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Corrientes actuales I - Apuntes 1/10

Corrientes actuales de la Filosofía I (UNED)

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BERGSON
Bergson no fue sólo uno de los filósofos más grande del siglo XX, sino también un gran escritor,
como demuestra su premio Nobel de Literatura; para él, literatura y arte en general tenían la
capacidad de captar el ser real de las cosas, su profundidad. Este pensamiento no fue ha
desarrollado en un sistema filosófico como tal, sino mediante la presentación de múltiples temas
que no se agotan.

El “espiritualismo” de Bergson.
Está catalogado como uno de los espiritualistas franceses, caracterizándose el suyo por proclamar la
reforma del espíritu tratando de que éste vuelva a sí mismo, se torne consciente. En este sentido, se
opone a los espiritualismos que permanecen al margen de la ciencia: “el gran error ha sido creer que
aislando la vida espiritual la pondrían al abrigo de toda ofensa. La ciencia muestra la solidaridad de
la vida consciente y la actividad cerebral”.

En su Ensayo sobre los datos inmediatos de la conciencia, presentado como tesis doctoral,
considera que tanto ciencia como filosofía deben ocuparse de los datos inmediatos de la conciencia,
que no son cosas sino cualidades, como la duración y la libertad que se sigue de ella. Así, pretende
despojar a la conciencia de las construcciones intelectuales que no se correspondan con su
actividad, que es la marca de lo vivido actualmente, lo actuante; cuando éstos datos se transforman
en conceptos, dejan de ser inmediatos, por lo que denuncia la tendencia de la ciencia de espacializar
estos datos inmediatos, objetivándolos para poder medirlos. Al tratarse de una continuidad de
sensaciones, el dato inmediato es un continuo como persistencia de lo múltiple cualitativo: una
duración. De ella debemos partir si queremos estar en contacto con la realidad.

Metafísica de la duración.
La duración es real, a diferencia del tiempo objetivo, que es aparente y cuya homogeneidad
contrasta con la heterogeneidad real, siendo la realidad de la conciencia esa duración, continuidad
de nuestra vida interior que es irreducible. Debemos obtener la idea de tiempo a partir de ésta y no
de aquél, puesto que el tiempo objetivo sólo puede concebirla como un tiempo indefinidamente
divisible que sólo puede contener un número determinado de fenómenos conscientes. La
concepción del tiempo desde la duración lo entiende como un devenir cualitativo no mensurable;
esto implica negar una sustancia inmutable del yo: sólo hay una duración que se retrotrae al pasado
y al futuro progresando en su heterogeneidad, que es es intuida por la conciencia para crear, puesto
que crear es hacerse indefinidamente a sí mismo en la propia duración. Así, lo que dura no es un
estado inmodificable, sino una dialéctica entre lo que nos determina y la espontaneidad creadora.

Un acto de percepción no es contemplación, sino una continuación del movimiento guiado por
intereses prácticos: “aísla lo que nos interesa del conjunto de la realidad; muestra menos las cosas
que el partido que podemos sacar de ellas”. Lo que hace que nuestra conciencia no sea absorbida
por la percepción es la distancia de la vida práctica y la memoria, que condensa en una intuición los
múltiples momentos de la duración; así, “la duración es una memoria que prolonga el pasado en el
presente, conservando sus diferencias con vistas al futuro, expresando la cohesión de la duración”.
Así, el olvido sucede porque la atención a la vida restringe el campo del pasado a aquello que
interesa prácticamente. Por tanto, lo primer es el acontecimiento, que sólo tiene sentido cuando es
vivido, y éste forma con otros una cadena en la que se integra con vistas a la acción. Esta
interiorización no es previa, sino simultánea a dicha cadena: nuestra vida vivida no es objeto para la
conciencia.

De esta forma, esta concepción bergsoniana del tiempo huye de la espacialización y se basa
fundamentalmente en la memoria. La percepción no sería representar algo, sino preparar al cuerpo
para que se mueva de acuerdo con los intereses actuales, haĺlándose atravesada por el recuerdo de
acciones pasadas, hasta el punto de que el presente es el pasado abriéndose hacia el futuro. No

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obstante, este pasado es capaz de repetirse creativamente, engendrando multiplicidades coherentes


con su unidad. La libertad es el momento en el que se vive y siente el surgimiento de ese
movimiento; así, la duración, al ser obra del espíritu y su libertad, es un hacer que hace que todo se
haga.

La dificultad para representarnos la duración proviene de que la sustituimos por una medida de
simultaneidades percibidas espacialmente, como si fueran puntos en el tiempo, mientras dejamos
escapar lo que dura, el intervalo entre simultaneidades. Por ello, Bergson propugna una nueva
metafísica cuya función es penetrar en el interior de las cosas acompañándolas, puesto que los
movimientos se captan por simpatía. La metafísica que parte de conceptos congela la realidad
dinámica, por lo que se propone captar la duración mediante la intuición.

La evolución creadora
La evolución creadora se trata de un estudio sobre la vida comprendida dinámicamente, impulsadoa
por un élan o impulso vital de la conciencia como duración, aunque se encuentra con las
limitaciones que le impone la materia: la fuerza vital anima la evolución creadora frente a una
materia que le opone resistencia; sin embargo, no hay diferencia irreducible entre materia y espíritu.
Para Bergson la materia desarrolla un movimiento inverso al élan vital: en el plano de los objetos
físicos no hay libertad, sino determinismo, porque ha desaparecido la duración. Así, lo que
diferencia la vida del individuo de la de la naturaleza es que el primero debe elegir, porque sólo
puede vivir una existencia.

Las teorías de Darwin o Lamarck son estáticas, lineales y espaciales, ya que explican la vida como
un conjunto de procesos de adaptación consistentes en esfuerzos del organismo para construir una
máquina capaz de sacar de las condiciones exteriores el mejor partido posible. Para Bergson, es
innegable que la adaptación es la condición necesaria de la evolución, pero rechaza que sea la causa
impulsora: el impulso no es una fuerza dormida que espere a desarrollarse repitiendo sus
producciones, sino que conduce a la vida pasando por formas cada vez más complejas; la vida es un
élan que se expresa en la duración del Universo. La adaptación de la conciencia a la materia es la
“intelectualidad”, y la inteligencia, al volverse hacia la conciencia, lo hace entrar en los marcos en
los que tiene costumbre de ver insertarse a la materia; por ello, siempre percibirá su libertad en
forma de necesidad.

El cerebro es la reunión de los dispositivos que permiten al espíritu responder a la acción


insertándolo en la realidad; ahora bien, lo psíquico no es resultado de la actividad cerebral: “de que
dos cerebros como el del mono y el del hombre se parezcan, no se puede concluir que las
conciencias sean comparables”. De hecho, para Bergson, ni siquiera los cerebros humanos se
parecen, ya que la facultad humana de combinar movimientos nuevos pone de manifiesto que
dichos mecanismos son infinitos. Esto no es una diferencia de grado, sino de naturaleza.

La inteligencia es conocimiento de la forma y se dirige a la conciencia; sin embargo, ésta trata con
conceptos, siendo incapaz de comprender su evolución. Esta incapacidad de la inteligencia es la
misma de la que adolece la ciencia que se funda en ella: sus éxitos han tenido lugar en el campo de
la materia inerte. Por tanto, la intuición sigue la dirección de la vida, mientras que la inteligencia va
en sentido inverso.

El espíritu en el cuerpo
Materia y Memoria analiza las relaciones entre cuerpo y espíritu: el primero es materia dirigida a la
acción mientras el segundo es memoria; el cuerpo no puede explicarse por sí mismo, por lo que
hace intervenir al espíritu, cuyo testimonio es la memoria, que introduce en el pasado la vida del
espíritu. Esto no implica dualismo cartesiano entre extensión y pensamiento porque no pueden
pensarse separadamente.

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Tan falso es reducir la materia a la representación, como convertirla en cosa que produce las
representaciones. Para Bergson, la causa de la percepción no es la conciencia, sino el cuerpo, puesto
que pertenece a la materia viva, siendo el centro de iniciativas y percepción. Es una imagen de
imágenes, porque su función es seleccionarlas a partir de la materia y llevarlas a la percepción de
una imagen privilegiada, como posible acción en el mundo exterior: “la percepción no es más una
selección. No crea nada”. Por tanto, el cuerpo es un instrumento que filtra las informaciones del
mundo exterior en función de las necesidades. Esta potencia de acción es continuada por el cerebro,
que traduce los recuerdos en movimientos, enlazando lo psíquico con lo corporal gracias a su
relación con la conciencia, la cual le supera.

La acción es la facultad que tenemos de operar cambios en las cosas, atestiguada por la conciencia y
hacia la que parecen converger todas las potencias del cuerpo organizado. Nos situamos, pues, en el
conjunto de las imágenes extensas, y en este universo material apercibimos centros de
indeterminación característicos de la vida. Esta indeterminación vital no es azarosa, ya que exige la
conservación de las imágenes percibidas. Así es como Bergson vincula la memoria a la percepción
y el cuerpo al espíritu.

Por último, el yo es la convergencia de dichos movimientos, pero el cuerpo no es el yo: está


confinado en el espacio y lo único que lo lleva más allá de sí es la conciencia. Eso que desborda al
cuerpo y crea actos recreándose a sí mismo continuamente es el “yo”, el “alma” o “espíritu”, una
fuerza que puede sacar de sí misma más de lo que contiene.

Una dualidad que se instala en la memoria


Hay dos memorias: una práctica, ya que se aplica de modo estereotipado a situaciones similares,
cuya sede es el sistema nervioso, y más que memoria es hábito; junto a ella opera otra “pura” que da
lugar a recuerdos, “la verdadera, retiene y alinea unos a continuación de otros nuestros estados a
medida que se producen”. La memoria-hábito produce actualizaciones automáticas de las memorias
pasadas en el presente, mientras la “recolectora” vuelve al pasado para explorarlo de modo
desinteresado. Ésta produce recuerdos involuntarios que nada tienen que ver con el hábito: por
ejemplo, la lectura de un poema va dejando huellas, y su esencia radica en que no puede repetirse,
ya que las posteriores lecturas alterarán su naturaleza original. Ambas memorias son conservadas
por la conciencia y no en el cerebro.

Para Bergson, el pasado no es lo que ya no es, sino lo que ya no actúa, experiencia vivida que se
conserva en su integridad. Al cerebro le corresponde ser guardián de este pasado, a través de la
influencia de la memoria en la percepción; ésta hace un llamamiento al recuerdo cuando se
encuentra en una situación que no es habitual, actualizándose. Hay, por tanto, una “supervivencia
integral del pasado”. Así, la acción nace en el cerebro, pero es impulsada por la memoria.

Intuición y filosofía
La inteligencia es el establecimiento de relaciones entre los objetos para su uso, por lo que crea
conceptos abstractos, dejando escapar los datos inmediatos de la conciencia. Sin embargo, la
intuición constituye el esfuerzo capaz de dilatar al espíritu, de llegar a la vida, aunque sólo puede
hacerlo por unos instantes. Consiste en simpatizar con lo real, coincidiendo con él; cuando esto
sucede, queda superada momentáneamente la oposición entre el sujeto y el objeto, cuya dialéctica
es necesaria para que la intuición se refleje en conceptos y se transmita a otros hombre.

Es en su Introducción a la metafísica donde Bergson hace de la intuición el centro de su filosofía,


ya que nos hace percibir la individualidad de las cosas que escapa a la percepción común, debido a
que ésta sólo retiene las impresiones útiles para la acción. La intuición no es contemplación, ni
activismo de la conciencia, sino que establece una convergencia entre líneas de hechos sin emplear

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conceptos, ya que pretende instalarse en la duración irreducible. Al hacerlo, nos hace conscientes de
nuestra libertad y nos permite alcanzar el élan vital que es fuerza evolutiva creadora.

