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Fernando Bermúdez Ardila

EL DORADO EN EL
AMAZONAS III
Tierra de Dioses

Fundada en 1969
1ª edición: abril de 2013

© Fernando Bermúdez Ardila, 2013


fernanber_99@hotmail.com
www.fernandobermudezardila.com

© Editorial La Oveja Negra Ltda., 2013


editovejanegra@yahoo.es
Cra. 14 Nº 79 – 17 Bogotá, Colombia

ISBN: 978-958-06-1226-1

Portada: Grupo Vector Ltda.


grupovector@gmail.com
www.grupovector.com
Tel.: 7042140 - 3112106948

Impreso por Editorial Kimpres

Impreso en Colombia – Printed in Colombia


El autor dedica esta obra
a todos sus familiares,
amigos y conocidos,
sin excepción alguna.
Contenido

I. La ciudad de los dioses.............................. 9


II. La Chispa Sagrada..................................... 13
III. De sangre y carne divina........................ 19
IV. Conspiración y fe...................................... 21
V. El dios viviente......................................... 37
VI. Insurrección............................................... 45
VII. El sucesor.................................................... 63
VIII. La emperatriz............................................. 69
IX. La muerte del Emperador....................... 81
X. Amor y sangre............................................ 91
XI. El renacimiento ..................................... 105
XII. Una visita divina..................................... 123
XIII. La traición............................................... 133
XIV. Algo grande sucederá............................ 145
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TIERRA DE DIOSES

I. La ciudad de los dioses

E l blanco de Maximiliano es el sitio más custodiado por los


dioses y el consejo de sabias, ningún emperador ha entra-
do jamás, se trata de la ciudad subterránea, ciudad en torno
a la cuál giran la mayoría de mitos y leyendas del Dorado,
se dice por ejemplo, que en el principio de los tiempos mu-
jeres elegidas fueron llevadas hasta allí para implantarles un
óvulo fecundado por dios. De vez en cuando aparece algún
que otro hombre diciendo que entró a la ciudad y la gente se
reúne en torno suyo a oír los secretos que descubrió y las tri-
bulaciones por las que tuvo que pasar para entrar a la ciudad
prohibida, muchos de estos hombres son timadores, locos o
simples borrachos, la mayoría se gana la vida en los circos
que tienen siempre entre sus atracciones algún juglar que se
jacta de haber entrado a la ciudad, la gente paga por oír sus
relatos y los niños los siguen ávidos de historias para recrear
en sus juegos. En un tiempo se le vendían a la gente supuestas
excursiones a la ciudad de la ciencia pero resultaban siendo
una estafa, las víctimas aparecían días después sin acordarse
de nada.
Maximiliano juró que entraría y está cerca, por los corredo-
res que conducen a la ciudad subterránea se oyen fuerte las

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Fernando Bermúdez Ardila

pisadas de los hombres que lo acompañan, evadieron con


éxito todos los controles de seguridad y se encuentran cerca
a la entrada, el emperador avanza rápido hacia el lugar que
identificó en el mapa y sus hombres lo custodian con sus es-
padas listas para entrar en combate. Cuando llegan al lugar,
hacen las mediciones correspondientes y luego de identificar
el punto exacto Maximiliano se acerca y alinea su retina con la
esperanza de que sea leída y la entrada secreta se abra, pero la
entrada a la ciudad de la ciencia no está entre los privilegios
del emperador, la puerta no se abre, las únicas que pueden
entrar son las doce mujeres del consejo de sabias, los dioses
vivientes y algunas guerreras de alto rango, desesperanzado
empieza a golpear la pared donde suponía estaba el acceso,
sabe que en cuestión de minutos lo alcanzarán y su sueño de
entrar a la ciudad de la ciencia se verá truncado para siempre.
Finalmente, en menos de cinco minutos, un grupo de guerre-
ras amazonas les da alcance, los acompañantes de Maximi-
liano no se atreven a atacarlas y ellas los miran con sorna, el
emperador se siente humillado, les ordena aireado:
−¡Ábranme inmediatamente! Es mi deseo hablar con los dio-
ses vivientes y con el consejo de sabias.
La líder de las guerreras lo mira despectivamente y luego de
unos segundos de silencio, un silencio incómodo e hiriente
para Maximiliano, le dice al tiempo que empuña su espada y
les hace ver a él y a sus hombres que está dispuesta a atacar:
−Lo siento mucho su majestad, este es el único lugar que se ha
mantenido incólume y así se mantendrá.
−¿Acaso tú no sabes, mujer insolente, con quién hablas?
−Déjeme decirle, alteza, que en la ciudad de la ciencia usted
no gobierna.
En esos momentos, cuando parecía que iba a desatarse una
fuerte contienda entre los hombres de Maximiliano y el ejér-

