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al mundo
Los cambios inducidos por la acción del hombre afectan a fenómenos meteorológicos y climáticos.
Antonio Albiñana
En 1988 la ONU creo el Panel Internacional sobre el Cambio Climático (IPCC por
sus siglas en inglés), al que están asociados miles de científicos en 195 países de
todo el mundo para “facilitar el conocimiento científico, técnico y socioeconómico
sobre el cambio climático, sus causas, sus impactos y las posibles estrategias
para hacerles frente”. Sus informes periódicos cada vez han sido más duros, tanto
como la inacción de los gobiernos concernidos.
El informe que el IPCC emitió en 2014, previó exacta y detalladamente
“fenómenos extremos”, como los que están sucediendo en este momento.
Además, anticipaba la “frecuencia e intensidad de precipitaciones intensas”: las
que provocaron inesperadas inundaciones en el centro de Europa en el pasado
año.
¿Por qué no se hizo caso a las alertas de los científicos de la ONU y se siguieron
empleando intensivamente los combustibles fósiles cuyas emisiones son la causa
de la actual emergencia climática? En primer lugar, por el “negacionismo” sobre la
realidad del cambio climático, que recuerda al fenómeno que se produjo al inicio
de la pandemia por Covid-19. Se registra en algunos países europeos y también
en Estados Unidos, alentado por la influencia de los sectores ligados a intereses
energéticos e industriales tradicionales. En segundo lugar está una especie de
“negacionismo soterrado” que se empeña en que no se avance en materia de
cambio energético por intereses electorales y populistas. Por ejemplo, en España
podemos ver que la oposición de derechas manifiesta sistemáticamente en el
Parlamento su oposición a cualquier iniciativa para avanzar en materia de
ambición climática o fiscalidad verde, por considerarlas “políticas retardistas”
respecto al progreso económico.
Europa enfrenta, además, por el conflicto Rusia /Ucrania y el corte del suministro
del gas ruso, una situación muy complicada, que está obligando, por ejemplo, en
Alemania, a volver al uso intensivo de combustibles como el carbón o el petróleo,
aun sabiendo que sus efectos como emisores de gases de efecto invernadero son
decisivos para el cambio climático que hoy sufre el continente, especialmente en
el Sur.
Creer que es una virtud menospreciar las normas sociales es no entender cómo
funciona el mundo. Estas, recordemos, son diferentes a las reglas. Las reglas son
preceptos, usualmente escritos, que emanan de alguna autoridad: por ejemplo, ‘no
robar’. Las normas, en cambio, nacen de un consenso tácito y su violación no
implica un castigo, pero sin ellas sería imposible vivir en comunidad. Por ejemplo:
dar las gracias cuando recibimos un favor.
Creer que es una virtud menospreciar las normas sociales es no entender cómo
funciona el mundo. Estas, recordemos, son diferentes a las reglas. Las reglas son
preceptos, usualmente escritos, que emanan de alguna autoridad: por ejemplo, ‘no
robar’. Las normas, en cambio, nacen de un consenso tácito y su violación no
implica un castigo, pero sin ellas sería imposible vivir en comunidad. Por ejemplo:
dar las gracias cuando recibimos un favor. No obstante, hay quienes creen que
transgredir ciertas normas de comportamiento los hace irreverentes y, por tanto,
más sinceros y francotes. Los otros son unos hipócritas, ellos no: ellos dicen las
cosas de frente. Los modales son para los tibios.
Pero no, las normas no son el vestigio de una era más hipócrita o más pacata,
sino afinados rituales que la civilización ha desarrollado para, entre muchas otras
cosas, tramitar discusiones difíciles. Lo sabe cualquiera que haya participado en
una junta directiva dividida o una reunión de copropietarios en conflicto. Al primer
insulto se rompe cualquier posibilidad de entendimiento. La norma violada: no
irrespetar al contrario. Pensaba en eso, con un sentimiento de pena ajena –de
emoji de palma de la mano en la frente–, al ver a unos noveles legisladores (y
otros menos noveles) insultar al Presidente durante la instalación del Congreso e
interrumpir su discurso con cancioncitas.
Alguien me dirá que así pasa en el Parlamento británico, donde son frecuentes las
interrupciones, las risas y los “hear, hear” de aprobación. Justamente: esas son las
normas políticas de ellos, y a lo mejor les funcionan, pero no son las nuestras.
Además de que los británicos las aplican con ritualizados sentidos del humor, la
proporción y la oportunidad. Muy distinto a la grosería trumpiana que manchó la
sesión del 20 de julio.
Y esos son los representantes de la ‘política del amor’. Los del ‘gran acuerdo
nacional’ y la ‘paz total’. Prueba de que la irreverencia no es garantía de
sinceridad.