Luego pensar intuitivamente es pensar en duración, y aunque su dominio es el espíritu, aspira a


alcanzar su participación en las cosas materiales; por eso no se opone a la inteligencia, sino que la
necesita para comunicarse. De modo que cualquier teoría del conocimiento es inseparable de la
teoría de la vida: la intuición será el órgano de la metafísica cuyo objeto apropiado es la vida
espiritual, mientras la ciencia encuentra su órgano en la inteligencia y su objeto en la materia
inmóvil. En definitiva, a la metafísica le compete la intuición del espíritu y a la ciencia el
conocimiento intelectual de la materia. Ahora bien, puesto que no están separados, deben colaborar.
Por ello, Bergson se declara partidario de una filosofía modesta, capaz de completarse con las
ciencias y de perfeccionarse con el ejercicio, siendo ésta su única meta.

De la existencia y la nada
Frente a quienes han buscado una solución lógica a la pregunta de por qué hay algo en lugar de
nada, Bergson considera que la existencia no es susceptible de una definición lógica, sino que hay
que vivirla desde la libre elección. La imagen de la nada no ha sido nunca formada por el
pensamiento, por lo que no puede haber dualismo entre la nada y el ser, sino que la primera sólo
proviene del esfuerzo por crear una imagen de la nada; así, es una imagen llena de cosas, sin
posarse en una u otra. Tampoco puede ser una idea, ya que encierra el absurdo de exigir un sujeto
que la recuerde. Por tanto, la nada sólo puede ser parcial, una aserción de otra afirmación.

Bergson sólo acepta pensar la realidad como lo que es: duración; de ahí que deba pensarse el Ser sin
rodeos, sin dirigirse al fantasma de la nada que se instala entre el Ser y nosotros. Así, “el Absoluto
se nos revela muy próximo a nosotros y en nosotros”. Del igual modo, el vacío no existe, sino que
es el pensamiento de un cierto modo de lo lleno.

Las fuentes de la moral y de la religión


Bergson descubre que el mismo antagonismo entre inteligencia e intuición que se da en el hombre
se reproduce en la sociedad, la cual, cuando es humana, es “un conjunto de seres libres”. Distingue
el yo social del individual y explica la solidaridad social como advenimiento del primero al
segundo: “la solidaridad social sólo existe en el momento en el que un yo social se sobreañade en
cada uno de nosotros al yo individual”, si bien no explica cómo.

La vida social se nos aparece como un sistema de hábitos más o menos enraizados que responden a
las necesidades de la comunidad, aunque no nos determinan completamente para actuar, sino que
dejan margen para cierta elección y acomodación a las contingencias. Esta sociedad abierta se rige
por una moral que prolonga el impulso vital y es dinámica, si bien puede darse el caso de una
sociedad cerrada que se incline por actuar únicamente en virtud de esos hábitos. A estas sociedades
corresponden sendos tipos de religión.

Bergson entiende la religión como una reacción defensiva de la naturaleza contra el poder
fragmentador de la inteligencia: el hombre se solidariza con los otros, fabula la inmortalidad y
proporciona una protección contra las amenazas y el destino. Tal religión está por debajo de la
inteligencia, al ser estática. En cambio, existe una religión dinámica que se sitúa sobre la
inteligencia, puesto que continúa el impulso vital: el misticismo. Para él, sólo la experiencia mística
prueba la existencia de Dios, y dado que es algo que se da en todos los grandes místicos, se trata de
el signo de una identidad de intuición. El método filosófico debe intentar reencontrar eso que ellos
ven directamente.

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HUSSERL

Los orígenes de la fenomenología


Los comienzos de la fenomenología están íntimamente ligados al desarrollo del pensamiento de su
fundador, Edmund Husserl, si bien debemos reconocer algunas fuentes en este desarrollo. Husserl
nació en Moravia y se doctoró en matemáticas en Berlín; más tarde estudió filosofía en Viena,
enseñando en las universidades de Halle, Gotinga y Friburgo, donde se jubiló sin posibilidad de
proseguir en calidad de emérito porque era judío. A su muerte dejó una gran cantidad de inéditos
que constituyen en la actualidad el Archivo Husserl de Lovaina, de donde se han extraído
numerosos libros póstumos.

Su fenomenología nace con una polémica psicologista que mantuvo con Frege, cuando en su
Filosofía de la aritmética sostiene la reducción del concepto de número a procesos psíquicos
referentes a la actividad de contar; para él, la matemática y la lógica acaban por llegar a conceptos
últimos no definibles, y “lo único que se puede hacer es mostrar aquéllos fenómenos concretos
desde los cuales se abstraen dichos conceptos”. Para Frege, por exacta que sea una descripción de
los procesos mentales que llevan al juicio numérico, “jamás podrá sustituir una verdadera
determinación del concepto de número”, ya que nunca “podremos invocarla para demostrar un
teorema ni aprehenderemos gracias a ella ninguna propiedad de los números”; la psicología sólo
proporciona juicios de hecho, mientras que los juicios matemáticos son universales y objetivos.

Sin embargo, Husserl rechaza que su teoría sea psicologista, afirmando que “los hechos de
conciencia son singularidades reales, determinadas temporalmente, que surgen y desaparecen. No
obstante, la verdad es eterna, o una idea supratemporal”; por ejemplo, el principio de no
contradicción no es una conjetura inductiva, sino una verdad universal y necesaria, que no depende
de ningún objeto de conciencia. Este planteamiento bebe del trabajo de dos pensadores a los que
Husserl se remite. El primero es Bolzano, matemático, filósofo y sacerdote que fue profesor de
filosofía de la religión en la universidad de Praga hasta que fue apartado de la cátedra; en su
Doctrina de la ciencia habla de la “proposición en sí”, que es el significado lógico de un enunciado,
el cual no depende de que sea expresado o pensado, y de la “verdad en sí”, que es la que
proporcionan las “proposiciones en sí”. Así, la validez de un principio lógico como el de no
contradicción continúa existiendo lo pensemos o no, que es lo que Husserl defiende cuando habla
de que “la verdad es eterna, o una idea supratemporal”. El otro es Brentano, otro sacerdote que
abandonó la Iglesia y que fue su profesor en Viena; su obra de mayor éxito fue Psicología desde el
punto de vista empírico, donde afirma que la intencionalidad de la conciencia es lo que caracteriza
los fenómenos psíquicos: siempre se refieren a algo, y aunque toda realidad sea individual, la
conciencia capta su generalidad. Es desde estas coordenadas desde donde debemos entender la
defensa de Husserl.

Husserl distingue entre intuición de un dato de hecho y de una esencia, convencido de que nuestro
conocimiento parte de la experiencia de cosas existentes, de hechos; ésta nos ofrece continuamente
datos de hecho, sobre los cuales nos afanamos en la vida cotidiana, y que son algo contingente:
podrían existir o no. Sin embargo, cuando se presentan ante nuestra conciencia, junto a ellos
captamos una esencia (el sonido, el color, etc): en ellos siempre reconocemos algo común; por
tanto, lo individual se anuncia a la conciencia mediante lo universal (Brentano). Así, las esencias
son los modos en que aparecen los fenómenos: abstraemos la idea de triángulo de éste o aquél
porque constituyen casos particulares de la idea de triángulo. Este conocimiento de las esencias es
una intuición diferente de la que nos permite captar los hechos particulares, que Husserl llama
“intuición eidética” o de la esencia: un conocimiento distinto al del hecho.

A partir de aquí, Husserl pretende construir una ciencia de esas esencias, cuya finalidad es la
descripción de los modos típicos (esencias) a través de los cuales los fenómenos (hechos

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contingentes) se presentan a la conciencia: la fenomenología. Este interés nace del rechazo del
dogmatismo positivista de la noción de conocimiento, así como de todo apriorismo idealista; se
integra por tanto en el movimiento que pretende aproximarse “hacia lo concreto”, los “datos
inmediatos” e innegables sobre los cuales poder elevar las teorías. Por tanto, Husserl tratará de
buscar evidencias apodícticas, tan evidentes, que es imposible negarlas, y cuyos límites coinciden
con el de nuestro conocimiento. Para ello se servirá de la reducción eidética, la intuición de las
esencias que describe del fenómenos prescindiendo de su contingencia.

La característica fundamental de esta fenomenología es la intencionalidad de la conciencia, puesto


que cuando percibo, imagino, pienso o recuerdo, siempre lo hago sobre algo: la conciencia es
siempre sobre algo (Brentano); no vemos la sensación de color, sino objetos coloreados, es decir,
nuestra conciencia siempre “hace aparecer” algo, aunque esto no implica que ese algo realmente
exista fuera de mí. Así, la distinción entre sujeto y objeto es algo inmediato: el sujeto es el “yo” que
posee los actos de conciencia (y que por tanto son reales aunque contingente, como defiende ante
Frege), mientras el objeto es lo que se manifiesta en esos actos de conciencia. Por ello Husserl
distingue noesis (tener conciencia), y noema (aquello de lo que se tiene conciencia), dentro de los
cuales hay hechos y esencias. Y entre hechos y esencias no hay diferencia de valor como objeto de
conocimiento, puesto que “cada intuición que presenta alguna cosa es de derecho una fuente de
conocimiento; hay que asumirlo tal como se nos ofrece, pero únicamente dentro de los límites en
los que se ofrece”.

No obstante, Husserl si que va a distinguir entre el conocimiento proporcionado por las esencias que
requieren de la experiencia para confirmar su validez, como la proposición “los cuerpos caen según
un movimiento uniformemente acelerado”, de aquellas que no, como “la suma de los ángulos
internos de un triángulo es 180º. El primero abre la posibilidad de explorar y describir las
“ontologías regionales”, las modalidades típicas con que aparecen los fenómenos morales o
religiosos, por ejemplo. A éstas, Husserl opone una “ontología formal”, identificada con la lógica,
la cual es universal y necesaria porque enuncia relaciones entre esencias (Bolzano). A esto se refiere
cuando habla de que “la verdad es eterna, o una idea supratemporal”.

La epojé o reducción fenomenológica.


La intuición eidética lleva a Husserl a plantear un método capaz de alcanzar los elementos
apodícticos que busca: la epojé o reducción fenomenológica, que posee cierta analogía con la duda
escéptica; sin embargo, no significa estrictamente dudar, sino que se refiere más bien a suspender el
juicio sobre todo lo que nos dicen las doctrinas filosóficas, las ciencias, lo que cada uno afirma y
supone, y en definitiva sobre las creencias que configuran lo que llama “actitud natural”. El hombre
posee ésta actitud formada por diversas convicciones porque son útiles y necesarias para la vida
cotidiana, como por ejemplo, la de que vivimos en un mundo de cosas existentes; éstas no poseen
una evidencia apodíctica, por lo que hay que ponerlas entre paréntesis. No se trata de que el filósofo
dude de ellas, sino de que no las utilice como fundamento de su filosofía, porque aspira a una
ciencia rigurosa que debe fundamentarse sólo en aquello que resulte evidente sin duda alguna.

Para Husserl, la conciencia o subjetividad es lo único que resiste los ataques de la epojé: lo único
cuya existencia resulta absolutamente evidente es la conciencia ante la cual se manifiesta lo que
aparece. Además, no es sólo la realidad más evidente, sino la absoluta: es el fundamento de la
realidad, puesto que el mundo está constituido por la conciencia. Husserl no deja claro como salir
del monismo de la reducción trascendental: “soy yo el que ejerce la epojé, quien interrogo al mundo
en cuanto fenómeno, aquel mundo que ahora es válido para mí en su ser así; soy yo el que está por
encima de todos los entes naturales que tienen sentido para mí”.

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La crisis de las ciencias europeas y el “mundo de la vida”.


En La crisis de las ciencias europeas critica la pretensión de que la verdad científica sea la única
válida, así como la idea de que el mundo descrito por las ciencias es la verdadera realidad; ésta
ciencia “excluye aquellos problemas que son los más acuciantes para el hombre: los del sentido y la
falta de sentido de la existencia humana”. Estos problemas exigen una solución racionalmente
fundada porque “conciernen al hombre en su comportamiento ante el mundo que le rodea”, y “una
ciencia de hechos no tiene nada que decirnos a este respecto: es algo que abstrae de todo sujeto”;
así, la crisis de las ciencias es “la pérdida de la intencionalidad filosófica”, reduciendo la
racionalidad a la racionalidad científica. Se inició con Galileo, quien eliminó del mundo de la vida,
el ámbito de nuestras “formaciones de sentido” (Lebenswelt), todo aquello que fuese dimensionable
de forma físico-matemática, y consideró que ésta era la vida concreta; la fenomenología tratará de
liberarse de esta clausura del mundo reduciéndolo, anulándolo, “para descubrir en la humanidad la
libertad de trascender hacia nuevos horizontes”. De este modo, la filosofía que conduce al
descubrimiento de que toda objetividad no es absoluta sino superable constituye el sentido de la
vida.

