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AA. VV.
La Tierra Media
Reflexiones y comentarios
ePub r1.2
Banshee 18.03.18
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Título original: Meditations on Middle-earth
AA. VV., 2001
«The Beat Goes On», Karen Haber, 2001
«Introduction», George R. R. Martin, 2001
«Our Grandfather: Meditations on J.R.R. Tolkien», Raymond E. Feist, 2001
«Awakening the Elves», Poul Anderson, 2001
«A Changeling Returns», Michael Swanwick, 2001
«If You Give a Girl a Hobbit», Esther M. Friesner, 2001
«The Ring and I», Harry Turtledove, 2001
«Cult Classic», Terry Pratchett, 2001
«A Bar and a Quest», Robin Hobb, 2001
«Rhythmic Pattern in The Lord of the Rings», Ursula K. Le Guin, 2001
«The Longest Day», Diane Duane, 2001
«Tolkien After All These Days», Douglas A. Anderson, 2001
«How Tolkien Means», Orson Scott Card, 2001
«The Tale Goes Ever On», Charles De Lint, 2001
«The Mythmaker», Lisa Goldstein, 2001
«“The Radical Distinction…” A Conversation with Tim and Greg Hildebrandt», Glenn Hurdling, 2001
«On Tolkien and Fairy-Stories», Terri Windling, 2001
Traducción: Estela Gutiérrez Torres
Ilustraciones: John Howe
Diseño de cubierta: Enrique Iborra
Ilustración de cubierta: John Howe
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PREFACIO
EL CAMINO CONTINÚA
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fragmento sobre «el más valiente de los hobbits…». Era una melodía absurda, y me
sentí avergonzada al ver un icono sagrado de la ciencia ficción hacer este inesperado
cambio de género. Pero ahí, para cualquiera que tuviera oído, con orejas puntiagudas
o no, estaba la siempre poderosa influencia de J.R.R. Tolkien infiltrándose en un
nuevo aspecto de la cultura pop.
¿Recordáis la parodia de Harvard Lampoon, Bored of the Rings? Esa parodia
amable y mordaz de los héroes y villanos de Tolkien. Si me lo permitís, citaré con
mucho gusto dos líneas absurdas que se encuentran entre mis favoritas:
«—¡Ay! —gritó Legolam—. ¡Un dicciosaurio!
»—¡Herir! —rugió el monstruo—. Mutilar, destrozar, aplastar. Véase DAÑAR».
Tendréis que admitir que el material básico tiene que ser muy bueno para que
incluso la parodia continúe recordándose después de tantos años.
Luego terminé el instituto y me olvidé de los hobbits e incluso de Star Trek.
Imaginaos, pues, mi sorpresa —y consternación— cuando conocí a «Arwen». Era
guapa, bastante etérea, de voz melodiosa y cabellos largos y claros. Ahora que lo
pienso, podía pasar por una elfo. (Nunca comprobé cómo tenía las orejas, tampoco
las de «Trancos»).
Apenas veinte años después, el karma latente me ha dado la oportunidad de
reparar mi crueldad con los elfos y los demás seres significativos dirigiendo esta
colección de reflexiones sobre ese creativo trovador élfico, J.R.R. Tolkien, y la
entidad que es El Señor de los Anillos.
Además de ocasionarme un dilema con una compañera de habitación en la
universidad, Tolkien marcó el ritmo literario de mis años de lectura experimental,
aproximadamente entre 1968 y 1978. Si a uno le gustaban la ciencia ficción y la
fantasía —y a mí me gustaban—, El Señor de los Anillos era una lectura obligada.
Con la súbita disponibilidad de ediciones de bolsillo de El Señor de los Anillos a
finales de los años sesenta, la demanda de ciencia ficción alcanzó proporciones
avasalladoras. La editorial que lo había publicado con tapa dura se había negado a
sacar los libros en edición de bajo precio, pero en cuanto se levantó la prohibición
miles de lectores corrieron a las librerías, compraron la trilogía y pidieron más. El
hambre de ciencia ficción, una vez despertada, fue —y sigue siendo— insaciable.
Los editores no tardaron en darse cuenta. Ellos también corrieron, en busca de
escritores que escribieran trilogías imitadoras. Pronto las librerías se vieron inundadas
de enormes historias de aire hobbit, que se vendían en cantidades igualmente
asombrosas. La subida de la marea empezó a reflotar otros barcos más viejos, como
las novelas de Conan de Robert E. Howard, antaño un fenómeno de culto, ahora un
nuevo fenómeno literario. Para su eterna buena reputación, Ballantine Books, que
había publicado a Tolkien en edición de bolsillo, sacó a la luz la serie Adult Fantasy,
dirigida por Lin Carter, que puso las obras fantásticas clásicas de James Branch
Cabell, Lord Dunsany, E. R. Eddison y Mervyn Peake al alcance de los lectores
modernos.
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Una industria subsidiaria de Tolkien brotó como si fuera una seta en un tronco
podrido: calendarios, cartas de tarot, juegos, libros de ilustraciones, pósters, cintas de
audio, mapas, películas. Pronto pareció que todo el mundo quería participar e
improvisar con el maestro.
El impulso sigue. Si se mira la lista de libros más vendidos del New York Times en
cualquier semana de cualquier mes de los últimos dos años, seguramente se
encontrará al menos un libro de fantasía, la mayoría de las veces entre los cinco
primeros. Muchos lectores y críticos han identificado a Harry Potter como el
descendiente directo de la línea literaria de Tolkien.
Los lectores querían más, y lo tuvieron. Para algunos de ellos la fantasía no sólo
se convirtió en una obsesión, sino también en un estilo de vida. Para otros se
convirtió en un modo de vida, a medida que los lectores se transformaban en
escritores. Algunos empezaron a improvisar basándose en los ritmos y los temas de
Tolkien. Y algunos siguieron escribiendo sus propias sinfonías fantásticas.
De hecho, muchos escritores han dejado su propia huella en la literatura fantástica
con historias profundas, punzantes e incluso divertidas. Por citar sólo una muestra de
entre los colaboradores de este libro, tomad la serie de Terramar de Ursula K. Le
Guin, las historias del Mundodisco de Terry Pratchett, los libros de Riftwar de
Raymond E. Feist y las leyendas de Alvin el Hacedor de Orson Scott Card. Cada uno
de estos escritores se ha ganado un gran grupo de admiradores por su obra.
En las décadas transcurridas desde que El Señor de los Anillos fuera publicado en
edición de bolsillo para el mercado de masas por primera vez, hemos visto algunas
interpretaciones extraordinarias, algunas improvisaciones y solos impresionantes;
pero independientemente de lo progresista o decadente que sea la melodía, lo cierto
es que, si escuchamos con atención, aún se puede oír a J.R.R. Tolkien, marcando el
ritmo de la literatura fantástica.
La irresistible formulación del relato de Tolkien se basa en los mitos y las
leyendas heroicas, y está marcada por su instinto inconfundible para el lenguaje y la
poesía. Él no inventó los temas, pero los unió en una historia sin imperfecciones de
tanto hechizo y poder que ahora, muchos años después, nos hemos reunido para
rendirle homenaje.
Una señal del poder de las dotes narrativas de Tolkien es el hecho de que en estas
páginas haya tantos escritores enamorados de su obra y dispuestos a comentarla. Los
ensayos que aquí nos ofrecen los maestros de la literatura fantástica son reflexiones
literarias sobre J.R.R. Tolkien y su influencia en ellos como escritores, como lectores
y en el campo de la literatura fantástica en su conjunto. Los comentarios son muy
variados y maravillosos. Hallaréis recuerdos afectuosos, revelaciones asombrosas,
análisis fascinantes y sentimientos enternecedores.
George R. R. Martin habla sobre lo que caracteriza a la fantasía épica, es decir, la
fantasía tolkienesca. Ursula K. Le Guin nos acerca a la técnica del maestro con un
irresistible análisis del ritmo de las palabras de Tolkien. Terry Pratchett comenta la
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transformación de un libro de culto en un fenómeno editorial. Raymond Feist esboza
la aparición de la novela de fantasía moderna y su propio descubrimiento de la
literatura fantástica. Poul Anderson recrea el mundo perdido de la década de los
cincuenta y el impacto de la obra de Tolkien en la época de la Guerra Fría. Diane
Duane recuerda el larguísimo domingo —y lunes— de su adolescencia que pasó
esperando el momento para comprar el último libro de la trilogía. Los hermanos
Hildebrandt revisan la necesidad de «cortar» las cejas de Gandalf. Terri Windling se
centra en los usos metafóricos y terapéuticos de la fantasía. Charles de Lint comparte
su descubrimiento de que la magia prometía una relación más profunda con el mundo
real. Esther Friesner revela por primera vez la insospechada relación entre El Señor
de los Anillos y Star Trek. Harry Turtledove explica por qué Tolkien tuvo
consecuencias funestas para su carrera académica pero buenas para su futuro literario.
Robin Hobb nos lleva a un almacén de conservación de carne en Alaska, donde se
adentró en el mundo de Tolkien por primera vez y como consecuencia de ello supo
qué dirección tomaría su propia vida. Lisa Goldstein reflexiona sobre los cambios en
el ámbito de la fantasía sucedidos cuando otros bardos retomaron la canción de
Tolkien. Michael Swanwick retorna a la magia de los libros de Tolkien leyéndolos en
voz alta a su hijo pequeño. Además de estas reflexiones de escritores de fantasía,
presentamos una visión de conjunto de la obra de Tolkien y la recepción de los
críticos escrita por el tolkienista Douglas A. Anderson.
La idea es que, independientemente del escritor/lector y su respuesta, Tolkien
conmovió y cambió a todos, y también cambió la literatura fantástica. Si escucháis
con atención, aún ahora podéis oírlo, débilmente, en el fondo. Es el ritmo que ha
sonado en un género literario entero, tanto en quienes lo leen como en quienes lo
escriben, durante más de treinta años. Venid y uníos a la danza.
Karen Haber
P. S.: Quizás os preguntéis qué pasó con «Arwen»; lo único que puedo deciros es que
no regresó para el segundo año. Admito que tengo una punzada de remordimiento al
respecto, aunque no creo que ella fuera la persona más adecuada para aquella
específica institución educativa. No obstante, la verdad es que yo debería haber sido
más amable. En lugar de eso, en cuanto pude, cambié de compañera de habitación y
me pasé la segunda mitad del primer curso durmiendo junto a una tía a quien le
gustaba leer novelas de misterio y que tenía un novio que me recordaba a Gollum.
Por supuesto, yo salía con alguien que, visto retrospectivamente, podría haber
pasado por un Balrog, pero ésa es otra historia…
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INTRODUCCIÓN
GEORGE R. R. MARTIN
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Montañas Nubladas y las minas de Moria, nos mostró el sitio de Gondor y las Grietas
del Destino, y ninguno de nosotros ha vuelto a ser el que era, menos aún los
escritores.
Tolkien cambió la fantasía; la elevó y la redefinió, hasta tal punto que nunca
volverá a ser la misma. Siguen escribiéndose y publicándose muchos tipos diferentes
de fantasía, sí, pero hay una variedad que domina tanto en los estantes de las librerías
como en las listas de ventas. En ocasiones se la llama fantasía épica; otras, alta
fantasía, pero habría que llamarla fantasía tolkienesca.
Los sellos de esta fantasía forman legión, pero para mí hay uno que destaca sobre
el resto: J.R.R. Tolkien fue el primero en crear un universo secundario perfectamente
acabado, un mundo entero con su propia geografía y sus historias y leyendas, sin
ninguna relación con el nuestro, pero, por alguna razón, tan real como éste. Por
mucho que en los años sesenta los botones dijeran «Frodo vive», aquello que los
lectores colgaban en las paredes de sus dormitorios no era un dibujo de Frodo, sino
un mapa. Un mapa de un lugar que nunca existió.
Tolkien nos dejó personajes maravillosos, una prosa evocadora, aventuras y
batallas emocionantes… pero lo que más recordamos es el lugar. Se me conoce por
haber dicho que en la fantasía contemporánea el escenario se convierte en un
personaje de pleno derecho. Tolkien fue el que hizo que esto fuera así.
La mayoría de los escritores de literatura fantástica contemporáneos reconocen
sin reparos su deuda con el maestro (entre los cuales me incluyo, evidentemente),
pero ni siquiera quienes más denigran a Tolkien son capaces de escapar de su
influencia. El camino sigue y sigue, dijo él, y ninguno de nosotros sabrá nunca qué
lugares maravillosos nos aguardan, detrás de la siguiente colina. Pero no importa lo
lejos que viajemos, no debemos olvidar nunca que el viaje empezó en Bolsón
Cerrado, y que todavía todos estamos siguiendo los pasos de Bilbo.
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NUESTRO ABUELO:
RAYMOND E. FEIST
S i se ha leído alguna novela fantástica de alguien que no sea J.R.R. Tolkien, hay
muchas posibilidades de que al menos en una reseña hayan comparado a su
autor con Tolkien. Si no es que la comparación aparece en una nota de la
sobrecubierta, escrita por alguien del departamento de publicidad de la editorial. Es
un hecho del mundo editorial y nada tiene que ver con el estilo, las ambiciones o los
deseos del autor en cuestión. A todo el mundo se lo compara con Tolkien.
Es frecuente que a los críticos les guste emplear una piedra de toque conocida
para informar a sus lectores de la naturaleza del libro que se reseña. No es raro leer
alguna de ellas en la que un libro de misterio es comparado con una obra de
Raymond Chandler, o un western con la obra de Louis L’Amour. A mí los críticos me
han acusado de ser «demasiado parecido a Tolkien» y de «no ser lo bastante parecido
a Tolkien». No estoy exagerando; lo cómico del asunto es que la editorial me pasó
esas dos reseñas el mismo día.
Los escritores de notas caen con frecuencia en la trampa de utilizar diferentes
variantes de «ningún escritor desde J.R.R. Tolkien…». Es fácil y permite que el lector
potencial del libro se haga una idea de lo que puede esperar: magia, proezas, grandes
aventuras, etc.
¿Por qué esta comparación constante con J.R.R. Tolkien? ¿Por qué es la piedra de
toque frente a la cual debemos demostrar nuestra valía todos los que trabajamos en el
género de la literatura fantástica? La razón es simplemente que muchos consideran
que es nuestro padre.
Yo no estoy de acuerdo. Desde mi punto de vista, Fritz Leiber fue mi padre
espiritual, junto con el resto de los escritores que influyeron en mi infancia: sir Walter
Scott, Robert Louis Stevenson, Rafael Sabatini, Anthony Hope, Samuel Shellabarger,
Mary Renault, Thomas Costain y algunos más. Para otros escritores de libros
fantásticos, fueron H. P. Lovecraft, Edgar Rice Burroughs, Robert E. Howard, A.
Merritt o H. Rider Haggard; no obstante, no hay duda de que Tolkien fue nuestro
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abuelo. Es posible que mi opinión no encuentre muchos adeptos, pero lo cierto es que
siempre soy una minoría de uno en cualquier cosa. Sin embargo, permitidme que os
exponga mis razones y os explique por qué pienso que, a la larga, considerarlo
nuestro abuelo espiritual es mucho más respetuoso con los autores actuales.
Cuando era niño, mis gustos literarios se limitaban a lo que entonces se conocía
como «libros de aventuras para chicos», una curiosa variante de las novelas clásicas
del siglo XIX. Me recuerdo acurrucado bajo las sábanas con una linterna cuando
supuestamente estaba durmiendo, o escondiendo un ejemplar manoseado de alguna
vieja novela en el cuaderno del colegio y fingiendo que estudiaba. El profesor
hablaba sin parar mientras yo leía Capitán Blood, de Sabatini, o El castillo peligroso,
de Scott. Recuerdo haber devorado toda la saga de Calzas de Cuero de James
Fenimore Cooper, y esa experiencia me acompañó tanto tiempo que cuando el editor
me pidió una rúbrica para mi primera trilogía le propuse Saga de Riftwar. Es probable
que mis hijos no lleguen a entender nunca el placer que me procuraban esos libros. Si
leyeran cualquiera de ellos, lo más seguro es que les parecería «curioso».
El realismo moderno de principios del siglo XX marcó el comienzo del declive de
este delicioso género. El cine y la televisión acabaron con él.
Cooper podía pasarse diez páginas describiendo una cabaña de troncos de una
habitación, porque sus lectores contemporáneos querían detalles. Vivían en sus casas
de Boston y Londres y no habían visto nunca una cupana o una casa flotante. La
imagen que más los acercaba a un nativo indígena era la del indio que estaba en la
puerta del estanco del barrio. La riqueza de las imágenes era imprescindible para el
éxito. Los lectores actuales han visto las reposiciones de películas y series sobre
Davy Crockett y Daniel Boone, y no tienen necesidad de ese tipo de descripciones
detalladas y lentas. Quieren acción y diálogo, y lo quieren ya.
A medida que fui creciendo —me niego a afirmar que fui madurando—, descubrí
la literatura de aventuras «clásica» —Twain, Cooper, Scott— y luego a los escritores
de «aventuras para chicos». Más tarde tropecé con la ciencia ficción, luego con la
literatura fantástica, y las adopté como herederas lógicas de un género que todavía
echo de menos. Incluso recuerdo mi introducción a la ciencia ficción y la literatura
fantástica.
En el octavo curso debía escribir una reseña literaria de una novela elegida de una
lista aprobada, libros que unos generosos editores ponían a disposición de mi escuela
a través de una publicación escolar llamada My Weekly Reader. La lista era corta y
tenía un par de títulos de Hardy Boys y Nancy Drew, además de algún otro nombre
igualmente sospechoso; pero uno de los títulos atrajo mi atención: El ciclo de fuego,
de Hal Clement. Lo único que recuerdo de la nota de la sobrecubierta es la palabra
«aventura», y creo que también aparecían «alienígena» y «espacio». Así que lo pedí,
y el libro llegó unas dos semanas después.
Me quedé enganchado. La ciencia ficción era exactamente el tipo de aventuras
que yo necesitaba; además me proporcionaba una sensibilidad más moderna en
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cuanto a la ética y la moralidad. Los personajes no eran tan nobles como en Ivanhoe,
ni el bien y el mal estaban tan invariablemente bien definidos. Pero, en fin, había
mucha acción y un montón de cosas divertidas que incluían espías, batallas en el
espacio y grandes imperios. E. E. Doc Smith era un buen sustituto de sir Walter Scott
o de Robert Louis Stevenson, en mi infantil opinión. Y cuando llegué a Robert A.
Heinlein e Isaac Asimov me habían dejado de interesar los caballeros de brillante
armadura y los piratas del Caribe.
Descubrí a Tolkien en torno a 1966. Un amigo me prestó un ejemplar de La
Comunidad del Anillo. Al principio no me impresionó. Las referencias a El Hobbit y
la lentitud del ritmo del primer capítulo estuvieron a punto de hacerme desistir. Pero
la narración tenía su encanto; y aunque no sabía quién era Bilbo ni Gandalf, estaba
dispuesto a seguir para saber qué sería de ellos. Al cabo de un rato descubrí un
maravilloso estilo narrativo del siglo XIX, y mucho más tarde se me ocurrió que quizá
J.R.R. Tolkien también había leído novelas de «aventuras para chicos» cuando era
joven. Su elección del estilo y el ritmo era como si un viejo tío muy querido me
estuviera leyendo una historia maravillosa de caballeros y empresas románticas.
Sólo que los caballeros no eran campeones de la corte del rey Arturo; eran unos
interesantes personajillos llamados hobbits, y su papel en la destrucción del Anillo
Único no era exactamente como el de Parsifal en el Santo Grial.
Cuando la Comunidad se rompió, dejé el primer libro y dije: «¿Qué ocurre
después?».
Fui a la librería de segunda mano a la que solía ir y allí encontré el segundo tomo,
Las Dos Torres. Además, hallé El Retorno del Rey y decidí comprarlo también,
porque me imaginaba que probablemente querría terminar toda la historia.
Un día o dos después había descuidado mis estudios y el resto de mis
obligaciones para leer los dos últimos tomos. Luego regresé a la librería y compré El
Hobbit. La historia no me pareció tan profunda o magnífica como la de El Señor de
los Anillos pero era divertida.
Así que volví a la librería y pregunté qué más había escrito Tolkien.
La respuesta fue «Nada». Ahora sé que había obras eruditas y poesía, pero aquélla
era una librería de segunda mano estadounidense, no lo olvidéis. Entonces pregunté
por otras obras parecidas a las de Tolkien.
Y así es como conocí a Robert E. Howard, a A. Merritt, a H. Rider Haggard y a
Fritz Leiber. Me enganché a la literatura fantástica tanto como lo había estado a la
ciencia ficción.
¿Qué es lo que me enganchó de El Señor de los Anillos? Lo principal fue un
motivo clásico: que el desvalido y diminuto Frodo fuera el único que siguiera
adelante tras la disolución de la Comunidad. Él, junto con Sam, Meriadoc y Pippin,
estuvieron dispuestos a enfrentarse a dificultades que los personajes más fuertes, más
«clásicos», no quisieron afrontar: las obvias maldades de Sauron, la ambición
retorcida de Saruman, el trágico Gollum y la insidiosa codicia de poder del propio
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Anillo Único.
Se trataba de un argumento clásico. Lo tenemos en El crepúsculo de los Dioses de
Wagner y en Beowulf. Es de una heroicidad similar a la de los relatos artúricos de
Malory y Tennyson o los textos del Mabinogion, pero con un tinte decididamente
moderno.
Frodo no coincide con la imagen que solemos tener del «héroe». Lancelot y
Orlando le harían mucha sombra. Es amable, como todos los de su raza; le gustan la
comida, la bebida y la comodidad. En muchos aspectos, representa a los probables
lectores de Tolkien, pertenecientes a las seguras, bien educadas y satisfechas clases
alta y media-alta de la Inglaterra inmediatamente anterior a la segunda guerra
mundial.
Mucho se han estudiado los aspectos aleccionadores de El Señor de los Anillos
como metáfora de los sufrimientos de Gran Bretaña antes y durante la segunda guerra
mundial. Es algo que se repite una y otra vez porque Frodo, el «hombre corriente» de
la saga, se enfrenta al mal creciente poniendo su propia alma en peligro. Él y sus
compañeros regresan a casa como héroes después de la destrucción del Anillo Único,
y ese heroísmo y sus consecuencias se demuestran en la limpieza de la Comarca; no
tenemos aquí unos hombrecillos tímidos, sino unos veteranos endurecidos por la
lucha que se hacen cargo de las cosas y liberan sus hogares de los tiranos nativos que
han venido para atormentar a sus familias mientras los héroes salvaban el mundo.
Era una historia deliciosa y llena de fuerza, una historia que exigía una relectura
de vez en cuando.
¿Y cómo me afectó en mi condición de escritor?
Ante todo, indirectamente. El mundo de Midkemia, en el que se sitúa la mayor
parte de mi obra, es un mundo lúdico, es decir, un mundo creado por mis amigos de
la universidad para ambientar nuestra variante personal de Dungeons & Dragons.
Como tal, tiene mucho «material tolkieniano». Los orcos, por ejemplo, junto con los
balrogs, por mencionar dos robos evidentes. En los libros que ambienté en Midkemia
omití la mayor parte de las criaturas que tenían su origen en Tolkien, pero la
influencia, el «aroma», persiste.
En Midkemia hay elfos y enanos, como en la Tierra Media, pero con mi propio
sesgo peculiar. Mis razas élficas son un poco más carnales, menos místicas que las de
Tolkien, y mis enanos se parecen mucho más a los duros mineros del carbón
escoceses que se instalaron en el oeste de Pennsylvania que a los enanos de la Tierra
Media. Escogí unas variantes de sus prototipos menos míticas, más reconociblemente
humanas, y estoy satisfecho con mi decisión, aunque tomé nombres directamente del
léxico de la lengua de los elfos de Tolkien que aparece en El Silmarillion. Los elfos
de la luz son eledhel, los elfos oscuros son moredhel, por citar dos préstamos. Fue
una manera de «quitarme el sombrero» ante el gran y viejo maestro.
Para mí, como escritor en activo, la mayor influencia de J.R.R. Tolkien en mi
obra fue su impacto en la industria editorial. Él es el origen de toda la riqueza de la
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que proviene toda mi recompensa.
Antes de Tolkien no había bestsellers internacionales escritos por autores
fantásticos, al menos no en el sentido que damos al término «bestseller» en la
actualidad.
El éxito de El Señor de los Anillos empezó lentamente y alcanzó su punto álgido
a finales de la década de los sesenta y a principios de los setenta. Mirando atrás,
ahora se lo puede contemplar como un «acontecimiento» monolítico, condensado en
el tiempo y marcado por la publicación de El Silmarillion. Si la memoria no me falla,
la brillante promoción de la editorial Random House/Del Rey en la época creó una
demanda de una «primera edición» norteamericana que llevó a hacer una edición de
alrededor de un millón de ejemplares sólo en Estados Unidos.
A mediados de los años setenta, eso era una hazaña editorial. Fue seguida de
calendarios, libros de ilustraciones, otros artículos de merchandising, un especial
televisivo, películas y todo lo demás. La industria derivada de la Tierra Media tiene
hoy en día las proporciones de la de La Guerra de las Galaxias. No siempre fue así.
Lo que recuerdo de El Señor de los Anillos a finales de la década de los sesenta es
un crecimiento lento, boca a boca, sobre todo en los campus universitarios. Durante
un tiempo el hecho de haber leído la trilogía era casi un signo de ser hippy, porque no
eran libros de lectura común.
Eran, por decirlo en una palabra, «guays».
Pero en la actualidad mi éxito se debe en gran parte al deseo de universitarios
dispersos, hippies y aficionados a la literatura que querían leer algo que fuera «guay».
Poder ir a esa fiesta a la que no asistirían deportistas y miembros de comunas, y
hablar de esa historia tan «guay», El Señor de los Anillos.
Más que las obras de los autores que he mencionado antes, la historia de Frodo y
sus compañeros, brillantemente ejecutada por J.R.R. Tolkien, despertó un apetito por
la literatura fantástica que permitió que muchos escritores fueran «descubiertos» por
los lectores que en un principio los habían pasado por alto.
Lin Carter había editado una serie para Random House con el sello de Ballantine
Adult Fantasy, con obras de James Branch Cabell y Lord Dunsany, entre otros, y de
repente empezaron a volar de las librerías de segunda mano, devoradas ansiosamente
por los nuevos adeptos a la literatura fantástica. Los grandes escritores de la versión
«mala» de esta literatura, A. Merritt, H. Rider Haggard, George Sylvester Viereck y
Paul Eldridge, Robert E. Howard, así como los libros del Profesor Challenger de
Arthur Conan Doyle y las obras de Edgar Rice Burroughs no relacionadas con
Tarzán, fueron adoptados décadas después de su publicación gracias a la sed de
fantasía creada por J.R.R. Tolkien.
