. Hablamos de la muerte. De la
concepción de muerte de cada uno. De qué sucederá si mamá se muere. También hablo de mi
punto de vista acerca de la muerte intentando compartirlo. En un determinado punto de la reunión
que duró más de dos horas, tengo la sensación que estamos en los prolegómenos del duelo de
Charito. Hay llanto, rostros tristes, algunos se abrazan, otros se ensimisman.
En esa misma semana, Carlos me pide una consulta. Es su primera entrevista. Destrozado pero
sostenedor, me cuenta que su hermana querida tiene un cáncer terminal. Son cuatro hermanos de
familia italiana, muy unidos y ella es la única mujer. El proceso es largo y doloroso. Como es de
esperar, de cara a la situación crítica, en su familia se desarrollan las más variadas reacciones: un
hermano se evade, otro se pone rígido con su armadura a cuestas y Carlos es el que carga con el
mayor peso de las responsabilidades, tanto en las decisiones como en las emociones.
La muerte nuevamente está presente. Sus relatos transitan en los recuerdos: familiares, la
amiga-hermana, los juegos de la infancia, las primeras salidas adolescentes. Todo un recorrido
coronado con afecto. Carlos es simpático pero duro, de vez en cuando se le escapa un lagrimón
que se detiene en medio de su mejilla.
Estoy finalizando la semana extenuado. Llego tarde a casa y solo me queda un resto de energía
para jugar con Franco, mi bebé de 6 meses y cenar con mi mujer. Tuve, momentáneamente, que
abandonar mi aerobismo en los bosques de Palermo, esperando que solo por esta semana.
Es extraño, porque siendo invierno en Bs. As. aún no recibí los embates de la gripe a pesar de que
toda la gente anda asomando sus pañuelos de papel y voces gangosas. Pero mi cuerpo cede el
jueves y me quedo afónico, me sube la temperatura que me obliga a suspender parcialmente las
consultas del viernes y algunas del sábado. Por primera vez, después de muchos años, hago
reposo en cama, con té, tostadas y antigripales. Necesitaba esas caricias afectivas.
Es sábado a la tarde, no tengo nada que hacer. Me cuesta leer, no puedo escribir, ni siquiera jugar
Lloro. Lloro y lloro más, me emociono. Pero al mismo tiempo me pregunto: ¿de qué estoy llorando,
porqué estoy llorando?. Pienso y pienso. En ese momento multiplicidad de escenas se me
presentan, me aparece la palabra muerte, las situaciones de terapia familiar, el sanatorio y Charito,
la hermana de Carlos. Cuando, me doy cuenta que el próximo 9 de Julio mi hijo cumple 7 meses.
A los 7 meses, falleció mi Gran hermano Carlos de un virus en las glándulas suprarenales. Yo era
casi un niño-bebé de 18 meses. Siempre sufrí esa muerte en silencio, era un tabú para mi familia.
No existe nada más doloroso sobre la tierra que la muerte de un hijo: esta frase la repetí de manera
automática porque me la repitieron mis padres desde muy pequeño. Ahora, más que nunca, que se
que el amor más puro que existe es el que sienten los padres por sus hijos, comprendo el mensaje
en toda su profundidad. Mi angustia se rebeló en mi cuerpo, cuando me di cuenta que mi hijo
comenzaba a transitar lo que fue para mí la edad de la catástrofe.
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