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1. INTRODUCCIÓN.
En primer lugar, y antes de adentrarnos en el tema, hemos de advertir que las ideas y
argumentos que a continuación expondremos están basadas en las que nos ofrece Pilar
Ballarín Domingo en su libro “La educación de las mujeres en la España contemporánea
(siglos XIX-XX)”, de la Editorial Sínteis S. A. Madrid. 2001.
Hasta bien entrado el siglo XX, España ha sido eminentemente un país agrícola, donde
el proceso industrializador se generalizó tardíamente. Desde esta perspectiva, hemos de
considerar que la mayoría de las mujeres vivían en un medio rural – agrícola. En esta
sociedad, la mujer tenía asumido un papel ligado a la maternidad y el hogar.
La mujer tenía que obtener permiso para poder realizar cualquier operación económica
o comercial; incluso su salario, cuando trabajaba fuera de casa, era administrado
legalmente por el marido.
En lo penal, existía una doble moral que sentenciaba de forma diversa ciertos delitos
según fuesen cometidos por el hombre o la mujer.
Las posibilidades y límites que tenía la mujer durante el siglo XIX variaban según su
estratificación social. Es importante que distingamos entre las clases populares, la clase
alta y la emergente clase burguesa.
Sin embargo, muchas fueron las mujeres que realizaban su trabajo fuera de casa,
concentrándose en fábricas, manufacturas, criadas, cocineras y un extenso número de
profesiones en las que era bien visto su trabajo.
La mayor parte de las mujeres que trabajaban fuera de su domicilio eran jóvenes;
cuando accedían al matrimonio solían dejar esta actividad y tan sólo algunas solteronas
continuaban en trabajos muy determinados como podría ser el de ama de llaves y pocos
más.
Ni siquiera en los momentos más propicios, como pudiera haber sido, durante la
primera República, la legislación quedó equiparada. Cuando por ley (1873), se
establecieron unas jornadas máximas (en horas), según la edad de los trabajadores, la
mujer quedó malparada, teniendo la obligación de realizar más horas que un varón de su
misma edad y profesión.
Más que una instrucción académica, lo que la mujer necesitaba era una serie de saberes
femeninos sobre la vida, la muerte, la salud, la casa, etc. que le sirvieran para sus
actividades diarias. Se suponía que era la madre, el resto de las mujeres de la casa y en
todo caso, el mundo femenino de su alrededor quienes debían enseñárselos e inculcarles
mediante la transmisión oral una forma de vida y una mentalidad que tendiese a
reproducirse por sí misma.
Esta alta tasa de analfabetismo femenino, que en España, hacia 1880 superaba el 81%,
no fue debido únicamente a la escasez de escuelas para niñas; la mentalidad de la época
contribuyó de forma extraordinaria al establecer unos valores y prejuicios que
resultaban prioritarios y beneficiosos para los varones.
Resumiendo, podríamos decir que las carencias educativas de las mujeres se debieron a
una acción indirecta, constante y múltiple de las relaciones sociales supeditada por la
condición de inferioridad y del rol que de ellas se esperaba.
Se tenía la certeza de que su instrucción nunca serviría para nada útil. En definitiva, se
trataba de dotarla de un pequeño bagaje cultural y que dominase algunas habilidades,
como la música, el dibujo, el canto, el francés para que no desentonaran cuando
acompañaran a sus maridos a celebraciones, a la ópera, a reuniones, etc.
En este tipo de educación faltaba el ejercicio físico y todas aquellas habilidades que
pudiesen parecer varoniles o propias de los hombres. A la niña se la trataba como a una
delicada flor, potenciando los hábitos sedentarios.
Dentro de sus posibilidades intentaba diferenciarse del pueblo llano en sus vestimentas,
con sus criados, sus modales y su honor. En esta situación, la mujer quedaba encerrada
en la casa, salvaguardando el honor familiar.
Se daban casos en los que una familia burguesa podía perder parte o mucho de sus
recursos económicos y vivir en condiciones extremas de pobreza; pues aún así, lo más
importante era guardar las apariencias y mostrar el decoro con el que vivía la familia.
Las jóvenes debían aparentar en todos los casos ser unas señoritas para “cazar un buen
partido”, y los padres se endeudarían incluso por encima de sus posibilidades
otorgándoles una dote adecuada a su posición.
En este entorno, la educación del adorno que se llevaba a cabo entre las mujeres de la
clase alta, resultaba inútil y sin sentido para las mujeres de la clase media; por lo tanto,
se pensaba que no necesitaban ninguna instrucción literaria.
Ante la vida laboral dura y extenuante, dentro y fuera de la casa, de la mujer de clase
popular, y la vida social intensa de la mujer de clase alta, la mujer burguesa aparece
privada de iniciativa, circunscrita al hogar, asumiendo un papel en el que la pasividad,
la sumisión, el silencio y la religiosidad representan las cualidades que los burgueses
ansían.