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cito de guerreras, se abrieron las puertas de la ciudad secreta


y Maximiliano y sus hombres aprovecharon la situación y en-
traron rápidamente antes de que se cerraran otra vez. Como
esto tomó por sorpresa a todos, las guerreras no tuvieron
tiempo de impedir que entraran, algunas de ellas no habían
entrado nunca y quedaron tan asombradas que se olvidaron
de la disputa, impresionadas por la magnificencia de todo lo
que se encontraba allí dentro, debían hallarse en una avenida
principal porque la calle era ancha y se extendía muchos ki-
lómetros a lo lejos, en el aire circulaban naves unipersonales
de colores brillantes e incandescentes así como algunas que
parecía que no existieran por su transparencia, en la calle se
veían mujeres vestidas con uniformes unos militares y otros
similares a los que usan los astronautas, armadas con artefac-
tos desconocidos para los visitantes, seguramente eran armas
muy sofisticadas. El sistema de iluminación era sorprenden-
te, quien no supiera que la ciudad era subterránea no habría
podido inferirlo, la luz era igual a la del día, el techo simulaba
a simple vista el inmenso cielo azul como un maravilloso día,
había que ser muy observador para notar que no se trataba
del cielo sino de una imitación. La ciudad de la ciencia conta-
ba con tecnología jamás soñada por el hombre. Maximiliano
no salía del asombro, pero ya no tuvo tiempo para detenerse
a observar lo que veía que lo tenía extasiado, pues una nave
se estacionó a pocos metros de distancia, eran los dioses vi-
vientes y el consejo de sabias, como la guardia imperial esta-
ba igual de impresionada que su emperador con la ciudad se
extendía ante ellos, el saludo y las reverencias fueron pasados
por alto.
−Ahora que ya te encuentras en este sitio que tanto deseabas
conocer, al que con altanería entraste desafiando el consejo de
sabias y desafiándonos a nosotros una vez más ¿Cuál será tu
siguiente paso? preguntó el dios Alejandro.

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Fernando Bermúdez Ardila

Maximiliano se puso de rodillas y bajó la cabeza en un acto


de reverencia y humildad, los hombres que lo siguieron hasta
allí hicieron lo mismo.
−Jamás ha sido mi intención ofender a sus divinidades.
No era la primera vez que el emperador desafiaba a los dio-
ses, hacía dieciocho meses había contraído matrimonio, en
contra de la voluntad del consejo y de los mismos dioses, con
su hermana la princesa Stephanía de tan solo doce años, por si
esto fuera poco el emperador, no contento con el escándalo, se
enamoró de la princesa imperial Nidia y se deshizo de su her-
mana y esposa maquinando un complot en su contra, ayuda-
do por los santos. El complot que le costó la vida a Stephanía,
pues fue acusada de brujería y conspiración contra el imperio
y condenada a muerte por ello. Esta conducta del emperador
fue reprochada por el consejo de sabias y por los dioses, le
hizo valió caer en desgracia ante los ojos de ellos.
Las guerreras que habían intentado impedir su entrada pene-
traron la guardia del emperador silenciosamente y con faci-
lidad, pues sus hombres no hicieron nada para impedirlo, lo
traicionaron en el último momento cuando estaba arrodillado
ante los dioses.
−Mal uso has hecho de tu vida y de la vida de quienes te ro-
dean, mal uso has hecho de tu poder, le dijo el dios Alejan-
dro.
El emperador no tuvo tiempo de responder, se deshizo en
una mueca de dolor que se dibujó en su rostro, sólo atinó a
mirarse el pecho, de él salía la punta de una espada que se ha-
bía deslizado desde su espalda, era el año 876 de la nueva era,
contado en nombre de nuestros señores Sofía y Alejandro.