De esos escritores, Robert E. Howard disfrutó de un renacimiento que terminó
por sobrepasar su modesto éxito original en múltiples aspectos: sus libros de Conan
hallaron nuevos lectores; otras obras que continuaban sus historias surgieron de por
lo menos un par de talentos como L. Sprague De Camp y Robert Jordán, y creó su
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propia comercialización paralela, incluyendo dos películas y una serie de televisión.
Y mi héroe personal, Fritz Leiber, halló nuevos lectores para sus relatos de Fafhrd y
Gray Mouser.
Pero las historias de civilizaciones perdidas, antiguos dioses y bárbaros errantes
carecían de la grandeza y de la base mítica de Tolkien. Es cierto que los relatos de los
Antiguos de H. P. Lovecraft trataban de seres malignos de siglos de antigüedad, que
acechaban bajo la superficie de nuestro mundo cotidiano, pero los conflictos se daban
siempre a escala personal, una pobre alma a la que las circunstancias llevaban a
enfrentarse a horrores inimaginables. Y nunca había victoria, sólo supervivencia tras
la confrontación.
H. Rider Haggard y A. Merritt escribieron sobre grandes civilizaciones, pero
siempre eran civilizaciones desaparecidas, descubiertas siglos después por personajes
contemporáneos de principios del siglo XX que se enfrentaban a males intemporales,
diosas inmortales o espíritus que poseían a sus compañeros exploradores.
Sólo Burroughs logró acercarse con sus historias de John Carter, pero ni siquiera
el heroico ex oficial de la Confederación que viajaba a Marte, con sus marcianos de
más de dos metros de altura y seis brazos y sus exóticas princesas, tenía la misma
categoría que Tolkien. Ésta también era la versión «mala».
Tolkien ocupa la cúspide de la pirámide editorial en el género de literatura
fantástica. Tenía contemporáneos de valía —E. R. Eddison, T. H. White y C. S. Lewis
— pero, de alguna manera, Tolkien había dado en el clavo con su mezcla de
tradición, historia antigua y personajes.
En su Tercera Edad, en su «mito para Inglaterra», resonaban los ecos de una
antigua majestad. Tolkien, ese hombre extraño, un místico cristiano británico, tenía
creencias personales que influyeron claramente en su cosmología, la idea del bien y
el mal absolutos, el conflicto intemporal y las tentaciones de poderes oscuros que
acechaban incluso a los más puros e inocentes. Sin embargo, era evidente que al final
el bien obtendría la victoria.
Los escritores de mala literatura fantástica de los años veinte y treinta hablaban de
hombres modernos que tropezaban con antiguos peligros y horrores, exploraban
tumbas perdidas en el corazón de antiguas selvas o enterradas bajo las arenas
movedizas de desiertos remotos, pero Tolkien cambió ese paradigma. Creó un mundo
extraño y familiar al mismo tiempo. La Comarca era el «hogar». No importaba que el
lector viviera lejos de las verdes praderas de los condados del oeste de Inglaterra o
nunca hubiera contemplado la puesta de sol desde las orillas del Támesis: la Comarca
era su hogar.
Frodo y los hobbits eran «personas comunes», simples, graciosas, pacíficas y
humildes. Eran arquetipos que rozaban estereotipos: Frodo el Héroe Valeroso, Sam el
Bueno y el Fiel, Gandalf la eminencia que no podía ser más gris, Merry y Pippin, un
par de oportunos compañeros tan sanos como los que se podrían encontrar en el Beau
Geste de Percival C. Wren o Los tres mosqueteros de Alejandro Dumas, ignorantes de
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los motivos por los que forman parte del drama pero dispuestos a dejar a un lado su
seguridad personal en aras de la amistad. Eran dos de mis personajes favoritos de la
serie, dos jóvenes inexpertos que hallaron fuerza y determinación en la adversidad y
se convirtieron en héroes.
Tom Bombadil, los Ents, los Nazgûl, el Balrog y los Elfos eran las entidades
imaginarias de la estructura de ese universo que aportaban un elemento sobrenatural
en una historia ya llena de fantasía. Incluso los personajes humanos se crearon algo
ajenos, para que los hobbits resultaran más familiares al lector.
Todo está ahí, heroísmo y humildad, miedo y victoria, un misterioso rey que
regresa para gobernar con sabiduría y generosidad, una princesa destinada a luchar
junto a su prometido; todo proviene directamente de Richard Wagner.
Esta maravillosa historia despertó en los lectores de obras futuras un apetito de
proporciones verdaderamente épicas. A pesar de estar demasiado utilizado en las
notas editoriales, en este contexto es correcto emplear el término «épica», porque la
historia de El Señor de los Anillos produce profundos cambios en una cultura o
sociedad. Los hobbits nunca volverán a ser los mismos y podemos ver vislumbres de
la llegada de la Cuarta Edad, la que supuestamente Tolkien consideraba la nuestra.
Mi obra se centra más en los personajes, con «actores» contemporáneos
disfrazados. Pero el trasfondo de la cosmología de mi universo, la lucha titánica entre
antiguos dioses, es una historia pasada tan larga como la de Tolkien. Subyace en
todos los libros que escribo, a veces como parte fundamental del relato, otras como
un eco distante, pero siempre está allí.
Ese deseo de lo wagneriano, la gran ópera, en oposición al gran guiñol de Robert
E. Howard y H. P. Lovecraft, fue el legado más tangible que he heredado de Tolkien
como escritor. Dejaré que la posteridad decida si he superado la prueba.
En cualquier caso, no importa cómo lleguemos allí, todos tenemos la obligación
de admitir que, aunque es posible que Tolkien no fuera el «padre» de la fantasía
heroica moderna, sí fue el abuelo, y como tal su influencia directa en el estilo, el
número de lectores y el mercado fue en muchos aspectos más importante para mi
carrera que lo que otros escritores hayan podido influir directamente en lo que
escribo. En mi humilde opinión, por supuesto.
Así, aunque señalaré a los otros como «padres» espirituales, especialmente a
Fritz, me quitaré el sombrero una vez más ante J.R.R. Tolkien por ser nuestro abuelo
espiritual colectivo.
Gracias, abuelo. No podría haberlo hecho sin ti.
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EL DESPERTAR DE LOS ELFOS
POUL ANDERSON
T odos tenemos una enorme deuda con J.R.R. Tolkien, los escritores quizá más
que los lectores. Él nos proporcionó el mejor libro fantástico de nuestra época,
un libro que además ocupa un lugar privilegiado en el conjunto de la literatura
mundial. Sólo Lord Dunsany es una figura comparable, pero la influencia de Tolkien
ha sido mucho mayor.
Ambos bebieron de nuestras fuentes literarias y culturales, de Homero y la Biblia
en adelante. Enseguida hablaré de eso. Antes me gustaría contar una vieja historia.
No tengo el propósito de fanfarronear, sino de ofrecer un ejemplo personal de cómo
ha operado esa influencia. Es posible que haya muchas otras personas con historias
—de muchos tipos— para contar, y espero que algunas lo hagan.
A principios de la década de los cincuenta, mi esposa y yo conocimos a Reginald
Bretnor y a su mujer. Gracias a eso surgieron numerosas y agradables
conversaciones, para beneficio considerable de la industria vinícola californiana, y
una amistad que sobrevivió a la muerte prematura de ella y terminó con la de él, hace
unos ocho o nueve años. La amistad se hizo tan estrecha que él no sólo nos habló de
El Hobbit, sino que nos prestó su ejemplar de la primera edición. Por tanto, tuvimos
que buscar uno para nosotros, y luego, después de oír hablar de El Señor de los
Anillos, comprarlo y devorarlo.
Era la primera edición inglesa, tres tomos que aparecieron a lo largo de un
período de más de un año. La espera se nos hizo muy larga. Es posible que a los
lectores actuales les cueste imaginarse cómo fue: meses esperando para saber cómo
entrarían Frodo y Sam en el País de la Sombra, y luego más meses para saber qué le
pasaría a Frodo en manos del enemigo.
(Eso explica el habitual error de decir que El Señor de los Anillos es una trilogía.
No lo es. Es una novela unificada, publicada en fragmentos por razones comerciales).
Con todo, no éramos los únicos entusiasmados. La gente hablaba de él con
vehemencia en las convenciones de ciencia ficción. Hubo quien puso música a las
canciones y las cantó, como las de ese otro espléndido libro fantástico, Silverlock, de
Myers Myers. De hecho, es señal de estima y afecto que surgiera una balada
divertidísima, la «Canción de marcha de los orcos», con la melodía de «Jesse James».
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Así, se corrió la voz. En aquel entonces, la editorial de libros de bolsillo Ace
Books tenía otros dueños y otra dirección. Estados Unidos no se había adherido aún a
la International Copyright Convention, y en general la ley de derechos de autor
necesitaba algunas modificaciones. Ace vio un amplio vacío legal y sacó una edición
de bolsillo norteamericana sin ni siquiera pedir permiso.
Eso despertó la indignación de quienes sabían lo que eso significaba; pero fueron
pocos en comparación con los lectores corrientes que compraron los libros de buena
fe. Tolkien atrajo a los jóvenes de los sesenta con imágenes de paz y belleza natural,
su profanación, la lucha de un puñado de seres intrépidos contra un mal que parecía
invencible; sin duda, un ambiente encantador, extraño, una narración que atrapaba y
no lo soltaba a uno hasta el final, un mundo entero imaginado tan completa y
vívidamente que parecía del todo real.
Oh, sí, todo esto no son más que tópicos y apenas rozan la verdad. El Señor de los
Anillos es mucho más. Trata de cuestiones fundamentales e intemporales, de la
naturaleza del bien y del mal, del hombre, de Dios. Por eso, además y por encima de
su amena lectura, pervive, y sin duda pervivirá, como es el caso de las obras de
Shakespeare o Alicia en el País de las Maravillas o Las aventuras de Huckleberry
Finn.
El respeto que sentía por Edmund Wilson se esfumó cuando, en una exposición
larga y pretenciosa, dijo que El Señor de los Anillos era una obra infantil. Lo
reconozco, nunca tuve una opinión especialmente alta de los críticos. «Los que saben,
saben. Los que no saben, enseñan. Y los que ni siquiera saben enseñar se convierten
en críticos». Para ser justos, debe admitirse que algunos colegas de Wilson veían las
cosas de otra manera, y hoy en día Tolkien está completamente aceptado en los
círculos literarios.
Me he ido por las ramas. Volvamos a los hechos.
El robo no me indignó, me puso completamente fuera de mí. Juré delante de
amigos que Ace no volvería a publicar nada mío mientras la cuestión no se hubiera
resuelto para satisfacción del profesor Tolkien. Pude cumplir mi palabra cuando la
compañía me propuso hacer una reimpresión. La editorial que entonces me publicaba
en tapa dura, Doubley, aunque tenía derecho a la mitad del dinero, apoyó mi negativa.
Me gusta pensar que eso añadió un poco de presión a Ace. Es una divertida nota a pie
de página que poco después otra editorial de libros de bolsillo hiciera una oferta más
alta a mi agente por el mismo libro.
Sea como sea, en última instancia Ace cedió y llegó a un acuerdo que incluía la
cesión de los derechos norteamericanos a la editorial Ballantine Books, muy bien
considerada. Para asegurar los derechos de autor, Tolkien realizó unos pocos cambios
en el texto. No estoy seguro de cuáles fueron, no pueden ser importantes. Desde
entonces, El Señor de los Anillos no ha dejado de reeditarse.
Otra nota a pie de página: firmé la paz con Ace, y ellos publicaron un par de
libros míos —faute de mieux por ambas partes— antes de que Tom Doherty
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adquiriera la empresa. Él es un hombre con un gran sentido de la ética, que entre
otras cosas pagó medio millón de dólares a unos autores en concepto de derechos de
autor que según una auditoría no se les habían pagado en su momento, a pesar de no
tener ninguna obligación legal de hacerlo. Ace ha recuperado el buen nombre.
Naturalmente, el éxito de El Señor de los Anillos causó un resurgimiento de El
Hobbit y de todos los demás escritos de Tolkien, a excepción de los textos
estrictamente eruditos, y es posible que también éstos puedan conseguirse con
facilidad. Algunos son profundos, otros constituyen un placer absoluto, y otros,
sinceramente, me dejan un poco frío. Eso sólo demuestra que la obra de Tolkien es
más amplia que mi mente, y no tengo por qué aburriros con los detalles.
De igual modo, El Señor de los Anillos despertó un interés nuevo por la literatura
fantástica pura. Ese interés siempre había existido. Es probable que las primeras
historias jamás contadas fueran fantásticas. Junto a Ung, el relato cavernícola del
grande que escapó, los humanos debieron interrogarse sobre el mundo, los días y las
noches, las estaciones y las criaturas, la vida, el nacimiento, la muerte, la suerte, el
amor y todos los misterios. Lo único que podía ayudarles a comprender era la
imaginación. Así surgieron la religión, las artes mágicas, el folclore.
Al menos desde Homero, probablemente desde antes y no sólo en Occidente,
hasta no hace mucho tiempo, la fantasía fue la corriente principal de la literatura.
Cierto es que los relatos «realistas», es decir, aquéllos sin ningún elemento que hoy
consideremos imposible, también son muy antiguos. Se convirtieron en la literatura
dominante y la mejor considerada durante el siglo XIX, época en la cual la burguesía
pujante prefería leer sobre sí misma que sobre tierras fantásticas y abandonadas. (No
hay en esto un esnobismo invertido. Después de todo, el género incluye muchas obras
como Guerra y paz. Además, no es completamente diferente de la fantasía. ¿Dónde,
por ejemplo, situaríais Moby Dick?).
Unos pocos autores que escribían sobre el aquí y el ahora siguieron haciendo
ocasionalmente obras fantásticas. Por mencionar sólo uno, las de Rudyard Kipling se
cuentan entre sus mejores creaciones. Algunos, como James Branch Cabell, se
recuerdan sobre todo por sus obras de este tipo. La primera de E. R. Eddison apareció
en los años veinte, y Silverlock, ya mencionada, lo hizo en 1949. No obstante, por
muy apreciadas que fueran por los entendidos, no tuvieron muchos seguidores.
(Jurgen sí, pero como succès de scandale, y ningún otro libro del autor tuvo unas
ventas como las de aquella breve temporada). The Saturday Evening Post, la voz
semanal de la clase media, apenas publicaba literatura fantástica, a excepción de las
obras de Stephen Vincent Benét. Etcétera.
Incluso los mercados que alimentaban la literatura más imaginativa se
consagraron sobre todo a la ciencia ficción, o al menos a lo que ellos podían etiquetar
como ciencia ficción. No se trató del cambio de marea que podría parecer. Durante la
vida de The Magazine of Fantasy and Science Fiction, Anthony Boucher me comentó
una vez que, a juzgar por las cartas que recibía, la mayoría de sus lectores preferían la
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fantasía a la ciencia ficción, pero no lo sabían. Es más fácil, por ejemplo, en términos
de los conocimientos científicos actuales, justificar la vida después de la muerte y al
menos la existencia de un Dios que la posibilidad de viajar en el tiempo o moverse
más rápido que la luz.
En otras palabras, el público lector conservaba un deseo tácito por la fantasía
pura. Y entonces Tolkien irrumpió en el mundo editorial. El resto es historia.
El resurgimiento del género abarcó lo que sus seguidores denominan fantasía
heroica. En ese género, los héroes, normalmente masculinos pero a veces femeninos,
luchan contra terribles dificultades en un escenario arcaico. Ese escenario puede ser
histórico, pero la mayoría de las veces es imaginario; no ha habido ninguna
revolución científica o industrial; las fuerzas y los seres sobrenaturales son reales.
Eddison escribió este tipo de literatura a un altísimo nivel, mientras que Robert E.
Howard lo hizo con una calidad inferior. Como siempre, hay casos que están en la
frontera entre ambas categorías, por ejemplo algunas historias de L. Sprague De
Camp y Fletcher Pratt, pero no me demoraré en ellos más que para recomendar
encarecidamente a estos dos en concreto.
El Señor de los Anillos es fantasía heroica. Es muchas cosas más, pero estos
elementos son definitivamente partes integrales de la obra. Su asombrosa popularidad
dejó al descubierto una demanda latente. No tardaría en llegar más material, y su
cantidad no ha disminuido desde entonces.
Podemos dejar a un lado los derivados, los derivados de los derivados y, cómo no,
las cosas para las que se ha acuñado el término despectivo de «genérico». Han
aparecido obras satíricas y divertidísimas de Esther Friesner y Diana Wynne Jones,
entre otros. Recordad la sentencia de Theodore Sturgeon, «El noventa por ciento de
esto es basura», y juzgad el género por lo mejor y no por lo peor, como juzgamos las
historias de amor por Romeo y Julieta y no por los culebrones. Ha habido y hay obras
excelentes.
Algunos veteranos se han visto beneficiados, también, quizá sobre todo Jack
Vance y Robert Silverberg. Permitidme ahora que me ponga personal una vez más,
porque mi experiencia nos lleva de nuevo al propio Tolkien.
Hace mucho, mucho tiempo, creo que probablemente en 1948, escribí una novela
de fantasía heroica, La espada rota, que estaba inspirada en los mitos, las sagas y el
folclore de Escandinavia. Fue rechazada por un editor tras otro, aunque algunos lo
hicieron con pesar, porque no creían que pudieran venderla. Por fin halló una
editorial, que hizo una impresión, casualmente en 1954, el mismo año que salió a la
luz La Comunidad del Anillo, y la dejó morir.
El boom que siguió a Tolkien permitió que el difunto Lin Carter volviera a
publicar una serie de obras fantásticas anteriores en Ballantine. Entre ellas se
encontraba La espada rota. Como entretanto había aprendido muchas cosas sobre el
arte de escribir y, concretamente, sobre el combate medieval, aproveché la
oportunidad para revisarla: la misma historia, pero —esperaba yo— mejor contada.
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La nueva versión apareció por primera vez en 1971. Posteriormente, he gozado de la
libertad de vagar por el ámbito de la fantasía siempre que he querido. Ésa es una
buena razón para admitir que estoy en deuda con Tolkien.
Una de sus principales fuentes era idéntica a la mía. También se inspiró en otras,
sobre todo la Biblia y la tradición cristiana. Hablaré de eso más tarde. Sin embargo,
en el ámbito profesional fue un estudioso y un traductor de la literatura escrita en
inglés antiguo y medio. Su largo ensayo «Sobre los cuentos de hadas» explora el
significado y el poder de los cuentos populares de esa época, que también le
inspiraron.
Sus orcos y trolls provienen del Norte. No creo que sea ése el caso de los elfos,
exactamente; eso es algo que vale la pena estudiar más a fondo.
Regreso a La espada rota sólo para comparar. También en mi libro aparecen elfos
y trolls. De hecho, la historia trata de una guerra que los enfrenta. Pero estos elfos son
muy diferentes, una diferencia que Tolkien habría admitido inmediatamente.
Permitidme parafrasear mi introducción a la edición revisada. El año 1018, el
skald[1] Sighvat Thordarson hizo un viaje invernal a Suecia por orden de su señor, el
rey Olaf de Noruega, luego conocido como san Olaf. En aquel entonces la mayor
parte de Suecia era pagana. Buscando un refugio para pasar la noche, Sighvat rechazó
tres casas sucesivas, un comportamiento extraordinario en aquel entonces, por
razones religiosas. Tal como relató en un poema que compuso al respecto:
Las sagas mencionan otros sacrificios en su honor, y una ley según la cual los
barcos de guerra que se aproximaran a una orilla amiga debían desmontar sus feroces
mascarones de proa, para evitar que se ofendieran los vigilantes de la costa.
Así, vemos que los elfos surgieron como dioses o semidioses locales. El
Heimskringla habla del pequeño rey de una región de lo que entonces aún no era
Noruega, enterrado con lujosos objetos funerarios en un enorme túmulo. Llegó a
considerársele como un espíritu tutelar que recibía ofrendas y al que se conocía como
Olaf Geirstad-Elf. Las leyendas sobre la Colina del Elfo deben de provenir de este
tipo de acontecimientos.
Los Eddas hablan de elfos «claros» y «oscuros», aunque con bastante vaguedad.
Parece que al menos algunos de los elfos claros servían en Asgard, y los oscuros
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podían ser los enanos, que también son importantes en Tolkien. Pero es posible que
fueran una invención de los poetas y narradores de la era cristiana, que durante dos o
tres siglos siguieron utilizando los antiguos motivos. En cualquier caso, tienen poco
que ver con el concepto de los elfos ya sea como dioses menores o como equivalentes
aproximados a las dríadas y las oreas clásicas o los kami japoneses.
Ellos significaban mucho para los antiguos pueblos germánicos. Es muy posible
que para la mayor parte de los habitantes de los páramos y las granjas solitarias
fueran mucho más reales e inmediatos que los grandes dioses, de quienes
probablemente estas gentes apartadas conocieran sólo fragmentos de historias, si es
que los conocían. En los nombres hallamos huellas de su importancia: por ejemplo,
«Alfredo» significa «consejo élfico».
Ahora bien, originalmente los dioses paganos eran tan despiadados como las
fuerzas naturales y los conflictos mortales a los que encarnaban. Homero, en la forma
editada que ha llegado hasta nosotros, y Hesíodo no pueden encubrir esta cuestión
por completo. Por ejemplo, vemos a Aquiles masacrando a los cautivos troyanos en el
funeral de Patroclo, para honrarse a sí mismo y para obtener la ayuda del Otro
Mundo. En ocasiones los sacrificios humanos se hacían directamente a Odín, Tor y
Frey. Los elfos siguieron viviendo en las creencias populares mucho después de la
conversión al cristianismo. Conservaron su antigua crueldad y tendencia al engaño. Y
así, en la balada medieval danesa «Elfshot», cuando un caballero se encuentra con
una danza élfica realizada a la luz de la luna y declina unirse a ella, vuelve a casa
moribundo.
Fue esa idea de los elfos la que recuperé: hermosos, cautivadores, amantes del
placer, dadores de grandes recompensas a sus favoritos humanos —como en la balada
fronteriza de True Thomas—, pero en última instancia sin alma o compasión.
Con el paso de los siglos fueron perdiendo cualidades. En la época de Isabel I ya
se habían convertido en los duendes impulsivos pero civilizados del Sueño de una
noche de verano, y para la época victoriana habían degenerado hasta convertirse en
unos hombrecillos amanerados. No obstante, quienes amamos la tradición nórdica
recordamos a los elfos de antaño.
Tolkien se inspiró en sí mismo, no se limitó a imitar, sino que creó. Conserva la
antipatía de los trolls y los orcos. Hizo a los enanos menos ambiguos, más atentos y
fiables que los de los antiguos relatos. Los elfos experimentaron una transformación
absoluta.
Por supuesto, él sabía exactamente lo que estaba haciendo, y lo hizo
extraordinariamente bien. Sus elfos son tan reales como el resto de los personajes de
la obra, serios y valientes, poderosos y poéticos, melancólicos y capaces de hacer
cosas maravillosas, un ideal inalcanzable, y sin embargo incuestionable. En mi
opinión, es evidente que en este aspecto se basó en la Biblia y expresó su propia fe.
Como dice mi esposa, Karen, estos elfos son como serafines.
Los eruditos, Tolkien con ellos, han hallado que Beowulf no es un relato pagano
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glosado por los monjes, sino un texto profundamente cristiano de principio a fin, aun
cuando esté situado en una época anterior. Frodo el de los nueve dedos puede situarse
al lado de la ruina de Grendel.
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EL REGRESO DEL HIJO PRÓDIGO
MICHAEL SWANWICK
N o hace tantos años, cuando el mundo era joven y todas las cosas eran tan
perfectas como podían serlo, mi hijo de nueve años, Sean, me pidió que le
leyera El Señor de los Anillos. A su amigo John Grant, parece, se lo habían leído
entero, y como John tenía sólo ocho años, Sean padecía una importante pérdida de
prestigio. Muy bien, dije, empezaremos a la hora de acostarse. Y así, durante una
larga y mágica serie de noches, viajé junto con mi hijo a través del gran mundo en
tres tomos de la Tierra Media.
No fue mi primer viaje a esa tierra.
Un cuarto de siglo antes, en mi época de instituto, mi hermana Patricia envió
desde la escuela de enfermería una caja de libros de bolsillo (todavía puedo verla,
recién abierta y llena de promesas) que ella ya había leído y no quería conservar.
Entre ellos estaba La Comunidad del Anillo. Un día, al caer la tarde, después de
terminar los deberes, lo tomé con la intención de leer un capítulo o dos antes de
dormir. Me quedé en vela toda la noche. No fue fácil, pero saltándome el desayuno
por la mañana y leyendo mientras iba al colegio conseguí terminar la última página
justo cuando sonaba el timbre que marcaba el inicio de mi primera clase.
¡Oh, cómo me impactó y sorprendió ese libro! Me hizo sonar como una campana.
Aún hoy, que tengo el triple de edad, puedo retener el aliento y oír los débiles ecos de
aquella larga, eterna noche. Aquella lectura me convirtió en escritor, aunque me llevó
un tiempo interminable aprender ese arte. Me demostró qué podía hacer y qué podía
ser la literatura.
Décadas después, escribí un cuento en homenaje a Tolkien, llamado «La historia
del niño huido». Es la historia de un joven tabernero que se marcha con una tropa de
elfos y deja atrás su hogar y todo cuanto conoce y ama. Paga un precio muy alto por
el viaje, pero se va por amor a la belleza, la gracia y la rareza de los elfos, hacia un
futuro del que sólo sabe que es incapaz de imaginarlo. Era un relato honesto, o eso
espero. Pero también tenía un componente autobiográfico. Will Taverner fue lo más
parecido que he escrito nunca a un autorretrato. Su historia no es tan diferente de la
mía. Hace mucho tiempo, me fui con los elfos y no regresé jamás.
Releí El Señor de los Anillos con cierto temor. Ese libro me había formado y
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modelado. ¿Qué sucedería si resultaba ser sólo una obra menor, apenas la primera del
interminable flujo de trilogías de literatura fantástica que desde entonces han
inundado las estanterías de las librerías? ¿Qué pasaría si mi vida no hubiese sido más
que la representación de un entusiasmo infantil?
Todo esto lo conté durante una mesa redonda sobre la literatura fantástica en no
recuerdo qué seminario. El público estaba lleno de rostros de mi edad, con los
cabellos empezando a encanecer, los cuerpos tal vez un poco más gruesos de lo que
habían sido. Muchos parecían aprensivos. Ellos también habían tenido miedo de
regresar a la Tierra Media. Y cuando les conté mi descubrimiento, que seguía siendo
una obra importante y que un adulto podía recuperarla sin peligro, advertí que esos
rostros empezaban a iluminarse con sonrisas de gratitud y alivio.
Pero el libro que Sean escuchó no era el mismo que yo le había leído.
Lo que él escuchó fue el mismo libro que yo había descubierto aquella noche
insomne en la tierra de Hace Mucho Tiempo, Allá Muy Lejos, la mejor historia de
aventuras jamás escrita. Como adulto, no obstante, yo descubrí que durante mi larga
ausencia se había transformado en algo completamente distinto. Ahora era el libro
más triste del mundo.