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EL PRIMER LÉVINAS Y EL TEMA DE LA INTUICIÓN


La gran tarea de recuperar el legado bergsoniano fue realizada por la fenomenología francesa,
dentro de la cual, Lévinas fue uno de los primeros. Para él, la intuición fenomenológica nos brinda
un conocimiento que involucra nuestra existencia, por lo que permite conocer mejor el mundo y a
nosotros mismos sin convertirnos en objetos, yendo “más allá de la apelación bergsoniana a la
intuición”. Así, valora el método fenomenológico como una vía de acceso a la experiencia sin
imponerle el pensamiento desde el exterior.

En el manual, se distinguen tres etapas en su pensamiento. La primera va de 1930 a 1949, periodo


en el cual asimila el legado husserliano, a la vez que se distancia de él para construir su propia
filosofía. A su vez, fue prisionero de la Alemania nazi entre 1940 y 1945, experiencia clave en su
concepción de la ética como filosofía primera: sólo a partir de ella, “las abstracciones metafísicas
adquieren una significación y una eficacia, debido a que supone una responsabilidad infinita con los
demás. En primer lugar, introduce un tercer elemento entre el existir y la existencia, basándose en la
noción de Gewofenheit, que puede traducirse como “el-hecho-de-ser-arrojado-a-” la existencia; el
existente, que es este elemento, siempre aparece (se hipostasia, comienza a existir) en una
existencia que le precede, hallándose arrojado a ella sin poder convertirse en dueño de esta misma
existencia. Para Lévinas, a diferencia de Heidegger y Sartre, este existente debe que hacerse cargo
de su existencia: es esfuerzo, y nunca se encuentra aislado. Será la apertura al otro lo que constituya
la subjetividad del existente y lo lleve a la trascendencia, que consiste en la relación de un ser con
otro sin fusionarse, para auto-comprenderse como subjetividad y libertad.

Por tanto, se existe como alteridad, abriéndose a lo otro, y esta apertura desvela que la
intencionalidad es hospitalidad, no tematización de un objeto por un sujeto. Es aquí donde se
distancia totalmente de Heidegger, descubriendo que la exigencia ética es más fundamental para el
ser humano que la instancia ontológica, por lo que el problema más acuciante no es el del ser, sino
el del bien: lo que realmente existe es una inmediatez del otro que nos obliga a relacionarnos con él,
produciendo así una tensión entre inmediatez y trascendencia que acaba con cualquier tentación de
objetivar al otro, rompiendo así el ser totalitario. También se distingue definitivamente de Husserl,
al considerar su fenomenología como teorética, dirigida al ser a través del saber, obviando con ello
el aspecto existencia; reclamará por tanto, iniciando con ello su segunda etapa, una nueva
fenomenología de la alteridad radical, una “transfenomenología” dirigida a la experiencia del Otro.
La filosofía primera no será ya la fenomenología, sino la ética.

La relación con el otro es asimétrica, puesto que yo soy responsable del otro sin esperar su
reciprocidad, siendo esta responsabilidad lo que me hace sujeto. Además, el otro se me aparece
como una dimensión superior que se me impone, ya que “no es sólo un alter ego, sino todo lo que
yo no soy”, constituyéndose como lo infinito. De esta forma, no debemos ver en el otro una
amenaza, sino una alteridad que precede al yo, y desde la cual puedo reconocerme como sujeto, a la
vez que me responsabilizo de esa alteridad. Como vemos, el punto de partida de la filosofía primera
lévinasiana no es el conocimiento sino el reconocimiento: la vida se caracteriza por la pluralidad y
la Diferencia absoluta.

Lévinas rebate la concepción bergsoniana del tiempo como duración, ya que desde su perspectiva
será el dinamismo que nos lleva en una dirección distinta de la situación en la que nos encontramos,
poniéndonos en relación con la alteridad. Por tanto, “no hay que tomar la duración como medida de
la existencia y negarle al presente la plenitud de su contacto con el ser, bajo pretexto de que el
instante no tiene duración”. El instante presente es un absoluto: ni afirmación ni negación, tampoco
punto de partida, sino posición, suelo en que asentarse.

Como vemos, en el desarrollo de su trabajo, Lévinas tratará de ir más allá de la fenomenología para
acceder a una experiencia más fundamental, que sitúa en la relación con el Otro. Éste fundamento

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se hará notar en su investigación del sentido de la vida, cuya premisa es que lo sensible por
excelencia no puede depender de un contenido teórico, sino que comienza en el saber previo
intencional. Uno de los modos de dar con él es utilizar la metáfora para trascender la significación
obvia hacia un sentido que no está contenido en ningún dato, de manera que, gracias a ella,
descubramos que significar es expresar un punto indefinido que remite a horizontes diversos, una
aproximación a la vida desde un ámbito pre-reflexivo, en el que surge como una revelación.

En su tercera etapa, o etapa teológica, este plano pre-reflexivo y la relación con el otro alcanzará un
nivel trascendento en la relación con lo Infinito o Dios. En conclusión, la insistencia en la realidad
humana como moral se debe a que se concibe al hombre como criatura capaz de asumir su
condición respondiendo a la interpelación que le viene de fuera, desde la cual Lévinas afronta el
problema de la libertad, que no requiere ser probada sino hecha justa, reconociendo que su
procedencia le llega de la autoridad externa.

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M. MERLEAU-PONTY
No es fácil encasillar su filosofía en algún sistemam pero su atención sistemática hacia los
problemas de la existencia. Así como el esfuerzo por desarrollar las consecuencias implícitas en la
asunción de la existencia como principio, lo sitúan en la órbita del existencialismo sartriano.

Merleau-Ponty reclama un retorno a la experiencia inmediata y fenoménica, anterior a la


constitución del objeto, en la que los datos de la percepción son vividos como realidades antes que
conocidos como objetos. Así, la noción de conciencia también debe ser reformada: ya no significa
la conciencia ingenua y representativa de los objetos, sino una conciencia vivida. En su
Fenomenología de la percepción parte de la fenomenología husserliana, adoptando su método libre
de postulados y prejuicios. Sin embargo, Husserl dejó la fenomenología inacabada: la verdadera
interpretación y elaboración de la misma se encuentra en el existencialismo de Heidegger. Desde
éste, Merlau-Ponty pretende elaborar una ontología existencial fundada en la interrelación entre la
conciencia y el mundo objetivo, puesto que el retorno a las “cosas mismas” significa retornar a ese
mundo anterior al conocimiento, y respecto del cual toda determinación es abstracta, simbólica y
dependiente. Así, su investigación se centra en la percepción, cuyo estudio debe proporcionarnos la
realidad existencial vivida.

El núcleo de su teoría de la percepción se centra en su descripción fenomenológica del cuerpo,


polemizando contra las explicaciones empiristas, idealistas o espiritualistas, puesto que todas se
basan en el dualismo cartesiano de alma y cuerpo como dos sustancias, reduciendo el cuerpo a la
condición de objeto. Sin embargo, el cuerpo no objeto, sino sujeto viviente, que establece la
apertura de la conciencia al mundo, constituyéndola como ser-en-el-mundo. Así, Merleau-Ponty
delimita dos mundos: el del en-sí, cerrado y regido por las leyes de la mecánica, y el del para-sí,
abierto, libertad creadora en el seno de la conciencia.

Al vivir en situación, el cuerpo humano se halla rodeado en un mundo gestual ambigua; por ello, en
Merleau-Ponty, la palabra adquiere una relevancia especial, ya que la vida intersubjetiva alcanza su
mayor profundidad en la relación hablada. Hablar es coexistir, comprobarse partícipes de un mundo
común y colaborar en el desvelamiento de su sentido. A pesar de vivir en situación, el hombre es
libre, y no existe ninguna estructura, que pueda anular su libertad constitutiva; sin embargo, su
libertad se haya condicionada por el mundo en el que vive y por el pasado que ha vivido: la libertad
existe porque me encuentro y abierto al mundo.

En su obra póstuma Lo visible y lo invisible aparece empeñado en la dilucidación de su metafísica


del ser. Medita sobre El ser y la nada, aceptando ambas categorías como componentes de la
realidad, si bien les atribuye un sentido dialéctico, de contradicción mutua, que se desenvuelve en
un proceso de negatividad. El pensamiento negativo empieza oponiendo el ser a la nada, y acaba
mostrando que la nada, en cierto modo, es interior al ser, que es el único universo. De este modo, si
el ser y la nada son opuestos, ambos se funden en una especie de sobre-ser.

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JEAN-PAUL SARTRE

La náusea ante la gratuidad de las cosas.


Sartre inició su actividad como pensador con diversos análisis de psicología fenomenológica
concernientes al «yo», la imaginación y las emociones. Toma de Husserl la noción de
intencionalidad de la conciencia, pero le reprocha haber caído en el idealismo y el solipsismo a
través de su sujeto trascendental. Sartre afirma que «el "yo" no está «en la conciencia, sino fuera, en
el mundo: es un ente del mundo, igual que el "yo» de otro». Según Husserl, el «yo» lleva consigo la
imagen de las cosas, no obstante, Sartre le objeta en El ser y la nada que «una mesa no está en la
conciencia, ni siquiera a título de representación. Una mesa está en el espacio. El primer paso que
tiene que dar la filosofía consiste en expulsar las cosas de la conciencia y restablecer la auténtica
relación de ésta con el mundo: la conciencia es conciencia posicional del mundo». El mundo no es
la conciencia, sino que el hombre es el ser cuya aparición hace que exista un mundo. La conciencia
es apertura al mundo.

El «en sí» y el «para sí»; el ser y la nada.


La conciencia siempre es conciencia de algo, algo que no es conciencia: un examen de la
experiencia muestra desde el principio que el «ser-en-sí», los objetos que trascienden la conciencia,
no son conciencia. Tengo conciencia de los objetos del mundo, pero ninguno de estos es mi
conciencia: ésta «es una nada de ser. El mundo es lo «en-sí», absolutamente contingente y gratuito,
ante el que se encuentra la conciencia, que Sartre llama el «para-sí». Así, la conciencia está en el
mundo, pero es radicalmente distinta, no se halla vinculada con él. Por tanto, la conciencia, que es
la existencia o el hombre, es absolutamente libre: el ser es pleno y acabado, la conciencia está vacía
de ser, es posibilidad; y la posibilidad no es realidad: la Nada es la propia conciencia, mientras que
el ser es aquello por lo que la Nada viene al mundo. La Nada no es un Ser absoluto negado, sino
una característica ontológica del ser humano. Para Sartre, es el ser humano libre el que es fuente de
negación: al estar separado del en-sí, al no tener ser ni esencia, es libre; no ha sido creado, ni existe
para ningún fin prefijado, es un ser cuyo Ser es la Nada. ¿De dónde viene la Nada? El “en-sí” no
puede producirla, ya que tiene que existir, por tanto viene de un ser que se nihiliza: el “para-sí” que
es la conciencia que nunca coincide plenamente consigo misma.

Así, la libertad es constitutiva de la conciencia, estando «condenados a ser libres»; una vez que el
hombre ha sido arrojado a la vida, es responsable de todo lo que hace: si se fracasa, se fracasa
porque se ha elegido fracasar, puesto que el hombre es aquello que proyecta ser. La angustia es la
experiencia metafísica de la nada, de la libertad incondicionada; el hombre es «el ser por el cual
existen todos los valores»: la vida es una aventura absurda, donde el hombre se proyecta
continuamente más allá de sí mismo. En definitiva, «el hombre es el ser que proyecta ser Dios»,
pero mostrándose como: «una pasión inútil», puesto que «la libertad consiste en elegir el propio ser.
Y esta elección es absurda».

El «ser para otro».


