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Federico Suárez
 

José, Esposo de María


 
 
«Si fuera persona que tuviera autoridad de escribir, de buena gana me
alargara en decir muy por menudo las mercedes que ha hecho este
glorioso santo a mí y a otras personas; mas por no hacer más de lo que
me mandaron, en muchas cosas seré corta, más de lo que quisiera, en
otras más larga que era menester; en fin, como quien en todo lo bueno
tiene poca discreción. Sólo pido por amor de Dios que lo pruebe quien
no me creyere, y verá por experiencia el gran bien que es encomendarse
a este glorioso Patriarca y tenerle devoción. En especial, personas de
oración siempre le habían de ser aficionadas, que no sé cómo se puede
pensar en la Reina de los Ángeles en el tiempo que tanto pasó con el
Niño Jesús, que no den gracias a San José por lo bien que les ayudó en
ellos. Quien no hallare maestro que le enseñe oración, tome este
glorioso santo por maestro y no errará en el camino. Plegue al Señor no
haya yo errado en atreverme a hablar de él; porque, aunque publico
serle devota, en los servicios y en imitarle siempre he faltado».
SANTA TERESA DE JESÚS
 (Vida, c. VI)
 

Preámbulo

 
No es fácil escribir con fundamento de San José, el último patriarca,
artesano de Nazaret y esposo de la Virgen María. Todo historiador sabe
que sin fuentes la historia es imposible, porque no puede pasar de simple
conjetura; y cuando, aun habiendo datos, éstos son pocos, aunque se pueda
ir algo más lejos y trazar un esbozo, enriquecido con la ayuda de una
adecuada ambientación, este esbozo no puede llegar a ser nunca ni
siquiera una breve biografía.
Pero escribir, no de San José, sino acerca de San José, o a propósito de
San José, eso ya es distinto, pues no se trata de una biografía, sino de una
reflexión, o de una meditación, si se prefiere; no de la reconstrucción de
una vida, sino de un conjunto de consideraciones nacidas de unos pocos
datos, no siempre explícitos, pero revelados.
Esto –que los datos sean revelados– es muy importante. Santo Tomás
Moro, en aquella contemplación de la agonía de Cristo que escribió
cuando estaba preso en la Torre de Londres, decía que no era simple
casualidad que tal o cual nombre (que pudo haberse omitido) estuviera
escrito en el Evangelio: algo indica el hecho de que esté allí. «Dado que ni
una sílaba –proseguía– puede considerarse vana o superflua en un escrito
inspirado por el Espíritu Santo», resulta imposible pensar que pueda haber
algo fortuito en la Escritura.
Y no lo hay, y esto es cosa que debemos tener muy presente. Decía San
Pablo: «Toda Escritura es divinamente inspirada y útil para enseñar» (II
Tim 3, 16). Si, pues, cuanto en los Evangelios se dice de San José, o se
relaciona con él, está allí por un designio del Espíritu Santo, sin que nada
de lo necesario para nuestra edificación falte o sobre, es porque en esos
datos, aun en los que están implícitos, hay una enseñanza para nosotros.
La devoción que Monseñor Escrivá de Balaguer tenía al santo patriarca
le llevó a trazar este lacónico y penetrante retrato: «Un hombre corriente,
un padre de familia, un trabajador que se ganaba la vida con el esfuerzo de
sus manos» [1]. Pero esto, ¿no es algo que pudiera decirse de muchos? ¿Y
no es esto lo mismo que decir que la santidad –puesto que José es un gran
santo– es asequible en el ámbito más corriente y ordinario? Y en tal caso,
la contemplación del Evangelio en cuanto se refiere de un modo u otro a
este hombre tan a nuestro nivel (humanamente hablando), ¿no podrá
mostrarnos el secreto de la santidad en el trabajo y en el cumplimiento de
los deberes propios de cada uno?
Claro está que semejante empresa parecerá, sin duda con fundamento,
pretenciosa. No obstante, unas palabras de San Juan de Ávila en descargo
de su propio atrevimiento, quizá puedan, si no justificar, sí, el menos,
disculpar el presente intento: «Así como todo lo que se dice –escribió– en
alabanza de la Virgen bendita, dice San Jerónimo que resulta en honra de
Nuestro Señor Jesucristo, su Hijo bendito, así todo lo que se dijere en
alabanza del santo Josef resulta en honra de Nuestro Señor Jesucristo, que
lo honró con el nombre de padre, y de la Virgen Santa María, de la cual fue
verdadero y castísimo esposo. El Señor querrá que su santo ayo sea
honrado, y la Virgen que digamos bien de su esposo; y Él y ella lo
agradecerán y copiosamente galardonarán. Y así porque conviene a la
honra de Dios como por ganar tal galardón, comenzaremos esta santa
historia en alabanza de este glorioso santo esposo de la Virgen».
Quiera ella, la bendita Madre de Dios, ayudarnos a descubrir la
grandeza de aquel que tanto la amó y a quien el Espíritu Santo llamó
«hombre justo», y a imitar su fidelidad, tan necesaria en estos tiempos tan
poco propensos a valorarla.
F. S.
 

1. La figura de san José

 
No parece que San José pertenezca a la clase de santos que despiertan
admiración y suscitan deseos de emular sus actos. Más bien habría que
situarle entre ese tipo de hombres en los que si uno, por casualidad, se fija
alguna vez, jamás siente comezón de echarle una segunda ojeada. Al tipo,
diríamos, de los hombres grises, esos que nunca se distinguen de los demás
porque se funden de tal manera en el conjunto que ni el más ligero
pormenor es lo suficientemente llamativo como para atraer la atención, y no
a esa otra clase que se pone como modelo o arquetipo al que se debe
aspirar.
Pasa por el Evangelio sin que se le oiga pronunciar una sola palabra. No
escribió jamás una línea. Ninguna de las cosas que hizo rebasó los límites
de las acciones más comunes. Fue –como diría quien gustase de utilizar un
lenguaje un tanto redicho– un hombre sin mensaje.
Todo esto, claro está, es lo que parece a primera vista; lo que parece, y
también, en cierto aspecto, lo que es, porque esa impresión es verdadera y
corresponde a la realidad. San José, en efecto, no fue un hombre brillante.
Pero, ¿acaso el brillo es algo que entitativamente tenga consistencia?
¿Desde cuándo la calidad de un hombre, su valía como tal, se mide por el
grado de brillantez que posea?
Tampoco parece que dejara gran cosa a la posteridad. Arquímedes, o
Santo Tomás de Aquino, o Miguel Ángel, o Edison, acrecentaron el común
patrimonio de la humanidad con valiosas aportaciones de incalculables
consecuencias. Y en este aspecto, fuerza es confesarlo, José tampoco se
hizo acreedor al agradecimiento de los hombres. Verdad es que ni siquiera
lo intentó y, a lo que sabemos de él, no parece que fuera una cuestión que le
quitara el sueño o le sumergiese en la angustia.
Así pues, en cierto aspecto, su figura quizás aparezca a los ojos, o a la
estimación, de algunos como la de un hombre vulgar, tan vulgar que no ha
dejado tras de sí nada que pueda hablar por él a los que vinieran después.
Los que de tal modo piensan, sin embargo, pertenecen a la clase de
hombres, quizá más abundantes de lo que sería de desear, que tan sólo
aceptan criterios de valoración de corto alcance: juzgan de acuerdo con
ciertas normas convencionales que se basan más en la apariencia que en la
realidad, más en una estimación compartida que en una estimación
verdadera. En otras palabras: piensan más en categorías mundanas que en
criterios sobrenaturales, lo cual equivale a juzgar a las personas no por lo
que son, y ni siquiera por sus obras, sino sólo por cierta clase de obras,
precisamente por aquellas que, previamente, han decidido calificar de
dignas de mérito o de ser recordadas.
Dados, pues, los criterios al uso, criterios de este mundo, nada
sobrenaturales y por lo general muy poco profundos, esa figura, un tanto
borrosa precisamente por su –al parecer– escasa personalidad, no se
presenta a los hombres de nuestro tiempo como lo bastante interesante para
dedicarle una más detenida mirada. Con tales criterios, un hombre gris, un
artesano de aldea que nunca dijo nada, ni hizo nada que merezca la pena
reseñar, podrá ser muy estimable, un buen hombre; pero uno no tiene
tiempo para dedicarse a contemplar todos los buenos hombres que en el
mundo han sido. Hay cosas más importantes, de mayor urgencia, más útiles
y necesarias.
Según los criterios de este mundo, el hecho de que Dios eligiera a este
hombre para confiarle la custodia de los dos mayores tesoros que jamás ha
habido en la tierra –Jesús y María– no cuenta mucho: ésta es, por cierto,
una de las razones por las que se puede asegurar que tales criterios son de
este mundo y, por ello, superficiales. Y por eso mismo estos criterios son
siempre insuficientes para un cristiano que verdaderamente sea lo que su
nombre indica, para un hombre que sea discípulo de Cristo; un discípulo de
Cristo, en efecto, nunca debe aceptar cosa alguna tan sólo por su valor
aparente; esta valoración no le sirve, ya que necesita conocer su valor real,
y el valor real de las cosas creadas, cualesquiera que sean, su más profundo
y verdadero valor, tiene mucho que ver con Dios, con Cristo, con el mundo
sobrenatural y con la revelación.
Para un cristiano que crea en Jesucristo, que crea que Jesucristo es
verdadero Dios y verdadero hombre, el hecho de que Dios escogiera a José
para hacerle esposo de la Virgen María y padre legal de Jesús es motivo
suficiente para pensar que, después de todo, quizá no fuera un hombre tan
vulgar y tan gris cuando nada menos que el mismo Dios le eligió –más aún,
le creó– para desempeñar una de las misiones más difíciles y de mayor
responsabilidad que jamás fue encomendada a hombre alguno.
Y es, acaso, esta consideración, la de la elección de José para esta
peculiar misión, la que puede servir de comienzo a un conjunto de
reflexiones al término de las cuales nuestra estimación y nuestro respeto por
este santo habrán aumentado, probablemente, de modo considerable.
Porque este hombre que aparentemente no pasa de ser un buen hombre, un
personaje un tanto desvaído que nunca hizo nada de relieve, se nos muestra
de una categoría muy poco corriente; este hombre, que no pronuncia una
sola palabra en su paso por el Evangelio, nos da con su silencio una lección
de atronadora elocuencia; este hombre que no escribió una línea, ni nos legó
un solo pensamiento, nos enseña algunas lecciones tan profundas que es
dudoso que una no pequeña parte de los hombres de hoy sean capaces de
percibirlas, dada la poca afición que el hombre contemporáneo siente por la
reflexión y el poco tiempo que el trabajo, los negocios, las prisas y el
constante deseo (¿o desazón?) de cambio le dejan para ello.
Sería temerario intentar siquiera una biografía de José de Nazaret. No
puede haber biografía (que no es otra cosa que la historia de una persona)
sin datos suficientes, y los que da el Evangelio son muy escasos, muy
pobres para rehacer una vida. En cambio, son muy bastantes y significativos
para dar pie a una pausada consideración, aunque no a cualquier clase de
consideración; pues no se trata simplemente de un ejercicio intelectual,
aunque lo sea, sino sobre todo de un ejercicio piadoso, de una reflexión a la
luz de la fe y tomando como base datos y hechos que pertenecen a la
revelación. Por algo fueron escritos, cierto: para nuestro aprovechamiento y
edificación.
Con un criterio cristiano que permita ver los hechos con esa tercera
dimensión que da la visión sobrenatural, José se nos aparece como la
persona más unida (después de la Virgen) a la Santísima Trinidad. Sobre él
recayó –en palabras de Pío IX– «la misión de custodiar la virginidad, la
santidad de María; la misión de cooperar, único llamado a participar del
conocimiento del gran misterio escondido a los siglos, en la Encarnación
divina y en la salvación del género humano». Una misión, sin duda, de gran
responsabilidad, sumamente delicada, llena de dificultades por la
excepcional calidad de María (llena de gracia, Madre, Hija y Esposa del
mismo Dios) y porque el Niño por el que debía velar era el Creador del
mundo y su Señor. A todas luces, y hasta para un entendimiento sólo
mediano, la inferioridad respecto a las personas que le iban a estar
subordinadas era evidente. ¡Y qué difícil es mandar a quienes son
superiores a nosotros! ¡Qué enormes dificultades entraña tomar
resoluciones cuando van dirigidas a quienes sabemos más inteligentes, más
capaces, mejor preparados, más profundos que nosotros! Es casi inevitable,
a no ser que exista un arraigado fondo de humildad, caer en el resentimiento
provocado por un complejo de inferioridad, o en un apocamiento que se
intenta superar por medio de artificios y convencionalismos.
San José jamás intentó superar complejo alguno. Hay gente que se
encuentra más insignificante de lo que quizá desearía, y esto les amarga y
les hace desagradables. O bien intentan disfrazar su modesta personalidad
cultivando una apariencia –cuidando la imagen, se dice ahora– que, a su
juicio, le haga mejor de lo que es a los ojos de los demás, y así le aprecien
por lo que parece, ya que se imaginan que no lo harán por lo que es.
Nada de esto se encuentra en José. Su figura tiene el sello de lo auténtico,
del que se acepta tal como es. No hay en él la más leve nota falsa, ni el
menor artificio, ni estridencia o discordancia alguna; ninguna afectación,
ningún asomo de ansiedad por lo que otros piensen o digan, ninguna
preocupación por su «imagen», por querer o aparentar ser otra cosa de lo
que era.
En otro aspecto, sin embargo, la tarea que se le encomendó estaba muy a
su alcance, toda vez que lo que se le pedía era, como dice San Juan
Crisóstomo, lo que se pide a cualquier padre que es cabeza de familia:
sostenimiento y educación de los suyos. Ahora bien: encontrarse casi en el
centro del misterio de la Redención, junto a los dos protagonistas
principales, y limitarse a un papel menos aún que secundario, ajeno en sí
mismo a la Redención, sin tener nada que ver directamente con la misión
redentora de Jesús, ni participación activa alguna en la formación de la
Nueva Alianza al modo como lo tuvieron los apóstoles, por ejemplo, y
desempeñar además con toda justeza el encargo recibido, sin ambiciones de
ninguna especie ni frustraciones o heridas en el propio orgullo, sin salirse
un punto del lugar y quehacer asignados, eso, sin duda, requería una calidad
poco común.
Y esta calidad humana y sobrenatural, velada a miradas superficiales y
mentes distraídas, es lo que paulatinamente aparece a los ojos de quienes
por la reflexión van profundizando en los escasos, pero significativos, datos
que el Evangelio nos da de éste a quien se ha llamado con gran acierto «el
hombre de confianza» de Dios. Una calidad que desmiente esa primera
impresión grisácea de hombre del montón para sustituirla por otra más real
y verdadera que de gris no tiene nada, y que nos muestra a José como
arquetipo de lo que podemos llegar a ser –salvando, naturalmente, las
distancias– la mayoría de los hombres, aunque nuestras vidas no parezcan,
quizá, sobrepasar el nivel común más generalizado, ni nuestras acciones nos
hagan sobresalir entre los demás hombres. Tal como nos aparece en el
Evangelio, la calidad de este hombre justo se resume en pocas y muy
expresivas palabras: «supo vivir, tal y como el Señor quería, todos y cada
uno de los acontecimientos que compusieron su vida. Por eso la Escritura
Santa, alaba a José afirmando que era justo» (J. Escrivá de Balaguer). Y
esto no es cosa que se pueda decir de la mayoría de nosotros.
Constituye, por tanto, la figura de José un incentivo que Dios ha puesto
para fomentar nuestra esperanza. Pues si nosotros no pasamos de ser
hombres corrientes, sin nada especial que nos distinga de los demás, sin
esas relevantes cualidades que acaban situando a quien las posee por
encima de la generalidad de sus contemporáneos, podemos, no obstante,
aspirar a bastante más que a la mediocridad a la que parecemos estar
destinados por falta de cualidades excepcionales. Afortunadamente para
nosotros, Dios tiene otro modo de medir muy distinto del que solemos usar
los hombres. No es cuestión de talento o de habilidades fuera de lo común;
o por lo menos se trata de otra especie de talento o habilidad. Tampoco es
cuestión del brillo o apariencia que tenga el papel que hemos de representar
en la vida según se entiende aquí abajo. Se trata tan sólo (y no es poco) de
desempeñar bien, de modo cumplido, sin que falte ni sobre, sin exceso ni
defecto, el quehacer que cada uno tiene en el plan de Dios según su peculiar
vocación, en el lugar en que deba hacerlo.
Y no es necesario el lucimiento delante de los hombres; ni siquiera es
preciso que tengan noticia de nuestra existencia, porque ni lo uno ni lo otro
tiene la más mínima importancia. Basta solamente realizar los pequeños y
vulgares deberes cotidianos con amor y humildad, y con la mirada puesta en
agradar a Dios, pues a sus ojos esto es lo que da testimonio de la calidad
intrínseca de un hombre. En suma: recordar que «ningún hombre es
despreciado por Dios. Todos, siguiendo cada uno su propia vocación –en su
lugar, en su profesión u oficio, en el cumplimiento de las obligaciones que
le corresponden por su estado, en sus deberes de ciudadano, en el ejercicio
de sus derechos–, estamos llamados a participar del reino de los cielos», en
palabras de Mons. Escrivá de Balaguer. Y José, el último de los patriarcas,
nos enseñó cómo con este modo de vivir se puede llegar a ser un gran santo.
 

2. Un hombre silencioso

 
Lo primero de todo que llama poderosamente la atención cuando
comenzamos a observar la figura de José es un hecho, en cierto modo,
negativo: pasa por el Evangelio como una sombra, inadvertido, sin
agitación y sin ruido. En efecto, en todo el tiempo no pronuncia una sola
palabra.
San Mateo nos lo muestra al comenzar su narración como un hombre
angustiado, intentando dar con una salida honrada y justa que resolviera el
grave problema que tenía planteado; pero lo hace en silencio, sin hacer
partícipe a nadie de una intimidad que no era suya solamente y que, por ello
mismo, no podía comunicar sin peligro de daño para otra persona. Un
hombre que, a solas con Dios y con su propia conciencia, examina con
serenidad una situación; y sin lamentarse, sin buscar un apoyo en el que
descargar una parte de su responsabilidad, hace frente con lucidez a las
circunstancias y carga con su propia decisión.
Sin una queja, y también sin un retraso, abandona Nazaret con su esposa
para ir a Belén a empadronarse tan pronto se hizo público el edicto de César
Augusto. Ni la más leve mención de su ansiedad y de su humillación al no
encontrar en la ciudad de David un techo para la Virgen que está a punto de
dar a luz; ni una excusa al no poderle ofrecer otra cosa que una cueva, con
un pesebre y quizá un poco de paja limpia. Y allí, sin comentarios, en
silencio, observa el desfile de los pastores, la narración de su visión de
ángeles en la noche, el homenaje al Niño y a su Madre.
Va y vuelve de Egipto sin pedir una sola explicación, y sin explicaciones
encamina luego sus pasos de nuevo a Galilea y Nazaret. Allí, unos años
oscuros, todavía con un silencio si cabe más denso; y cuando pudiera haber
hablado, cuando encontró a Jesús en el templo después de tres días de
insufrible angustia, se retira a un lado y deja que sea Ella, la Madre, quien
se dirija a Jesús y le haga la pregunta que debía ser hecha. Después de esto,
desaparece del Evangelio y se sume en el olvido. Ni siquiera una palabra se
nos dice acerca de su muerte; y luego, tan sólo una vez se le recuerda (y no
por su nombre) cuando, en Nazaret, admirados de la sabiduría de Jesús, sus
paisanos exclaman: «¿no es éste el hijo del artesano?» (Mateo 13, 55).
José no tuvo nada que decirnos; nada, tampoco, que dicho a otros
tuviera. sin embargo, interés para nosotros. Pero hay modos de silencio, y es
evidente que este silencio de José no es el resultado de una vida
desarrollada en un medio, entre unas gentes, o en una época, de caracteres
tan vulgares y anodinos que no hubiera nada que mereciera ser dicho. Muy
al contrario, el medio, las gentes y la época son, sin duda alguna, no sólo
notables, sino en cierto modo únicos, tan únicos que son incomparables e
irrepetibles. Jamás en la historia del mundo se dará otro momento
semejante, ni vivirá nadie tan en conexión con lo divino como entonces.
Pues, en efecto, no volverá a ocurrir de nuevo que la tierra, este planeta que
Dios hizo para ser habitado por los hombres, albergue al Hijo Unigénito de
Dios hecho hombre, ni contemplará nunca a una criatura semejante a la
Bienaventurada Virgen María; en ningún otro período de la historia volverá
a repetirse el prodigio de que una docena de hombres oscuros, rudos e
incultos, unos aldeanos sin horizontes y desprovistos hasta de las más
elementales cualidades que se suponen necesarias para triunfar o sobresalir,
inicien una transformación del mundo como no se conocerá otra semejante.
No se debe al medio, las gentes o la época el silencio de José. Sabemos,
porque para ello basta hojear los Evangelios, que no se nos ha conservado
de él una sola palabra, pero la razón de que esto sea así la ignoramos, y
cuantas cábalas, hipótesis o explicaciones queramos dar a esta curiosa
circunstancia serán, probablemente, inseguras, aun cuando puedan ser,
acaso, piadosas y útiles. Lo que no es inseguro, en cambio, sino muy seguro
es el hecho que se acaba de apuntar: en el Evangelio, José no dice
absolutamente nada, y de aquí sí podemos nosotros extraer consecuencias
más útiles para nuestras vulgares vidas que cuantas disquisiciones podamos
hacer de las razones de su silencio.
Ernesto Hello dijo de él que «este hombre envuelto en el silencio inspira
silencio». Pero no es el suyo un silencio vacío, una simple ausencia de
palabras y de pensamiento, una especie de hueco sin nada que lo ocupe,
simple mutismo; por el contrario, es un silencio denso, un «silencio
profundo en el que están contenidas todas las palabras», un silencio
«vivificante, refrescante, apaciguante, saciante: el silencio substancial»,
prosigue diciendo el mismo Hello.
Pero, ¿significa algo esto? «Qué es lo que se quiere indicar con estas
palabras?
Seguramente se habla del «silencio profundo en el que están contenidas
todas las palabras» en el mismo sentido en que se dice que en el blanco
están contenidos todos los colores. No es, pues, vacío o ausencia, sino
plenitud: «su silencio es la abdicación de la palabra ante lo Insondable y lo
Inmenso». Se encontró ante el misterio de un Dios hecho hombre, de una
Virgen que concibe sin obra de varón, y de una elección –la que Dios hizo
de él– para velar el misterio y proteger a sus protagonistas. ¿Qué iba a decir
ante semejante prodigio, al verse él, un hombre sencillo, un artesano de una
aldea perdida en un rincón del Imperio, no solamente espectador del más
maravilloso suceso ocurrido desde la creación del mundo, sino implicado en
él por particular designio de Dios? No se habla cuando se está inmerso en la
contemplación de lo divino, cuando la grandeza de lo que se está
contemplando es tal que cualquier palabra resulta trivial, puesto que el
acontecimiento sobrepasa ampliamente a la persona y a cuanto ella pueda
decir. Y en todo caso, porque de haber algo que decir no era él, José, el que
tenía por misión el decirlo. Su misión era otra.
Ahora bien: su silencio no era el de un imaginativo. En lo que se refiere a
la imaginación, era también un hombre silencioso, porque un hombre puede
no pronunciar una sola palabra y, no obstante, no estar en silencio debido a
un tropel de imágenes que se atropellan en el alma y la sumen en la
irrealidad. Más bien da San José la impresión del que pone la imaginación
al servicio del quehacer, sin vanos sueños de abúlico, ni confuso barullo de
fantasías sin finalidad y sin sentido. Quizá por no ser un soñador pudo
convertirse en un hombre eficaz, en un hombre capaz de llevar adelante lo
que le concernía, más atento al trabajo presente que a la imaginación de un
futuro lejano, irreal e inseguro.
***
Lo primero, pues, que observamos en José es su silencio, un silencio que
no es vacío, sino que tiene contenido. Y lo primero que nosotros podemos
aprender de él es que hay un silencio que nos beneficia, un silencio que no
proviene de la distracción, de la ausencia del pensamiento que está en «otra
cosa», sino de la contemplación, y que es, al mismo tiempo, condición para
que la interioridad sea posible. No se puede compaginar la reflexión, y
menos aún la contemplación, con la verborrea. Es necesario un mínimo de
silencio para que la atención de la mente se aplique sosegadamente a la
consideración de lo que tenemos delante, a la resolución de las cuestiones
que la vida diaria nos pone ante los ojos con cierta frecuencia. Toda esa
actividad interior –que es la muestra de que un hombre tiene vida
sobrenatural– requiere un mínimo de silencio, que «es como el portero de la
vida interior» (Camino, 281) y la condición sin la cual la vida interior es
imposible. La disipación, el ruido, el aturdimiento provocado por la
solicitación, a un tiempo, de voces dispares que, más que gritar, nos chillan
de mil sitios distintos, no favorecen el talante reflexivo. Nada perturba tanto
la clara visión del alma como la turbulencia provocada por preocupaciones
triviales y por el enjambre de banalidades que apresan nuestra atención y
que hacen al hombre tan ligero como inconstante, algo así como los
individuos de ese pueblo de los monos que tan bien describió Kipling en
Las aventuras de Mowgli.
Un hombre que calla puede escuchar, y un hombre que escucha está en
condiciones de aprender muchas cosas. Por su silencio, José pudo oír al
ángel que en su sueño le descubrió el gran secreto que tan profundamente
afectaba, no sólo a su propia vida, sino a la de todo el género humano. Pero
es muy difícil escuchar cuando no se es capaz de contener el chorro de
lugares comunes y de palabras banales que sale a borbotones de la boca.
¿Cómo es posible oír nada cuando se está promoviendo un alboroto
ensordecedor?
Y hay también un silencio que es fortaleza. Los que se quejan de las
contrariedades que les sobrevienen, de su mala suerte; los que pregonan a
los cuatro vientos sus problemas, los que están siempre disculpándose; los
que constantemente se sienten urgidos a dar explicaciones de lo que hacen,
de por qué lo hacen, de lo que dejan de hacer, de por qué no lo hicieron; los
que, en fin, necesitan de la aprobación ajena para sentirse medianamente
tranquilos, son hombres que todavía no han aprendido a cargar con su
propia responsabilidad. Por el contrario, sobrellevar las cargas sin quejarse
y sin hacer de ello partícipe al mundo entero, afrontar los problemas
personales sin arrojarlos en hombros ajenos, responder de los propios actos
y decisiones sin escabullirse con disculpas, excusas y justificaciones que, si
algo demuestran, es tan sólo una escasa calidad personal, eso es lo que
revela que un hombre ha llegado realmente a serlo. Y hay una gran fuerza
en el que sabe callar, en el que aplica su energía y su atención al cometido
que lleva entre manos, a «lo único necesario», en lugar de desparramarse en
mil asuntos que no le competen, en ocupaciones estériles como aquellas de
los atenienses contemporáneos de San Pablo, de quienes nos dicen los
Hechos de los Apóstoles que «sólo se ocupaban de oír y contar cosas
nuevas» (Act 17, 21). Bien pueden, y con toda propiedad, aplicarse a San
José las palabras de Isaías (30, 15): «in silentio et in spe erit fortitudo
vestra», pues este hombre silencioso que esperó en Dios mostró, en efecto,
su fortaleza en situaciones difíciles y comprometidas, manteniéndose digno
de la confianza que se depositó en él.
Siempre es mejor guardar silencio acerca de lo que no debe ser dicho. A
menudo es el orgullo, o una necia vanidad, el impulso que nos lleva a decir
lo que mejor estaría callado; por eso, a veces, herimos a los demás con
nuestras palabras, o las convertimos en piedras lanzadas al aire que golpean
a otros al caer (si es que no las lanzamos apuntando bien para que den
donde más duele). Nos creemos ingeniosos y no nos importa demostrarlo ni
aun a costa del ridículo o de la humillación de otros; o procuramos
sobresalir de entre los demás menos por crecimiento propio que por el
expeditivo medio de rebajar o hundir al prójimo: una palabra despectiva o
una breve frase irónica son a veces suficiente. Y así nacen rencores,
enemistades, disputas, divisiones, pues «quien dice lo que no debe, oye lo
que no quiere» y, al cabo, irse de la lengua nunca trae nada bueno. A José se
le pueden aplicar, también sin violencia alguna, otras palabras de Isaías:
«No gritará, no clamará, no alzará su voz en las plazas» (Is 42, 2), porque
no fue hombre discutidor, ni se pasó la vida quejándose, o dando
explicaciones, ni tampoco porfiando. No era protestón, ni estridente ni
anduvo por la vida contando sus cuitas a todo el que quisiera oírle. Menos
aún se ocupó de vidas ajenas, ni halló tiempo para encontrar defectos en la
conducta, modo de ser o actividad de sus vecinos.
Deberíamos ser muy cuidadosos con lo que decimos. Las palabras que
un hombre pronuncia hoy viven luego, quizá después de largo tiempo, en el
pensamiento de otros. Nadie sabe las consecuencias que pueden llegar a
desencadenar, porque una vez pronunciadas –o publicadas– viven ya fuera
de nosotros y han escapado a nuestro dominio. Pueden ir rodando de uno en
otro, un día y otro día, quizá durante años, despertando ecos profundos,
haciendo vibrar en otros hombres cuerdas sensibles que les impulsen a
obrar el bien o a hacer el mal. Y quien las pronuncia, o las escribe y
publica, se hace en parte responsable, quiera o no, de todas las
consecuencias que vayan provocando a lo largo de los años, del bien o el
mal que sus palabras hayan causado.
El silencio de José, tan lleno y tan denso, debería hacernos pensar a los
hombres de hoy. Hablamos demasiado. Este hombre que pudo habernos
comunicado cosas maravillosas, porque durante mucho tiempo estuvo en el
centro del misterio, calla; con su silencio protege la intimidad de lo que
debe permanecer oculto, velado tanto a la curiosidad superficial de miradas
que vagan inquietas de una cosa a otra, como a las lenguas expeditas cuya
única ocupación parece ser esparcir a los cuatro vientos noticias, rumores y
vidas ajenas que a nadie importan.
Y en nuestros días parece, desgraciadamente, como si la única misión –o
la principal– de los llamados medios de comunicación social fuera
mantenerse continuamente hablando, de palabra y por escrito, sobre
cualquier cosa y sobre toda clase de materias. Es tal la densidad del ruido,
incluso de esa clase de ruido mudo que, sin embargo, no es silencio, que
parece como si se quisiera impedir a toda costa hasta la posibilidad de que
un hombre pueda ejercitar su capacidad de reflexión en cosas sustanciales.
Quizá sea ésta la causa de que haya tan poca interioridad entre nuestros
contemporáneos, de que a fuerza de verterse en la multitud de
acontecimientos de toda especie que les solicitan desde los puntos más
dispares, se hayan exteriorizado de tal manera que tan sólo la agitación y el
empobrecimiento interior sean los frutos que pueden mostrar como
resultado de tanta actividad. Y quizá sea también cierta otra de las
observaciones de E. Hello: «muchos, que nada tienen que decir, hablan, y
bajo el ruido de su lenguaje y la turbulencia de su vida disimulan la nada de
sus ideas y de sus sentimientos». San José, en cambio, que tantas cosas
podría decir, no habla; guarda dentro de sí las grandezas que contempla; y
eso es, seguramente, lo que hace que un hombre permanezca en paz,
«dueño de su alma y en posesión de su silencio».
El silencio y la reflexión son los que impiden que la simple apariencia
externa, que la superficie de las cosas y de los acontecimientos, sean velos
opacos que ocultan la realidad esencial de la creación y del plan de Dios; el
silencio y la reflexión son como los ojos que penetran a través de la niebla
que confunde los objetos y difumina las verdades, y al atravesarla nos
permite llegar a lo que verdaderamente es y a lo que verdaderamente
importa, pues significa acallar toda clase de voces confusas y discordantes
para que se pueda oír la palabra viva, clara y penetrante que Dios, a través
de las criaturas y de los acontecimientos mismos, habla a los hombres, a
cada hombre. Por eso San José llegó a conocer tan bien el plan de Dios y
pudo, en cada momento, hacer lo que su Creador esperaba que hiciera.
 

3. El esposo de María

 
En el breve tratado sobre San José que puso al final de su Subida al
Monte Sión, Bernardino de Laredo hizo la siguiente consideración: «Es
empero de notar que irán aquí algunos puntos textuales y predicables, y
algunos pasos habrá más prontos para rumiar por vía de meditación que
para ser afirmados por vía o manera textual, creíbles por piedad de fe...».
Estos pasos más a propósito para ser meditados que para ser afirmados
con seguridad, creíbles, sin embargo, por «piedad de fe» –como fray
Bernardino de Laredo dice con gran propiedad–, pero no porque haya datos
seguros, o al menos fidedignos, en que fundar nuestra creencia, son aquellos
que se refieren al modo en que San José desempeñó la misión para la que
había sido llamado y a las circunstancias en que había de desenvolverse. A
estos datos deducidos, o establecidos por ser plausibles y en nada contrarios
a lo conocido (o, como dice el mismo Bernardino de Laredo, en «todo
arrimados a la doctrina de la Verdad»), es a los que se puede aplicar lo de
ser «más prontos para rumiar por vía de meditación», y son los que se
refieren a pormenores referentes a la persona de José, o a alguna de sus
circunstancias.
Cuando José aparece mencionado por primera vez en el Evangelio es ya
un hombre ligado a una mujer: «y Jacob engendró a José, el esposo de
María, de la cual nació Jesús, llamado Cristo» (Mt 1, 17). En este breve
texto con el que termina la genealogía que San Mateo pone al principio de
su Evangelio se muestra a José como descendiente de David, de estirpe real;
San Lucas, al tratar del empadronamiento ordenado por Augusto, lo
confirma con estas palabras: «José, pues, por ser de la casa y familia de
David...» (Lc 2, 4).
Durante mucho tiempo –siglos– se pensó en José, y así se solía
representar, como un anciano, probablemente por influencia de apócrifos
como el Protoevangelio de Santiago y otros parecidos. En este
Protoevangelio, que ya circulaba y es mencionado en el siglo III, se
describe de un modo pintoresco cómo los sacerdotes de Jerusalén se
ocuparon de elegir esposo para la Virgen –a la que se supone recluida en el
templo desde la infancia– tan pronto cumplió los doce años: convocaron a
los viudos de Judea en el templo para someterlos a una prueba y ver a cuál
de ellos elegía Dios para desposar a María; José, que acudió entre los
demás, fue el designado porque de su cayado salió una paloma que voló
sobre su cabeza. Al conocer el propósito de los sacerdotes y su elección, se
excusó diciendo: «Tengo hijos, soy un hombre viejo; ella, en cambio, es
joven. Tengo miedo de parecer ridículo ante los hijos de Israel». La misma
nota de vejez se registra en la Historia de José el Carpintero (hacia el siglo
VI o VII): José es «un anciano justo», uno de los doce más ancianos de la
tribu de Judá convocados por los sacerdotes, viudo, con cuatro varones y
dos hijas. En algunos libros piadosos se le designa como «el santo anciano
Joseph».
Contra esta generalizada opinión acerca de la ancianidad de José se
revolvió Bernardino de Laredo; y si bien la explicaba (o más bien, la
disculpaba) porque hubo en la Iglesia primitiva herejes que decían ser José
el padre natural de Jesús, por lo que, a modo de refutación, pintaron «a San
José en edad de varón viejo», el continuar haciéndolo era –dice– «muy gran
bobedad». Y lo era, en efecto. Ya en el siglo XVII se argumentaba con
razones de buen sentido para persuadir de la juventud de José en el
momento de desposar a María. Evidentemente quedaba mejor guardada la
honra de la Virgen con un marido joven que con un viejo, y –como se ha
observado con acierto– la avanzada edad de un marido anciano haría ella
sola ridículo el voto de castidad que, según opinión general, hizo José. Eso
sin contar que las circunstancias en que se iban a encontrar la Madre y el
Hijo más bien requerían un hombre joven, capaz de decisión y esfuerzo,
que un anciano. Siguiendo a Gerson, que le creía joven y bien parecido,
fray Bernardino lo hace de unos cuarenta años, ya que «se concluye que
comienza algún varón a ser joven de treinta y cinco años, y llega la
juventud hasta cerca de cincuenta».
Un siglo después de fray Bernardino, ya en el siglo XVII, una monja, Sor
María de Jesús de Ágreda, escribió de un modo muy piadoso y devoto
multitud de noticias acerca de San José y la Virgen. Lo que dijo resulta con
frecuencia pintoresco (así, por ejemplo, los diez mil ángeles que guardaban
a la Virgen, la cual los veía y les mandaba muy cortésmente hacer pequeños
servicios); pero en medio de todo, quizás está más cerca de la verdad y de
fray Bernardino de Laredo al constatar la juventud de José que toda la
tradición pictórica y literaria que le supone un anciano viudo. La Venerable
Sor María de Ágreda atestigua con gran aplomo, en efecto, que cuando
tuvieron lugar los desposorios la Virgen tenía catorce años, y José treinta y
tres, y era «de condición nobilísima, cortés, agradable y apacible».
Estas afirmaciones no son, desde luego, más seguras que cualquier otra
en cuanto a su fundamento en datos positivos. Todas son conjeturas. Ahora
bien: por su mayor acuerdo con el simple sentido común parece más lógica,
más cercana a la realidad, la opinión de Sor María de Jesús de Ágreda que
las restantes. El argumento de que con un esposo anciano se explicaría
mejor la virginidad perpetua y la delicada pureza de nuestra Señora que con
uno joven, parece provocado por una especie de secreta desconfianza en la
capacidad de la juventud para guardar la castidad. Exclamaba Monseñor
Escrivá de Balaguer, no sin cierto humor, refiriéndose a este punto: «¡Como
si para vivir la santa pureza fuese necesario ser viejo!».
Que Jesús naciera en el seno de una familia, siquiera fuese tan reducida
como el matrimonio de María y José, entraba de lleno en los planes de
Dios. Una y otro tenían su propio papel en los años que precedieron a la
vida pública del Redentor, papel que Dios mismo había proyectado, para el
que ellos habían sido elegidos, y para cuyo adecuado cumplimiento se les
había instruido sobrenaturalmente. San Juan Crisóstomo (uno de los Padres
que más extensamente se ocupó de San José) señala hasta cuatro razones de
conveniencia para que esto fuera así.
En primer lugar –escribió– para que quedara patente el origen regio de la
Virgen María: tanto San Mateo como San Lucas hicieron hincapié en que
José era «de la casa y familia de David», según se vio antes; y siendo
costumbre inveterada entre los judíos que el matrimonio se realizara entre
miembros de la misma estirpe, aparece claro que también María era de
estirpe real. Así lo afirma también Maldonado en sus Comentarios. La
opinión de que la Virgen María era de la tribu de Leví, deducida por su
parentesco con Isabel, la esposa de Zacarías, cuenta, según parece, con
argumentos menos sólidos y más forzados.
En segundo lugar, prosigue el Crisóstomo, para que no sufriera
menoscabo la honra de María, ni mereciera pena legal. Evidentemente,
haber concebido y dado a luz un hijo sin estar desposada hubiera equivalido
a una patente de pública deshonra; pues aunque su virginidad permaneciera
intacta, y Ella fuera la llena de gracia y la bienaventurada Madre de Dios, lo
que el pueblo veía era lo que aparecía ante sus ojos, y muy difícilmente se
hubiera evitado el deshonor y la difamación en una pequeña aldea ante el
espectáculo de un niño sin padre. La situación de Jesús, entonces, no
hubiera estado en regla con el orden jurídico de su pueblo y de su tiempo, y
desde el principio hubiera estado en cierto sentido infamado. La cosa podía
ser todavía peor si se seguía una de las prescripciones del Deuteronomio:
«Si la joven no es hallada virgen la apedrearán los hombres de la ciudad y
morirá, porque cometió en Israel una maldad fornicando en casa de sus
padres» (Deut 22, 21).
La tercera razón es que un anciano, por muy bueno y dispuesto que
fuera, difícilmente hubiera tenido fuerza y arrestos para el duro y
precipitado viaje a Egipto, y comenzar allí de nuevo sin otra ayuda que su
propio trabajo, en medio de gente desconocida y en un ambiente en el que
las costumbres paganas favorecían poco una vida tranquila.
Todavía añadió una cuarta razón, tomada, al parecer, de San Ignacio de
Antioquía: celar al demonio el nacimiento del Mesías; pues cuando a la
Virgen se le anunció por el ángel San Gabriel el misterio de la Encarnación,
estaba ya desposada con José, y los desposorios eran, en realidad, el
matrimonio, siendo las «bodas» tan sólo su perfección.
Siglos después, Santo Tomás de Aquino (Sum. Th., III, q. 29, a. 1) daba
hasta doce razones, tanto suyas como tomadas de San Ambrosio,
Crisóstomo y otros, por las que era conveniente –bien por Jesús, bien por la
Virgen María, bien por nosotros– que la Virgen estuviera unida en
matrimonio con José: para celar su nacimiento al demonio, para que María
no fuera lapidada, para que Jesús no fuera tenido por hijo ilegítimo, para
que hubiera quien se cuidase de ellos, etcétera. No deja de llamar la
atención otra de las razones que, como un argumento de la virginidad de
María, da Santo Tomás tomándolo de San Ambrosio: mediante su
matrimonio con José, «se presenta un bien abonado testigo del pudor, el
marido, que pudiera dolerse de la injuria y vengar la deshonra si no
estuviera enterado del misterio».
Dejando aparte el mayor o menor efecto persuasivo de cada una de las
razones de conveniencia a que aluden San Juan Crisóstomo y Santo Tomás,
hay que pensar también, sobre todo, en que la razón obvia es de sentido
común y quizá por ello no suele decirse de modo explícito. Todo niño
necesita una familia, y no hay familia propiamente, o está incompleta,
donde tan sólo hay una mujer, aunque sea la bienaventurada Virgen María.
Un hogar necesita no sólo un gran corazón –y la mujer lo es siempre en la
casa–, sino también una cabeza. Evidentemente Dios pudo haber
prescindido de José: no le necesitó en absoluto para que la Virgen
concibiera al Salvador; pero puestos en esta tesitura, también hubiera
podido prescindir de la Virgen María. Dios Omnipotente podía haber
arbitrado otros mil modos para procurarnos la Redención.
Ahora bien: decretado por la providencia divina este determinado plan de
Redención, en el que el Verbo Unigénito del Padre había de hacerse hombre
tomando carne en las purísimas entrañas de Nuestra Señora, su nacimiento
en el seno de una familia, de acuerdo con el lugar, las gentes y el tiempo de
su venida al mundo, parece que debía realizarse sin estridencias. Es un
hecho que los milagros no se prodigan para suplir lo que puede –y
conviene– hacerse de modo natural y por medios comunes y ordinarios, y
tanto la Madre como el Hijo necesitaban quien desempeñara el papel de
cabeza de familia no sólo en lo referente a ganar el sustento diario, sino
también cara a los demás, en las relaciones sociales y en la educación del
Niño.
En suma: no entraba en el plan de Dios una situación tan escandalosa
como una mujer soltera y madre de un niño. Más quiso el Señor –escribió
San Ambrosio– que algunos dudasen de su generación que no de la pureza
de su Madre; y así, el Señor «no quiso –dice San Juan de Ávila– que
anduviera en boca de hombres que tenía hijo sin tener marido; y quiso más
le estimasen a Él por hijo de un hombre bajo, siendo Hijo del Eterno Padre,
que no tocasen la fama de su sacratísima Madre». Pero tampoco que fuera
mujer casada con un hombre que le diera otros hijos. Jesús, Hijo de Dios,
debía nacer en el seno de una familia perteneciente al pueblo elegido, pues
debían cumplirse las profecías (hijo de Abraham, hijo de David); debía
tener legalmente no sólo una madre, sino también un padre. Para lo
primero, la Virgen María debía estar casada; para lo segundo, el hombre que
fuera su esposo debía amarla y ser lo bastante hombre como para respetar
su pureza virginal. José fue el varón justo que Dios eligió para esta difícil
misión. Y «toda la santidad de José está en el cumplimiento fiel hasta el
escrúpulo de esta misión tan grande y tan humilde, tan alta y tan escondida,
tan esplendente y tan circundada de tinieblas» (Pío XI).
Hoy apenas hay ya nadie que piense que la expresión «desposada»
equivale a «prometida». Ya Maldonado trajo abundantes testimonios para
rebatir esta opinión. Cuando la Escritura se refiere a la Virgen como esposa
de José («Joseph, filii David, ne timeas accipere Mariam conjugem tuam»,
Mt 1, 10), lo que indica es que estaban casados, no simplemente
prometidos. Y aunque «no es la pérdida de la virginidad, sino la
testificación del matrimonio lo que declaran las solemnidades nupciales»,
guardémonos, sin embargo, de pensar que el matrimonio de José y María
fue tan sólo una especie de ficción legal. Se casaron porque se querían, y
sólo después, cuando estaban ya desposados –pero todavía sin celebrarse las
bodas– fue cuando Dios descubrió sus designios respecto a ellos, primero a
la Virgen María, luego a José. Fue un verdadero matrimonio; ambos se
otorgaron recíprocamente derechos sobre sus cuerpos en orden a la
generación; ambos voluntaria y libremente, con pleno conocimiento de su
responsabilidad, renunciaron a ejercer estos derechos, pues –como San
Agustín argumentó contra Juliano– la esencia del matrimonio no consiste en
el uso de él. «Si ocurre –escribió en De nuptiis et concupiscentiis– que, por
un acuerdo recíproco, place abstenerse a perpetuidad del uso de la
concupiscencia carnal, no por ello el lazo conyugal queda roto; muy al
contrario, ese lazo es tanto más fuerte cuanto más cuidadosa y mutuamente
observadas sean las promesas que se hicieron, pero no por los nudos
sensuales. Efectivamente, no en vano el ángel le dijo a José: No temas
recibir a María, tu esposa. De este modo, María es llamada esposa en razón
de sus compromisos, aunque su esposo nunca se le aproximase ni lo hiciera
más tarde».
José amó a la Virgen, pero no como un hermano, sino con un amor
conyugal limpio, tan profundo que hizo superflua toda y cualquier relación
carnal, tan delicado que le convirtió no sólo en testigo de la pureza virginal
de María –virgen antes del parto, en el parto y después del parto, como nos
lo enseña la Iglesia–, sino en su custodio. Y no fue necesario que José
tuviera una edad avanzada para vivir junto a su esposa con toda castidad: su
mismo amor por la criatura más maravillosa que jamás existió era suficiente
garantía. «Joven era el corazón y el cuerpo de San José –escribió Monseñor
Escrivá de Balaguer– cuando contrajo matrimonio con María, cuando supo
del misterio de su Maternidad divina, cuando vivió junto a ella respetando
la integridad que Dios quería legar al mundo, como una señal más de su
venida entre las criaturas. Quien no sea capaz de entender un amor así, sabe
muy poco de lo que es el verdadero amor, y desconoce por entero el sentido
cristiano de la castidad».
Y por si fuera poco, lo que él, lo que ellos sabían. Ante una tan poderosa
manifestación de lo sobrenatural (y ambos lo habían experimentado), hasta
la misma naturaleza queda apaciguada y como olvidada de un impulso que
tan sólo en orden a la especie –no al individuo– existe en el hombre.
«Sufficit tibi gratia mea», oyó San Pablo de la boca de su Señor (2 Cor 12,
9). ¡Cuánto más en este caso, cuando la gracia sobreabundó en aquel
hombre que tan rudo combate librara antes de que el ángel le comunicase el
porqué de su matrimonio con María!
 