Es una historia en la que todos están en proceso de perder todo lo que más
quieren. Los elfos, que simbolizan la magia, están abandonando la Tierra Media.
Galadriel lamenta el marchitamiento de Lothlórien. Bárbol revela que los ents están
perdiendo la conciencia y se están volviendo arbóreos. Las cosas antiguas —todas
ellas— están desapareciendo. Se talan los árboles y se contaminan los ríos. Se ha
inventado la pólvora. La industrialización está en camino. Derrotar al Señor Oscuro y
matar a sus ejércitos no cambiará nada de eso.
Tolkien se burlaba con razón de quienes intentaban hallar lecturas alegóricas en
su obra. Pero la ausencia de alegoría no significa falta de relevancia. El crítico Hugh
Kenner da el convincente ejemplo de que Esperando a Godot empezó siendo una
historia de dos combatientes de la resistencia francesa que, disfrazados de
vagabundos, emprenden un peligroso viaje por las zonas rurales ocupadas y se
encuentran con que su contacto se retrasa. Asustados, en grave peligro e ignorantes
de la importancia de su misión, sólo pueden esperar y discutir. Si esta teoría es cierta,
entonces Beckett eliminó sistemáticamente todos los significantes específicos de la
obra e hizo del de sus dos héroes un caso universal. Recuperar los orígenes literarios
de la historia sólo la empequeñecería.
De igual modo, identificar a Sauron con Hitler y el Anillo con la bomba atómica
es reducir una obra significativa a la trivialidad. Es cierto que Tolkien luchó en la
primera guerra mundial y escribió gran parte de su obra maestra durante los
momentos más oscuros de la segunda. Para entonces la Inglaterra de su juventud
había desaparecido en gran medida. Al igual que la mayor parte de su generación, él
lamentaba su desaparición. Su descripción de los terribles acontecimientos está
basada en lo que él conocía demasiado bien: Hitler, Mussolini, Stalin, la bomba, el
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genocidio, las armas químicas, la homogeneización cultural, el Estado Corporativo, la
despersonalización, la contaminación, el control mental, la Gran Mentira… todos los
males de su época están implícitos en su obra.
Por experiencia, Tolkien sabía que sólo hay dos posibles respuestas al fin de una
edad. Podemos intentar resistir, o podemos rendirnos. Quienes intentan aferrarse al
poder para evitar el cambio se ven corrompidos por la desesperación (destacan
Saruman, Théoden y Denethor, pero hay otros). Quienes están dispuestos a pagar por
todo cuanto tienen, a sufrir y a hacer sacrificios, a afanarse desinteresadamente y con
honor, y luego a entregar su autoridad a lo que quede, en última instancia obtienen la
satisfacción de saber que el mundo tiene un futuro que vale la pena dejar a sus hijos.
Pero en el que ya no hay lugar para ellos. No obstante —y eso es lo que más me
conmovió— la visión de Tolkien de los horrores combinados del siglo XX terminó
con esperanza y perdón.
Éste es un libro lleno de tristeza y sabiduría. Me conmovió de un modo que mi
hijo no podía comprender.
Uno se hace viejo, se vuelve más cauto. Cuando yo era muchacho y vivía en
Vermont, me pasé un verano pescando casi todos los días en el río Winooski. A mis
padres no les dije que mi lugar preferido era un remanso que había justo debajo de la
presa hidroeléctrica, al principio de un tramo del río con unos barrancos altos y
abruptos a ambos lados que todos llamábamos la Garganta. El río pasaba muy
revuelto por la Garganta, y cada pocos años un adolescente moría al caer por los
barrancos. Y claro, tampoco les dije a mis padres que el camino que llevaba al
remanso atravesaba la vieja central eléctrica, y que había que subir por los restos
rotos y oxidados de las escaleras metálicas y tomar carrerilla para saltar un agujero en
el que, si me hubiera caído, seguramente me habría roto unos cuantos huesos. Por
todo eso, aquellos largos días de verano que pasé con mi mejor amigo, Steve,
pescando, hablando, jugando a cartas y leyendo montones de cómics que nos
prestábamos fueron una de las mejores épocas de mi vida. No cambiaría su recuerdo
por nada.
Sin embargo, me estremezco al imaginarme a mi hijo jugándose la vida como lo
hacía yo mientras atravesaba la central eléctrica. O cuando saltaba entre los coches
destrozados en el depósito de vehículos que había al final de la ciudad. O cuando me
metía en casas abandonadas para explorar su fantasmal interior. O cuando me
enredaba en batallas de piedras. O cuando iba al pantano, como hacía yo cada año
cuando el hielo empezaba a derretirse y había agua líquida en el centro, y saltaba para
ver cómo cedía el hielo en el agua sin romperse y sin hundirme. O… bueno, las cosas
tienen un aspecto distinto cuando se es adulto. Entonces no lo comprendía, y no
albergo esperanzas de poder explicarlo ahora.
Nadie le sugiere a Bilbo que debería ir con la misión del Anillo, pero él se levanta
y se ofrece voluntario. Con El Hobbit en la mano, podríamos pensar que la misión le
corresponde a él por derecho. Pero Bilbo es, sencillamente, demasiado viejo, no sólo
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desde el punto de vista físico, sino también espiritual. Ha bebido del vino de la
inmortalidad y para él la época de las aventuras ha quedado atrás.
Así que hay que encontrar otro héroe.
«Estabas destinado a tenerlo», le dice Gandalf a Frodo, el más inverosímil de los
salvadores. Una serie de coincidencias le lleva el Anillo. Se cae del dedo de un rey, es
hallado por alguien que busca entre la basura y robado por otro. Un aventurero,
perdido y que intenta evitar a los orcos, topa con él en los oscuros pasajes
subterráneos de una montaña. Un mago convence al aventurero de que se lo deje a su
sobrino como herencia. El Anillo, nos dicen, está buscando a su amo, Sauron. Sin
embargo, su viaje lo aleja de Mordor y lo lleva directamente a la Comarca.
Las coincidencias se van multiplicando mientras Frodo huye de Hobbiton. Se
marcha en el último momento salvándose de un Jinete Negro por el simple hecho de
que el Tío cree que ya se ha ido. Se vuelve a salvar gracias a los elfos, que aparecen
en el momento justo. Se salva una tercera vez del Viejo Hombre Sauce, y una cuarta
de los Tumularios gracias a Tom Bombadil, que fuerza la verosimilitud apareciendo
en el momento justo en dos ocasiones. En Bree, se salva gracias a Trancos, que
también aparece por allí, de nuevo en el momento justo. En el Vado del Bruinen lo
salvan Elrond y Gandalf, que… bueno, ya conocéis la historia. Hay una providencia
en Frodo, que lo guía y lo protege todo el camino hasta Rivendel.
Sin embargo, a partir de Rivendel, la misión topa con obstáculos y retrasos con
una regularidad desesperante. La Comunidad no puede cruzar el paso de las
Montañas Nubladas, y por tanto debe tomar el camino más peligroso que atraviesa
Moria. Gandalf cae luchando con un Balrog, privándolos de su fuerza y consejo. Hay
orcos en la orilla oriental del Anduin, que obligan a Frodo y Sam a viajar por el río en
lugar de usar la ruta deseada. Gollum los guía por un camino en el que es imposible
que sobrevivan.
Pero la contradicción sólo es aparente. Hay un poder que opera en todo esto, tanto
en lo que favorece la misión como en lo que la estorba, «que escapaba a los
propósitos del hacedor del Anillo», como dice Gandalf. Y en la Tierra Media sólo hay
un poder así, aunque (significativamente) nunca es mencionado.
Tolkien era religioso, no de la manera altisonante y proselitista de su amigo C. S.
Lewis (a quien, para su frustración, convirtió del ateísmo al anglicanismo, a sólo un
paso del catolicismo y la salvación), sino con la profunda sinceridad de un hombre
nacido en la fe que todavía conserva. Lo cual significa que no intentaba persuadir a
nadie de que adoptara sus creencias, sino sólo describir el funcionamiento del mundo
tal como él lo entendía.
Si nos preguntamos por qué una deidad omnipotente y benevolente habría de
hacer sufrir tanto a nuestro héroe para destruir el Anillo Único, estamos haciéndonos
la pregunta equivocada. Porque la sola destrucción del mal no estuvo nunca en el
orden del día. Los niños pequeños, en su terrible inocencia, creen que el mundo sería
un lugar mejor si matáramos a toda la gente mala. Los adultos que los quieren
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entienden que el reino de la moral es más difícil que eso, y que el mal que más
debemos temer es el que habita en nuestro interior.
Aquí opera un propósito más sutil.
Ignorad la geopolítica y los movimientos de los ejércitos y seguid el viaje del
Anillo hasta su destino definitivo. Una vez tras otra, Frodo lo utiliza para probar
inconscientemente a aquellos con quienes se encuentra. Primero se lo ofrece a
Gandalf, que, horrorizado, grita «¡No!» y «¡No me tientes!». Luego debe rechazar el
imprudente deseo de su amado tío y mentor, Bilbo, de tocarlo otra vez. Cuando
Aragorn el de los muchos nombres revela su linaje, Frodo exclama: «¡Entonces el
Anillo te pertenece a ti!». Se lo ofrece inmediatamente a Galadriel, que le dice: «Muy
delicadamente, te has vengado de la prueba a que sometí tu corazón en nuestro primer
encuentro»; y luego, en una de las escenas más memorables del libro, procede a
atemorizar al insolente antes de concluir: «He pasado la prueba. Me iré
empequeñeciendo, y marcharé al oeste, y continuaré siendo Galadriel». Boromir
intenta apoderarse de la joya por la fuerza, pero después se redime, de acuerdo con su
duro código de guerrero, muriendo en defensa de la Comunidad. El hermano de
Boromir, Faramir, declara irreflexivamente que no la tomaría ni aunque la encontrara
tirada en el camino, y luego, más noblemente, demuestra la verdad de sus palabras.
Denethor, que nunca llega a tener el Anillo a su alcance, se entusiasma hablando de
lo que haría con él. En Mordor, es Gollum el primero que sufre la tentación, le sigue
Sam, y por último el propio Frodo.
Frodo viaja por la Tierra Media como una especie de prueba de integridad
enviada por Dios. Los Sabios, si realmente lo fueran, al ver que ha venido de visita,
gritarían: «¡Oh, no! Es ese maldito hobbit. ¡No estoy!», y le cerrarían la puerta en las
narices.
Ése es el propósito de la misión del Anillo: no destruir la fuente de poder, sino poner
a prueba a toda la creación y decidir si merece continuar. La misión de Frodo, aunque
él no lo sepa, es recorrer la Tierra Media.
Lo más interesante de la prueba es que Frodo no la supera.
¡Qué protagonista tan extraño es Frodo! Empieza bastante bien. Al principio El
Señor de los Anillos es un libro infantil y la continuación de un libro infantil, y
durante la primera mitad de La Comunidad del Anillo lucha por salir de sus propias
carencias, que van desde la poco convincente y cómica ayuda brindada a los
presuntuosos aldeanos hasta la sensiblera insistencia en que los hobbits todavía están
entre nosotros, demasiado rápidos y tímidos para ser vistos. Sin embargo, se han
entretejido fragmentos de gran sagacidad y habilidad. Metida inteligentemente entre
el artificio poco sólido que rodea el «centésimo undécimo» cumpleaños de Bilbo se
nos da la información de que también es el primer día de la vida adulta de Frodo.
Vale, yo era un inglés mayor de edad. Sé lo que es un viaje iniciático. Las novelas
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de este tipo tienen una estructura muy vieja y conocida, y en un principio Frodo
parece seguirla. Empieza siendo alegre, valiente, resuelto y bastante ingenuo. Cuando
averigua cuál será su misión, se pone de pie y, aun con miedo en el corazón, la acepta
sin vacilar.
Pero luego, a medida que se interna en el meollo de la cuestión, en dirección a
Mordor, esa perpetua y oscura noche del alma, se va volviendo cada vez más pasivo,
más callado. Para bien y para mal, quienes tienen el papel protagonista son
forzosamente sus dos compañeros (necesarios para distraernos del silencio de Frodo),
Sam y Gollum.
Sam y Gollum son unos personajes interesantes. Pero es imposible comprenderlos
del todo sin advertir que ambos son aspectos de Frodo. Por separado, Sam es
demasiado bueno para ser creíble. Nunca falta a su deber, nunca está de mal humor,
nunca piensa en sí mismo si no es para reprocharse no haber actuado lo
suficientemente bien. Todas sus acciones están motivadas por el amor. Él es (o se
convierte en) la exteriorización de todo lo que es mejor en Frodo. Él recorre el arco
de crecimiento que requiere un viaje iniciático. Samsagaz Gamyi, el niño que se fue
de casa con la esperanza de ver un olifante, regresa a la Comarca y ya es un hombre
con la fuerza y la decencia necesarias para ocupar su puesto en la comunidad y tener
una familia.
Donde Sam es el Bueno, Gollum es el Malo. No es una simple coincidencia que
Gollum sea un hobbit caído, ni que él y Sam se odien mutuamente con inquebrantable
resolución. Tiene la determinación, la iniciativa y la perseverancia del Portador del
Anillo, aunque con una causa equivocada. Él es aquello en lo que se convertiría
Frodo si cayera en la tentación del Anillo. Pero como en realidad es una parte de
Frodo, no es completamente malo, sino apenas todo lo malo que puede ser un héroe.
El joven corazón de mi hijo lamentó la caída de Gollum a las llamas del Monte
del Destino. Lo mismo hace el corazón de todos los que aman de verdad este libro.
Como sus dos compañeros representan las tramas hermanas del crecimiento y el
fracaso, Frodo está libre para tomar un tercer camino, un camino que es, aunque
Tolkien se esforzó en disfrazarlo, esencialmente místico. Empieza cuando los Nazgûl
hieren a Frodo en el bosque bajo la Cima de los Vientos (es la herida del Rey
Pescador, y la razón por la que no deja descendencia), lo ennoblece a través de la
adversidad y alcanza su clímax en el Monte del Destino, cuando se pone el Anillo
Único y reclama su poder para sí.
Del viaje interior de Frodo sabemos muy poco. Tolkien nos da indicios y
murmullos, y muy poco más, por la simple razón de que carecía de la habilidad
literaria que hubiera exigido su explicación. «Aquello de lo que no sabemos hablar —
escribió Wittgenstein— debemos omitirlo en silencio». Sólo sabemos que sufre; y
que en última instancia su viaje lo lleva a las Grietas del Destino.
El momento del juicio ha llegado al fin. Frodo no ha superado la prueba. Pero
ninguna persona equitativa puede creer que alguna vez tuvo la posibilidad de
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superarla. Antes bien, como diría un ingeniero, ha sido «probado hasta la
destrucción». Y, como es juzgado por toda su vida y no por la debilidad de un
instante, es salvado de la condenación que aparentemente se ha impuesto a sí mismo.
Gollum, señalado desde el principio como instrumento del Destino, interviene para
salvarlo.
Frodo obtiene el perdón, no la victoria. Eso también indica la sabiduría de la
vejez.
Los místicos, no obstante, no pueden vivir en el mundo real. Cuando la aventura
ha terminado, Frodo sabe demasiado para hallar la paz. Ha saltado por encima de
todos sus años medios y carga con el peso de la vejez. No hay lugar para él en toda la
Tierra Media salvo los Puertos Grises… los Puertos Grises y la muerte. Sam sigue a
Frodo durante parte de ese viaje y luego se vuelve. Se sienta en un gran sillón frente
al fuego, su esposa le pone a su pequeña hija en las rodillas y él pronuncia la línea
más desgarradora de toda la literatura fantástica moderna:
«Bueno, estoy de vuelta», dijo.
«¡No!», gritó Sean cuando leí esas últimas palabras. Soportaré esa culpa para
siempre. Al leer, me había dejado arrastrar por las palabras, por el ímpetu de la trama,
y olvidé por completo adónde se dirigían, ese terrible y hermoso final feliz. Debería
haberlo avisado de que iba a llegar. Debería haberlo preparado para eso. Es posible
que incluso debería haber mentido e inventado un final completamente distinto, uno
con «y todos vivieron felices y comieron perdices».
Pero tal vez no. Lo que hace que ese momento resulte tan doloroso es lo absoluta
e innegablemente cierto que es. Sería un error hilvanar una moraleja en El Señor de
los Anillos como si fuera una simple versión céltica de una de las fábulas de Esopo.
Pero Tolkien escribía sobre el mundo tal como él lo entendía, y en ese mundo había
aprendido algunas lecciones: que en ocasiones la piedad es mejor que la justicia. Que
con frecuencia los mejores jefes están llenos de dudas. Y lo más importante, que la
vida tiene consecuencias.
¿Cómo podía privar a mi hijo de lo más esencial del libro?
Hay algo que puede parecer terriblemente sentimental, pero que sin embargo es
completamente cierto: yo estuve presente en el nacimiento de mi hijo. La comadrona
se lo dio primero a la madre, y luego, al cabo de un rato, a mí. Estaba en mis brazos.
Miré esa pequeña y dulce cara de trasgo (nació de color violeta por falta de oxígeno,
y muy lentamente se volvió rosado). Algún día, pensé, este niño crecerá y se hará un
hombre, y al hacerlo me convertirá a mí en un anciano, y entonces moriré. Pero está
bien. No me importa. Es un precio pequeño por su vida.
Vivimos en una época reflexivamente cínica, y sin embargo el cinismo, aunque
abarca una gran parte de la verdad, no lo cubre todo. Ese momento, visto desde fuera,
se acerca peligrosamente a lo empalagoso. Sin embargo, visto como algo que se ha
experimentado en persona, aceptar la necesidad de la propia muerte es algo alegre y
terrible. Conmueve el alma como el primer aliento del otoño. Hace sonar una
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campana cuyo mensaje esencial es adiós.
Un momento así requiere libros que puedan ayudarnos a comprenderlo.
Cuando escribo esto, mi hijo tiene diecisiete años. Dentro de menos de un año —
aproximadamente cuando este ensayo salga a la luz— se marchará de casa para ir a la
universidad.
Un hombre joven es como un halcón. Cuando le quitas la caperuza y desatas las
correas, salta de tu brazo y se lanza hacia el cielo. Lo miras hacerse pequeño, tan
orgulloso y tan libre, y te preguntas si volverá contigo alguna vez.
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SI A UNA CHICA LE DAS UN
HOBBIT…
ESTHER M. FRIESNER
S oy escritora. En varias ocasiones me han pagado por escribir, así que lo más
probable es que siga por este desafortunado camino hasta que alguien recupere
el juicio. (Si no quieres que un escritor vuelva, no lo alimentes. Es una regla acertada
y muy práctica, que también sirve para los gatos. Los escritores son como los gatos
en este y en muchos otros aspectos, excepto en que no podemos limpiarnos el cuerpo
con la lengua. Qué lástima).
Una vez que he admitido el crimen en primer grado de escribir libros, con
premeditación y alevosía, no tengo escrúpulos en engrosar mi lista de actos punibles
diciendo que lo que escribo suele ser literatura fantástica y ciencia ficción. Esto ya se
consideraría lo bastante malo en la mayor parte de los foros respetables (por ejemplo,
publicaciones como Pays-in-Copies Review o Deconstructionist Quarterly), pero yo
he acumulado iniquidad sobre iniquidad (lo cual es más fácil de lo que parece,
mientras uno se acuerde de levantarse con las piernas, no con la espalda): he escrito
literatura fantástica y ciencia ficción humorísticas. Deliberadamente.
Hasta ahora, me limitaba a aceptar este gran defecto personal como algo sobre lo
que tenía tan poco control como el color de los ojos, los michelines que tengo en la
cintura o la recurrente necesidad de gritar «¡Macarrones!» en un cine lleno de gente.
Es posible que algunos imbéciles con buenas intenciones afirmen que sí puedo
cambiar cualquiera de esas cosas. Puedo comprarme unas lentillas de color, puedo
comer menos y renunciar más; y en cuanto al asunto de los «¡Macarrones!», bueno,
siempre puedo someterme a una terapia para aborrecer la pasta (o a una actuación de
Jerry Springer). Según ellos sólo es cuestión de hacer lo que decían en el colegio, de
no quedarme ahí sentada y hacer un esfuerzo valiente, de ir siempre hacia adelante y
hacia arriba, porque se acerca la noche. Es posible que tengan razón. También es
posible que sean británicos.
Pero ¿es ésa la respuesta que estoy buscando? ¿Quiero aprender a controlar las
partes de mi vida que no son atractivas, saludables o socialmente aceptables? ¿Quiero
que me abran la puerta de oro a la Oportunidad de Ser Mejor las mismas manos
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amables que están dispuestas a hacérmela atravesar por la fuerza? ¿Quiero aceptar las
responsabilidades de mis acciones y sus consecuencias?
¡Por supuesto que no! Es demasiado esfuerzo. Soy estadounidense. Lo que quiero
es seguir haciendo exactamente lo que llevo haciendo desde siempre, por malo que
sea, con la única diferencia de que antes quiero que me digan que está bien porque no
es culpa mía. Sí, lo que necesito es encontrar a alguien a quien echarle la culpa.
Yo le echo la culpa a Tolkien.
(No, del número de «¡Macarrones!» no; de que me haya convertido en escritora.
Intentad no perderos, ¿vale?).
Todo empezó en los buenos viejos tiempos, cuando las mujeres conocían su papel
y los pilares gemelos en los que se sustentaba la civilización eran: Todo irá bien
mientras dispongas de una vajilla de porcelana, una cubertería de plata, una
cristalería y ropa de casa a juego y Las mujeres de verdad no leen literatura
fantástica y/o ciencia ficción; los chicos pensarán que estás chiflada. (Por supuesto,
hoy en día la única persona que mantiene el primero de estos principios es Martha
Stewart, pero como ella sí que es un personaje de ciencia ficción no sé dónde vamos a
parar en lo del segundo principio).
Sí, eran tiempos más simples, y yo era una persona más simple. Creía con todo el
ardor de mi corazón adolescente que mientras viviese mi vida de acuerdo con los
principios expuestos en las sagradas páginas de la revista Seventeen, no podía
equivocarme. (Aunque pasé muchas horas inútiles devanándome los sesos tratando de
averiguar qué diablos vendían todos esos anuncios de «Modess… Porque…». Por si
ese fenómeno es anterior a vuestra época, antaño se consideraba poco delicado ir y
ponerse a hablar de… bueno, de los productos higiénicos femeninos, aunque
estuvieras intentando venderlos. Los anuncios en cuestión siempre mostraban a una
mujer vestida completamente de blanco en un escenario romántico, normalmente a la
luz de la luna, y su único texto era: «Modess… Porque…». Yo gritaba «Porque ¿qué?
¡Dios mío, decídmelo o me volveré completamente loca!» a la revista hasta que mi
madre me hacía callar. Una amiga espiritual me ha sugerido que tal vez todos los
tabúes elegantes del pasado relacionados con las cosas de las chicas podrían parecer
menos prehistóricos y más permisibles si los consideramos una contribución a los
Misterios de la Mujer. «¿Agatha Christie… Porque…?». La verdad es que no lo
creo).
Pero me estoy yendo por las ramas.
Entonces, un día fatídico, todo cambió. Estaba leyendo el nuevo número de
Seventeen y cuando llegué a la columna de reseñas de libros, qué hallaron mis
asombrados aunque miopes ojos sino un párrafo que alababa algo llamado El Hobbit
escrito por alguien (¡oh, vil hechicero!) llamado J.R.R. Tolkien.
Decían que era un buen libro.
Decían que era literatura fantástica, pero aun así afirmaban que era un buen libro.
Decían que era literatura fantástica, y un buen libro, y que estaría bien que yo
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fuera y lo leyera.
Insinuaban que también estaría bien que después admitiera haberlo leído, aunque
lo hiciera público en un lugar donde pudieran oírme los chicos.
Al principio desconfiaba. Por lo que yo sabía, la persona que escribía las reseñas
de libros era alguna bruja maquiavélica que había decidido dar a las indefensas
lectoras una guía equivocada porque no quería que nos convirtiéramos en
competidoras suyas en el mercado del matrimonio. (¡Se merecía que hubiéramos
llegado a robarle todos los buenos maridos! ¡Eso le hubiera enseñado a esa arpía seca
que no debía intentar tener una carrera profesional estando casada! ¡No tiene la
menor idea!). Si yo leyera El Hobbit los chicos acabarían enterándose de que había
asomado el cerebro rosa y con volantes al oscuro lago de la fantasía y la ciencia
ficción, y en adelante perdería todo mi atractivo. Como ya llevaba gafas, compraba la
ropa en lo que entonces llamaban el departamento de «tallas grandes» y me metía
cajas enteras de pañuelos en las copas del sujetador A-quién-te-crees-que-estás-
engañando, no estaba dispuesta a hacer ninguna otra cosa que pudiera perjudicarme
en la carrera de pescar un buen marido que era la vida anterior a la liberación.
Y sin embargo… y sin embargo, era la revista Seventeen la luz que guiaba mis
pasos, el evangelio de las chicas, el ángel guardián impreso en papel satinado que me
orientaba a través de la ciénaga sofocante, nociva y devoradora de almas que era la
adolescencia. (Si alguien piensa que estoy exagerando es que hace mucho tiempo que
no es adolescente). Si no podía confiar en ella, bueno, ¿en qué otra cosa podía
confiar? Además, el libro parecía algo así como… interesante. Fui a la biblioteca y
me lo llevé.
Poco tiempo después estaba de nuevo en la biblioteca, aferrada al catálogo como
un refugiado de una película de Romero, sólo que en vez de «Seeeesooos…
Seeeesooos…» gemía «Tolkiiiieeeeeeen… Tolkiiiieeeeeen…».
Lo que nos lleva a la trilogía. No puedo culpar a Tolkien por mi actual oficio de
escritora sin echar un enorme cucharón pegajoso de responsabilidad en el plato de la
trilogía.
No soy la primera que echa la culpa de algo a la trilogía. Reunid cualquier grupo
considerable de escritores de ciencia ficción y en algún lugar, como una bola de pelo
en un cuenco de humus, encontraréis a una o varias personas dispuestas a contaros
que Tolkien tuvo consecuencias desastrosas para todos porque instauró la Regla de
las Trilogías. Sí, según algunos, toda la literatura fantástica posterior a Tolkien ha
aparecido en tres volúmenes o nada. (Por supuesto, está la pequeña cuestión de la
Divina Comedia de Dante, que también podría considerarse como la tatara-tatara-
tatarabuela de todas las trilogías fantásticas, pero no os molestéis en sacar el tema;
nadie os escuchará).
Niños, antes de seguir con esta historia, permitidme que os recuerde que todo esto
tuvo lugar en tiempos prehistóricos, antes de la era Internet, antes de los grandes
centros comerciales, antes de la proliferación inexorable de las gigantescas cadenas
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de librerías por todas partes. Veréis, en aquel entonces, si alguien quería una taza de
café no iba al Starbucks de la esquina porque no había ningún Starbucks de la
esquina, y lo único que teníamos eran esquinas con hogueras que estaban cuesta
arriba con la nieve por ambos lados. Tiempos oscuros de veras.