El hombre, o «ser para sí», también es «ser para otro»: el otro se revela en cuanto otro mediante
aquellas experiencias en las que invade el campo de mi subjetividad, transformándome en objeto de
su mundo. Así, no es aquel que resulta visto por mí, sino aquel que me ve, que se me hace presente
conservándome bajo la opresión de su mirada: la vergüenza, el pudor, la timidez son las
experiencias típicas de esta mirada del otro. Cuando otro entra en el mundo de mi conciencia, mi
experiencia queda modificada, ya no tiene su centro en sí mismo, sino que me encuentro como
elemento de un proyecto que no es el mío y no me pertenece. Por esto, el conflicto es el sentido

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original del «ser-para-otro»: los hombres tienden a someter para no ser sometidos. El amor y el odio
representan los dos tipos fundamentales de relación con los demás, y ambos se encuentran abocados
al fracaso.

El existencialismo es un humanismo.
En El existencialismo es un humanismo, Sartre menciona la posibilidad de un sentido menos
negativo de la coexistencia humana, identificando al hombre con su libertad: el hombre no se halla
sometido al determinismo, sino que es aquello que proyecta ser; en él, la existencia precede a la
esencia. Por otro lado, «si Dios no existe, no encontramos ante nosotros valores u órdenes que estén
en condiciones de legitimar nuestra conducta; así, no tenemos ni ante nosotros ni detrás nuestro,
justificaciones o excusas: estamos solos, sin excusas. El hombre está condenado a ser libre:
condenado, porque no fue él mismo quien se creó, y sin embargo libre porque una vez que fue
arrojado al mundo, es responsable de todo lo que hace». La libertad defendida por Sartre es
absoluta, por lo que atribuye al hombre una responsabilidad total.

La crítica de la razón dialéctica.


Sin embargo, mi libertad también se halla condicionada por situaciones concretas, que deben ser
afrontadas por los proyectos fundamentales de los hombres. Sobre esta base, Sartre examina la
cuestión de las relaciones entre su existencialismo y el marxismo, afirmando con decisión su
adhesión sin reservas al materialismo histórico; el materialismo dialéctico le parece «un
razonamiento inútil y presuntuoso acerca de las ciencias fisicoquímicas y biológicas, y sólo sirve
para disimular -al menos en Francia- el más trillado de los mecanismos analíticos». Así, no acepta
las tres leyes de la dialéctica que Engels había propuesto como reglas que guiarían el desarrollo de
la naturaleza, la historia y el pensamiento.

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J. PATOCKA. EL MOVIMIENTO DE LA EXISTENCIA EN UNA FENOMENOLOGÍA


ASUBJETIVA
Si la fenomenología es descriptiva de fenómenos, Patocka propone que profundice en el aparecer,
porque éste se hace presente como la estructuración de un darse, no como fenómeno. Este darse
incluye tres momentos co-originarios: lo que aparece (el mundo), a quien aparece (subjetividad
concreta en relación) y el cómo del aparecer. Al mismo tiempo, se preocupa por el sentido de este
aparecer a través de la historia del movimiento existencial humano, que está en las raíces de Europa.

Contra el subjetivismo de la fenomenología de Husserl.


Patocka criticado a Husserl Husserl que reconduzca el aparecer al que nos conduce a epojé hacia la
subjetividad, hecho que considera imposible porque ésta subjetividad es uno de los elementos de
ese aparecer, que incluso se borra en provecho de lo que aparece. Para evitarlo, Husserl lo reduce a
un ente que es obra del sujeto, recurso que, para Patocka, no es consecuente con el descubrimiento
fundamental que realiza, que es ese aparecer. De este modo, Husserl transforma todas experiencias
en vivencias inmanentes a la conciencia, sin poner nunca en duda la existencia de esa subjetividad.
Por ello, Patocka va a pretender estudiar el aparecer como tal, al margen de la subjetividad.

Uno de los momentos de ese aparecer es el hecho de hacerlo ante alguien, constituyéndose como
sum, existente, que es uno de los modos de ser de un ente que aparece y que se aparece a sí mismo
reflexivamente en el mundo, aprehendiendo sus posibilidades en contacto con lo ente que no es. Al
estar encarnado, es testigo de la movilidad del ser desde sus posibilidades, es decir, que el ser se
convierte en fenómeno a través de éste sum que lo lleva a cumplimiento. De este modo, Patocka no
renuncia a la subjetividad, sino que elimina su trascendentalidad, situándola como uno de los polos
de la estructura del aparecer, que exige un mundo como a priori para acontecer en él; así, “sujeto”
es el campo de aparición, ya que todo lo que aparece lo hace ante alguien.

Es un sum, simple existencia corporal, y no una condición de posibilidad del conocimiento, sino un
resultado más. No obstante, tiene un papel activo, ya que son sus intereses los que determinan la
configuración del mundo natural, el cual, como hemos dicho, actúa como a priori para la
realización concreta de la subjetividad. Por tanto, es la estructura trascendental más propia del
aparecer, ya que no es sólo un contenedor de cosas, sino el marco de donación que incluye a los
otros dos momentos.

Al igual que Merleau-Ponty considera que la existencia es corporal, lo cual es crucial para la
percepción y la sensibilidad, puesto que es el detonante de nuestra actividad; en esto se diferencia
nuestro propio cuerpo del resto de cosas. Es en la dimensión corporal donde se abre el todo previo a
las partes con el que estamos en relación afectiva. Si se trata de una relación impregnada por la
aceptación, la vida nace de la calidez y es revivida hasta asumirse y desplegarse de una forma
personal, produciendo algo que nunca me fue dado y que ahora se me presenta como don; sin
embargo, no todas las relaciones son de esta clase, ya que la armonía de las relaciones coexiste con
el conflicto, incluso en el interior del propio ser, en el que la lucha es imprescindible para renovarse
y poner al descubierto la vida. Es decir, mientras el todo es primordial y presente, se halla
determinado por la acción de las subjetividades, cuya finitud anima a valorar los objetos del mundo
con un interés práctico de satisfacer las necesidades corporales. Así, lo no actual es el fondo de la
percepción y aquello que posibilita el cambio en el mundo, que no es objetivo ni subjetivo
propiamente dicho, sino que se erige en una indiferenciación.

Además, los otros también pertenecen a nuestro mundo, siendo su estructura más próxima que la
nuestra, a la vez que el otro se hace más próximo a sí mismo gracias a nosotros. Es en esta dinámica
donde descansa el drama de la vida, que consiste en la búsqueda y descubrimiento del otro en uno
mismo y de uno mismo en el otro; así, al igual que en Husserl, la experiencia se hace objetiva
gracias a los otros, convirtiendo el mundo en realidad englobante.

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La existencia como movimiento.


Como vemos, el movimiento no sólo es el estado dinámico y abierto del mundo, sino también el
origen de su comprensibilidad del mismo, representando la estructura subjetiva del ser, que consiste
en no poder nunca ser plenamente, aunque sí sea posible alcanzar una existencia. Todo esfuerzo
encaminado a vencer esta existencia es un movimiento que abre el mundo. La posibilidad de esta
apertura está en el hecho de que la subjetividad se halla siempre encarnada, por lo que ésta no es un
poder de la conciencia sobre el cuerpo, sino ese mismo poder corporal.

Patocka equipara el movimiento con la realidad misma, que como decíamos, es subjetiva-objetiva,
porque aparecer y ser coinciden plenamente en él y éste no tiene lugar únicamente en el espacio,
sino que también es un impulso hacia él; se trata de un concepto similar al élan vital bergsoniano,
denominado “fuerza vidente”. Así,. el mundo no es la reunión total de las cosas existentes, sino la
conexión de sentido que tiene ante sí una vida humana que se autocomprende activamente.

Por tanto, la certeza de la existencia nos la da éste movimiento vital, que está temporalizado en tres
modulaciones: la relación con lo existente o movimiento de arraigo en el mundo que nos preexiste;
la humanización de las cosas y la cosificación de los hombres o el movimiento de defensa; el
movimiento de la existencia auténtica o de la verdad siempre vivido con miras a un fin. El de la
existencia humana implica un distanciamiento de lo dado que permite situarse ante el aparecer, el
cual tiene la estructura de un horizonte: todo lo que aparece se da como una actualización de un
horizonte anterior que se conserva, de modo que cualquier presencia requiere explicitarse.

Este horizonte nos orienta y proporciona referencias, como la Tierra o el universo; sin embargo,
ambos son mientras que el hombre existe, porque a través de él, el todo universal puede tener un
fin. En estas coordenadas, el existente es la condición de posibilidad de toda verificación, que no es
de carácter objetivante, sino práctica: consiste en no ser indiferente a lo que soy y a cómo lo soy.
Para ello, es preciso autocomprenderse viviendo en este mundo como seres temporales, es decir, no
estando dado, sino eligiéndonos a nosotros mismos, creándonos una verdad.

Epojé sin reducción.


La fenomenología que propone Patocka es una sin sujeto trascendental, que es aquella en la que no
se ha realizado la reducción, sino que se instala en la epojé. Esta epojé sin reducción nos lleva al
aparecer como tal, no a un aparecer en particular, por lo que es trascendental, ya que conduce a un a
priori o estructura de ser que posibilita el aparecer, es decir, el reino de los fenómenos. Es un acto
que permite alejar la mirada del ente para dirigirla al ser, y que se revela como ciencia primera.

De modo que, para Patocka, debemos suspender lo manifiesto para ver lo que se manifiesta, dando
con las condiciones de posibilidad del aparecer de aquello que aparece. La reducción no era lo
suficientemente radical, porque identificaba una región del ser, la conciencia, con el poder de hacer
aparecer todo lo que aparece.

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MARTÍN HEIDEGGER: DE LA FENOMENOLOGÍA AL EXISTENCIALISMO

De la fenomenología al existencialismo.
Fue el principal representante de la filosofía de la existencia, puesto que “Ser y tiempo”, su obra
cumbre, consiste en una analítica existencial sobre el hombre como entre que se interroga sobre el
sentido del ser; en sus escritos posteriores a 1930 abandona el planteamiento original de analizar ese
ente que busca vías de acceso al ser, centrándose en el ser mismo y en su autorrevelación,
prescindiendo de la existencia, que no es más que una determinación inesencial del ser.

El “estar-ahí” y la analítica existencial.


Para plantear el problema del ser es necesario poner en claro las maneras de acceder, comprender y
poseer conceptualmente su sentido, así como la dilucidar la posibilidad de una correcta elección del
ente ejemplar, indicando la vía de acceso a dicho ente: en esto consiste la analítica existencial. El
hombre es el ente que se plantea la cuestión del ser, ya que tiene la posibilidad de buscarlo, lo que
Heidegger llama Dasein, “estar-ahí”; así, el hombre, considerado desde la perspectiva de su modo
de ser, es “estar-ahí”, sirviendo el “ahí” para indicar el hecho de que se halla siempre en una
situación, arrojado y en relación activa con ella.

Aunque el Dasein no es sólo el ente que se plantea la pregunta sobre el ser, sino también aquél que
no se deja reducir a la noción de ser aceptada por la filosofía occidental, que lo identifica con la
objetividad, o como dice Heidegger, con la simple presencia: el hombre no pude reducirse a mero
objeto en el mundo, puesto que el Dasein es precisamente el ente para el cual las cosas están
presentes. “El Dasein constituye un “ser posible”, es siempre aquello que “puede ser”. Por tanto, la
posibilidad es la que otorga la esencia de la existencia y no se reduce a una vacía posibilidad lógica
ni a una simple contingencia empírica”; la existencia es el modo de ser del Dasein.

El “estar-en-el-mundo” y el “estar-con-los-otros”.
“Poder ser” significa proyectar, por lo que la existencia es esencialmente trascendencia, identificada
por Heidegger como el ir más allá de uno mismo. El hombre “está-en-el-mundo”, lo que significa
que convierte al mundo en el lugar donde proyecta sus acciones y actitudes posibles, lo convierte en
proyecto; por ello, el mundo existe como conjunto de cosas utilizables: llega a ser gracias a su ser
utilizable. El «ser» de las cosas equivale a su «ser-utilizadas-por-el-hombre», que en consecuencia,
no es un espectador, sino que está implicado en el mundo y sus vicisitudes: al transformar el mundo,
se forma y se transforma a sí mismo; el hombre entiende una cosa cuando sabe qué hacer con ella,
al igual que se entiende a sí mismo cuando sabe qué puede hacer consigo mismo, lo qué puede ser.