4. Como era justo

 
El arranque de la información que nos ha llegado sobre San José se
centra en un conflicto. Y en esta primera escena del Evangelio se puede ya
entrever algo tanto de la calidad de José como de la dificultad de la misión
que le fue confiada. José estaba desposado con María, y «antes de que
hubiesen vivido juntos, se halló que había concebido en su seno» (Mt 1,
18). Eran ya marido y mujer, pues los desposorios tenían el pleno valor de
matrimonio; sin embargo, no se habían celebrado todavía las bodas, esto es,
la conducción solemne de la esposa a la casa del esposo para iniciar la vida
en común. Tal era la costumbre entre los israelitas, pues como las mujeres
eran dadas en matrimonio muy jóvenes, solían permanecer aún durante
algún tiempo en la casa de sus padres (un año, generalmente) antes de
trasladarse a su nuevo hogar.
Aun cuando San Lucas no menciona a José al ocuparse de la visitación
de la Virgen a Santa Isabel, su silencio no indica necesariamente exclusión.
Los autores que se deciden por la presencia de José en el pequeño poblado
de las montañas de Judea donde habitaba el matrimonio Zacarías e Isabel
no andan descaminados, pues estando desposados y siendo la Virgen tan
joven no es ninguna fantasía (antes al contrario, es casi un dato de buen
sentido) la afirmación de que José, su esposo, la acompañó a la ida y fue a
recogerla cuando, cumplidos los días y nacido ya Juan el Bautista, regresó
de nuevo a Nazaret. Lo que no es tan fácil de afirmar es su presencia
cuando María saludó a Isabel, y ésta, llena del Espíritu Santo, descubrió el
misterio, pues entonces las dudas y perplejidades de José no acaban de
explicarse bien; pero tampoco esto es suficiente argumento en contra, pues
aunque las palabras de Isabel eran suficientes para despertar la sospecha de
que un algo fuera de lo ordinario estaba ocurriendo, sin embargo no
desvelaban con claridad la concepción virginal de María. Lo que desde
luego no es probable, y hasta quizá sea inverosímil, es hacer de José no sólo
un acompañante de María, sino un huésped de Zacarías en su casa durante
todo el tiempo que estuvo allí la Virgen, como algunos autores antiguos
conjeturan.
La Venerable Sor María de Ágreda es del número de quienes gustan
contemplar a José acompañando a María en este no corto viaje, siendo
notables las delicadas (y a veces atinadas) observaciones que su devoción le
lleva a hacer. Comentando el regreso desde la casa de Isabel, acompañada
de José, estimaba que la Virgen era consciente de que sería imposible
ocultar ya por muchos días su estado, y añade: «con esta consideración le
miraba ya con mayor ternura y compasión, por el sobresalto que, de cerca,
le amenazaba, del que deseara excusarle si conociera la voluntad divina.
Pero el Señor no respondió a estos cuidados, porque disponía el suceso por
los medios oportunos para gloria suya y merecimiento de José y de su
Madre Virgen».
En efecto, fue en Nazaret, y después de los meses que estuvo María
acompañando a Santa Isabel, cuando José vio que su esposa estaba encinta.
Debió ser para él un duro golpe, una amarga sorpresa aquel hecho que no
encajaba en absoluto con el concepto que tenía de la Virgen, pero al que no
parece que se pudiera buscar sino una causa natural. Era algo difícil de
creer, pero que no obstante había que creer porque la realidad estaba
patente. Como una pesadilla que fuera a desvanecerse tan pronto pasara el
mal sueño, lo sucedido pesaba como una losa sobre su alma; parecía una
cosa imposible que María, su esposa, pudiera haber hecho cosa alguna que
estuviera mal, y sin embargo pasaban los días y no había ningún mal sueño,
ninguna pesadilla, ninguna explicación, sino una realidad que había que
aceptar porque lo real acaba imponiéndose siempre.
¿Cómo, en efecto, podía pensar que María pudiera haber ofendido a
Dios? Para él esto era sencillamente inconcebible; con todo, no podía «el
discurso desmentir a los ojos en los que les era notorio». «Suspendía las
sospechas algunas veces –prosigue sor María de Ágreda–, y otras se las
aumentaba la evidencia». Así, en esta fluctuación, pasaba el tiempo sin que
supiera qué determinación tomar.
No siempre se ha visto del mismo modo la causa del conflicto que
durante algún tiempo tanto hizo sufrir a San José. Dice el Evangelio que
«antes de que hubiesen vivido juntos, se halló que había concebido en su
seno por obra del Espíritu Santo» (Mt 1, 18): un suceso inimaginable para
José, algo realmente desconcertante, sobre todo teniendo en cuenta el
propósito de María –que él conocía y con el que estaba identificado– de
mantener su consagración virginal a Dios. ¿Qué es lo que debía hacer?
Reflexionó y llegó a una conclusión: «José, su esposo, siendo justo, no
quiso infamarla y resolvió repudiarla en secreto» (Mt 1, 19).
Los Padres y los comentaristas coinciden en reconocer la justicia de
José, cosa natural y lógica puesto que lo dice el Evangelio; pero, ¿dónde, o
en qué, se manifestó su justicia? ¿Por qué se hace hincapié en que era justo
precisamente cuando decide abandonar secretamente a su esposa? ¿Por qué
se manifiesta precisamente en esta decisión su condición de hombre justo?
Aquí la explicación ya no es uniforme. Algunos Padres –San Juan
Crisóstomo, San Agustín, San Ambrosio...–, con la libertad que les daba la
sencillez con que buscaban el aprovechamiento espiritual por la recta
comprensión del texto sagrado, cifran la santidad de José en que,
suponiendo en él la explicación obvia del estado de la Virgen, llevara
aquella terrible prueba sin ser arrastrado por la reacción natural. Con el casi
desenfado con que a veces solían expresarse entonces, y que para nuestra
sensibilidad resulta un tanto crudo, escribía San Agustín: «Sabía, en efecto,
no estar ella encinta de él, y en consecuencia túvola por adúltera (...).
Turbóse como esposo, mas como justo, no se muestra cruel. Tanta santidad
se atribuye a este varón que ni le place tener consigo a una adúltera, ni osó
castigarla publicando su deshonra (...)».
San Juan Crisóstomo, por su parte, coincide sustancialmente con San
Agustín, aunque lo expresa quizá con mayor precisión: «Mas José –dice–
no sólo atendió al mal mayor del castigo de muerte, sino al menor de la
vergüenza de la Virgen; porque no sólo no quiso castigarla, sino tampoco
entregarla al público deshonor (...). Estaba José tan limpio de pasión que no
quiso que a la Virgen se la molestara en lo más mínimo. Retenerla en su
casa parecía contra la ley; despedirla y llevarla a los tribunales era
entregarla forzosamente a la muerte. Ninguna de las dos cosas hace José,
sino que su conducta se levanta ya sobre la ley».
Hoy son muy pocos –si es que hay alguno– que compartan esta
explicación. Se opone a ella un dato muy importante y en el que, al parecer,
no se puso entonces atención, quizá porque todavía apenas se habían
desarrollado las consecuencias que se desprenden de la condición singular y
única de la Virgen María. De aquí que muestra un atisbo más profundo y –
según hoy se admite generalmente– más exacto otra explicación menos
natural y más sobrenatural: más en consonancia, por tanto, con lo que era
Nuestra Señora y más en consonancia, también, con la santidad de José. El
padre Francisco Suárez, en una de sus Disputae, al hacerse eco de esta
corriente cita como una de sus manifestaciones más expresivas el texto del
Auctor imperfecti, que bien merece ser conocido:
¡Oh inestimable alabanza de María! Creía más San José a la castidad de
su esposa que a lo que sus ojos veían, más a la gracia que a la
naturaleza; veía claramente que su esposa era madre, y no podía creer
que fuese adúltera; creyó que era más posible el que una mujer
concibiera sin varón, que el que María pudiera pecar.
Por supuesto, José ignoraba lo que había sucedido. Es evidente que, de
haber conocido el misterio (la fantasía de algunas explicaciones recientes
llega al extremo de afirmar en José el conocimiento de lo sucedido por
habérselo comunicado la Santísima Virgen, pero no directamente, sino a
través de su madre Santa Ana), no sólo la revelación que tuvo en sueños
hubiera sido prácticamente superflua, sino que toda la incertidumbre de José
que se trasluce del texto del Evangelio acerca de lo que debería hacer pierde
su carga de angustia. Y aunque el piadoso fray Bernardino de Laredo
escribió que la revelación del ángel a José no fue para ilustrarle de lo que él
ya sabía «y tenía por muy cierto, mediante el admirable fulgor del rostro
angelical y la santidad perfecta que en la Virgen Santísima él conocía», sin
embargo no es posible convenir fácilmente en «el divino resplandor que
sólo él merecía ver en el rostro de la Virgen desde el instante primero que
fue preñada de Dios». Como en los apócrifos, hay a veces en algunos
piadosos autores afirmaciones que, por no constar sino en su imaginación o
en su devoción, no pueden servir de fundamento para una mejor
comprensión del texto.
Los autores de las notas de la Biblia de Jerusalén plantean así la cuestión:
«La justicia de José consiste, sin duda, en que no quiere encubrir con su
nombre a un niño cuyo padre ignora; pero también en que, convencido de la
virtud de María, se niega a entregar al riguroso procedimiento de la ley (Dt
22, 20 y ss.) este misterio que no comprende». Por su parte, el Diccionario
de Spadafora dice: «como era justo, al no tener ni la más mínima sospecha
contra la integridad de su esposa, ante lo incomprensible quería ocultar el
misterio y eclipsarse personalmente».
Este estado de perplejidad de José tenía su origen, pues, en la
contradicción entre los dos hechos, o datos, ciertos y seguros en su ánimo:
de una parte, el hecho cierto de que la Virgen iba a ser madre sin su
intervención; de otra, su convicción no sólo de la pureza de su esposa, sino
de su santidad. Siendo esto así, era una notoria injusticia denunciarla para
que se le aplicara la pena establecida en el Deuteronomio (lapidación), y él
era justo. Tal solución quedó, desde el principio, descartada. ¿Darle, quizá,
libelo de repudio? Estaba, desde luego, dentro del orden establecido entre
los judíos. Mediante el libelo, ambos recobraban la libertad y podían
rehacer sus vidas. Pero con semejante solución se infamaba a la Virgen,
porque un hombre que repudiaba a su esposa encinta antes de vivir juntos
estaba proclamando a gritos que allí había habido alguna culpa. En
adelante, la Virgen siempre sería una mujer a quien su marido había
despedido pública y legalmente, ¡y antes de recibirla en su casa! No es
difícil hacerse cargo de lo que esto significaba en una pequeña aldea donde
todos se conocían, y donde los temas de conversación ni eran abundantes ni
demasiado universales. ¿Qué habría pasado? ¿Qué habría hecho para que,
apenas desposados, su marido la alejara de sí de un modo tan rotundo y
repentino? Tomar esta medida comportaba convertir a la Virgen en una
mujer marcada.
La otra solución, la que José pensó adoptar, zanjaba también la cuestión,
pero sus efectos eran en verdad muy distintos. Abandonarla secretamente
significaba, simplemente, quitarse de en medio, dejar incumplido el
matrimonio al que solemnemente se había obligado por los desposorios. En
este caso, y con esta solución, la Virgen ya no sería una mujer rechazada,
sino una mujer abandonada; no una mujer señalada por una culpa, sino una
mujer señalada por la desgracia. No una mujer que purga una falta, sino una
mujer que sufre por una falta ajena. También en esta solución había un
culpable, sólo que el que aparecía como tal era él: el hombre que deja
incumplida su palabra y abandona sin explicación a su mujer y al fruto del
matrimonio.
José era un hombre justo, nos dice la revelación. Y porque lo era adoptó
respecto de la Virgen la resolución que, de todas las posibles, menos daño le
hacía, aunque no fuera precisamente la más cómoda para él.
Decidió, pues, abandonarla secretamente y en esta decisión manifestó
que era un hombre justo, es decir, un santo. Pues aunque no sepamos qué
especie de instinto le llevó a rechazar el repudio, recuperando su libertad y
concediéndola a su esposa, el hecho es que parece como si hubiera intuido –
a pesar de la ley judía– la indisolubilidad del matrimonio. Pues no otra cosa
fue la solución adoptada que el reconocimiento de que el compromiso
libremente adquirido ante testigos le unía de por vida a la mujer que había
tomado por esposa. Su justicia –no en vano era vir justus, un hombre justo–
le llevó a atenerse a las consecuencias de una decisión que no sólo le
concernía a él. No, él no transigió con una corruptela legal que Moisés
había autorizado por la dureza de corazón de los judíos. Él no tenía un
corazón duro, así que se atuvo a la ley de Dios y no quiso acogerse a la
legalidad de los hombres, aunque Dios la tolerara. No recibiría a su esposa,
pero quedaría unido a ella porque se atenía a la palabra dada. San Juan de
Ávila resumió la decisión de José en este soliloquio: «El medio más
conveniente que en caso tan dudoso me conviene tomar es dejarla e irme
secretamente, porque nadie me pregunte el porqué; y así, ni la infamaré, ni
me pondré en peligro de morar con ella si no es buena, ni me atreveré a
estar con ella si es tan santa que Dios ha hecho en ella el milagro de haber
concebido sin ser de mí ni de otro varón».
Posiblemente sea Riccioti quien de modo más lógico y ajustado,
siguiendo a San Jerónimo, resume la cuestión: «En un caso de tal género,
un judío recto y honrado, una vez convencido de la culpabilidad de su
mujer, le habría entregado sin más el acta de divorcio, considerándose no
sólo en el derecho, sino tal vez en el deber de obrar así, ya que una
tolerancia silenciosa e inactiva podía parecer aprobación y complicidad.
Pero José, precisamente siendo justo, no obró así. Luego estaba convencido
de la inocencia de María, y por tanto juzgó inicuo someterla al deshonor de
un divorcio público».
***
La palabra «justo» sugiere a todo el mundo la idea de justicia: un hombre
justo es aquel que obra con justicia. Si no lo hiciese así, no sería justo, sino
injusto. José, al adoptar su resolución, precisamente la que zanjaba el
problema sin daño, o con el menor daño posible para la Virgen, obró con
justicia y mostró con ello que era un hombre justo, lo cual es todavía más
importante, pues un hombre injusto puede obrar a veces con justicia sin que
por ello pierda su calidad de injusto, lo mismo que un mentiroso puede
decir a veces la verdad sin que deje de ser por eso un embustero. Es muy
difícil, o más bien imposible, obrar siempre injustamente, o decir siempre
mentira en todo.
Es, pues, la calidad del ser de cada uno lo que importa más que cualquier
otra cosa, más aún, por supuesto, que una acción aislada que, en sí, puede
no significar demasiado. Tiene calidad de justo el que obra con justicia;
pero, ¿qué es obrar con justicia?
Esta es una palabra que, como algunas otras (libertad, democracia,
derechos...) suena mucho, y con frecuencia, en el mundo occidental, pero a
la que, sin embargo (y al igual que muchas otras), se le asigna un contenido
que generalmente desvirtúa o falsifica lo que la propia palabra designa. De
aquí que haya que ser cuidadosos en el uso de los vocablos para no causar
daño, dando a entender una cosa por otra y creando en la mente una
confusión que impida luego obrar con rectitud.
El acto propio de la justicia es dar a cada uno lo suyo. Si queremos ser
justos, hemos de estar dispuestos, desde luego, a dar a cada uno lo que le
pertenece, pero sin excluir a Dios, pues parece como si tan sólo pensáramos
habitualmente en el prójimo al hablar de justicia. ¿Qué es, pues, ser justos
con Dios? Evidentemente, darle lo que es suyo, lo que le pertenece. ¿Y qué
es lo que pertenece a Dios, lo que es suyo, lo que, por tanto, hemos de darle
para obrar con justicia?
Sencillamente, todo. San Pablo lo expresó en términos tan claros como
precisos. «¿Qué tienes tú que no hayas recibido?» (I Cor 4, 7). Y en otra
ocasión: «De Dios somos» (Rom 14, 8). En efecto, de Él hemos recibido los
sentidos y la inteligencia, los bienes corporales y los espirituales, y mil
cosas de la creación; pero hay todavía algo más importante: de Él hemos
recibido el ser y la existencia, y no sólo en el ámbito natural, sino también
en el sobrenatural.
Por eso, un hombre justo es, fundamentalmente, un hombre entregado; es
un hombre que reconoce haberlo recibido todo y que, en consecuencia, es
deudor de todo: un hombre que se considera obligado a devolver a Dios
honor, gloria, alabanza, adoración y gratitud por cuanto ha recibido y que
no encuentra mejor modo de cumplir este deber de justicia al que todo
hombre está obligado que entregándose, para que Dios haga en él y con él
cuanto sea de su agrado. En una palabra: ser justo es ser santo. Por eso José
pudo escoger la solución más beneficiosa para la Virgen, la que menos daño
le causaba.
Quizá haya que pensar, pues, que la justicia (pero no cualquier clase de
justicia, no sólo la justicia legal, sino la justicia según Dios) cuenta entre
sus propiedades una cierta veta de compasión, de misericordia, que impide
o atenúa el daño ajeno. José no se detuvo simplemente en su derecho, sino
en algo que, al estar por encima, lo sobrepasaba. Por tratarse de justicia
según Dios, se traducía en santidad, es decir, en amor: amor a Dios y, por
Dios, amor al prójimo. Se trata, pues, de esa clase de justicia a la que Jesús
se refirió cuando hablaba de que si nos quitaban el manto, diéramos además
la túnica (en lugar de acudir a la policía o emprenderla a golpes con el
ladrón), y si nos obligaban a andar mil pasos, diéramos gustosos otros dos
mil (Mt 5, 40 y 41). La justicia de un hombre justo es ausencia de egoísmo,
y en este caso bien lo demostró José, que más pensó en la honra de la
Virgen María que en la suya propia; está en la línea de la enseñanza
evangélica de devolver bien por mal y bendecir al que nos maldice (Lc 6,
28) y, por tanto, situado ya en ese plano superior al que Jesús se refirió
cuando dijo que había venido, no a destruir la ley, sino a llevarla a su
perfección, a darle su cumplimiento cabal (Mt 5, 17). Por otra parte, y en un
caso semejante a éste, ¿quién puede presumir de tener en su mano todos los
elementos de juicio?
La grandeza o mezquindad de un hombre se manifiesta en el modo
generoso o mezquino de ver las cosas, o mejor aún, en el modo generoso o
mezquino de comportarse: y es, sobre todo, en esos momentos en que se
pone a prueba la calidad de un hombre cuando se aquilata lo que cada uno
lleva dentro. José, un hombre aparentemente oscuro, mostró una grandeza
de alma muy poco frecuente. Pero a esta clase de hombres hay que
descubrirlos porque, como los metales preciosos, suelen hallarse ocultos, y
muchas veces ellos mismos ignoran su propia grandeza.
Son las situaciones difíciles las que muestran lo que un hombre lleva
dentro, lo que realmente es, esa clase de situaciones que fuerzan al hombre
a sacar a la superficie lo mejor o lo peor que anida en el fondo de su alma.
Y José, puesto en medio del conflicto, sacó lo mejor de sí mismo; pues al
estar hecho de la mejor calidad, mostró aquello de lo que abundaba.
 

5. Mientras reflexionaba

 
La decisión de José, la de abandonar secretamente a la Virgen María, no
fue una decisión tomada de improviso, como la reacción provocada por un
acontecimiento y que es la respuesta inmediata a una incitación, esa especie
de reacción instintiva que se produce como un reflejo antes de que haya
habido siquiera espacio para hacerse cargo del problema. No fue tampoco el
resultado del orgullo herido o del amor propio lastimado, ni de cualquiera
otra de las muchas manifestaciones que casos semejantes suelen despertar
en los hombres. Los asuntos importantes requieren detenida atención,
aunque no todos se percaten o sean capaces de ello. Y en este caso, si el
asunto era importante, y mucho, y no sólo para José, sino también para
María, José era hombre lo suficientemente maduro para concederle la
atención necesaria y no despacharlo a la ligera.
Porque lo que estaba en juego no era solamente el honor, sino también, y
sobre todo, el amor. En cuanto a lo primero, el de la Virgen quedaba a salvo
con la determinación que había adoptado, y el suyo –una vez resuelto lo
anterior– no importaba demasiado, aunque quedara, quizá, maltrecho. Lo
verdaderamente doloroso era el segundo aspecto. José amaba a María, y
aquí radicaba la gravedad del conflicto; porque cuando la cabeza y el
corazón no andan de acuerdo y uno toma el camino opuesto al que sigue el
otro, entonces el desgarramiento se hace inevitable. El corazón de un
hombre enamorado tiende con fuerza casi irresistible hacia la mujer amada;
pero si la cabeza le dice que hay que contrariar aquel impulso, el resultado
es sufrimiento.
En el caso de José, sin embargo, el conflicto era todavía más agudo,
porque era muy difícil tomar una decisión, y el tiempo, en lugar de aliviar o
atenuar la gravedad, hacía cada vez más urgente una solución que no
aparecía clara por más que reflexionaba. Era como un callejón sin salida.
Según todas las apariencias, María era culpable; pero a pesar de todas las
apariencias, él no se persuadía de que pudiera serlo, y aun estaba seguro de
que no lo era.
Este contraste entre lo que veía y lo que sabía de su esposa aumentaba la
perplejidad y la indecisión, a lo que se añadía el silencio de la Virgen. ¿Por
qué no hablaba? ¿Por qué no decía algo? ¿Acaso no merecía él unas
palabras, alguna explicación? Ella no se comportaba, ciertamente, como
una mujer culpable; no se mostraba avergonzada, como se supone que debía
estar de haber cometido aquella falta que parecía evidente. Sus ojos no se
habían enturbiado, y aparecía su mirada tan pura, limpia y serena como
siempre, aun cuando a veces le mirara con cierta compasión. Tampoco su
semblante se había oscurecido, y a veces hasta parecía radiante. Y su
comportamiento no era el de quien se encuentra en un apuro porque le
resulta violento dar una explicación de lo que está a la vista y no admite
otra que la que es obvia. Ella le miraba, y sufría por el sufrimiento de él...,
pero seguía callando. ¿De dónde le venía la fuerza, esa especie de apoyo
interior, que en una situación tan tensa le permitía proseguir sus quehaceres
sin descomponerse, inalterable, la misma de siempre?
Si este tiempo de angustiosa perplejidad y encontrados sentimientos duró
mucho o poco (Sor María de Ágreda dice que dos meses) es imposible
saberlo, pero dado este planteamiento, teniendo a la vista el estado de
María, su incomprensible silencio y su serena actitud, es más que explicable
que José se hubiera debatido algún tiempo sin saber qué hacer. Pero sucedió
que haec autem eo cogitante (Mt 1, 20), estando José pensando en estas
cosas, en la solución a que había llegado, examinándola desde distintos
puntos de vista, comprobando si realmente era la solución adecuada, vino la
revelación, justamente cuando después del tiempo transcurrido en amargas
y obsesivas reflexiones, sin poder confiarse a nadie ni vislumbrar un camino
claro, pudo, por fin, hallar alguna especie de sosiego. Y entonces, mientras
reposaba, llegó la solución, distinta a la que él había tomado, y con ella la
paz y la alegría. Pues «he aquí que un ángel del Señor se le apareció en
sueños diciéndole: José, hijo de David, no temas recibir a María, tu esposa;
pues lo que ha nacido en ella es del Espíritu Santo» (Mt 1, 20-23).
Al parecer, José temía recibir a su esposa. Estaban desposados, pero
todavía no se habían celebrado las bodas ni, por tanto, había tenido lugar la
conducción de María a la casa de su esposo; al plantearse el conflicto era
muy difícil que no repercutiera en esta segunda parte del matrimonio, y
probablemente José temiera dar este paso en vista de aquel nuevo factor,
imprevisible y hasta inimaginable, que había surgido. Seguramente no fue
miedo al deshonor, porque, en el peor de los casos, hubiera quedado
cubierto y oculto por el matrimonio. ¿Temor, quizá, a obrar mal delante de
Dios profanando un misterio, ignorado, pero presentido?
Nunca lo sabremos, ni nos importa, después de todo. El hecho fue que,
cualquiera que fuese la causa de su temor a recibir a María en su casa y
celebrar las bodas, ese temor desapareció tan pronto el ángel le hizo
partícipe del gran misterio. Esta iluminación acerca de los designios de
Dios sobre los hombres le introdujo oficialmente (por expresarlo de algún
modo) en la obra de la Redención, de esa Redención que –en expresión de
Edith Stein– «se ha concebido y consumado en el abismo de profundidades
misteriosas, en el silencio y en el secreto». En el silencio y en el secreto se
verificó la anunciación del misterio a la Virgen María y la Encarnación del
Hijo de Dios; en el silencio y en el secreto se purificó José en los
angustiosos días de la prueba; y en ese mismo silencio y secreto se le
comunicó a José, hijo de David, aquello que debía saber, pues no podía
desempeñar la misión que Dios había decidido para él sin conocer, al
menos, lo fundamental en la parte que le afectaba. El ángel le tranquilizó
respecto a sus dudas, le reveló el misterio de la Encarnación y él supo cuál
era el servicio que debería prestar. Y tan pronto lo supo, respondió en el
acto con la misma prontitud y entrega incondicional con que meses antes
había respondido María, su esposa, al plan divino que el ángel le dio a
conocer.
En efecto, exurgens de somno, saliendo del sueño –prosigue diciendo
San Mateo–, «hizo como el ángel del Señor le mandó y recibió a su esposa»
(Mt 1, 24). Saliendo del sueño: como el que sale de una pesadilla, de una
situación que por lo extraña parece como si fuera irreal, y por lo anómala
como uno de esos absurdos y monstruosos desvaríos que provoca la fiebre
cuando nos hace delirar. O acaso, como si al salir de la duda y la indecisión
en virtud de la revelación del ángel, y adoptar, en consecuencia, la
resolución de recibir a su esposa, saliera de un mundo de tinieblas y
desorientación para entrar en la luminosidad que muestra inequívocamente
el camino seguro que se debe seguir.
Y quizá no esté desprovista de una cierta significación la circunstancia de
que se le revelara el misterio precisamente cuando él estaba pensando estas
cosas. Claro está que Dios hubiera podido ahorrarle sufrimientos dándole a
conocer el plan divino al mismo tiempo, por ejemplo, que se lo reveló a la
Virgen María. También así le hubiera evitado a ella la angustia de ver el
sufrimiento de José y tener que callar un secreto cuya comunicación hubiera
resuelto en el acto el problema. Sin embargo, Dios no se atiene al modo de
ver las cosas que tienen los hombres. Dejó que la Virgen sufriera, permitió
que durante algún tiempo José se debatiera en su angustiosa perplejidad, sin
entender nada ni ver del todo clara una salida, sin saber exactamente qué
era lo que debía hacer en una situación tan imprevisible como delicada y
dolorosa. Sólo cuando llegó a una solución justa (dentro de su conocimiento
imperfecto de la realidad) fue cuando Dios intervino a través del ángel. La
solución verdadera le llegó tan pronto como José hubo hecho cuanto en sus
circunstancias se podía hacer, sin omitir nada de cuanto de él dependía y
estaba en su mano. Sólo entonces, no antes, Dios le dio a conocer el dato
desconocido que era necesario para la rectificación de una decisión errónea.
Y junto con el dato, una referencia, pues como dice San Juan Crisóstomo,
«el ángel remite a José al profeta Isaías para que, al despertarse, no se
olvidara de lo que le había dicho como cosa reciente; mas como de los
pasajes proféticos se había él nutrido y los recordaba constantemente, por
ellos retendría también sus palabras».
***
No del mismo modo, desde luego, porque el género de pesadumbre que
tuvo que sufrir José no es tan general que alcance a la mayoría de los
hombres, pero sí de manera distinta, todos pasamos alguna vez por algún
trance que acaso guarde semejanza con éste por el que tuvo que pasar José.
Llámense conflictos, problemas, contrariedades, hay en la vida de todo
hombre momentos difíciles que no le atañen a él solo, momentos en los que
se ve abocado a tomar una determinación que puede, incluso, afectar de
modo irreversible el rumbo de su vida y a la de otras personas, y en los que
un género de sufrimiento, de no fácil comprensión para quienes carezcan de
esta experiencia, requiere una actitud de la que depende, en no pocas
ocasiones, la justicia de la solución adoptada. Sobre todo, cuando el
corazón y la cabeza se contradicen y el hombre se siente interiormente
desgarrado, cuando el corazón empuja con fuerza, entonces, sobre todo
entonces, hay que evitar adoptar una determinación; entonces es cuando hay
que detenerse a reflexionar para no ser arrastrados emocionalmente. Pues si
el corazón está hecho para querer, la cabeza está hecha para pensar e indicar
al corazón el camino que debe seguir.
Lo que enseña aquí José es que ante el problema, conflicto o contrariedad
(y que nadie está exento de ellos en la vida es un hecho de experiencia), la
primera actitud propia de un hombre es la reflexión. A base de impulsos,
corazonadas, o reacciones instintivas y precipitadas, jamás se llega a
soluciones justas, porque lo único que se logra es enredar todavía más la
madeja añadiéndole nuevas dificultades o agudizando el conflicto. Y
tampoco es camino esperar a que el problema se resuelva solo o a que lo
resuelvan otros, porque hay momentos y situaciones en los que nadie puede
tomar decisiones por nosotros. Uno tiene que ser lo bastante mayor para
tomarlas por sí mismo y estar a las consecuencias. Hay hombres que
permanecen siempre menores de edad, estancados en una inmadurez de la
que no parecen querer salir, hombres cuya actitud ante las dificultades es
siempre recurrir a otros, no para solicitar consejo (lo que es una medida de
prudencia, más que conveniente para acertar), sino para echar sobre
hombros ajenos la propia carga.
El recurso a otros, a los demás, debe venir sólo después de haber visto si
uno es capaz por sí mismo de salir del atolladero o dar con la solución
adecuada. Y cuando el asunto es de tal índole que pueda comunicarse sin
inconveniente, nunca está de más solicitar la opinión o el consejo de los que
por su saber o experiencia pueden ilustrar el problema y ayudar a una mejor
solución, toda vez que también es muestra de inmadurez la obstinación, la
terquedad en aferrarse al propio parecer contra el parecer de los más
autorizados, como si el asirse a un error fuera prueba de personalidad o de
que todo el mundo estuviera equivocado. Ni siquiera José salió, al cabo, del
conflicto por sí mismo, sino con la ayuda del ángel y siguiendo su consejo.
Pero los que tienen que bastarse a sí mismos porque les es imposible
acudir a nadie dada la índole del problema que tienen planteado, como era
el caso de San José, no pueden dispensarse de la reflexión. Reflexión, no
duda. Pues hay quienes consideran que la duda como actitud o sistema es
una postura no sólo legítima, sino adecuada. Quizá creen que, con un
talante escéptico ante cualquier hecho que se refiera al mundo sobrenatural,
se sitúan en el punto preciso donde debe estar un hombre que piensa,
cuando la realidad es que entonces es cuando no están en ninguna parte.
Reflexiona el que quiere acertar, el que busca hacer lo que es debido. No
se puede ser justo con nadie cuando se obra irreflexivamente, porque el
atolondramiento ciega y el apasionamiento impide la consideración de
factores y circunstancias que no deben pasarse por alto. Los que confían tan
ciegamente en su intuición que se permiten el lujo de no reflexionar son los
que suelen cometer las mayores equivocaciones, y con la mayor frecuencia,
y también los que, por ello mismo, comprometen o perjudican a otros por su
propia petulancia; son los que, no por malos, sino por ligeros, suelen causar
daño y dolor a personas inocentes, víctimas de su superficialidad y de la
necia confianza en sus propios impulsos. Cuando un problema, o una
situación oscura, difícil o delicada, se hace presente, la reflexión es el
camino necesario para adoptar la solución adecuada y justa; pues
reflexionar no es otra cosa que ponderar hechos, factores y circunstancias,
relacionándolos con el fin de averiguar qué es lo que se exige de nosotros,
cuál es la respuesta que se debe dar. Ni la ligereza en el juicio, ni la
superficialidad en la consideración son los mejores caminos para el acierto;
antes bien, son los peores. Quizá sea ésta la razón por la que no pocos de
nuestros contemporáneos cometen tantos y tan graves errores, al no tomar
en consideración sino datos, hechos y factores demasiado pasajeros,
despreciando las realidades profundas, que también son hechos.
Fue la reflexión la que dispuso a José para la recepción del mensaje
divino, pero no fue la simple reflexión por sí sola la que le llevó a descubrir
lo que estaba por encima de toda capacidad humana. Y no fue tampoco la
Virgen María quien le sacó de dudas, lo cual debió ser para él uno de los
motivos por los que tan difícil se le hizo llegar a una conclusión. Este
silencio era ya de por sí un enigma, humanamente considerado, porque,
¿cómo no dio la Virgen ninguna explicación, viendo el sufrimiento de José?
Quizá José le preguntó y Ella tan sólo pudo confesar su inocencia, pero no
el origen de su estado, puesto que era un secreto que no le pertenecía; en
todo caso, lo cierto y seguro es que Dios tan sólo intervino por medio del
ángel cuando José hubo puesto de su parte cuanto estaba en su mano.
Y acaso sean también significativas y aleccionadoras para nosotros otras
dos de las circunstancias que se nos muestran en este suceso. Por lo que
respecta a lo más inmediato –al conocimiento del misterio de la encarnación
del Verbo– fue preciso que José, al llegar a una decisión, recobrara el
mínimo de sosiego y paz sin los que difícilmente hubiera podido captar el
mensaje del ángel, puesto que es cosa demostrada que un espíritu alterado y
como obsesionado no está en las mejores condiciones para percibir lo
sobrenatural, ni tampoco para discurrir con claridad y lucidez acerca de
asuntos puramente humanos. Y respecto al misterio del plan redentor de
Dios sobre los hombres, en el que tenía asignado un quehacer, fue quizá el
sufrimiento, y la purificación que este sufrimiento obró en él, lo que le
dispuso para el conocimiento y la comprensión de lo que significaba la
revelación que se le hizo. Él no estaba lleno de gracia, como la Virgen, y
necesitó de una preparación. He aquí cómo el sufrimiento lleva a la
purificación (cuando se responde debidamente), y la purificación da
capacidad al hombre para percibir los designios de Dios, sus planes
respecto de nosotros, pues elimina la corteza superflua de banalidades que
impide al pensamiento llegar a lo más hondo de la cuestión.
A José se le reveló la solución del conflicto haec autem eo cogitante,
estando él pensando. Lo que no se puede esperar es una iluminación de
Dios cuando no se han puesto a contribución todos los recursos que el
hombre tiene a mano para dar con la solución justa. Y cuando los
problemas afectan a los hombres (no a las cosas, a negocios o a cualquiera
de los ámbitos más externos), el conocimiento de lo que es fundamental es
necesario. Desgraciadamente, la mayor parte de los hombres jamás llegan a
descubrir lo que ellos mismos son. Miran tanto hacia afuera y hacia su
alrededor que acaban ignorando absolutamente lo que llevan dentro. Se
esconden en la multitud que les rodea, adoptan sus formas, su pensamiento,
sus tópicos cambiantes, como si fueran líquidos sin consistencia que se
amoldan a cualquier forma porque carecen de una propia, y al enfrentarse
con el conflicto, en lugar de examinar qué es lo que Dios espera de ellos, y
de acuerdo con esta orientación buscar la solución adecuada, se fijan en los
criterios vigentes en la sociedad en que están sumergidos. Por este camino
se suelen los hombres atraer muchos males de muy distinta especie.
A José le llegó la solución, la iluminación de lo alto, en la misma
situación de soledad en que se había estado debatiendo. Le llegó de un
modo sencillo, discretamente, silenciosamente, sin acompañamiento de
aparato externo y sensible. Le llegó de fuera de él, le mostró que la solución
adoptada, aun siendo él justo, no era la adecuada, y José rectificó en el acto
su decisión, volviendo de su acuerdo y obrando en consonancia con los
hechos que el ángel le había revelado. Pero hay que tener en cuenta un
detalle que ya observó Monseñor Escrivá de Balaguer: él «nunca rehusó
reflexionar sobre los acontecimientos»; por eso –prosigue– «pudo alcanzar
del Señor ese grado de inteligencia de las obras de Dios, que es la verdadera
sabiduría».
 