Evidentemente, había librerías, pero no estaban cerca de donde yo vivía. Eso
significa que cuando quise poner mis sucias manazas en la trilogía no tuve más
opción que ir a la biblioteca. El problema era que yo no era la única que quería leerla.
Alguien se había llevado La Comunidad del Anillo y había dejado los otros dos tomos
atrás.
Supongo que podría haber esperado a que devolvieran La Comunidad. Una
persona racional habría esperado. Pero yo era una mujer poseída, para quien
«paciencia» era sólo el nombre de una opereta de Gilbert y Sullivan. Me llevé Las
Dos Torres y empecé a leer la trilogía por la mitad. Admito que al principio aquello
me dejó un poco confundida. («¿Quién es este tío a quien le hacen un funeral vikingo,
y cómo murió, y oh, guau, son imaginaciones mías o ese elfo Legolas es una
pasada?»). Pero claro, tenía un montón de práctica en eso de estar confundida gracias
a todos los anuncios «Modess… Porque…», así que la fiesta de despedida del pobre
viejo Boromir era una tontería en comparación con el grado máximo al que podía
llegar la incomprensión de esta lectora.
Para abreviar una larga historia, leí la trilogía en orden dos-tres-uno y cuando
terminé era una mujer cambiada. Lo siguiente que supe es que estaba leyendo otras
novelas fantásticas. Ya no me importaba que los chicos se enteraran de mi
vergonzoso vicio solitario. ¿Quién necesita a los chicos teniendo a los elfos, eh?
(Teniendo en cuenta que iba a un colegio femenino, mis posibilidades de conseguir
una cita tipo Seventeen con un chico eran aproximadamente las mismas que las de
que alguien que fuera alto, oscuro y tuviera las orejas puntiagudas me sacara del
bosque de Galadriel. Y como las posibilidades de encontrar un elfo simpático y judío
eran las que os podéis imaginar, ésa fue también la primera vez en que consideré
vagamente la posibilidad de enamorarme de alguien diferente).
Todo estaba preparado para la degradación definitiva.
Una tarde, después de declinar la invitación al baile de lord Ruthven y elegir
quedarme en la residencia familiar para holgazanear con mi bata y mis zapatillas de
conejo, encendí la televisión. Allí estaba. Él. Mi él: Legolas el elfo guay. Sabía que
era Legolas porque tenía las orejas puntiagudas y, como todo el mundo sabe, todos
los elfos tienen las orejas puntiagudas.
Antes de contemplarlo no me había dado cuenta de que además los elfos tienen
patillas puntiagudas, el pelo en forma de cuenco redondo, cejas sesgadas y
despeinadas y camisa azul de terciopelo, pero estaba dispuesta a aprender. Pero
cuando por fin comprendí que lo que estaba viendo mientras se me caía la baba no
era una versión televisiva de la trilogía (William Shatner no haría bien de hobbit ni en
este ni en ningún otro universo) era demasiado tarde: me había enganchado con «Star
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Trek». Estaba condenada.
Podríais pensar que una vez que te estás revolcando en la cloaca de la fantasía y
la ciencia ficción es imposible caer más bajo. No tenéis la menor idea, tíos.
Avancemos el reloj un par de rayas, hasta mis años de universidad en Vassar. En
ese entonces, Vassar todavía no era mixta, así que seguimos hablando de una gran
concentración de hormonas femeninas puestas de punta en blanco y ningún sitio
adonde ir, salvo la sala de televisión de la residencia. Acudíamos a la hora de emisión
de «Star Trek» y «Dark Shadows» con una celosa regularidad que hacía que las
órdenes de clausura de las monjas carmelitas parecieran despendoladas. Pero todo
aquel enloquecimiento adolescente por inexpresivos vulcanianos y altivos vampiros
no significaba que fuéramos contrarias a salir con hombres de verdad. (Aunque
podría explicar por qué tantas de nosotras seguimos casándonos con abogados).
Yo también quería salir con un hombre de verdad, pero terminé quedando con un
estudiante de Yale. Me invitó a un baile de la universidad; y mientras estaba en el
hermoso New Haven descubrí algo que me abrió los ojos a un mundo nuevo de
éxtasis primario, visceral y trascendental: la cooperativa de Yale. En lo que a librerías
se refiere, el tamaño sí importa.
Allí es donde di el último paso hacia la destrucción: Bored of the Rings. Se
trataba de una parodia de la trilogía producida por Harvard Lampoon que era
maravillosa o parecía escrita por un estudiante de segundo curso, según el gusto del
lector. Como en ese entonces yo era una estudiante de segundo curso, me pareció
maravillosa. Leyendo Bored of the Rings aprendí que era posible tomar unos iconos
sagrados y un argumento reverenciado y pegar unas grandes narices rojas y chillonas
de payaso en todo lo que no se quitara de en medio lo bastante rápido. (Soy de la
opinión de que un buen libro puede soportar un buen chiste y sobrevivir. La obra de
Tolkien peleó diez vueltas enteras contra Bored of the Rings y salió ilesa. Y aunque
les tiren un pastel a la cara, los elfos siguen siendo guays).
Correré un tupido velo sobre los incidentes posteriores de mi vida relacionados
con Tolkien. Por ejemplo, cuando cualquier cosa escrita por Tolkien volaba de los
estantes, las editoriales empezaron a sacar cualquier cosa que hubiera escrito Tolkien,
que podía incluir o no sus listas de la compra. Pido disculpas a los coleccionistas de
Tolkien que haya por ahí, pero nunca me gustó El Silmarillion. Sin embargo, así
aprendí que si uno es lo suficientemente famoso o rentable como escritor,
absolutamente todo lo que escribió en su vida irá a parar al mercado. (Observad que
«escribió en su vida» no siempre se aplica, verbigracia: V. C. Andrews).
Por otro lado, la producción animada de Rankin-Bass de El Hobbit y la tentativa
cinematográfica de Ralf Bakshi con El Señor de los Anillos fueron… no importa.
Igual que con Bored of the Rings, entramos en los gustos personales, los siempre
presentes YMMV[2] de Internet. Dejemos a un lado la guerra y limitémonos a
cambiar de tema.
Ya veis que estoy en mi derecho al negar mi responsabilidad por haberme
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convertido en escritora de (a menudo deliberadamente) literatura fantástica y ciencia
ficción en clave humorística. Todo es culpa de Tolkien. Sus libros fueron la droga que
abrió las puertas y sí, el primero fue gratis. Es ante él y no ante ningún otro donde
debo exponer las siguientes acusaciones:
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ficción con un gran componente de fantasía («The Stuff of Heroes», que
apareció en el número de marzo de 1983 de Isaac Asimov’s Science Fiction
Magazine), y eso fue el final del camino. Estaba perdida sin esperanza de
redención.
¡Pero me pagaron! Y, una vez que probé los frutos de la victoria (es decir, después
de que cobré el cheque y fui a comprar algo de fruta), volví a hacerlo otra vez. Y otra.
Y otra, y otra, y otra, y…
Así que aquí estoy y aquí me quedo. Podéis decir que soy una infeliz manchada
de tinta o una mujer empaquetadora de píxeles, pero la definición subyacente es la
misma: soy escritora, estoy irrevocablemente seducida por la exuberante, húmeda y
tórrida selva de la ficción especulativa en la que vivo, cautiva y contenta de que así
sea. ¿Y de quién es la culpa, podría preguntar?
De Tolkien. De ningún otro. La culpa es exclusivamente suya.
Bueno, de él y de esos elfos. ¡Mmmm! Me los comería.
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EL ANILLO Y YO
HARRY TURTLEDOVE
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naturalezas de Cristo. Yo llegué a la conclusión de que el poder maligno más
importante de la Cuarta Edad sería el Señor de los Nazgûl. Evidentemente, esto no es
más que una absoluta herejía, pero, al igual que los arríanos o los nestorianos de los
primeros años de la historia del cristianismo, tenía algunos textos de mi parte.
Supongamos que la Cuarta Edad sea la Edad del Hombre, con los elfos y las otras
razas antiguas desaparecidas o con un poder muy reducido. Los Nazgûl, hombres
orgullosos esclavizados por las maquinaciones de Sauron, son el azote de la
humanidad. Cuando Merry golpeó al Señor de los Nazgûl en el tendón que está detrás
de la rodilla, lo hizo con una espada de las Quebradas de los Túmulos, una espada
hecha especialmente con hechizos contra el lugarteniente de Sauron, que había sido el
Rey Brujo de Angmar en el Norte. Pero cuando Éowyn dio el golpe que terminó con
el Espectro del Anillo, ¿qué espada utilizó? Pues una espada ordinaria de los
rohirrim. Y cuando el espíritu del Nazgûl lo abandonó, «un grito se elevó en el aire
estremecido y se transformó en un lamento áspero, y pasó con el viento una voz tenue
e incorpórea que se extinguió, y fue engullida, y nunca más volvió a oírse en aquella
edad del mundo [las cursivas son mías]». En la Tercera Edad no, desde luego, pero ¿y
en la cuarta?
También se puede decir que, al haber perdido el cuerpo, El Señor de los Anillos
no fue atrapado, como fueron los otros ocho, en la erupción del Monte del Destino
después de que el Anillo cayera en el fuego. Y, en una nota a pie de página de la carta
246 de la colección de Carpenter, Tolkien, que estaba hablando de cómo le habría ido
a Frodo de haberse enfrentado a los ocho Nazgûl restantes, escribe: «El Rey Brujo [el
Señor de los Nazgûl] había sido reducido a la impotencia». Tolkien no dice que el
Espectro del Anillo hubiera sido destruido, así que tengo, por lo menos, un
argumento a favor.
Ése fue mi razonamiento. En este punto también debería observar que ya quería
convertirme en escritor. Había intentado escribir tres novelas diferentes, y de hecho
había terminado una (cualquiera de ellas, me apresuro a añadir, estaba a años luz de
ser publicable). El verano de 1967 estuvo entre las peores épocas de mi vida. No tenía
la menor idea de cómo afrontar el fracaso académico; pensar que podía sacar buenas
notas sin estudiar mucho, como había hecho en el instituto, contribuyó, y no poco, a
que tuviera que abandonar Caltech.
Así que me sumergí en una nueva novela. Era, por supuesto, un ejercicio de un
orgullo desmesurado, completo y sin adornos. Ahora me doy cuenta de ello. No lo
hice a los dieciocho años. Hay muchas cosas de las que uno no se da cuenta a los
dieciocho años, y la menor de ellas no es la cantidad de cosas de las que uno no se da
cuenta cuando tiene dieciocho años. A partir de algunos de los argumentos de la
residencia de Caltech, mi interés creciente por la historia y mi convicción de que el
Señor de los Nazgûl había sobrevivido, puse un par de centurias de legionarios de
César (y un ruidoso celta) en lo que me imaginaba sería Gondor durante la Cuarta
Edad.
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Que Dios me ayude, todavía tengo el manuscrito. Lo único que puedo decir
sinceramente es que no tenía malas intenciones. (Me desdigo de esto último. Puedo
decir una cosa más: no soy la persona mencionada en la carta 292 de Cartas de J.R.R.
Tolkien, el chico que no sólo pretendía escribir una continuación de El Señor de los
Anillos, sino que además envió a Tolkien un boceto detallado. La carta es de
diciembre de 1966, antes de que parte de la misma mala idea pasara por mi cabeza).
La escribí. La terminé: tiene unas cien mil palabras, y fue con mucho el proyecto
más largo que yo había emprendido hasta entonces. Aun cuando me hubiera inspirado
en mi propia imaginación, no podría haberlo vendido. Ni el estilo ni la
caracterización llegan al nivel de lo que alguien estaría dispuesto a leer. Sin embargo,
todavía puedo decir que el argumento no era un auténtico desastre. Tenía una historia
aceptable, pero aún no sabía cómo contarla o dónde ambientarla.
Pasaron más de diez años. Hice muchas de las cosas que hace la mayoría de la
gente de los dieciocho a los treinta años. Encontré algo que me gustaba y lo estudié.
(En mi caso, resultó ser la historia del Imperio bizantino, que, admito, no es un tema
que suela considerarse fascinante). Me enamoré varias veces. Algunas veces fui
correspondido, otras no. En una de estas últimas me casé. Aquello duró algo más de
tres años y medio. No mucho después de que mi primera esposa y yo nos
separáramos, conocí a la mujer con la que estoy casado en la actualidad. Dicho en
pocas palabras, crecí, o empecé a hacerlo.
Después de doctorarme en historia bizantina, estuve dando clases en la UCLA
durante dos años mientras el profesor que me había enseñado a mí estaba de profesor
invitado en la Universidad de Atenas. Continué escribiendo y, ocasionalmente,
empecé a vender alguna obra: una novela corta de ciencia ficción a una revista que
expiró antes de que la obra fuera publicada; una novela fantástica que no debía a
Tolkien más que, evidentemente, gratitud por haber ampliado de forma considerable
el mercado para este tipo de novelas.
En otoño de 1979 estaba prometido con la mujer que ahora es mi esposa y
desempleado —una combinación siempre especialmente atractiva para un futuro
suegro— y esperaba encontrar un trabajo, del tipo que fuera, antes de que se me
acabaran los ahorros y tuviera que enfrentarme a la indignidad máxima de mi
generación: verme obligado a volver a la casa donde me había criado. Como no tenía
trabajo, me sobraba tiempo y decidí ponerme a escribir otra novela fantástica. Con
mucha suerte, incluso podría ayudarme a pagar las facturas.
Mientras reflexionaba sobre el tema que abordaría, recordé la novela en la que
había trabajado en un momento de crisis anterior, la que soltaba a unos romanos de
las legiones de César en el Gondor de la Cuarta Edad. Ahora que había llegado a los
treinta años era lo bastante inteligente para imaginarme que utilizar el universo de
otra persona —sobre todo sin su permiso— no era la mejor manera de hacer las
cosas. Además, había dedicado mucho tiempo y esfuerzo a mi propia especialidad.
Esta vez situé a los legionarios en un mundo creado por mí y no por Tolkien. Debería
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haberlo hecho desde el principio, pero más vale tarde que nunca, esperaba.
El mundo que construí se basaba en el Imperio bizantino de finales del siglo XI,
en la época de la crucial batalla de Mantzikert, con la diferencia de que en el mío
había magia. En ese lugar puse a mis romanos y a un celta desmadrado. Las líneas
generales del argumento de lo que se convirtió en el Ciclo de Videssos son las
mismas que las de mi acto anterior de apropiación literaria no autorizada. Ésa es la
razón por la cual The Misplaced Legion, el primer libro del Ciclo de Videssos, está
dedicado a mi esposa, al profesor que me enseñó historia bizantina, a L. Sprague De
Camp (cuyo Que no desciendan las tinieblas fue lo que despertó mi interés por
Bizancio) y a J.R.R. Tolkien. Mi temperamento y mi obra suelen parecerse mucho
más a los de De Camp que a los de Tolkien, pero pensé que tenía que mencionar a
todas las fuentes de la serie. Hay que tener cuidado.
Estirar y recortar el argumento para adaptarlo a la nueva situación no fue tan
difícil. La situación de Gondor en la Cuarta Edad que yo había imaginado habría sido
comprensible para los bizantinos: antiguo, orgulloso; con menos territorio que en días
pasados; en conflicto constante con los pueblos vecinos, de los que algunos eran
nómadas que vivían en las llanuras. Todavía hoy me parece razonable. El propio
Tolkien, en la carta 131 de la colección de Carpenter, escribe: «En el sur, Gondor se
eleva a la cúspide del poder y llega a ser casi un reflejo de Númenor; luego se va
apagando lentamente hasta alcanzar una deteriorada Edad Media, una especie de
Bizancio orgullosa y venerable, aunque cada vez más impotente». Él también tenía la
analogía en mente. La diferencia es que él tenía derecho a tenerla, pero yo no, al
menos en su universo.
Uno de los problemas que tuve con el Ciclo de Videssos fue la naturaleza de mi
villano. El Señor de los Nazgûl era, tal como he mencionado antes, la principal
potencia del mal en mi imaginada Cuarta Edad. Cuando se dejaba ver entre los
hombres, necesariamente iba velado y enmascarado, porque carecía de un rostro que
pudiera enseñar al mundo. Incorporé ese rasgo de su aspecto al nuevo mundo que
estaba construyendo: lo incorporé sin preguntarme antes «¿Por qué lo haces?».
Cuando me hice esa pregunta, mi villano enmascarado y velado se había
convertido en una parte integral del mundo que había creado. Eso significaba que
tenía que inventarme alguna razón que lo llevara a ocultarse, una razón que debía ser
muy diferente de la razón por la que nunca se mostraban los Nazgûl. Espero que lo
haya conseguido. De no haber transferido tan concienzudamente el mundo de Tolkien
al que yo estaba creando, el problema no habría surgido jamás. Y, de hecho, no
debería haberlo hecho.
Además de explotar a cielo abierto mi impublicable homenaje a El Señor de los
Anillos para dar forma a una obra que pudiera mostrar al mundo honradamente, sólo
recuerdo haber usado motivos tolkienescos una vez, en un cuento llamado «After the
Last Elf is Dead». En esa ocasión, el préstamo fue intencionado y, creo, necesario.
Tolkien y muchos de sus imitadores menores describen la lucha del Bien y el Mal,
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con un Bien triunfante y, al final, la necesidad de pagar algún precio.
Así es, evidentemente, cómo queremos que sea el mundo. La cuestión que planteé
en «After the Last Elf is Dead» es: ¿qué pasa si no es así? ¿Qué aspecto tiene el
mundo si el Mal derrota al Bien? Para un escritor, dar la vuelta a los temas suele ser
una de las cosas que causan más placer y reflexión.
Sin embargo, una de las cosas más provechosas que puede hacer un escritor es
repetir esos temas. La influencia de Tolkien en la literatura fantástica desde la
publicación y el gran éxito de El Señor de los Anillos no ha sido completamente
positiva. No es culpa suya, me apresuro a decir. Pero tiene muchos imitadores, e
imitadores de imitadores, e imitadores de imitadores de imitadores, hasta el punto que
algunas obras épicas de este género no parecen más que fotocopias borrosas de sexta
generación de su gran obra, de la que toman no sólo la estructura, sino también
elementos circunstanciales como elfos nobles e inmortales y orcos brutales y
malvados, como si hubieran surgido del folclore tradicional y no de la imaginación de
un escritor que ha muerto hace menos de treinta años.
Un imitador de mucho éxito —al menos en términos económicos— afirmó
abiertamente en una entrevista que su método era emular todos los elementos de
aventuras de El Señor de los Anillos y eliminar todos los temas mitológicos,
teológicos y lingüísticos: cada uno de los fragmentos de la tradición, erudición y
profundidad que daban forma al original. Leí sus palabras con asombro, incredulidad
y consternación. Y sin embargo, ha demostrado ser un sagaz adivino de lo que quería
o satisfaría a una parte sustancial de los lectores. Sus libros sólo son superados en
ventas por apenas unos pocos escritores del género.
La diferencia esencial, a mi parecer, es que Tolkien creó primero un mundo para
sí mismo, y sólo después para los demás. Empezó a construir las baladas y leyendas
de la Tierra Media más de veinte años antes de que El Hobbit entrara en la imprenta.
Transcurrieron casi veinte años más antes de que apareciera El Señor de los Anillos.
Todo lo que encontramos en esos libros es fruto de un largo proceso de reflexión y
perfeccionamiento. Se nota. ¿Cómo podría no notarse?
Por esa razón es único, y probablemente siga siéndolo. La mayoría de los libros
salen a la luz mucho más rápido, y con por lo menos un ojo puesto en el mercado.
Siempre ha sido así, desde los primeros días de la imprenta. Varias obras de
Shakespeare, por ejemplo, se publicaron originalmente en lo que hoy llamamos
«folletos»: apresuradas ediciones pirata que tenían el propósito de enriquecer al
impresor rápidamente. Si sólo tuviéramos el «folleto» de Hamlet, el inmortal
soliloquio del príncipe de Dinamarca diría:
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y nos presentamos ante el Juez eterno,
de donde no ha regresado ningún pasajero,
el país por descubrir, ante cuya visión
los felices sonríen, y los malditos blasfeman.
Pero en cuanto a éste, la alegre esperanza de éste,
¿quién soportaría las burlas y lisonjas del mundo,
bajo las burlas de los ricos, los ricos maldecidos por los pobres?
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las cosas que hoy damos por supuestas y que no existían o acababan de ser
descubiertas se encuentran la televisión; las vacunas de la polio, las paperas, el
sarampión y la varicela (a mí me las pusieron todas menos la primera, aunque no
contraje la varicela hasta los cuarenta y tres años); los alimentos congelados; los
aviones a reacción; el divorcio sin culpa; la mayoría de los antibióticos, aunque no
todos; las cintas de audio y vídeo; los viajes espaciales y la mayor parte de las cosas
que sabemos de astronomía (en los años cincuenta, los canales de Marte y los
océanos de Venus eran temas propios de ciencia ficción dura); las píldoras
anticonceptivas; los hornos de microondas; los derechos civiles, los derechos de las
mujeres, los derechos de los homosexuales y los movimientos ecologistas; las
autopistas y el sistema de carreteras interestatal; el rock and roll; los láser; los discos
compactos; las misas en lengua vernácula y no en latín; los ordenadores, la
pornografía legal; el correo electrónico; la bomba de hidrógeno; los trasplantes de
órganos e Internet. La lista es breve y está lejos de ser exhaustiva.
No es extraño, pues, que cada cierto tiempo sintamos la tentación de detenernos y
preguntarnos: ¿qué diablos estoy haciendo aquí? A lo largo de casi toda la historia
humana, la gente moría en un mundo muy parecido a aquel en el que había nacido.
Había cambios, pero éstos eran progresivos, lentísimos. Los artistas medievales
vestían a los soldados romanos que rodeaban a Jesús crucificado con las armaduras
de su época y no veían nada incongruente en ello. Que los estilos y las técnicas de ese
tipo de cosas hubieran cambiado en el tiempo no entraba en su horizonte mental.
Sólo en los últimos doscientos años el cambio se ha acelerado tanto como para
hacerse visible en el transcurso de una generación. No es casualidad que la ficción
histórica —la ficción que resalta las diferencias entre el pasado y el presente—
surgiera casi al mismo tiempo que la revolución industrial remontó el vuelo. La suave
continuidad entre pasado y presente se había roto; el pasado se convirtió en un país
separado, interesante precisamente por eso.
Tampoco me parece casualidad que la fantasía haya adquirido tanta popularidad
en una época de cambios sin precedentes. Ofrece al lector un atisbo de un mundo en
el que perviven las verdades subyacentes a la sociedad, en el que los valores morales
son fuertes (y, volviendo directamente a Tolkien, quienes niegan las bases morales de
su obra cierran los ojos a una parte considerable del mundo que él construyó), en el
que la elección entre el Bien y el Mal es más sencilla que en el mundo real, y en el
que el Bien tiene esperanzas de salir vencedor al final. Es un ancla en un mar
embravecido. A veces puede ser una muleta.
A pocos de nosotros, creo —¡espero!—, nos gustaría vivir permanentemente en
un mundo así. Pero, sobre todo cuando está presentado de un modo tan magnífico
como el de Tolkien, es un lugar fantástico para visitar. Podemos disfrutar de las
intrincadas aventuras por sí mismas, y por el respiro que nos permiten ante las
complicaciones y frustraciones de la vida mundana. Y, tal vez, aun después de dejar
los libros a un lado, nos hallemos un poco más dispuestos a enfrentarnos con buen
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ánimo al mundo en el que vivimos. ¿Qué más se le puede pedir a una obra que es
fruto de la imaginación?
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CLÁSICO DE CULTO
TERRY PRATCHETT
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que aproximadamente podría llamarse «ficción narrativa» entre las cincuenta mejores
«obras maestras» de los últimos mil años y, sí, allí estaba El Señor de los Anillos una
vez más.
La Gioconda también se encontraba entre las cincuenta mejores obras maestras. Y
confieso que sospecho que muchos de los votantes la escogieron por una reacción
automática puramente cultural, poco sincera pero bienintencionada. ¡Rápido, rápido,
dígame las mejores obras de arte de los últimos mil años! Esto… esto… bueno, la
Gioconda, claro. Bien, bien, ¿y ha visto usted la Gioconda? ¿Se quedó a mirarla? ¿Lo
cautivó su sonrisa, lo siguieron sus ojos por la estancia y de vuelta al hotel? Esto…
no, no exactamente… pero, eh, bueno, es la Gioconda, ¿de acuerdo? Tiene que incluir
la Gioconda. Y el tipo con la hoja de parra, sí. Y la mujer sin brazos.
Eso es sinceridad, en cierto modo. Es un voto por el buen gusto de vuestros
conciudadanos y de vuestros antepasados también. El hombre de la calle sabe que
votar un cuadro de unos perros jugando al póquer probablemente no sea, en un
contexto de mil años, una decisión muy sensata.
Pero El Señor de los Anillos, me imagino, se incluyó cuando la gente dejó a un
lado la cultura y se limitó a votar por lo que le gustaba. No todos somos capaces de
plantarnos delante de un cuadro y sentir que abre nuevos horizontes en nuestra mente,
pero sí podemos —la mayoría de nosotros— leer un libro de masas.
No recuerdo dónde estaba cuando dispararon a John F. Kennedy, pero recuerdo
exactamente dónde y cuándo leí por primera vez a J.R.R. Tolkien. Fue el día de
Nochevieja de 1961. Estaba haciendo de canguro para unos amigos de mis padres
mientras todos se habían ido a una fiesta. No me importaba. Ese día había sacado ese
tocho de tres tomos de la biblioteca. Los niños del colegio me habían hablado de él.
Tenía mapas, decían. Eso me gustó desde el primer momento, me parecía un buen
indicador de calidad.
Había esperado bastante tiempo ese momento. Ya entonces era de esa clase de
niños.
¿Qué recuerdo del libro? Recuerdo la visión de unos bosques de hayas en la
Comarca; era un niño de campo y los hobbits caminaban por un paisaje que, dejando
a un lado la extraña evolución de las casas, era muy similar al lugar donde me había
criado. Lo recuerdo como una película. Allí estaba yo, sentado en un sofá estilo años
sesenta bastante frío en una habitación más bien vacía; pero en los bordes de la
alfombra empezaba el bosque. Recuerdo la luz verde que venía de los árboles. Nunca
he vuelto a sentirme tan metido en una historia.
Recuerdo el sonido de la calefacción al apagarse y que la habitación se iba
enfriando, pero todo eso sucedía en el horizonte de mis sentidos y no era relevante.
No recuerdo haber vuelto a casa con mis padres, pero recuerdo que me quedé sentado
en la cama hasta las tres de la mañana, leyendo. No recuerdo haberme dormido.
Recuerdo haberme despertado con el libro abierto sobre el pecho, y haber buscado la
página y haber seguido leyendo. Tardé, oh, unas veintitrés horas en llegar al final.
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Entonces tomé el primer libro y volví a empezar. Me pasé un buen rato
contemplando las runas.