Las profesiones, dignas de ser aceptadas por estas mujeres eran pocas; se reducían a la
de maestra, comadrona, enfermera y pocas más, que por su índole eran consideradas
como prolongaciones exteriores de sus funciones típicas. De esta forma, se irían creando
algunos centros en los que se podría alcanzar un mayor nivel educativo como la Escuela
Normal de Maestras de 1858; en 1861 se establecieron centros de estudios para
comadronas y en 1880 se creó la Escuela de Enfermeras.
Se trataba de adaptarse a los nuevos tiempos haciendo hincapié en que una mujer más
instruida serviría mejor a su marido y ayudaría a formar a sus hijos.
A esta iniciativa les siguieron otras hasta culminar en 1870 con la creación de la Escuela
de Institutrices, centro al que podía aspirar la mujer para adquirir una educación más
amplia. Para ingresaren ella era necesario superar un examen de aptitud o tener el título
de maestra superior.
A pesar de estos avances, la realidad fue que estas iniciativas apenas llegaron a una
pequeña parte de la burguesía.
A finales del siglo XIX La Institución Libre de la Enseñanza defendió el principio de la
coeducación. Sin embargo, las reticencias y prejuicios sociales lo consideraron como
una inmoralidad.
La enseñanza secundaria y sobre todo la universidad fueron a lo largo del siglo XIX
espacios exclusivos de los varones. Realmente, la legislación no se oponía al ingreso de
la mujer en estos centros; y no lo hacía, no por unos principios de igualdad, sino porque
no le hacía falta legislar esta situación.
Desde el punto de vista social, era impensable que las mujeres quisieran y pudieran
adquirir una educación superior. Tan sólo 10 mujeres en España habían cursado
estudios universitarios en 1888 y siempre, solicitando permiso individual y con
bastantes restricciones. Habrá que esperar hasta 1910 para que la legislación permita
matricularse a las mujeres libremente.
El vacío legal desconcertó a las autoridades académicas, y sin poder negarles la entrada,
recurrieron a subterfugios encaminados a desmoralizarlas como por ejemplo, tener que
pedir permiso especial y concedérselo según casos particulares, realizar los estudios por
libre, sin acudir a las clases, o separarlas físicamente de sus compañeros varones.
Como tanto el bachiller, como los estudios universitarios habían sido diseñados en su
currículum para hombres, llegó a pensarse, en el mejor de los casos, que debería
habilitarse unos estudios superiores exclusivamente para las mujeres adaptados a sus
cualidades e intereses.
De todas formas, el problema del acceso de las mujeres a la universidad, parecía algo
anecdótico, por el reducido número de éstas y por las carreras que elegían; a saber:
Medicina, Farmacia y Filosofía y Letras; al fin y al cabo, eran estudios que de alguna
forma podrían entrar en la línea femenina como una extensión de sus aptitudes.
A finales del siglo XIX, a imitación de lo que se hacía en oros países y alentados por las
ideas Krausistas, se realizaron algunos congresos de tipo pedagógico, como el de
Madrid de 1882, en los que por primera vez unas pocas mujeres, sobre todo maestras,
pudieron alzar su voz en defensa de los derechos a la educación de las mujeres y
reivindicar sus derechos laborales. El más obvio de ellos era que las maestras cobraban
un tercio menos de sueldo que los maestros.
Los resultados de estos congresos fueron muy positivos, pues pronto se conseguiría una
ley de nivelación salarial (1883), que las escuelas de párvulos fueran regentadas por
mujeres y que el profesorado de la Normal de Maestras fuera femenino.
Estos avances, no siempre fueron definitivos, algunos de ellos tuvieron que pasar por
revisiones y en definitiva, por el escaso alcance que repercutía en las mujeres en
general, se consideró un mal menor que podía aceptarse. Los verdaderos cambios
relacionados con el currículum escolar, la coeducación, etc. fueron rechazados incluso
entre aquellos sectores más avanzados.
En lo que todos estaban de acuerdo era en que mejorar la educación de la mujer debía
servir únicamente para desempeñar mejor su papel social y familiar. Todavía no llegaba
a plantearse la independencia económica de la mujer a través de su profesión ni a
romper los estereotipos vigentes en la sociedad estableciendo una total equiparación
entre la educación de hombres y mujeres.
Uno de los grandes logros del liberalismo a lo largo del siglo XIX lo constituyó el
avance y extensión de las libertades políticas. Así por ejemplo, se pasaría del sufragio
censitario en la época de Isabel II al sufragio universal en la época del sexenio
revolucionario. En el primero, quedaban excluidas las mujeres y casi todos los hombres;
en el segundo, las únicas que no podrán votar serán las mujeres. Como se ve, las
libertades políticas iban destinadas únicamente a los varones.
En este marco político y social, en el que las desigualdades de género eran tan
evidentes, el tema de la educación de las mujeres no preocupaba a nuestros legisladores.