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II. La Chispa Sagrada

É ramos solo una más entre los cientos, miles, millones de


especies que habitaban la tierra, se decía que la más inte-
ligente de todas. Hoy en día no hay quien siga creyendo esa
patraña, éramos, cuando mucho, la especie más hábil, pero
nuestras habilidades no obedecían a la inteligencia, sino a un
ciego deseo de destrucción que nos llevó a imponernos sobre
los animales predicando que no eran sagrados, no tenían alma
y nos pertenecían. Veíamos todo lo que nos rodeaba como un
regalo de dios para nosotros.
Nos sentíamos los reyes de la creación, sólo dios estaba por
encima nuestro, al final nos pareció incluso que podíamos su-
perarlo. Le desobedecimos, consumimos cuánto había en el
mundo, no propiciamos la renovación de nuestros recursos ni
dejamos de creernos superiores a las demás especies. Bajo el
peso de nuestra “inteligencia” extinguimos la vida.
Llegamos a límites peligrosos, la ciencia nos mostró terrenos
prohibidos por dios y el ansia de poder nos llevó a la des-
trucción de todo cuanto había. Cuando nos dimos cuenta de
que no podíamos sobrevivir sin el alimento que brotaba de la
tierra ya era tarde, mensajeros divinos habían tomado forma
humana y nos miraban de cerca, habitaban entre nosotros.
Habíamos desobedecido todos sus mandatos y no atendimos
las señales de su furia. Ni las catástrofes naturales ni las epi-

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Fernando Bermúdez Ardila

demias y plagas fueron suficientes para que nuestra especie


se rectificara.
Conocimos entonces la verdadera cólera de dios, digo dios
porque antes de la catástrofe sólo existía un dios para la ma-
yoría de habitantes de la tierra, su furia se hizo sentir sobre
nosotros con inmensas bolas de fuego que impactaron la tie-
rra y la resquebrajaron como a la cáscara de un huevo. Casi
todo quedó destruido, en pocos días el fuego avanzó inmise-
ricorde y se extendió consumiendo campos, ciudades y pue-
blos y lo poco que quedaba en pie fue luego arrasado por las
aguas porque a la lluvia de fuego le sucedieron diluvios e
inundaciones. A pesar de todo hubo sobrevivientes, muchos
de ellos optaron, al cabo de pocos días, por alimentarse de la
carne de sus propios hermanos e hijos, castigo éste más cruel
que la muerte, pues verse obligado a transgredir de ese modo
los preceptos fundamentales de la condición humana es peor
para cualquier hombre que lo que, en aquellas circunstancias,
podría llamarse el cálido abrazo de la muerte.
Hubo también quienes sobrevivieron a nieves perpetuas y
desiertos inclementes, me cuento entre ellos. Por meses va-
gué entre las ruinas, refugiándome en edificios herrumbro-
sos, edificios húmedos y oxidados cuyas paredes se caían a
pedazos. Mi cuerpo se vio expuesto a los misteriosos cambios
de clima, a veces hacía un calor intenso y abrasador y otras un
frío inmisericorde. Que hiciera calor siempre fue un enigma
pues el sol no se veía. Todos los días sin excepción eran grises
y nublados, por las noches casi siempre llovía y la ciudad es-
taba llena de charcos pútridos porque las cañerías salieron ya
maltrechas a la superficie. Tenía que cuidarme de los sobre-
vivientes que andaban por ahí porque la competencia por las
sobras de lo que llamábamos comida o lo que podíamos dige-
rir así fuera con dificultad, era feroz, a veces ni siquiera se tra-
taba de hallar sobras, porque estas eran cada vez más escasas

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sino tan solo de saciar el hambre y uno podía convertirse en