Confieso que ya estoy viendo a mi alrededor un círculo de nuevos rostros,
ansiosos pero amables: «Me llamo Terry y solía dibujar runas enanas en las libretas
del colegio. Empecé con las rectas, ya sabes, ésas las puede hacer todo el mundo,
pero luego fui profundizando y antes de darme cuenta estaba haciendo las runas
curvas y con puntos de los elfos. Espera… eso no es lo peor. Antes de escuchar
siquiera la palabra “fandom” me puse a escribir ficción fantástica como aficionado.
Escribí una historia mezclando géneros en la que trasladaba Orgullo y prejuicio de
Jane Austen a la Tierra Media; a los demás chicos les encantó, porque una clase de
niños de trece años con granos volcánicos y ansias en el bajo vientre no es el mejor
lugar para apreciar la elegante prosa de Jane Austen. El trozo en que los orcos
atacaban la casa del párroco era muy bueno…». Pero más o menos en ese momento,
supongo, el grupo de apoyo me expulsaría.
Estaba extasiado. Volví a la biblioteca y hablé de esta guisa: «¿Tenéis más libros
como éstos? ¿Con mapas? ¿Y runas?».
El bibliotecario me dirigió una mirada de ligera desaprobación, pero terminé con
Beowulf y un libro de sagas nórdicas. El hombre tenía buena intención, pero no era lo
mismo. Alguien había necesitado varias estrofas sólo para decir quiénes eran.
Pero eso me llevó a los anaqueles de Mitología. Los libros de Mitología estaban
junto a los de Historia antigua. Qué diablos… todo eran tíos con cascos, ¿no? Sigue,
sigue… ¡a lo mejor hay un anillo mágico! ¡O runas!
La búsqueda desesperada del efecto Tolkien me abrió un nuevo mundo, y fue
éste.
La historia que se enseñaba en los colegios británicos se centraba en reyes y
acciones del Parlamento, y estaba llena de gente muerta. Tenía una estructura algo
extraña, mecánica. ¿Qué sucedió en 1066? La batalla de Hastings. Puntuación
máxima. ¿Y qué otra cosa pasó en 1066? ¿Qué significa qué otra cosa pasó? La
batalla de Hastings era lo que correspondía a 1066. Habíamos «tenido» a los romanos
(llegaron, vieron, se dieron unos baños, construyeron unas carreteras y se fueron)
pero mi lectura privada coloreaba la imagen. No habíamos tenido a los «griegos». En
cuanto a los imperios de África y Asia, ¿hubo alguien que los «tuviera»? Pero eh,
mira este libro; estos tíos no usan runas, son todos dibujos de pájaros y serpientes;
pero, mira, saben cómo sacarle a un rey el cerebro por la nariz…
Y seguí, cultivándome de la mejor manera posible, que es pensando que estás
divirtiéndote. ¿Habría sucedido en cualquier caso? Es posible. Nunca se sabe qué es
lo que puede desencadenar una serie de acontecimientos. Pero El Señor de los Anillos
cambió mis hábitos de lectura. Ya disfrutaba leyendo, pero este libro me abrió las
puertas al resto de la biblioteca.
Solía leerlo una vez al año, en primavera.
Me he dado cuenta de que ya no lo hago, y no sé por qué. No es por el lenguaje
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denso y en ocasiones pesado. No es porque el paisaje tenga más carácter que los
personajes, o por la falta de relevancia de las mujeres, o por otros defectos
imaginarios o reales según los códigos sociales actuales.
Es simplemente porque tengo la película en la cabeza, y lleva allí cuarenta años.
Todavía recuerdo el verde luminoso de los bosques de hayas, el aire helado de las
montañas, la aterradora oscuridad de las minas enanas, las plantas de las laderas de
Ithilien, al oeste de Mordor, resistiendo aún a la sombra que avanza. Los
protagonistas no aparecen mucho en la película, porque para mí nunca fueron más
que figuras en un paisaje que era el héroe en sí mismo. Lo recuerdo con tanta claridad
como —no, ahora que lo pienso, con más claridad— muchos lugares que he visitado
en lo que nos gusta llamar el mundo real. De hecho, es extraño escribir esto y darme
cuenta de que recuerdo fragmentos del paisaje de la Tierra Media como si fueran
lugares reales. Los personajes no tienen rostro, son meros puntos en el espacio del
que surgen los diálogos. Pero yo fui a la Tierra Media.
Supongo que el viaje era una forma de escapismo. Aquello era un crimen terrible
en mi colegio. Es un crimen terrible en la cárcel; al menos, es un crimen terrible para
un carcelero. A principios de los años sesenta, la palabra no tenía significados
positivos. Pero tanto se puede escapar a como de. En mi caso, escapar fue como lo
contó Tolkien en su Árbol y hoja. Empecé con un libro, y eso me llevó a la biblioteca,
y eso me llevó a todas partes.
¿Sigo pensando, como pensaba entonces, que Tolkien fue el mejor escritor del
mundo? En el sentido estricto de la palabra, no. Uno puede pensarlo a los trece años.
Si sigue pensándolo a los cincuenta y tres, hay algo que no va bien en su vida. Pero se
junta todo en el momento y el lugar adecuados: libro, autor, estilo, tema y lector. Fue
un momento mágico.
Y seguí leyendo; y, cuando uno ha leído bastantes libros, con el tiempo se
convierte en escritor.
Un día estaba firmando libros en una librería de Londres y la siguiente de la cola
era una señora que llevaba lo que, en los años ochenta, se llamaba «traje de poder» a
pesar de su cómica carencia de armadura de titanio y armas de protones.
Me tendió un libro para que se lo firmara. Le pregunté cómo se llamaba. Dijo
algo entre dientes. Le pregunté otra vez… después de todo, había mucho ruido en la
librería. Volvió a decir algo entre dientes, que no pude descifrar muy bien. Cuando
abrí la boca para hacer el tercer intento dijo: «Me llamo Galadriel, ¿vale?».
Yo dije: «¿Acaso nació usted en una plantación de cannabis de Gales?». Ella
sonrió, sombría. «Fue en una caravana, en Cornualles —dijo—, pero no va usted por
mal camino».
No fue culpa de Tolkien, pero recordemos con amistad y simpatía a todos los
Bilbos que hay por ahí.
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UN OBSTÁCULO Y UNA BÚSQUEDA
ROBIN HOBB
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repelente para insectos Off y un viejo saco de dormir del ejército, la velada estaba
completa.
Ése fue el escenario no sólo de mi primera lectura de El Señor de los Anillos, sino
de muchas otras que le siguieron. Las sensaciones relacionadas con esos libros que
recuerdo son la superficie desigual de los troncos de álamo de Virginia bajo mi
espalda y unos pequeños fragmentos de cielo azul entre los apretados maderos del
techo de la cabaña.
Empecé con la edición de bolsillo de Houghton Mifflin de cubierta rosa de El
Hobbit, que había encontrado en la estantería de una tienda. Luego compré el timo
que Ace perpetró con El Señor de los Anillos. Cuando descubrí que las personas que
al menos respetaban a los autores vivos no hubieran comprado las ediciones de Ace,
ahorré rigurosamente y me compré los cuatro libros en la edición de tapa dura de
Houghton Mifflin. Me costaron la enorme cantidad de 5,95 dólares cada uno. Me
llevó tanto tiempo adquirir todos los libros que las encuadernaciones son diferentes.
El Hobbit tenía, por supuesto, un dibujo del propio Tolkien en la portada. Dos
tenían las tapas de Walter Lorraine y en el tercero aparecía el dibujo más sombrío de
Robert Quackenbush. Pero las tapas no me importaban demasiado. Era su interior lo
que necesitaba poseer. Todavía guardo las mismas ediciones en tapa dura en el
despacho. Las sobrecubiertas están gastadas y raídas. Sin embargo, cuando los abro
en una página cualquiera, las palabras conservan aún el poder de atraparme y, en
última instancia, llevarme a casa.
He perdido la cuenta de las veces que los he releído a lo largo de los años.
Tampoco me acuerdo del número de ejemplares de El Señor de los Anillos que he
comprado en todo este tiempo. Fueron regalos para amigos, jóvenes y viejos; y mis
hijos se han llevado algunos a la universidad. La última vez que regresé a El Hobbit
fue hace menos de un mes, cuando se lo leí a mi hija pequeña. Soy capaz de recitar el
párrafo inicial de memoria, aunque nunca lo he memorizado deliberadamente. Frases
e imágenes sensoriales de los libros aparecen en mi mente en momentos extraños:
«adelfas dejando caer las semillas como pelusas al viento», manzanas de invierno que
estaban «ajadas pero sanas», o el olor a setas recién cogidas que sale de una cesta
tapada.
Supongo que para los lectores que han crecido en una época en la que El Hobbit y
El Señor de los Anillos se consideran clásicos es difícil comprender el gran impacto
que tuvieron en lectores de entonces como me ocurrió a mí misma. Simplemente,
nunca había leído nada así. Era una lectora omnívora, saturada de libros de cuentos
de hadas, clásicos, mitología, misterio y aventuras. Antes de descubrir a Tolkien,
devoraba ciencia ficción y mala literatura a un ritmo de drogadicto, por lo menos un
libro al día. No es que no hubiera buen material. Lo había. Había descubierto a
Heinlein, Bradbury, Simak, Sturgeon y Leiber. Todos esos encuentros me marcaron.
Pero ningún escritor me había cautivado como lo hizo Tolkien.
Su magia me envolvió y se apoderó de mí, y cuando salí era una criatura
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diferente. Incluso ahora, mientras miro sentada la pantalla del ordenador intentando
analizar el porqué, me veo incapaz de explicarlo. Tal vez fuera la edad que tenía
entonces, o el momento de la evolución de mis gustos literarios. Tal vez fuera
simplemente la yuxtaposición de la Tierra Media de Tolkien y los inquietos años
sesenta. Pero tal vez la magia no deba ofrecer explicación alguna de su
funcionamiento. Tal vez sencillamente sea así.
Sin embargo, creo que puedo analizarlo un poco. Cuando terminé El Señor de los
Anillos tuve tres sensaciones diferentes. Una fue el simple e increíble vacío de: «Se
ha acabado. No hay más para leer». La segunda fue: «Nunca leí nada parecido. Jamás
volveré a encontrar nada tan bueno». La tercera fue quizá la más alarmante: «En mi
vida escribiré nada tan bueno como esto. Él lo ha hecho; él lo ha conseguido. ¿Tiene
sentido intentarlo?».
Empecemos con la tercera sensación: ya entonces sabía que iba a ser escritora.
Llevaba escribiendo desde el primer curso y empecé a inventar cuentos casi en cuanto
supe construir frases. Cuando terminé el instituto ardía en mí la obsesión de escribir
algún día libros asombrosos. Descubrir que alguien ya había escrito el libro más
asombroso que podía existir ponía el listón a una altura casi imposible para mí.
Subir el listón fue lo más maravilloso que cualquiera podría haber hecho por una
joven escritora ambiciosa.
La fantasía que había leído hasta entonces no se tomaba en serio. Antes de que
alguien me envíe una lista de cien libros serios de literatura fantástica existentes antes
de que Tolkien empezara a escribir, dejadme admitir que acepto toda la
responsabilidad por mi ignorancia. Estoy segura de que había libros de literatura
fantástica importantes, y es probable que algunos hubieran llegado a Fairbanks,
Alaska. Sólo estoy diciendo que yo no los había encontrado. Hasta que llegó El Señor
de los Anillos.
Sin lugar a dudas gran parte de la fantasía que había leído antes de Tolkien estaba
escrita «para niños». Algunos libros tenían un humor con segundas, lleno de guiños
para «los más creciditos», que a algunos adultos les parecen divertidos y que los
niños encuentran irritantes. (Bueno, si creéis que somos tan estúpidos, ¿por qué
escribís para nosotros?). Algunos estaban escritos con el tipo de humor que se
convierte en una barrera para el lector que se toma en serio el personaje o la historia.
¿Cómo puede uno preocuparse por el héroe si probablemente volverá a caerse de culo
en la página siguiente? ¿Por qué identificarse con un personaje al que el escritor no
ha dado contenido emotivo?
Muchas de las cosas que leí eran historias de espadas y brujería, con aventuras
entretenidas; divertido, pero escrito con una elegante indiferencia por la inmoralidad
del robo o el asesinato mercenario. No parecía haber relaciones serias y a largo plazo
entre los personajes. Normalmente el final feliz consistía en que el personaje
conseguía salir ileso y sin mácula. Algunos libros de fantasía que había leído estaban
escritos en el formato simplista de «Había una vez» en el que el Príncipe, el Gigante
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y la Montaña de Cristal iban en mayúsculas, sólo para garantizar que el lector supiera
que se encontraba inmerso en un clásico cuento de hadas. Ni siquiera El Hobbit, por
mucho que me gustara, estaba desprovisto de cierta actitud de superioridad hacia sus
personajes.
Sin embargo, en El Hobbit descubrí elementos que nunca habían brillado con
tanta fuerza ante mí. El escenario estaba completamente desarrollado. Un verdadero
escenario es mucho más que unos pasajes descriptivos sobre hayas en invierno o
aldeas pintorescas. El escenario de Tolkien invocaba un tiempo y un lugar que me
resultaban tan familiares como el hogar, pero desplegaban las maravillas y los
peligros de todo lo que siempre había sospechado que se ocultaba detrás de la
siguiente colina. Aquí, también, había personajes que parecían completamente reales,
el pomposo Thorin y el competente Balin, y Gandalf el mago, sutil y rápido para la
ira. Los encontré y, a medida que avanzaba en el libro, iba conociéndolos. Tolkien me
permitió quererlos, sin el temor de descubrir en la página siguiente una cartulina
hueca o una contorsión argumental para hacer un chiste. El argumento tampoco era
lineal, aunque la «Historia de una ida y una vuelta» del título pareciera sugerirlo. Se
extendía en extrañas direcciones, empleando magias más antiguas con la tranquila
seguridad de que el lector sabría que siempre habían existido y siempre sería así. Los
anillos mágicos y el Bosque Negro no podían encajarse en la cubierta del libro. Iban
más allá de los límites de la página, y Tolkien no se disculpaba por ello. Como los
mapas de los libros de tapa dura, su palabra iba más allá de lo que podía abarcar una
simple cubierta.
Pero lo más estimulante fue que este autor escribiera sobre cosas que importaban
y que no tuviera escrúpulos en decirlo. Si se acepta lo que alguien ha robado, ¿puede
llegar a ser verdaderamente de uno alguna vez? ¿Qué es lo más importante, ser leal a
los amigos o evitar un derramamiento de sangre? Había momentos de verdadero
coraje, y en los que hacer lo correcto era más importante que hacer lo glorioso. Bilbo
era un personaje simple, honesto y de buen corazón, pero complejo en el sentido de
que tenía que tomar decisiones en las que la posibilidad de «vivir felices y comer
perdices» estaba más allá del beneficio o la seguridad personal.
El final no era el que había esperado. ¿Acaso no había merecido Bilbo ser el gran
héroe, el matador del dragón? ¡Y los enanos! Esperaba que Thorin acabara siendo
Rey Bajo la Montaña, con el oro del dragón y todos sus compañeros ilesos. ¿Qué
había sido del requisito de Vivieron Felices y Comieron Perdices, en el cual cuando
todo termina las cosas son exactamente como al principio de la historia, sólo que
mejores?
Evidentemente, este escritor, que me había atrapado empezando con un «había
una vez», tenía algo.
Empecé La Comunidad del Anillo con la impresión de que ya sabía lo que se
podía esperar de Tolkien. Me equivocaba. Casi enseguida, me vi arrastrada de los
preparativos ordinarios de la fiesta de cumpleaños a la oscuridad y la intriga de la
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antigua magia. Un cambio sutil tanto en el lenguaje como en el tono me advirtieron
de que había dejado atrás la zona de los «cuentos de hadas» para adentrarme en las
tinieblas y la emoción de la magia arcana. Cosas que creía resueltas en El Hobbit
resultaban ser apenas la punta del iceberg. Incluso los personajes que creía conocer,
de repente cobraban mayor profundidad.
Gandalf era algo más que un mago irascible; era una fuerza que operaba en el
mundo, un poder que había que tener en cuenta. La indecisión de Bilbo sobre el
Anillo me perturbó. Si Tolkien no me hubiera convencido para que apreciara
profundamente ese personaje, el dilema no habría presagiado tanto las cosas por
venir.
Tolkien me había advertido que el camino podía arrastrarme a lugares no sólo
desconocidos, sino inimaginables. Sus palabras se apoderaron de mí y, a lo largo de
tres tomos y seis libros, fui toda suya. Yo ya había leído libros largos antes. Ya había
leído series de libros sobre los mismos personajes. Pero (y esto puede parecer
inconcebible a los lectores de fantasía actuales) era mi primer encuentro con una
trilogía, una única historia contada en tres volúmenes. Hasta entonces nunca había
leído una obra que ocupara tantas páginas. El impacto fue mucho más grande que:
«Guau, esta historia es muy larga». Según mi modo de pensar, la historia y la
experiencia que tuve de ella eran demasiado breves. Tolkien había utilizado la
cantidad de páginas y de palabras —ni una más, ni una menos— necesarias para crear
este mundo. Yo había experimentado la profundidad que podía tener la fantasía. En
comparación, en los años siguientes, otros libros de literatura fantástica, por muy
profundos que fueran, me parecerían superficiales. Anhelaría la riqueza de la prosa
que se tomaba su tiempo para contar la historia; no se había buscado la mayor
eficiencia posible sino la complejidad que la historia se merecía.
Así que ése era el guante que me habían arrojado como escritora en potencia.
¿Podía hacer yo lo que había hecho él? ¿Podía yo crear una historia fantástica con un
argumento emocionante y complejo, un escenario brillante y unos personajes que se
salían de las páginas para meterse en el corazón del lector? El listón estaba alto.
Y sabiendo instintivamente que el listón estaba alto, mis primeras dos sensaciones
fueron de lo más desalentadoras. Había terminado de leer El Señor de los Anillos y no
quedaba nada más por devorar. Y me temía que no iba a volver a encontrar algo que
me satisficiera de aquella manera.
Una pequeña digresión: no fui la única que reaccionó de esa manera. El
comentario más habitual que he oído de los lectores de mi generación que también
quedaron anonadados ante El Señor de los Anillos de Tolkien es que nunca habían
leído nada igual, y que inmediatamente se pusieron a buscar más libros como ése.
Algunos incluso intentaron enseguida escribir libros «exactamente iguales» con la
esperanza de satisfacer el hambre de más. Así, en cierto sentido, Tolkien envió a toda
una generación a una búsqueda. Estábamos condenados a fracasar, evidentemente.
No había, y no hay, nada que sea «exactamente igual que» El Señor de los Anillos.
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Pero como yo no lo sabía, yo y otros como yo emprendimos la búsqueda con
entusiasmo. Al igual que muchas búsquedas que persiguen lo magníficamente
esquivo, la significación última no era que yo encontrara mi grial, sino que
emprendiera el viaje, la entusiasta búsqueda.
Por supuesto, leí las obras «menores» de Tolkien: Egidio, el granjero de Ham y
The Adventures of Tom Bombadil, Árbol y hoja y El herrero de Wootton Mayor.
Investigué las obras en las que Tolkien admitió haberse inspirado: Sir Gawain y el
Caballero Verde, las sagas islandesas. De repente me encontré excavando en nuevas
secciones enteras de la biblioteca pública. Había sido una lectora voraz e
indiscriminada toda la vida. Los profesores de inglés habían intentado en vano
inculcarme algo de estima por la «literatura». Las listas de lecturas obligatorias y las
reseñas de libros no lo habían conseguido. Pero de golpe, J.R.R. Tolkien me la había
inyectado directamente en el corazón. Creo que al dar un paso atrás, saltarme la
última generación de la literatura estadounidense, saltarme incluso lo que me habían
presentado como literatura inglesa, llegué de repente a un lugar en el que conectaba
con el Relato mismo. Despojándome de los escenarios y los recursos literarios que
habían llegado a ser demasiado familiares para mí, de pronto hallé la huella de la pura
esencia que había alimentado la obra de Tolkien.
He mencionado antes que creo que leí a Tolkien justo en el momento adecuado de
mi vida. Antes de ese momento me habría conmovido, pero no tanto. No habría
estado preparada para escucharlo. Es posible que más tarde hubiera estado demasiado
hastiada y desafecta para que los relatos me llegaran al corazón. Pero Tolkien hizo
sonar una fibra en mi interior y me hizo emprender la búsqueda. Me llevé sus relatos
al instituto, cuatro años difíciles para mí durante los cuales fueron tanto mi armadura
como mi refugio.
Empecé a conocer a otros lectores de Tolkien que también habían adoptado los
libros. Recuerdo un té que hicimos un 22 de septiembre en honor del cumpleaños de
Bilbo. La escuela, algo confundida, nos permitió utilizar la enfermería, porque no
había ningún otro sitio libre para nosotros. (¡No iban a dejar que lleváramos té a la
biblioteca!). Asistimos otros dos aficionados de Tolkien, el bibliotecario de la escuela
y yo. Era un grupo de gente que creía compartir el haber descubierto la mejor de las
literaturas. Yo no conocía bien a ninguno de los otros asistentes, y sin embargo fue
muy fácil sentir que había un fuerte vínculo entre nosotros.
En la universidad topé con un fenómeno diferente. Me fui a estudiar «fuera», a la
Universidad de Denver, «al sur del paralelo cuarenta y ocho». El shock cultural fue
bastante duro para la muchacha de Alaska que yo era entonces. El smog hizo que se
me cayeran las pestañas. El menú del comedor, que carecía de alce o caribú, me dejó
anémica. Pero lo más chocante de todo eran esas personas que parecían creer que
Tolkien y El Señor de los Anillos les pertenecían. Estúpidos mortales. Yo sabía que
era mío, todo mío, de un modo que ellos ni siquiera podrían comprender. Había una
chica que insistía en que sus amigos la llamaran Galadriel, y un joven bajo que
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intentó convencerse a sí mismo y a los demás de que probablemente tuviera sangre
hobbit; ambos me horrorizaban. ¿Estaban locos? Aquello era un sacrilegio literario.
No se podía entrar en el mundo de Tolkien de esa manera, manchando la gloria
que en él había e intentando apoderarse de ella. La única manera posible de entrar era
como lector, como un invitado honorable. Había que sentir las palabras como un
Relato, no ponérselas como un disfraz de Halloween de la talla inadecuada. Todavía,
después de todos estos años, siento la profundidad de aquella ofensa. No era, me
decía, lo mismo que cuando yo firmaba notas para mí misma como Sméagol. Aun
cuando los amigos que mejor me conocían me llamaban a veces por ese nombre, yo
sabía que no era Sméagol. Sméagol era solamente una de las claves, un personaje que
abría la historia para mí. Nunca se me hubiera ocurrido disfrazarme de Sméagol o
afirmar públicamente que de verdad yo era Sméagol.
Resulta extraño pensar que, en ciertos aspectos, mi amor por El Señor de los
Anillos de Tolkien se convirtió en una barrera. No podía hablar de Tolkien con esa
gente, del mismo modo que no podía comentar su obra con esos estúpidos ignorantes
que insistían en que todo era simbolismo, que Frodo era Cristo sacrificado por Bilbo,
el Padre. No quería distraerme por esas ideas ridículas. Sabía que no debía perder mi
punto de vista. El Señor de los Anillos era El Señor de los Anillos, no un esquema
para mi vida ni una religión alternativa.
Tenía que entenderlo como Relato.
A lo largo de todos estos años y durante mi experiencia universitaria, mi
búsqueda prosiguió. Como un buscador de oro, siguiendo a contracorriente ese rastro
elusivo de «color», cribé mis lecturas en pos de fragmentos y pepitas del elemento
puro, persiguiendo la veta madre del Relato. No sé cuándo ocurrió, pero al cabo de un
tiempo el objeto de mi búsqueda cambió y dejó de ser encontrar algo «exactamente
igual a» Tolkien, sino beber de las fuentes de las que había surgido su mágica obra.
Es una búsqueda que todavía hoy no ha concluido para mí. En los treinta años
aproximadamente que dura, he ido descubriendo poco a poco que los fragmentos del
Relato que estoy buscando no están necesariamente enterrados en la literatura del
pasado remoto, ni siquiera en las estanterías de las bibliotecas. Ahora, gracias a las
minuciosas «plantillas» que he reunido con gran esfuerzo, soy capaz de distinguir
esos elementos en muchos lugares dispares. He recogido piezas de los antiguos
cuentos de hadas que tanto he apreciado siempre, y he oído el claro sonido del Relato
en las historias exageradas de los bares de marineros.
Más emocionante es empezar un nuevo libro de uno de mis contemporáneos y
descubrir que alguna otra persona no sólo ha conseguido beber de la fuente del Relato
perfecto, sino que además la ha desplegado con los tres fundamentos imprescindibles:
un argumento sólido, un escenario detallado y unos personajes genuinos. Casi sin
excepción, descubro que me he encontrado a alguien que, como yo, se embarcó en
una búsqueda después de leer a Tolkien. La búsqueda ha dado fruto para mí, no en el
sentido de que hallara algo «exactamente igual» a Tolkien, sino en que sus obras
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fueron una piedra de toque que me ayudó a distinguir el Verdadero Relato de la
Verborrea de Siempre.
En los largos años transcurridos desde que me ocultara en un almacén de carne
para viajar por la Tierra Media por primera vez, he oído muchas críticas a Tolkien.
Que no tiene «personajes femeninos fuertes», que el libro es demasiado lento, que no
nos habla lo suficiente de lo que sienten y piensan los personajes quizá sean las
quejas más comunes. Algunas me parecen, y lo digo en serio, las típicas críticas de
quienes quieren que los escritores de épocas y lugares distintos coincidan
milagrosamente con lo que ahora se considera políticamente correcto. Algunas me
parecen las quejas de los lectores que desean que todos los autores escriban con lo
que consideramos un «estilo simple, moderno». Todavía me sorprende la gente que
me dice que no pudo pasar del tercer capítulo, o que se aburrió, o que fue incapaz de
hallar un personaje con quien identificarse. A veces me quedo preguntándome si
habremos leído el mismo libro. Pero tal vez al final todo se reduzca a haber
descubierto su magia en el lugar y el momento adecuados de la vida. Si es así, lo
único que puedo decir es que me alegro de haber experimentado esa milagrosa
coincidencia de momento y situación.
Tolkien me ha marcado. Aun después de todos estos años, el listón que me puso
para escribir sigue igual de alto. Todavía estoy intentando superarlo con la misma
naturalidad y limpieza que lo hizo él. Todavía acabo haciéndome daño en las
espinillas, pero las ganas de intentarlo no han disminuido. De igual modo, sigo
buscando el Relato, aunque ya he aceptado el hecho de que nunca encontraré nada
que sea «exactamente igual que» El Señor de los Anillos de J.R.R. Tolkien. La única
manera de satisfacer esa hambre es abrir los manoseados libros una vez más y entrar
de nuevo en un mundo que tal vez los años hayan hecho más familiar, pero no menos
maravilloso.
