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EL DORADO EN EL
AMAZONAS III
Tierra de Dioses
Fundada en 1969
1ª edición: abril de 2013
ISBN: 978-958-06-1226-1
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II. La Chispa Sagrada
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como una calavera forrada con una fina capa de piel amari-
llenta. La mujer sacó fuerzas de donde pudo y levantó una
piedra que estaba a su lado, no era una piedra muy grande
pero en las condiciones de desnutrición en las que yo estaba
habría podido matarme. Quedé paralizado por el terror, la
sostuvo en el aire y cambió de idea, no fue capaz de matarme,
la lanzó a un lado y empezó a tener espasmos, arcadas de
dolor que recorrían su cuerpo, quería llorar pero no podía,
estaba tan enferma que ni siquiera podía llorar. Me incorporé
lentamente y ella entendió al fin que no quería hacerle daño.
Me permitió vivir ahí. El refugio no estaba tan mal, había ra-
tas y en una pared escurría agua constantemente, pero era
menos frío que afuera, además había dos linternas y un par
de baterías de repuesto, también tres catres. Irina dormía en
uno, como tenía dos colchones, me dio uno a mí y pude dor-
mir mejor de lo que había dormido en meses, pues desde el
día de la catástrofe sólo había podido dormir un par de horas
en una cama porque a medianoche me asaltó un hombre con
un bate y me la quitó, tardé días en recuperarme de los golpes
y desde entonces tuve que dormir en el suelo.
Irina y yo vivimos juntos varias semanas, estaba muy enfer-
ma y le daba miedo salir, yo salía solo casi todas las noches en
busca de comida. Pude cambiar el tercer catre por una libra
de harina, media de azúcar y una de arroz que tuvimos que
comernos prácticamente cruda, apenas remojada con agua
porque no había cómo encender un fuego; eso alivió nues-
tra situación por unos días. Intentábamos ahorrar al máximo
las baterías de las linternas, pero una noche, mientras busca-
ba entre los restos de un edificio se fundió la mía, pensé que
se habían acabado las pilas, pero no era ese el problema, el
bombillo estaba fundido. Tuvimos que arreglárnosla con una
sola linterna, preferí que Irina se quedara con ella porque en
mis expediciones nocturnas la luz era más un peligro que una
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III. De sangre y carne divina
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IV. Conspiración y fe
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V. El dios viviente
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−No puede ser cierto lo que acabo de escuchar alteza, dijo con
un tono de disgusto.
−Tienes que empezar a creerlo querida mía. Es la primera vez
que veo a los dioses pronunciarse de ese modo ante el pueblo
y no lo hicieron precisamente para felicitar a los miembros de
la sede de la fe, ni a los miembros de la realeza, ni a ninguno
de los aquí presentes. Todos sabemos que lo que sucede aquí
se debe a conspiraciones que vienen desde los reinos y prin-
cipados. Los puñales y los criminales son enviados de allá,
quienes los envían son nuestros hermanos de sangre. Por eso
te aconsejo a ti y a tu familia que sigan mi ejemplo y mi conse-
jo. Además, los enfrentamientos de algunos reyes y sus casas
de gobierno con el consejo de sabias están cada vez peor, lo
mejor es retirarse prudentemente y evitar despertar la ira de
los dioses que nos han dado la vida y el derecho divino de
gobernar.
Una vez concluido el sepelio, el emperador se dirigió a su
caballo y partió en veloz carrera seguido por su séquito y sus
tropas. Cabalgarían sin descanso lo que quedaba del día y
parte de la noche hasta llegar al puerto más cercano para em-
barcarse y continuar por el gran río -de todos los caminos que
conducían al Dorado, éste era el más seguro-, luego continua-
rían por tierra.
Días después, en las afueras de la ciudad de la fe, las tropas
de los veinticinco reinos que venían acompañando a los reyes
seguían acantonadas junto con los ejércitos de los príncipes,
sus señores no tenían intención alguna de abandonar la ciu-
dad y habiéndose entregado a la pernicie daban vía libre a sus
pueblos para que siguieran tan lamentable ejemplo. Vánda-
los armados se habían tomado las casas de las personas más
prestantes, pasando por encima de criados y señores, mien-
tras otros, quizás menos abusivos, habían montado sus tien-
das de campaña en centros de adoración. Las fondas estaban
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VI. Insurrección
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VII. El sucesor
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VIII. La emperatriz
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−Tú no, pero el consejo de sabias sí, que tal si es una artimaña
de ellas para deshacerse de todos, que tal si los envenenaron.