el alimento del otro. Así podía pasar que uno encontrara en
plena calle el cuerpo mordido de alguien ya en estado de des-
composición o los huesos apenas con restos de carne y sangre
adheridos; los grupos de caníbales formados por dementes se
habían vuelto comunes.
Para sobrevivir tuve que vivir escondido como una rata, hallé
un refugio subterráneo, lo encontré por accidente un día en el
que hacía tanto frío que me puse a saltar, mis músculos ape-
nas me respondían y saltar era un esfuerzo más allá de mis
fuerzas, pero mi desespero era tal que logré saltar unas cua-
tro veces, fue entonces cuando noté que el suelo se movía un
poco. Me agaché y descubrí que había una puerta, estuve in-
tentando abrirla hasta la madrugada, desistí al amanecer por-
que no quería arriesgarme a ser visto por alguien. La noche
siguiente intenté de nuevo, había encontrado entre las ruinas
el trozo de una barra metálica, valiéndome de ella y del tac-
to, pues la noche estaba oscura y no veía nada, estuve horas
intentando abrir. Al fin, poco antes de medianoche, lo logré.
Bajé unas escaleras y cerré la puerta. Quería saber qué había
allí dentro pero estaba tan cansado que me quedé dormido en
el rellano de las escaleras. Horas después desperté y empecé
a tocar todo a mi alrededor temeroso de lo que pudiera en-
contrar. Estando en esa inspección oí un ruido cerca de mí, el
miedo me cortó la respiración, me quedé inmóvil, alguien en-
cendió una linterna y me alumbró a la cara dejándome ciego
y causándome un dolor insoportable en los ojos. Me los tapé
como pude, la persona bajó la linterna y se quedó quieta, yo
intenté reponerme, abrí los ojos y me pareció distinguir, entre
el encandelille, la figura de una mujer.
Al verla no pude menos que conmoverme, no me habría sor-
prendido si hubiera caído muerta ahí mismo, estaba tan del-
gada que su rostro parecía a punto de desintegrarse, se veía

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como una calavera forrada con una fina capa de piel amari-
llenta. La mujer sacó fuerzas de donde pudo y levantó una
piedra que estaba a su lado, no era una piedra muy grande
pero en las condiciones de desnutrición en las que yo estaba
habría podido matarme. Quedé paralizado por el terror, la
sostuvo en el aire y cambió de idea, no fue capaz de matarme,
la lanzó a un lado y empezó a tener espasmos, arcadas de
dolor que recorrían su cuerpo, quería llorar pero no podía,
estaba tan enferma que ni siquiera podía llorar. Me incorporé
lentamente y ella entendió al fin que no quería hacerle daño.
Me permitió vivir ahí. El refugio no estaba tan mal, había ra-
tas y en una pared escurría agua constantemente, pero era
menos frío que afuera, además había dos linternas y un par
de baterías de repuesto, también tres catres. Irina dormía en
uno, como tenía dos colchones, me dio uno a mí y pude dor-
mir mejor de lo que había dormido en meses, pues desde el
día de la catástrofe sólo había podido dormir un par de horas
en una cama porque a medianoche me asaltó un hombre con
un bate y me la quitó, tardé días en recuperarme de los golpes
y desde entonces tuve que dormir en el suelo.
Irina y yo vivimos juntos varias semanas, estaba muy enfer-
ma y le daba miedo salir, yo salía solo casi todas las noches en
busca de comida. Pude cambiar el tercer catre por una libra
de harina, media de azúcar y una de arroz que tuvimos que
comernos prácticamente cruda, apenas remojada con agua
porque no había cómo encender un fuego; eso alivió nues-
tra situación por unos días. Intentábamos ahorrar al máximo
las baterías de las linternas, pero una noche, mientras busca-
ba entre los restos de un edificio se fundió la mía, pensé que
se habían acabado las pilas, pero no era ese el problema, el
bombillo estaba fundido. Tuvimos que arreglárnosla con una
sola linterna, preferí que Irina se quedara con ella porque en
mis expediciones nocturnas la luz era más un peligro que una

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EL DORADO EN EL AMAZONAS III- Tierra de Dioses

ayuda, la linterna era un objeto muy preciado y no faltaba el


que estaba dispuesto a matar por ella, yo me preocupaba más
por conservarla que por encontrar comida.
Irina no la usaba por temor a que se fundiera, pasaba la noche
esperándome inquieta, sentada en su catre en medio de la os-
curidad, esto contribuyó a que su estado empeorara, cada vez
tenía más miedo, vivía con fiebre todo el tiempo. Los últimos
días deliró mucho y los intervalos de lucidez fueron pocos.
Después de su muerte pasé unos días muy malos, no sabía
que pronto sería rescatado y mi desesperanza era absoluta.
Saqué el cadáver de Irina cuidándome como siempre de que
nadie me viera y lo arrojé al río, no quería dejarla por ahí para
que los vagabundos corrieran a despojarla de sus ropas o sir-
viera, en su caso, de muy escaso alimento.
Las huellas que estos días dejaron en mí son profundas e im-
borrables, me dejaron un insomnio crónico que se ha ido cu-
rando lentamente, pero no sé qué es peor pues cuando duer-
mo tengo pesadillas cargadas de imágenes de aquellos días
en los que los dioses se dejaron llevar por su furia. Todos los
que estamos aquí vivimos la tragedia o somos descendientes
de sus sobrevivientes, entre nosotros hay mudos, víctimas de
radiación y lisiados. No constituimos una muestra halagado-
ra del género humano, pero conocemos la historia y no osare-
mos rebelarnos contra nuestros señores. Vivimos en reflexión
constante y refrenamos cualquier impulso destructivo hacia lo
que nos rodea o hacia nosotros mismos, no queremos seguir
siendo la única especie que se autodestruye. En nuestras ma-
nos está el renacer del género humano, los nuevos pobladores
del mundo serán nuestros descendientes, se nos ha dado una
nueva oportunidad y no pensamos desaprovecharla. Cree-
mos que el hombre puede rectificar su camino, creemos en la
chispa sagrada que hay en él.