Y mientras me pregunto si he dicho todo lo que quiero decir aquí, se da la
coincidencia perfecta. Es uno de esos acontecimientos deus ex machina que desechan
los buenos editores y que la vida no deja de poner en nuestro camino. Una serie de
golpes enérgicos en la puerta de abajo interrumpe mi tranquila mañana con el
ordenador y la taza de café. No hay rastro de enanos o magos con varas haciendo
muescas en mi puerta, sólo el cartero que solícitamente ha dejado un paquete a la
distancia justa del umbral para que tenga que salir descalza al porche helado a
recogerlo.
No vacilo. Grabado en un costado se lee: «título: J.R.R. Tolkien». Viene del otro
lado del mar. Lo recojo y me lo llevo al despacho antes de abrirlo. Los tesoros largo
tiempo esperados salen a la luz. La edición de HarperCollins con ilustraciones de
Alan Lee; El Hobbit y una preciosa edición de El Señor de los Anillos en un solo
volumen con estuche. Rasgo el envoltorio con la uña del pulgar y saco los libros para
sopesarlos. Abro uno y compruebo la robustez de la encuadernación. Ah. Un buen
tamaño de letra. Me acerco y aspiro el delicioso aroma a libro nuevo. Bueno, éstos
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deberían durarme otros treinta años. ¿Qué más? Una edición de bolsillo de Egidio, el
granjero de Ham, adornada exactamente como debe ser con los dibujos de Pauline
Bayne. Y en el fondo una edición en un estuche de El Hobbit, en un tamaño muy
manejable, incluyendo postales con dibujos de Tolkien y un mapa desplegable con
imágenes de John Howe. También incluye un CD de Tolkien leyendo fragmentos de
su obra, que podría complementar mi bien conservado LP en el que lee élfico. Creo
que quería regalárselo a alguien para Navidad, pero ahora mismo no recuerdo a
quién, y el CD ya está sonando. La voz sonora y familiar llena mi despacho y de
repente veo a Gollum mirando «con los pálidos ojos como farolas» mientras hace
avanzar su pequeña barca remando con las manos en el lago subterráneo. Demasiado
tarde. Es mío, mi tesoro, y dudo que alguna vez vaya a estar envuelto en papel de
regalo y debajo de un árbol de Navidad.
Abro la manejable y pequeña edición de El Hobbit y la ojeo. Hum. Han añadido
el primer capítulo de La Comunidad del Anillo al final, como anticipo. No estoy
segura de que me parezca bien. Pero allí, en la última página del libro, como una
bendición, hay una promesa para mí. Gandalf me dice: «¡Adiós, ahora! ¡Cuídate!
Búscame sobre todo en los momentos difíciles».
Claro que sí. Creo que siempre lo haré.
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ESQUEMA RÍTMICO EN EL SEÑOR
DE LOS ANILLOS
URSULA K. LE GUIN
C omo he tenido tres hijos, he leído la trilogía de Tolkien en voz alta tres veces.
Es un libro maravilloso para leer en voz alta o (si los niños están de acuerdo)
escuchar. Aunque las frases son largas, fluyen de una manera perfectamente clara,
siguiendo la respiración; la puntuación está justo donde uno necesita detenerse; las
cadencias son hermosas e inevitables. Como Charles Dickens y Virginia Woolf,
Tolkien debía de escuchar lo que escribía. La prosa narrativa de estos novelistas es
como la poesía en el sentido de que quiere que la voz la pronuncie, que encuentre su
belleza y poder en toda su magnitud, su música sutil, su vitalidad rítmica.
El vigoroso ritmo de las oraciones de Woolf, tan característico de ella, es pura y
exclusivamente prosa: no creo que utilice nunca un compás regular. Tanto Dickens
como Tolkien emplean ocasionalmente la métrica. La prosa de Dickens, en momentos
de gran intensidad emotiva, tiende a ser yámbica e incluso puede medirse: «It is a far,
far better thing that I do/than I have ever done…»[3] La frivolidad puede parecer un
desprecio, pero este ritmo yámbico es tremendamente efectivo, sobre todo cuando la
regularidad métrica pasa inadvertida como tal. Si Dickens era consciente de ella, no
le molestaba. Como la mayoría de los grandes artistas, usaba cualquier truco que
funcionara. Woolf y Dickens no escribían poesía. Tolkien escribió mucha, sobre todo
narrativa y «baladas», con frecuencia en formas extraídas de los temas que le
interesaban académicamente. A menudo sus versos muestran una métrica, una
aliteración y una rima extraordinariamente complejas, pero son fáciles y fluidos, a
veces en exceso. Sus narraciones en prosa están en muchas ocasiones entremezcladas
con poemas, y en la trilogía se desliza de la prosa al verso sin señalarlo
tipográficamente al menos en una ocasión. Tom Bombadil, en La Comunidad del
Anillo, habla en verso. Su nombre es un redoble, y su métrica está compuesta de
dáctilos y troqueos libres y galopantes, con un tremendo ímpetu hacia adelante: Tum
tata Tum tata, Tum ta Tum ta… «¡Déjalo salir, viejo Hombre-Sauce! ¿Qué pretendes?
No tendrías que estar despierto. ¡Come tierra! ¡Cavahondo! ¡Bebeagua! ¡Duerme!
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¡Bombadil habla!». Normalmente las palabras de Tom no están en líneas
interrumpidas, de modo que los lectores incautos o descuidados que leen en silencio
pueden no advertir el ritmo hasta que ven que es un poema; una canción, en realidad,
porque cuando las palabras de Tom tienen forma de poema son una canción.
Como Tom es un personaje alegremente arquetípico, que tiene un profundo
contacto con los grandes ritmos naturales del día y la noche, las estaciones, el
crecimiento y la muerte, hasta el punto de ser su representación, resulta apropiado
que hable en verso, que sus palabras sean como una canción. Y el ritmo se contagia
de una manera encantadora; se repite en las palabras de Baya de Oro, y Frodo lo
adquiere. «¡Baya de Oro!», grita cuando se marchan. «¡Mi hermosa dama, toda
vestida de verde plata! ¡No nos hemos despedido, y no la hemos visto desde
anoche!».
Si hay otros pasajes métricos en la trilogía, yo los he pasado por alto. El habla de
los elfos y la gente noble como Aragorn tiene una cadencia dignificada, a menudo
majestuosa, pero no un ritmo regular. Llegué a sospechar que el Rey Théoden
utilizaba yambos, pero sólo lo hace ocasionalmente, como sucede siempre que
utilizamos un inglés acompasado. En los pasajes de acción épica la narración avanza
en cadencias equilibradas, que recuerdan rápida y majestuosamente a la poesía épica,
pero sigue siendo prosa pura. Tolkien tenía demasiado buen oído y estaba muy
acostumbrado a la prosodia para caer en el uso inconsciente de la métrica.
Las unidades rítmicas —pies métricos— son los elementos rítmicos más
pequeños en la literatura, y probablemente los únicos cuantificables en prosa. Hace
un tiempo me interesé por la proporción de las sílabas tónicas en prosa e hice algunos
cálculos.
En poesía, la proporción normal está en torno al cincuenta por ciento; es decir,
por lo general, en poesía, una de cada dos sílabas es tónica: Tum ta Tum ta ta Tum
Tum ta, etc. En prosa, esa proporción desciende a una sílaba tónica de cada dos o
cuatro: ta Tum tatty Tum ta Tum ta-tatty, etc. En textos discursivos o técnicos, sólo
una de cada cuatro o cinco sílabas puede ser tónica; la prosa de los libros de texto
tiende a cojear impedida por una superfluidad de flagrantes e innecesarios polisílabos
escasamente acentuados.
La prosa de Tolkien se ciñe a la proporción normal en narrativa de una silaba
tónica de cada dos o cuatro. En pasajes de mucha acción y emoción la proporción se
acerca al cincuenta por ciento, como en poesía; pero sólo las palabras de Tom pueden
medirse.
El acento rítmico en prosa es bastante fácil de identificar y contar, aunque dudo
que dos lectores cualesquiera de un pasaje en prosa pongan los acentos exactamente
en los mismos lugares. Otros elementos del ritmo en la narrativa son menos físicos y
muchos más difíciles de cuantificar, pues no guardan relación con una repetición
audible, sino con la estructura rítmica de la propia narrativa. Estos elementos son más
largos, más extensos y mucho más esquivos.
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El ritmo es repetición. En poesía se puede repetir cualquier cosa: un acento
rítmico, un fonema, una rima, una palabra, un verso, una estrofa. Su formalidad
proporciona una libertad infinita a la hora de establecer la estructura rítmica.
¿Qué se puede repetir en la prosa narrativa? En la narrativa oral, que
generalmente conserva muchos elementos formales, es posible establecer la
estructura rítmica mediante la repetición de ciertas palabras clave y agrupando
acontecimientos en semirrepeticiones similares, acumulativas: pensad en «Los tres
osos» o «Los tres cerditos». En los cuentos europeos se emplean tríadas; la narrativa
norteamericana tiende más a hacer las cosas en grupos de cuatro. Las repeticiones
sirven tanto para construir la base del acontecimiento climático como para adelantar
la historia.
La historia se mueve, y normalmente se mueve hacia adelante. La lectura
silenciosa no precisa de pistas repetitivas para no desorientar al narrador y los
oyentes; la gente puede leer mucho más rápido de lo que habla. Así, los que están
acostumbrados a leer en silencio esperan por lo general que la narración avance
ininterrumpidamente, sin formalidades ni repeticiones. En el transcurso del siglo XX
los lectores se han visto cada vez más alentados a contemplar los relatos como un
camino bien pavimentado, graduado y sin rodeos, por el que avanzamos lo más
rápido posible, sin cambios de ritmo ni mucho menos pausas, hasta que llegamos —
bien— al final y nos detenemos.
«Historia de una ida y de una vuelta»: en el título que Bilbo da a El Hobbit,
Tolkien ya nos ha contado la forma general de su narración, la dirección de su
camino.
El ritmo que conforma y dirige su narración es evidente, fue evidente para mí,
porque es muy fuerte y muy sencillo, todo lo sencillo que puede ser un ritmo: dos
pasos. Esfuerzo, descanso. Inspiración, espiración. Un latido del corazón. Un modo
de andar, un paso. Pero a una escala tan vasta, tan susceptible de presentar infinitas
variaciones complejas y sutiles, que lleva la totalidad de la enorme historia de
principio a fin, de la ida a la vuelta, sin vacilar. El hecho es que caminamos de la
Comarca al Monte del Destino con Frodo y Sam. Uno, dos, izquierda, derecha,
andando, todo el camino. Y de vuelta.
¿Cuáles son los elementos que establecen este paso en una distancia tan larga?
¿Qué elementos se repiten sin variaciones para dar forma al ritmo de la prosa? Los
que yo he visto son: palabras y frases. Imágenes. Acciones. Ambientes. Temas.
Las palabras y las frases, repetidas, son fáciles de identificar. Pero Tolkien, al fin
y al cabo, no está contando su historia en voz alta; al escribir prosa para lectores
silenciosos y sofisticados, no utiliza palabras clave ni frases comunes como hacen los
narradores orales. Este tipo de repeticiones serían tediosas y falsamente ingenuas. No
he encontrado ningún «estribillo» en la trilogía.
En cuanto a las imágenes, las acciones, los ambientes y los temas, me veo incapaz
de separarlos de un modo que resulte provechoso. En una novela con una concepción
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tan profunda y una redacción tan inteligente como El Señor de los Anillos, todos estos
elementos operan juntos de un modo indisoluble, simultáneo. Cuando intenté
analizarlos por separado, lo único que conseguí fue deshacer el tapiz y quedarme con
un montón de hilos, pero sin imágenes. Así que me puse a reunirlos todos. Apunté
todas las repeticiones de cualquier imagen, acción, ambiente o tema, sin intentar
identificarlas como algo más que una repetición.
Trabajaba desde la impresión que tenía de que un acontecimiento oscuro de la
historia probablemente estuviera seguido por otro más luminoso (o viceversa); de que
cuando los personajes habían realizado un terrible esfuerzo, luego debían tener un
descanso; de que cada acción provocaba una reacción, nunca de naturaleza previsible
—porque la imaginación de Tolkien era inagotable—, pero que se podían prever de
un modo aproximado, como el día después de la noche y el invierno después del
otoño.
Esta alternancia «trocaica» de tensión y alivio es por supuesto un recurso básico
de la narrativa, desde los cuentos populares hasta Guerra y paz; pero la confianza que
Tolkien tiene en ella es asombrosa. Es una de las cosas que hacen que su técnica
narrativa sea poco habitual para mediados del siglo XX. Una tensión continua,
psicológica o emotiva, y un rápido ritmo narrativo desde el principio hasta el clímax,
caracterizan gran parte de la ficción de la época. A los lectores con esas expectativas,
el lento pero insistente esquema tensión/alivio de Tolkien les pareció, y les parece,
simplista, primitivo. Otros pueden considerarlo una técnica sutil, notablemente
sencilla, para hacer que el lector recorra un camino largo y siempre provechoso.
Mi intento era localizar los mecanismos con los cuales Tolkien establece este
ritmo básico en la trilogía; pero la idea de trabajar con la totalidad de la inmensa saga
era aterradora. Tal vez algún día yo o algún valeroso lector pueda identificar las
estructuras más amplias de las repeticiones y alternancias a lo largo de todo el relato.
Yo reduje mi campo de trabajo a un capítulo, el octavo del Tomo I, «Niebla en las
Quebradas de los Túmulos»: unas catorce páginas, escogidas casi arbitrariamente.
Quería que en el texto seleccionado hubiera algún viaje, porque es un componente
fundamental de la historia. Leí el capítulo de principio a fin apuntando todas las
imágenes, acontecimientos y tonos emotivos importantes, prestando especial atención
a las repeticiones o grandes similitudes de palabras, frases, escenas, acciones,
sentimientos e imágenes. Muy pronto, antes de lo que esperaba, empezaron a surgir
repeticiones, incluyendo un esquema binario positivo/negativo de alternancia o
inversión.
Éstos son los principales elementos recurrentes que listé (las referencias de página
corresponden a la edición en lengua inglesa de George Allen & Unwin de 1954):[4]
Una visión o vista de una gran extensión (tres veces: en el primer párrafo; en el
quinto párrafo, y en p. 157, cuando la visión se introduce de nuevo en la
historia)
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La imagen de una única figura recortándose en el cielo (cuatro veces: Baya de
Oro, p. 147; la piedra erguida, p. 148; el tumulario, p. 151; Tom, pp. 153 y 154.
Tom y Baya de Oro son figuras brillantes a la luz del sol; la piedra y el espectro
son figuras oscuras y amenazadoras en la niebla)
Menciones de los puntos cardinales: frecuentes, y a menudo con connotaciones
benignas o malignas
La pregunta «¿Dónde estáis?» (tres veces: p. 150, cuando Frodo pierde a sus
compañeros, los llama y no obtiene respuesta; p. 151, cuando le responde el
tumulario, y Merry, en p. 154, «¿De dónde vienes, Frodo?», la respuesta de
Frodo «Me creí perdido», y Tom «Habéis vuelto a encontraros a vosotros
mismos, saliendo de las aguas profundas»)
Frases que describen el paisaje lleno de colinas por el que cabalgan y caminan,
el olor a hierba, la cualidad de la luz, las subidas y bajadas y las cimas de las
colinas donde se detienen: algunas benignas, otras malignas
Imágenes asociadas de calina, niebla, aire turbio, silencio, confusión,
inconsciencia, parálisis (que se presagia en p. 148, en la colina de la piedra
erguida, se intensifica en p. 149, cuando avanzan, y alcanza su clímax en p. 150,
en el túmulo), que se invierten en imágenes de luz solar, claridad, resolución,
reflexión, acción (pp. 151-153)
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horror / euforia
frío / calor
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viene desde el suelo.
La acción clave del capítulo, dentro del túmulo, concierne a un Frodo que está
solo y completamente desesperado, horrorizado, helado, confundido y con el cuerpo
y la voluntad paralizados, una auténtica pesadilla. El proceso de inversión —de
escapar— no es sencillo ni directo. Frodo pasa por varias fases o etapas para deshacer
el maligno hechizo.
Mientras yace paralizado en una tumba en la oscuridad, sobre la fría piedra, se
acuerda de la Comarca, de Bilbo, de su vida. La memoria es la primera clave. Piensa
que ha llegado a un final terrible, pero se niega a aceptarlo. Se queda «pensando y
recobrándose», y mientras lo hace la luz empieza a brillar.
Pero lo que le muestra es horrible: sus amigos yacen como muertos, y «sobre los
tres cuellos se veía una larga espada desnuda».
Empieza una canción —una especie de inversión torpe y macabra de los alegres
cantos de Tom Bombadil— y ve, en una imagen memorable, que «un brazo largo
caminaba a tientas apoyándose en los dedos y venía hacia Sam… y hacia la
empuñadura de la espada puesta sobre él».
Deja de pensar, deja de recobrarse, olvida. Aterrorizado, piensa en ponerse el
Anillo, que, aunque no se ha mencionado en todo el capítulo, tiene escondido en el
bolsillo. El Anillo, evidentemente, es la imagen central de todo el libro. Su influencia
es absolutamente funesta. Sólo pensar en ponérselo es imaginarse a sí mismo
abandonando a sus amigos y justificando su cobardía: «Gandalf mismo admitiría que
no había otra cosa que hacer».
Su valor y el amor que siente por sus amigos despiertan gracias a su imaginación:
escapa de la tentación por una (re)acción violenta e inmediata, y aferra la espada y
golpea el brazo que avanza a tientas. Se oye un grito, cae la oscuridad, y Frodo se
desploma sobre el cuerpo frío de Merry.
Con ese contacto recupera por completo la memoria, que le había arrebatado el
encantamiento de la niebla: recuerda la casa bajo la Colina, la casa de Tom. Recuerda
a Tom, que es la memoria de la Tierra. Con eso se acuerda de sí mismo.
Ahora recuerda el hechizo que Tom le dio por si lo necesitaba, y lo pronuncia, al
principio «con una vocecita desesperada» y luego, con el nombre de Tom, en voz alta
y clara.
Y Tom responde: la respuesta inmediata, correcta. El encantamiento se ha roto.
«La luz entró a raudales, luz verdadera, la pura luz del día».
El aprisionamiento, el miedo, el frío y la soledad invierten la libertad, la alegría,
el calor y la compañía… con un último y elegante toque de horror: «Frodo dejaba el
túmulo por última vez cuando creyó ver una mano cortada que se retorcía aún como
una araña herida sobre un montón de tierra». (El yang siempre tiene una pizca de yin
en su interior. Y al parecer Tolkien no sentía ni una pizca de amor por las arañas).
Este episodio es el punto álgido del capítulo, el punto de máxima tensión, la
primera prueba real de Frodo. Todo lo anterior llevaba hacia él con tensión creciente.
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Está seguido de un par de páginas de alivio y liberación. Que los hobbits tengan
hambre es una señal excelente. Después de recuperar el bienestar, Tom entrega armas
a los hobbits: unas dagas forjadas, les cuenta algo sombrío, por los Hombres de
Oesternesse, enemigos del Señor Oscuro en los años oscuros de antaño. Frodo y sus
compañeros, aunque aún no lo saben, son por supuesto los enemigos de ese señor en
esta edad del mundo. Tom habla —por medio de enigmas, sin mencionarlo— de
Aragorn, que no ha aparecido todavía en la historia. Aragorn es una figura puente
entre el pasado y la época presente; y mientras Tom habla, los hobbits tienen una
visión momentánea, vasta y extraña, de las profundidades del tiempo y de unas
figuras heroicas, la última de las cuales «llevaba una estrella en la frente»: un
presagio de su saga y del conjunto de la inmensa historia de la Tierra Media. «Luego
la visión se desvaneció y se encontraron de nuevo en el mundo soleado».
El relato prosigue ahora con menos suspense o tensión argumental, pero con el
mismo ritmo y la misma complejidad narrativa. Hemos vuelto y nos dirigimos hacia
el resto del libro, como antes. Hacia el final del capítulo, el argumento más vasto, el
suspense más grande, la tensión bajo la que todos se encuentran, empieza a asomar de
nuevo en la mente de los personajes. Los hobbits han caído en una sartén y han
conseguido salir, como hicieron antes y como volverán a hacerlo, pero el fuego del
Monte del Destino sigue ardiendo.
El viaje continúa. Andando, a caballo. Paso a paso. Tom los acompaña y la
jornada es tranquila, bastante cómoda. Por fin, a la puesta de sol llegan de nuevo al
Camino, que «corría casi del suroeste al nordeste, y a la derecha caía abruptamente
hacia una ancha hondonada». Los augurios no son demasiado buenos. Y Frodo
menciona —sin llamarlos por su nombre— a los Jinetes Negros, por quienes
abandonaron el Camino originalmente. Un miedo helado se apodera otra vez de ellos.
Tom no puede tranquilizarlos: «De lo que se extiende al este nada sé». Incluso sus
dáctilos son tristes.
Parte hacia el crepúsculo, cantando, y los hobbits siguen su camino, los cuatro
solos, conversando un poco. Frodo les recuerda que no deben llamarlo por su
nombre. Es imposible evitar la sombra de la amenaza. El capítulo que empezó con
una esperanzadora visión de un amanecer de luz termina en las tinieblas de un
atardecer agotador. Éstas son las últimas frases:
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inversiones: oscuridad / luces que resplandecían, subir / bajar lomas, la aparición de
la colina de Bree / la aldea de debajo (al oeste), una masa oscura / estrellas
neblinosas, un fuego / la noche. Son como golpes de tambor. Al leer las líneas en voz
alta no puedo evitar pensar en un final de Beethoven, como en la Novena Sinfonía: la
certeza y la definición absolutas de las cuerdas y silencio, repetidos, una y otra vez.
Sin embargo, el tono es tranquilo, la lengua es sencilla y las emociones que se evocan
son igualmente tranquilas, sencillas, comunes: el deseo de que llegue el final de la
jornada, para estar a cobijo, junto al fuego, fuera de la noche.
Después de todo, la trilogía termina con una nota muy similar. De la oscuridad a
la luz del fuego. «Bueno, dice Sam, estoy de vuelta».
Una ida y una vuelta… En este único capítulo, algunos de los grandes temas del
libro, como el Anillo, los Jinetes, los Reyes del Oeste, el Señor Oscuro, se tocan sólo
una vez, o apenas indirectamente. No obstante, este pequeño fragmento del gran viaje
es parte integral del conjunto en los sucesos y las imágenes: el tumulario, antaño
sirviente del Señor Oscuro, aparece del mismo modo que aparecerá Sauron en el
clímax de la historia, amenazante, «una figura alta y oscura como una sombra que se
recortaba contra las estrellas». Y Frodo la derrota, gracias a la memoria, la
imaginación y un acto inesperado.
El capítulo mismo es un «latido» de la inmensa estructura rítmica del libro. Cada
uno de sus acontecimientos y escenas, por vividos, particulares y locales que sean,
repiten, recuerdan o presagian otros acontecimientos e imágenes de todas las partes
del libro gracias a la repetición o la insinuación de partes del esquema del conjunto.
Creo que es un error considerar la historia como un simple movimiento de
avance. La estructura rítmica de la narrativa es como un viaje y como una compleja
obra arquitectónica al mismo tiempo. Las grandes novelas consisten en una serie de
acontecimientos, pero también en un lugar, un paisaje de la imaginación que podemos
habitar y al que podemos volver. Es posible que esto se vea con especial claridad en
el «universo secundario» de la fantasía, donde no sólo la acción sino también el
escenario son invenciones reconocidas del autor. Basándose en la simplicidad
irreductible del verso trocaico, tensión / descanso, Tolkien construye un esquema
rítmico estable, infinitamente complejo, en un espacio y un tiempo imaginarios. El
formidable paisaje de la Tierra Media, el universo psicológico y moral de El Señor de
los Anillos, está hecho de repeticiones, semirrepeticiones, indicaciones, presagios,
recuerdos, ecos e inversiones. A través de él, la historia avanza a su paso firme y
humano. Es una ida y una vuelta.
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EL DOMINGO MÁS LARGO
DIANE DUANE
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Como (por suerte) leo muy rápido, me había aficionado a leer cualquier libro de una
sentada. En ocasiones si el tema era demasiado radical o emocionante, las
consecuencias de esto podían ser bastante cómicas. Una vez recibí una zurra, después
de que me pasara una tarde demoledora en la biblioteca leyendo Tropas del espacio,
cuando volví a casa y expliqué inmediatamente a mi padre, con una condescendencia
del todo inconsciente pero sólida como una roca, que todas las guerras se debían a la
presión de la población. Entonces tenía nueve años, y aún me sorprende la insensatez
(o el taimado descaro) del bibliotecario que puso el libro en el sector infantil, justo al
lado de Jones, el hombre estelar. Para colmo, yo solía tomarme mis lecturas más en
serio de lo que es habitual, posiblemente porque las utilizaba para mitigar los efectos
de una infancia bastante aburrida. Entonces, como ahora, la lectura como calmante
tenía dos efectos: mejoraba la situación y, en ocasiones, la empeoraba, porque el
hecho de que una persona «estuviera siempre con las narices metidas en los libros»
llamaba la atención de la gente, como si hubiera otro lugar mejor para meter las
narices (¿en la vida de otra persona? ¿Donde no ha sido invitado?).
En aquel entonces, yo era apenas consciente de que mis padres consideraban que
esta tendencia mía al escapismo era un poco desconcertante, quizás signo de
inestabilidad. Se trataba de un caso leve de algo que después he visto con mucha más
virulencia: la sospecha de que no es bueno permitir que los niños lean literatura
fantástica, ya sea porque se piense que el niño es incapaz de distinguir la realidad de
la fantasía, o porque se tenga la sensación de que los adultos tienen en cierto modo la
terrible responsabilidad de mantener las narices de la siguiente generación
firmemente pegadas a la despiadada realidad hasta que ese sensible apéndice haya
perdido más allá de toda esperanza de recuperación la capacidad de reconocer que
hay cosas de las que vale la pena escapar, y lugares (reales y no reales) a los que vale
la pena huir.
Más tarde descubrí con placer que Tolkien no se hacía ilusiones sobre esta
particular percepción de los «preocupados adultos»: él creía que la gente que más se
preocupaba o alarmaba por la posibilidad de que otras personas escaparan eran los
carceleros. Sin embargo, en ese entonces yo ya intuía que estaba prisionera en un
mundo que no me importaba especialmente, y esperaba poder liberarme algún día de
las presentes circunstancias. Mientras tanto, tenía que decidir adónde iría y qué haría
con mi vida cuando llegara el momento de ir a la universidad, y lo que seguiría
después. Y por eso leía con voracidad, evaluando todas las opciones posibles,
investigando todo lo buenamente que podía cómo era el mundo, sobre todo las partes
del mundo que no se parecían en nada a una «ciudad dormitorio» de los suburbios de
Nueva York.
En mi tiempo libre exploraba el mundo distante viviendo en la biblioteca local.