6. Y recibió a su esposa

 
A raíz del mensaje que el ángel le comunicó en sueños, José cambió su
actitud. Al principio temía recibir a María, luego deliberó dejarla
secretamente; por último, después de conocer lo sucedido por la revelación
del ángel y una vez hubo despertado del sueño, «hizo como el ángel le
había mandado y recibió a su esposa».
Aquí, la expresión «recibir a la esposa» se refiere a las bodas. María y
José estaban desposados, pero «antes de que conviviesen», esto es, antes de
la solemne y festiva conducción de la esposa a casa del esposo, habían
tenido lugar las dudas y temores de José. Así pues, las bodas se celebraron
después de que se comunicara a José su propia vocación y el papel que Dios
esperaba que desempeñara junto al Niño y a su Madre.
Con este acto, con la recepción de la Virgen en su casa, José asumió
plenamente y de modo consciente, aceptando todas las consecuencias que
su decisión pudiera acarrearle en lo sucesivo, lo que Dios le había mostrado
ser la razón de su vida. Análogamente a como el fiat pronunciado por la
Virgen implicaba una entrega tan total y absoluta que incluía la renuncia a
dirigir su propia vida (pues en lo sucesivo estaría en función de la del Hijo
que le nacería), así también consumó José su entrega a Dios recibiendo en
su hogar a la Virgen. Fue como si Dios mismo hubiera resellado su unión de
modo definitivo añadiendo, al desposorio por el que ya estaban unidos (el
ángel dijo: «no temas recibir a María, tu esposa...»), un nuevo vínculo
todavía más fuerte, que era su común destino en la tierra en orden al
cuidado, protección y ayuda al todavía no nacido Salvador. Ambos, ahora,
eran partícipes –y ellos solos en el mundo, con Isabel, aunque ésta de otro
modo– del gran secreto.
La recibió en su casa, y «no la conoció hasta que dio a luz un hijo», lo
cual no quiere decir que la «conociera» (en el sentido de tener relaciones
conyugales) después. La partícula «hasta» no significa necesariamente un
tiempo determinado como límite de una acción u omisión, y de hecho –
según ya se observó desde antiguo– en la Escritura aparece con sentidos
distintos, pues a veces tan sólo indica un plazo, pero de ningún modo lo que
ocurre después de él. Así, San Jerónimo –recuerda Santo Tomás– cita el
verso del Salmo 22: «Nuestros ojos están levantados al Señor hasta que se
compadezca de nosotros», apuntando que esto no quiere decir que se
aparten de él tan pronto Dios se compadezca. En el segundo libro de
Samuel, 6, 23, se lee: «Y ya Micol, hija de Saúl, no tuvo más hijos hasta el
día de su muerte», lo cual no significa que los tuviera aquel día, y
evidentemente no los tuvo después.
Tampoco de la expresión de la Vulgata «...peperit filium suum
primogenitum» (Mt 1, 25) se puede deducir que luego hubiera habido otros
hijos. «Cristo –dice San Juan Crisóstomo contra Hevidio– se llama
primogénito de María no porque naciesen otros después de él, sino porque
no nació ninguno antes que él». San Pablo (Heb 1, 6) llama a Cristo
primogénito del Padre, lo que evidentemente no arguye que el Padre
engendrara otros Hijos después. Y la ley ¿no mandaba presentar en el
templo a todo primogénito? ¿Y dejaba de serlo porque la madre no tuviera
otros? Por eso la traducción que dice: «...y sin haberla conocido dio a luz a
su hijo», sea probablemente la que mejor exprese el sentido de la frase.
En todo caso, y cualquiera que sea la versión que se tome, lo que se nos
dice es que la Virgen María concibió sin obra de varón («et incarnatus est
de Spíritu Sancto, ex María Virgine», dice la profesión de fe de Nicea), y
que siguió siendo virgen en y después del parto: así nos lo enseña la Iglesia
y así es.
El mudo testimonio de su inocencia y virginidad que dio San José al
recibirla, cosa que San Ambrosio adujo como una de las razones de la
conveniencia de los desposorios de la Virgen, fue el que hizo que San
Bernardo escribiera: «Pues de la resurrección del Hijo, creería más pronto
yo, que soy débil, a Tomás, que dudó y palpó, que a Pedro, que oyó y creyó;
y de la pureza de la madre, más fácilmente creo yo al esposo que la
custodió y experimentó, que a la misma Virgen defendiéndose con el
testimonio de su conciencia».
Los teólogos han procurado ahondar en la comprensión del misterio, y si
bien la piedad ha inspirado alabanzas a las perfecciones de Nuestra Señora,
y siempre justamente, alguna vez –como sucedió con los apócrifos, y para
que ni siquiera aquí falte la excepción– ha habido en algún pormenor más
entusiasmo que conocimiento de las condiciones reales que se dieron en un
momento determinado.
No parece que pueda sostenerse lo del voto de virginidad de la Virgen ya
en su niñez. Desde luego hay testimonios más que suficientes para tener
como bien averiguado que los votos se daban entre los judíos, incluso en
esta época. Era algo admitido, regulado y sancionado por la ley. Y también
existían votos en relación con el matrimonio y la vida conyugal, votos que
por ser lícitos tenían fuerza obligatoria, aunque ninguno que se hiciera
afectando al otro cónyuge tenía valor a no ser que la otra parte interesada lo
conociera y aprobara. Si alguien se desposaba con una mujer bajo la
condición de que ella no estuviera ligada por voto alguno, el desposorio era
inválido si la mujer, teniéndolo, no lo descubría antes de desposarse; si
después de las bodas (esto es, al iniciar la vida en común después de ser
conducida la desposada a casa del esposo) se averiguaba que sobre la mujer
pesaba un voto que ella no había declarado antes de desposarse, había que
despedirla mediante un libelo de repudio sin devolverle la dote (Willam), a
modo de castigo.
Evidentemente, la pregunta de la Virgen María al arcángel San Gabriel:
«¿cómo ha de hacerse esto? Porque yo no conozco varón» (Lc 1, 34) sólo
tiene sentido en el supuesto de que había decidido mantenerse virgen, pues
de no ser así, y estando desposada, bien sabía cómo podría hacerse. Ahora
bien: si era obligatorio declarar los votos, si los había, antes de los
desposorios, y más todavía los que afectaran al otro cónyuge, José debió
saber al desposarse con María su decisión, con voto o sin él, de guardar su
virginidad y consagración a Dios. Cómo en un pueblo en el que la
virginidad no parecía gozar de particular estima (aunque el celibato de los
varones era más corriente y apreciado) Nuestra Señora se consagró a Dios,
tan sólo puede explicarse bien por una moción o impulso sobrenatural, pues
no parece que hubiera revelación propiamente dicha anterior a la embajada
del arcángel. «Por consiguiente –apunta un autor–, el motivo único para su
consagración a Dios hay que buscarlo, consideradas todas las suposiciones
que se pueden hacer sobre el caso, en su especial condición: en que estaba
bajo la dirección particular y personal de Dios, precisamente en que era la
llena de gracia. Ahí está la primera y única causa de la consagración a Dios
de su virginidad».
Por lo demás, en este tipo de voto la ley prescribía para su validez
jurídica ciertos requisitos. En el caso de una doncella no podía emitirse
antes de cumplir doce años, de modo que si la Virgen lo hizo debió ser un
año o dos antes de desposarse con José. Tomás de Aquino, con la sabiduría
y el sólido sentido común que le caracteriza y que empapa toda su obra, es
de opinión de que la Virgen hizo voto, por la razón de que obligarse a algo
con voto aumenta la perfección del acto, y Nuestra Señora era perfectísima.
Pero –añade– no es «creíble que la Madre de Dios hubiese hecho un voto
absoluto de virginidad antes de desposarse con San José. Y aunque lo
deseara, se encomendaba sobre ello a la voluntad divina» (Sum. Th., III, q.
28, a. 4, r).
¿Y José? Aquí hay otra muestra de la calidad de este hombre
excepcional. Su amor a la Virgen debió ser muy grande. Debió quererla
mucho y con gran generosidad cuando, sabiendo su deseo de mantener la
consagración que había hecho a Dios, accedió a desposarse prefiriendo
renunciar a tener sucesión antes que vivir separado de aquella a la que tanto
amaba.
Fue también providencia de Dios que en el corazón de José naciera tan
gran amor por la Virgen. Dios se lo puso para lo que luego quería que
sucediese. Verdaderamente era necesario quererla mucho para renunciar
prácticamente a todo excepto a ella, y conformarse y encontrarse feliz
respetando su intimidad con Dios. Amor más limpio, más solícito y más
puro es difícil concebir entre marido y mujer, y así se comprende cuánto
tuvo que sufrir pensando que debía renunciar a ella.
Y cuando el ángel le dio a conocer el misterio de la Encarnación y la
elección de ellos dos para colaborar juntos en el misterio del Redentor y de
la salvación, este mismo amor que tuvo a su esposa, purificado por la
prueba y enriquecido por el misterio, fue suficiente para que su castidad
custodiara la virginidad de su esposa. De tal modo Santo Tomás valoró esta
peculiar característica del matrimonio de María y José que ha visto en él
significada a toda la Iglesia, que «siendo virgen –escribió San Agustín–
está, sin embargo, desposada con un solo varón, Cristo» (Sum. Th., III, q.
29, a. 1, r).
La decisión de José de recibir a María y celebrar las bodas tuvo carácter
irrevocable, en el sentido de seguir hasta el final sin considerar la
posibilidad de retroceder, bien desandando lo andado, bien tomando otro
camino. Fue un abandono a la voluntad divina, una entrega incondicional al
servicio de Dios dedicando su vida al Niño que iba a venir y a su Madre.
Pero este abandono de su vida en manos de la providencia de ningún modo
significaba –o implicaba– pasividad. Muy al contrario, exigió de él un
fuerte espíritu de lucha y un ánimo dispuesto a afrontar toda clase de
dificultades. El porvenir, al menos el porvenir inmediato, iba a abundar en
ellas. Lejos de ser un cómodo expediente, como si abandonarse a la
voluntad de Dios tuviera como resultado una personal intervención de Dios
para suavizar las incomodidades, resolver los problemas o suprimir peligros
e inquietudes, parece como si Dios, una vez seguro de su fidelidad, se
desentendiera de las preocupaciones y angustias de su servidor y le dejara a
merced de sus recursos –los recursos de un pobre– para hacer frente a las
circunstancias adversas y a la maldad o el egoísmo de los hombres.
Respondió en todas y cada una de las dificultades. Jamás se quejó. Acaso
consideró que las dificultades eran el precio –y era barato– por el honor y el
privilegio de amar a su esposa y ser amplia y cumplidamente correspondido
por ella. Y luego el Niño. Hay una oración a San José entre las propuestas
para antes de la Santa Misa en la que se recuerda el privilegio que le fue
concedido de «no sólo ver y oír al Dios a quien muchos reyes quisieron ver
y no vieron, oír y no oyeron, sino también abrazarlo, besarlo, vestirlo y
custodiarlo». ¿Cómo quejarse de nada, cómo dar importancia a nada,
cuando nada es suficiente para pagar de algún modo semejante dicha? Dios
no hizo con él una excepción, al menos por lo que se refiere al cuidado
providente que tiene por los hombres. No se lo dio todo hecho, no le ahorró
el esfuerzo, no suplió lo que José podía y debía hacer, con su ayuda
ordinaria, por sí mismo.
***
El matrimonio de José y María fue, si así se puede expresar, la más alta
expresión del amor conyugal. San Agustín, con el brillante ingenio que no
apaga, sino realza, su habitual profundidad, al resaltar las dos bases que
sustentan el género humano (el instinto de conservación y el de
reproducción) comentaba cómo había hombres, «cuyo dios es el vientre»
(Phil 3, 19), que se lanzaban a comer y beber «poniendo allí toda el alma,
como si fuera ésa la razón de vivir», hombres que situaban «su plena
beatitud y felicidad en los manjares como animal al pesebre». Y proseguía
diciendo que, «en punto al oficio conyugal, los hombres libidinosos no se
llegan a la mujer en virtud de otras razones; por eso, a malas penas se
contentan con la suya. Y pluguiere a Dios que, si no pueden o no quieren
despojarse de la libídine, no la permitiesen ir más allá de lo tolerado a la
debilidad. Pero ello es cierto que si a un hombre así le dijeras: ¿por qué
tomas mujer?, te respondería, quizá ruborizado: Por los hijos. Pongamos
ahora que alguien, digno de toda su fe, le dice: Poderoso es Dios para
dártelos, y sin duda te los dará sin llegarte a la mujer. Cogido por ahí,
confesaría no tomaba mujer por tener hijos. Confiese su enfermedad y tome
a la mujer para lo que pretextaba tomarla: para tener hijos».
Ese caso excepcional y que, a modo de ejemplo imposible (y lo es, salvo
en el caso de la Virgen María), pone San Agustín, es el de José. Su esposa
fue «merecedora –dice– de tener un hijo sin detrimento de su integridad. Lo
mismo, pues, que su enlace con José era verdadero matrimonio, y
matrimonio sin desintegridad alguna, ¿por qué, a ese modo, la castidad del
esposo no había de recibir lo que había producido la castidad de la
esposa?». Por eso su amor fue tan limpio, tan delicado, tan profundo, sin
mezcla alguna de egoísmo o búsqueda de satisfacción, tan respetuoso. Pues
el amor, si verdaderamente lo es, implica respeto. No son el marido y la
mujer simplemente una pareja de animales, sino cada uno imagen y
semejanza de Dios, con un alma inmortal y con un cuerpo que, en un
cristiano, tiene que ser –según expresión de San Pablo– «templo de Dios»
(1 Cor 3, 16).
Por tanto, el respeto al propio cuerpo y al cónyuge exige castidad. El
matrimonio no es una patente de corso para dar rienda suelta al instinto
sexual y convertir una relación con la que se participa del poder creador de
Dios (al colaborar con Él para traer nuevas vidas al mundo) en pura
biología o arrastrada animalidad. Entonces más que nunca el respeto debe
hacerse presente: es una relación entre personas, no entre una persona y una
cosa: y si se pierde el respeto, el propio y el debido al cónyuge, el amor irá
muriendo a manos del egoísmo que tan sólo busca el placer personal. Un
hombre, aun casado, tiene que ser siempre dueño de sus instintos, no andar
a remolque de ellos.
Hay testimonios muy claros entre los textos de los primeros siglos de
cómo cuidaban aquellos cristianos la santidad del matrimonio. «Nosotros –
escribía San Justino en su Apología (I, 29)–, o nos casamos desde el
principio por el fin de la generación de los hijos, o –de renunciar al
matrimonio– permanecemos absolutamente castos». Y tan común era este
modo de pensar del matrimonio entre los cristianos que Clemente de
Alejandría, refiriéndose a aquellas uniones en las que pesaba más el
remedio de la concupiscencia que sus más altos fines, decía: «unirse en
matrimonio sin desear la procreación de los hijos significa una injuria a la
naturaleza. El matrimonio no es el desorden del placer, inobservante de las
leyes divinas y contrario a la razón».
Es cierto que a veces se dan en el matrimonio situaciones difíciles, y es
de temer que la escasa consistencia interior de no pocos cristianos de estos
tiempos sea la causa de interpretaciones más o menos laxas y poco
exigentes en materia de relaciones conyugales. Pero no deja de ser
llamativo que en tiempos más difíciles y entre familias con menos recursos
(pues la pobreza entre los cristianos de los primeros siglos era mayor que la
de hoy en multitud de sitios), Lactancio escribiera estas palabras: «el que
por razones de pobreza no pueda sacar adelante a los hijos, que se abstenga
de usar el matrimonio, en vez de interrumpir con manos sucias la obra de
Dios».
Ahora bien: nada es imposible contando con la ayuda de Dios y cuando
el amor es fuerte. Quizá no sea fácil, seguramente no es cómodo, pero es
hacedero. Pensar lo contrario viene a ser lo mismo que culpar a Dios de
haber mandado observar a los hombres (y no sólo a los célibes) un precepto
–el sexto– imposible. Dios no se burla de nadie, y si algo manda es porque
se puede cumplir. Ciertamente –observó Monseñor Escrivá de Balaguer–,
«para vivir la virtud de la castidad, no hay que esperar a ser viejo o a
carecer de vigor. La pureza nace del amor y, para el amor limpio, no son
obstáculos la robustez y la alegría de la juventud». Y la razón es muy
sencilla: «Este corazón nuestro –dijo en otro lugar– ha nacido para amar. Y
cuando no se le da un afecto puro y limpio y noble, se venga y se inunda de
miseria» (Amigos de Dios, n. 183).
Un hombre que se casa adquiere una responsabilidad, y no sólo ante su
mujer. Tiene también que responder ante Dios de cómo edifica ese pilar
social que es la familia, sobre qué cimiento, con qué materiales. Ningún
hombre acaba de madurar hasta que compromete su ser en algo por lo que
valga la pena luchar, y que constituye la más poderosa (si no la única) razón
para vivir.
Y de nuevo hay que aludir aquí, una vez más, al respeto. Pues suele
coincidir con la pérdida del respeto el abandono de las expresiones que lo
muestran y lo alimentan: la delicadeza en el trato, los pormenores de
cortesía y educación (¿es que, acaso, la confianza debe llevar consigo la
zafiedad?), la guarda de las formas. Cuando todo esto desaparece, cuando la
vulgaridad y la ordinariez en las relaciones entre los esposos sustituyen a
las finezas de los enamorados es que algo muy importante se ha perdido. Y
cuando lo que llena el corazón no es un amor grande, noble y abnegado,
entonces siempre queda sitio para el egoísmo, las mezquinas
compensaciones y la frustración. Aquí, probablemente, hay que buscar el
fracaso de tantos matrimonios.
Es fácil, pues, explicar desde esta perspectiva la excelencia del
matrimonio constituido por la Virgen y San José. Llenos ambos de amor de
Dios, amándose ellos mismos con un amor tan profundo y tan limpio que,
lejos de necesitar ser alimentado, él mismo alimentaba todos los momentos
del día, y tan delicado y lleno de respeto que hacía innecesario todo
artificio, su unión fue, realmente, el modelo de lo que debe ser el amor entre
esposos.
Y no tiene valor la fácil excusa que, a veces, puede esgrimirse para no
verse obligados a procurar una tal donación: la de que ella era la Virgen
María, la llena de gracia, y él San José, un hombre justo. Porque si tal
razonamiento se considera legítimo y dotado de peso suficiente, entonces
hay que negar a Jesús la categoría de ser nuestro modelo, porque ¡Él es
Dios!
 

7. Encontraron a María, a José y al Niño

 
Fue un joven y feliz matrimonio el que compusieron María y José. Su
vida iba transcurriendo pacíficamente en Nazaret, con el sosiego propio de
una aldea y de la gente con pocas necesidades, cuando de improviso una
noticia, casi con categoría de acontecimiento, rompió aquella tranquilidad.
El emperador de Roma, Octavio Augusto, había dado un edicto ordenando
un empadronamiento general en todo el Imperio. Los judíos, como era
costumbre desde que Moisés, después de sacarles de Egipto, les convirtiera
en un pueblo con una peculiar organización, debían acudir a empadronarse
al lugar de su estirpe. José, por tanto, como era «de la casa y familia de
David» (Lc 2, 4), se dirigió a Belén de Judá.
Supieran o no María y José –y de seguro lo sabían– que estaba dicho en
la Escritura que el Mesías debía salir de la estirpe de David y de la ciudad
de Belén, el caso fue que José debía cumplir la orden de empadronamiento
y hacer el viaje a Belén; si decidieron que la Virgen le acompañara para dar
a luz en la ciudad de David y así se cumpliera la Escritura, o si José,
independientemente de esta consideración, no atreviéndose a dejarla sola en
aquel estado, tan avanzado que presagiaba un parto cercano, decidió que se
trasladara con él, es una cuestión hasta cierto punto indiferente. El caso es
que José subió desde Nazaret a Belén «para empadronarse con María, su
esposa, que estaba encinta» (Lc 2, 5).
Había en Belén una posada o mesón –khan se llamaba este tipo de
establecimiento– de características análogas a las que solían reunir los
lugares públicos para viajeros en toda aquella región. «Tales albergues
consisten en un patio rodeado de altos muros. En el centro suele haber, las
más de las veces, una cisterna; en torno a ella se acomodan las bestias,
camellos que lanzan una especie de rugidos típicos y asnos que rebuznan;
adosados al muro hay unos cobertizos donde los viajeros acomodan su
lecho. Es frecuente que estén divididos por tabiques en compartimentos, de
suerte que entre las pilastras haya recintos independientes que se pueden
ceder a los huéspedes» (F. M. Willam). Allí, en este mesón o posada, donde
acudían los transeúntes para hospedarse y adonde José acudió, no hubo sitio
para ellos.
Si el término «sitio» se entiende simplemente como lugar, espacio,
entonces José hubo de ir a otra parte porque la capacidad del khan no daba
para más, abarrotado en aquellos días por los que acudían a Belén para
empadronarse. Pero si –como ocurre en algunos pasajes de la Escritura– por
la palabra «sitio» debe entenderse con más propiedad –según algunos
autores– «sitio adecuado», entonces la expresión del Evangelio: «por no
haber sitio para ellos en el mesón» tiene otro alcance más profundo.
Efectivamente, no se trataba ya de que no estuviera libre ninguno de los
recintos en los que hubieran podido acomodarse con un mínimo de
independencia, aparte de que por su pobreza no podían competir para
ocuparlos con viajeros más ricos; se trataba de que, evidentemente, no era
aquel sitio adecuado para que naciera el Hijo de Dios hecho hombre, y casi
menos por Él que por su Madre. Pues uno de aquellos recintos –aun en el
caso de poderlo pagar–, separado por una sucia cortina o estera del patio
donde yacían bestias malolientes, sin poder dejar de oír el lenguaje
demasiado libre –si no zafio– y las expresiones groseras de camelleros y
trajinantes; con la algarabía diurna –y quizá también nocturna– de un patio
en el que entraban y salían hombres y animales, ¿qué paz, qué intimidad
podía encontrar la Virgen para aquel gran momento del nacimiento de su
Hijo?
Fue, sin duda, designio providencial de Dios que no encontrasen sitio en
el mesón, fue un accidente afortunado que no encontrasen allí acomodo.
Dios no quiso que su Hijo naciera en medio del apelotonamiento y suciedad
de uno de aquellos albergues públicos en los que la Virgen María se hubiera
visto expuesta no sólo a la curiosidad de quienes nada tenían que ver con el
gran acontecimiento, sino al malestar que la falta de paz y de intimidad
familiar podía ocasionarles con tanto estrépito de viajeros como pululaban
por el patio a cualquier hora. Así, Dios proveyó de otro modo. Había en los
alrededores de Belén algunas cuevas que servían a veces, las más grandes,
como establos ocasionales, de paso, para que se pudiera refugiar en caso de
necesidad algún ganado, y de aquí que en alguna de ellas hubiera hasta
pesebre. Si tenían a veces capacidad suficiente para acoger a tres o cuatro
animales, eran lo bastante grandes, por tanto, para proporcionar asilo a dos
o tres personas en un momento de apuro extremo. Y éste era el caso de
María y José.
Fue José quien, por sí mismo o por indicación desinteresada de algún
benévolo informador, encontró el sitio adecuado. No era aquélla una
situación que pudiera resolverse dejando que la preocupación fuera
creciendo en la mente y alimentándose de su propia sustancia, ni podía José
dejar pasar el tiempo mientras el problema se hacía más apremiante. No es
bueno, ni sirve para nada, dejar que las preocupaciones se vayan
amontonando dentro de nosotros, hinchándose hasta estallar, porque eso
nunca remedia una necesidad. Visto que el albergue público, en aquellas
circunstancias, no servía, se puso a buscar en el acto otro «sitio adecuado».
Y como siempre que se busca se acaba encontrando, también él supo ver en
una de aquellas grutas naturales la solución a su problema. Sabía lo que la
Virgen necesitaba, y al mirar con ojos atentos y el pensamiento puesto en lo
que requería la situación que se avecinaba, descubrió el remedio que Dios le
había preparado, y que en otras circunstancias quizá no hubiera visto.
No gran cosa, desde luego, pero una vez limpia, la cueva resulta mucho
mejor que la ruidosa posada, con su olor a humanidad y a estiércol de
caballerías, y su continuo ir y venir. Aquí, al menos, la Virgen podía dar a
luz, si no en las mejores condiciones materiales, sí, al menos, con la
independencia necesaria para asegurar la intimidad y el decoro que
requerían la modestia de la Virgen y la grandeza del misterio.
Allí se acomodaron hasta que llegó el momento, no mucho después de su
llegada a Belén; y entonces, «cuando un profundo silencio envolvía todas
las cosas, y la noche en su carrera había corrido la mitad de su camino, tu
Verdad omnipotente, oh Señor, vino del cielo, desde tu regio trono» (Sap
18, 14-15). Algunos autores hablan de la delicadeza de José, que al llegar la
hora del parto salió afuera, como un centinela frente a la puerta, velando el
alumbramiento y respetando la intimidad de aquel primer encuentro de la
Madre con el Hijo.
No es posible saberlo. El Evangelio, con su habitual laconismo, apenas
dice que «dio a luz a su hijo primogénito» (Lc 2, 7). San Pablo escribió el
acontecimiento a los gálatas con mayor fuerza, y un cierto tono rotundo al
decir: «cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo,
nacido de mujer, nacido bajo la ley» (Gal 4, 4). Y José estaba allí, en la
plenitud de los tiempos, escogido por Dios para contemplar aquel prodigio
que se realizó con tanta naturalidad en la soledad y el silencio.
«Lo que ocurre en el establo, en la gruta de la roca, tiene una dimensión
de profunda intimidad: es algo que ocurre entre la Madre y el Niño que va a
nacer. Nadie de fuera tiene entrada. Incluso José, el carpintero de Nazaret,
permanece como un testigo silencioso». Estas palabras las pronunció el
Papa Juan Pablo II en su homilía de la Misa de Nochebuena de 1978 y
dicen mucho del misterio de Belén. Porque verdaderamente hubo desde el
principio, desde el instante mismo de la Encarnación del Hijo de Dios, una
relación única y particularísima entre Jesús y la Virgen, tan íntima y
personal que excluía del todo a terceras personas, una relación de la que
nadie podía participar, pero de la cual fue permitido a un hombre, solamente
a un hombre, ser testigo. Y este hombre fue José, un hombre humilde y,
según los juicios del mundo, no gran cosa. Pero este hombre tuvo una
intimidad con Jesús y María como no la tuvo ningún otro.
Pero su intimidad con Jesús era otro modo de intimidad, otra relación, no
como la de la Virgen. En el caso de José, el respeto que inspira el
conocimiento del misterio ponía unos límites que aquel hombre justo no
rebasó jamás, porque sabía que él no era protagonista. La Virgen María
podía ir, y de hecho fue, en este terreno mucho más lejos que él; ella, y no
él, pudo decir a Jesús años más tarde: «Hijo, ¿por qué te has portado así con
nosotros?» sin miedo a extralimitarse, y sin el temor de ir más allá de lo
permitido, lo mismo que años después al dirigirse en Caná de Galilea a los
servidores de las bodas y enviarles a Jesús: «haced lo que Él os diga», sin la
más leve duda de que podía poner a Jesús en esta tesitura.
Y esto fue así porque el misterio concernía, sobre todo, a la Madre y al
Hijo; José participó de él después, cuando ya existía la profunda y
misteriosa relación entre Jesús y la Virgen. José participó del misterio por el
conocimiento que le fue dado mediante la revelación del ángel en orden a la
misión que debía cumplir cerca de aquellos dos seres excepcionales; pero
aun participando de él, y en él, en grado superior a cualquiera otra criatura,
a él sólo le concernía desde fuera, en cuanto esposo de María. A José no se
le pidió previamente un sí, pues para cuando supo se encontraba ya en
relación directa –aunque no como la Virgen– con el misterio. De ahí que en
todo lo que no le correspondía, en todo lo que rebasaba los límites que
definían la peculiar misión para la que había sido llamado, su papel fuera
tan sólo el de un «testigo silencioso».
Testigo, por tanto, no para dar fe de lo que sabía, no para comunicar a
otros un hecho, sino sencillamente para contemplarlo. Otros testigos, y no
silenciosos, se buscaría Jesús más adelante para que dieran testimonio de
las cosas que habían visto y oído, de su doctrina y de sus milagros, y en
especial de su Resurrección. Pero José no estaba llamado a ser esta especie
de testigo; él no tenía que comunicar nada a nadie, sino tan sólo estar
presente acompañando a Jesús y a María, sin dejarles nunca solos.
Y allí estuvo él, callado, atento y admirado, en aquel instante en el que su
esposa le mostró a su Hijo, que era el Hijo de Dios hecho hombre, que era
su Señor. Él, José, fue el primero en contemplarle, el primero en adorar a
aquel Niño que de modo tan prodigioso (y esto él lo sabía muy bien) había
venido al mundo, pero sin decir nada a nadie de la felicidad inexpresable
que le había sido dado experimentar al tener entre sus brazos al Redentor
del mundo.
Luego fue también testigo silencioso y feliz de la llegada de aquellos
pastores que, después de haber visto y escuchado al ángel que les anunció
«una buena nueva, una gran alegría para todo el pueblo» (Lc 2, 10), se
habían dicho unos a otros: «Vamos a Belén a ver esto que el Señor nos ha
anunciado» (Lc 2, 15). Les vio asomarse a la gruta entre tímidos y curiosos;
contemplar al «niño envuelto en pañales y recostado en un pesebre» (Lc 2,
12); les oyó explicar a la Virgen la aparición del ángel que les comunicó el
nacimiento del Salvador en Belén, y la señal por la que le reconocerían, y
cómo una multitud de ángeles se habían reunido con el primero y habían
glorificado a Dios y prometido en la tierra paz a los hombres de buena
voluntad.
Testigo feliz, pero no demasiado asombrado, quizá. Él no había llegado a
oír a una multitud de ángeles entonando alabanzas a Dios, pero sabía por
experiencia que lo que decían los pastores no era sólo posible, sino real; él
también podía contar algo de eso, y de los efectos que las palabras dichas
por un ángel de parte de Dios dejaban en el alma: paz en primer lugar, una
paz que –como luego diría claramente Jesús– el mundo no puede dar, y una
alegría profunda, quieta, inexpresable por lo intensa y limpia. Claro que no
era una alegría tan comunicativa como la de los pastores, pues ellos lo
fueron contando a todos los que quisieron oírles, «y cuantos les oían se
maravillaban» (Lc 2, 18), mientras José nunca comunicó su secreto sino a la
Virgen; pero no por eso fue su alegría menos alegre, aunque por guardarla
en su interior acaso fuese más duradera.
Él también contempló la felicidad radiante de Aquella que era su esposa,
de la maravillosa mujer que le había sido confiada. Él vio, y se gozó en ello,
cómo ella contemplaba a su Hijo; vio su dicha, su amor desbordante, cada
uno de sus gestos, tan llenos de delicadeza y significación.
Y al Niño, Hijo Unigénito de Dios que se revelaba a los hombres «en
aquel cuerpo, como uno de nosotros, pequeño infante, en toda su fragilidad
y vulnerabilidad. Sujeto a la solicitud de los hombres, confiado a su amor,
indefenso. Llora, y el mundo no lo siente, no puede sentirlo. ¡El llanto de un
niño recién nacido apenas puede oírse a pocos pasos de distancia!» (Juan
Pablo II). Pero entonces, más que sujeto a la solicitud de los hombres,
sujeto sobre todo a la solicitud de un hombre, confiado a su amor; pues
José, aquel hombre justo, había sido elegido como esposo de María para
que velara por el Niño indefenso que había venido a este mundo; él tenía
que ser la fortaleza de aquel Niño frágil, incapaz de valerse por sí mismo,
que había querido depender de su fidelidad y descansar en sus brazos,
brazos que el trabajo había hecho fuertes, y el amor seguros.
Y él sí podía oír el llanto del Niño, porque estaba cerca, y a su alrededor
y dentro de sí todo era silencio, y porque estaba siempre presente y atento,
pronto a acudir en el acto para servirle, a Él y a su Madre, en todo
momento. Tomó tan en serio su responsabilidad que nunca estuvo lejos de
Él; a decir verdad, ni siquiera estuvo nunca tan «en otra cosa» que se
olvidara de Él. Sabía que su razón de ser era aquel Niño precisamente en
cuanto niño, es decir, en tanto que desvalido.
***
Quizá por eso nosotros tenemos tan poca sensibilidad para todo lo que a
ese Niño se refiere. Nunca estamos lo suficientemente cerca para oírle llorar
o reír, para mirarle a los ojos y adivinar por su expresión si necesita algo, si
nos agradece algún servicio o simplemente nuestra compañía, si nos
reprocha con tristeza nuestra frialdad o indiferencia. No podemos verle u
oírle porque estamos demasiado lejos, o quizá porque miramos hacia otro
lado.
Hoy, por desgracia, se da bastante esta actitud, sobre todo con referencia
a Él. A veces se oye decir que el mundo contemporáneo, este mundo que
está viviendo las últimas décadas del segundo milenio, está con hambre de
Dios, y quizá sea así; pero si lo es, está tan disimulada que casi parece lo
contrario. Pues lo que parece es que los hombres no se preocupan gran cosa
por aquel Niño que nació en Belén «cuando un profundo silencio envolvía
todas las cosas», y si lo miramos bien, tampoco por los niños en general; lo
que parece es que a este mundo de hoy no le gustan mucho los niños, y el
procedimiento que ha arbitrado para que no lloren es impedir que nazcan,
para lo que ha dado muestras de gran talento a juzgar por los
procedimientos que ha arbitrado y los resultados que ha conseguido. Acaso
los hombres de hoy están tan lejos, o tan ocupados en sus cosas, que nunca
han visto la maravilla que es un niño; o, a lo peor, se niegan a mirarlo, no
suceda que al verle tan frágil, desvalido y necesitado, su desamparo les
torture y les robe el descanso para siempre; o quizá sea simplemente miedo,
miedo a que su contemplación les haga abandonar su egoísmo y, al
compadecerse, tengan que mudar de vida. No lo sabemos. Pero de hecho
parece como si prefirieran más las cosas, el dinero, las comodidades o
cualquier otra bagatela antes que los niños.
En cambio, en aquella gruta excavada en la roca, la presencia de un Niño
hacía olvidar la carencia de todo. Al fin y al cabo, teniéndole a Él, ¿quién
puede acordarse de lo demás, quién puede echar algo de menos? Hoy nos
pierde la posibilidad, cada vez mayor, de adueñarnos de los bienes de la
tierra; no tiene límites lo que algunos desean del mundo, lo cual es una
estupidez, porque se saborea más lo poco que lo mucho. Un poco de calor
conforta más que un infierno de fuego, una leve brisa de aire fresco alivia
más que un gélido huracán. Pero los hombres parecen haber perdido el
sentido de la proporción y nunca se conforman con lo preciso, porque nada
les parece suficiente. Por no saber decir basta a las cosas que pasan, a veces
cargan con ellas hasta convertirlas en fardos pesadísimos, y por andar
distraídos en semejantes tonterías van destruyendo su capacidad para
contemplar a Dios, que se nos revela constantemente incluso a través de
minúsculas incidencias diarias como pueden ser el llanto, la risa o los
sonidos que emite un niño cuando parece querer decir algo.
O bien se sienten frustrados cuando no consiguen lo que su ambición
desea, o heridos en su orgullo cuando tienen que andar detrás de otros. Esto
les mantiene tan ocupados que ignoran todo lo demás, y a veces, a todos los
demás. Se vuelven incapaces para el gozo intenso y sosegado.
José, en cambio, desde la oscuridad de un segundo plano, sin hacerse
notar, toma como natural y debida la adoración al Niño, las deferencias a la
Madre y el poco o ningún caso hacia él. Aquí reside una no pequeña parte
de su grandeza; nunca espera nada para sí mismo. Ahora bien, cuando llega
el momento de dar, allí está ocupando el primer puesto. En la
responsabilidad y en el trabajo, en el esfuerzo y en el deber, jamás está
como espectador, sino como protagonista.
Bien es verdad que cuando tuvo que limitarse a ser tan sólo un
espectador, fue un espectador muy peculiar, esa especie de espectador que
más que mirar, contempla (que es un mirar con gozo y entrega), y por eso es
conocido con el nombre de contemplativo. Contemplaba a Jesús, y su
contemplación no era mística, sino real y directa; y contemplaba no a Jesús
glorioso, sino a Jesús desvalido, y por eso su contemplación era de la clase
que lleva a la acción, porque el desvalimiento del Señor reclama la ayuda
de los hombres. A la acción, no al activismo; pues el activismo es
incompatible con la contemplación, que es siempre sosegada, y todo
sosiego es destruido por la agitación que acompaña a la atolondrada
actividad del que se apresura como si el mundo se le escapara o las cosas
fueran a desvanecerse.
Quizá por esto estemos viviendo en una época tan indigente, con tanto
vacío en las almas, con tanta palabrería hueca y tanta información inútil.
Porque útil, realmente útil, es la información que los pastores recibieron del
ángel: «os ha nacido hoy un Salvador». Palabra no hueca, sino repleta de
contenido, viva y vivificante, aquel Niño «reclinado en un pesebre»: nada
menos que el Verbo de Dios hecho carne. Y un hombre, José, con tal
densidad interior que es modelo de contemplativos y fuerza en la que se
apoyaron el Niño y su Madre.
 