−Ana, por favor, qué dices, sabes que no harían algo así. Busca
a Amancay, habla con las guardianas que huyeron si quieres,
algunas están agonizando porque alcanzaron a contagiarse,
pero no te vayas para el palacio del sol, no tiene sentido.
−Necesito saber si mi padre y mi hermano aún viven.
−Claro que necesitas saberlo, se lo he dicho a Amancay, pro-
metió enviarme un mensajero con noticias.
En ese preciso momento llegó Luttrell, le bastó con ver el sem-
blante de Ana:
−Veo que ya están enterados.
−Sí Luttrell ¿Qué le trae por aquí? Preguntó el emperador.
−Nada bueno su majestad, traigo malas noticias.
−¿Lo ha enviado Amancay?
−No, no me ha enviado nadie, vine porque tengo algunos
asuntos que tratar con su majestad la emperatriz y porque he
sido de las primeras personas en enterarme de la muerte de
su padre y su hermano y supuse que ustedes estaban espe-
rando noticias ¿Me equivoco?
− No Luttrell, no se equivoca, dijo el emperador, los dejo solos
para que traten sus asuntos, voy a confirmar con el consejo de
sabias que lo que usted dice es cierto.
El emperador salió y Ana se quedó con Luttrell.
−¿No podía ser más prudente Luttrell?
−Lo siento su majestad, me pareció que debíamos hablar ur-
gentemente para saber cómo proseguir con nuestros planes.
−¿Cuáles planes? ¡Ya para qué Luttrell! ¿Es cierto lo que me
dice, están muertos?
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IX. La muerte del Emperador
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X. Amor y sangre
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gas donde iban a parar las mujeres del servicio, los guardias
y hasta una que otra princesa alebrestada por algún artista
porque por sus oficios les era muy fácil ser encantadores.
Las delegaciones de cada reino en cabeza de sus respectivos
reyes, llegaron al castillo de los Russ el día anterior a la boda,
acompañados por supuesto de príncipes y reducidas tropas,
pues desde que Maximiliano le había exigido a cada reino un
número considerable de hombres como parte de pago de los
tributos, los ejércitos se habían mermado en número de hom-
bres y se habían convertido en algo meramente simbólico, sus
capacidades militares y bélicas habían disminuido conside-
rablemente, estaban muy reducidos para atacar o defender,
daban tristeza de lo pequeños que eran. Esto le convenía al
emperador porque de este modo agrandaba su propio ejército
imperial. Reyes y príncipes fueron llevados a los dormitorios
del castillo y alojados conforme lo ordenaba su investidura.
Esa noche nadie o casi nadie durmió bien, los empleados es-
tuvieron despiertos hasta altas horas de la noche haciendo
inventarios, revisando provisiones, terminando la decoración
y acordando los últimos detalles de la boda, los artistas tam-
bién practicaron sus números hasta la madrugada, presiona-
dos por la persona encargada de los espectáculos que nos los
dejó tomarse un solo trago:
−Mañana, después de que hayan realizado su trabajo podrán
sumarse a la fiesta y habrá comida y bebida para todos, más
de la que hayan visto junta en toda su vida, pero ahora los
necesito sobrios, si descubro que alguno de ustedes ha toma-
do lo mando de vuelta a su pueblo con las cicatrices de unos
buenos azotes.
El esperado día llegó, muy temprano hicieron su aparición el
Gran Santo, el emperador y su madre la hermosa reina Ana y
el consejo de sabias, no faltó ninguno de los reyes ni ninguno
de los príncipes. Los dioses vivientes no fueron porque esto
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XI. El renacimiento
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A los guétoras no les gustó que los soldados del Dorado tuvie-
ran rodeada la ciudad y no tardaron en mostrar su poderío,
de las bocas de las cuevas empezaron a salir ordenadamente
numerosos ejércitos formados por hombres de todas las ra-
zas conocidas en el imperio del Dorado, hombres blancos,
negros, amarillos y rojos aparecieron también por las colinas
y la situación se fue poniendo cada vez más delicada para
los intrusos porque veían salir y llegar mil, dos mil, cinco mil
soldados, todos en posición de lucha, en perfecta formación
militar dispuestos a derribar al enemigo y a morir si fuese
necesario con tal de salvaguardar a su gente. Al emperador
le quedó claro que no convenía lanzarse a la lucha porque,
además de estar en terreno desconocido, el ejército de los
guétoras ya era muy superior en número al suyo y seguían
apareciendo soldados detrás de las dunas, multiplicándose
como por arte de magia, tanto que daba la impresión de que
si se levantara una piedra en cualquier lugar saldría de debajo
un soldado guétora. Los soldados del Dorado observaban in-
quietos mientras esperaban órdenes de su alteza Maximiliano
XLIX y los reyes y príncipes imperiales estaban asombrados y
quizás asustados por lo que sucedía.