Los otros niños podían perseguirme y llamarme rata de biblioteca cuando saliera,
pero mientras estaba allí me encontraba en un santuario tan seguro como una iglesia.
Y había mucho más que leer. Por medio de los libros exploré desiertos, otros océanos
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que no eran el Atlántico, ciudades lejanas y exóticas (incluso Nueva York, adonde
aún no me dejaban ir sola y que podría haber estado tan lejana en el tiempo y el
espacio como la Atlántida, por lo poco que me servía su presencia a sólo cincuenta
kilómetros hacia el oeste). Miraba con intenso anhelo las imágenes de montañas,
sobre todo, y especialmente los Alpes, como si fueran un lugar adonde iría alguna
vez, no importaba lo que hiciese. Eran casi un símbolo del mundo real, un mundo
interesante y emocionante en el que valía la pena hacer cosas, que para mí era aún
más efectivo como símbolo del mundo que el espacio exterior; la llegada del hombre
a la luna en 1969 me había conmovido profundamente.
Cuando empecé a leer La Comunidad del Anillo no tenía idea de lo que iba a
pasar en ese libro, o de adónde iba a llevarme. Había montañas, que me encantaron…
en parte porque no sólo estaban allí: en ellas sucedían cosas que de repente afectaban
profundamente a gente y criaturas que importaban. Poco después, el placer de lugares
lejanos se vio superado por algo mucho más trascendente. Toda aquella tarde del
viernes, después de la escuela, y la noche hasta muy tarde, y todo el sábado y la
noche hasta tarde, y luego el domingo por la mañana, estuve completa y literalmente
fuera de este mundo. Y entonces, en esta súbitamente desolada mañana del domingo,
sentada en el comedor, sola —eran las seis y media de la mañana y nadie iba a
levantarse durante un buen rato—, me encontré completamente involucrada en unas
circunstancias que nunca había imaginado, que hacían que mis problemas, y de hecho
cualquier otro problema del que tuviera constancia, parecieran insignificantes y
pequeños en comparación. La idea de que había cosas mucho, mucho más
importantes en el mundo por las que preocuparse que si yo iba conseguir alguna vez
atravesar y superar una infancia que no era muy interesante ni muy placentera cayó
sobre mí con toda su fuerza. De repente sentí que me enfrentaba con el tema del mal
absoluto. Me asombraba que no le hubiera prestado especial atención antes. Ahora
me daba cuenta de que lo había tenido delante toda la vida, como un rinoceronte en la
sala de estar, y me parecía que tenía la obligación de adoptar alguna postura al
respecto.
Entonces (y durante mucho tiempo después), evité pensar en quién o qué me
imponía esa obligación, o en cómo el hecho de que yo adoptara una postura podía
cambiar en algo el estado del mundo. Todavía hoy sigo sin encontrar una respuesta
satisfactoria a esa pregunta. Pero aquel domingo no le dediqué más que algunos
minutos de reflexión. Estaba completamente abrumada por la idea de tener que
esperar un día entero para saber qué pasaba después. Era insoportable. Mis familiares
me observaban mientras andaba por la casa con expresión abatida y varias veces me
preguntaron qué me pasaba. Intentar explicárselo fue un error. Mi padre se limitó a
encogerse de hombros y a decir: «No es más que un libro; no te emociones tanto». Y
luego hurgó un poco en la herida añadiendo: «Deberías haber comprobado que no
había un tercer tomo antes de marcharte de la librería». Vale, gracias, papá. La
próxima vez que una araña gigantesca te muerda en el cuello ya veremos si te echo
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una mano.
El resto del día y de la noche (durante la cual sólo me dormí tarde y mal) pasó
lentamente como una mala imitación de la definición humorística de la relatividad de
Einstein. Pero, al fin, llegó la mañana del lunes. Antes tenía que ir a la escuela, algo
bastante más pesada que lo habitual: las ocho horas que transcurrieron entre la
entrada y la salida me parecieron más largas que cualquier desierto y más desafiantes
que cualquier montaña. Estuve todo el rato pensando en Caradhras el Cruel —todas
las dificultades que había superado la Comunidad del Anillo; total, ¿para qué?— y en
el pobre Sam tendido de bruces, y en Frodo, lejos, vivo, aunque tal vez no por mucho
tiempo, ¿quién podía saberlo? La cuestión me tuvo en vilo todo el día, porque lo que
me había conmovido cuando leí los dos primeros tomos fue esa especie de cualidad
despiadada que tiene el texto de Tolkien, no tanto una transparencia del argumento
como una sujeción absoluta a las necesidades, no las del autor, sino las del mundo
sobre el —o en el— que estaba escribiendo. La Tierra Media parecía tener sus
propios planes, al servicio de los cuales quizás estaba Tolkien, de una manera muy
especial, y se me había ocurrido que tal vez lo que le exigía ese mundo, a él o a mí,
no fuera un final feliz. Conseguir el tercer tomo me inspiraba terror; al mismo
tiempo, estaba impaciente.
Al fin, como suele suceder en este universo, el tiempo pasó y llegaron las tres y
media, y escapé de ese lugar de tormento a gran velocidad, y corrí hacia la calle
principal de la pequeña ciudad, y tomé el autobús hasta la ciudad vecina, donde se
encontraba la librería. Entré precipitadamente y fui directamente al estante donde
había encontrado los dos primeros libros, y vi el tercero, y lo aferré como si fuera el
corazón que se me había salido del cuerpo, y a punto estuve de olvidarme de pagarlo,
porque cuando llegué a la puerta donde estaba la caja ya lo estaba leyendo.
Hasta el día de hoy no recuerdo cómo llegué a casa. Me interesaba mucho más lo
que ocurría en las llanuras de Rohan y en la torre de Cirith Ungol. Y después de
acabar el libro aquella noche, tardé mucho tiempo en dormirme, porque sufría una
especie de desfase horario del alma. El mundo en el que vivía se había ampliado
inconmensurablemente, pero también, de algún modo, se había contraído en
comparación con aquel otro, que no era más «real» —en ese aspecto no me engañaba
en absoluto— sino mejor. Sin embargo, como era la primera vez que experimentaba
un mundo creado con ese nivel de imaginación, también tenía la extraña sensación de
que llevaba allí mucho, mucho tiempo… y de que, aun después de cerrar el libro, ese
mundo seguiría existiendo en alguna otra parte. Que siguiera allí cuando volviera a
abrir el libro parecía casi una casualidad, como cuando una habitación que uno ha
abandonado sigue allí (salvo que caiga un meteorito u ocurra algún otro desastre
parecido) cuando se abre la puerta otra vez. En ese momento, al menos, no me
apetecía dejar el libro cerrado mucho tiempo. Empecé a leerlo de nuevo enseguida, y
es probable que durante el mes siguiente fuera una firme aspirante al premio a la
persona que lee la trilogía más veces por semana.
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El Señor de los Anillos fue lo que hizo de mí una escritora. Siempre había escrito
cuentos para divertirme, normalmente del estilo de lo que estuviera leyendo en ese
momento: en esa época mis obras oscilaban entre lo que ahora se consideraría una
ciencia ficción bastante «dura» y los cuentos de hadas al estilo de los de E. Nesbit.
Pero entonces me puse a escribir una serie de relatos de «fantasía épica» no muy
profundos que imitaban salvajemente el libro de Tolkien, y el Anillo dominó mi
paisaje imaginativo interior durante los aproximadamente veinte años siguientes.
Todavía pensaba en los Alpes, pero ahora la gran cordillera incluía Celebdil y
Fanuidhol, y Caradhras el Cruel estaba en mi mente con la misma frecuencia; los
océanos seguían interesándome, pero aquel que se atravesaba al salir de los Puertos
Grises había adquirido connotaciones más profundas. El dolor de aquel larguísimo
domingo desapareció con rapidez y me dejó con algo mucho mejor: un mundo
disponible para vivir en él cuando el aburrimiento hiciera que éste fuera insoportable.
En el sentido más amplio, la vida siguió como lo hace normalmente, y avanzó, y
eventualmente tomó direcciones inesperadas. Fui a la universidad. Fracasé como
estudiante de física, pero me fue bien con la enfermería. Me gradué con una
preferencia por el trabajo en el campo de la psiquiatría. Y conseguí un «trabajo en el
mundo real», que resultó satisfactorio, pero también frustrante en algunos aspectos; y
yo tenía necesidades que la enfermería no podía satisfacer. Seguí escribiendo, por
diversión, o a veces para confusión de quienes me rodeaban. Para mi sorpresa,
terminé dejando la enfermería e intentando ganarme la vida con la escritura. Y de
repente me hallé escribiendo un libro, una obra fantástica basada en una Tierra
alternativa vagamente medieval, aunque parezca mentira. Una editorial compró el
libro y de repente yo también me convertí en escritora. Un chiste que se decía en casa
en aquella época es que si hubiera sabido la cantidad de tiempo de lectura que me iba
a quitar el hecho de escribir, tal vez no habría continuado. Pero independientemente
de eso, un libro que sigo leyendo una y otra vez, al menos una vez al año, es el Anillo.
Con el tiempo fui a las montañas. Todavía recuerdo aquella primera impresión al
mirar el panorama de cumbres nevadas, extendiéndose infinitamente por todo el
horizonte como las olas del mar: más grandes que yo, más viejas que yo, más reales
que yo en cierto sentido; en su presencia el cuerpo y la personalidad parecían, de
repente, pequeños, evanescentes e insignificantes. Es una buena experiencia, creo,
que he tenido la oportunidad de vivir con frecuencia en los últimos años. Pero la
última vez sucedió algo inesperado.
Me encontraba en el monte Rigi, en medio de Suiza. Era primavera. Había salido
a pasear una mañana, a un lugar con una vista especialmente bonita. No hay
carreteras que suban hasta allí, sólo senderos y praderas, y mientras atravesaba una
miré la hierba y vi algo que no había esperado: unas florecillas blancas, de seis
pétalos, de unos tres centímetros. Y una voz, la voz de Sam, dijo en mi mente:
«¿Recuerdas la elanor, la estrella del sol, que crecía en la hierba de Lórien?».
Me incliné para verla más de cerca. Las florecillas resultaron ser Crocus alpinus,
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el azafrán alpino. Pero lo que no dicen las referencias botánicas es que el Crocus
alpinus arroja una versión «deportiva» en un bulbo de cada doce aproximadamente:
una versión de seis pétalos con pequeñas puntas de un dorado pálido al final de los
pétalos. Son lo suficientemente raras para hacer que se las busque, una vez que se
empieza a verlas. Son (creo) las elanor. Tolkien estuvo de vacaciones en estas
montañas, y seguro que las vio.
Me erguí en el pequeño campo de elanor y miré más allá de la «espalda» de Rigi,
hacia las montañas más altas. Si sus devotos llaman a Rigi (por alguna razón
etimológica) «la reina de las montañas», también lo hacen con una especie de
rebelión, porque en el fondo, desde su cumbre, se pueden ver montañas de un carácter
más regio, por no decir imperial: el Eiger, el Monch, el Jungfrau. Tolkien hizo una
excursión al pie de estas montañas, antes de ir a la guerra. Y cuando aparté la vista de
mi primera elanor, miré al otro lado del gran abismo de aire azul y las vi allí, como
tal vez hiciera él (porque probablemente Tolkien también siguiera esta vía de tren
cremallera): Celebdil, Fanuidhol y Caradhras el Cruel; el Cuerno de Plata, el Monte
Nuboso y el terrible Cuerno Rojo. Durante apenas un instante, genuina y físicamente,
estuve en la Tierra Media.
La realidad se reafirmó, pero sólo con dificultad. Recuerdo, después de aspirar
unas pocas veces, haber experimentado tal vez no tanto una afinidad con Tolkien —
eso habría sido una insolencia—, sino una extraña sensación de cierre. Y si hubiera
tenido alguna duda sobre el perdurable poder de su obra, en ese momento se habría
desvanecido sin dejar rastro. Empecé a preguntarme si la única manera de juzgar el
poder de la obra de un escritor es ver hasta qué punto «contamina» el mundo en el
que vive su lector. Cuando las palabras y las imágenes comienzan a insinuarse
inesperadamente en la vida y todo parece remitirse a esa obra o recuerda a cosas que
se han visto en ella, entonces se sabe que un segundo creador —de una habilidad
inusual— ha estado trabajando dentro de uno. Y cuando se encuentra un ejemplo
concreto de algo «real», que el escritor ha metido en su propio mundo y lo ha hecho
suyo, de repente hace que el mundo «real» parezca más mágico de lo que es en
realidad; ésa es la más poderosa de las brujerías. El hecho de que El Señor de los
Anillos sea responsable indirecto de casi todo (o al menos tenga algo que ver con
ello) lo que tiene valor en mi vida actual, no tiene importancia frente a la magia
extraordinaria de hacer que la realidad sea más real, de añadirle algo que nunca
hubiera estado allí de no ser por la sobrecogedora imaginación de un hombre. Gracias
a Tolkien, el universo tendrá una magia genuina que perdurará siempre, incluso
cuando toda ella desaparezca y las tapas del libro se cierren por última vez.
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TOLKIEN DESPUÉS DE TODOS
ESTOS AÑOS
POUL ANDERSON
D urante mucho tiempo, Tolkien fue un enigma para los críticos, sin embargo no
lo fue para los lectores en general. Las cifras de ventas no son muy precisas,
pero recientemente se calculó que la obra más popular de Tolkien, El Señor de los
Anillos, publicada en más de treinta lenguas, ha vendido más de cincuenta millones
de ejemplares en todo el mundo. Y varias encuestas han proclamado en los últimos
años que El Señor de los Anillos es el libro del siglo. Personalmente, creo que estas
encuestas y declaraciones no tienen mucho significado real, pero hay una verdad que
es innegable, y es que El Señor de los Anillos es una novela muy querida por un gran
número de lectores.
Leí El Hobbit y El Señor de los Anillos por primera vez en el verano de 1973,
cuando tenía trece años. Había ido a visitar a mi hermana mayor, y la estaba
molestando de esa manera que tan bien se les da a los hermanos pequeños. Además,
estaba aburrido, y después de echar un vistazo a su librería y quejarme de que no
había nada para leer, salió de la cocina pisando muy fuerte, tomó los libros de Tolkien
de la estantería y me los arrojó con unas pocas órdenes inconexas: «Aquí tienes.
Léete éstos. Te gustarán. Ahora déjame en paz».
Los libros eran de la edición de bolsillo de Ballantine con las surrealistas
cubiertas de Barbara Remington, un paisaje de colores brillantes lleno de emúes,
criaturas reptilianas retorcidas y árboles con frutos bulbosos. Miré los libros con
escepticismo (como todavía miro esas cubiertas), pero estaba desesperado y decidí
intentarlo. Y me pasé los días siguientes completamente absorto en esos cuatro libros.
Entonces no sabía que me pasaría los siguientes treinta años estudiándolos, junto con
la vida de Tolkien y sus otros escritos.
El interés que despertaron en mí los libros de Tolkien ha cambiado en muchos
aspectos con el paso de los años. Al principio me deleitaba en detalles del mundo de
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la Tierra Media, en la profundidad de la historia inventada y en las alusiones de
historias que se contaban en parte en los apéndices. En el instituto escribí una obra de
teatro basada en El Hobbit, y la representé con varios amigos. Por ese entonces
también empecé a leer mucha más literatura, tanto cosas que inspiraron a Tolkien
(desde Beowulf, los Eddas y las sagas islandesas hasta los romances en prosa de
William Morris), como de escritores modernos que a su vez se inspiraron en Tolkien.
En la universidad estudié más en serio las literaturas medievales en las que se
había especializado Tolkien, e incluso asistí a un curso de verano en Oxford, donde
Tolkien había vivido y trabajado gran parte de su vida. En la universidad y los años
que siguieron, he seguido todos los temas de estudio que me han interesado, muchos
inspirados por Tolkien, otros no. Este tipo de libertad en mis estudios (sólo posible
fuera de un currículo establecido) me ha permitido seguir un itinerario universitario
impredecible por los reinos de la mitología, los cuentos de hadas y la literatura
infantil, seguidos de estudios textuales, bibliografía, métodos de impresión,
producción editorial e historia de la edición, y muchos otros aspectos que van más
allá de lo que normalmente se considera literatura y crítica literaria.
No creo que mi experiencia sea atípica. Es cierto que no es habitual entre muchos
de mis amigos y colegas tolkienistas, porque creo que quienes estudiamos a Tolkien y
leemos su obra con mucha atención hallamos que sus sutilezas, su inteligencia aguda
y penetrante, hacen que nuestros intereses se expandan en muchas direcciones
inesperadas. Por supuesto, esta observación contradice el núcleo de la supuesta
verdad que los críticos de Tolkien llevan mucho tiempo proclamando, la de que los
aficionados a Tolkien sólo leen a Tolkien, una y otra vez.
Para analizar la recepción por parte de los críticos de las obras de Tolkien,
primero hay que explicar cuánto se ha ampliado la bibliografía de los textos de
Tolkien desde su muerte en 1973 a la edad de ochenta y un años. Durante su vida, y
de momento a excepción de su trabajo académico, las primeras publicaciones
literarias de Tolkien sólo consistían en una pequeña estantería de libros: El Hobbit
(1937); el cuento Egidio, el granjero de Ham (1949); los tres tomos de El Señor de
los Anillos (1954-1955); la pequeña recopilación poética de The Adventures of Tom
Bombadil (1962); otro pequeño libro, con un cuento y un ensayo, titulado Árbol y
hoja (1964); el cuento fantástico independiente El herrero de Wootton Mayor (1967);
un ciclo de canciones con los poemas de Tolkien con música de Donald Swann, The
Road Goes Ever On (1967); y la edición de bolsillo de una antología estadounidense
de algunos de estos textos llamada The Tolkien Reader (1965). De todos estos títulos,
las obras principales, en tamaño y popularidad, son El Hobbit y El Señor de los
Anillos.
Desde la muerte de Tolkien ha aparecido una cantidad extraordinaria de sus
escritos hasta entonces inéditos, algunos terminados, otros no. Muy pocos escritores
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han visto sus despojos literarios publicados hasta estos extremos y presentados con el
cuidado prodigado en estos textos. Una vez más exceptuando temporalmente su obra
académica, desde la muerte de Tolkien hemos tenido el privilegio de leer otras obras
terminadas para niños, incluyendo El señor Bliss (1982) y Roverandom (1998),
ambas ilustradas por el autor. Otro libro, Las cartas de Papá Noel (1976; una edición
ampliada, titulada Cartas de Papá Noel apareció en 1999), reproduce en facsímil los
cuentos y dibujos que Tolkien, bajo la identidad de Papá Noel, hizo cada año para sus
hijos cuando eran pequeños. En estas cartas Tolkien desarrolló con gran ingenio una
historia imaginaria para Papá Noel y los otros habitantes del Polo Norte.
A pesar del encanto que tienen todos los libros mencionados, siguen siendo obras
menores en comparación con el mayor logro de Tolkien en la completa creación de la
Tierra Media; es en esta última área donde las publicaciones póstumas de Tolkien son
más notables. La mayoría de estos libros han sido editados por el tercer hijo de
Tolkien, Christopher, cualificado casi como nadie para supervisar literariamente en
tanto ejecutor de la publicación póstuma de los diferentes textos de su padre, pues
cuenta con la misma formación literaria de su padre y siempre ha sentido devoción
por sus escritos. Christopher formó parte del público original para el que se escribió
El Hobbit, y fue el primer crítico de su padre cuando éste escribió El Señor de los
Anillos, algunos de cuyos capítulos le envió en serie a Sudáfrica cuando seguía la
instrucción de piloto de la RAF durante la segunda guerra mundial. Christopher
también siguió a su padre académicamente y se especializó en las mismas lenguas y
literaturas medievales. Y, como su padre, fue profesor de estas asignaturas en Oxford.
La primera publicación importante fue El Silmarillion, en 1977, una versión
editada de las leyendas del «Silmarillion» de Tolkien. (Aquí sigo la convención
presente en los estudios de Tolkien de mencionar en cursiva el libro publicado, como
El Silmarillion, mientras que el «Silmarillion» entre comillas se refiere a las leyendas
que fueron evolucionando en general). Éste fue seguido por una colección de Cuentos
Inconclusos en 1980. De 1983 a 1996, los fans de Tolkien recibieron una nueva
entrega de textos sobre la Tierra Media casi cada año, que en total suman doce
grandes tomos de la serie de Christopher Tolkien sobre La Historia de la Tierra
Media. Los catorce volúmenes resultantes —porque deben incluirse los Cuentos
Inconclusos y El Silmarillion como parte de la Historia— abarcan casi sesenta años
de trabajo creativo de Tolkien en su mundo inventado. Estos libros contienen una
multitud de cosas fascinantes —algunas terminadas, aunque la mayoría no lo están—
cuya forma oscila desde cuentos, ensayos y anales hasta gramáticas, mapas,
ilustraciones y poemas (los hay cortos, además de largas poesías narrativas en
pareados rimados o versos aliterados). Estas obras se comentarán después, pero de
momento basta decir que estos catorce tomos publicados a modo póstumo contienen
aproximadamente cuatro veces más texto que El Hobbit y El Señor de los Anillos.
Hay que admitir que existen duplicaciones y repeticiones, y que algunos textos se
superponen (sobre todo en los tomos de la Historia que abarcan la escritura de El
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Señor de los Anillos); no obstante, la cantidad de material sobre la Tierra Media que
Tolkien escribió a lo largo de su vida es asombrosa.
Cabe señalar aquí unas pocas publicaciones póstumas adicionales. Las cartas de
J.R.R. Tolkien (1981) es una compilación enormemente significativa en el campo de
los estudios de Tolkien, pues el estilo epistolar de Tolkien es en sí mismo muy
atractivo, y las cartas (con frecuencia dirigidas a fans, para responder preguntas
específicas sobre sus escritos) revelan muchos detalles de la creación y las
intenciones literarias de Tolkien que de otro modo nos serían desconocidos. Junto con
J.R.R. Tolkien: una biografía, de Humphrey Carpenter (1977), un libro autorizado
para el que Carpenter tuvo acceso a todos los papeles de Tolkien, las Cartas y la
biografía son los mejores dos puntos de partida para entender a Tolkien como
escritor. Para destacar sólo un libro adicional, J.R.R. Tolkien: artista e ilustrador
(1995), de Wayne G. Hammond y Christina Scull, muestra otra faceta de las
habilidades de Tolkien, con una gran recopilación de dibujos y pinturas, muchos de
los cuales describen escenas y paisajes de la Tierra Media, proporcionando así otro
medio, esta vez visual, de apreciar el mundo de Tolkien.
Volviendo al fin a la respuesta de los críticos, desde el principio los textos de
Tolkien han despertado una primera reacción no tanto intelectual como emocional.
Las reseñas de El Hobbit en la época de su publicación son en su mayor parte
agradables, aunque en ocasiones se confunden un poco cuando intentan hallar un
libro con el que compararlo. (A decir verdad, ninguna de las comparaciones funciona
realmente, porque Tolkien hizo algo completamente nuevo). Egidio, el granjero de
Ham, publicado doce años después de El Hobbit, no llamó mucho la atención. Pero
pocos años después, con la publicación de los tres tomos de El Señor de los Anillos,
empezó en serio la polarización de la respuesta a Tolkien. Aunque El Señor de los
Anillos es en realidad una sola novela, se dividió en tres tomos por razones de
marketing, pues el editor tenía la esperanza de que así dividida y a un precio
competitivo, obtuviera el triple de reseñas, mientras que un único tomo de precio
elevado sólo se reseñaría una vez, y probablemente vendiera pocos ejemplares. La
estrategia editorial funcionó.
Algunos nombres importantes, incluyendo a W. H. Auden, Naomi Mitchison y
C. S. Lewis (que también era íntimo amigo de Tolkien), reseñaron los libros con
grandes alabanzas en periódicos de prestigio, pero hubo otros igualmente importantes
a quienes los libros no les gustaron, y lo dijeron con locuacidad. La reseña anti-
Tolkien más notoria es la que Edmund Wilson tituló «¡Oh, esos terribles orcos!» y se
publicó en The Nation en abril de 1956. En ella, Wilson afirma haber leído la novela
en voz alta a su hija de siete años (aunque curiosamente escribe mal el nombre de uno
de los personajes principales, «Gandalph») y dice que El Señor de los Anillos es
«esencialmente un libro para niños, un libro para niños que de algún modo se le ha
ido de las manos porque, en lugar de estar dirigido al mercado “juvenil”, el autor se
ha concedido el capricho de escribir literatura fantástica sólo por el gusto de hacerlo».
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Aquí radica la acusación básica que la mayor parte de los detractores de Tolkien le
han arrojado en los años siguientes. El problema, para Wilson, es que es un libro
fantástico, y por eso intenta quitarle importancia diciendo que es para niños. Un
estudio de los otros escritos críticos de Wilson revela que sentía aversión por casi
todo lo que fuera fantasía, aunque admitía que le gustaban los textos de James Branch
Cabell, cuyos relatos de Poictesme, un pequeño reino imaginario situado en el sur de
Francia, contienen la picardía y las insinuaciones sexuales que Wilson esperaba sin
duda hallar en las novelas para «adultos».
La controversia sobre El Señor de los Anillos estalló a mediados de la década de
los sesenta, después de que en Estados Unidos se publicara la primera edición de
bolsillo de los libros y éstos llegaran a las listas de los más vendidos. Pero el
argumento básico contra Tolkien no sufrió muchos cambios. Recientemente, el crítico
Harold Bloom ha tomado un camino ligeramente distinto a la hora de rechazar a
Tolkien, confundiendo erróneamente el extendido crecimiento de su popularidad en
los años sesenta con la idea de que en adelante las obras de Tolkien deben
considerarse ancladas en esa época, desde un punto de vista cultural e histórico.
Bloom considera que El Señor de los Anillos es lo que él llama (con mayúsculas) una
«Obra Temporal», presumiblemente algo que en cierto momento fue popular por
alguna razón incomprensible (para él), pero que no tardó en caer en el olvido. Bloom
no podía estar más equivocado.
Para los medios de comunicación, la publicación póstuma de El Silmarillion en
1977 fue todo un acontecimiento, pero a excepción de unos pocos críticos (entre los
que destacan Anthony Burgess y John Gardner), la mayoría compararon El
Silmarillion con El Señor de los Anillos y hallaron que carecía de la mayor parte de
los encantos del primero. A Cuentos Inconclusos, publicado en 1980, no le fue mejor,
y los tomos posteriores de La Historia de la Tierra Media han sido conscientemente
ignorados por los escritores de reseñas literarias. Vistas ahora, es posible ver que las
críticas más serias de Tolkien se trasladaron de los periódicos y las revistas más
importantes a las publicaciones y libros especializados.