8. A quien pondrás por nombre Jesús

 
Después del Nacimiento, y antes de que llegaran los Magos a adorar al
nacido Rey de los judíos, San Lucas menciona dos acontecimientos en los
que José desempeñó un cierto papel, aunque no se le alude por su nombre.
Un papel oscuro, casi rutinario, que cumplían todos los padres en Israel; sin
importancia apenas para un mayor conocimiento de San José, pero que
quizá a nosotros nos puede enseñar algo, y hasta quién sabe si ayudarnos a
conocernos un poco mejor.
Estos hechos, tratados por San Lucas con desigual extensión, son la
circuncisión y la presentación de Jesús en el templo. Si este segundo
episodio parece tener mayor importancia se debe, aparte otras
consideraciones, a la intervención del anciano Simeón, que profetizó acerca
de Jesús y de su Madre en presencia de José, por lo que la narración es más
extensa y proporciona, por tanto, mayor cantidad de datos.
***
Todo varón se integraba oficialmente en el pueblo elegido mediante el
rito de la circuncisión, que constituía la señal de la alianza de Dios con su
pueblo. Databa de Abraham, a quien dijo el Señor: «Esto es lo que has de
observar tú y tu descendencia después de ti: circuncidad todo varón.
Circuncidaréis la carne de vuestro prepucio, y ésa será la señal del pacto
entre mí y vosotros. A los ocho días de nacido, todo varón será
circuncidado» (Gen 17, 10-12).
San Mateo omite este momento de la infancia de Jesús; San Lucas lo
reseña muy brevemente: «Cuando se hubieron cumplido los ocho días para
circuncidar al niño, le pusieron el nombre de Jesús, impuesto por el ángel
antes de ser concebido» (Lc 2, 21).
La circuncisión constituía un acontecimiento importante en la vida del
niño, hasta el punto de que tenía primacía sobre el precepto del descanso
sabático, y sólo un peligro de muerte por la debilidad del niño podía
constituir una razón de peso para diferirla. Y era importante por una doble
razón: al ser su incorporación al pueblo que Dios se había formado (pues no
circuncidarse equivalía a romper el pacto y ser borrado del pueblo), la
circuncisión le constituía en partícipe de la promesa, y lo que es más,
también en depositario y transmisor de ella, al menos en un cierto sentido; y
por la imposición del nombre, el niño comenzaba, por decirlo así, su propia
vida, como si comenzara a ser él mismo, a tener una personalidad.
El acto tenía lugar, no en la sinagoga, sino en la casa donde vivía el niño
con sus padres, y el ministro de la circuncisión era una especie de
practicante o cirujano, hábil en su oficio, habitualmente encargado de
verificarla. La efectuaba en nombre del padre. Se requerían testigos y un
padrino, y se procedía de acuerdo con un determinado rito en el que el
padre tenía una breve intervención. El ministro de la circuncisión decía:
«Bendito el Señor Dios nuestro, que nos santificó con sus preceptos y nos
mandó la circuncisión»; pronunciadas estas palabras, el padre del niño
respondía: «Que nos santificó con sus preceptos y nos mandó que
introduzcamos al niño en la alianza de Abraham, nuestro padre».
Verificada la circuncisión, se procedía a imponerle el nombre. Como esta
doble ceremonia tenía lugar en la casa, allí se reunían los parientes. En este
caso, sin embargo, no es probable que hubiera gran fiesta, pues de haber
habido parientes en Belén quizá la Virgen no hubiera tenido que dar a luz en
una cueva de las afueras. No existiendo datos, se explica fácilmente que no
haya acuerdo acerca de si la circuncisión tuvo lugar en el lugar donde Jesús
nació y donde, de momento, se habían refugiado María y José, o si se
habían trasladado a una casa de Belén; San Epifanio se inclina por lo
primero, y parece lo más probable.
Aquí, en la imposición del nombre, tenía el padre, como cabeza de
familia, una función principal: era él quien daba el nombre, puesto que era
quien tenía la autoridad en la familia; quien decía lo que a sus ojos era aquel
nuevo miembro del pueblo elegido, pues todo nombre tenía una
significación. Ahora bien, en este caso hay una ligera duda, pues San Lucas
dice, no que José, como cabeza de familia, le diera el nombre de Jesús, sino
que cuando se hubieron cumplido los ocho días del nacimiento «le dieron el
nombre de Jesús, impuesto por el ángel antes de ser concebido».
«Le dieron». ¿Quiénes? La referencia tiene que ser necesariamente a
José y María, pues ninguna otra persona tenía que ver con ello. En efecto,
en la revelación del plan de Dios sobre la Virgen en la anunciación, el
arcángel le había dicho: «... y darás a luz un hijo, a quien pondrás por
nombre Jesús»; y en lo que podemos llamar también anunciación a José, el
ángel que le reveló los designios de Dios utilizó casi las mismas palabras
que Gabriel: «dará a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús». A
ambos, pues, se les dio el encargo de poner el nombre al Niño; pero no un
nombre elegido por ellos, no un nombre cualquiera de acuerdo con sus
gustos o preferencias, sino precisamente el nombre que el ángel había
revelado, el que indicaba lo que el Niño realmente era y lo que significaba
dentro del pueblo elegido: Jesús, es decir, el Salvador. Efectivamente, Él
tenía que salvar a los hombres, era fuente y causa de salvación.
Entonces, teniendo presente que se encontraba en un lugar fuera de su
residencia habitual, que –como es opinión generalizada– no estaban sus
parientes y familiares en la ceremonia, sino tan sólo extraños, no parece
congruente que la Virgen María hiciera algo tan estridente como ponerse al
nivel del cabeza de familia en una sociedad donde cada uno tenía un sitio
bien definido y dar, con José, el nombre que el padre debía imponer.
Por lo demás, es general el comentario de cómo, a pesar de no caer bajo
la Ley, tanto Jesús como la Virgen se sometieron a sus prescripciones, de lo
que es buena prueba no sólo la circuncisión, sino la presentación de Jesús
en el templo y la purificación de Nuestra Señora. En lo que se refiere a la
circuncisión, Santo Tomás dio algunas buenas razones por las que era
conveniente que Jesús se sometiera a la Ley, a pesar de estar sobre ella:
mostrar que tenía un cuerpo de carne, probar que era del linaje de Abraham,
quitar a quienes no quisieran reconocerle el pretexto de que era un
incircunciso, someterse a la Ley para que aprendiéramos a obedecer...; y
también «para que observemos las cosas que en nuestros tiempos están
prescritas» (Sum. Th., III, q. 37, a. 1, ad 2). Más tarde, fray Isidoro de
Isolano, que en la primera mitad del siglo XVI escribió la Suma de los
dones de San José, al tratar del «don de la imposición del santísimo nombre
de Jesús» razonó así: siendo costumbre que sea el padre quien tenga
autoridad para imponer nombre a su hijo, síguese que fue el Padre quien lo
impuso a su Hijo al encarnarse; este nombre fue revelado por Gabriel a
María, y por un ángel a José. José, al imponer el nombre, «reveló al mundo
un secreto divino, hizo las veces del Padre celestial»; y termina citando un
Comentario a San Lucas: «No convenía que un nombre tan glorioso fuera
pronunciado antes que nadie por un hombre, sino por un ser más excelente,
para que no se creyese el hombre autor de él. Y por la misma razón convino
que aquel que impusiese el nombre fuese más excelente que los demás»,
con lo que se mostró la calidad que José tenía a ojos de Dios.
***
Hoy no solemos dar demasiada importancia a los nombres. ¿Qué más da
llamarse de un modo o de otro, con tal de que sea posible distinguir a uno
de los demás? Cuando en el bautismo se impone un nombre lo corriente es
elegir el del padre o la madre, o el de los abuelos (también era costumbre
entre los judíos buscar el nombre entre los de los familiares, según se ve en
el Evangelio cuando se trató de imponérselo a Juan el Bautista) o el del
santo del día, o el de algún santo de la devoción de los padres. A veces,
también, se elige un nombre simplemente porque gusta. En cualquier caso,
por lo general el nombre no dice nada que realmente tenga que ver con la
persona que lo lleva. Y no deja de ser notable que, con frecuencia, un apodo
describa a una persona mejor que su propio nombre. No indicará su ser,
pero sí alguna cualidad característica. Si decimos Antonio, o Marcelino, o
María, o Sara, no mostramos ningún carácter particular de quienes llevan
tales nombres, excepto la de indicar que se trata de un hombre o de una
mujer; pero si al aludir a alguien le llamamos «el silencioso», o «la pecosa»,
o «doña perfecta», o «el manitas», entonces estamos indicando a alguien
que se caracteriza por una cualidad lo suficientemente perceptible para
poderlo distinguir de otros que se llaman igual, porque es tan peculiar que
basta para indicar quién es.
La verdad es que el nombre existe, al menos en principio, para indicar lo
que una cosa –o una persona– es. «Los nombres –dijo Tomás de Aquino–
deben responder a las propiedades de las cosas» (Sum. Th., III, q. 37, a. 2),
y Aristóteles, en su Metafísica, declara que «el concepto significado por el
nombre es su definición». Un nombre es significativo, significa algo.
Cuando se lee en el Génesis (2, 19 y ss.) que Adán dio nombre a todos los
animales, lo que hizo fue decir lo que cada uno era, y a la mujer, en cuanto
la vio, la llamó varona, por ser tomada del varón (Gen 2, 23), designándola
por su naturaleza. Pero cuando el nombre viene impuesto por Dios entonces
ese nombre tiene una profunda relación con lo que en su más honda
realidad es aquel hombre a quien se le impone, con lo más esencial, con lo
que constituye la raíz de su ser. Esto se ve con facilidad en no pocos
momentos. Sin necesidad de acudir a casos como el de Oseas, a quien Dios
mandó que pusiera a sus hijos nombres que indicaban la relación de Dios
con el pueblo («llámalo Lo-Ammi, porque vosotros no sois mi pueblo, y yo
no soy vuestro Dios», Os 1, 9), podemos fijarnos, por ejemplo, en Abraham:
fue Abram hasta que Dios le mudó el nombre al confirmar su alianza con él:
«He aquí mi pacto contigo: serás padre de una muchedumbre de pueblos, y
ya no te llamarás Abram, sino Abraham, porque yo te haré padre de una
muchedumbre de pueblos» (Gen 17, 5). O en el caso del último de los hijos
de Jacob, Benjamin (hijo de la dicha, nombre dado por Jacob), antes
Benomi (hijo de mi dolor, nombre que le dio su madre, Raquel) (Gen 35,
18).
Así, el nombre de Jesús, al significar salvador, indicaba lo que Jesús era.
Hay en este caso una profunda unidad entre la persona de Jesús y su misión,
y su nombre es santo y tiene una virtud que no se ha concedido a ningún
otro. Por haberse humillado y «hecho obediente hasta la muerte, y muerte
de cruz», Dios «le exaltó y le otorgó un nombre sobre todo nombre, para
que al nombre de Jesús doble la rodilla cuanto hay en los cielos, en la tierra
y en los abismos» (Phil 2, 8-10).
En el nombre de Jesús Nazareno mandó Pedro al tullido de la puerta del
templo llamada Hermosa: «¡camina!» (Act 3, 6). Y cuando el día siguiente
se reunieron los príncipes, los ancianos y los escribas para pedirles cuenta
de lo que habían hecho, y les preguntaron: «¿Con qué poder, o en nombre
de quién, habéis hecho esto vosotros?», Pedro, «lleno del Espíritu Santo»,
con el respeto debido a las autoridades de su pueblo, pero con claridad y
sencillez, respondió: «sea manifiesto a todos vosotros y a todo el pueblo de
Israel que en nombre de Jesús Nazareno (...) éste se halla sano entre
vosotros». En nombre de Jesús, a quien ellos crucificaron, y que de piedra
desechada se había convertido en piedra angular; ya que «en ningún otro
hay salud, pues ningún nombre se nos ha dado bajo el cielo, entre los
hombres, por el cual podamos ser salvos» (Act 4, 9 y ss.). Un nombre
adorable porque es salvación, porque designa lo que Jesús es: el Salvador.
No hay otro.
Si cada nombre es único e irrepetible; si cada uno es llamado a la vida y
nace con un conjunto de talentos; si a lo largo de la existencia Dios va
concediendo a cada hombre o mujer un rosario de gracias, todo ello no es
puro azar o capricho infundado de Dios. Tiene que ver en el plan que Dios
tiene ab aeterno sobre el universo, y más en concreto con la Redención. Y
si el nombre tiene su razón de ser en designar lo que una cosa es, Dios debe
tener un nombre para cada uno. O quizá sería mejor decir que cada uno
tiene un nombre único e irrepetible, conocido por Dios, que indica lo que tal
hombre o mujer es a los ojos de Dios, en conexión con la finalidad
específica por la que fue llamado a la vida y en relación con su vocación
peculiar; esto es, con el papel que está llamado a desempeñar en la gran
obra de la Redención. Y ese nombre que sólo Dios conoce expresa lo que
de más profundo, personal y esencial hay en cada uno, ese algo donde
radica la identidad de la persona y que no tiene en la generalidad de los
hombres gran cosa que ver con la imagen que otros ven o que cada uno
contempla de sí mismo. No es el nombre que responde a la imagen, el
disfraz o la máscara, a esa falsa personalidad que todos hemos adquirido
por el pecado original y por los pecados personales, así como por el
continuo afianzamiento del «hombre viejo» merced a la afirmación del
«yo», sino al ser genuino que está por debajo del disfraz, la máscara y la
imagen y que, con ayuda de la gracia, se va mostrando paulatinamente por
obra de la cruz de Cristo. El que se niega a sí mismo para afirmar a
Jesucristo y asemejarse a Él, el que no teme perder su vida para ganarla, el
que es capaz de enterrarse y morir como el grano de trigo, ése va
desprendiéndose de la costra de falsedad y artificio que la herencia que nos
legó Adán fabricó en el hombre, a la vez que paulatinamente se va
descubriendo el ser restaurado por la gracia que cada uno es en la mente
divina.
El nombre que llevamos y por el que se nos conoce es ficticio, artificioso,
convencional. Dios solo es el que sabe lo que realmente somos de verdad, y
el único que nos conoce verdaderamente y puede llamarnos por el nombre
que propiamente nos conviene a cada uno: «Ego vocavi te nomine tuo:
meus es tu» (Is 43, 1). Y también nosotros, algún día, conoceremos ese
nombre, y entonces sabremos quiénes somos de verdad, cuál es nuestra
peculiar identidad, porque ese nombre designará la esencia de nuestro ser:
«Al que venciere le daré del maná escondido, y le daré una piedrecita
blanca, y en ella escrito un nombre nuevo que nadie conoce sino el que lo
recibe» (Apc 2, 17). Nadie, sino sólo Dios y el que lo recibe; pues –como
dice Santo Tomás– si nadie puede llegar a aprehender la esencia de las
cosas, nadie puede tampoco dar a cada cosa su nombre esencial, el que de
verdad expresa su última y más profunda realidad: lo que es en la mente de
Dios.
Y ese nombre nuevo, el suyo de verdad, de tal manera corresponderá al
hombre nuevo restaurado por Cristo que será digno de figurar al lado del
nombre divino: tal es la fuerza del Salvador: «Al vencedor yo le haré
columna del templo de mi Dios, y no saldrá ya jamás fuera de él, y sobre él
escribiré el nombre de Dios, y el nombre de la ciudad de Dios, de la nueva
Jerusalén, la que desciende del cielo de parte de mi Dios, y mi nombre
nuevo» (Apc 3, 12). Y aún hay más, si es que ello es posible, porque ese
nombre nuevo tendrá tal sustantividad y será tan conforme al designio
salutífero de Dios y tan conformado al Salvador, que todavía será objeto de
su más explícito reconocimiento de perdurabilidad: «El que venciere, ése
vestirá de vestiduras blancas, jamás borraré su nombre del libro de la vida,
y confesaré su nombre delante de mi Padre» (Apc 3, 5).
Pero es preciso vencer. Este nombre nuevo está siempre vinculado al que
venciere, pero teniendo en cuenta que no debe reputarse por vencedor al
que lo es tan sólo a los ojos de los hombres, sino al que lo es a los ojos de
Dios; sobre todo es vencedor solamente el que alcanza la victoria sobre sí
mismo, y sobre el mundo, el demonio y la carne. Un vencedor al estilo de
José de Nazaret, que venció de tal modo a todas las fuerzas del mal, a todo
lo que se oponía a la voluntad divina, a todo lo que atentaba contra el cabal
cumplimiento de la misión que Dios le había encomendado y para la que
había vivido, que su muerte fue el nacimiento a la Vida. Pues sólo los que
viven tienen nombre, un nombre nuevo; no así los condenados, que no
tienen nombre porque carecen de identidad. Existen, pero no viven porque
les alcanzó lo que en el Apocalipsis se llama «la muerte segunda», que es
muerte eterna.
Y hay en el mundo muchos a quienes se les puede aplicar, con toda
verdad y justicia, aquellas palabras del Apocalipsis que dicen: «conozco
bien tus obras, y que tienes el nombre de vivo y estás muerto» (Apc 3, 1).
Con José ocurrió exactamente lo contrario. A los ojos del mundo no existía.
Un carpintero de aldea, apenas conocido tan sólo en aquel reducido rincón
como uno de tantos en su pueblo, cuyo trabajo ni siquiera excedía los
límites de un pequeño espacio; un hombre tan corriente que vivió
confundido con la multitud de innominados tan corrientes como él. Y he
aquí que a medida que transcurre el tiempo su figura se agranda, y cada vez
aparece con más nitidez la extraordinaria calidad de este hombre justo, de
este hombre que no contaba para nadie y que, contrariamente a otros
muchos, parecía tener nombre de muerto, de inexistente, y, sin embargo,
vivía ante Dios con una intensidad inimaginable para el mundo, con una
vida tal que fue elegido para imponer el nombre a Aquel por el que todos
viven. Y por eso lleva ahora un nombre nuevo, que sólo Dios y él conocen,
y que es para él motivo de gloria.
 

9. Simeón los bendijo

 
La presentación de Jesús en el templo y la purificación de Nuestra Señora
constituyeron dos ceremonias distintas e independientes, y obedecían a
diversos preceptos de la Ley. La presentación era la expresión del derecho
de Dios sobre todo primogénito, según se mandaba en el Éxodo: «Habló
Yavé a Moisés y le dijo: Conságrame todo primogénito; las primicias del
seno materno, entre los hijos de Israel, tanto de los hombres cuanto de los
animales, mías son» (Ex 13, 1 y 2). Pero no era sólo consagración, sino
también rescate: «También redimirás a todo primogénito humano entre tus
hijos. Y cuando tu hijo te pregunte mañana: ¿Qué significa esto?, le dirás:
Con su poderosa mano nos sacó Yavé de Egipto, de la casa de la
servidumbre. Como el faraón se obstinaba en no dejarnos salir, Yavé mató a
todos los primogénitos de la tierra de Egipto, desde los primogénitos de los
hombres hasta los primogénitos de los animales: por eso yo sacrifico a Yavé
todo primogénito de los animales y redimo todo primogénito de mis
hijos...» (Ex 13, 13-15).
La pertenencia a Dios de los primogénitos venía por dos conductos: por
primicia (pues todas las primicias debían ser ofrecidas a Dios, como
expresión del señorío de Dios sobre toda criatura) y por jefe de familia,
pues eran ellos los que, en la sociedad patriarcal, actuaban como sacerdotes,
en el sentido de que les competía ofrecer sacrificios y mantener vivo el
culto a Dios. Cuando Dios determinó que el sacerdocio fuera ejercido por la
tribu de Leví, dijo a Moisés: «Haz el censo de todos los primogénitos de
entre los hijos de Israel de un mes para arriba, contándolos por sus nombres.
Tomarás a mi servicio a los levitas, en lugar de todos los primogénitos de
los hijos de Israel» (Num 3, 40-41). Pero como el número de primogénitos
excediese al de los levitas, mandó Dios rescatarlos por «cinco siclos por
cabeza».
No estaba prescrito el tiempo en que debía hacerse la consagración y el
consiguiente rescate del primogénito.
Así como la presentación concernía al hijo, la purificación afectaba a la
madre. Cuando una mujer daba a luz un varón quedaba legalmente impura
durante los siete días siguientes al parto; en el octavo, el niño era
circuncidado, «pero ella quedará todavía en casa durante treinta y tres días
(...); no tocará nada santo, ni irá al santuario hasta que se cumplan los días
de su purificación» (Lev 12, 1 y sig). Cumplidos éstos, debía purificarse
mediante el ofrecimiento de «un cordero primal en holocausto, y un pichón
o una tórtola en sacrificio por el pecado». Si por su pobreza no podía
ofrecer un cordero, entonces podía sustituirse por otra tórtola u otro pichón;
entonces, uno era «para el holocausto y otro para el sacrificio por el pecado;
el sacerdote hará por ella la expiación y será pura». No era indispensable
que fuera personalmente la madre para la ceremonia: podía ofrecer el
sacrificio el esposo en su nombre, e incluso un tercero.
Cuando, como en este caso, el matrimonio vivía cerca de Jerusalén (y
Belén estaba a unos nueve kilómetros), aunque no era indispensable para
cumplir ninguno de ambos preceptos ir al templo, los judíos piadosos solían
acudir al lugar santo para cumplir la ley. De modo que «así que se
cumplieron los días de la purificación (...) le llevaron a Jerusalén para
presentarle al Señor, según está escrito en la ley del Señor que “todo varón
primogénito sea consagrado al Señor”, y para ofrecer en sacrificio, según lo
prescrito en la ley del Señor, un par de tórtolas o dos pichones» (Lc 2, 22-
24). Confundidos con otros matrimonios jóvenes que llevaban también a su
hijo, María y José se dirigieron por la puerta oriental llamada Speciosa, que
se abría en el atrio de las mujeres, hasta la que daba al atrio de los judíos,
donde solía aguardar el sacerdote la llegada de las parejas que acudían para
presentar el primogénito y proceder a la purificación de la madre.
Era el padre quien asumía el deber de la presentación y del rescate. José
fue, pues, el protagonista de este rito que expresaba no sólo la consagración
a Dios del primogénito, sino también la acción misericordiosa de Dios
respecto de su pueblo, liberándole de la cautividad y la servidumbre aun a
costa de vencer la resistencia del faraón aniquilando a los primogénitos de
los egipcios, y por último la dispensa de servir en los oficios sacerdotales o
levíticos mediante el pago de cinco siclos de plata.
Pero en este caso no todo fue lo mismo que con los demás. En primer
lugar, Jesús no estaba sujeto a la ley, sino por encima de ella, y María no
tenía necesidad de purificación por cuanto había concebido, dado a luz y
permanecido virgen intacta. Ello no obstante, y desde el momento que tales
prodigios no eran públicos y debían permanecer velados, cumplieron la ley
como si el Niño y su Madre no fueran el autor de la gracia y la llena de
gracia. No convenía que, más adelante, nadie pudiera decir de Jesús que era
prevaricador de la ley, o de la Virgen que permanecía legalmente impura.
Pero si la presentación tenía en este caso un sentido, pues Él había
venido a consagrar a su Padre no sólo su vida, su muerte y su resurrección,
sino todas las realidades humanas que, por Él y desde Él, recibían una
especial aptitud para ser elevadas por encima de su pura significación
natural, no lo tenía tan propio el rescate. Propiamente no fue rescatado; o en
todo caso lo fue de la modalidad que tenía la consagración del primogénito
a Dios en la antigua ley. Él ejerció una función sacerdotal única, fuente de
todo sacerdocio propiamente tal, del que el anterior a Él era tan sólo figura;
Él venía, como Sacerdote eterno, a ofrecerse a sí mismo en holocausto por
el pecado, y a rescatar a todos los hombres del poder del Maligno.
Así, José fue, sin ser sacerdote, el primero que ofreció a Dios una hostia
pura, santa, inmaculada, al Verbo encarnado en las entrañas de María, su
esposa, y nunca el mundo vio hasta entonces ofrecer a Dios nada tan
valioso. Parece como si Dios hubiera dispuesto las cosas para que el último
patriarca volviera a ejercer las funciones cuasi sacerdotales que ejercieron,
antes de que Dios dispusiera el sacerdocio de Aarón y los levitas, los viejos
patriarcas, ofreciendo el Mesías a Dios, independizándole del sacerdocio
levítico mediante el rescate de cinco siclos que él había ganado, uno a uno,
con su trabajo, y asumiendo el cuidado de Quien iba a mantener vivo el
culto a Dios por el sacrificio que, en adelante, se ofrecería en todo el mundo
desde el alba al ocaso. Así, en esta ocasión, de tal modo la ceremonia de la
presentación se compenetró con la realidad que, más que ceremonia, venía a
ser un anuncio del comienzo de un nuevo sacerdocio.
Un incidente lleno de significación tuvo lugar entonces en el templo,
antes de la ceremonia, «al entrar los padres con el niño». «Había en
Jerusalén –escribe San Lucas– un hombre llamado Simeón, justo y piadoso,
que esperaba la consolación de Israel, y el Espíritu Santo estaba en él» (Lc
2, 25). Muy santo debía ser, pues tanto le distinguió el Espíritu Santo; le
distinguió hasta el extremo de colmar lo que era la mayor aspiración de
todo buen israelita, y desde luego la suya propia, pues había vivido todos
los años de su vida ansiando la venida del Salvador anunciado; en efecto, el
Espíritu Santo le había hecho saber que «no vería la muerte antes de ver al
Cristo del Señor», y el mismo Espíritu se ocupó de impulsarle hacia el
templo precisamente el día que fueron María y José llevando al Niño para
cumplir lo que mandaba la ley.
Con gran sorpresa y no poca admiración vieron al entrar cómo un
anciano se adelantaba a su encuentro, y con tanta decisión como delicadeza
tomaba al niño en sus brazos y daba público testimonio de la presencia del
Redentor entre los hombres, bendiciendo a Dios por haber cumplido la
promesa que se le hizo: «han visto mis ojos tu salud, la que has preparado
ante la faz de todos los pueblos» (Lc 2, 30 y 31). Luego bendijo también a
María y a José, y dirigiéndose a la Virgen profetizó declarando lo que el
Espíritu Santo le dio a conocer respecto al Niño y a su Madre.
Se ha observado –y ello es cierto y comprobable por poco cuidado que se
ponga– que San Mateo, al ocuparse de la infancia de Jesús, orienta la
atención hacia José, en tanto que San Lucas se fija más en la Virgen María.
Así, al ser este último evangelista el que nos da a conocer este suceso, la
Virgen aparece en primer plano, a lo que contribuye, sobre todo, la profecía
que hizo Simeón dirigiéndose a ella sólo. A José tampoco se le menciona
explícitamente en esta ocasión, pero estaba allí y vio y escuchó.
Vio cómo Simeón, quizá todavía con el Niño en sus brazos, se volvió
hacia la Virgen y la miró; oyó cómo, en contraste con el porvenir de
esplendor que había anunciado al Niño, «luz para iluminación de las gentes
y gloria de tu pueblo, Israel», descorría un tanto el velo tras el que se
ocultaba la cruz al anunciar que aquel pequeño Niño iba a ser piedra de
escándalo y signo de contradicción, ruina para unos y salvación para otros,
y cómo de modo misterioso su misma Madre tendría que participar de este
destino. Esto, la unión especial y única entre ambos, José ya la había
captado, y muy bien. Quizá le pareciera natural, lo que debía ser –aun
cuando le doliera–, que si el Hijo había de padecer, la Madre padeciera con
Él, compadeciera: no podía romperse en el dolor la unión que en el gozo de
la concepción, el nacimiento y los apacibles años de Nazaret se había
manifestado tan íntima y compenetrada.
En toda esta escena que nos presenta San Lucas, vista o contemplada con
una perspectiva solamente humana, acaso el papel de José aparece un tanto
deslucido. No importa que fuera él quien presentó al Niño, él quien pagó el
rescate; en la narración de San Lucas esto no se percibe, y si lo sabemos es
por el conocimiento que tenemos de las costumbres religiosas del pueblo
judío. Una vez más, José nos es presentado como espectador, aun cuando
fuera protagonista en los actos del templo.
Y una vez más, no hay aquí tampoco azar, ni palabras inútiles, ni puro
capricho en la selección de acontecimientos o en el modo de presentarlos.
Porque resulta que no parece que a él, a San José, le importara gran cosa
desempeñar este papel que parece como de segundón, u otro cualquiera, si a
eso vamos, con tal de que fuera el que Dios quería de él.
Esta actitud que le es, diríamos, habitual, la de estar en silencio,
contemplando desde una discreta penumbra lo que atañe al Hijo y a la
Madre, es también para nosotros provechosamente aleccionadora, si es que
sabemos encontrarle la aplicación a nuestra vida. Pues este hombre humilde
jamás hizo nada para atraer la atención sobre sí mismo (lo cual es algo que
nosotros no podemos decir, al menos la mayoría), ni se preocupó de que la
posteridad supiera o no de él. Atento a su quehacer, no tuvo tiempo para
narcisismos. Su humildad le hizo libre de esa especie de lepra que ataca a
veces a los hombres, o a algunos hombres, hasta desfigurarles: el apego a la
propia obra o a la propia reputación. ¿Qué cosas no se hacen para que la
«imagen» no quede deteriorada?
José, un hombre confundido entre los demás, sin que hubiera nada por lo
que sus paisanos pudieran poner la atención en él, inadvertido entre los
otros hombres, contento de no ser más de lo que era. Esto es lo realmente
importante. Hay hombres que necesitan demostrar algo: su talento, su valor,
su genio, sus aptitudes, su carácter o su competencia; hombres incapaces de
creerse algo si los demás no lo afirman así mediante un público
reconocimiento; hombres que, a menos que vean su nombre en los
periódicos, a menos que se hable de ellos, no parecen estar muy
convencidos de tener una existencia real. Necesitan verse reflejados en los
demás, como en un espejo, para convencerse de que son, como si su
personalidad dependiera de un testimonio publicitario. Sin embargo, la
personalidad de un hombre está en lo que es, no en lo que posee, o en lo que
otros piensen o digan. No es algo que esté fuera de uno mismo, sino dentro.
Es casi un hecho experimental lo que afirmaba un autor fallecido hace
unos años: «La mayor libertad se halla en la humildad. Mientras se tenga
que defender al ser imaginario que se considera importante, se perderá la
paz del corazón. En cuanto se compare esa sombra con las sombras de otras
gentes, se perderá toda alegría, porque se habrá comenzado a tratar con
irrealidades, y no hay alegría en las cosas que no existen» (Th. Merton).
José no tuvo que defender ningún ser imaginario, no tuvo que compararse
con nadie: tenía otras cosas bastante más importantes en que ocuparse.
Nunca se consideró fracasado por ser, humanamente hablando, menos que
otros, o por no poder ofrecer a su esposa un prestigio público que la llenara
de vanidad. Nunca se entristeció, tampoco, por no ser más, o por no ser otra
cosa. «La verdadera humildad –decía Santa Teresa en Camino de
perfección–, creo cierto, está mucho en estar muy prontos en contentarse
con lo que el Señor quisiere hacer de ellos, y siempre hallarse indignos de
llamarse sus siervos».
Hay una calidad en el hombre humilde difícil de encontrar en cualquier
otra clase de hombre: la de aceptar su propia condición sin amargura,
tristeza o resentimiento. Cuando en la Imitación de Cristo el Señor habla a
su siervo y le dice cómo tiene que ser probado y ejercitado, especifica:
«Muchas veces tendrás que hacer lo que no quieres, y dejar lo que quieres.
Lo que agrada a otros, progresará; lo que a ti te contenta, no se hará. Lo que
dicen otros, será oído; lo que dices tú, será reputado por nada. Pedirán otros,
y recibirán; pedirás tú, y no alcanzarás. Otros serán grandes en la boca de
los hombres; de ti no se hará cuenta. A otros se encargará este o aquel
negocio; tú serás tenido por inútil. Por eso se contristará alguna vez la
naturaleza, y no harás poco si lo sufrieres callando». Esto, sufrirlo callando,
tiene gran mérito; pero la calidad del hombre humilde estriba en que le
parece tan natural que no se hable de él, que no le hagan caso, que le tengan
por inútil, que no se le escuche, que parece como si en lo que otros
consideran desprecio él no percibiera que allí hubiera algo que sufrir. El
pobre y el humilde no tienen cuenta de sí, son fáciles de conformar, acogen
las desventuras como parte de la vida, una parte con la que hay que contar,
y cada pequeña alegría les llena de una dicha inmensa por la que se
muestran agradecidos.
 

10. Levántate y vete a Egipto

 
Cuando San Mateo narra en su Evangelio la adoración de los Magos
omite el nombre de José: «y habiendo entrado en la casa, encontraron al
niño con María, su madre, y postrados le adoraron» (Mt 2, 11). Esta
omisión, sin embargo, no significa necesariamente que José no estuviera
presente; lo que en realidad dice es que Jesús estaba con su Madre, que Ella
le tenía. Siendo el objeto de la narración de San Mateo la adoración de los
Magos, evidentemente era superfluo ocuparse en mencionar quién, o
quiénes, estaban presentes en la casa en aquel momento. Quizá había,
además de José, algunos vecinos, pues la presencia en una aldea como
Belén de unos hombres importantes, llegados de lejos, con un séquito que
bastaba para llamar la atención, con el objeto de visitar a una joven madre
en un pobre hogar, difícilmente podría pasar inadvertida. José, pues, no es
mencionado porque en esta escena no desempeña papel alguno. Pero sí en
la siguiente.
Herodes había mostrado una gran amabilidad con los Magos. Cuando al
llegar a Jerusalén le preguntaron dónde podrían hallar al nacido rey de los
judíos, Herodes, en medio de su desconcierto y turbación, se tomó la
molestia de llamar a los sacerdotes y escribas para solicitar de ellos
respuesta a la pregunta de los Magos; y cuando le comunicaron lo que las
Escrituras decían al respecto, indicando la aldea de Belén como la cuna del
Mesías, Herodes, llamando a los Magos, les encaminó diligentemente al
lugar que le habían indicado, aunque no sin averiguar antes con todo
cuidado el tiempo en que se les había aparecido la estrella. A cambio de su
solicitud, tan sólo les pidió una cosa: que tan pronto hallaran al Niño,
volvieran a Jerusalén para comunicárselo, puesto que él –les dijo– también
quería ir a adorarlo. Esto, naturalmente, no era cierto, pero los Magos no
podían saberlo.
Dios sí lo sabía. Por eso se cuidó de que un ángel les avisara para que
regresaran a su tierra y a sus casas sin volver a Herodes. Y también a José.
Como de costumbre, la narración del Evangelio es tan sencilla que,
aparentemente, no da idea de lo angustioso de la situación. Dice:
Cuando hubieron partido, he aquí que un ángel del Señor se apareció en
sueños a José diciendo: Levántate, toma al niño y a su madre y huye a
Egipto, y estate allí hasta que yo te diga, porque Herodes buscará al
niño para quitarle la vida. El cual, de noche, levantándose, tomó al niño
y a su madre y se dirigió a Egipto, permaneciendo allí hasta la muerte
de Herodes (Mt 2, 13-15).
Otra vez José era visitado en su sueño por el ángel. Pero ahora no para
revelarle una buena nueva, como la vez anterior, sino para prevenirle de un
peligro inminente; no para aliviarle de un peso casi insoportable, sino para
ponerlo sobre sus hombros. La primera vez la visita del ángel puso fin a su
angustia; esta segunda, con una noticia angustiosa, puso fin a unos días
felices. Ahora bien: la reacción de José fue idéntica en ambas ocasiones.
«Al despertar José de su sueño hizo como el ángel del Señor le había
mandado», se lee en Mt 1, 24, cuando ya sabía el misterio de la
Encarnación; «el cual, de noche, levantándose, tomó al niño y a su madre y
se dirigió a Egipto», se dice en Mt 2, 14, con relación a este momento:
exactamente lo que el ángel del Señor le había indicado.
Fue la señal de la cruz en un día dichoso, quizá demasiado dichoso.
Porque había sido una jornada memorable. La joven Madre había
contemplado pasmada cómo unos hombres importantes habían hecho un
largo camino, conducidos por Dios, para honrar a su pequeño Niño; había
visto cómo aquellos hombres importantes se habían postrado adorando al
Hijo de sus entrañas, y le habían ofrecido ricos presentes. José, siempre en
un discreto segundo término, había observado la escena con legítimo
orgullo, quizá agradeciendo a Dios aquellas honras que, de algún modo,
compensaban el abandono y la pobreza que habían acompañado al
nacimiento. Al fin del día los Magos se habían marchado, y ellos se habían
entregado al reposo, con el alma llena de serena alegría y rebosante de
agradecimiento a Dios por el honor dispensado a su pobreza.
Cuando he aquí que, de repente, sin previo aviso, sin ninguna
preparación ni atisbo que, siquiera confusamente, les dispusiera para lo que
les esperaba, la revelación de un peligro inmediato y grave introdujo el
temor y el desasosiego donde antes anidaran la paz y la serenidad. Porque la
revelación fue acompañada de un mandato que les urgía a la acción casi
antes de poderse hacer cargo de lo que ocurría. Quien lo haya
experimentado, sabe bien la desazón, el malestar, la oscura inquietud de un
despertar bruscamente del sueño por alguna desagradable o catastrófica
noticia, el confuso desconcierto y la intranquilidad paralizadora que
acompaña a ese estado entre turbio con referencia a la mente y demasiado
claro por lo que respecta a presentimientos infaustos. Un estado de ánimo
que se caracteriza por el desconcierto, la pesadumbre de corazón, la
sensación de que no puede ser y la certeza de que es, mal cuerpo y un
indefinido aturdimiento que suele impedir hacerse cargo de las
circunstancias con prontitud.
Debió ser muy duro. Y también desconcertante, lo que todavía era peor.
Pues la dureza de una situación no impide estar en posesión de una
explicación clara, pero el desconcierto viene siempre producido por la falta,
o la dificultad al menos, de comprensión; y cuando no somos capaces de
comprender, cuando no acertamos a ver con claridad una situación o un
acontecimiento porque se nos escapa su sentido, entonces el estado de
confusión interior puede paralizar a un hombre para tomar decisiones,
porque la ignorancia del porqué o para qué de algo que nos sobreviene de
improviso suele provocar un estado tal de perplejidad que es muy difícil
entonces acertar con la decisión adecuada.
Quizá por eso el ángel le dijo –como la otra vez que le ilustró en sueños–
lo que debía hacer, aunque ahora por motivos distintos. Entonces, la
primera vez, la revelación de Dios fue la solución a una terrible duda que
paralizaba su capacidad de decidir, y le vino después de una larga y
dolorosa deliberación; ahora, en cambio, se trataba de algo que debía ser
realizado con urgencia, por lo que todo el tiempo que se gastara en deliberar
acerca de la mejor solución era tiempo perdido, porque con aquella
amenaza cada segundo era precioso. No era momento de hacer preguntas, ni
de perderse en lamentaciones inútiles.
Es muy expresivo el Evangelio al relatar la reacción de José tan pronto el
ángel terminó de instruirle sobre lo que debía hacer y por qué debía hacerlo:
«El cual, levantándose, de noche, tomó al Niño y a su Madre...». Alguna
versión dice: «El cual, al punto, de noche...». En cualquier caso es lo
mismo: no hubo dilación entre la recepción del aviso y ponerse en el acto a
cumplir las instrucciones. Aquí se nos muestra otra faceta del carácter de
José: «en ningún momento se nos aparece como un hombre apocado o
asustado ante la vida»; y, en efecto, «sabe enfrentarse con los problemas,
salir adelante en las situaciones difíciles, asumir con responsabilidad e
iniciativa las tareas que se le encomiendan» (Monseñor Escrivá de
Balaguer) o las situaciones con las que debe enfrentarse. Ahora no se tomó
José tiempo para reflexionar. La reflexión está bien, y es necesaria para el
acierto, antes de tomar una decisión, cuando se ponderan y estudian
distintas posibles soluciones. Pero una vez se ha visto claro, una vez se ha
tomado una decisión, ya no es tiempo de pensar, sino de hacer. La
reconsideración de una decisión tomada después de la conveniente
deliberación (a no ser que hayan aparecido factores nuevos) es algo muy
parecido a la duda, a la inseguridad, y ambas son paralizantes. Y cuando es
a otro a quien le corresponde deliberar, sea por su posición o por su mayor
conocimiento, y comunicar lo que debe ser hecho para la adecuada solución
de un problema, todo el discurso que cabe es el indispensable para entender
las instrucciones: simplemente, enterarse, obedecer y ejecutar. No es ya
tiempo de detenerse a discurrir acerca de si la solución dada es la mejor, o
cuáles son sus fundamentos, o si éstos son lo suficientemente sólidos. «Tal
es –dice San Juan Crisóstomo– la mejor calidad de la obediencia: no buscar
razones de lo que se nos manda, sino sencillamente obedecer a lo
mandado».
No cabe duda de que, puesto a dar vueltas a los porqués de la situación,
José pudo haberse planteado preguntas muy inquietantes. Todavía no había
transcurrido mucho tiempo desde la circuncisión, cuando él había impuesto
al Niño el nombre de Jesús, que significaba «Salvador», porque, como le
había dicho el ángel, iba a salvar al pueblo. ¿Iba a salvar al pueblo y no
tenía poder para desbaratar los planes de Herodes? ¿Era necesaria esa huida
precipitada, como si no hubiera otro medio para conjurar el peligro?
Por lo general, los que cuando llega el momento de obedecer se ponen a
hacer este género de consideraciones son los que confían demasiado en su
propia inteligencia, los que se resisten a aceptar lo que no entienden, aun
cuando venga de quien lo sabe. Por el contrario, José se dejó aconsejar. No
era la clase de hombre que va por la vida con la convicción de que nadie
tiene que enseñarle nada que él no sepa ya. Pero si era un hombre dócil a
los designios de Dios, de ningún modo era un hombre débil. «Su docilidad
–escribe J. Escrivá de Balaguer– no presenta la actitud de la obediencia de
quien se deja arrastrar por los acontecimientos»; no es falta de energía, no
es un puro conformismo pasivo. Más bien es lo contrario: una disposición
de hacer, un estar pronto para convertir en realidad todo aquello que se
presenta como un querer de Dios. Tampoco era de los que conciben la
obediencia simplemente como una pérdida de voluntad, como si no se
esperara de él nada más de lo que cabe esperar de un instrumento inerte. Era
capaz de pensar, y bien lo demostró cuando se estuvo debatiendo en
dolorosas dudas; era también capaz de tomar decisiones, aun cuando fueran
notoriamente incómodas o lesivas de sus propios intereses, como lo
demostró asimismo al estar dispuesto a quitarse de en medio con tal de no
perjudicar a la Virgen María. Lo que no tenía eran los defectos que suelen
impedir que un hombre haga lo que debe hacer, esa clase de defectos que
sólo facilitan hacer con prontitud lo que agrada, o lo más fácil, o lo menos
costoso.
***
Porque hay obstáculos para la obediencia, y los más dañinos son los que
tienen su origen en la soberbia. Está, desde luego, la pereza, pero no es, ni
con mucho, lo peor. Hay una malignidad peculiar en la falta de docilidad
que radica en la actitud mental propia del soberbio, esa típica arrogancia
que se da a veces en algunos intelectuales, que porque ven –o les parece
ver– claro rechazan toda autoridad y aun todo consejo, y a los que ni
siquiera la contemplación de unos hechos, reales y objetivos, les hace
mudar de actitud. Esta es, evidentemente, la peor especie de prejuicio, y
termina siendo hasta irracional. Quizá por eso es tan difícil hacer ver su
falta de razón a los que están tan seguros de sí que no son capaces de rendir
su propio juicio; curiosamente, acaban cayendo no pocos de ellos en un
puro voluntarismo, esto es, en la negación a someterse a la realidad porque
no se ajusta a la propia visión de las cosas, y a sustituirla por otra distinta
concebida no por Dios, sino por uno mismo. El ejemplo más claro y
expresivo de este tipo de prejuicio lo dieron los fariseos, tan aparentemente
honrados en su apego a la ley de Moisés, que no depusieron su actitud ni
siquiera ante la realidad de los hechos. ¿Qué fue lo que dijeron al tenerse
que enfrentar con los milagros de Jesús?: «Éste no echa los demonios sino
por el poder de Belzebú, príncipe de los demonios» (Mt 12, 24). ¿Cómo
reaccionaron ante la resurrección de Lázaro?: «Desde aquel día tomaron la
resolución de matarle» (Io 11, 53).
Claro que, afortunadamente, este tipo de prejuicio no se da siempre, ni en
todos. La falta de docilidad puede provenir no de mala voluntad, sino de
falta de capacidad para admitir lo que no se comprende, aun cuando venga
anunciado por quien puede conocerlo. Así Zacarías se resistió a creer el
anuncio del ángel cuando le hizo saber que su esposa Isabel le daría un hijo,
siendo ella estéril y ambos ya mayores. Y no es que se le comunicara tan
buena nueva en sueños, sino en plena vigilia y ejerciendo sus funciones en
el templo.
He aquí cómo un humilde artesano mostró una mente mucho más abierta
y capaz, menos aferrada a prejuicios, que hombres sutiles y hasta buenos
sacerdotes, pues cumplió «los mandatos de Dios sin vacilaciones, aunque a
veces el sentido de esos mandatos le pudiera parecer oscuro o se le ocultara
su conexión con el resto de los planes divinos» (J. Escrivá de Balaguer). Lo
que proviene de Dios, y especialmente sus designios sobre cada uno en
orden a su participación en el gran misterio de la Redención, tiene sus
propios caminos para manifestarse a los hombres; pero es necesario algo
más que un ingenio sutil o una inteligencia despierta para captar los
mensajes divinos o las mociones del Espíritu Santo. Hay ciertas cosas que
tan sólo son reveladas a los pequeños (Lc 10, 21), en tanto permanecen
ocultas a los sabios y poderosos: acaso porque los niños –y los que son
como ellos, los humildes– son capaces de obedecer con docilidad, sin
artificiosas disquisiciones formalistas ni entretenidas problemáticas que
acaban paralizando la voluntad y, en consecuencia, la parte que, al poner
por obra los mandatos de Dios, les corresponde hacer en el plan divino de
salvación. Los hombres son muy capaces de enredarse con sus propios
pensamientos hasta tropezar con ellos; y cuando pretenden investigar lo que
les ha sido comunicado para su realización, el resultado no suele ser
alentador, puesto que «la curiosa e inútil indagación» (como la llamó Juan
Pablo II) de las misteriosas razones por las que Dios quiere algo concreto
del hombre sólo lleva a pérdida de tiempo (que puede ser mortal, como lo
hubiera sido en el caso de José), y también, acaso, a despojar de su más
profundo sentido el mensaje divino.
Y no se piense que la obediencia, o esa disposición natural o adquirida
que hace que un hombre obedezca en el acto y sin aparente esfuerzo, y que
se conoce como «docilidad», sea una merma o una limitación de la libertad.
Jesús se hizo por nosotros obediente hasta la muerte, y muerte de cruz (Phil
2, 8), pero nadie de cuantos han pisado, pisan o pisarán la tierra, ha sido, es
o será más libre que Él. La suprema libertad, la verdadera, la auténtica, la
única que con todo merecimiento puede ser llamada con tal nombre es decir
«sí» cada vez que Dios se dirige a nosotros para decirnos: «¿quieres...?»;
entonces, cuando ningún capricho, ninguna presión del instinto, del entorno,
de los individuos o de las circunstancias nos ata para responder «sí» a lo
que Dios pide, cuando ningún desfallecimiento o desviación de la voluntad
nos lleva como arrastrados por donde no debemos ir, entonces es cuando un
hombre es verdadera y realmente libre.
Hoy, cuando tanto se habla de libertad, quizá no son muchos,
desgraciadamente, los hombres que se sienten y son libres. El sometimiento
al pecado, a las fuerzas del mal y a los peores o más bajos instintos, lo
suelen llamar hoy liberación de los tabúes y de las represiones. Con todo,
esta capitulación del hombre ante el mal no sería tan mala si, al menos,
tuviera el valor de llamar a las cosas por su nombre y no capitulara también
hasta el extremo de decidir cambiar las palabras para justificarse a sus
propios ojos, como si cambiando las palabras cambiara también la
naturaleza de las cosas y el mal dejara de serlo por el simple hecho de decir
que es bueno. Mala cosa es desobedecer los preceptos de Dios y negar su
ley; pero peor aún –si es que ello es posible– es la hipocresía de declarar
«superados» los Mandamientos de Dios para sustituirlos por mandamientos
de hombres sin más razón que la de no tolerar un orden moral cuya
existencia pone de relieve nuestro propio desorden. Por lo demás, en la vida
de aquella santa familia, «Dios, amador de los hombres, mezclaba trabajos
y dulzuras, estilo que Él sigue con todos los santos. Ni los peligros ni los
consuelos nos los da continuos, sino que de unos y de otros va Él
entretejiendo la vida de los justos. Tal hizo con José» (San Juan
Crisóstomo).
No podemos encerrar a Dios dentro de nuestros estrechos horizontes y
limitada capacidad. Es imposible. En último extremo, y dada la pequeñez
de la razón humana (a pesar de su grandeza), nunca acabaremos de entender
por completo los planes de Dios, sus caminos y sus exigencias, que
trascienden siempre nuestra capacidad y nuestras posibilidades. Tampoco
un niño puede comprender el porqué de lo que su padre hace o le manda.
Simplemente, lo acepta y obedece. Y ésta es la única actitud correcta y
verdaderamente racional ante Dios, y también la única realmente eficaz.
 