Así, Heidegger supera la noción moderna que coloca el conocer en el sujeto cognoscente, sin ser
capaz de salir del gran teatro de la mente; el sujeto es una apertura al mundo y no una mónada: no
hay “sujeto sin mundo”, como tampoco “un “yo” aislado”, puesto que el estar con otros es también
un “existencial”, como lo es “estar-en-el-mundo”.
El “ser-para-la-muerte”, existencia inauténtica y auténtica.
En la medida en que se dirige al plano “óntico” o “entitativo” (el plano de los entes en su existencia
fáctica), el hombre permanece dentro de una existencia inauténtica, en la que se sirve de las cosas y
establece relaciones con otros hombres. Esta existencia inauténtica se caracteriza por transformar a
las cosas en un fin en sí mismo, siendo el lenguaje el instrumento que nos subsume en ella, puesto
que “la cosa está así porque así se dice”; este tipo de existencia es anónima: la del “se dice” y del
“se hace”. Los proyectos y las elecciones del hombre siempre son equivalentes: puedo dedicar mi
vida al trabajo, a la riqueza o a cualquier otra cosa, pero puedo ser hombre tanto si escojo una

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posibilidad como la otra. Por este motivo, al considerar como última y decisiva una de estas
elecciones, el hombre se decide por una existencia inauténtica.

Sin embargo, entre las diversas posibilidades que se presentan, hay una diferente, ya que el hombre
no la puede rehuir: la muerte; puedo decidir que mi vida se dedique a buscar un objetivo u otro,
pero no puedo dejar de morir. Cuando la muerte se hace realidad ya no hay más existencia, por lo
que es la posibilidad de que todas las demás se conviertan en imposibles. Para Heidegger, la
existencia auténtica es un la del «ser-para-la-muerte», ya que sólo si comprendemos que la muerte
es una imposibilidad de la existencia, encontramos nuestro verdadero ser. Por ello, “la muerte es
una posibilidad de ser que el "estar ahí" debe asumir por sí mismo. Todo "estar ahí" tiene que
asumir personalmente su propia muerte. El vivir-para-la muerte-constituye, por tanto, el sentido
auténtico de la existencia”. Esta aceptación es la que nos solicita la conciencia: la de nuestra propia
finitud y negatividad; en cambio, la existencia inauténtica y anónima siente temor ante la angustia
de la muerte, y para escapar de ella, se dispersa en los objetos, precipitándose en el reino del “ser”.

El tiempo.
Dado que la existencia es posibilidad y proyección, Heidegger afirma que entre las determinaciones
del tiempo (pasado, presente y futuro) la fundamental es el futuro; las tres hallan su significado en
su estar-fuera-de-sí: el futuro es un tender hacia delante, el presente es un estar-en-las-cosas, y el
pasado es un volver a una situación aceptada. Heidegger llama “éxtasis”, en su sentido etimológico
de “estar-fuera”, a los tres. Cada una de ellas en función de si se trata de tiempo auténtico o
inauténtico.

La metafísica occidental como olvido del ser y el lenguaje de la poesía como lenguaje del ser.
Heidegger lleva a cabo una crítica radical de la metafísica clásica, que desde Aristóteles hasta Hegel
(e incluso Nietzsche), ha realizado lo que la analítica existencial ha demostrado que es imposible:
buscar el sentido del ser indagando en los entes identificando al ser con la objetividad; de este
modo, no es metafísica, sino una física absorbida por las cosas. El lenguaje de los hombres puede
hablar de los entes, pero no del ser, por lo que la revelación del ser no puede ser obra de un ente,
aunque se trate de un ente privilegiado como el Dasein, sino que sólo puede producirse a través de
la iniciativa del ser mismo. Aquí reside el giro en el pensamiento de Heidegger: el hombre no puede
desvelar el sentido del ser; para Heidegger, el ser se desvela no en el inauténtico lenguaje científico
propio de los entes, sino en el auténtico de la poesía, “la casa del ser”.

Hermenéutica de la facticidad
La analítica existencial del Dasein es hermenéutica en tanto comprensión del sentido o analítica de
la existenciaridad de la existencia; Heidegger denomina a esta práctica hermenéutica de la
facticidad, puesto que la facticidad es el carácter propio de nuestro “ser-ahí”. Así, el sentido de la
hermenéutica de la facticidad no es otro que el de la autointerpretación de la misma partiendo del
“ser-ahí” del Dasein y su proyectar: el yo arrojado al mundo y en relación con entes no es un
espectador desinteresado porque está implicado en el mundo, por lo que la hermenéutica no puede
adoptar ninguna actitud que no implique un determinado modo de situarse, al que corresponde un
modo correlativo de aparecer. Así, comprender es el medio que tiene el Dasein de proyectar su ser
hacia sus posibilidades, mientras que la interpretación es la apropiación de lo comprendido, el
acceso del Dasein a sí mismo, y no una segunda fase que siga a la comprensión. Por tanto, la
hermenéutica de la facticidad consiste en la descripción del desarrollo de las posibilidades de
comprensión e interpretación del Dasein: existir es comprensión, nada existe primero y luego
significa, sino que existir es significar en todo momento.

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Esta hermenéutica no aspira a obtener conocimientos universales, sino existenciales: la la


comprensión de un ser. A las cosas mismas no se llega de manera directa, puesto que el
movimiento hermenéutico de la autointerpretación está determinado porque la vida fáctica se da de
un modo distorsionado, pues siempre está encubriéndose a sí misma, alienada. Por ello Heidegger
critica a la metafísica tradicional, ya que se ancla en estas distorsiones, mientras que la verdadera
filosofía es hermenéutica de la facticidad, la autorreflexión del ser del Dasein a partir de las
distorsiones de la vida fáctica.

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GADAMER
Gadamer nace en Marburgo en 1900, siendo alumno de Husserl y Heidegger en Friburgo, donde
también frecuenta las lecciones de Otto y Bultmann, interesándose por la “teología dialéctica”; al no
haberse adscrito a ninguna organización nacionalsocialista, es elegido primer rector de la
Universidad Libre de Leipzig en la postguerra, siendo llamado ocupar el puesto de Jaspers en
Heidelberg más tarde, lo que lo convirtió en una de las figuras más influyentes de la vida
universitaria. Su principal obra fue Verdad y método, publicada en 1960; en ella, Gadamer repensó
la diferencia ontológica heideggeraiana entre el ser y el ente en términos de verdad ontológica y
verdad metódica: la verdad es prioritaria y el método secundario; así, la verdad ontológica es la
revelación del ser que se da en su historicidad, su facticidad como “ser-ahí” (Dasein). Por ello
denuncia los excesos del metodologismo científico que pretende reducirlo todo al método
hipotético-deductivo, el cual no valora la historicidad de los sucesos. Por ello parte de la
descripción del círculo hermenéutico que Heidegger formula en Ser y tiempo: “en él se oculta una
positiva posibilidad del conocer más originario, si la interpretación comprende que su tarea consiste
en no dejarse imponer predisponibilidades por parte del azar o de las opiniones comunes, sino hacer
que emerjan desde las cosas mismas, garantizando la cientificidad del tema específico”
La obra se divide en tres secciones. La primera está dedicada a la indagación en la posibilidad de
encontrar formas de conocimiento ajenas a los circuitos científicos tradicionales, por lo comienza
criticando la forma moderna en la que se entiende el arte, como hecho “separado” y “autónomo” de
la vida del hombre; privado de todo valor veritativo respecto de la existencia, el arte se configura
como un mundo de “apariencias” antitético al del conocimiento. Esto es así porque se prescinde del
contexto en el cual tiene su significado, presentándose como “pura obra de arte”, procediendo desde
el Erleibnis estético, que disuelve la unidad del objeto artístico en la multiplicidad puntual de los
Erleibnisse, suprimiendo “la unidad de la obra, la identidad del artista y la del intérprete”. Gadamer
pretende encontrar una posición que no mire a la inmediatez del Erleibnis, correspondiendo a la
realidad histórica del hombre y a la reivindicación de la verdad de sus obras: “el arte es
conocimiento”.

Para ello parte de la noción de “juego”, cuya primera característica ontológica es que su
protagonista no son los jugadores, sino él mismo, el cual se produce a través de los éstos,
representando una totalidad de significado con una dinámica propia, la cual trasciende a los
jugadores individuales, que son un ser-jugado; una segunda característica es la “auto-
representación”: el juego representa una actividad no finalizada, que tiene como único objetivo el
auto-representarse a través de los jugadores. La última característica es que también representa algo
para alguien (“el juego es total sólo con jugadores y espectadores”), por lo que alcanza su
perfección cuando desemboca en una estructura completa y definida, una forma (“transmutación en
forma”). Para Gadamer, esta transmutación equivale a una experiencia cognoscitiva de lo real,
puesto que no es una copia de lo real, sino una “representación” capaz de hacer emerger un
significado que no se conocía de aquello; aplicado al arte, las diversas interpretaciones no son
superposiciones subjetivas a la identidad verdadera de la obra, sino que expresan “posibles modos
de ser de la obra, la cual se interpreta a sí misma en la variedad de sus aspectos”. Sentado que el
arte es una forma extrametódica de verdad, nace el problema de la “mediación” entre el mundo de
la obra y el del intérprete, que presupone un ensanchamiento de la noción de hermenéutica, que
trasciende el significado de disciplina auxiliar de la filosofía, para tratar de explicar cualquier
manifestación del pasado: todo producto del pasado tiene necesidad de explicación.

En la segunda parte de Verdad y método, Gadamer se remite a Heidegger, quien tuvo el mérito de
examinar las estructuras esenciales de la comprensión; sostuvo que la interpretación es la
articulación de una precomprensión a través de la cual “la comprensión se apropia de aquello que ha
comprendido”. Para Gadamer, este planteamiento muestra la estructura ontológica de la
comprensión, la cual supone una precomprensión de a realidad que se mueve en círculos; por ello,
nadie puede pretender relacionarse con la existencia libre de presupuestos. En consecuencia, el

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problema no es salir del círculo, sino estar en él de un modo adecuado, adquiriendo conciencia de
nuestros prejuicios y poniéndolos “a prueba” en relación con los textos: quien trata de interpretar un
texto traza un significado preliminar en base a sus prejuicios, poniendo a prueba su legitimidad
mediante el contraste, mostrándose dispuesto a revisarlo; así, contra el historicismo, Gadamer
reivindica un saber histórico consciente de su propia historicidad. El rechazo de los prejuicios
presupone un acrítico desconocimiento de la finitud histórica del individuo, que nace de que su
razón es un proyecto operando en un determinado mundo histórico-social, del cual sufre
condicionamientos e influjos.

La recuperación de los prejuicios está acompañada de la rehabilitación de la autoridad y la


tradición, puesto que ya no implican obediencia ciega, sino “un acto de reconocimiento en el cual se
reconoce que el otro nos es superior en juicio, por lo cual su juicio está por encima de nuestro
prejuicio”, e “incluso la más sólida de las tradiciones no se desarrolla en virtud de la persistencia de
aquello que se ha comprobado, sino que tiene necesidad de ser aceptada y cultivada”; incluso donde
la vida se modifica de un modo tormentoso se conserva del pasado mucho más de lo que se
imagina, y se une a lo nuevo adquiriendo una validez renovada. Esto es importante, ya que la
precomprensión se determina en una serie de prejuicios que atestiguan nuestra pertenencia a una
tradición que ata interpretante e interpretado en un mismo proceso histórico; así, interpretar quiere
decir “estar en relación con la “cosa misma” que se manifiesta a través de la tradición, y con una
tradición a partir de la cual la “cosa” pueda hablarme”. Consecuentemente, el intérprete se
encuentra desde siempre en alguna relación con el objeto a interpretar que lo determina; esto es lo
que Gadamer llama “historia de los efectos”, una “continua mediación de pasado y presente en la
cual la tradición se afirma como un impulso e influjo continuados”; por ello es tan difícil emitir
juicios sobre procesos contemporáneos, ya que no existe una distancia temporal suficiente para que
podamos valorar los efectos, y que éstos nos afecten de alguna manera. Por último, estableciendo
que esta situación constituye nuestro “horizonte”, Gadamer concluye en que no hay más que un
horizonte único, en el cual la vida humana se define y se transmite, no estando fijado porque “es
algo dentro de lo cual nos movemos y se mueve con nosotros”.