La antipatía de los críticos por Tolkien no es sólo una cuestión de género, sino
también de estilo y tono. En realidad El Señor de los Anillos no es, según las
definiciones de los críticos más severos, una novela, sino, tal como la llamó Tolkien,
un «romance heroico». Este libro constituye un ejemplo de un género que tiene sus
orígenes miles de años antes, en la Ilíada y la Odisea de Homero, en Beowulf y en las
historias artúricas, un género que a principios del siglo XX había caído en el olvido,
sobre todo después de la aparición del modernismo en los años veinte y treinta. El
género del romance no estaba muerto en absoluto, pero había pasado inadvertido
durante unas cuantas décadas. La obra de Tolkien está firmemente arraigada en esta
tradición romántica, pero también es una evolución de esa tradición según las líneas
de las convenciones novelísticas modernas.
Justo cuando los defensores del realismo habían empezado a dominar el mundo
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literario, aparecieron Tolkien y El Señor de los Anillos, su refundación del antiguo
género. Y en cuanto al tono, los textos de Tolkien son muy distintos de la tendencia a
la ironía predominante en las obras modernas. No es que Tolkien fuera incapaz de
utilizar la ironía, sino que no escribía con un tono mayormente irónico. Así, la obra
de Tolkien representa gran parte de lo que detestan los modernistas (y después, los
posmodernistas); además, la que para ellos quizá sea la peor ofensa de todas es que
las obras de Tolkien son populares.
Para el público lector, el éxito de El Señor de los Anillos a mediados de los
sesenta provocó el despertar del viejo género del romance, ahora con el nuevo
nombre de literatura fantástica. La editorial que publicó a Tolkien como libro de
bolsillo en Estados Unidos, Ballantine Books, respondió a la creciente demanda de
más cosas como Tolkien con la nueva serie Ballantine Adult Fantasy. Esta serie
reimprimió un gran número de libros oscuros de la primera mitad del siglo,
demostrando así que el género del romance no había muerto en absoluto, sino que
había pervivido a la sombra de las formas literarias predominantes. La serie acercó a
un nuevo público los textos de autores que ahora se cuentan entre los grandes del
género como E. R. Eddison, Lord Dunsany, David Lindsay y Mervyn Peake. Y el
mercado para nuevos libros de literatura fantástica creció a pasos agigantados. La
consideración de estas obras está relacionada con el éxito comercial de la fantasía, y
del género que con ella se convirtió en una industria o un artículo de consumo. Tal
como escribió acertadamente Ursula K. Le Guin: «La fantasía de consumo no entraña
ningún riesgo: no inventa nada, sólo imita y trivializa. Actúa privando a los antiguos
relatos de su complejidad intelectual y ética, convirtiendo la acción en violencia, los
actores en muñecos y la verdad en tópicos sentimentales».
La respuesta académica a Tolkien ha sido casi tan problemática como la de los
críticos, pues los críticos y los académicos son a menudo las mismas personas.
Además, gran parte de la formación literaria moderna que se da en las universidades
abarca un campo tan estrecho que es posible decir sin exagerar que los lectores son
apartados de Tolkien por el poder literario convencional.
Sin embargo, con el paso de los años Tolkien ha hecho pequeñas incursiones en
los currículos de algunos departamentos de lengua inglesa. Y sus textos gozan de
mayor aprecio en el campo especializado de los estudios medievales, donde un
número significativo de sus eruditos actuales admiten que Tolkien los inspiró a la
hora de escoger su carrera.
Las críticas académicas de Tolkien surgieron en los años sesenta y alcanzaron su
punto álgido en la época anterior a la muerte de Tolkien con Master of Middle-earth,
de Paul Kocher (1972), un estudio crítico que también fue un éxito popular. El libro
de Kocher fue superado hace mucho tiempo, pero sigue teniendo mérito. En los años
que siguieron, ha habido bastantes estudios sobre Tolkien. Los mejores son El camino
a la Tierra Media, de Tom Shippey (1982) y A Question of Time: J.R.R. Tolkien’s
Road to Faërie, de Verlyn Flieger (1997). El camino a la Tierra Media es una mirada
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exhaustiva al uso que Tolkien hace del lenguaje y a la influencia que ejercieron en él
las lenguas y las literaturas medievales, mientras que A Question of Time explora
exhaustivamente algunos aspectos menores de la obra de Tolkien, en concreto su
inquietud por el tiempo y los sueños y cómo utilizó estos elementos en la ficción para
tratar los temas de la época en que vivió. Pero incluso estos estudios de gran nivel
intelectual están dirigidos a lectores ya benévolos con él; de hecho, predican para los
convertidos. No es el caso del último libro de Shippey, con el conflictivo título de
J.R.R. Tolkien: Author of the Century (2000), que describe la obra de Tolkien en
relación con otros escritores modernos como George Orwell y James Joyce. Shippey
constituye un buen ejemplo de estudio de Tolkien en tanto que escritor moderno
importante, pero queda en pie la cuestión de si la facción contraria a Tolkien leerá
alguna vez este libro.
Lo doloroso no es el hecho de que estos críticos tengan opiniones discrepantes
sobre Tolkien (y sobre la fantasía), sino que en la competición por los programas de
estudios de las universidades, y en la propuesta de un canon literario, intenten excluir
todo lo que no se incluya en su limitado abanico de simpatías. Y por tanto intenten
excluir a Tolkien.
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encuentran The Old English Exodus (1981), editado por Joan Turville-Petre, y Finn
and Hengest (1982), editado por Alan Bliss.
Hay que admitir que los textos póstumos de Tolkien sobre la Tierra Media no
siempre son fáciles de leer. Dentro de su entorno inventado, los escritos de Tolkien
empiezan con leyendas de la creación del mundo y desde ahí avanzan en el tiempo
hasta abarcar tres edades enteras de historia. Estos textos hablan de las guerras con el
primer señor oscuro, Morgoth, que ocupan toda la Primera Edad; de la historia de
Númenor, semejante a la de la Atlántida, y su hundimiento cerca del final de la
Segunda Edad, y de los relatos de la Tercera Edad, incluyendo El Hobbit y El Señor
de los Anillos, que cuentan la caída final de Sauron, un seguidor de Morgoth que se
erigió en segundo señor oscuro. Algunos textos de Tolkien sobre la Tierra Media
trascienden la estructura por edades, igual que algunas de sus obras sobre lenguas y
esa especie de extraordinario ensayo cosmológico breve con diagramas, el
«Ambarakanta» («La forma del mundo»).
Los escritos de Tolkien sobre la Tierra Media abarcan el período que va desde
alrededor de 1915 hasta su muerte en 1973; y en la obra de Christopher Tolkien en su
mayor parte se presentan por orden cronológico, según el momento en que se
escribieron o revisaron. Con la publicación de estos textos ahora podemos ver el
desarrollo de todo el legendarium de Tolkien como desde arriba, un legendarium que
surgió, según recordó con frecuencia el propio Tolkien, como vehículo para sus
lenguas inventadas. Tolkien creía que para que sus lenguas vivieran y evolucionaran
como si fueran reales debían tener un pueblo que las hablase. Empezó con el
Gnómico y el Qenya (posteriormente Quenya), las lenguas habladas por los elfos.
Tolkien inventó la historia de un marinero anglosajón que atravesaba el mar y
escuchaba los relatos de boca de los elfos y más tarde, después de su regreso, los
ponía por escrito en «El Libro de los Cuentos Perdidos». Tolkien trabajó en estos
«Cuentos Perdidos» entre 1916 y 1920, aproximadamente, después de lo cual se
concentró en la narración de dos de las historias más importantes del «Silmarillion»,
la de Túrin y la de Beren y Lúthien, en verso narrativo. Su «Balada de los Hijos de
Húrin» alcanzó más de dos mil versos aliterados, mientras que «La Balada de
Leithian» llegaría a más de cuatro mil versos de pareados octosílabos. Ambas
constituyen una ampliación considerable respecto a la historia original que se cuenta
en «El Libro de los Cuentos Perdidos», y ambas están sin acabar.
En torno a 1926, Tolkien escribió un texto en prosa, el «Esbozo de la mitología»,
que para él fue el «Silmarillion» original, luego ampliado y reescrito varias veces.
Para entonces, ya existía el núcleo esencial de las historias narradas en el
«Silmarillion», a pesar del hecho de que estos relatos se reescribirían en varias
versiones a lo largo de muchos años.
A principios de la década de los treinta, Tolkien escribió para sus hijos el relato El
Hobbit y en él empleó espontáneamente algunos personajes (como Elrond), lugares e
historias de su mitología ya existente. Más tarde llamaría a este desarrollo «el mundo
CHARLES DE LINT
Aunque el culto que surgió a raíz de la publicación de los libros de Tolkien tuvo
por cierto momentos en que rebasó sus propios límites (¿os acordáis de los graffiti
escritos en runas o letras élficas, o que simplemente ponían «¡Gandalf vive!»?), los
aficionados fanáticos eran una minoría. Había muchos otros lectores que tenían una
relación más tranquila y personal con los libros. Entendían de qué hablaba Tolkien en
la cita de más arriba, que debe haber un equilibrio entre fantasía y realidad, que
LISA GOLDSTEIN
L eí por primera vez a J.R.R. Tolkien en octavo curso, cuando una compañera de
clase hizo una reseña de El Señor de los Anillos. Me impresionó su pasión, el
evidente placer que había sentido al leer el libro, y por eso —a pesar de que ella
contaba el final— pedí prestado un ejemplar de La Comunidad del Anillo a un amigo.
(Nunca olvidé el nombre de la niña que escribió la reseña del libro, y si alguna vez la
vuelvo a ver pienso decirle un par de cosas por haber contado ese final).
Mi amigo aún estaba con el segundo tomo cuando yo terminé el primero. Estaba
loca de inquietud. ¿Qué le había pasado a Gandalf? Fui corriendo a la tienda de la
esquina y compré Las Dos Torres. Lo recuerdo como uno de los primeros libros que
compré en mi vida.
Terminé leyendo la serie cada año de mi adolescencia. La leí hasta gastar esas
primeras ediciones de bolsillo; la leí hasta casi aprendérmela de memoria, y —por
desgracia— fui incapaz de volver a hacerlo durante mucho tiempo, porque llegué a
conocer cada giro, cada detalle, cada frase poética.
Luego supe que no fui la única en hacerlo. Una vez hasta leí un libro en el que,
para demostrar lo tonto que es uno de los personajes, el autor menciona que leía El
Señor de los Anillos todos los años. Vale, entonces somos unos tontos. Una vez me
hice una capa; incluso salí con un tío que se hacía llamar Bilbo. Soy culpable. Pero lo
que el autor de ese libro —no recuerdo el título, pero seguía el pensamiento general,
obviamente— no había comprendido en realidad es el poder de El Señor de los
Anillos.
Sin embargo, la cuestión es el porqué. ¿Por qué la gente lee estos libros una y otra
vez? ¿Por qué son tan populares? ¿Qué nos dan ellos que no nos den los otros?
¿Cómo pudo un hombre que trabajaba solo crear un género entero, toda una industria
editorial?
Yo creo que es porque necesitamos mitos. No sólo porque los mitos son relatos
entretenidos, o porque algunos tengan una moraleja. Los necesitamos, del mismo
modo que necesitamos las vitaminas o la luz del sol.
Leí El Señor de los Anillos a finales de los años sesenta, cuando todo el mundo
parecía estar buscando con entusiasmo un mito, una religión, una manera de hallar el
[Frodo] Estaba allí, inmóvil, como había estado otras veces escuchando las
hermosas voces de los Elfos, pero ahora el encantamiento era diferente, menos
punzante y menos sublime, pero más profundo y más próximo al corazón
humano; maravilloso, pero no ajeno.
—¡Hermosa dama Baya de Oro! —repitió—. Ahora me explico la alegría
de las canciones que oímos.
La Comunidad del Anillo
GLENN HURDLING
T im: Fue en 1967, así que yo tenía veintiocho años. Greg y yo estábamos
haciendo películas sobre el hambre en el mundo para el obispo Fulton J.
Sheen de la Asociación de la Propagación de la Fe en Nueva York. Había hecho una
acuarela de un enano que saltaba por encima de un puente mediante un árbol cuando
una chica de la oficina —se llamaba Winifred Boyle— la vio y dijo que le recordaba
a Tolkien. Yo dije: «¿Qué es un Tolkien?».
Al día siguiente me dio El Hobbit. En cuanto empecé a leerlo me quedé
completamente enganchado. Luego devoré El Señor de los Anillos. Nunca he leído
algo así en mi vida, ni antes ni después. Para mí todavía es el alfa y omega del género
fantástico.
Cada vez que pasaba la página unas imágenes vívidas surgían en mi mente. Greg
y yo todavía no éramos ilustradores, así que la posibilidad de ilustrar El Señor de los
Anillos parecía un poco absurda. Pero de algún modo se me metió en la cabeza la
idea y me dije: «Tengo que pintar esto algún día».
Luego empezamos a hacer ilustraciones, y una cosa llevó a la otra. La mañana de
Navidad de 1974, mi esposa, Rita, me dio el Calendario de Tolkien de 1975, ilustrado
por Tim Kirk. Un anuncio al final del calendario proclamaba que Ballantine Books
estaba buscando nuevos artistas para ilustrar el calendario del año siguiente. De un
salto salí de las zapatillas.
Empecé a dedicar la mayor parte de mi tiempo libre a pintar castillos y árboles
nudosos, siempre teniendo a Tolkien en mente.
Greg: No leí los libros hasta 1975, a pesar de que Tim me estuvo insistiendo durante
años. Hasta entonces habíamos ilustrado libros infantiles, para Disney y Barrio
Sésamo, libros de pandas e hipopótamos para Golden Books e incluso un libro para
aprender a ir al lavabo. Ninguna de estas cosas tenía relación alguna con la fantasía.
Pero al menos para entonces nos habíamos convertido en ilustradores. No
trabajábamos necesariamente en los temas que queríamos, pero al menos vivíamos de
Greg: Tim y yo siempre hemos leído las mismas cosas desde que éramos niños: los
libros de Pelucidar de Edgar Rice Burroughs, todo lo de H. G. Wells, la mayoría de
las cosas de Julio Verne y Jack London. También nos gustaban los cómics como El
príncipe valiente. Pero aparte de eso no éramos grandes lectores. Preferíamos las
cosas visuales; aprendimos a pintar y a hacer animación viendo películas de Disney y
de ciencia ficción de los años cincuenta. También nos gustaban las películas
medievales, las que tenían espadas de goma y armaduras de cartulina plateada.
Robert Wagner y James Mason protagonizaron una versión cinematográfica de El
príncipe valiente bastante excepcional. La escena en la que los vikingos atacan el
castillo fue una de las cosas que nos inspiró para «El Sitio de Minas Tirith», que salió
en el Calendario Tolkien de 1977.
Tim: Cuando éramos niños, creíamos en los platillos volantes. Nos sentábamos en el
sótano y creábamos marcianos. También quemábamos edificios en miniatura en el
granero de mis padres y filmábamos las llamas con una cámara de ocho milímetros.
Greg: La gente pensaba que éramos pirómanos. ¿Y quién podía reprocharles algo?
Nos pasábamos un año construyendo un decorado en miniatura y luego lo
quemábamos.
Tim: Todo eso era estimulación visual, pero la obra de Tolkien residía en la
imaginación. Leí El Hobbit y El Señor de los Anillos cuatro veces cada uno, y de ese
modo pinté unas buenas imágenes en mi imaginación. Cuando ilustramos los libros
quisimos hacerles justicia y prestar atención a todas las detalladas descripciones de
Tolkien.
Greg: Bueno, no del todo. Por ejemplo, cuando Tolkien describió a Gandalf, dijo que
tenía «cejas largas y espesas, más sobresalientes que el ala del sombrero, que le
ensombrecía la cara». Leído está bien; pero pintado queda de lo más bobo.
Greg: Y en los libros no se dice que los hobbits tuvieran las orejas puntiagudas.
Tolkien dijo que tenían «orejas muy marcadas», pero en ningún sitio dice que fueran
como nosotros las hicimos. Fue nuestra interpretación visual.
Tim: Cuando leí El Hobbit por primera vez, la imagen que me vino a la cabeza
inmediatamente fue la de un personaje parecido a un conejo[9]: por el nombre
«hobbit», los pies peludos. Creo que Tolkien hizo la misma analogía cuando creó esas
criaturas: son seres diminutos que viven en agujeros. Así que intentamos extender esa
imagen a las orejas.
Greg: Tuvimos un debate con Lester Del Rey sobre las orejas; era el asesor de los
calendarios. En su tarjeta de visita se leía: «experto». Recuerdo que llegamos con el
dibujo de Faramir, con los penachos de las flechas pintados de rojo. Lester dijo:
«Hum… Verdes. Las Dos Torres, páginas 301-302». Discutió sobre si nuestros
hobbits debían tener las orejas puntiagudas, pero al final cedió. Hicimos el dibujo de
Bilbo, cuando estaba descansando en Rivendel, y le pusimos patillas. Hubo una gran
discusión sobre si los hobbits tendrían pelo en la cara. Pero Lester accedió a que le
pusiéramos patillas como un anciano.
Las orejas puntiagudas de los elfos, por otro lado, eran una interpretación
tradicional. A Legolas le pusimos el pelo rubio, aunque en el libro lo tiene oscuro. En
el dibujo principal de La Comunidad del Anillo del primer calendario, lo pintamos
con cabellos rubios y vestido con ropas de colores claros. Lester lo miró y dijo: «No,
Tim: Normalmente nos ceñíamos bastante a los colores que describió Tolkien. En El
Hobbit dice que los hobbits tienen ropas de colores brillantes, sobre todo verde y
amarillo. Pero no creo que cuando emprendían una misión peligrosa llevaran esos
colores. ¿Por qué llamar la atención cuando iban a destruir un objeto de poder en las
lejanas Grietas del Destino?
Tim: Me los imagino vestidos de colores brillantes en las fiestas, como la que hay al
principio de La Comunidad del Anillo.
Greg: Supongo que Tolkien y Robert Louis Stevenson no habrían estado de acuerdo.
A Stevenson le gustaba muchísimo la imagen visual. Le encantaba que sus libros
estuvieran ilustrados, y cuando escribía iba construyendo sus historias hasta un gran
clímax visual. Pensaba en términos de ilustrador. Comprendo el punto de vista de
Tolkien: uno se forma una imagen en la mente. Pero el reto y el peligro de ser
ilustrador es tomar la obra de un autor y aportar la propia visión, con la esperanza de
acertar en el punto débil de los admiradores del libro.
Greg: Dudo que nuestra representación del mundo de Tolkien le hubiera gustado.
Tim: Pero si tuviéramos que empezar de nuevo, hay algunas cosas que hoy haríamos
completamente diferentes. Por ejemplo, ahora la pintura de Rivendel que aparece en
Greg: La cuestión es que, cuando se lee el pasaje del Balrog, en realidad sólo es una
forma oscura rodeada de fuego. Así que cedimos para dar «solidez» a la figura. Eso
es lo que hicimos, nos equivocáramos o no, estuviera bien o mal. No podíamos
hacerlo como estaba descrito porque era sólo una sombra oscura —como muchos de
los seres malignos de Tolkien— rodeada de fuego. Teníamos que hacer una figura
sólida y tridimensional que se enfrentara a Gandalf. La descripción era algo vaga:
alas, un látigo de fuego. Pero Lester nunca se mostró en desacuerdo con nuestra
interpretación del Balrog. Fue una época estupenda, porque la gente de Ballantine nos
dejaba hacer lo que quisiéramos, lo cual, visto retrospectivamente, era bastante raro.
Greg: Si Ballantine recibió cartas negativas, nosotros nunca las vimos. La mayoría de
la gente estaba de acuerdo con nuestra interpretación.
Tim: Todas las cartas que recibimos expresaban más o menos lo mismo: «¡Lo habéis
pintado justo como lo imaginaba!».
Greg: Eso es lo que más hemos oído en todos estos años. Nuestros fans siguen
preguntando si alguna vez publicaremos alguna recopilación con todas las
ilustraciones relacionadas con Tolkien que hemos hecho. Al final hemos hecho un
libro llamado Greg and Tim Hildebrandt: The Tolkien Years (Watson-Guptill, 2001).
No sólo contiene todas las pinturas originales, sino también algunas que nunca
llegaron a publicarse. También hicimos una cubierta para el libro, y un desplegable
central basado en las fotos que tomamos en 1977 para el que hubiera sido el cuarto
calendario de Tolkien. Así que supongo que es posible volver a casa.
Tim: Hay orcos, elfos, ejércitos y olifantes, todo rodeado por murallas de fuego. Tal
como he dicho antes, no se trata de una interpretación literal, sino que es como si
algún espíritu se nos adelantara cuando hacemos esto.
Tim: Hal Foster, Walt Disney, Pinocho… Toda la estimulación visual que nos había
inspirado de niños tenía ahora una nave en la que despegar.
Greg: Para el tercer calendario, habíamos decidido que El Señor de los Anillos tenía
que ser una película con actores, y que nosotros debíamos ser los directores artísticos.
Así que reunimos un montón de dibujos y empezamos a filmarlos. Enseñamos
nuestra propuesta a Ian Summers, pero nos dijo que Ralph Bakshi ya tenía los
derechos. Así que lo dejamos.
Decidimos que haríamos nuestra propia historia, pero teníamos que estar seguros
de que podía hacerse como película. Así es como empezamos Urshurak. Proyectamos
la película que queríamos hacer, pero Ian Summers insistió en que primero había que
hacer el libro.
Tim: Urshurak era nuestra fantasía épica. Creíamos que la trilogía carecía de ciertas
cualidades para un público cinematográfico moderno. Así que en nuestra historia
añadimos una mezcla de razas y culturas diferentes.
Greg: Y las mujeres heroicas pasaron a ser el foco de atención. Había muy pocas en
la obra de Tolkien. ¿Cuántas, tres, quizá cuatro? ¡Y sólo una pasa a la acción,
disfrazada de hombre! Eso era muy importante para nosotros.
Greg: En la presentación para la William Morris Agency que tuvo lugar en 1978, el
productor cinematográfico Joseph E. Levine aplaudió nuestra idea pero nos dijo que
llevarla a cabo costaría 145 millones de dólares. Ni siquiera contando con el genio en
efectos especiales John Dykstra pudimos vender el proyecto. Pero aún estamos
Tim: Así es como abordamos la pintura. Primero se tiene que estar satisfecho de uno
mismo y esperar que a los demás les suceda igual.
Greg: La mitad del proceso artístico es interna: es lo que aporta el artista. Pero la otra
mitad es externa: cómo reacciona el público. Eso es lo que sitúa a Tolkien en la
cumbre del arte y la literatura.
Tim: A los artistas comerciales les debe preocupar sobre todo la reacción del público
al que se dirigen.
Tim: Nadie nos dijo en qué estilo teníamos que pintar o cómo querían que lo
hiciésemos. En Ballantine, nos dejaron hacer lo que quisiéramos, y es evidente que
quedaron satisfechos con el resultado.
Greg: Una de las cosas que recuerdo claramente del trabajo con El Señor de los
Anillos es que en Ballantine no había sentido comercial. Eso es raro en la actualidad.
Todos trabajaban con El Señor de los Anillos porque les gustaba. Y nos dejaron a
nuestro aire porque vieron que a nosotros también nos apasionaba. Y esa pasión
prendió un fuego universal. El último calendario vendió más de un millón de
ejemplares, algo que no había sucedido nunca. Nuestros calendarios marcaron el
inicio de la proliferación de calendarios en el mercado. También los departamentos de
fantasía épica de las librerías prosperaron gracias a Tolkien, y tal vez nuestros
calendarios tuvieran algo que ver con ello. Muchos fans nos han dicho que nuestros
calendarios los introdujeron en El Señor de los Anillos, y no al revés.
Greg: Pero los calendarios nos proporcionaron una cantidad de fans que no teníamos.
Antes de Tolkien, éramos conocidos profesional y comercialmente por directores y
editores. Pero Tolkien nos dio un reconocimiento mundial. Recibimos toneladas de
cartas de admiradores de todo el planeta.
Tim: Nunca habíamos hecho ilustraciones de corte puramente fantástico. Creo que la
obra de Tolkien es la cumbre del género fantástico. En mi opinión, El Señor de los
Anillos es el mejor libro de fantasía épica jamás escrito. Yo no soy una autoridad
literaria ni nada parecido, pero hay que llegar muy lejos para acercarse siquiera al
genio de Tolkien. Quien quiera competir con Tolkien se encuentra con que el listón
está muy, muy alto.
Greg: Ése era un género artístico nuevo que nunca nos habíamos planteado explorar.
Tolkien abrió un mundo nuevo de posibilidades para nosotros como artistas, lo cual
después nos proporcionó otras posibilidades emocionantes, incluyendo la de crear
nuestros propios mundos.
Greg: La obra de Tolkien nos inspiró para ir más allá, para desarrollar un nuevo estilo
que no habíamos abordado hasta entonces. Era el estilo de luz y color por el que se
nos conoce ahora. Y no fue muy difícil: de algún modo, el material hacía que todo
saliera de una manera natural para nosotros. Después de haber ilustrado a Tolkien, fui
capaz de abrirme realmente y explorar el uso de la luz y el color.
Tim: Porque la historia va de eso: luz contra oscuridad. Antes de Tolkien, estábamos
limitados a hacer ilustraciones de libros infantiles. Podíamos crear animales realistas,
antropomórficos, o sólo dibujos planos.
Greg: Tolkien nos permitió abordar un mundo fantástico con una interpretación
realista, y beber de algunas de nuestras más grandes fuentes de inspiración: N. C.
Wyeth, Howard Pyle, incluso Rembrandt, Caravaggio, Rafael y Miguel Ángel.
TERRI WINDLING
Nadie había ganado dos años seguidos los premios Hugo y Nebula a la mejor novela
hasta que ORSON SCOTT CARD los obtuvo por El juego de Ender y su
continuación, La voz de los muertos, en 1986 y 1987. Ender el xenocida (1991) e
Hijos de la mente (1996) siguieron la serie, y una nueva novela de la serie de Ender,
titulada La sombra de Ender, fue publicada en agosto de 1999 (Tor Books).
Actualmente se está rodando la versión cinematográfica de El juego de Ender, con
Card como guionista. Tal vez la obra más innovadora de Card sea la serie de fantasía
norteamericana de Alvin el Hacedor, cuyos primeros cinco libros, El séptimo hijo; El
GLENN HERDLING descubrió a J.R.R. Tolkien en 1978, cuando con dos amigos
realizó una adaptación en cómic de El Hobbit para sufragarse el viaje de fin de curso
a Washington, D. C. Como referencia para los personajes, consultó los calendarios de
J.R.R. Tolkien ilustrados por los hermanos Hildebrandt. Esa experiencia le ayudó a
ver cumplidas dos ambiciones de su vida: introducirse en la industria del cómic y
conocer a Greg y Tim Hildebrandt y trabajar con ellos. Entró en Marvel Comics
cuando aún estudiaba en la Universidad de Bucknell, en 1986, como interino
editorial. En 1995 abandonó Marvel para trabajar como director creativo en el estudio
de los hermanos Hildebrandt.
ensayo fue publicado posteriormente en Árbol y hoja. (N. del ed.) <<
<<
adoptaba la voz de los cuentos de hadas en sus ficciones más breves. <<