El emperador solo dio una orden y fue de una claridad me-
ridiana: mostrar una actitud pacífica, se suponía que él era
un ser divino, descendiente de los dioses vivientes, muchos
soldados no entendieron por qué insistía en esto pero de mo-
mento le obedecieron, lo mismo pasó con los reyes y prínci-
pes, unos pocos estaban molestos, inconformes con la sabia
decisión de Maximiliano, con la razón entenebrecida por el
ego y poseídos por un orgullo extraño y una sed de guerra del
todo improcedente.
Después de que Maximiliano diera la orden de no atacar, los
líderes guétoras enviaron una delegación que le pidió que los
acompañara al castillo amurallado en calidad de invitado espe-
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un dios podía ignorar esa realidad, tal vez era mejor que no
dieran ninguna explicación, que no se pronunciaran al res-
pecto y, como pretendía el emperador, reforzar al máximo la
seguridad en las fronteras y no dejar salir a nadie hasta que
poco a poco aquella historia cayera en el olvido, en esto últi-
mo Maximiliano no estaba de acuerdo:
−Este descubrimiento no se va a olvidar, la historia de los pue-
blos amazónicos se parte en un antes y un después de la expe-
dición. Aún no puedo decirles qué va a pasar, no sé hasta qué
punto quede destruido el mundo que concebíamos antes de
enterarnos de la existencia de más pueblos, pero lo que si sé
con certeza es que las cosas cambiarán, el pueblo no olvidará
esto, es un gran descubrimiento y tenemos que prepararnos
para vivir con esa verdad.
Amancay guardó un silencio casi obstinado, lo único que dijo
fue que los dioses se comunicarían pronto con el emperador
obedeciendo a su petición y también le darían las explicacio-
nes satisfactorias al pueblo, aunque los dioses no deben res-
ponder ante su pueblo por nada y menos por sus actos. Los
santos quisieron saber cuáles eran los planes de Maximiliano
respecto al nuevo pueblo descubierto, pero él sólo dijo que
antes de tomar cualquier decisión tenía que conocer mejor a
los guétoras, cuando le preguntaron cómo iba a hacerlo rehu-
yó el tema, no se preocupen, les dijo, yo sé cómo hacerlo, los
informaré cuando lo considere oportuno, por ahora lo mejor
es seguir como veníamos, nosotros aquí y ellos allá y nuestras
fronteras vigiladas y a buen resguardo.
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XII. Una visita divina
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XIII. La traición
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−Así es.
Maximiliano la observó con atención.
−¿Por qué tardó tanto en venir? La expedición concluyó hace
más de seis meses.
−¿Qué por qué he tardado tanto? ¡Ja, oigan a este! ¡Llevo meses
intentando comunicarme con usted, exigiendo una respuesta!
¿Acaso no le habían dicho nada? En mi reino nadie supo de-
cirme que le sucedió a Kiu, el rey sólo guardó silencio y al
final me dijo que se lo preguntara a usted si es que me recibía,
llevo semanas esperando en la entrada de su residencia.
El emperador no supo que decir, le pareció simpática e in-
genua la altanería de su visitante, recordó las palabras de la
diosa viviente cuando dijo: a veces la mentira es el único me-
dio para proteger al pueblo y pensó que lo mejor era decirle
que su marido había muerto, de lo contrario se empeñaría en
buscarlo.
− Kiu está muerto, fue capturado, ellos en secreto lo asesina-
ron, murió a manos de los guétoras.
−¿Y dónde está su cadáver?
− Está enterrado en territorio guétora y por ahora no hay nada
que podamos hacer.
−Su alteza, yo podré ser pobre, pero no soy tonta, si Kiu es-
tuviera muerto el rey Xanú me lo habría dicho, aquí hay gato
encerrado ¿Por qué tanto misterio? ¿Qué fue lo que pasó?
¿Acaso es cierto lo que dicen los soldados, que se quedó a
vivir en esa ciudad con una mujer de allá?
−Daría igual si es así porque no podríamos ir en su búsqueda.
Pero no es así.
−Puede que las tropas imperiales no puedan ir, pero usted
podría darme un permiso especial, yo puedo sacarlo de allá.
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XIV. Algo grande sucederá
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