La tercera sección de Verdad y método representa la tesis de la lingüisticidad esencial e ineliminable


del comprender y de la interpretación consecuencia de un dato evidente: la experiencia
hermenéutica sólo es posible en virtud del lenguaje y en el lenguaje, puesto que aquello que es
transmitido en el lenguaje posee, respecto de cualquier otro tipo de transmisión histórica, una
situación de privilegio; y dentro de la transmisión lingüística, la escrita tiene la capacidad de reflejar
más fácilmente el mundo histórico que la ha producido, hasta el punto de que nuestra comprensión
del pasado es complicada cuando no tenemos documentos escritos de una civilización. Luego es
frente a los textos escritos donde se sitúa la tarea hermenéutica, que consiste en penetrar en el
sentido del texto más allá de toda relación contingente mediante una fusión entre el lenguaje del
texto y el del intérprete, a la luz de un lenguaje común. Esto es lo que Gadamer llama
“preeminencia fundamental del lenguaje” o lingüisticidad: toda crítica al lenguaje está obligada a
realizarse en forma lingüística, por lo que “el lenguaje está más allá de toda crítica”.

La lingüisticidad introduce en Gadamer en el problema de la relación entre pensamiento y palabra y


entre palabra y objeto; tomando en examen el Crátilo platónico, llega a que no existe una
experiencia sin palabras, que en un segundo momento se subordinaría al lenguaje, concebido como
manifestación exterior de una experiencia interior originaria: “es, en cambio, constitutivo de la
experiencia buscar y encontrar las palabras que sepan expresarlo”; así, critica la idea de un
conocimiento prelingüístico del cual los nombres serían “imágenes” o “signos” añadidos en un
segundo momento, como si fuera posible tener experiencia de una realidad antes de expresarla en
palabras. Todas las comunidades humanas son lingüísticas, por lo que el lenguaje es, por su propia
naturaleza, “diálogo” con el mundo y con los otros; esta lingüisticidad hace que el lenguaje sea algo
absoluto que “precede a todo aquello que está reconocido como algo que es”, identificado con el

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horizonte del mundo dentro del cual algo resulta accesible. En consecuencia, no se identifica ni con
el sujeto ni con el objeto: es la totalidad del yo y del mundo que todo lo abarca, que la metafísica ha
llamado “Ser”.

La actividad hermenéutica parece suponer una apertura al Ser, que sólo parece cumplirse en “la
superación de nuestra finitud en la infinidad del saber”, ya que es “la unión de cada individuo con el
todo aquello que hace posible el milagro de la comprensión”. Esta apertura pone en jaque todo
intento de absolutización del saber, puesto que es algo que la comprensión es algo que nunca
concluye: “el hombre esté estructuralmente impedido para trascender sus límites situacionales y
alcanzar un punto de vista absoluto sobre la totalidad del mundo histórico”.

Así, el heideggeriano ser-dados en el mundo equivale en Gadamer a ser-dados-en-la-historia: si el


hombre no es un ser infinito, sino un proyecto-dado, su razón será la fuerza “habitada” por una serie
de prejuicios que atestiguan su pertenencia a un determinado universo histórico, y su ser-en-el-
mundo será un ser-en-la-tradición. Por ello, en Gadamer, el pensamiento de Heidegger sufre un
proceso de “urbanización”. En primer lugar, desarrolla la conexión heideggeriana entre Ser y
lenguaje acentuando el polo del lenguaje respecto al del Ser; paralelamente, subraya el hecho de que
el lenguaje sólo se da dentro de comunidades históricas concretas, bajo la forma de logos-
conciencia común subyacente al entender social de los individuos pertenecientes a una misma
tradición; insiste también sobre la capacidad universal de la hermenéutica, mostrando cómo abarca
los diferentes campos de lo humano, los cuales hospedan una serie de inacabables problemas
interpretativos, y enfoca su capacidad práctica en conformidad con el principio según el cual “la
ciencia no es una quintaesencia anónima de verdad, sino una posición humana frente a la vida”.

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RICOEUR
Ricoeur nació en Valence en 1913, siendo profesor de historia de la filosofía en Estrasburgo, la
Sorbona y París-Nanterre. Sin duda, esta especialización determinó su inquieto vagar intelectual, en
el que asumió un buen número de teorías filosóficas, cambiando a menudo de método y
radicalizando cada vez más sus posiciones. Parte de una noción existencialista cristiana como la de
Marcel, de quien acepta el reconocimiento de la realidad objetiva del mundo y la aceptación del yo
como afirmación originaria en conexión inseparable con el cuerpo; esta inspiración se vincula con
la fenomenología: para Ricoeur, lo voluntario es un querer original, mientras que lo involuntario es
la corporeidad, de carácter finito. En análisis de la noción de lo voluntario (la decisión, los motivos,
el carácter, que desemboca en una psicología de la acción voluntaria llamada “eidética”), introduce
los motivos existenciales de Marcel: la descripción no basta para plantear el sentido de mi
existencia, sino que es preciso una conversión del problema en misterio, puesto que el hecho de que
lo voluntario, lo infinito que hay en mí, se halla encarnado en algo finito nos lleva a la idea de
desproporción; el hombre se halla en una situación “patética” y “miserable”, puesto que es una
síntesis de la afirmación original y la negación y limitación de su existencia. Por ello, “el hombre es
la Alegría de Sí en la tristeza del finito”.

Es esta síntesis en la que Ricoeur sitúa la falibilidad humana, siendo ésta “el espacio de la
manifestación del mal”. Por ello se preocupará por llevar a cabo una amplia hermenéutica de las
formas en que el hombre ha representado el mal y la culpa en La simbólica del mal. Éstas son mitos
y símbolos quee ofrecen material para la reflexión filosófica, la cual se refiere siempre a una
realidad que ha sido comprendida pero no interpretada; así, Ricoeur emprende una investigación del
lenguaje simbólico que podríamos enmarcar en el terreno de la hermenéutica, ya que existe toda una
riqueza anterior al discurso filosófico de la cual la filosofía debe apoderarse. Siguiendo a Eliade y
Freud, el mito es fundante de acontecimientos y vehículo de comprensión, pero no de explicación,
por lo debe edificarse un método desmitificador para descifrar el sentido oculto de todo relato
mítico y llegar a su comprensión. La significación última del mensaje mítico es expresar ese
misterio de la discordia del hombre consigo mismo mediante “la relación de su ser esencial con su
existencia histórica”: el hombre mítico narra el paso de la inocencia a la culpa, que ha perdido la
integración del cosmos; por tanto, las vías de interpretación son múltiples, de manera que todo el
universo simbólico se convierte en un “largo camino” para acceder a la comprensión antropológica.

La realización de este programa está confiada a El conflicto de las interpretaciónes, donde Ricoeur
llama símbolo “a toda estructura de significación en la cual un sentido directo designa otro
indirecto, que puede ser aprehendido sólo a través del primero”, siendo la interpretación la tarea de
“descifrar el sentido escondido, desplegar los niveles de significación implícitos en la significación
literal”; sin embargo, la interpretación de los símbolos no es unitaria, por lo que Ricoeur reclama
una misión epistemológica de arbitraje, ya que el conflicto entre interpretaciones es legítimo; este es
el motivo por el que consideró que una hermenéutica como la de Gadamer impide la función
integradora de la filosofía, dejando a las ciencias humanas sin una hermenéutica general capaz de
buscar mediaciones entre sus diferencias. La filosofía debe convertirse en esa hermenéutica general,
caracterizada por una dialéctica entre los dos estilos de interpretación: a) uno desmitificador que
considera el signo y el lenguaje como disfraz que es necesario reducir; se trata de la que practicaron
los grandes “maestros de la sospecha” (Freud, Marx y Nietzsche), dirigida hacia la arqueología del
sujeto, el arjé; b) y otro restaurador que considera el lenguaje como una sugerencia que nos invita a
revelar el mensaje oculto; está dirigida por tanto al télos del sujeto, derivando de Husserl. La
síntesis de ambos nos lleva a la comprensión del sujeto que se oculta en los símbolos y mitos.

Por tanto, sólo una hermenéutica que se reporte a la existencia puede tener cabida en la filosofía; y a
través de tal hermenéutica es posible acceder a la ontología. Por ello Ricoeur convierte el problema
hermenéutico en una provincia de la analítica de la existenciaridad de Heidegger, sustituyendo la
pregunta de “¿en qué condiciones un sujeto cognoscente puede comprender”, por la de “¿cuál es el

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ser cuyo ser consiste en el comprender?”. Su concepto central no es el sujeto, porque al igual que el
texto, está sujeto a interpretación, porque su existencia sólo puede aprehenderse en sus obras y
signos; la hermenéutica presupone siempre a la fenomenología porque toda cuestión que nos lleva a
un ente es una pregunta por su sentido. Así, a diferencia de Heidegger, no se desentiende de la
conciencia, ya que nada se da como directamente sino a través de sus obras, que deben ser
interpretadas para aumentar la comprensión del Dasein; se invierte así la vía heideggeriana: en
lugar del camino corto que elude las formas, atiende a estas contingencias para aproximarse al
Dasein.

Como decíamos, a existencia tiene dos polos: la querida (voluntaria) y la sufrida (involuntaria); por
tanto, es un misterio: no todo en la existencia es conciencia y libertad asumida, sino también
“emancipación” de la necesidad que rige en la vida. Las enciclopédicas investigaciones de Ricoeur
tratan de captar al hombre en su esfuerzo por existir, entendido como proyecto de ser finito: soy
viviente y, por tanto, responsable de mi vida. Este esfuerzo humano que trata de captar la dialéctica
entre la arqueología y la teleología del sujeto culmina en una “escatología”, en la cual lo Sacro toma
el puesto del saber absoluto hegeliano, aunque su significado “no puede ser nunca transformado en
conocimiento”, porque es un misterio; lo sagrado es el “absolutamente Otro” que se anuncia en los
signos y símbolos sacrales, el “exceso” que brota de la desproporción de la que hablábamos, y del
que no es posible formarnos un concepto.

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EL INSTITUTO PARA LA INVESTIGACIÓN SOCIAL


El “mecenas” del Instituto para la Investigación Social de Franksfurt fue Weil, quien deseaba
instituir una discusión sobre el marxismo al margen del Partido Comunista. Fundado en 1934, en él
se consideraba que la filosofía debe ser praxis ante todo, mientras que la teoría debe ser crítica
incluso de sí misma; si la sociología es descripción del presente, mientras la filosofía es universal en
cuanto crítica de lo dado, el programa teórico del Instituto, la Teoría Crítica, tratará de corrige a la
sociología con la filosofía: la verdad surge históricamente de la constante crítica de las verdades
parciales.

Su principal impulsor fue Horkheimer, su tercer director, quien incorporó el psicoanálisis a la


investigación, de forma que la Teoría Crítica observa los procesos sociales como una combinación
de dinámicas psíquicas individuales y fuerzas sociales. En sus primeras obras, insistirá en la
necesidad de investigar los hechos con rigor, tratando de introducir la historia en el concepto de
conocimiento: los hechos históricos no se basan ni en la materia, ni en el espíritu aislados, sino en el
proceso histórico de la vida humana, constituido por las interacciones entre sujeto-objeto, de
manera que la separación entre ciencias de la naturaleza y del espíritu no tiene sentido.

En 1938, Adorno se convierte en su principal colaborador. Destacó por sus estudios sobre el arte y
su relación con el espíritu y el conocimiento; formado en fuentes alternativas al marxismo, como el
misticismo judío o el kantismo, aspiraba a formar una filosofía nueva que comenzara desde la
crítica marxista, estableciendo como fundamento la dialéctica negativa: lo que es no debería ser,
puesto que la conciencia no era idéntica a los intereses del proletariado, porque había dejado de ser
su sujeto ontológico. Frente a ello, la dialéctica negativa, negadora del orden establecido, es la
principal tarea del intelectual. Esta no se planifica, sino que surge del constante rechazo de lo
positivo que reprime otras posibilidades; sin embargo no es caótica, puesto que está dirigida a
alcanzar una sociedad racional que sólo puede definirse negativamente, como lo que no es.