11. Estate allí

 
La misma ausencia de detalles innecesarios que se observan en
momentos importantes de la vida de Jesús se registra también en las
referencias evangélicas a José. Tan sólo nos llegan los hechos escuetos, lo
esencial, sin nada accesorio. No obstante, si no la imaginación –peligrosa
cuando se trata de reflexionar sobre los datos revelados–, al menos el
sentido común debe estar presente en todo intento de comprender, y sobre
todo de contemplar, los pasajes de la Escritura.
Ignoramos si la Sagrada Familia se dirigió a Egipto por la ruta paralela al
mar, pasando por Gaza (donde las caravanas solían aprovisionarse de
víveres y agua, por ser la última ciudad antes de entrar en el desierto), o si
fueron por Hebrón y el sur de Palestina, para salir a Pelusa también por el
desierto. El primer itinerario era el más fácil y cómodo (dentro de la
incomodidad), y por ello el más frecuentado por los viajeros; también,
quizás, el que más peligro encerraba en caso de persecución. El segundo era
más largo e incómodo, y acaso también más seguro. Los dos, fatigosos. En
cualquier caso no hubo de ser un viaje agradable, tanto por la dificultad del
camino como por la angustia de la huida. Otro José, unos cuantos siglos
antes, había hecho este mismo camino, tan lleno de recuerdos, y el
alejamiento de su tierra también había sido providencial y de felices
resultados.
Debió ser, asimismo, providencia de Dios que los Magos, al adorar al
Niño, le obsequiaran con oro, incienso y mirra. Abocados María, José y el
Niño a una huida imprevista, en plena noche, sin tiempo para pedir nada a
nadie (pues los pobres no suelen tener recursos a mano para hacer frente a
viajes tan repentinos y de tan incierta duración como aquél), el oro de los
Magos fue la garantía de que no faltaría lo necesario hasta llegar al fin del
viaje y poder iniciar de nuevo el trabajo. Quizá entre las pocas cosas que
pudieron llevarse se contaran las herramientas de José, además de algunas
ropas. Un artesano se nota incómodo si no tiene a la vista sus instrumentos
de trabajo, y en caso de apuro dan una cierta seguridad: siempre se puede
hacer con ellos algo necesario, o útil al menos, para los demás, y así irse
defendiendo en circunstancias difíciles.
Por supuesto, tampoco sabemos en qué lugar de Egipto se establecieron.
Toda la ribera mediterránea estaba salpicada de colonias judías, unas más
numerosas y prósperas que otras. En Egipto, desde luego, no faltaban;
solían estar integradas por comerciantes y, según parece en este caso,
también por judíos que habían buscado –y encontrado– refugio en Egipto
huyendo, asimismo, de los furores de Herodes. Particularmente prósperas
eran las comunidades judías de Heliópolis y Alejandría. Probablemente en
alguna de aquellas ciudades que contaban con colonias judías se estableció
José. Desenvolverse en un país desconocido, sin hablar su lengua, sin
conocer a nadie, sin relaciones de ninguna especie, no es precisamente
asunto fácil; pero, aun en esas condiciones, integrado en una comunidad de
la misma lengua, de la misma religión, raza, usos y costumbres, encontrar
ayuda no es demasiado difícil. Un artesano siempre es de utilidad, y allí, en
tierra extraña, en medio de un mundo idolátrico, en una sociedad de
costumbres paganas y demasiado libres, encontrar dentro del mismo grupo
a quien encargar esos pequeños trabajos tan necesarios en todas las casas
era, hasta cierto punto, una suerte: siempre es más fácil, y hasta más
cómodo, entenderse con quienes se tiene mucho en común y además, en lo
fundamental, forman parte del mismo ambiente, que con hombres cuya
mentalidad resulta extraña. Quizá José, pasados los primeros momentos,
pudiera haber encontrado ocupación para atender a lo más indispensable.
Después de todo, ellos eran pobres, y un pobre no necesita gran cosa,
porque está habituado a lo preciso y no suele echar en falta lo superfluo.
Probablemente es al tratar de la estancia en Egipto donde la piedad
proporciona alas a la imaginación para que vuele alto. Un buen dominico
del siglo XVIII, fray Pedro de Santa María y Ulloa, escribió un curioso y
devoto libro contemplando los misterios del rosario. Su título habla ya con
elocuencia: Arco iris de paz, cuya cuerda es la consideración y meditación
para rezar el Santísimo Rosario de Nuestra Señora, y su aljaba ocupa
quinientas y sesenta consideraciones que tira el Amor Divino a todas las
almas. Allí se nos invita a contemplar, durante la estancia de la Sagrada
Familia en Egipto, a «nuestra Reina cosiendo, hilando y labrando, y al santo
Joseph sudando en su trabajo de la mañana a la noche», «porque el trabajo
de entrambos apenas alcanzaba para pagar el alquiler de la casa», tal era su
pobreza y la dificultad para abrirse camino en un país extraño.
«Estate allí hasta que yo te avise». ¿Puede haber algo más incómodo que
la provisionalidad? Pues eso es lo que el ángel dio a entender. La estancia
en Egipto era sólo un paréntesis... de duración no definida, de modo que lo
mismo podía durar semanas que años. Es terrible no saber a qué atenerse.
¿Cómo puede un hombre entregarse a una tarea en un lugar si sabe que en
cualquier momento tendrá que levantar el vuelo para ir a otra parte? ¿Qué
trabajo serio puede emprender cuando ignora –aunque se lo teme– si va a
tener que dejarlo a medio hacer, o apenas comenzado?
No es probable que este género de problemas llegaran a inquietar a José.
Por supuesto que el estado de provisionalidad al que se veía obligado por
las circunstancias le era tan incómodo como podía serlo para cualquier otra
persona, pero esta incomodidad no le afectaba tan profundamente como a
otros. Él era un hombre sencillo con un oficio sencillo, así que no tenía en
su pensamiento planes grandiosos ni obras definitivas a las que «consagrar»
su vida, ese tipo de obras que se hacen pensando en la posteridad. José
estaba demasiado ocupado para pensar en la posteridad o hacer su gran
obra. Pero sin todo eso, su trabajo era serio, tanto –o quién sabe si todavía
más– que el de esos hombres que necesitan toda clase de medios y
seguridades para iniciar una tarea. No era José de los que nunca comienzan
nada por miedo a no terminarlo. Él hacía su trabajo, en Egipto como en
Nazaret, un día tras otro, una hora después de otra hora, y no se cuidaba de
pensar si no podría terminar lo empezado por tener que cambiar de lugar o,
simplemente, por tener que morir. En verdad, no fue hombre de «soluciones
fáciles y milagreras, sino el hombre de la perseverancia, del esfuerzo y –
cuando hace falta– del ingenio» (J. Escrivá de Balaguer). ¿Y no es éste el
recurso, el único recurso, que tienen la mayor parte de los hombres, y todos
los que son pobres, para salir adelante en la vida?
Cierto que todo era más incómodo. Hay un proverbio que dice que el
rincón usado se hace dulce; el no usado, desapacible. Llegar a Egipto era
comenzar de nuevo a partir de cero. Todo lo que era familiar, todo el
entorno que hasta entonces les había envuelto como un tibio y acogedor
hogar, había quedado atrás, y el recordarlo no facilitaba las cosas; sabía que
tenían que volver, y aunque hacia dentro, en su casa, las cosas fueran como
siempre (hay quienes, en cuanto llegan a alguna parte, inmediatamente
crean en torno a sí las condiciones óptimas para encontrarse ambientados),
de puertas afuera no era tan fácil. En todo caso, nunca llegaron –pues ello
no entraba en los planes de Dios– a estar del todo asentados. Como sus
antepasados cuando, con los lomos ceñidos, comían el cordero pascual,
debían estar con todo a punto para emprender el regreso, casi como si
vivieran de pie, como efectivamente debiéramos vivir los cristianos en la
tierra según aquella afirmación de San Pablo: «no tenemos aquí morada
permanente» (Hebr 13, 14).
«Estate allí hasta que yo te avise», le había dicho el ángel. Y allí se
estuvo, incómodo, sin duda, pero quieto en el lugar que se le había
indicado. Es probable que sea justamente en este episodio de su precipitada
huida de Herodes y la permanencia en Egipto por un tiempo, donde mejor
pueda verificarse la atinada observación de J. Escrivá de Balaguer: «en
ningún momento se nos aparece como un hombre apocado o asustado ante
la vida; al contrario, sabe enfrentarse con los problemas, salir adelante de
las situaciones difíciles, asumir con responsabilidad e iniciativa las tareas
que se le encomiendan».
Así fue. El ángel le comunicó, en cada caso, tan sólo lo indispensable; el
resto lo dejó a la iniciativa, el buen sentido y la experiencia de José. Huir en
seguida, dirigirse a Egipto, permanecer allí hasta nuevo aviso, esto es lo que
Dios quería de él. El cómo, es decir, todo lo demás, debió decidirlo José: lo
que tenía que llevarse, el camino a seguir, el modo de procurarse lo
necesario, el lugar, una vez en Egipto, donde asentarse, el trabajo
conveniente, etc. Realmente, cuando un hombre piensa y tiene sentido de
responsabilidad no es necesario descender a los menores detalles. Basta
decirle lo que se desea y dejar lo demás a su discreción, con la seguridad de
que hará lo que se deba hacer.
***
El camino de Belén a Egipto estuvo muy lejos de parecerse al apacible y
casi idílico cuadro, lleno de seguridad y de milagros, de bondadosos
salteadores y fuentes de agua fresca brotando en el desierto para calmar la
sed de los fugitivos, que describen los apócrifos. Una apresurada huida no
es nunca apacible; el temor a ser descubiertos y alcanzados acompaña
siempre a los que huyen y convierte el camino en un continuo sobresalto, y
Jerusalén estaba a menos de dos horas de Belén.
Fue un viaje penoso, largo de seis o siete días, procurando hacerse notar
lo menos posible de otros viajeros (pues es poco probable que, no habiendo
salido nunca de Nazaret, excepto para ir a Jerusalén y Belén, José se
arriesgara a viajar sin alguien que conociera el camino y tuviera alguna
experiencia), eludiendo preguntas embarazosas que pudieran despertar
sospechas acerca de ellos o de los motivos del viaje.
Y cuando entraron en Egipto, en la tierra del secular enemigo del pueblo
hebreo, entonces ya dominado por Roma, los ídolos no cayeron de bruces,
como postrándose ante la divinidad del Niño que pisaba la tierra que tenían
dominada. Cayeron, cierto, pero mucho más tarde y por otros medios: por la
predicación de la Cruz y la coherencia de la vida de aquellos primeros
discípulos de Cristo con la fe que profesaban. Egipto se llenó de penitentes
y eremitas, de santos y doctores, y los ídolos cayeron. Y hay aquí una
lección para los cristianos que vivimos hoy en un mundo casi pagano,
porque también nosotros tenemos un quehacer semejante: «sin portentos
espectaculares, con normalidad de ordinaria vida cristiana, con una siembra
de paz y de alegría, hemos de destruir también muchos ídolos: el de la
incomprensión, el de la injusticia, el de la ignorancia, el de la pretendida
suficiencia humana que vuelve arrogante la espalda a Dios» (J. Escrivá de
Balaguer, Amigos de Dios, n. 105).
En cuanto a la huida... Huir no es siempre de cobardes. Puede serlo, pero
no tiene que serlo necesariamente. No fue una cobardía que José huyera de
Herodes y sus asesinos para salvar al Niño; no fue cobardía, sino inteligente
prudencia. Huir de un peligro que no se puede vencer y que no hay
obligación de afrontar no es de cobardes, sino de prudentes. No huir de
peligros que amenazan la vida del alma puede ser una presuntuosa
temeridad, sobre todo cuando quien sabe y puede y debe aconsejarnos nos
alecciona acerca de lo que debemos hacer. Lo malo del caso es que no
solemos ser tan inteligentes como José, que obedeció en el acto a lo que se
le dijo, pues de inteligentes es conocer las propias limitaciones y confiar en
quien sabe más. Nosotros, cuantas veces creemos bastarnos a nosotros
mismos y no necesitar de la experiencia, sabiduría y solicitud de la Iglesia,
otras tantas hacemos las cosas mal y causamos perjuicios, esa clase de
perjuicios que apenas se ven, pero que no por eso son menos reales, ni
menos dañosos para la Iglesia (por no mencionar la propia alma).
Nada retenía a José en Egipto, pero allí se estuvo todo el tiempo sin otra
razón que la indicación que se le había hecho. «Estate allí», y allí se estuvo,
paciente, sin un gesto de disgusto o de cansancio, realizando su diario
trabajo como si jamás hubiera de salir de aquella tierra. ¡Qué importante es
saber estar, permanecer donde se debe, ocupado en lo que a cada uno le
compete, sin ceder a la sutil tentación contra la que se nos pone en guardia
en Camino (n. 709): «¿Oyes? –En otro estado, en otro lugar, en otro grado y
oficio harías mucho mayor bien»! «La tragedia actual consiste precisamente
en que todos los hombres viven de puertas afuera, recorriendo los caminos
del mundo...», escribía hace unos años un autor norteamericano (W.
Farrell). Hombres inquietos, sin fijeza, deseando siempre estar en otra parte
donde no tienen nada que hacer, a remolque siempre de su propia
inestabilidad. La vida se hace todavía más incómoda cuando, a la
provisionalidad de una situación, se añade una pobreza interior incapaz de
encontrar sosiego en ninguna parte. Hombres que parecen andar siempre
huyendo de no se sabe qué, que no acaban de echar raíces en ninguna parte,
no porque anden siempre de una ciudad a otra, de un trabajo a otro (aunque
también los hay), sino porque nunca saben estarse quietos en su propio
sitio, como si no aguantaran estarse a solas consigo mismos, temerosos de
toda quietud. Hombres impacientes, siempre apresurados, a la búsqueda de
una paz interior imposible de hallar porque la buscan fuera de sí, o quizá a
la caza de distracciones para no tener que hacer frente a las preguntas
fundamentales.
En una de sus homilías sobre el Evangelio de San Mateo, considerando
con pasmo el contraste entre el poder de Dios y el aparente abandono en
que la Sagrada Familia se ve constantemente, como si en lugar de estar
pendiente de sus necesidades el cielo los tuviera olvidados a merced del
egoísmo o de la maldad de los hombres, San Juan Crisóstomo se preguntaba
qué sentido podían tener estos apuros y estrecheces, peligros, amenazas y
huidas, concluyendo que tales cosas encerraban una gran enseñanza para
nosotros: «desde el principio –dice– hay que aguardar tentaciones y
asechanzas». Desde el principio Jesús abrazó la cruz, y con Él la abrazaron
también los que más le amaron y a quienes Él más amaba: la Virgen María
y José, su esposo. Es la herencia que nos dejó, su signo, el signo con el cual
se puede vencer a la muerte. Así que San Juan Crisóstomo –que también
tuvo ocasión, y no pequeña, de saborearla– proseguía diciendo: «Tú...
cuando hayas merecido desempeñar un asunto espiritual y luego te veas
entre sufrimientos intolerables y peligros sin cuento, no te turbes (...).
Súfrelo todo generosamente, sabiendo que eso acompaña particularmente a
los espirituales, que ésa es su herencia: tentaciones y pruebas por todas
partes».
Nunca, pues, debemos sorprendernos demasiado por la contradicción, el
dolor o la injusticia, ni tampoco perder por ello la serenidad. Todo está
previsto. Incluso hace muchos años, y con respecto a la Iglesia, escribió el
cardenal Suhard: «¿Cómo extrañarse de que sea perseguida continuamente,
humillada muchas veces, y siempre sufriendo en algún lugar, si se piensa
que su devenir terrestre renueva la vida doliente del Redentor?».
Con todo eso, sin embargo, se puede «estar allí», porque la gracia y el
auxilio de Dios nunca falta. Cuando uno rehúye estar allí donde debe estar
porque tal es el lugar que tiene designado en los insondables y providentes
planes de Dios, entonces corre el riesgo de no encontrar jamás su sitio, ni a
sí mismo, y lo que todavía es peor, de ser por completo inútil a los demás.
San José permaneció allí, después de haber dejado precipitadamente todo lo
que le era familiar. Y su paciente espera, sin quejas, sin pedir explicaciones
(¿no se le había dicho: «hasta que yo te avise»?), fue otra muestra de su
calidad como hombre y como santo.
 

12. Temió ir allá

 
Todo en el mundo tiene su término, Y también la estancia de José en
Egipto lo tuvo. «Estate allí hasta que yo te avise», le había dicho el ángel. Y
he aquí que, «muerto ya Herodes, el ángel del Señor se apareció en sueños a
José en Egipto y le dijo: Levántate, toma al niño y a su madre y vete a la
tierra de Israel, porque han muerto los que atentaban contra la vida del niño.
Levantándose, tomó al niño y a la madre y partió para la tierra de Israel»
(Mt 2, 19-21).
Con este aviso se cerraba el paréntesis de provisionalidad que se había
abierto tiempo atrás. Cuán largo o corto hubiese sido este paréntesis es cosa
sobre la que no hay acuerdo. Desde los autores más llenos de piedad que de
conocimientos exegéticos, al estilo del ya citado fray Pedro de Santamaría y
Ulloa, que, sin mayor fundamento, quizá, que haberlo dicho algún autor
antiguo, señala un espacio de siete años, hasta los modernos autores, más
cuidadosos en sus cálculos y que, con mayores medios y mejores métodos,
hilan más fino, o los comentaristas eruditos que, como Maldonado, llegan a
dar apenas unas semanas, hay un amplio margen para escoger.
Quizá con relación al cálculo del tiempo hayan influido unas pocas
palabras de San Lucas, el cual, después de narrar la circuncisión y la
presentación de Jesús en el templo, añade: «Cumplidas todas las cosas
según la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a la ciudad de Nazaret» (Lc
2, 39). Por lo general, se supone que San Lucas omite, entre la presentación
en el templo y el regreso a Nazaret, los acontecimientos que narra San
Mateo, de modo que el regreso a Nazaret a que alude se debe referir al que
tuvo lugar al volver la Sagrada Familia de Egipto.
Es posible que sea así, aunque no necesariamente. Incluso hay razones
para defender que sucedió de otro modo, es decir, que inmediatamente
después de la presentación de Jesús en el templo tuvo lugar el regreso a
Nazaret, tal como San Lucas dice; que de allí nuevamente se dirigieron a
Belén, estableciéndose en una casa en el pueblo, donde les encontraron los
Magos y desde la que se dirigieron a Egipto.
Esta explicación es más plausible y tiene a su favor algunos indicios
nada despreciables, el primero de los cuales es el texto mencionado de San
Lucas, que sitúa explícitamente el regreso a Nazaret «cumplidas todas las
cosas» en el templo. En segundo lugar, al referir San Mateo el regreso de
Egipto, deja entrever que la intención de José era quedarse en Judea; en
efecto, no tiene sentido que temiera ir allí si el lugar al que se dirigía desde
el principio era Galilea, ya que entonces no le hubiera preocupado que
Arquelao reinase en Judea, como no le preocupó luego. Por si fuera poco,
¿qué necesidad había de que el ángel le encaminara a Galilea si ya José lo
hacía por sí mismo? Ahora bien: que José pensara en ir a Judea y no a
Galilea al regresar de Egipto tiene una explicación lógica si el hogar que
habían abandonado en su huida estaba en Belén; pues aparte de lo difícil
que resulta explicar su permanencia en Belén, después de «cumplidas todas
las cosas» sin nada concreto que hacer cuando su hogar estaba en Nazaret,
resulta igualmente desconcertante que, teniendo su hogar en Nazaret, José
hubiera pensado ir a Judea a su vuelta de Egipto. El viaje a Nazaret de que
habla San Lucas «cumplidas todas las cosas según la ley del Señor» hubiera
sido, en tal caso, para levantar su casa (si así se puede expresar), recoger lo
suyo y establecerse en Belén, la ciudad de David, como lo más conveniente
para el Mesías. Así pudieron estar donde los Magos, dirigidos por Herodes,
encontraron al «nacido rey de los judíos», justamente en el lugar que
indicaban las Escrituras.
En todo caso, para determinar siquiera sea aproximadamente el tiempo
de la estancia en Egipto sería necesario saber con precisión la fecha del
nacimiento de Jesús. La opinión que hace durar unas semanas apenas la
permanencia en Egipto, basada en la hipótesis de que la adoración de los
Magos tuvo lugar después de la circuncisión y antes de la presentación en el
templo, no parece tener mucho fundamento: algo más de un mes tan sólo
para dejar la gruta, establecerse en una casa en Belén, recibir a los Magos, ir
a Egipto, morir Herodes, regresar de nuevo a Belén e ir al templo a cumplir
la ley, parecen pocos días para tanta cosa, y además Herodes –por si fuera
poco– murió, según parece, por lo menos año y medio después del
nacimiento de Jesús. Tomando en consideración lo que hasta ahora ha
podido establecerse con una relativa seguridad, hay que concluir que entre
el nacimiento de Jesús y la muerte del rey Herodes transcurrieron de año y
medio a tres años. Según esto, la estancia en Egipto no fue mayor de unos
dos años y medio ni menor de algo más de un año.
Cualquiera que fuese la fuente por la que José supo la muerte de
Herodes, la noticia llegó a Egipto, según parece muy probable, por las
caravanas de mercaderes o por viajeros. Si José la averiguó por esta
transmisión oral, ello no influyó de momento en su vida, aunque quizá sí en
la esperanza del próximo fin de su estancia en tierra extraña. El ángel no le
había dicho: «estate allí hasta la muerte de Herodes», sino «hasta que yo te
avise». Y el aviso llegó, finalmente, ordenándole ponerse en camino hacia
la «tierra de Israel», porque ya no existían los que amenazaban la vida del
Niño. Jesús, pues, no regresó a la patria, a su casa, hasta que hubieron
muerto sus enemigos. «Mira –recordaba fray Pedro de Ulloa– que tampoco
volverá a la tuya mientras en ella mandaren y vivieren los enemigos de tu
alma».
El regreso se pareció muy poco a la ida. Aunque las palabras con que el
ángel le comunicó el fin del exilio eran muy parecidas –por no decir
idénticas– a aquellas por las que le avisó del peligro y le mandó huir a
Egipto, lo mismo que las que el Evangelio utiliza para decir cómo José
cumplió prontamente lo que se le mandaba, hay, no obstante, una
diferencia. En esta segunda ocasión no hay el apresuramiento angustioso de
la primera, de modo que pudieron, quizá, tomarse algún tiempo más para
despedidas, recoger sus cosas y arreglar la vuelta con alguna de las
caravanas que hacían aquella ruta. Así, con el ánimo tranquilo y el corazón
alegre, José, habiendo tomado al Niño y a su Madre, emprendió el camino
de vuelta: «con esta santa compañía –prosigue diciendo fray Pedro de
Ulloa– volverás seguro a la patria perdida; no camines sin ellos», y en
verdad que es un excelente consejo.
Debió ser en el camino cuando se enteró de que Arquelao reinaba en
Judea, seguramente por los comentarios oídos a los que hacían el camino
inverso y propagados en las conversaciones en torno a la hoguera al caer el
día, cuando acabada la jornada se reunían para la cena y el descanso, y unos
y otros intercambiaban noticias y rumores. El ángel había dicho
simplemente que regresara a «la tierra de Israel», sin especificar lugar.
Parece ser –como antes se dijo– que José pensaba volverse a establecer en
Belén, en Judea, pero al enterarse de que allí Arquelao había sucedido a su
padre «temió ir allá» y pensó si no sería mejor ir a Samaria o Galilea, sobre
todo a Galilea, dada la rivalidad entre judíos y samaritanos, y quizá también
porque Herodes Antipas, en quien había recaído la administración de
aquella provincia, era hombre benévolo en cuanto al trato con la población
a la que debía gobernar, en contraste con Arquelao, demasiado parecido a
su padre Herodes en lo receloso y cruel con sus súbditos, tanto que Roma le
depuso a los nueve años debido a los ruegos y quejas de los judíos.
Y una vez más el ángel intervino –por cuarta vez, el cuarto sueño– para
confirmar su decisión de no quedarse en Judea y regresar a la Galilea de la
que había salido; allí, en Nazaret, donde se había desposado, donde tanto él
como la Virgen María habían recibido la llamada de Dios, se estableció de
nuevo, esta vez definitivamente.
***
Cuando se considera lo que fue la vida de San José desde sus desposorios
con la Virgen hasta el término de su carrera, se percibe hasta qué punto es
cierto que, como precisó Monseñor Escrivá de Balaguer, tuvo «una vida
sencilla, pero no una vida fácil». En efecto, hubo de rehacer su vida en
apenas tres o cuatro años por tres veces: al establecerse en Belén, en Egipto,
y de nuevo en Nazaret. Y aun así, al recibir del ángel el aviso para que se
volvieran a su patria y emprender el camino con la alegría consiguiente y la
esperanza, casi seguridad, de que había pasado ya todo peligro, aun así
hubo en el regreso su puntada de temor; pues al oír que Arquelao reinaba en
Judea (lo que implica que su fama, su mala fama, era pública aun viviendo
Herodes) «temió ir allá».
Por dos veces se habla en el Evangelio de «temor» con referencia a José.
La primera es cuando el ángel le dice: «no temas recibir a María, tu
esposa». En las dudas interiores acerca de lo que debía hacer al encontrarse
con que su esposa estaba encinta, San José determinó, según se vio antes,
«abandonarla secretamente». Temía recibirla en su casa, celebrar las bodas.
Este temor ha sido atribuido por los Padres a causas que, aun siendo
distintas, y aun contrapuestas, tienen un nexo que les da unidad. Según
unos, José tuvo temor de amparar con su conducta y contra lo dispuesto por
la ley un pecado, opinión que hoy está generalmente desechada; según
otros, tuvo algún atisbo, intuición o certeza de que allí había una
explicación sobrenatural, y considerándose indigno de mezclarse con un
misterio que afectaba de modo exclusivo a Dios y a la Virgen, temió
recibirla y determinó abandonarla secretamente; algo así, dice algún
comentarista, como cuando después de la pesca milagrosa, Pedro se echó a
los pies de Jesús, diciendo: «apártate de mí, Señor, que soy hombre
pecador» (Lc 5, 8). En ambos casos, e independientemente de la razón
concreta que se suele alegar, la causa de su temor no era otra que desagradar
a Dios. Según la primera explicación, no sabía él, ni podía llegar a ello por
discurso o intuición natural, que su esposa había concebido por obra del
Espíritu Santo; y puesto que el fruto que María esperaba no era suyo, seguir
adelante como si nada hubiera ocurrido o todo fuera normal era casi hacerse
cómplice tapando una situación o una conducta por completo irregular, y
esto no podía agradar a Dios. Pero también había (según la explicación más
aceptada) temor a desagradarle invadiendo un ámbito al que no había sido
llamado si, como dice, por ejemplo, Bernardino de Laredo, «parecíale muy
culpable atrevimiento atreverse de su propia voluntad a acompañar y servir
a quien conocía ser madre de aquel que los serafines no se hartan de
adorar», y aunque no parece verosímil que supiera ser la Virgen «madre de
aquel que los serafines no se hartan de adorar», pues en tal caso la
explicación del ángel hubiera sido superflua, lo que quiere indicar es algo
así como temor a hollar con los pies una tierra sagrada con la conciencia de
que no era digno de pisarla. En ambos casos, pues, se trataba en este caso
de lo que podíamos llamar un temor santo, el temor de ofender a Dios, de
disgustarle, el temor de hacer algo indebido cara a Dios, un temor que tiene
su origen en el amor.
Pero no fue de esta especie el temor que le invadió al enterarse de que
Arquelao reinaba en Judea en el lugar de su padre Herodes. «Temió ir allá»
por el peligro que de establecerse en Judea podía derivarse para Jesús. No
era, por tanto, éste un temor sagrado, ese temor de Dios que es un don del
Espíritu Santo, un temor relacionado con la grandeza de la divinidad y con
el mundo sobrenatural, un temor nacido del amor, el temor a disgustar a
quien se ama; por el contrario, era un temor muy humano, un temor al daño
que injustamente podía causar a Jesús un hombre poderoso y con recursos,
y sin otro norte que su propio interés (o lo que creía ser su propio interés), y
éste era un temor distinto, del todo parecido al que le movió a tomar al Niño
y a su Madre y dirigirse a Egipto. «Huye», le había dicho el ángel: para
enseñar –dicen San Cipriano y San Agustín– que huir del furor o la malicia
de los perseguidores o de quienes amenazan con males no es pecado, ni
cobardía, sino prudencia. Y José era un hombre prudente, un hombre que no
exponía a los suyos a peligros innecesarios, precisamente porque era
hombre temeroso de Dios y consciente de sus responsabilidades.
Estas dos especies de temor, referidas a épocas distintas, aparecen, como
al paso pero con una carga muy significativa, en una comedia de Ulrich
Becher (Mademoiselle Löwerzorn): «En otros tiempos, los hombres sentían
un temor santo: el temor de Dios y de su omnipotencia. Hoy predomina en
la humanidad otro temor: el miedo del hombre a los hombres y al poder de
sus armas secretas». Un miedo, pues, profano. No miedo a ofender a Dios o
a los demás, no un miedo a causar involuntariamente daño a otros, sino
miedo a que otros más fuertes nos lo causen a nosotros –o a aquellos a
quienes amamos– arbitrariamente en nombre, eso sí, de cualquiera de los
ídolos que en épocas o en hombres sin fe en Dios ocupan el lugar de la
divinidad.
Hay, pues, dos modos de temor –temor de Dios y miedo de los hombres–
que originan resultados muy diferentes. El temor de Dios –principio de la
sabiduría–, si no elimina absolutamente los terrores profanos, sí ayuda a
vencerlos con igualdad de ánimo, porque aquel que teme a Dios sabe que su
ayuda es segura y que, al cabo, sale con ganancia, y esta esperanza es fuente
de su fortaleza. Una de las razones que influyeron poderosamente en San
Justino y le llevaron a abandonar las filosofías paganas y sustituirlas por el
cristianismo, a pesar de los prejuicios que contra la doctrina de Jesucristo le
habían inculcado en los ambientes que frecuentaba, fue observar la ausencia
de miedo con que los cristianos se enfrentaban con la muerte (con una
muerte que no estaba en su mano evitar), la serenidad y la paz, y el ningún
rencor hacia sus verdugos, con que eran capaces de soportar afrentas,
calumnias y daños corporales: «Los veía luego –dice– tan intrépidos ante la
muerte, y tan inaccesibles al miedo de todo lo que temen los hombres...»
(Apología, II, 12). El temor a ofender a Dios, temor santo, les alcanzaba tal
fortaleza que parecía inmunizarles contra cualesquiera otros temores.
No sucede lo mismo con el temor profano, con ese miedo a los hombres
cuando no está contrarrestado por el temor de Dios, lo cual,
desgraciadamente, parece ser una de las características de estos tiempos. No
es el temor de Dios, el temor de ofenderle o de desagradarle el que
predomina, sino el otro, ese otro miedo que paraliza el ánimo o impulsa al
aturdimiento para no pensar. Hoy este miedo es universal. Miedo de los
pueblos a una tercera guerra mundial con armas atómicas, miedo de los
hombres a las denuncias y a los campos de concentración en los países del
Este, miedo a los atracadores, matones y terroristas en los países de
Occidente, un miedo que lleva a convertir las casas en cárceles, con rejas,
puertas de seguridad y cerrojos; miedo a salir después de oscurecer, y en
ciertos lugares aun durante el día.
Y aún hay otra clase de miedo, el que domina a un hombre culpable y le
persigue donde quiera que vaya, esa especie de oscuro temor que hace que
los hombres mientan y maten, porque una de las causas de la crueldad es el
miedo. Es el miedo a que descubran nuestra culpabilidad, el miedo a la
deshonra (a la deshonra convencional ante los hombres), esa clase de temor
propia del hombre capaz de todo excepto de afrontar las consecuencias de
sus propios actos.
Quizá así se explique este retroceso de nuestro tiempo a un estadio
precristiano, no, claro está, en cuanto a civilización técnica, sino en cuanto
al respeto al prójimo, al trato entre los hombres, al amor a los demás que el
acatamiento a la doctrina cristiana introdujo en las relaciones humanas,
desplazando el egoísmo propio de aquel mundo antiguo en el que, sin
embargo, no faltaron ni atisbos de las verdades fundamentales ni hombres
ejemplares. Quizá fue esto también lo que, en la homilía de la Santa Misa
con que inició oficialmente su pontificado, hizo exclamar a Juan Pablo II:
«¡No tengáis miedo de acoger a Cristo y de aceptar su potestad! ¡No temáis!
¡Abrid, más aún, abrid de par en par las puertas a Cristo! ¡No tengáis
miedo!».
Pues parece, en efecto, como si el mundo, los hombres, tuviesen miedo
de abrir las puertas de su corazón a Cristo, a las exigencias de su doctrina.
Hombres faltos de libertad, apresados por los lazos de este mundo
(concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y soberbia de la
vida, decía San Juan), familiarizados con el pecado, que temen abrirse a la
gracia no se sabe por qué misteriosa razón, y que en cierto modo pueden
compararse a aquellos de quienes hacía referencia Isaías (6, 9-10),
aludiendo a que no oirían con sus oídos, ni entenderían con su corazón, «no
sea que vean con sus ojos, y oigan con sus oídos y entiendan con su
corazón, y se conviertan y los sane». Una extraña especie de miedo a
convertirse, a que Cristo tome posesión de sus almas con su gracia, a que
los haga felices aquí y, luego, más allá de la muerte, también en la
eternidad; miedo a dejar el pecado que, aun cuando les amarga y roba la
paz, les es familiar y de momento les da algún placer, aunque estéril, o
alguna satisfacción, aunque mezquina; miedo a que si dejan a este amo
despótico que les esclaviza se vengue arrebatándoles la miserable
compensación con que ha comprado sus almas.
 