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III. De sangre y carne divina

E n el año 135 después de la catástrofe soldados en nom-


bre de nuestros señores Sofía y Alejandro, se apiadaron
de nosotros y nos trajeron al Amazonas, lugar sagrado en el
que han habitado durante la eternidad. Aquí se nos permitió
vivir organizados en reinos creados por ellos y estar cerca del
Dorado, la ciudad de los dioses, sus delegados le dieron a
cada reino la orden de escoger una mujer y un hombre ca-
paces de criar y educar al que sería su primer rey. Una vez
escogidas las parejas se llevaron a las mujeres y en la ciudad
subterránea o ciudad de la ciencia, como la llamaban algunos,
les implantaron un embrión de la diosa Sofía fecundado por
el dios Alejandro; con esta medida pretendían eliminar las di-
ferencias entre los reyes de los pueblos traídos al Amazonas
y el emperador, descendiente divino de Pizarro y de Castillo,
así los reyes de los sobrevivientes también serían hijos de los
dioses.
Éste es el único lugar del planeta que sigue siendo habita-
ble tras la catástrofe aunque ya no es lo que era pues la selva
desapareció dándole paso a tierras fértiles y cultivables, don-
de antes había árboles encumbrados hoy hay llanuras y pas-
tizales. La estirpe de Castillo y Pizarro gobierna el Dorado,
la ciudad de los dioses. El emperador Maximiliano XLVIII y
su familia, príncipes y princesas, descendientes directos los
dioses vivientes se enseñorearon de la vasta Amazonia. Para

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Fernando Bermúdez Ardila

no repetir la historia, sólo las sabias del mundo oculto tienen


acceso a la tecnología, viven debajo del Dorado en una ciu-
dad subterránea muy custodiada a la que nosotros, los hom-
bres comunes, no podemos entrar, son ellas quienes vigilan el
cumplimiento de las reglas.
Hace más de un milenio los sobrevivientes de la catástrofe
iniciaron la creación de un nuevo mundo civilizado con lo
que tenían en sus manos y todos se propusieron cumplir las
reglas, desde el campesino de las llanuras hasta los señores
descendientes de los Castillo y Pizarro. Divididos en grupos
de acuerdo con su cultura o procedencia se les entregaron tie-
rra y semillas y se puso en sus manos el resurgir de la huma-
nidad. Hoy, en el sagrado año de 1784 de nuestros señores
Sofía y Alejandro, son veinticinco los reinos que se extienden
por el Amazonas hasta más allá, al sur, en las praderas fértiles
y en los valles, bajo el dominio del emperador Maximiliano
XLVIII y nuestro Gran Santo Augusto XLV.

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IV. Conspiración y fe

L os caminos escarpados y los temporales no han persua-


dido al jinete ni a su caballo, avanzan rápidamente por
temor a ser alcanzados y por la urgencia del mensaje. Hace
unos minutos ambos vieron a lo lejos un par de hombres que
probablemente quieren alcanzarlos con el objetivo de darles
muerte antes de que lleguen a la residencia imperial, por eso
el jinete cabalga atento a los recodos del camino y a las seña-
les de peligro que pudiera percibir entre los arbustos, toma
atajos y busca escondites para descansar. El caballo, conscien-
te de la premura de su amo, le obedece sin chistar.
Hace dos días, antes de emprender la marcha, el jinete recibió
su comiso en la casa del Gran Santo, panecillos con manteca,
tocino y vino, lo demás lo fue encontrando en el camino, fru-
tas, agua de los riachuelos y pasto para su caballo, así atra-
vesó las tierras llanas a la velocidad del galope. Cuando la
oscuridad de la noche les impidió avanzar se refugiaron cau-
telosamente en las cuevas. Hace apenas un momento inicia-
ron el ascenso de la montaña que hace falta cruzar para llegar
a la residencia imperial. Mientras esto sucede el emperador
Maximiliano XLVIII se prepara para recibir la visita de unos
amigos de copas, no imagina que allá afuera, a pocos kilóme-
tros, el jinete y su caballo aguantan las heladas de la noche
y se enfrentan al peligro con la esperanza de que, al darle el
mensaje, él intervenga y cambie el curso de los trágicos acon-