No obstante, durante la II Guerra Mundial, el Instituto fue bombardeado, marchando sus miembros
al exilio. Cuando acabó, se intentó que regresaran, pero tan sólo volvieron Horkheimer, Adorno y
Pollock y Adorno; el resto permaneció en EEUU. En 1951 se inauguró el nuevo edificio del
Instituto, siendo las primeras tareas a) integrar los resultados obtenidos por las diversas disciplinas
que contribuían a comprender el presente (sociología, economía, psicología, etc), y b) recuperar la
obra de sus integrantes.

La primera generación de la Escuela de Frankfurt entendió que el proceso de racionalización


sobrepasaba los planteamientos de Marx, por lo que exigió un nuevo desarrollo, tratando de
revitalizar el sentido crítico de las doctrinas de Marx para insipirar una praxis más libre, que no
cayera en las nuevas formas de alienación. Además, hicieron suya la convicción de Lukács de que,
en el capitalismo, los seres humanos no llegaban a realizar sus propias posibilidades, siendo
autónomos.

En 1958, Adorno sucede a Horkheimer en la dirección del Instituto, iniciando una segunda
generación, constituyendo su exponente junto con Habermas. Éste notará que la razón que ha sido
reprimida es comunicativa, emprendiendo la crítica de su sumisión a la razón técnica; por tanto,
integrará la hermenéutica y la filosofía del lenguaje con un racionalismo orientado a la
comunicación y la intersubjetividad. Desde 2001, el director es Honneth, y sus proyectos se centran
en el análisis de las paradojas de la modernización del capitalismo.

La teoría crítica frente a la tradicional (incluida la Lebensphilosophie y la fenomenología).


Como decíamos, los integrantes de la Teoría Crítica asumieron la tarea de reflexionar sobre las
condiciones humanas y sociales, tanto en el capitalismo tardío como en los sistemas soviéticos,
construyendo una teoría en común. Fue Horkheimer quien acuñó el término de “Teoría Crítica” en

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Teoría tradicional y teoría crítica, donde trata de desenmascarar el carácter ideológico de la


“ciencia positiva”; ésta, guiándose únicamente por los resultados, clausura la búsqueda del saber
porque renuncia a la búsqueda de sentido más allá de los datos, creyendo que éstos hablan por sí
mismos, cuando no dicen nada a no ser que se los interrogue. Además, es fundacionalista, puesto
que se basa en postulados teóricos construidos artificialmente empleando el método deductivo; a los
frankfurtianos esto les parece una proyección del ideal burgués del capitalismo, unificado por leyes
calculables como las de la oferta y la demanda. Así, es ideología y se reproduce en el sistema
educativo, afianzándose en la familia y la escuela.

En cambio, la Teoría Critica contextualiza históricamente las ideas, vinculándolas con los procesos
sociales y definiéndolas a partir de la praxis. La teoría tradicional nace con la eliminación del ideal
griego que contempla la teoría como una observación racional de la realidad, cuya validez prevalece
a pesar de los cambios de la realidad; fue Descartes quien condujo a la separación entre
pensamiento y realidad exterior, adelantando en una ciencia basada en la evidencia que el sujeto
tiene de su cadena de inferencias, lo cual se unió al método matemático-experimental de Galileo
para producir una noción de teoría que se sirve sólo de las matemáticas para garantizar su certeza.
Así, es una teoría clausurada en sí: una ideología que legitima lo dado.

Fue con Hegel y Marx cuando la teoría regresa se convierte en crítica de las insuficiencias de la
situación establecida mediante una dialéctica negativa, por lo que esta nueva teoría es trascendental,
frente a la clausurada teoría tradicional. Esta dialéctica negativa no puede superar el abismo entre lo
dado y la teoría, por lo que recurre a la fantasía, que no es apariencia sino verdad futura; por tanto,
el pensamiento negativo es, en primer lugar, utopía, dado que sólo así puede liberarse de la lógica
tradicional, que reduce las ideas a aporías de lo existente. Así entendida, la utopía proporciona a la
Teoría Crítica una humildad de la que carece la teoría tradicional, ya que se sabe incapaz de
contestar las preguntas eternas; por tanto, sus defensores abogan por una sociedad racional, a la vez
que desenmascaran lo irracional de la realidad fáctica sin sacrificar, no obstante, lo particular en
aras de lo universal. Lo que se defiende es una razón histórica y una dialéctica inconclusa entre
teoría y praxis, de modo que ni ésta es una derivación de aquélla, ni la teoría queda subordinada a la
praxis: la dialéctica crítica explica lo que es desde lo que debería ser, proyectando hacia el futuro.

Frente a la reivindicación marxista de transformar los aparatos productivos, en Crítica de la razón


instrumental, Horkheimer va a la raíz del problema preguntándose por el modelo de racionalidad
que sostiene al capitalismo. Ésta es una razón subjetiva, y su dominio determina que los valores,
ideales y decisiones no dependan de la razón, sino de los gustos; es procedimental, formal y
calculadora de medios, desentendiéndose de la razonabilidad de los fines, ya que sólo tiene en
cuenta los que reportan beneficios a corto plazo. Las consecuencias son: imposibilidad de juzgar
racionalmente la realidad social, culto a los hechos, ocaso del individuo e irracionalidad de la
democracia. Por su parte, la razón objetiva iba más allá de la adecuación entre medios y fines, ya
que implicaba la determinación de éstos, y su comprensión estaba conectada con la naturaleza y la
sociedad. Así, a diferencia de la razón subjetiva que no denuncia las contradicciones, la razón
objetiva es crítica.

Sin embargo, ambos tipos de razón no deben oponerse, sino que constituyen momentos fracturados
de la racionalidad: mientras la teoría tradicional separa al individuo de la sociedad, la Teoría Crítica
piensa que esa separación es producto de la situación social; en este marco, la totalidad se muestra
no como el individuo aislado ni como descripción social, sino en las interacciones de ambas,
críticamente aprehendidas. En su camino, la nueva teoría se verá obligada a someter a crítica al
positivismo y al cientificismo, por reducir los problemas humanos y sociales a objetos, tratándolos
cuantitativamente: la razón no debe limitarse a reflejar la realidad, sino también evaluarla. El
conocimiento ha de servir a la vida. Así, Horkheimer tratará de la razón objetiva sin olvidar al
individuo y al proyecto social emancipador, de ahí que su objetivo sea la supresión de la injusticia

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social. Para ello, es preciso emplear la dialéctica y recuperar la fuerza reflexiva y emancipadora de
la razón, así como plantear una nueva relación entre ciencia y filosofía que no subordine una a la
otra.

Crítica de las paradojas de la Modernidad.


Horkheimer y Adorno sometieron la razón subjetiva a una implacable crítica en Dialéctica de la
Ilustración, publicada en 1947. Ambos tenían antecedentes judíos, por lo que huyeron de la
Alemania nazi, de esa barbarie de la razón; por otra parte, fueron conscientes de que esa razón era
muy similar a la del socialismo de estado de la URSS. Por tanto, buscaron su fuente en algo más
profundo que un sistema político o económico concreto, hallándola en el triunfo del neopositivismo
en las ciencias sociales norteamericanas, un modo de pensar que hace que el hombre sólo guarde
una relación de dominio con la naturaleza: su única máxima es la autoconservación. El influjo de
esta razón instrumental hace del raciocinio del individuo el instrumento capaz de usar todos los
demás; así, ya no se sabe quién es el sujeto de la razón que todo lo reduce a instrumento de
dominio.

Puesto que el único valor que subsiste es la autoconservación, la razón ya no es emancipadora, sino
que persigue la adaptación: en su nombre se ha impuesto un dominio político legitimado por el
crecimiento económico y técnico. Los valores ya no son justificables racionalmente, lo que
desemboca en el decisionismo, siendo la opinión pública una esfera de decisión y de poder, pero no
de razón. De esta forma, la sociedad capitalista avanzada convierte el progreso en crecimiento
económico, lo que unido al avance técnico, se transforma en el fin de todos los fines, cuando debía
ser un medio para ganar autonomía y libertad.

Asistimos a la universalización de la alienación, puesto que el sujeto, convertido en instrumento de


instrumentos, en racionalidad calculadora, subyuga no sólo a la naturaleza externa, sino a la propia:
todas las formas de relación con el mundo quedaron subordinadas a la autoconservación frente a la
naturaleza. Este dominio continúa con su integración en el plano cultural: la industria cultural
homogeneiza la creación, convirtiendo todo valor de uso (incluso el placer), en uno de cambio, en
mercancía. Esta integración en la cultura extiende la cosificación humana que ya reinaba en las
facetas más privadas de la vida, la cual sólo aspira a consumir la diversión que se le ofrece
programada y vendida como cultura: cuando el sujeto quiere ser más libre, lo hace reproduciendo
los estereotipos que la industria fabrica para él; cuando cree evadirse de su vida laboral y hasta
divertirse para olvidarse de ella, está mostrando su condescendencia con el sistema, su obediencia al
orden establecido.

De esta forma, para los frankfurtianos, el problema ya no es la división en clases, sino algo más
radical: la razón que legitima el sistema en el que vivimos. La Dialećtica de la Ilustración no tratará
de renunciar a la razón, sino reivindicar el esclarecimiento de otras dimensiones no realizadas de la
misma, mediante la recuperación de elementos eliminados por la razón instrumental. Uno de ellos
es la memoria de los oprimidos y exterminados; la primera generación de la Escuela tratará de
recuperar la lucha por la justicia social, así como la redención de la injusticia cometida,
sustituyendo la pregunta por el ser por la exigencia del otro, tras ser afectados por su sufrimiento.
De esta forma, tratarán de proporcionar una razón sin afán de dominio, sino emancipadora.

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MARCUSE
Marcuse nació en Berlín, en el seno de una familia judía acomodada. Al final de la I Guerra
Mundial, con veinte años, fue enrolado en el ejército, pero lo desmovilizaron al año siguiente;
entonces, comenzó a participar activamente en política, afiliándose a la socialdemocracia y
mostrando su tendencia revolucionaria mezclándose en un consejo de soldados. Sin embargo, al
fracasar la revolución berlinesa, abandonó el partido para estudiar filosofía. Estudió con Husserl y
Heidegger, bajo la dirección del cual preparó su tesis de habilitación, quienes ejercieron un impacto
considerable en su pensamiento.

En estos años, trata de combinar sistemas irreconciliables como el marxismo y la ontología


fenomenológica de Heidegger, concibiendo la noción histórica de Hegel como una anticipación de
la historicidad heideggeriana como historia y en su historicidad, transformando la vida en espíritu.
Si Heidegger debe complementarse con Hegel y Marx, también el marxismo debe volverse
fenomenológico, abandonando la vieja cuestión sobre la prioridad de la conciencia o de la materia y
la investigación de la naturaleza de forma histórica: “la naturaleza tiene una historia, pero no es
historia. Estar ahí (Dasein) es historia”. Sin embargo, sus relaciones con Heidegger se volvieron
muy tensas debido a sus inclinaciones marxistas, por lo que se trasladó a Frankfurt, siendo
recomendado a Horkheimer por Husserl, quien lo asignó a la filial de Ginebra del Instituto para la
Investigación Social, compartiendo plenamente la orientación ideológica de los primeros
fundadores de la Escuela de Frankfurt.

Durante sus primeras investigaciones trata de someter a la civilización contemporánea a un riguroso


análisis crítico desde la dialéctica marxista, cuya exposición más amplia se encuentra en Razón y
revolución, su primera obra principal. En su primera parte, trata de presentar al público americano
una interpretación de la filosofía hegeliana alejada del nazismo, que la concibió como fuente de su
sistema, y del estalinismo, que tenían a Hegel como representante de la reacción aristocrática ante la
Revolución francesa. Para Marcuse, “los conceptos y principios objetivos existen, y su totalidad se
llama razón”, y el fondo de la filosofía hegeliana es una estructura de conceptos (libertad, sujeto,
etc), derivados de la idea de razón. Si “la realidad objetiva es la realización del sujeto”, su proceso
de realización sólo se alcanza en la existencia del hombre, único poseedor del poder de
autorrealización en su devenir; así, “la categoría más importante de la razón es la libertad. La razón
presupone la libertad y ésta es la verdadera existencia del sujeto”. De esta forma, y siguiendo a
Hegel, Marcuse concibe la razón como una fuerza que se realiza en forma de proceso en el mundo y
en la historia del hombre a través de antagonismo, por lo que tiene un carácter crítico y polémico,
que “es la forma en que los antagonismos sujeto-objeto son integrados en una unidad”.