13. Se volvieron a Jerusalén en busca suya

 
Solamente San Lucas nos da noticia del episodio del templo cuando
Jesús, en lugar de regresar a Nazaret con María y José, se quedó en
Jerusalén. Dice el evangelista: «Sus padres iban cada año a Jerusalén en la
fiesta de la Pascua. Cuando era ya de doce años, habiendo subido ellos a
Jerusalén según la costumbre de la fiesta, al regresar acabados los días, el
niño Jesús se quedó en Jerusalén sin que sus padres lo advirtieran. Pensando
que estaba en la caravana anduvieron camino de un día. Buscáronle entre
parientes y conocidos, y al no hallarle se volvieron a Jerusalén en busca
suya» (Lc 2, 41-45).
La ley obligaba a los israelitas a partir de los doce años. Hasta entonces,
pues, todavía no estaba obligado Jesús a subir a Jerusalén en ninguna de las
tres fiestas en las que se mandaba adorar a Dios. Eran éstas las de Pascua,
Pentecostés y la de los Tabernáculos, y aunque no obligaba a ir al templo a
quienes vivían a más de un día de distancia, sin embargo, con motivo de la
Pascua solían ir judíos de toda Palestina.
Consta por el Evangelio que José iba todos los años en compañía de su
esposa, a pesar de que las mujeres estaban exentas de esta obligación (ibant
parentes eius per omnes annos in Jerusalem, dice la Vulgata: iban sus
padres todos los años a Jerusalén); al cumplir Jesús doce años lo llevaron
consigo.
Nazaret dista de Jerusalén unos 110 ó 120 kilómetros por el camino más
recto. Al llegar la Pascua solían reunirse varias familias para hacer juntos el
camino, dándose compañía y ayudándose mutuamente; solían hacer
jornadas de 25 ó 30 Km., de modo que desde Nazaret el camino duraba
unos cuatro días, y cuando, como en este caso, acudían de lejos, la
permanencia en Jerusalén se prolongaba por una semana entera.
Cuando, acabados los días, se pusieron en camino para regresar a
Nazaret, Jesús se quedó en Jerusalén sin que ellos lo advirtieran, cosa muy
explicable dadas las circunstancias. Jerusalén estaba en aquellos días con
una población flotante muy superior a la habitual; al formarse de nuevo en
el punto de reunión la caravana de los que regresaban a sus hogares, la
confusión solía ser grande, aumentada por las gentes que transitaban yendo
y viniendo al templo o a sus quehaceres. Y además, los niños. A los doce
años no se les lleva de la mano, y tanto al reunirse las familias para la salida
como durante la jornada de viaje su movilidad les hacía estar en todas
partes y en ninguna.
No es, pues, extraño que hasta que los miembros de cada familia se
reunieron para la comida de la tarde no advirtieran María y José la ausencia
del niño. Ellos creyeron que iba en algún otro grupo, y en cuanto le echaron
de menos comenzaron a buscarle, indagando el resto del día inter cognatos
et notos, entre parientes y conocidos, esperando encontrarle en cualquier
momento o, al menos, averiguar algo acerca de él.
La noche de la primera jornada debió ser espantosa. Al segundo día,
temprano, desandaron el camino y regresaron a Jerusalén, prosiguiendo su
búsqueda por dondequiera que hubiese podido transitar, preguntando a
todos los que pudieran saber algo. Inútilmente pasó el segundo día, y al
tercero, cuando fueron al templo, probablemente no tanto porque pensaran
que podían encontrarle allí como para orar y, quizá, buscar algún consuelo,
le hallaron.
La narración es sencilla y fácilmente, por ello mismo, se puede seguir
adelante sin mayores problemas. Pero una narración sencilla puede serlo,
desde luego, de una insignificancia, pero también de un gravísimo percance,
o de una lenta y prolongada agonía, y también de un hecho glorioso.
¿Debemos considerarnos dispensados de toda reflexión, de todo intento de
profundizar, tan sólo porque lo que se nos dice sea sencillo y se entienda
con facilidad? La parábola del hijo pródigo, tan lineal, tan clara, tan al
alcance de las más toscas y rudas inteligencias, ¿es enseñanza, acaso, que
pueda despacharse como si tan sólo fuera un cuentecillo para entretener?
Quizá sea necesaria (o, al menos, muy conveniente) una cierta
experiencia del sufrimiento para comprender y valorar ciertas cosas;
intentar, si no vivirlas en sentido real (pues ello es imposible), sí al menos
con el pensamiento.
Ni María ni José sospecharon, ni tal sospecha era posible, que Jesús no
se hubiese extraviado. Ellos mismos sabían quién era, le habían visto
obediente, dócil, considerado, durante los doce años de vida que tenía. Ni el
más leve disgusto, ni el menor indicio que les pudiera poner en guardia ante
alguna posible travesura, atolondramiento o influencias de otros niños que
le llevara a sufrir algún daño o a hacer algo que no estuviera bien. Su
confianza era total en este aspecto, y desde luego tenían motivos más que
sobrados para tenerla.
Así, pues, cuando llegado el momento lo echaron de menos, y pasaba el
tiempo sin que apareciera, y comenzaron a recorrer la caravana preguntando
a unos y otros sin que nadie les diera razón, lo que comenzó en
preocupación se convirtió en angustia. Sólo una desgracia, un percance,
cualquier cosa no buena podía haber impedido que Jesús estuviese donde
tenía que estar (donde ellos creían que debía estar). No es difícil hacerse
cargo del dolor de José, el cabeza de familia, el hombre cuya única misión
en la vida era la de velar por Jesús, al comprobar su ausencia. ¿Qué podía
haberle sucedido?
Era una pregunta a la que no podía responder, de tantas respuestas como
desfilarían por su mente. Noche triste la de aquella jornada, esperando con
ansia el amanecer para ponerse en camino desandando lo andado, rumbo de
nuevo a Jerusalén. Y una vez en la ciudad santa, con el corazón encogido y
el andar pesado, nueva inquisición por todas las casas donde tenían
conocidos, llamando a todas las puertas, preguntando a vecinos y
transeúntes, cada vez con mayor congoja.
Quizá lo peor de todo fue el aparente silencio de Dios. Ella, la Virgen,
era la preferida del Padre; él, José, había sido escogido para velar por
ambos y tenía, también, experiencias de la intervención de Dios en los
asuntos de los hombres. Por medio del ángel había sido prevenido del
peligro que corría Jesús en Belén e impulsado a huir a Egipto; al llegar a
Judea, nuevamente se le había indicado que se estableciera en Nazaret, en
evitación de posibles males. ¿Cómo, en esta ocasión, nada se le había
avisado? ¿Cómo, al cabo de dos días de clamar al cielo, de buscar
incesantemente y cada vez con mayor ansiedad al niño, el cielo permanecía
mudo a sus súplicas y a sus sufrimientos?
No es fácil, en este punto, coincidir con la opinión de Orígenes y
Eutimio, recogida por Maldonado en sus Comentarios, cuando dicen de
María y José: «No creo que se doliesen ellos por juzgar que se había
perdido el Niño o había perecido. Pues no podía suceder que María,
sabiendo que había concebido por obra del Espíritu Santo, que había oído al
ángel y a los pastores, y a Simeón que profetizaba, temiese ahora que se
pudiera perder el Niño y andar errante». Lo que temía no podemos saberlo,
pero si no era haberlo perdido ¿qué otra cosa podría haberle causado tal
congoja? Pues fue la misma Virgen María quien dijo: «Mira como tu padre
y yo, afligidos, te andábamos buscando» (Lc 2, 48). Resulta mucho más
sencillo sentir con Guillén de Castro respecto de la Virgen cuando,
imaginándola en la búsqueda de su Hijo por las callejuelas de Jerusalén, la
hace exclamar:
Hijas de Jerusalén:
¿Habéis visto, habéis sabido
de un Niño que yo he perdido,
que es mi Hijo, que es mi bien?
En cuanto a José, muy en consonancia con su modo de ser, sabe Dios
cuál sería su profundo dolor, soportado en silencio mientras intentaba
encontrar palabras con que mitigar la ansiedad de su esposa. Pero ni
siquiera ahora, ante este nuevo e incomprensible suceso, profiere la más
mínima queja, ni su actitud es la del que se considera sometido injusta e
innecesariamente a pruebas cuyo sentido o finalidad escapa a su
comprensión. En verdad, a este hombre justo le son plenamente aplicables
las palabras que con referencia a su antepasado el rey David escribió San
Juan Crisóstomo: «él lo aceptaba todo de la mano del Señor sin juzgar de
los acontecimientos, y sin otro imperio que obedecer y seguir en todo las
leyes que por Dios habían sido impuestas».
Al tercer día, acompañado de María, fue al templo. Parece como si
agotadas todas las posibilidades, sin que quedara una pesquisa por realizar,
una pregunta por hacer, un transeúnte a quien interrogar; como si después
de haber indagado en todas partes y recorrido todos los lugares donde
pudiera haber pasado, nada quedara ya por hacer sino declararse vencido y
acudir al templo, a la casa de Dios, a suplicar una vez más por el Niño
perdido.
Y fue entonces, cuando todos los medios humanos habían mostrado su
inutilidad, cuando Dios resolvió, una vez más, el problema, trocando la
angustia en gozo y la tensión en paz.
***
Cuando se piensa con sosiego, despacio, en todo el texto evangélico, se
constata claramente que Jesús no se perdió; pero si pensamos en María y
José, ellos sí lo perdieron. No lo hubieran perdido si uno u otro hubiera
permanecido constantemente a su lado, si en ningún momento se hubieran
separado de él. Por supuesto es impensable una negligencia o descuido por
parte de José o de María. Nadie les arrebató a Jesús, nada le sucedió porque
alguno de ellos, o los dos, hubieran faltado a las obligaciones que tenían de
atenderle y cuidarle. Por decirlo así, Jesús les dejó momentáneamente para
ir a su quehacer. Pero ellos dos no lo sabían y sufrieron porque ya no le
tenían consigo.
Nuestro caso es otro. «Mira –escribió el ya mencionado Pedro de Santa
María–, no pierdas a Dios; atiende a los peligros del mundo, en donde los
enemigos de tu alma siempre andan listos para quitártelo, y pon grandísima
diligencia en conservarlo». Es un hecho –aunque sea un misterio que
sobrepasa ampliamente nuestra capacidad intelectiva– la inhabitación de la
Santísima Trinidad en el alma en gracia; y es una verdad, comprobable en
multitud de casos, por desgracia, que podemos perder esta divina presencia.
En el caso de San José, él no perdió a Jesús, sino que fue Jesús quien se
ausentó de su lado.
Con nosotros es distinto, y esto jamás ocurre, porque Jesús nunca
abandona al hombre. No es Él quien, como en el episodio del templo, se
aleja; no es Él quien se separa. Somos nosotros, los hombres, quienes le
expulsamos de nuestro lado, más aún, de nuestra alma, por el pecado
mortal; somos nosotros quienes nos alejamos de su compañía porque,
puestos a elegir, preferimos otras a la suya. En todo proceso de unión del
hombre con Dios, incluso en el más elemental, la iniciativa es de Cristo; por
el contrario, en todo proceso de separación, la iniciativa es nuestra. Nunca
deja Él de solicitar nuestra amistad, pero no nos obliga contra nuestra
voluntad a aceptarla; nosotros, en cambio, somos tan mudables que parece
como si solamente le admitiéramos a nuestro lado cuando nos sentimos
vacíos de otras presencias, para alejarle de nosotros tan pronto como alguna
criatura solicita entrar en nuestra alma. No, no es Él quien nos deja; somos
nosotros los que le dejamos a Él. ¿Cómo podría Jesús dejarnos, si para que
estuviéramos siempre en su compañía murió en una cruz? Él siempre nos
está llamando con su gracia, atrayéndonos suavemente.
Por desgracia, parece como si esto no nos importara mucho a la mayoría
de los hombres, al menos los que ahora vivimos. Como si, en efecto,
prefiriéramos quedarnos con cualquier criatura que nos llame que con
Aquel que dijo que aprendiéramos de Él, porque era «manso y humilde de
corazón» (Mt 11, 29); como si prefiriéramos servir a las criaturas (que a
veces actúan como amos brutales y despóticos) antes que a Aquel que nos
aseguró que su yugo era suave y su carga ligera (Mt 11, 30).
En Camino hay una afirmación que explica tanto la aflicción y el pesar
de José al haber perdido a Jesús como su esfuerzo por encontrarle. Dice:
«¿Que cuál es el secreto de la perseverancia? El Amor. Enamórate y no le
dejarás» (n. 999). José amaba entrañablemente a Jesús, y por eso sufrió con
su ausencia y le buscó incansablemente hasta hallarle de nuevo; y a la
verdad que nuestras vidas, las de los cristianos (las de los que nos llamamos
cristianos) que hoy vivimos, ofrecen un duro contraste con la actitud de este
hombre justo. Hoy no parece que haya mucha gente que sufra por su
ausencia; cristianos hay para quienes la presencia o ausencia de Cristo en
sus almas no significan prácticamente nada. Pasan de la gracia al pecado y
no experimentan sufrimiento ni dolor, aflicción ni angustia. Pasan del
pecado a la gracia y no dan la impresión de hombres que han vuelto del
infierno, que han pasado de la muerte a la vida: no se les ve el alivio, el
gozo, la paz y el sosiego de quien ha recuperado a Jesús.
Probablemente esto ocurre porque no estamos enamorados, porque no le
queremos, pues es claro que cuando se pierde algo que se quiere uno se
siente afectado, y cuando se ama de verdad, el dolor que produce la pérdida
de la persona amada es casi insoportable. Pero nosotros, los hombres,
pasamos a veces de tenerle a no tenerle, de perderle a volverle a hallar, con
tal indiferencia que no hay alteración apreciable ni en nuestro humor ni en
nuestro talante. Es como si nos diera lo mismo.
Entonces, claro está que es difícil que nos empeñemos en una afligida
búsqueda del bien perdido, porque en realidad no apreciamos demasiado
ese bien. Esto produce una tristeza muy grande, ya que es verdaderamente
penoso pagar con tanta frialdad (y hasta con el desprecio de posponerle a
bagatelas insignificantes) a quien tanto pasó por nosotros. A veces, cuando
se piensa, se tiene la impresión de que es como desentenderse de un niño
que se ha perdido, no de cualquier niño, sino del nuestro; es tal nuestro
egoísmo, estamos tan ocupados en pensar en nosotros mismos que ni
siquiera nos queda un resquicio para pensar en Él.
El mundo aborreció a Jesús (Io 15, 18), y hoy no parece haber rectificado
esta actitud. «Vino a los suyos, y los suyos no le recibieron» (Io 1, 11). José
sí le recibió –le recibió tan pronto recibió a su esposa cuando el ángel se lo
pidió, porque Ella ya le llevaba en su seno–, le amó con todo el entrañable
amor que un padre es capaz de sentir por su niño, sufrió lo indecible cuando
se perdió, le buscó infatigablemente por todos los caminos, inquirió de
todos los que podían darle alguna luz, porque le amaba y la vida se hacía
insoportable sin Él.
Seguramente, para los que, en este mundo que no da síntomas de querer
recibir a Cristo, hemos profesado creer a Él, esta lección de San José puede
sernos provechosa. «Buscad y encontraréis» (Lc 11, 9). No pueden fallar
sus palabras, de manera que no hay duda de que si le buscamos
sinceramente acabaremos por encontrarle..., siempre que le busquemos en
el lugar adecuado. Y para ello, inquirir, preguntar a quienes pueden dar una
orientación (no a quienes pueden sumirnos en el caos); porque, igual que
José y María le encontraron en el templo –el único templo donde se rendía
culto al único Dios verdadero–, el mundo sólo le podrá encontrar en la
única Iglesia fundada por Él, allí donde se ha quedado para nosotros hasta
el final de los siglos, allí donde el Sacramento de la Confesión nos hace
hallar de nuevo al Niño que habíamos perdido.
 

14. Y viéndole se maravillaron

 
«Y he aquí que al tercer día le encontraron en el templo sentado en
medio de los doctores, oyéndoles y preguntando» (Lc 2, 46).
Éste fue el final de la búsqueda. Le encontraron en el templo (¿en qué
otro lugar podía haber estado? Dice Orígenes que «no le hallaron cuando lo
buscaron entre los parientes: que no podía encerrar al Hijo de Dios una
parentela humana», ni pudo Él haber dejado a sus padres por nada menos
que el servicio de su Padre), sentado entre los maestros que enseñaban la
Escritura y las tradiciones del pueblo de Dios, oyendo sus explicaciones y
haciendo preguntas.
El templo era un conjunto de construcciones y dependencias. Rodeando
el santuario había varias de ellas destinadas a distintos usos, todos
relacionados con el culto y los servicios que el culto requería. Allí, en una
de aquellas salas o espacios, solían los rabinos instruir a los oyentes acerca
de puntos de las Escrituras, a modo de clase de catequesis o cursos
académicos según la edad y preparación de los oyentes. Exponían la
doctrina, animaban a que se les sometiesen las dudas o a que pidieran
aclaraciones, y a su vez hacían preguntas a los oyentes, bien para
comprobar si habían comprendido la enseñanza, bien para dar pie a hablar
de nuevos temas o profundizar más en alguno.
Allí, «sentado en medio de los doctores», encontraron a Jesús, aunque no
sentado entre ellos como un doctor más. Tal cosa resulta impensable, tanto
con referencia a los rabinos como a Jesús, por más que la devoción de
algunos pintores (o su ignorancia) hayan presentado a Jesús en pie de
igualdad con los maestros de Israel, o dándoles lecciones. Lo que parece
indicar el Evangelio –y ésta es la opinión general– es que Jesús estaba entre
ellos, sentado en el suelo, o sobre una esterilla o un escabel, como los otros
oyentes, según la costumbre, escuchando las explicaciones de los rabinos,
preguntando y respondiendo cuando se le preguntaba a él.
Algo tendrían sus preguntas y sus respuestas cuando dice el Evangelio
que todos los que le oían estaban asombrados por «su prudencia y por sus
respuestas». Y fue entonces, en el momento en que Jesús respondía ante el
asombro de los que le estaban escuchando, cuando llegaron José y María y
sorprendieron la escena. «Et videntes admirati sunt», dice la Vulgata: «y al
verle, se quedaron maravillados».
Es la segunda vez que el Evangelio menciona este estado de ánimo,
aunque con una leve diferencia de matiz en las palabras utilizadas. Cuando
en el templo Simeón alabó a Dios, San Lucas escribió: «Y sus padres
estaban asombrados de las cosas que se decían de Él». Quizá se pueda
pensar que, después de las respectivas revelaciones que la Virgen y San
José tuvieron, y de las cosas que sucedieron al nacer Jesús, debían estar casi
como vacunados contra toda clase de extrañeza ante los prodigios, y más
aún de los que no eran tales, o al menos, si lo eran, no tan aparentes.
Pero José y María eran humanos. No fueron sólo las palabras
pronunciadas por Simeón las que les produjeron asombro. Fue todo el
suceso. Ningún joven matrimonio de los que acudían al templo a presentar
llenos de legítimo orgullo a su primogénito esperaba otra cosa que las
palabras y los gestos rituales, y acaso también alguna enhorabuena y una
expresión amable. Pero encontrarse con un anciano al que no conocían en
absoluto, que sin vacilación se adelanta saliendo directamente a su
encuentro, que toma al niño en sus brazos y, sin que ninguna señal exterior
lo indique, le reconozca como el Salvador prometido al pueblo, y pronuncie
palabras inesperadas y llenas de conocimiento del misterio tan celosamente
guardado, no era cosa que sucediera a todos, ni a menudo. Por supuesto que
se asombraron.
En esta segunda ocasión, y también en el templo, las cosas no fueron
exactamente lo mismo. Cuando la presentación, Jesús tenía cuarenta días;
fue un protagonista pasivo, y José y María se asombran del acontecimiento
y de las palabras de Simeón, porque percibían bien de cierto que también
Dios le había hecho partícipe del gran misterio, y les admiraba ver los
planes de Dios. Pero ahora Jesús tenía doce años, ellos estaban angustiados,
y lo que contemplaban no era algo que tenía relación con Él, aun cuando
fuera admirable, sino al mismo Jesús en una tesitura que nunca hubieran
imaginado. No, por supuesto, porque se mostrase como uno de esos niños
prodigio que aparecen de vez en cuando, haciendo cosas muy por encima de
su edad (y de la edad de muchos). No era éste el caso. Maldonado observa
que «no lo presenta el evangelista como doctor, sino sentado como un
discípulo, cuando dice que los oía y les preguntaba, como corresponde a un
discípulo». Y San Gregorio, todavía más explícito al mostrarle aquí no
como doctor, sino como discente, escribió que Jesús fue «encontrado no
enseñando, sino preguntando», añadiendo: «en el cual ejemplo aprendemos
que no se debe atrever el hombre flaco a enseñar como doctor, pues quiso
Él, siendo niño, ser instruido preguntando».
Lo que maravilló a María y José fue toda la escena. Ver al Niño, apenas
de doce años, tan en su sitio oyendo, preguntando y respondiendo sin
cortedad y sin engreimiento, comportándose con perfecta desenvoltura, la
propia de un niño que tiene conciencia del lugar donde está y de lo que está
haciendo, como si fuera habitual su asistencia a las clases de los doctores de
la ley. Quizá también fuera una admiración no exenta de un limpio y
legítimo orgullo al verse honrados por el buen papel que estaba
desempeñando; pero si los que le oían estaban también pasmados de la
prudencia de sus respuestas, ello se debía no a que dijera cosas
extraordinarias, sino –como apunta Maldonado en sus Comentarios– a «lo
bien y agudamente que entendía las preguntas que le hacían». «Es de creer
–añade– que, como discípulo, le preguntarían aquellos doctores de cosas
cada vez más profundas y respondería más allá de lo que podían esperar de
su edad». Con mucha razón, pues, sus padres se maravillaron al ver su
aplomo, el modo a la vez modesto y seguro con que respondía.
En ningún caso, sin embargo, y aunque admirara a los oyentes, el
episodio rebasó los límites de lo ordinario. Jesús no atrajo sobre sí la
atención al extremo de ser objeto de comentarios en Jerusalén, de que se
interesaran por su capacidad, de que se siguiera su trayectoria posterior con
la mirada atenta con que se espera la maduración de una promesa. El
episodio del templo fue muy significativo, pero no le sacó del anonimato de
su vida oculta, permaneciendo inadvertido aún por muchos años. Los que se
pasmaron de la inteligencia de sus respuestas lo olvidaron pronto, o quizá
alguna vez, meses o años más tarde, lo contaran como curiosidad
anecdótica.
Lo normal entre nosotros, los hombres corrientes, es que nos maraville lo
extraordinario, pero no lo ordinario; lo que pocas veces ocurre y se muestra
por encima de lo que habitualmente sucede, no lo que estamos
acostumbrados a ver. No nos admira, por ejemplo, que amanezca un día y
otro día, ni parece que llamen la atención, hasta el punto de asombrarnos
por constituir un acontecimiento, los movimientos y las expresiones de un
niño de pocos meses. En el templo, alrededor de los rabinos, no era cosa
desusada ver a niños escuchando y aprendiendo, preguntando y
respondiendo; de vez en cuando surgía alguno que otro mejor dotado, y así
lo manifestaba en las preguntas que hacía y en el modo como respondía a lo
que se le preguntaba. Nada por encima de lo común y cotidiano.
Con todo, admiró y maravilló a sus padres. Para ellos fue como una
revelación, y eso que debían estar de vuelta de esta clase de sorpresas. Pero
ellos podían maravillarse porque eran capaces de encontrar cosas
maravillosas donde la generalidad de los hombres no encuentran sino pura
vulgaridad. Creo que fue Chesterton quien habló de un hombre que, en
Londres, al terminar su trabajo recorría una larga distancia para poder
contemplar por breve tiempo, en un museo, antes de que lo cerraran, un
cuadro de brillante colorido que representaba una puesta de sol. Pero a este
hombre jamás se le había ocurrido que bastaba asomarse a la ventana de su
casa para contemplar unas espléndidas puestas de sol que Dios pintaba para
él todos los días.
***
Éste es uno de los privilegios de los humildes: encontrar cosas dignas de
admiración en lo más cotidiano y desprovisto (aparentemente) de interés,
maravillarse de dones y cualidades que los demás no advierten. María y
José eran, en lo humano, tan sólo un pobre y joven matrimonio sin estudios,
que vivía en una insignificante aldea, y cuyas amistades no se contaban,
precisamente, entre gente intelectual y socialmente refinada. Y los humildes
son más dados a escuchar que a hablar, y los pobres y los que no tienen
estudios admiran en los demás su saber, y no se atreven siquiera a levantar
la voz porque nunca creen que lo que vayan a decir merezca la pena ser
escuchado.
El don de la humildad confiere a los hombres, entre otras, la capacidad
de admirar a los demás. Es tal el conocimiento que el humilde tiene de sí
mismo, tan verdadero, tan revelador de la exactitud de aquellas palabras de
San Pablo: «¿Qué tienes tú que no hayas recibido?» (1 Cor 4, 7), que
considerarse inferior a los otros hombres apenas requiere esfuerzo, porque
es casi como una evidencia que se mostrara persistentemente ante sus ojos.
Sobre todo, la clara conciencia de la desproporción que hay entre lo que
se ha recibido y lo que se devuelve a cambio es lo que hace que el hombre
humilde –y por eso se nota que lo es– ande siempre como deudor, sin que
jamás haya ni siquiera un principio de engreimiento. Sirve a Dios con temor
y se alegra con temblor, como atisbando si con lo que hace agrada y
satisface a quien con toda su alma desea complacer, y al mismo tiempo con
la persuasión de que cuanto hace está siempre muy por debajo de lo que
Dios merece. Ante la generosidad de Dios, la nuestra (cuando la hay)
aparece siempre como mezquindad, y el humilde lo capta así a la
perfección.
Pero, además, esta capacidad de admiración, de asombro o, como dice
respecto de María y José el Evangelio, de «maravillarse», se extiende al
universo entero, y hasta a los más menudos sucesos. Lo que hace la
humildad en un hombre es, en cierto modo, convertirlo en niño, lo que no
deja de ser un privilegio y una gracia, pues el reino de Dios es de los niños,
y no podrá entrar en él quien no lo reciba como un pequeño (Mc 10, 13-16).
Y uno de los rasgos más comunes al niño y al hombre humilde es la
capacidad de asombro. Un niño se asombra del vuelo de un pájaro, del
sonido de una esquila, de ver correr el agua, de los colores, de una luz que
se enciende, de todo. Está constantemente descubriendo cosas maravillosas
y asombrándose de ellas, y su vida es una fiesta. Igualmente, la sencillez y
el espíritu de ingenuidad que la humildad infunde al hombre le dota de
análoga capacidad de asombro a la que tiene un niño. Ante el fabuloso
espectáculo de la creación, ante los árboles y las flores, y los verdes campos
de la primavera, y el oro de las hojas en otoño; o el oscuro inmenso
firmamento, con las estrellas brillantes como ventanas iluminadas, a través
de las cuales pudiéramos asomarnos para echar una ojeada «dentro» del
cielo; o lo fascinante de lo infinitamente pequeño, las células del cerebro
con sus múltiples conexiones y funciones; y los sonidos, y los colores, y el
viento, y el fuego y el agua. Todo es nuevo, admirable y gozoso para un
niño, pero también para quien ha conseguido de Dios el don de la humildad.
Es ese mismo espíritu de humildad, capaz de descubrir un prodigio en las
cosas más corrientes y de provocar un sentimiento de novedad ante el
acontecimiento aparentemente más vulgar, el que constituye una fuente de
juventud y alegría en quien lo posee; es el que enriquece al hombre al
contemplar un universo creado para su gozo.
Pero todo es muy distinto cuando no se tiene este don, y no, cierto,
porque Dios lo niegue a nadie, sino porque los hombres –a lo que parece–
lo tienen por despreciable, y así, ni lo estiman, ni lo piden, ni lo desean, ni
lo procuran. Es un espectáculo triste el de los hombres hastiados, de vuelta
de todo; «esos hombres son viejos, cínicos, están cansados, oprimidos bajo
un firmamento decrépito de estrellas moribundas, como pacientes con la
vista clavada en el cielo raso salpicado de moscas» (W. Farrell). O el de los
jóvenes prematuramente envejecidos por malsanas experiencias, sin ilusión,
«a quienes se les ha presentado un mundo gastado y se les ha pedido
entusiasmo por él». ¿Cómo es posible que se entusiasmen, si lo que se les
da no puede ilusionar a nadie que todavía conserve alguna sensibilidad?
Cuando no hay humildad y la capacidad de asombro desaparece; cuando un
hombre es incapaz de maravillarse por nada, porque para él nada es ya
maravilloso; cuando ha perdido la visión y ya no puede percibir la luz que
muestra la obra creada por Dios para regalo de los hombres, entonces
sobreviene el hastío, el aburrimiento, la desilusión, y se acaba perdiendo la
alegría de vivir y hasta el sentido de la vida. Entonces es cuando el hombre
tiene que agarrarse a algo para no sentirse vacío, cuando derrocha
excelentes cualidades y no poca energía en objetivos minúsculos y fugaces,
y cuando se aferra a ideologías, doctrinas o ideales con la fuerza de un
fanático, porque necesita hasta con angustia asirse a algo que le devuelva el
interés por seguir viviendo.
No es razón suficiente la existencia del mal para rechazar la creación, o
para acusar a Dios de haber hecho muy imperfectamente el mundo, o hasta
echarle en cara que permita que sufran los inocentes y no impida que el mal
nos alcance. No, no es razón suficiente; no es ni siquiera un argumento, sino
tan solamente la condenación de la libertad del hombre y una modesta
exhibición de falta de conocimientos que, en los que han tenido interés en
informarse, son casi elementales. Que luego se acepten o no es cuestión
aparte que depende, precisamente, de la libertad que se condena.
Es admirable encontrar hombres tan inteligentes como Tomás de Aquino
que se sintieran deslumbrados al ver que el hombre es capaz de
conocimientos, que se extasiaran ante la razón humana, que permite a los
hombres no sólo conocer lo que hay fuera de ellos mismos, sino tener
conciencia de sí y conocerse: «que el intelecto pertenezca al individuo que
lo posee, y que éste conozca a través de él, es casi demasiado bello para ser
verdad», escribió E. Gilson comentando este asombro de Santo Tomás. Y
sin embargo, esto que al poderoso intelecto de Santo Tomás le resultaba
fascinante, a la mayor parte de nosotros ni siquiera nos llama la atención.
Claro que él era un hombre tan humilde que siempre estaba aprendiendo de
unos y otros, y por esa su humildad vivió en el continuo placer de ir
descubriendo fragmentos de verdad hasta en los hombres más equivocados.
Resulta conmovedor contemplar a José y a María, después de doce años,
asombrarse de Jesús. Nunca dejó de sorprenderles porque nunca dejaron de
ir descubriendo maravillas en Él.
Pero nosotros, los hombres de hoy, de vuelta de muchos caminos,
desengañados y desilusionados, con el alma envejecida y la mirada vacía,
parece como si nos hubiéramos hecho incapaces del gozo de descubrir
mundos nuevos. Después de haber dominado –y casi destrozado– la
naturaleza, de haberlo probado todo, de haber inventado nuevos modos de
organizar la sociedad, de haber fracasado en el empeño de hacer un mundo
feliz (lo cual no es extraño, dada la pretensión de los hombres de construirlo
sin atender a la Revelación), el hombre de nuestros días no parece haber
ganado mucho con tanto artificio. Juntamente con la humildad perdió la
capacidad de asombro, esa facultad prodigiosa de maravillarse ante las
obras de Dios y de sorprenderse de lo que él mismo es capaz de lograr
gracias a los dones con los que Dios ha querido dotarle.
Una vez más: tales cosas han sido reveladas a los humildes y los
pequeñuelos, y se siguen manteniendo ocultas a los sabios y poderosos, que
es lo mismo que decir a los autosuficientes, a los que confían tanto en sí
mismos, en su talento y sus cualidades, que se han hecho incapaces de
aprender tanto como se han hecho incapaces de admirar. Ya no pueden ver
nada porque su yo es como un obstáculo permanente ante sus ojos; tan
pendientes están de sí mismos y tan seguros de su saber que no admiten
sino lo que confirma sus propias ideas. Es una cosa muy cansada, que
contrasta con la impresión de frescura y sencillez de hombres como José, de
mujeres como la Virgen, que por mirar a los demás desde su humildad los
ven grandes y admirables, en tanto los que miran a otros desde la cima de
su arrogancia los ven diminutos, como insectos a los que se puede pisar sin
que pase nada porque son insignificantes.
Y sin embargo ellos, los pequeños, y los que son como ellos serán los
primeros porque aquí los pusieron los últimos, y serán ensalzados porque
aquí fueron humillados.
 