Resultaba tan obvia la inferioridad natural de la mujer, que el simple hecho de
instruirse constituía una frivolidad que no llegaba a concebirse.
Es cierto que antes y durante el siglo XVIII la aristocracia ya permitía que sus mujeres
se instruyeran, como hemos dicho anteriormente, como si fuese un adorno, como un
complemento, como un barniz cultural que hiciese que estas mujeres no desentonasen
en el ámbito social en el que se movían sus maridos. Este tipo de instrucción se permitía
a una clase determinada; su número era más bien reducido dentro del conjunto de la
nación. Esta excepción a la norma no debía extenderse; para ello, el analfabetismo, en
general, propiciaba el silencio de las mujeres y su confinamiento al espacio doméstico.
Este analfabetismo se justificaba según una larga tradición que contaba con
innumerables prejuicios sobre su inferioridad biológica, psicológica, intelectual y moral.
Posteriormente, los filósofos románticos del siglo XIX buscarán estas diferencias dentro
de la igualdad; y una vez hallados aquellos rasgos que consideran menospreciables, los
extenderán al resto de las mujeres con una actitud ciertamente misógina.
Las ideas no son eternas, y al igual que le sucedió al Antiguo Régimen dando paso a la
nueva sociedad burguesa y liberal, el concepto de Educación cambiará también. El
nuevo Estado necesita a la escuela como medio de propagar su moral e idea de Estado y
familia. Necesita que las personas pasen de ser simples vasallos a ciudadanos
comprometidos y que las mujeres asuman el papel de control de la familia. Para
conseguir estos objetivos, la constitución de 1812 y los distintos planes y leyes
posteriores, recogen el concepto de obligatoriedad, gratuidad y universalidad de la
educación primaria. Sin embargo, aquello que parece prioritario en lo referente a la
escuela de niños, se convierte en consejos a la hora de hablar sobre la escuela de niñas;
y siempre, condicionado a la economía particular de los municipios. Hay que tener en
cuenta que las escuelas de niñas deberían normalizar y dar soporte institucional a la
cultura doméstica explicitando y legitimando sus obligaciones como mujer, no así sus
derechos.
Con respecto a los planes de estudios, de los cuales hablaremos más adelante,
anticipamos que ya desde los albores de la educación femenina, allá por el año 1783,
una Real Cédula establecía que el principal objetivo era la labor de manos. Término éste
que con el tiempo pasaría a llamarse labores apropiadas a su sexo, o lo que es lo mismo,
aprender a coser, bordar, etc. Este quehacer escolar ocuparía más de un 30% del horario
escolar. En segundo lugar, pero no menos importante, quedarían las nociones sobre las
Sagradas Escrituras y el catecismo. El resto del currículum vendría dado por elementos
de dibujo aplicado a las labores y ligeras nociones de higiene doméstica. Por supuesto,
la lectura y la escritura y unos fundamentos de aritmética completarían el horario.
Con anterioridad a la Ley Moyano las escuelas primarias tenían diversa catalogación en
función del número de habitantes de la localidad y de los recursos económicos de la
municipalidad; así por ejemplo, existía la primera enseñanza elemental y la primera
enseñanza superior. A su vez, la elemental podía ser completa o incompleta; e incluso se
llegó a especificar algún grado intermedio entre estas últimas.
El que una escuela estuviera catalogada de una u otra forma repercutía en el tipo de
profesorado que la regentaría (distinta formación académica), en el sueldo que cobraría
y en el tipo de materias que estaría obligado impartir.
A otro nivel, obligaba a la creación de Escuelas Normales de Maestros; sin embargo, tan
sólo recomendaba la creación de Escuelas Normales para Maestras.
Tras aprobarse la Ley Moyano, las maestras tendrían que tener título, pero para
obtenerlo no se les exigiría lo mismo que a los maestros; por ello, se establecía su
sueldo en un tercio menos que el de los varones.
Para ser admitida en esta Escuela era necesario haber cumplido los 17 años y ser menor
de 25, acreditar buena conducta moral y religiosa, no padecer enfermedad contagiosa ni
tener defectos físicos que la imposibilitaran para el ejercicio de su profesión. Además
debería realizar un examen demostrando su habilidad en costura. Los estudios se
dividían en dos cursos. Las materias a estudiar apenas superaban el nivel del que
después necesitaría para impartir clases. La materia de Labores requería, por supuesto,
su mayor dedicación y era calificada rigurosamente por una mujer. Por último, realizaba
los exámenes del resto de las materias ante un tribunal de hombres indulgentes. Si
aprobaba la reválida del primer curso se la capacitaba para impartir clases en una
escuela primaria elemental y si superaba la de segundo curso, lo estaba para escuelas
superiores. Además de dominar el arte de la costura se buscaba sobre todo que la
maestra tuviese un instinto maternal y que supiese trasmitir a las niñas unos mensajes
morales junto a unos conocimientos prácticos y útiles para la vida familiar.