Así, esta primera parte tiene la intención de resaltar las implicaciones del hegelianismo sobre
doctrina social y política de Marx, a cuyo estudio dedica la segunda parte. En ella, Marcuse
sostiene que la doctrina marxista, desde la perspectiva del trabajo alienado, muestra la contradicción
del sistema capitalista, construido sobre la alienación del obrero esclavo, el cual trabaja para
producir una acumulación constante de los beneficios del capital. Por tanto, es necesario un proceso
dialéctico capaz de negar este sistema, una dialéctica de la negatividad; y, puesto que “la alienación
ha tomado su forma más universal en la propiedad privada, su corrección habrá de hacerse con su
abolición”, concebida como medio para suprimir el trabajo alienado y establecer la libertad
individual y no otro sistema de producción: “el individuo es el objetivo”. Marcuse subraya que el
comunismo no constituye un nuevo sistema económico, sino una alternativa vital que implica “la
libre y universal realización de la felicidad individual”.

Años más tarde, Marcuse se enfrentará al comunismo implantado en Rusia con El marxismo
soviético, donde critica, ante todo, la burocracia estalinista que acentúa los privilegios de clase de
los miembros del Partido a costa del pueblo, así como la excesiva centralización y nacionalización
del aparato industrial, que como en el capitalismo, van acompañadas de la servidumbre del trabajo,

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lo cual va unido a la imposición de la doctrina oficial del Partido que elimina la libertad crítica. En
consecuencia, el comunismo soviético no puede ser la imagen ideal de una nueva sociedad y la
liberación del hombre esclavizado.

Por otro lado, entre los miembros de la Escuela de Frankfurt, existió desde el principio la tendencia
a integrar las teorías de Freud con el marxismo, lo cual hizo Marcuse en Eros y civilización. En esta
obra, expone primero un estudio exhaustivo de la teoría freudiana, describiendo su doctrina de los
instintos, los cuales tienen su origen en la libido o impulso universal de la sexualidad, que brota del
inconsciente; el principio del placer o Eros tiende siempre a la satisfacción de este impulso sexual,
que entra en conflicto con la presencia de los demás, quienes le imponen barreras que ha de
respetar. Además, el hombre se encuentra en plena lucha por la supervivencia debido a las
necesidades de los demás y la escasez de recursos, lo cual le obliga a asociarse y buscar sustento
mediante el esfuerzo y el trabajo; este ambiente es llamado Ananké, que se vincula con el Eros para
limitarlo y redirigirlo hacia el trabajo, lo cual recibe el nombre de Thanatos, o principio de muerte.
De este modo, la civilización es necesariamente represiva en favor de la convivencia, sustrayendo
energía a la sexualidad para dirigirla hacia finalidades útiles, y limitando la agresividad a través de
instituciones y leyes. Por tanto, una satisfacción plena es imposible, lo cual se traducen en la
transformación del principio del placer en principio de realidad.

Partiendo de este análisis, Marcuse trata de reinterpretar a Freud, mostrando que su tesis de que no
hay posibilidad de construir una sociedad no represiva se basa en que confunde todo tipo de
sociedad con la capitalista; en efecto, es posible crear otros tipos de sociedades y buscar las vías
para la transformación del hombre, sin negar que una civilización futura pueda dejar de ser
represiva. Para Marcuse, el antagonismo entre el principio del placer y el de la realidad es resultado
de determinadas relaciones sociales. La construcción de la alternativa requiere de la transformación
de la fatiga del trabajo en juego estetizado, ordenado a la realización libre de sí, además de una
reerotización del cuerpo para convertirlo en objeto de gozo “separado de la procreación”; por tanto,
una reactivación de la sexualidad polimorfa y narcisista sería la apropiada de esa sociedad utópica
no represiva.

Por último, la obra más conocida de Marcuse es El hombre unidimensional, en la que reasume el
tema más común de su Escuela: la teoría social como crítica de la sociedad capitalista. Se trata de
un análisis crítico de la “sociedad industrial avanzada”, noción con la que se refiere a la opulenta
sociedad americana, mientras que por “hombre unidimensional” entiende el sujeto que habita esa
sociedad, el cual queda reducido a una única dimensión, que es la del interés económico y confort:
sus pensamientos, aspiraciones y objetivos quedan uniformados bajo la presión del aparato de la
sociedad, rechazando las ideas y aspiraciones que trascienden ese universo establecido. Esto ocurre
porque la sociedad industrial avanzada ha llegado a tales logros, que ofrece una cantidad y calidad
de recursos suficiente para la satisfacción de las necesidades y facultades individuales con un
mínimo de esfuerzo y miseria; basada en su abrumadora eficacia, el nivel de vida se hace cada vez
más alto, por lo que los individuos aceptan sus estructuras económicas, mientras las fuerzas
contestatarias van siendo anexionadas al sistema al ser mejor retribuidas. De este modo, refuerza un
sistema de dominación sobre la mayoría, satisfecho con bienes obtenidos.

Pero esta sociedad de la abundancia es represiva, priva al pensamiento de su autonomía y su


derecho a la oposición, puesto que la disconformidad con el sistema es inútil: “una ausencia de
libertad cómoda, suave, razonable y democrática prevalece en la civilización industrial avanzada”,
efectuada por un Estado que hace pesar sus exigencias sobre unos individuos que ya no tienen
capacidad de decisión. Ante las características totalitarias de esta sociedad, no puede sostenerse la
noción de la “neutralidad” de la tecnología: la sociedad tecnológica impone “un sistema de
dominación”. Marcuse extiende esta estructura totalitaria al desarrollo industrial tanto de la
sociedad capitalista como comunista.

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Sólo la lógica dialéctica convierte a la razón en “razón histórica”, capaz de contradecir el orden
establecido en nombre de las fuerzas sociales que revelan lo irracional de este orden, por lo que la
verdadera racionalidad, que es esta dialéctica o “pensamiento negativo”, ha sido derrotada por la
racionalidad tecnológica: la civilización industrial avanzada ha llevado al triunfo del pensamiento
positivo sobre el negativo. Las dos formas principales de este pensamiento positivo y
unidimensional son a) la ciencia moderna, dominada por el operacionalismo y el behaviorismo, que
se ha convertido en instrumento para la dominación no sólo de la naturaleza, sino también del
hombre; debe cambiar sus métodos y objetivos para ponerse al servicio de la racionalidad crítica y
dialéctica, proporcionando una mejor comprensión de la naturaleza y la realidad social. Y b) el
neopositivismo y la filosofía analítica, de la cual afirma que es “una filosofía empobrecida, vacua,
miseria de filosofía, fiel reflejo del hombre y de la sociedad unidimensionales”, que no han
conseguido su propósito de eliminar los “mitos y fantasmas metafísicos” como espíritu, alma, etc,
tratando de disolverlos en operaciones o formas de lenguaje.

Como conclusión, esboza su ideal de “una existencia libre y pacífica”, libre de represiones que
sobrevendría tras el “cambio cualitativo” que propugna, y que ya fue apuntado en Eros y
civilización: un individualismo libre de todo tipo de imposiciones calificado de anarcopersonalista.
Este reino de la libertad “abriría la posibilidad de un tiempo libre sobre la base de las necesidades
vitales satisfechas”, puesto que la razón y la ciencia se esforzarán por reducir la misera y e
sufrimiento mediante una organización racional del reino de la necesidad; para ello habrá que
eliminar las “falsas necesidades” del lujo y el despilfarro creadas por la productividad de la
sociedad industrial, lo que equivale a “una reducción del superdesarrollo” en beneficio de la
satisfacción de las necesidades vitales de las masas, creando formas de satisfacción estéticas más
aptas para un mundo libre.

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HABERMAS
Habermas es el más destacado exponente de la segunda generación de la Escuela de Frankfurt. Se
reconoce deudor de Marcuse, cuya visión y crítica de la sociedad industrial comentó, si bien su
crítica fue más radical en cuanto al problema de la teoría del conocimiento; ya en Conocimiento e
interés combate, frente al positivismo, la supuesta objetividad de las ciencias y sus métodos de
obtención de conocimiento. La Teoría Crítica busca la autonomía de la razón, por lo que debe
hacerse valer también en la vida práctica; por ello, Marcuse y Habermas denuncian la fusión de
ciencia, técnica, industria y administración que anula la relación entre teoría y praxis, ya que las
cuestiones prácticas quedan sin resolver. Frente al dominio de esta ideología tecnocrática,
Habermas se interesa en el lenguaje ordinario: gracias a él, vivimos en el sentido y en la
interpretación del pasado por el presente, y de éste a la luz de lo aprendido en aquél; por ello, todo
saber está precedido por una relación de pertenencia sobre la cual nunca podemos reflexionar
enteramente: la precomprensión excluye la posibilidad de una reflexión total. Por ello, Habermas
critica el positivismo, que aplica el método hipotético-deductivo a todas las ciencias, defendiendo
un método basada únicamente en la eficiencia; el conocimiento no está libre de valores, por lo que
la validez de las teorías científicas no puede separarse del interés por la dominación de la
naturaleza, necesitando una revisión que herede de la filosofía la tarea de criticar la autoconcepción
objetivista de las ciencias, así como la construcción de un sistema de acción comunicativa, ya que la
supervivencia del ser humano no depende sólo del éxito de la razón instrumental, sino también de la
comunicación sin violencia de ésta.

Así, Habermas encuentra una solución en la acción comunicativa, que representa además una nueva
vía para la Teoría Crítica, que se hallaba en un callejón sin salida. Este modelo nace de la polémica
con Gadamer, ya que Habermas considera que el estar limitado por la tradición y los prejuicios es
sólo un momento determinado del proceso comunicativo: la comprensión; es necesario superarlo
para dejar espacio a la argumentación racional, lo cual no permite el modelo gadameriano, ya que
proporciona demasiado peso a la tradición y la historia. Habermas llama a ambas nociones
“Sistema”, oponiéndole la potencial capacidad racionalidad del mundo de la vida para tratar de salir
de la “jaula de hierro” que construyen sus imperativos, los cuales ahogan a los individuos y la
sociedad. Así, Habermas introduce la praxis en la realización de la Modernidad, entendiéndola
como proyecto inacabado, mediante esta racionalidad práctico-moral: es fundamental vincular la
posibilidad del progreso al potencial de racionalización del mundo de la vida. Además de este
enlace, el modelo habermasiano de la acción comunicativa precisa de que todos los participantes del
proceso comunicativo compartan un mismo trasfondo de experiencias, desde el cual se dote de
sentido todo aquello que entre a debate.

Es decir, Habermas propone reconstruir la base de validez del habla dentro del marco de una
pragmática universal, encargada de identificar y reconstruir las condiciones universales del
entendimiento. Para él, la racionalidad reside en los usos del lenguaje, por lo que habla de una
racionalidad comunicativa, siendo el problema el hecho de que el mismo lenguaje se convierte en
medio de dominación si no sirve a su función originaria, que es el uso interactivo al servicio del
entendimiento. La descripción del acto ilocucionario del habla incorpora tres distinciones que
apelan a los usos cognitivo, interactivo y expresivo del lenguaje: Ser/apariencia, Ser/deber ser, y
Ser/esencia, a partir de las cuales, Habermas deriva las condiciones estructurales de la situación
ideal del habla, cuyo resultado debe ser un consenso vinculado a la verdad.

En esta pragmática universal están incluidas las bases de la ética del discurso que fundamentan la
moral. Así, Habermas deja atrás el monologo moral de la filosofía de la conciencia, pasando a un

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diálogo ético-político intersubjetivo, ya que es la interacción y el lenguaje humano los únicos


elementos capaces de avalar la posibilidad de una racionalidad comunicativa. La autonomía que
Kant predicaba del individuo, la sitúa Habermas en la comunidad de comunicación y se redefine
intersubjetivamente.

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