15. Tu padre y yo

 
Cuando María y José encontraron a Jesús en el templo, y su Madre le
dirigió su pregunta: «Hijo, ¿por qué has obrado así con nosotros?»,
justificándola a continuación por el sufrimiento que su desaparición les
había causado, se refiere a José como «padre»: «Mira como tu padre y yo,
apenados, te andábamos buscando» (Lc 2, 48). El mismo San Lucas habla
de que Simeón «vino al templo, y al entrar los padres con el niño Jesús...»
(Lc 2, 27); «su padre y su madre estaban maravillados...» (Lc 2, 32); «sus
padres iban cada año a Jerusalén...» (Lc 2, 41); «cuando sus padres le
vieron...» (Lc 2, 48). Ninguna precisión acerca de José, ningún adjetivo
(legal, adoptivo, putativo) que matice. Realmente, y una vez sentada con
claridad la concepción virginal de María por obra del Espíritu Santo, no era
necesario insistir en lo mismo cada vez que se menciona a José con relación
a Jesús.
Hay, además, otra razón. José era, a todos los efectos, padre de Jesús. Si
hubiera habido entonces un Registro civil, José hubiera sido inscrito como
el padre, y dada la organización peculiar y las costumbres del pueblo hebreo
(y no, ciertamente, por voluntad exclusiva de los hombres) el padre legal
era quien transmitía a los hijos los derechos. Hay, pues, algo más que la
pura paternidad biológica. La Virgen María, dirigiéndose al mismo Jesús, lo
reconoció así: «tu padre y yo».
Cuando San Agustín escribió sobre la paternidad de José (Serm 51)
planteó así la cuestión: Jesús había «nacido de virgen sin germen de marido;
a los dos, sin embargo, los tenía por padres. ¿Cómo lo probamos? Ya dijo
María: Tu padre y yo te buscábamos apenados». «No tuvo en cuenta –
prosigue San Agustín– la dignidad de su seno, sino la jerarquía conyugal»,
pues, en efecto, el varón es cabeza de la mujer (Eph 5, 23). Que a pesar de
ello fuera la Virgen y no José quien se dirigiera a Jesús tiene como
explicación el vínculo particular, único, que unía a la Madre con el Hijo. No
era propiamente competencia de José pedir cuentas, sino trabajar para ellos,
defenderles, custodiarles. Él, tan callado incluso cuando con todo derecho
pudo hacer preguntas, ¿iba ahora a romper su costumbre cuando lo que
había que hacer era más bien de la competencia de María, que por estar más
unida a Jesús, y precisamente por eso, podía dar el tono y el matiz justo a
sus palabras? Lo cual no quita para que fuera a él –cabeza de familia–, no a
su esposa, a quien Dios fue indicando a través de un ángel las
determinaciones que en cada momento debía adoptar para proteger al Niño
y a su Madre.
Jesús no desautorizó el apelativo de «padre» que María dio a José. Pues
no existe sólo una paternidad biológica, y aun muchas veces esta clase de
paternidad es de rango inferior a otras. Con referencia a los hijos escribió J.
Escrivá de Balaguer en Camino (número 779): «Muchos se privan de ellos
por su gloria (de Dios), y tienen miles de hijos de su espíritu. Hijos, como
nosotros lo somos del Padre nuestro que está en los cielos». La gracia
infundida en el hombre por el bautismo le eleva al orden sobrenatural y le
hace hijo adoptivo de Dios y heredero de su gloria, y en ello no hay nada
que tenga relación con la biología, a pesar de lo cual la paternidad de Dios
sobre los bautizados es no sólo de un nivel superior a la pura paternidad
física, sino más verdadera y, desde luego, más perdurable. Pues
«ciertamente, nuestra fe nos dice que José no era padre según la carne, pero
no es ésa la única paternidad» (J. Escrivá de Balaguer).
Solemos incurrir en un error cuando, al querer hacernos una idea de la
paternidad de Dios respecto a los bautizados, pensamos en lo que es la
paternidad humana para luego intentar trasladar esta imagen a Dios. Es un
error porque la realidad es exactamente lo contrario. No podemos hacernos
una idea cabal de lo que es la paternidad humana hasta que no entendamos
(en lo que es posible a nuestra limitada capacidad) lo que Dios es para
nosotros en cuanto Padre. Él es el modelo y el que da la pauta, pues nos ha
sido revelado por San Pablo (Eph 3, 14 y 15) que toda paternidad procede
de Dios, la paternidad propiamente dicha. Esta otra, la de los hombres, es
un arbitrio que Dios procuró para traer nuevas vidas al mundo (y podía
haber arbitrado otros mil procedimientos), asociando a un hombre y a una
mujer a su poder creador como colaboradores en cuanto al cuerpo,
depositando en ellos su confianza para que educaran a aquel nuevo ser de
acuerdo con su condición de hijo de Dios y lo dispusieran para heredar la
gloria. Así, pues, pudo San Agustín escribir respecto de San José:
Quien diga, por tanto: «No se le ha de llamar padre, porque no lo tuvo
como los demás padres», coloca en la libídine la esencia de la
paternidad y no en el afecto de la caridad. Mejor llevó él a efecto la
paternidad del corazón que otro cualquiera la de la carne (...). José fue
esposo de María, sin ningún comercio carnal, por el lazo único del
matrimonio. Precisamente por ello ha podido ser llamado padre de
Cristo, que había nacido de su propia esposa, con mucha más razón que
si simplemente lo hubiera adoptado.
«Es, pues, bien cierto –comenta un autor moderno– que la expresión
padre adoptivo, aplicada a José con relación a Jesús, es demasiado débil,
aunque sea mucho más fuerte que la de padre putativo o padre legal. José
considera al Hijo de su esposa María no como un extraño al que adopta,
sino como el fruto de una virginidad que está unida a la suya y que es el
bien propio de su matrimonio con María. Así, según San Agustín, José ha
sido verdaderamente esposo y padre, y ello no con merma de su virginidad,
sino por ella y por la de María, su esposa» (L. Cristiani).
No es muy difícil hacerse cargo de la fuerza de este razonamiento. Por
mencionar un nombre de fama universal, que tuvo la osadía de escribir
sobre la educación y a quien se ha seguido en no pocas afirmaciones no
demostradas e indemostrables, podemos citar a Juan Jacobo Rousseau, que
tuvo de Thérèse Levasseur algunos hijos de quienes se desentendió con
demasiada prontitud. Fue padre sólo en el sentido de que los engendró, pero
por lo demás nunca tuvo que ver gran cosa con ellos. Fueron como
molestos engorros no deseados, por quienes tan sólo sintió indiferencia.
Sería impertinente preguntarnos acerca de hasta qué punto a un hombre que
da su semen para fecundar a una mujer a la que no conoce se le puede
llamar padre del hijo que ésta concibe y da a luz. Y es claro que quien
adopta a un niño no engendrado por él y abandonado en un hospicio, y le
rodea de cuidados, y le educa, y trabaja para él, y contribuye sin regatearle
amor a hacerlo un hombre, es más padre que el que habiéndole engendrado
(quizá sin querer) no quiso saber nada de él. No se es padre por el simple
hecho de haber dejado encinta a una mujer. Un concepto exclusivamente
biológico de la paternidad es puramente animal. Ser padre es mucho más
que todo eso.
«El nacimiento de Jesús en Belén introdujo a esta Familia única y
excepcional en la historia de la humanidad; en esta Familia vino al mundo,
creció y fue educado el Hijo de Dios, concebido y nacido de la Madre-
Virgen, y encomendado a los cuidados verdaderamente paternales de José,
el carpintero de Nazaret, quien ante la ley hebrea fue esposo de María, y
ante el Espíritu Santo digno esposo y tutor, verdaderamente paternal, del
materno misterio de su Esposa» (Juan Pablo II). Cuidados verdaderamente
paternales, los que son expresión del amor de un padre por su hijo. Como a
un hijo quiso José a Jesús, a quien tuvo de su esposa, aunque no «de la
sangre, ni del deseo de la carne, ni de la voluntad del hombre» (Io 1, 13),
sino del querer de Dios. Hablando con Jesús aludía Bossuet a San José
como «el santo hombre que os adoptó, o más bien, a quien os disteis como
hijo». Fue elegido como padre por el mismo Hijo de Dios.
Todas estas consideraciones deberían hacernos pensar si no habrá hoy un
tremendo olvido de verdades elementales que deberían estar frescas en la
memoria de los hombres y presentes en el momento de asumir las
responsabilidades que el matrimonio lleva consigo. Pues desde el punto en
que el matrimonio es el acto inicial por el que se constituye una nueva
familia, tanto el hombre como la mujer (pero especialmente el hombre, por
ser la cabeza) deben tener muy clara conciencia de que el matrimonio es
algo más que mera fisiología. Una paternidad puramente física puede ser –y,
por desgracia, esto no es una pura hipótesis– algo muy triste (sobre todo
para los hijos) y, a veces, incluso criminal. No es instinto paternal evitar los
hijos como si fuera una desgracia, una rémora o una vergüenza; no es
propiamente ser padre soportar al hijo no deseado, resultado de un descuido
o de una imprevisión, no fruto de un amor limpio manifestado en una
entrega sin reservas.
Y no se puede llamar paternidad responsable a la que hace sus cuentas
para decidir cuántos hijos son compatibles con un nivel de vida aceptable, o
a cuántos se deben limitar de acuerdo con las previsiones de algunos
sociólogos o de la política planificadora de tal o cual Gobierno. Ni tampoco
a la que calcula cuidadosamente si un nuevo niño va a poner en peligro las
vacaciones, el apartamento en la playa o, simplemente, la cómoda
tranquilidad hogareña que se juzga amenazada por las molestias de un
chiquitín.
La paternidad responsable, la que siente un padre que verdaderamente lo
es, cuando lo es esencialmente (y no accidentalmente, es decir, cuando el
hijo no es sino un accidente, ni buscado ni querido) no es calculadora,
aunque sea previsora. No ciega las fuentes de la vida, ni se une a su esposa
tan sólo por la libídine, como diría San Agustín, buscando el placer de la
unión y rehuyendo sus efectos. Deja a la naturaleza seguir su curso, sin
violentarla, porque no puede ir contra lo que Dios ha dispuesto; y si viene
otro hijo, se afana por hacer rendir más su trabajo, y no considera una
humillación ante sí mismo ni ante la sociedad renunciar a alguno de los
signos exteriores –y muy reales, desde luego– de su posición social para
acoger a otro hijo. Con lo que algunas familias despilfarran en lujos, o en
diversiones inútiles y vacías, se podrían mantener bastantes bocas. Y un
niño no necesita mucho: sólo cuidados y amor.
José ejerció su oficio de padre protegiendo a Jesús de Herodes, y luego
preservándole del posible peligro que pudiera venir de Arquelao. Por
protegerle abandonó su patria, estuvo en tierra extraña, cambió de planes
cuantas veces fue necesario. Subordinó su vida al bien de Jesús.
Le educó en la ley del Señor, haciendo por él cuanto Dios mandaba. San
Lucas (2, 27) tiene una expresión muy significativa cuando, al ocuparse de
la presentación de Jesús, dice que sus padres le llevaron al templo, «para
cumplir lo que prescribe la ley sobre él». Como cabeza de familia, la
responsabilidad en este punto recaía sobre José; él, pues, se ocupó de
cumplir lo que con relación a Jesús prescribía la ley, todo lo que, por ser
niño, todavía no podía él hacerlo por sí.
Y le enseñó un oficio, el suyo propio. Quizá en este aspecto es donde
más pudo notarse la influencia de José en la educación de Jesús, pues
evidentemente fue «en lo humano, maestro de Jesús», como observó J.
Escrivá de Balaguer, y no es improbable que determinados gestos, modos
de hacer las cosas o de manejar una herramienta hubieran pasado a Jesús
por verlo así a José durante años enteros.
***
También podemos nosotros, los hombres que estamos tocando casi el
tercer milenio de la era cristiana, aprovecharnos de esta lección que desde
una distancia de dos mil años nos da José. Con respecto a los hijos, en
primer lugar, abnegación. Por proteger a Jesús, por librarle de un peligro
mortal y cierto, José abandonó la ciudad donde se había establecido y llevó
a los suyos a tierra extraña para comenzar de nuevo. Evidentemente el
primer deber de un padre, de quien es cabeza de familia, es proteger a los
suyos y librarles de los peligros que les amenacen. Son más importantes las
personas que las cosas, y la mujer y los hijos más importantes que la
situación social y económica, y hasta que el propio trabajo. La
preocupación de los padres por sus hijos debe llevarles a prevenir los
posibles peligros, sin perder de vista que los hay de tipo moral más graves y
de peores consecuencias que los que pueden amenazar la salud. Aquí no
basta con una ojeada de vez en cuando, o con una persuasión tan firme en la
bondad de los hijos que les sea imposible concebir que puedan hacer nada
más grave que una inocente chiquillada, como si estuvieran vacunados
contra el mal o confirmados en gracia; tampoco se trata de vivir en continua
ansiedad imaginando los numerosos peligros que pueden amenazar a los
hijos, haciéndoles mil preguntas cada día para averiguar minuto por minuto
lo que han hecho, dónde han estado, con quién y cuándo, hasta producir
irritación y fastidio.
Ni desconfianza ni ingenuidad; conocerlos, conocer a sus amigos,
interesarse por sus cosas, escucharles, irles dando poco a poco criterio para
que sepan conducirse, y sobre todo, quererlos hasta el punto de percibir
cualquier síntoma que disuene para poner remedio al primer atisbo del mal.
Y en especial, rezar, encomendarles a la Virgen. Y no crean los hombres
que ésta es tarea de la mujer, pues tan responsable es el uno como el otro.
Ningún marido cumple como padre simplemente por ganar dinero e
intervenir con su autoridad cuando en algún conflicto la madre ha sido
rebasada. Esta creencia ha sido origen de bastantes daños, y no sólo para los
hijos.
Función del padre, y quizá la más importante, es educar a los hijos en la
ley de Dios. Posiblemente hay una gran mayoría de padres que suelen
inhibirse en este aspecto de su obligación, bien por creer que esta tarea es
propia de la madre y del colegio, bien porque no tienen tiempo para pensar
en ello, o acaso porque creen que su deber es enseñar cosas más
importantes. O también pudiera suceder que su inhibición sea debida a que
ellos mismos no toman muy a pecho sus propios deberes con Dios, con
tantas ocupaciones. Y sin embargo, la actitud del padre que se permite el
lujo de ser religiosamente frío, que no se cuida gran cosa de si sus hijos
cumplen o no con sus deberes religiosos (quizá él mismo no los cumple),
que le parece que debe ser la mujer la que sea piadosa (como si el serlo el
hombre fuera una tara vergonzosa que hubiera que ocultar o, al menos,
disimular), la actitud de tal padre sería muy poco paternal. José se preocupó
de llevar al niño al templo para hacer por él cuanto la ley mandaba; se
ocupó de que fuera circuncidado a su debido tiempo, lo presentó en el
templo y lo rescató. No cumple como padre el que no se cuida de que su
hijo sea bautizado sin dilaciones innecesarias, porque le priva
arbitrariamente de un bien inmenso. No vale la pena mencionar los que se
niegan a hacerlo con un argumento tan tonto como el de respetar su libertad
para que ellos lo pidan espontáneamente o decidan cuando sean mayores.
Hace ya casi tres cuartos de siglo que Chesterton, a propósito de haber oído
decir a una joven madre: «No quiero enseñarle ninguna religión a mi hijo.
No quiero influir sobre él; quiero que elija por sí mismo cuando sea
grande», ironizaba sobre la inconsecuencia de aplicar este principio sólo a
la religión y no a todos los demás campos, lo que suponía, no respeto a la
libertad, sino poco sentido común y hasta una arbitrariedad realmente
notable, que tan sólo podía disculparse como un efecto de la ignorancia.
No cumple como padre el que no conoce a fondo el colegio y los
hombres o mujeres a los que confía la educación de sus hijos, porque en
muy poco tiempo se los pueden deshacer hasta el extremo de que sean ya
irrecuperables. Debe enseñarles –con el ejemplo: si el padre no va delante,
los hijos no le seguirán– a cumplir lo que Dios manda, llevándolos a
confesarse, a oír Misa, instruyéndoles en los Mandamientos de Dios y de la
Iglesia, explicándoles su sentido de modo que, a medida que crezcan en
edad, crezcan también en sabiduría, y no sólo en instrucción humana. Claro
que, para hacerlo, el padre tiene que estar enterado, y además encontrar
tiempo para dedicarlo a los hijos; pero ambas cosas son fáciles de conseguir
cuando se les quiere, porque entonces hay tal interés por ellos que ningún
obstáculo es infranqueable. Desde luego llega un momento en que la
autoridad del padre debe dejar paso a la libre voluntad del hijo, y entonces
éste seguirá o no practicando el bien que con relación a Dios debe hacer y
en el cual se le ha instruido, pero eso será ya cuenta suya. El padre habrá
cumplido cara a Dios su deber con los hijos; que luego éstos, en el
momento de elegir, por esa misteriosa razón que escapa a todo
razonamiento, se decidan por lo que no deben, será cosa lamentable que
ocasionará tristeza y será motivo del pesar para los padres, pero ése es el
riesgo de la libertad.
Y enseñar un oficio. También es deber del padre poner al hijo en
condiciones de poder defenderse en la vida. Aquí se hace necesaria de
nuevo alguna observación, pues los padres tienden por lo general a decidir,
como es natural, por lo que creen que es mejor para los hijos absolutamente
hablando; pero lo que absolutamente es mejor puede ser desastroso para una
persona en concreto. Absolutamente hablando, y a los ojos de la sociedad al
menos, se supone que la posición de un abogado con un buen bufete es
mejor perspectiva que la de un mecánico; pero si a un muchacho le atrae la
mecánica, para la que tiene aptitudes y habilidad, y además gusto por esa
clase de trabajo, forzarle a que siga la carrera de Derecho es,
probablemente, arruinarle la vida, porque lo que no es seguro es que valga
más un mediocre abogado con un mal bufete que un buen mecánico. Hay
que observar y ver cuáles son sus aptitudes, cuáles sus aficiones, cuál el
trabajo que hace a gusto. Torcer lo que con toda verdad puede llamarse
vocación profesional, además de ser injusto, es poner al hijo en camino de
ser un desgraciado, porque pasarse la vida trabajando a contrapelo, y
haciendo una tarea a disgusto, es cosa muy difícil de soportar. Y es
obligación de los padres tener la entereza, aun cuando cueste, de renunciar a
los propios sueños para que el hijo pueda realizar los suyos, y no empeñarse
en que haga aquello para lo que no sirve. Buena es la cultura superior, pero
costear los estudios a quien no muestra ningún interés en ellos y va
arrastrando malamente los cursos, es tirar el dinero y hacer un flaco servicio
a quien se va a ir acostumbrando a no hacer nada en una edad en la que
debía estar haciendo algo, o al menos poniéndose en condiciones de
hacerlo. Y esto suele traer malas consecuencias, aunque para el padre sea
más cómodo que tomar una determinación drástica.
No, ser padre no es fácil; José lo hizo muy bien porque se entregó a su
misión y en punto a educar en la ley y dar un oficio tenía la preparación
suficiente; su unión con Dios hizo el resto. Y aunque no fue brillante, ni
siguió cursos de ninguna especie, ni alcanzó fama como educador, quizá los
hombres puedan aprender de él algunas cosas necesarias para cumplir bien
con el difícil oficio que les impone la paternidad.
 

16. No entendieron su respuesta

 
Después de los días angustiosos en los que María y José anduvieron
buscando a Jesús, la primera sensación al encontrarle en el templo fue, sin
duda, de un alivio inmenso. Todo el peso que les oprimía el corazón se
desvaneció como la niebla ante los rayos del sol, para dejar paso en su lugar
a ese peculiar estado de relajación interior que se experimenta cuando cesa
la tensión provocada por un conflicto.
Ellos, María y José, tan sólo reaccionaron instintivamente en un primer
momento ante la vista de Jesús. Lo habían encontrado y toda angustia cesó
al desaparecer la causa que la había provocado. Pero esto fue sólo en un
primer momento, como reacción natural y espontánea, casi inconsciente,
igual que se siente bienestar cuando se atenúa o desaparece un dolor físico.
Pero luego, y sin que dejara de existir la tranquilidad recobrada, antes
precisamente por ello, otro sentimiento se fue abriendo paso lentamente,
sobre todo en la Virgen, pero también en José.
¿Qué es lo que vieron al llegar al templo? A Jesús sentado con otros
niños escuchando y preguntando a los doctores; y ellos, María y José, se
alegraron y se maravillaron. Pero hubo algo más que sólo después, pasados
los primeros momentos de alivio y admiración, pudieron observar, quizá
por contraste. Porque, efectivamente, contrastaba la aflicción con que
durante aquellos días habían vivido con la tranquilidad de Jesús; su
actividad incesante al buscarle de una parte a otra, con el sosiego de Jesús,
que parecía estar a sus anchas en el templo oyendo a los rabinos como si
fuera su ocupación habitual; la inquietud, la preocupación y hasta el
malestar físico, el sufrimiento, en resumen, por la pérdida de Jesús, con la
paz que éste mostraba. Ellos le habían echado de menos con una intensidad
que producía dolor, pero Él no parecía haberles echado en falta; ellos habían
sufrido por Él, pero Él no parecía haber sufrido por ellos. Esto era lo
desconcertante, lo inexplicable, pues hasta entonces siempre había habido
entendimiento, siempre habían, los tres, vibrado al unísono, con plena
confianza, sin malentendidos; y ahora, según se veía, ya no compartían las
mismas cosas. Jesús no parecía haber pensado siquiera que, obrando por su
cuenta y quedándose en Jerusalén sin comunicarles nada, les causaba
preocupación y ansiedad, y esto era muy extraño, porque jamás se había
comportado con aquella falta de atención. Ellos, María y José, se habían
afligido, pero no Jesús, al parecer.
Probablemente fue distinto el modo como José y la Virgen tuvieron que
sufrir por este suceso. La Virgen estaba más unida a Jesús que José y, sobre
todo, su unión tenía una intensidad y unos matices que no podían existir en
José. Éste, a su vez, según se desprende de los relatos evangélicos, tenía
conciencia de ello. El hecho de que fuera la Virgen María quien se dirigiera
a Jesús, y no él, a pesar de su condición de cabeza de familia, parece indicar
que sabía que, a partir de cierto nivel, había una zona en la que él nunca
podría obrar con la confianza y connaturalidad con que lo hacía la Virgen.
Fue, pues, ella, la Madre, quien interpeló a Jesús: «Hijo, ¿por qué te has
portado así con nosotros? Mira cómo tu padre y yo, afligidos, te andábamos
buscando».
Él era un niño de doce años, y un niño de doce años no puede obrar con
independencia de sus padres, resolviendo por sí, como si no dependiera de
nadie, asuntos que no le concernían a él solo. La sorpresa –y en cierto
modo, un segundo dolor, distinto del otro pero no por eso menos real– fue
constatar que Jesús no se había perdido, sino que deliberadamente se había
quedado en Jerusalén sin haber pedido permiso, sin siquiera habérselo
hecho saber. Esto era lo más doloroso, porque parecía desconfianza, una
cierta reserva, como si temiera que se opusiesen a sus deseos. ¿Qué otra
explicación podía haber, si no? ¿Qué le hubiera costado exponer su deseo
de quedarse en el templo, con los rabinos, para escuchar su exposición de
las Escrituras?
Así, la queja dolorida de la Virgen es explicable, y también la actitud de
José. Él, porque sabía menos y porque tenía conciencia de su papel, se
abstuvo de tomar la iniciativa. Es un rasgo muy típico en este hombre justo
el de no salirse jamás de los límites en los que debe moverse, al tiempo que
muestra una gran sensibilidad y consideración en no interferir jamás la
intimidad de Jesús y la Virgen. No era él el indicado para pedir a Jesús una
explicación.
Fue, pues, José, en esta parte del episodio, de nuevo un espectador, pero
de ningún modo un extraño. No había en él el desinterés ni la indiferencia
del simple curioso. Estaba, más que interesado, implicado, y nada que se
refiriera a Jesús o a su Madre podía serle ajeno, pues su vida estaba
comprometida e indisolublemente unida a la de ellos; no obstante, no
intervino, y sólo en este sentido se le aplica la categoría de espectador.
Quizá por ser lo que era pudo no dejarse llevar de reacciones sólo naturales
o instintivas, esas reacciones prácticamente incontenibles que brotan tan
espontáneamente que casi siempre deben ceder luego el sitio al
arrepentimiento.
La respuesta de Jesús fue desconcertante incluso para nosotros,
desconcertante incluso a pesar de cuantas explicaciones han dado los
exegetas: «¿Por qué me buscabais? ¿Acaso no sabíais que debo ocuparme
en las cosas de mi Padre?» (Lc 2, 49). No fue una respuesta poco
respetuosa, aunque sí muy significativa. Por primera vez Jesús mostró al
exterior ser quien era: el Redentor, enviado por el Padre para salvar a los
hombres, y no dependiente en cuanto tal de criatura alguna. Esta
independencia fue la que puso de manifiesto en el que quizá se pueda
considerar como el primer acto en el que obra más como Unigénito del
Padre que como hijo de la Virgen María. Su respuesta fue como un modo de
señalar a María y a José los límites en los que en adelante deberían ejercer
su autoridad, como un recordatorio de lo que ellos sabían: que Él había
venido, sobre todo, para ocuparse en la obra que le había sido
encomendada, y que, por ser Él quien era, su obediencia al Padre no estaba
sujeta a la autorización de las criaturas, aun cuando fueran tan excelentes
como María y José, pues aunque el papel que ellos desempeñaban en el
conjunto de la Redención era importante, no les daba derecho a conocer los
planes o decisiones de Dios que Él no les comunicara, y menos aún a
autorizarlos.
Es muy significativo el comentario que hace San Lucas de la reacción de
la Virgen y José tan pronto Jesús dio su razón: «pero ellos no entendieron su
respuesta». Tampoco parece, por otra parte, que esta falta de comprensión
constituyera un problema para ellos. Ronald A. Knox comenta con su
habitual agudeza este texto diciendo que no pareció importarles mucho no
entender las palabras con que Jesús respondió a la Virgen. Les bastaba saber
que había una explicación a aquel suceso anómalo, saber que había una
respuesta, aun cuando ellos no la entendieran. Y en verdad que aquí dieron
también, con su actitud, otra espléndida lección.
Los exegetas y comentaristas del Evangelio interpretan, cada uno a su
modo, estas palabras de Jesús. Maldonado, por ejemplo, no se resigna a que
no fueran comprendidas: «Sí que habían entendido lo que significaba la
palabra, llamando Dios a su padre, cuyos negocios debía tratar él, pues no
podían ignorar esto después de las escenas de los ángeles, de los pastores,
de los Magos, de Simeón y de Ana; pero el misterio encerrado en estas
palabras es lo que no comprendieron, a saber, cuáles fueron los que llamaba
negocios de su Padre, de enseñar primero a los hombres y morir luego por
ellos». Otros lo explican en el sentido de que no alcanzaron en toda su
extensión y en toda su profundidad las palabras de Jesús.
«Pero ellos no comprendieron su respuesta». Quizá nos ayude a penetrar
un tanto el sentido de esta expresión, y sobre todo a deducir una enseñanza
para nuestras vidas de la actitud de María y José, recordar un pasaje
análogo del Evangelio. Cuando Jesús comenzó a desvelar ante los
discípulos el misterio de la Redención, diciéndoles que convenía que el
Hijo del Hombre fuera entregado a los gentiles, escarnecido y crucificado, y
que resucitara al tercer día, el evangelista comenta que ellos no entendieron
lo que les decía (Lc 9, 45). Evidentemente entendían todas y cada una de las
palabras, entendían también lo que decía el conjunto de las palabras, la
frase, pero no comprendían lo que les quería decir. La Virgen y San José,
indudablemente, entendieron todas y cada una de las palabras de la
respuesta de Jesús, y por tanto entendieron también la frase en su conjunto,
pero no comprendieron lo que les quería decir con ella, se les escapaba el
sentido de lo que decía.
No es extraño. Jesús tenía doce años, y nunca antes les había hablado de
aquella manera. Eran palabras, no de niño, sino de adulto, dichas con
conciencia de lo que decía (y de quién era) y con autoridad, y ellos no
estaban acostumbrados a aquel modo de hablar que Jesús empleó en esta
ocasión. Fue una sorpresa, porque quizá lo que esperaban (lo que
esperaríamos todos, seguramente) después de la suave y dolorida queja de
la Virgen era alguna expresión de sentimiento por lo que habían sufrido por
su ausencia, alguna disculpa o explicación del por qué había obrado por su
cuenta, sin contar con ellos. Y esta respuesta que parecía la que debía haber
sido dicha (según nuestro modo humano de ver las cosas) no se dijo, sino
otra muy distinta y, desde luego, no esperada.
Para ellos vino a ser como un relámpago, como una sacudida para que no
se acostumbraran a la placidez de aquellos años en Nazaret, tan dichosos,
durante los que Jesús se había desenvuelto sin haber dado ninguna señal de
su origen y calidad por encima del nivel ordinario y natural. Y también un
recordatorio de quién era, el Hijo Unigénito del Padre, Dios mismo.
Pudieron así María y José percibir que algo había ocurrido, que algo había
comenzado a desarrollarse escapando a su comprensión y también a su
autoridad.
Mas ellos eran humildes y no les importó no entender la respuesta de
Jesús; como a los niños, les bastó saber que había una respuesta, aun
cuando no la entendieran.
***
Y a nosotros debiera bastarnos también. Nos bastaría si fuéramos
humildes, pero no lo somos, y por eso a veces nos turbamos o nos irritamos,
perdemos la paz y nos formulamos un cúmulo de preguntas inquietantes
que se enredan en nuestra mente dificultando la mirada sencilla de la fe.
Sobre todo hay momentos en la vida de todo hombre, cuando el dolor, la
contradicción, la injusticia o la desgracia muerden el alma, y se experimenta
la propia impotencia para combatir el daño injusto que nos viene de fuera, y
parece que se ve triunfar el mal, y el hombre que procura comportarse con
honradez se ve abatido y pisoteado por los listos y los espabilados, y
además le llaman tonto por no utilizar esos medios «eficaces» que conducen
al triunfo y al éxito, o se ve como aplastado por toda clase de agobios que
repercuten sobre aquellos a quienes ama y sobre los que tiene
responsabilidad; en esos momentos es cuando se insinúa la tentación en el
justo, y también cuando se descubre la calidad de cada uno. Existen
problemas, hay cuestiones planteadas a las que el hombre no le es fácil
responder. Hay también respuestas que, aun siendo verdaderas, a veces no
acaban de satisfacer. La existencia del mal (es un modo de hablar; el mal,
por cuanto es ausencia de bien, es como un hueco que debiera estar
ocupado), por ejemplo: ¿por qué lo permite Dios, pudiendo impedirlo? El
sufrimiento de los inocentes, ¿por qué lo consiente? Sí, hay explicaciones.
Los teólogos lo razonan, y a nivel intelectual su razonamiento es impecable,
pero... Un puro razonamiento no basta a la generalidad de los hombres. No
lo entienden, acaso porque el hombre no es sólo intelecto, y porque muchas
veces el intelecto no llega a anular lo que el corazón siente, o su propia
limitación le impide penetrar hasta la raíz de la respuesta.
Pero, ¿es que es necesario entender para aceptar? ¿Es necesario que todo
sea tan pequeño que nos quepa en nuestra limitadísima inteligencia? El
problema del mal y del sufrimiento del justo y del inocente está ya
planteado desde muy antiguo, y en el Libro de Job se trató con una
profundidad y una belleza insuperables. Allí está el paciente y atribulado
Job con sus quejas aún no igualadas, y allí están sus amigos Elifaz, Bildad y
Sofar, que después de estar sentados con él «en tierra por espacio de siete
días y siete noches», sin decir ninguno de ellos palabra alguna, «viendo
cuán grande era su dolor» (Job 2, 13), tomaron sucesivamente la palabra
para consolarle, intentando que reconociera su pecado (pues debía haberlo
cometido, ya que de tal modo era castigado por Dios) para que de esta
manera Él le perdonara y le levantara el castigo. Así, hasta que Dios toma la
palabra y les hace ver a todos, aunque se dirige a Job, su inmensa
limitación. «Cíñete como varón tus lomos. Voy a preguntarte, contéstame
tú. ¿Dónde estabas tú al fundar yo la tierra? Dímelo, si tanto sabes». Y las
preguntas sin respuesta se suceden: ¿Quién cerró con puertas el mar?
¿Acaso has mandado tú en tu vida a la mañana, y has enseñado su lugar a la
aurora? ¿Cuál es el camino para las moradas de la luz? «Dilo, si lo
conoces». Y las tinieblas, ¿dónde habitan? ¿Has ido a los escondrijos de la
nieve? ¿Cuál es el camino por el que se difunde la niebla? ¿Quién abre sus
sendas al rayo? «¿Mandas tú a los relámpagos y van ellos diciéndote:
Henos aquí?».
Son tantas las cosas que ignoramos, tantas las cosas que desconocemos
sin que por ello nos sintamos inquietos, irritados o escépticos, que alguna
más no debería importarnos. Los antiguos gnósticos querían comprender
para creer, pero planteaban el problema al revés, porque sólo el que cree
alcanza la comprensión. Y además existe el misterio, que es real aun
cuando no lo entendamos. En este aspecto, y dada la limitación de nuestra
inteligencia, lo mismo que «la esencia de muchas preguntas consiste
precisamente en no recibir una respuesta humana adecuada», como alguien
dijo, hay que admitir la existencia de respuestas que exigen de nosotros el
asentimiento por la sola razón de ser Él quien nos las da. No es necesario
comprender para aceptar, pues muchas veces basta amar simplemente.
Acaso hoy el mundo –los hombres y las cosas– anden tan a la deriva,
todo tan revuelto y sin dirección, porque la pequeñez de la humana razón no
admite sino lo que le cabe, que es bien poco; y antes que admitir una regla
moral que no depende de nosotros, y una naturaleza humana caída y
redimida, antes que admitir una respuesta que no somos capaces de
entender (quizá porque no la queremos admitir) preferimos crear un orden y
dar una explicación «racional» –en términos filosóficos diríamos:
racionalista– del hombre y del mundo. Pero es en vano.
Como dista el cielo de la tierra y oriente de occidente, así distan los
caminos de Dios de los nuestros. ¿Cómo vamos a pretender entender los
designios de Dios? A Él le basta con que confiemos en su amor por
nosotros como confía un niño en el amor de sus padres. Preguntan, les
responden, no entienden y se van tan satisfechos porque han respondido a
su pregunta. No entienden, pero, ¿qué importa? Hasta en lo humano es
imposible vivir con la pretensión de entenderlo todo.
«No entendieron su respuesta», pero no fueron más allá porque les bastó
que Jesús respondiera. Sabían que había una razón, aun cuando no llegaran
a penetrarla. Fue suficiente para ellos, y debe serlo también para nosotros si,
como ellos, sabemos de cierto por la fe que Jesús es Dios y que, por tanto,
cuanto dice es cierto con toda certeza porque Él es la Verdad.
 

17. Les estaba sujeto

 
Después del episodio del templo, San Lucas encierra dieciocho años en
apenas tres líneas. Dice: «Bajó con ellos y vino a Nazaret, y les estaba
sujeto, y su madre conservaba todo esto en su corazón. Jesús crecía en
sabiduría, en edad y gracia delante de Dios y delante de los hombres» (Lc 2,
51 y 52). No se menciona en el texto explícitamente a José, pero está
incluido en las expresiones «bajó con ellos» y «les estaba sujeto». Bajó con
María y José, estaba sujeto a María y José.
De esos dieciocho años, no se sabe cuántos estuvo sujeto a José, pues,
aunque nos pese, no hay medio de averiguar cuándo murió el santo
patriarca. Hay una coincidencia general en afirmar que fue antes de que
Jesús comenzara su vida pública, coincidencia fundada en observaciones y
argumentos muy razonables y que muy difícilmente pueden ser rebatidos;
pero cualesquiera que fueran los años que todavía vivió José, lo cierto es
que desde la vuelta de Egipto hasta que, cumplida su misión, abandonó esta
vida, tan sólo se le menciona cuando se narra el viaje a Jerusalén con
ocasión de la Pascua. Después, nunca más, a no ser tan sólo alguna alusión
indirecta.
Lo cual no quiere decir que, a partir de aquel momento, su vida o su
misión junto a Jesús y María perdiera importancia, sino solamente que no
volvió a haber suceso alguno que se saliera de lo corriente, nada que
sobresaliera por encima de lo común y ordinario y que, por tanto, hubiera
de ser mencionado.
Al decir el Evangelio que Jesús «les estaba sujeto» se debe entender,
sobre todo, o principalmente, que Jesús les obedecía, que estaba sujeto a la
autoridad de María y José; y siendo José el cabeza de familia, que estaba
sujeto particularmente a su autoridad. No una autoridad puramente teórica,
formal, sino una autoridad real, ejercida. No se podría haber dicho de Jesús
que obedecía si no hubiera algo en qué obedecer, y esto siempre supone
alguien que mande.
Existen textos extrabíblicos que aclaran las obligaciones (al menos,
algunas de ellas) que los padres tenían en Israel con relación a sus hijos:
«Deberes del padre hacia su hijo: circuncidarle, rescatarle, instruirle en el
Torá y en un oficio, darle mujer». Ambos géneros de instrucción, la de la
ley de Dios y la de un oficio, requieren maestro y discípulo: alguien que
sabe y enseña, y alguien que ignora y es enseñado. Hasta los doce años,
mientras que Jesús no tuvo aún esa personalidad que la ley reconocía a los
varones y que les facultaba –y aun obligaba– para visitar el templo por la
Pascua, obedecía a sus padres, como todo niño, y evidentemente les estaba
sujeto. ¿Por qué, pues, San Lucas –mejor dicho, el Espíritu Santo a través
de San Lucas– consideró oportuno decir que «les estaba sujeto» a su
regreso a Nazaret después del episodio del templo? ¿Por qué precisamente
lo dice con relación a este tiempo, y no con relación a los años anteriores,
antes de la adolescencia, durante los cuales, evidentemente, también les
estaba sujeto?
Que José tenía autoridad y la ejercía es indiscutible. No se puede educar
si no se indica lo que se debe hacer, lo que está bien y lo que está mal, el
modo como hay que comportarse. Jesús, como todos los niños (y no hay el
más leve indicio en la Revelación que indique cosa distinta), aprendió a
andar y a hablar, a conocer los objetos, el modo como debía hacer las cosas,
a manejarse. Ambos, María y José, le enseñaron e influyeron en su aspecto
humano. No sabemos si antes de lo del templo hubo alguna vez que
corregirle, fuera María o José quien lo hiciera, ese género de
equivocaciones que suelen cometer los niños cuando están aprendiendo. En
todo caso hubo algo en el episodio del templo sobre lo que se nos llama la
atención por medio de esa aparentemente poco importante expresión: «les
estaba sujeto», algo que hacía distinta de algún modo la sujeción de después
de lo del templo a la sujeción que Jesús tenía antes.
En el templo, con ocasión del viaje a Jerusalén por la Pascua, Jesús
adoptó por primera vez una actitud distinta a la que siempre tuvo; algo se
había puesto de manifiesto, y en adelante las cosas no fueron exactamente
igual que antes. Jesús seguía estando sujeto, José seguía detentando la
autoridad familiar, pero tanto la obediencia de Jesús como la autoridad de
José tenían un matiz distinto. Jesús había sustraído explícitamente una parte
de su vida de la autoridad familiar, haciendo notar su independencia en
cuanto tuviera relación «con las cosas del Padre». Se había manifestado
ante ellos, por un breve momento y con toda claridad, como Mesías, y nada
pudo ser ya en adelante como si tal cosa no hubiera ocurrido. Mencionar
aquí explícitamente, después de esto, que «les estaba sujeto» parece indicar
que Jesús, con plena conciencia, obedeció no sólo voluntariamente en todo
cuanto era de la competencia de José y María (esto ya lo hacía antes), sino
con una deliberación mayor, con una libertad más determinada, como
acentuando la importancia de la unión de la familia, en la que debe haber
siempre una cabeza y una autoridad. Poco le quedaba ya a José que enseñar
a Jesús –si es que algo quedaba– respecto a la Ley, pero mucho todavía en
el oficio. José se contuvo en los límites en los que su autoridad debía
ejercerse, y Jesús siguió tan sujeto como siempre. Sólo que no podemos
pensar en órdenes o mandatos y una obediencia servil; ejercitar la
autoridad, en este caso, debió ser cosa llana por la disposición de Jesús y
por el conocimiento que José tenía de su condición. Y, sobre todo, porque el
amor daba una tal unidad a los tres que bastaba una ligera indicación, una
palabra, una mirada para entenderse a la perfección.
Si Dios quiso que su Hijo, en lo humano, se atuviese al orden que Él
había establecido naciendo, creciendo y educándose en el seno de una
familia, es evidente que quiso también para Él todo lo que esta ordenación
lleva consigo. Dios quiso, pues, que Jesús viviera sujeto, obedeciera a la
autoridad familiar, se dejara educar y aprendiera un oficio; y para esto era
necesario que hubiera alguien a quien estar sujeto, alguien que tuviera
autoridad para mandar, obligación de educar y voluntad de enseñarle cuanto
le era conveniente. Éste fue el papel que, en orden a lo que podemos
considerar como la preparación humana de Jesús, hubo de desempeñar José.
La expresión «les estaba sujeto» expresa, pues, de un lado, tanto la
ordenación a la que el Padre quiso que se sometiera su Hijo Unigénito como
la voluntad de Jesús de quedar sujeto a quien Dios había elegido para
gobernar la familia de la que Él formaba parte; y de otro, tanto la obligación
de José de educar y enseñar a Jesús como la de Jesús de ser dócil y aprender
lo que, en lo humano, necesitaba para desenvolverse en el ambiente en que
debía vivir.
Por lo general, los comentaristas del Evangelio, y desde luego los Santos
Padres, fijan la atención en el ejemplo de Jesús, como es natural. Así,
Maldonado dice, en conformidad con Orígenes y San Ambrosio, San Beda
y otros, que parece como si el evangelista hubiera puesto especial empeño
en observar que les estaba sujeto, «no se fuera a pensar que se había
emancipado Cristo, y que por dedicarse a los negocios de su Padre había
menospreciado la obediencia a sus padres. Se retiró, pues, con sus padres y
les estuvo sometido, de modo que el que poco antes se había mostrado
como Dios enseñando a los doctores de los judíos, se muestra ahora como
hombre obedeciendo aún a sus padres terrenos, dándonos justamente un
ejemplo de humildad y reverencia». Pero tal sumisión –indica San
Ambrosio– no es indicio de flaqueza, sino de piedad.
Ahora, sin embargo, estamos considerando la figura o, si se prefiere, la
conducta de José en lo que tiene de ejemplaridad aprovechable para
nuestras vidas y en la medida en que podemos establecer hechos ciertos
aunque no estén explícitamente mencionados. Y estos hechos ciertos son
que José era cabeza de familia y, por serlo, tenía la autoridad; que, como tal
cabeza de familia, tenía la obligación de educar a Jesús y para ello era
necesario que ejerciera esa autoridad, enseñando y, si era necesario,
corrigiendo. Y, desde luego, proveer al sustento de la familia.
***
Dicho así parece que todo ello es cosa hecha, pero cuando se piensa un
poco más despacio y se pone alguna atención no es difícil percibir que es
tarea delicada y de no poca responsabilidad.
Comenzando por lo más obvio, el sustento, hay una diferencia notable
entre lo necesario y lo superfluo, entendiendo por necesario no lo
simplemente indispensable para sobrevivir, sino lo que necesita un niño
para desenvolverse en el ambiente en que vive. Cuando una familia es
pobre el nivel de lo necesario no suele ser muy alto, y desde luego el
peligro de maleducar a los hijos por la vía de satisfacer sus caprichos es
mínimo, suponiendo que exista. Pero cuando el nivel familiar es alto y los
medios económicos abundan, entonces el peligro existe y es grande, porque
se acostumbra a los hijos a gastar alegremente lo que todavía no ganan, y a
que se creen necesidades superfluas, y no raras veces nocivas, que luego no
podrán satisfacer sin un trabajo serio y constante al que no empuja la
abundancia familiar y la facilidad con que obtienen de sus padres el dinero.
Esto sin mencionar el daño que la irresponsabilidad y el desconocimiento
del valor del dinero (que sólo puede ser apreciado por aquel a quien ganarlo
le cuesta esfuerzo) puede acarrearles a la larga.
No era éste, desde luego, un problema para José, ni lo es para una
inmensa mayoría de los padres, pero es bueno conocerlo y tenerlo en
cuenta.
En cuanto a la educación de los hijos, es un fin esencial del matrimonio,
y un deber y un derecho de los padres. Que es un deber quiere decir que es
algo a lo que no pueden sustraerse por el sencillo procedimiento de llevar a
los hijos a alguna parte donde los eduquen; deben hacerlo, desde luego, en
la medida que puedan, pero esto no les exime de lo que nadie puede hacer
en su lugar. El ambiente familiar es tan decisivo en la educación de los hijos
que difícilmente se puede suplir. Y que es un derecho quiere decir que nadie
puede legítimamente impedirles la educación de sus hijos, o la libre
elección del centro educativo, u obligarles a que le eduquen en la mentira,
por lo que deben defender este derecho frente al Estado o frente a quien
pretenda arrebatarles el ejercicio de esta obligación. Son ellos quienes en
primer lugar deben responder de sus hijos ante Dios, y esto les confiere el
derecho a educarles.
Si una persona lo es por ser imagen y semejanza de Dios, si lo que la
constituye como tal es estar dotada de una razón capaz de conocer y de una
voluntad libre que puede querer o no querer, elegir una cosa u otra, o
abstenerse, la educación debe dirigirse principalmente a la formación de la
inteligencia y a la formación de la voluntad. Como el objeto de la razón es
la verdad, educar la inteligencia es prepararla para que busque y acepte la
verdad siempre y jamás admita la mentira; y como el objeto de la voluntad
es el bien, educarla consiste en entrenarla (si puede utilizarse esta palabra
tan gráfica) para que quiera lo que debe por encima de gustos o apetencias.
Pero se trata de querer eficazmente, según aquello de Camino: «Me dices
que sí, que quieres. –Bien, pero ¿quieres como un avaro quiere su oro,
como una madre quiere a su hijo, como un ambicioso quiere los honores o
como un pobrecito sensual su placer? –¿No? –Entonces no quieres» (n.
316).
Queda claro que obligación del padre es educar. Ahora bien: si quiere
educar, debe mandar. No, evidentemente, como un oficial a los soldados; no
es concebible pensar en San José gritando o dando órdenes. Basta una
indicación... si el que manda tiene autoridad; son precisamente los que no la
tienen los que deben ordenar a gritos y hasta con amenazas de castigos. Y la
autoridad que se tiene en principio (los niños no suelen rebelarse ni
menospreciar las indicaciones, aunque a veces desobedezcan retrasando lo
que les mandan) se debe conservar. En este aspecto es importante una
observación de Sigrid Undset, fruto de su experiencia: «Además –escribió–
llegué a otra constatación: que el deber de los padres es el de vivir de tal
manera que los hijos les puedan venerar». Mucho tiempo antes otra mujer –
Santa Teresa–, en circunstancias muy distintas y con estilo diferente, había
llegado también a una idéntica conclusión: «Considero algunas veces cuán
mal lo hacen los padres que no procuran que vean sus hijos siempre cosas
de virtud de todas maneras». Hay una autoridad moral que no sólo inspira
respeto, sino obediencia y hasta docilidad, y que desde luego es en un padre
algo bastante más importante que el hecho de ganar mucho dinero. La
ejemplaridad en la conducta, el talante, la atención al desarrollo y a los
problemas de los hijos (pero no como mera condescendencia hacia ellos,
como si se tratara de una insignificancia a la que hay que prestar una
amable atención para no defraudar), y hasta el respeto con que se les trata,
son elementos que guardan relación con la autoridad moral. Con su agudeza
habitual, Bernanos hace como de pasada una alusión a la educación de los
hijos en Diálogos de carmelitas, alusión que no está de más recoger por lo
que ilustra este punto. Después de un breve diálogo, uno de los
interlocutores termina diciendo esta gran verdad: «es más fácil ser amigo
que padre...».
Así es, efectivamente. Es mucho más fácil, y requiere menos trabajos y
desvelos, ser amigo que ser padre. Esto, ser padre, saber serlo, es una tarea
que exige dedicación, estudio (pero no precisamente de libros, sino de los
hijos), sensibilidad, tiempo, delicadeza y, de modo especial, mucho amor y
conciencia de responsabilidad. Hoy, sobre todo, cuando se ha minado el
concepto de la autoridad de los padres y hasta se la ha presentado como un
obstáculo a la libertad de los hijos, como una traba que impide su libre
desarrollo, ser padre es muy difícil. ¿Cómo acertar? Si se es padre «a la
antigua», de «ordeno y mando», de castigos, los hijos pueden acabar
rebelándose y rompiendo con ellos; si para evitar el rompimiento se
transige, los hijos pueden de hecho someter a los padres a una especie de
«chantaje» que les permita vivir a su gusto sin trabas, esto es, sin disciplina,
de modo que los padres cedan en todo bajo esta especie de espada de
Damocles, viviendo entre los disgustos y la angustia y sin saber nunca si lo
mejor será seguir transigiendo o adoptar una actitud enérgica.
Lo malo del asunto es que no hay panaceas, aunque, afortunadamente, sí
algunos principios. Por de pronto, los padres deben saber que hay cosas que
dependen de ellos y cosas que no dependen de ellos. Estas últimas deben
encomendarlas a Dios y desentenderse de ellas, pues por mucho que las
consideren y por más que se muevan no van a poder hacer nada, ya que no
dependen de ellos. Ahora bien: en lo que de ellos dependa, ahí si deben
ocuparse, y ocuparse seriamente. Como no son propietarios de los hijos
(sino como delegados de Dios para ayudarles a hacerse hombres), respetar
su libertad es tan importante como hacerles respetar la ajena, y una parte
importante de esta educación en la libertad es dejarles asumir su
responsabilidad, lo cual supone dejarles afrontar las consecuencias de sus
propios actos.
Deber de los padres es educarlos en la ley de Dios y enseñarles un oficio,
como ya antes se vio: en cuanto a lo primero, las verdades necesarias para
la salvación (y necesarias también para vivir en paz en el mundo) tienen que
ser el objetivo más importante de la educación, pues si no hay temor de
Dios no hay garantía alguna para nada, y si desenvuelven su vida sobre la
base no de verdades, sino de ideas falsas, entonces esa vida puede ser una
vida rota y desgraciada, y además poner en grave peligro la salvación
eterna. Por eso deben los padres «educarles en la ley». En cuanto a lo
segundo, ponerles en condiciones de que puedan ganarse honradamente la
vida y formar un hogar, pero respetando las aptitudes, aficiones y deseos de
los hijos, aconsejando (no imponiendo: es muy duro encontrarse con tener
que pasar la vida trabajando a contrapelo), y no confundiendo los estímulos
con los premios a la pereza o a la abulia.
Por supuesto José jamás encontró problemas o dificultades por parte de
Jesús; los encontró, y muy duros, en otros campos. Pero en lo que respecta a
la educación –y aquí está, quizá, la más clara lección, y hasta acaso la más
práctica y segura que en esto podemos deducir– José hizo en cada caso y
circunstancia lo que debía hacer. No lo más eficaz para obtener tal o cual
resultado, no lo más conveniente para acertar en lo que se juzga mejor. Es
muy importante detenerse aquí siquiera sea un momento. No se puede
convertir la obligación de los padres en un acertijo (¿qué hacer para
atinar?), pues no se trata de un juego de azar y tampoco de «obtener
resultados». Lo primero –«acertar»–, porque el ejercicio de la autoridad o la
adopción de una medida adecuada no es una simple cuestión de suerte, sino
de madurez, de prudencia, de entereza, que nunca debe tomarse o ejercerse
a ciegas. Lo segundo, porque el resultado no es –ni debe ser– un objetivo,
sino una consecuencia. El objetivo es hacer lo que debe hacerse, agrade o
no, resulte cómodo o incómodo; pues si por buscar un resultado se hace lo
que no se debe hacer, o deja de hacerse lo que debería haberse hecho,
entonces es muy difícil que nada salga bien. Faltar al deber nunca trae
buenas consecuencias. Otra cosa es que la prudencia diga el modo como
deba hacerse, o el momento. Pasar por alto sin corregir lo que está mal por
temor a la reacción es cobardía más que prudencia, y un modo de hacer
daño a quien sólo se quisiera hacer el bien.
Y por lo mismo, es importante, a efectos educativos, no colocar al mismo
nivel lo esencial que lo accidental, pues si en lo primero toda transigencia
puede ser funesta, toda intransigencia en lo segundo es deformadora y
capaz de despertar sentimientos de irritación; de aquí que ayudar a que los
hijos tengan un ámbito cada vez mayor de iniciativa personal y capacidad
de elección, según van creciendo en edad, inculcándoles el sentido de la
proporción y dejándoles responder de las consecuencias que les acarrean
sus decisiones, sea el medio más apropiado para que vayan adquiriendo la
progresiva madurez que el crecimiento debe llevar consigo.
En suma: los padres deben ejercer la autoridad si quieren educar, pero
deben saber ejercerla; deben llenar su cometido enseñando, corrigiendo,
incluso castigando cuando ello es el único modo de evitar un daño,
comprendiendo, exigiendo, ayudando y disculpando; pero siempre con ese
respeto a la libertad que les hará ver hasta dónde deben llegar y desde
dónde deben dejar al hijo que adopte decisiones y cargue con las
consecuencias. Pero sabiendo que la educación y el ejemplo no producen
efectos mágicos, pues no basta enseñar a los hijos si éstos no quieren
aprender, ni por lo general basta conocer el bien para hacerlo. Hay un gran
misterio en esa delicada y sensible relación entre la libertad y la gracia, y
nadie puede nunca garantizar un resultado determinado en la educación de
los hijos. Por eso, quizá, la actitud más razonable de los padres es tener la
humildad suficiente para pedir a Dios luz y ayuda para tan tremenda tarea,
además de poner los medios.
 

18. El hijo del artesano

 
Al terminar de contar el episodio del templo, dice San Lucas que Jesús
«bajó con ellos y vino a Nazaret». Allí, en Nazaret, parece haber
transcurrido prácticamente toda la vida de José. «Y, ¿qué puede esperar de
la vida un habitante de una aldea perdida, como era Nazaret? Sólo trabajo,
todos los días, siempre con el mismo esfuerzo. Y, al acabar la jornada, una
casa pobre y pequeña, para reponer las fuerzas y recomenzar al día
siguiente la tarea» (J. Escrivá de Balaguer).
Esta fue, en efecto, la vida de San José desde la vuelta de Egipto, como
lo había sido antes desde que fue hombre. Probablemente murió antes de
comenzar Jesús su vida pública, pero todavía se le recordaba en Nazaret
tiempo después y se le recordaba, sobre todo, por su condición de
trabajador, como se comprueba en las referencias que hace el Evangelio.
«Jesús, al empezar, tenía unos treinta años y era, según se creía, hijo de
José» (Lc 3, 23). Así dice San Lucas cuando, después de haberse ocupado
brevemente del bautismo de Jesús, abre con su genealogía los años de la
vida pública. Y un poco más adelante, con ocasión de la visita que hizo
Jesús a Nazaret, y que tan poco fruto dio por la incredulidad de sus
paisanos, recuerda el comentario del pueblo asombrado por la sabiduría de
sus palabras: «¿No es éste el hijo de José?» (Lc 4, 22).
Esta vez San Lucas se inclinó del lado de San José, mientras que San
Mateo es el que menciona a la Virgen: «¿No es éste el hijo del carpintero?
¿No se llama María su madre...?» (Mt 13, 55). San Marcos, por su parte,
coincide más con San Mateo que con San Lucas: «¿No es acaso el
carpintero, hijo de María...?» (Mc 6, 3).
Debe advertirse que en las traducciones no es del todo exacto decir
«carpintero», tanto con respecto a José como en relación a Jesús. «Faber»
dice la Vulgata, término que según la opinión más general debe traducirse
como «artesano». José, pues, era un artesano, un trabajador que ganaba con
sus manos el sustento para sí y para los suyos. Probablemente fue San
Justino el origen de que se identificara el oficio de San José con el de
carpintero, pues así lo dijo en el Diálogo con Trifón; teniendo en cuenta su
autoridad y que escribió en el siglo II, no es extraño que a la larga haya
prevalecido. Con todo, el término utilizado en el texto griego tanto puede
designar a un obrero que trabaja el hierro como a uno que trabaja la madera.
San Ambrosio, y también San Hilario, se pronunciaron por un José herrero,
y no fueron los únicos. De todos modos cabe asimismo que fuera ambas
cosas; Nazaret, al fin y al cabo, no era una ciudad tan grande como para
tener, digamos, obreros especialistas, y como sucede en pueblos pequeños,
más que aprender una especialidad, se aprendía a resolver los problemas
que presentaba la vida cotidiana, a remediar o satisfacer las necesidades
más perentorias de la gente sencilla de una sencilla aldea, lo que equivale a
decir que eran oficios con los que se podía atender a diversos campos. Hay
quien traduce el término griego como «ebanista, constructor de casas», y
aun algún autor antiguo –aunque no con gran fundamento, a decir verdad–
le hace platero.
Cualquiera que fuese, sin embargo, su ocupación, está fuera de toda duda
que se trataba de un oficio humilde, de escaso relieve: «un obrero que
trabaja en servicio de sus conciudadanos, que tenía una habilidad manual,
fruto de años de esfuerzo y de sudor» (J. Escrivá de Balaguer).
Era cabeza de familia y un hombre pobre. Como cabeza de familia sobre
él recaía la responsabilidad de mantener con decoro a los suyos, y como
pobre no tenía otro capital que el conocimiento de un oficio, capital al que
había que hacer rendir mediante el trabajo. Y hasta en éste se traduce esa
especie de sello personal de José que es lo obvio, lo sencillo (que no es lo
mismo que lo fácil). Perseveró siempre en el mismo trabajo, como si se
hubiera impuesto a sí mismo ser fiel a aquel consejo del Eclesiástico (11,
21) que decía: «sé constante en tu oficio y vive en él, y envejece en tu
profesión». Toda una vida trabajando, pero a gusto y sin dar mayor
importancia a lo que fue un servicio continuado no sólo –aunque
principalmente– a Jesús y María, sino a todo el que necesitara de su
habilidad y de su esfuerzo.
Como San Pablo años después, José no comió su pan de balde, y trabajó
con afán y fatiga día y noche para no ser gravoso a nadie (II Tes 3, 8). A
nadie lo fue, y sacó adelante a su pequeña familia con lo justo, es cierto,
porque nunca salió de pobre, pero con lo suficiente. Y no se limitó a la
materialidad de fabricar cosas, de cumplir encargos. Hay modos y modos de
trabajar, y el trabajo se puede hacer con resentimiento, con indiferencia y
casi mecánicamente, o con poco o ningún interés, pero también con gusto.
Por lo general, sólo el trabajo que se hace con gusto es un buen trabajo,
porque entonces ese trabajo se ama. Hay una enorme dignidad en el trabajo,
y esta dignidad –como recordó Mons. Escrivá de Balaguer– «está fundada
en el amor», porque es el amor a la obra bien hecha lo que es capaz de
dignificar el más humilde de los quehaceres... y a quien lo ejecuta.
Pues siendo el trabajo la actividad a la que Jesús dedicó la mayor parte
de su vida, fue santificado por Él y dotado de un valor de redención; por
tanto, es algo capaz de trascender los límites puramente naturales y
convertirse en una ofrenda a Dios y, lo que todavía es más aún, en una
colaboración en la obra redentora. A condición, sin embargo, de que
realmente esté hecho con amor, pues es éste, el amor, el que despoja al
trabajo de la carga de servilismo que pueda arrastrar y lo convierte en un
servicio. Entonces es cuando hay esmero por hacer la obra bien hecha, y
también cuando se puede hablar con entera propiedad del honor del trabajo,
ese honor acerca del cual escribió Charles Péguy páginas espléndidas,
alguna de las cuales merece ser transcrita aun cuando la cita resulte, quizá,
excesivamente extensa:
Conocimos un honor del trabajo (...). Hemos conocido ese esmero
llevado hasta la perfección, igual en el conjunto que en el más ínfimo
detalle. Hemos conocido esa piedad de la obra bien hecha llevada hasta
sus exigencias más extremas (...). Aquellos obreros... tenían honor. Era
necesario que una pata de silla estuviera bien hecha. Era algo
sobreentendido. Era mostrar superioridad. No había que hacerla
forzosamente bien a causa del salario, o medianamente por el salario.
No había que hacerla bien para el patrón, ni para los entendidos, ni para
los clientes del patrón. Era necesario que estuviera bien hecha por sí
misma, en sí misma, para sí misma, en su mismo ser. Una tradición que
procede de lo más profundo de la raza, una historia, un absoluto, un
honor, querían que esa pata de silla estuviera bien hecha. Cada pata de
silla, aunque no estuviera a la vista, era tan perfecta como la que se
veía. Éste es el principio mismo de las catedrales (...).
Todos los honores convergían en este honor. La decencia y la finura del
lenguaje. Aquel respeto al hogar. Un sentido del respeto, de todos los
respetos, del ser mismo del respeto, por así decirlo. Todo era una
ceremonia constante. Por otra parte, con frecuencia, el hogar se
confundía con el taller, y el honor del hogar y el honor del taller eran un
mismo honor (...). Todo era ritmo y ceremonia desde la luz de la aurora.
Todo era tradición y enseñanza, todo había sido legado, todo constituía
la más sana costumbre. Todo era elevación interior, y una oración toda
la jornada, el sueño y la vigilia, el trabajo y el escaso reposo, el lecho y
la mesa, la sopa y la carne, la casa y el jardín, la puerta y la calle, el
corral y el umbral, y el plato sobre la mesa (...).
Y como consecuencia, todos los hermosos sentimientos derivados y
filiales. El respeto a los ancianos, a los padres, a la familia. Un
admirable respeto a los niños. Naturalmente, respeto hacia la mujer –y
es muy necesario decirlo, porque hoy se echa mucho de menos un
respeto hacia la mujer, por sí misma–. Un respeto hacia la familia, al
hogar. Y, sobre todo, el gusto y el respeto al respeto mismo. Un respeto
hacia la herramienta y hacia la mano, esa suprema herramienta.
Aun cuando Péguy escribió L’argent (de donde están tomados los textos
transcritos) en 1912, y pudiera parecer que sus palabras no se adecuaban a
los tiempos de José de Nazaret ni a los nuestros, hay algunas observaciones
que bien merecen un comentario. En su niñez todavía conoció artesanos que
trabajaban en su propia casa. Hogar y taller eran una misma cosa. Un
artesano modesto, pero independiente, no sujeto a un patrono, que
generalmente trabaja en encargos, tal parece que fue San José. Tareas
variadas, objetos útiles para distintos usos que él hacía desde el principio
hasta terminar bien el acabado. Una vida «sencilla, normal y ordinaria,
hecha de años de trabajo siempre igual, de días humanamente monótonos,
que se suceden los unos a los otros» (J. Escrivá de Balaguer), sí, pero
también siempre nuevos, porque cada uno tenía su modo peculiar de
descubrir a Dios al realizar la tarea cotidiana. Pues hacer el trabajo cara a
Dios es muy importante; tanto, que precisamente en ello estriba la
diferencia que hay entre un trabajo, por bueno que sea, y un trabajo que,
además de ser bueno, trasciende los limites naturales para ser medio de
santificación.
Un trabajo de artesano, de esos en los que la precipitación parece que no
cabe; un trabajo hecho sin impaciencia, sin forzar el tiempo, hecho con
sosiego. En suma, un trabajo bien hecho, sin escatimar horas, porque el
mejor camino no es siempre el camino más corto, sino que a veces es el
más largo. Y él, José, tenía todo el tiempo del mundo. No le acuciaba el
afán de producir mucho para ganar mucho a costa, incluso, de un trabajo
precipitado y defectuoso; tenía lo necesario y ni él ni la Virgen codiciaban
nada más, y en verdad que con ello daba la pauta de lo que entraña la virtud
cristiana de la pobreza, esa pauta que para la mentalidad del hombre
contemporáneo resucitó Monseñor Escrivá de Balaguer en uno de los
puntos de Camino (n. 631): «Despégate de los bienes del mundo. Ama y
practica la pobreza de espíritu: conténtate con lo que basta para pasar la
vida sobria y templadamente». Por eso, quizá, le es más fácil a un hombre
poco (o nada) ambicioso hacer bien su trabajo, lo tiene en suficiente estima
para no echárselo de encima de mala manera, de modo que puede cuidar los
detalles y dejarlo bien terminado.
No importa que un trabajo sea humilde, nada vistoso, poco apreciado.
Los trabajos más selectos suelen ser los menos necesarios para la
generalidad de los hombres, y por ello mismo los más superfluos. Es más
necesario, y presta un mayor servicio, hacer pan que diseñar una joya; es
más útil un armario que una figurilla de porcelana, y desde luego puede
prescindirse más fácilmente en cualquier hogar de una lámpara de cristal
tallado que de una mesa.
Es cierto que hay oficios que los hombres llaman nobles, y otros que se
consideran viles; trabajos liberales y trabajos serviles, trabajos intelectuales
y trabajos manuales. Pero también es cierto que, a los ojos de Dios, son
otras las cosas que cuentan, pues «al haber sido asumido por Cristo, el
trabajo se nos presenta como realidad redimida y redentora: no sólo es el
ámbito en el que el hombre vive, sino medio y camino de santidad, realidad
santificable y santificadora». Ésta es la razón por la que el autor de estas
palabras, Monseñor Escrivá de Balaguer (a quien pienso que se debe la más
fecunda clarificación acerca del trabajo como vocación cristiana, y también
una de las más pródigas en consecuencias), afirmaba que la eficacia de un
trabajo la medía por los resultados que tenía en orden a la santificación de
quien lo realizaba. Y así, tampoco puede dejarse de lado otra importante y
aleccionadora consecuencia, a saber: que la categoría de un trabajo no
reside en que sea de una clase u otra, sino en el amor que se ponga al
hacerlo, en el amor con que se haga. De este modo, un buen ebanista tiene
más categoría que un mal profesor, y el trabajo de una mujer de la limpieza
puede ser ante Dios más valioso que el de un ministro. Bajo la externa
rusticidad de algunas tareas hay una interna nobleza que suele pasar
inadvertida a los ojos de los hombres, pero no a la amorosa mirada de Dios,
que tiene más penetración y otro modo de medir las cosas y de valorar el
trabajo humano y las acciones de los hombres.
***
Para nosotros, para los hombres corrientes que realizamos un trabajo
vulgar a todo lo largo de nuestra vida; para las mujeres que se afanan un día
tras otro en las mismas tareas, hechas al mismo ritmo y con la misma falta
de aplauso, como si nada de lo que hacen tuviera la más mínima
importancia; para esos trabajadores sudorosos en cuya tarea nadie se fija
porque carece de relieve; para todos los que realizamos un trabajo oscuro y
sin brillo, el trabajo de José, el artesano de una aldea de muy escasa
categoría («¿De Nazaret puede salir algo bueno?», se lee en Io 1, 46), es un
ejemplo y un consuelo.
Su trabajo no fue cómodo ni brillante, pero gracias a él salió adelante
aquella pequeña familia; fue monótono, sin grandes perspectivas, sin obras
maestras, pero no decayó su constancia, ni su paciente y diario esfuerzo. No
fue un inquieto, siempre descontento de su tarea, cambiando
constantemente de un quehacer a otro, permanentemente insatisfecho y
buscando en la mudanza del oficio un sosiego imposible de hallar fuera de
sí mismo, pues cuando no se ama el trabajo es imposible encontrar en él
ninguna clase de satisfacción, por muchas veces que se cambie de tarea. Y
el trabajo no siempre es fácil de amar si está ausente la referencia a Dios y
al plan de Dios.
Es verdad que no siempre es posible sentir satisfacción cuando se realiza
el trabajo, o por el trabajo realizado. Quizá muchas veces no podamos
ofrecer a Dios más que la propia fatiga, el cansancio que deja en nosotros el
esfuerzo sostenido, el trabajo de cada día, siempre el mismo, que ni siquiera
llega a tener el aliciente de una cierta novedad, o la ilusión de que es algo
cuyo mérito acabará por ser apreciado. Una fatiga que no es gloriosa como
es, por ejemplo, la del deportista al final de una prueba, un cansancio tan
poco glorioso como la tarea que lo ocasiona. No importa. José de Nazaret
pasó por todo eso, y hasta quizá por otra clase de sinsabores en su trabajo,
además. También Jesús conoció el cansancio y la fatiga del taller, y la
monotonía de los días sin relieve y sin historia. Y con todo, jamás hubo
tarea más fructífera que la de José. El gran Lope de Vega, en la comedia
sobre el nacimiento de Cristo y la vuelta de Egipto, supo captar uno de sus
aspectos menos llamativos pero más importantes:
ÁNGEL: ¡Bendita mil veces sea
tu humildad divina y santa,
pues tanto a José levanta,
cuando humillarse él desea!
¿Vos vivís, Señor eterno,
de su trabajo?
JESÚS: Él sustenta mi vida,
y yo por su cuenta vivo,
me amparo y gobierno.
José, mi padre legal,
esta preeminencia tiene,
que dar sustento a Dios viene,
que es sustento universal.
Deberá a José el suelo
la sangre que yo le daré,
pues de su trabajo fue.
ÁNGEL: ¡Bendiga tu nombre el cielo!
JESÚS: La sangre con que he nacido
ésa se debe a María;
la que encuentro cada día
a José se la he debido.
Y Péguy tenía razón cuando, hablando del trabajo, añadía: «Maestros,
curas, padres, nos decían que un hombre que trabaja bien y que sabe
comportarse puede estar seguro de no carecer nunca de nada». En estas dos
cosas está la dignidad del pobre, en trabajar bien y saber comportarse, y
también su fuerza. San José, es verdad, nunca fue durante su vida lo que
suele conocerse como «un hombre de éxito». Pero –aparte de que el ansia
del éxito puede ser a veces un serio obstáculo para hacer bien el trabajo, por
cuanto se pone como objetivo lo que tan sólo suele ser un resultado– no
parece que esto llegara a turbar el sosiego de José. Nunca cupo en su cabeza
que la permanencia de por vida en su humilde condición fuera algo malo, o
que la falta de ambición para trepar por la empinada y resbaladiza cuesta de
los honores fuera un defecto.
Quizá los criterios de este mundo consideren un fracaso de José pasar la
vida entera sin medrar, sin que en todos sus años de duro trabajo hubiera
conseguido (si es que alguna vez aspiró a ello) lo que suele conocerse como
«abrirse camino en la vida» o «labrarse un porvenir». Pero este tipo de
criterios, no del todo raros en este mundo, son criterios equivocados, pues al
cabo José consiguió ambas cosas. No, por supuesto, al modo como la
generalidad de los hombres entienden estas expresiones, sino de otro modo,
distinto porque no es convencional, sino real. Se abrió camino en la vida
eterna, el camino de la santidad, y se labró un porvenir tan brillante que la
Iglesia Universal le tiene por patrono, y con Jesús y María ha merecido
integrar la trinidad de la tierra.
 

19. Siervo fiel y prudente

 
En la antífona de entrada de la Misa de San José que se dice el 19 de
marzo se leen estas palabras: «Éste es el siervo fiel y prudente. El Señor le
confió su familia».
No es un texto largo, uno de esos textos que abren infinidad de
horizontes llenos de sugerencias. Por el contrario, tan sólo se trata de dos
breves frases, aunque muy claras y con muchas posibilidades, y no sólo
para la consideración, sino también para la aplicación a la realidad de la
vida.
Un siervo fiel y prudente. ¿Qué es un siervo fiel y prudente? Un siervo es
como un servidor, pero como un servidor que en cierto modo pertenece al
señor a quien sirve, cualquiera que sea el título de pertenencia. En este
sentido, José era un servidor, un hombre que se había dado en servicio de
Dios. No propiamente como un esclavo, porque en el esclavo hay una raíz
en cierto modo inhumana: no tiene libertad. José sí la tuvo siempre, pero la
ejerció sirviendo voluntariamente a Dios en todo cuanto conoció ser su
querer. Dio su vida a Dios, no perdiéndola por la muerte como un mártir,
sino consagrándola a la misión para la que fue llamado por el mismo Dios.
Fue fiel porque guardó siempre la fe debida a su Dios y Señor. Quizá con
respecto a José se pudiera recordar el concepto de fidelidad que en tan alto
grado se desarrolló durante la Edad Media: una relación personal de
adhesión y lealtad al «señor», una firmeza sin fisuras en guardar la palabra
dada, la promesa hecha, a pesar de los pesares y cualesquiera que fueren las
dificultades, obstáculos o inconvenientes que se presentaren. Tiene, pues, la
fidelidad un matiz, o quizá se diría mejor una propiedad, que inspira y da
confianza. Un hombre fiel es un hombre firme en la fe prestada, un hombre
en el que, por tanto, se puede confiar.
Y fue prudente porque obró siempre con prudencia. Obrar con prudencia
es tener discernimiento, saber distinguir lo que es bueno de lo que no lo es,
pero no sólo eso. Hay más. Un hombre prudente es, sobre todo, un hombre
capaz de conocer la realidad y atenerse a ella, y por lo tanto, un hombre que
cuenta con una sólida base para acertar en sus decisiones. José, en efecto,
no parece haber sido de la clase de hombres que consumen toda su
actividad, o al menos una gran parte de ella, planeando proyectos que nunca
se terminan, entre otras razones porque jamás se comienzan; de esa clase de
hombres que sueñan en grandes cosas, y mientras se ocupan en ello dejan
escapar el deber concreto cuyo cumplimiento reclama el momento, ese
deber que es más real que todas las maravillosas, pero imaginarias,
construcciones en que suelen andar entretenidos. José, como hombre
prudente, no construía sueños inconsistentes, sino que tomaba sus
decisiones sobre los datos precisos que le suministraba la realidad de las
cosas.
Ahora bien: un hombre que tiene una clara conciencia de su condición de
siervo respecto de su Dios y Señor; que por ello mismo sabe que está para
servirle, y así lo quiere libre y deliberadamente; que, precisamente porque
ha aceptado ambas cosas con plena deliberación y con toda libertad, se
mantiene fiel a su decisión hasta el punto de permanecer firme a pesar de
todos los obstáculos, inconvenientes o peligros; y que además, por ser
prudente y atenerse a la realidad de las cosas, es capaz de tomar la
resolución apropiada a cada caso o circunstancia, sin dejarse llevar de
atolondrados optimismos, ciegas ambiciones o vanidades tontas, un hombre
así es un hombre digno de confianza.
José era un hombre así, de modo que «el Señor le confió su familia».
Dios confió en él para depositar a su cuidado a su Hijo encarnado y a su
Bienaventurada Madre: los dos mayores tesoros que jamás se confiaron a
criatura alguna. Pues confiar consiste en esperar en otro con firmeza y
seguridad, en depositar algo valioso a su cargo sin otra garantía que la
certeza que se tiene de su fidelidad. Dios sabía que era fiel y prudente, y por
eso le hizo –como se ha dicho con expresión afortunada– su hombre de
confianza, esa clase de hombre en el que se puede descansar con la
tranquilidad que da saber que no fallará por mal que se pongan las cosas,
que permanecerá leal por contradicciones que haya, y que llevará a cabo del
modo debido las tareas que se le encomienden.
Nada desvió a José del camino que se le había señalado. Ningún
obstáculo, ninguna amenaza, ningún peligro pudo romper, ni siquiera
aminorar, su lealtad. Tampoco cedió a la tentación, demasiado fácil a veces,
de la ambición de subir, de ser más, esa especie de resbaladiza pendiente
por la que, de modo apenas sensible y so capa de mayor rendimiento, se
puede acabar justificando la falta de fidelidad con el pretexto de estar en
condiciones de prestar un servicio más eficaz. José fue un hombre que se
mantuvo en su puesto y subordinó toda legítima ambición a la misión
encomendada, aunque, a la verdad, no parece que tuviera otra ambición ni
empeño que servir. Bien pudo, pues, la Iglesia, en consecuencia, escoger
para la antífona de la comunión de la Misa del 19 de marzo, y aplicárselas,
aquellas palabras de la parábola de los talentos que San Mateo recoge en su
Evangelio: «Entra, siervo bueno y fiel, entra en el gozo de tu Señor» (Mt
25, 21).
Pues un siervo fiel y prudente es un siervo bueno, esto es, un siervo que
obra el bien, pero no ocasional o accidentalmente, como por excepción,
sino habitualmente, de modo ordinario, como el resultado de una causa. Y
la causa, en este caso, es la bondad. Un hombre es bueno porque su calidad
es tal que de ella se desprende el bien: es como el árbol bueno que da
buenos frutos.
¿Qué otra cosa fue su vida sino una entera dedicación al servicio para el
que había sido llamado? Esposo de la Virgen María, padre legal de Jesús
(fue mucho más que eso, pero es necesario calificar el sustantivo para evitar
malentendidos, aunque el Evangelio no utilice este tipo de adjetivo, lo cual
no deja de ser motivo de reflexión), consumió su vida con la atención
puesta en ellos, entregado al cumplimiento de la misión para la que había
sido llamado. Y como un hombre entregado es un hombre que ya no se
pertenece, él dejó de preocuparse por sí mismo desde el momento en que,
ilustrado por el ángel en aquel primer sueño, aceptó plenamente el designio
de Dios sobre él, y al recibir a María su esposa comenzó a vivir para
aquellos que habían sido puestos bajo su custodia. El Señor le confió su
familia y José no le defraudó; Dios se apoyó en él, y él se mantuvo firme en
toda clase de circunstancias; no se le asignó un papel brillante (tal como
habitualmente se suele entender), pero no le importó, y puso el mismo
empeño en realizar bien su inadvertida tarea que el que hubiera puesto en la
ejecución de cualquier otro servicio en que Dios le hubiera empleado.
Y así fue como un hombre sencillo, trabajador, paciente, sufrido,
servicial, callado, humilde, obediente e ignorado, fue alabado como un
hombre justo, fiel, prudente y bueno; como un hombre eficaz, que supo
sacar adelante en circunstancias difíciles a la familia que Dios puso a su
cuidado, protegiéndola de los peligros o librándola de ellos. Y todo lo hizo
sin darle la menor importancia, sin engreimiento por la confianza en él
depositada; sin quejas ni protestas, sin un mal gesto por los momentos duros
y difíciles por los que, incomprensiblemente desde el punto de vista
humano, Dios le hizo pasar; sin que nada favorable o adverso alterara su
lealtad a Dios y su entrega al servicio de Jesús y de María, de tal manera
constante en su diario quehacer que si alguna vez hubo un hombre al que
pudiera llamarse fiel con toda verdad y toda justicia, ese hombre fue José de
Nazaret.
***
Si la Iglesia aplica a José la calificación de siervo, si llama a los hombres
que han muerto con fama de santidad «siervos de Dios», entonces ser un
siervo, un servidor, un hombre que se ha dado en servicio de otro, no debe
ser en sí cosa tan despreciable como generalmente parece, a juzgar por el
modo como suele sonar esta expresión a los oídos de nuestros
supercivilizados contemporáneos. Hay un algo peyorativo en el modo como
hoy se considera al hombre que sirve, a no ser que sirva al Estado, a una
empresa, o a algo tan vago e impersonal como una entidad. Parece como si
servir a otro hombre, o a una familia, o a otros hombres, tuviera un algo de
rebajamiento, alguna tara que situara al hombre que sirve por debajo de la
dignidad humana.
Y sin embargo, Jesús dijo que había venido a servir, no a ser servido (Mt
20, 28); se hincó de hinojos ante sus discípulos y les lavó los pies, de modo
que él, el Señor, sirvió a los discípulos. «Ejemplo os he dado» (Io 13, 15),
les dijo, mandando que se sirvieran unos a otros. Servir, por tanto, no es
algo malo, ni rastrero, ni humillante para la dignidad humana, y la
condición de servidor no es ningún desdoro, ni servir una humillación. Y
José de Nazaret no hizo otra cosa que servir a los suyos con su persona y a
sus vecinos con su trabajo, lo cual, aunque no se juzgue por lo general
como nada especialmente digno de ser mencionado, constituye lo que
debiera ser la vida de todo hombre, y lo que fue la de José.
Siempre, claro está, que se trate de servicio, no de servilismo. Es distinto.
Pero la diferencia entre ambos conceptos quizá haya que buscarla dentro de
cada uno, no fuera. Una madre no encuentra humillante servir a sus hijos, o
una mujer a su marido. Cuando se ama, servir no es trabajoso, y si lo es –
como decía San Agustín– ese mismo trabajo se ama. Cuando se ve en el
prójimo la imagen y semejanza de Dios que es, servir no humilla. Cuando
se hace un trabajo a gusto ni siquiera se plantea la cuestión; ningún
profesor, por ejemplo, que lo sea por vocación piensa que está prestando un
servicio cuando da clase o habla con sus alumnos. El servilismo nace
cuando uno se cree tan grande que no soporta servir a otros porque le
parece que con ello se rebaja y se manifiesta inferior a quien sirve, y no
obstante tiene que hacerlo contra su voluntad, por interés o porque le
obligan. Ni el humilde ni el que ama es nunca servil: sólo el egoísta, el
interesado o el soberbio puede llegar a serlo.
No es fácil que quien es cabeza de familia esté a la altura que su misión
requiere si no está dispuesto a servir abnegadamente a los suyos, a buscar,
sobre todo, su bien, y eso a costa de sí mismo; a no considerarse humillado
porque el servicio a los suyos le exija dedicar a la familia el tiempo
necesario, aunque para ello haya que recortarlo un tanto a los amigos, a las
diversiones o a las relaciones sociales o comerciales.
Hoy no parecemos muy inclinados, ni siquiera los que nos llamamos
cristianos –esto es, discípulos de Cristo–, a la virtud de la humildad; y acaso
sea ésta la razón del deterioro de tantos oficios y profesiones ejercidos sin
amor, sin espíritu de servicio, sin cuidado por el trabajo bien hecho. Un
cristiano debe saber que él no es más que su Maestro, y si Jesús dijo que Él
no había venido a ser servido sino a servir, ser servidor de los demás debe
ser una aspiración, y con relación a aquellos que Dios ha puesto bajo su
cuidado, una obligación. Así es fácil encontrar la razón de que Juan Pablo
II, en la homilía de la Misa con que inauguró oficialmente su pontificado,
exclamara: «¡Oh Cristo! ¡Haz que yo me convierta en servidor, y lo sea!
(...). ¡Haz que yo sea un siervo!».
Y la prudencia. Parece como si esta virtud, lo mismo que la paciencia,
fueran peculiares de los viejos, casi como virtudes residuales, las que
quedan a los que ya por la edad no pueden practicar las virtudes brillantes,
la audacia, la magnanimidad, la fortaleza. Naturalmente, esto es falso. La
prudencia, como la paciencia, o la mansedumbre, o cualquiera de esas que
se consideran como poco vistosas y hasta también un poco pasivas, no
indican vejez o senilidad, sino madurez. Un padre de familia imprudente
tiene mucho de inmaduro, y desde luego demuestra estar muy por debajo de
lo que su condición exige. El matrimonio no es ninguna broma, ni tan sólo
un simple remedio para la concupiscencia, ni una especie de aventura
sentimental legalizada. Exige sentido de responsabilidad, y desde luego la
prudencia propia de la madurez, que no es otra cosa sino una recta
apreciación de la realidad. El que se lanza alocadamente a empresas
dudosas confiando en la suerte, porque piensa que correr riesgos es propio
de hombres, demuestra no sólo poca inteligencia, sino también muy poca
consideración con su familia. Nadie puede arriesgar la razonable seguridad
que se debe procurar a la mujer y a los hijos cambiando alegremente de una
cosa a otra con la esperanza de mejorar, de ir a más, sin otra garantía que un
ciego optimismo. No que no haya que procurarlo, sino que se debe procurar
prudentemente, esto es, sin riesgos innecesarios, sin ligerezas optimistas,
sin abandonar el terreno firme. Ya hay en todo un cierto riesgo para que,
encima, nos embarquemos en proyectos en los que los datos más seguros
son los que ofrece la imaginación. Es importante saber hasta dónde se
puede llegar. No se puede estar siempre deseando más cuando se trata de
cosas terrenas, pues sólo en el amor a Dios no debe haber límites. Por lo
demás, constituye una verdadera desgracia para los suyos ese tipo de
hombre acerca del cual apenas se puede estar seguro de nada, a no ser de
que cualquier determinación que adopte será, probablemente, prematura y
precipitada, rasgos típicos del imprudente.
En cuanto a la fidelidad... Es un estupendo bien del matrimonio. Con su
laconismo habitual dijo Santo Tomás: «Corresponde a la fidelidad del
hombre cumplir aquello que prometió». Siglos antes, San Jerónimo,
comentando a Isaías, la caracterizaba como la cualidad propia del que
cumple lo prometido y ejecuta lo que ha dicho. Lo mismo que no puede
edificarse sobre arena, porque con fundamento tan inseguro no hay garantía
de seguridad, ni de que la casa permanezca en pie durante mucho tiempo,
construir una familia sobre la promesa de un hombre ligero, irreflexivo y
mudable puede traer malas consecuencias. Y una familia es algo muy
importante. Es la célula de la sociedad, sobre la que descansa la vida de la
Humanidad; y la familia cristiana es todavía más, porque es la «iglesia
doméstica», el lugar donde se forman nuevos cristianos; es escuela de
costumbres, el medio en el que deben desarrollarse los hijos hasta que sean
capaces de valerse por sí mismos. Naturalmente, para llevar a cabo esta
tarea es necesario que los esposos estén unidos, y lo estarán mientras sean
fieles a la palabra dada, al compromiso libremente contraído. Pues, ¿como
podrá confiar nadie en un hombre que no guarda su palabra? Si no es fiel a
aquella a la que libremente ha elegido entre muchas, si no es capaz de
aguantar lo que sea (o romper con lo que sea) por mantener una promesa y
asegurar a sus hijos un hogar estable y en paz, ¿cómo se podrá confiar que
mantenga su palabra o sus compromisos con quienes tiene menos
obligaciones que con su mujer o sus hijos?
«Era efectivamente un hombre corriente, en el que Dios se confió para
obrar cosas grandes. Supo vivir, tal y como el Señor quería, todos y cada
uno de los acontecimientos que compusieron su vida. Por eso, la Escritura
Santa alaba a José, afirmando que era justo» (J. Escrivá de Balaguer). Dios
confía en hombres comunes para obrar cosas grandes; y cosa grande, muy
grande, es formar hombres, y todavía más hacer cristianos capaces de servir
a Dios y a sus hermanos los hombres; Dios espera de hombres ordinarios,
como José, que sean capaces de asumir su responsabilidad, de servir con
prudencia y fidelidad, de vivir según Dios todos los acontecimientos de su
vida. Entonces serán, como José, hombres justos.
¿A quién, sino a José, pudo Dios confiar la Sagrada Familia? Cuando
San Francisco de Asís dijo que «nunca debemos considerarnos superiores a
otros, sino que debemos servir a toda humana criatura por Dios», parece
como si hubiere estado pensando en José. Y es una excelente razón tomada
de San Jerónimo la que da Santo Tomás para indicar la conveniencia de que
Nuestra Señora estuviese desposada: «para que San José la sirviese», dice.
***
En una homilía pronunciada en la Santa Misa del día 19 de marzo de
1969, Pablo VI trazó una semblanza del humilde esposo de la Virgen María
que equivale a un profundo y condensado resumen de su personalidad: «Un
hombre pobre, honesto, laborioso, tal vez tímido, pero que tiene una
insondable vida interior, de la cual le llegan órdenes y consuelos
singularísimos, y la lógica y la fuerza, propia de las almas sencillas y
limpias, de las grandes decisiones tales como la de poner en seguida a
disposición de los planes divinos su libertad, su legítima vocación humana,
su felicidad conyugal, aceptando la condición de la familia, su
responsabilidad y su peso, y renunciando por un incomparable amor
virginal al natural amor conyugal que lo constituye y alimenta, para ofrecer
así, con un sacrificio total, toda su existencia a las imponderables exigencias
de la sorprendente venida del Mesías, a quien él impondría el nombre
siempre bendito de Jesús (Mt 1, 27), y que él reconocerá como fruto del
Espíritu Santo».
Y así, en la misma línea de los Sumos Pontífices y del Magisterio,
Monseñor Escrivá de Balaguer –que «entre los promotores de la devoción a
San José en los últimos tiempos ocupa un lugar destacado», como ha escrito
recientemente L. Herrán– aconseja con encarecimiento acudir al que Santa
Teresa solía llamar «glorioso santo» con estas palabras tan breves como
densas: «Maestro de vida interior, trabajador empeñado en su tarea, servidor
fiel del Dios en relación continua con Jesús: éste es José. Ite ad Joseph. Con
San José, el cristiano aprende lo que es ser de Dios y estar plenamente entre
los hombres, santificando el mundo. Tratad a José y encontraréis a Jesús.
Tratad a José y encontraréis a María, que llenó siempre de paz el amable
taller de Nazaret».
 

Notas

 
[1] En el taller de José, homilía incluida en Es Cristo que pasa, n. 39. En
adelante, y con el fin de no multiplicar innecesariamente las citas (pues no
es éste un libro de investigación, ni siquiera de erudición), todas las de este
autor están tomadas, si no se indica otra cosa, de este mismo lugar; las de
San Juan Crisóstomo, de las Hom. 4 y 5 sobre San Mateo; y las de San
Agustín, del Sermón 51.

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