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Fernando Bermúdez Ardila

tecimientos que se avecinan. No tiene porqué imaginarlo, no


es un hombre dado a las supersticiones y de todas formas
no hay nada en el ambiente que haga pensar en un aconteci-
miento trágico, el tiempo es tan caprichoso como siempre, no
hay motivo de inquietud, todo transcurre de manera normal,
sólo alguien con dotes de vidente podría advertir las oscuras
señales de lo por venir.
El tiempo pasa y con él el apremio, el jinete llega a la residen-
cia imperial donde los visitantes han tenido tiempo de sobra
para instalarse y ya están algo entonados, sus voces y risota-
das traspasan las gruesas paredes de la estancia. Acercándose
al portero del primer control de seguridad le dice:
−¡Abra la puerta que traigo un mensaje urgente para el em-
perador!
El hombre lo mira con desprecio. Todo puede fallar en este
momento, de repente un vulgar portero tiene el poder de
cambiar la historia, en sus manos queda el futuro del imperio,
de nada servirán la valentía y el arrojo de Juan si él no quiere
dejarlo pasar, para rematar el hombre lo adivina por la pre-
mura con la que Juan y su caballo se comportan y no pierde la
oportunidad de hacer notar este poder, no resiste la tentación
de mortificar al pobre jinete, venido de tan lejos.
−Tengo orden de no dejar pasar a nadie.
−Pues hable de inmediato con su superior y dígale que se tra-
ta de un asunto de vida o muerte.
−Yo recibo órdenes de mi superior no de usted.
−Si no me deja pasar el emperador terminará enterándose y
usted lo lamentará.
−Debo cumplir órdenes, si lo dejo pasar lo lamentaré más por-
que a mi superior no le va a gustar que incumpla sus órde-
nes.

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EL DORADO EN EL AMAZONAS III- Tierra de Dioses

−Mucho me temo que su superior no es nadie comparado con


el emperador ¿no cree? Si no me deja pasar su superior tam-
bién lo lamentará, el imperio entero lo lamentará.
− ¿Cómo sé que no me está mintiendo? ¿Qué tal si no trae nin-
gún mensaje y se propone hacer alguna fechoría?
−No hay tiempo para dudas, tome el riesgo y déjeme pasar,
no vengo con malas intenciones.
El portero miró inquisitivamente a Juan y a su caballo.
−Un momento por favor, dijo y se quedó en silencio. El men-
sajero esperó unos segundos pero el portero no hizo nada, no
llamó a nadie ni abrió la puerta.
−¿Qué hace? ¿Pretende que espere aquí hasta que se le de la
gana abrirme?
−¡Le dije que espere! Tengo órdenes estrictas de no dejar pa-
sar hoy a la gente impaciente.
Juan al momento ya iracundo se acercó más al portero dicién-
dole:
−Si no me va a dejar pasar, dígalo de una vez, no tengo tiempo
que perder. Se va a arrepentir y tendrá que rendirle cuentas
al Gran Santo.
−¿Al Gran Santo dice? ¿El mensaje que trae es de la casa de
la fe?
−Eso a usted no le incumbe.
−¡Lo hubiera dicho antes! Espere aquí.
El portero se fue y Juan y su caballo se quedaron esperan-
do hechos un manojo de incertidumbre, para cuando regrese
ya seré hombre muerto, le dijo Juan a los guardias que le ce-
rraban el paso, pasaron algunos minutos que se le hicieron
eternos, no regresará pensaba. Pero no fue así, las palabras
casa de la fe habían obrado mágicamente en el portero que se

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Fernando Bermúdez Ardila

decidió a comunicarle la noticia a su superior, con quien llegó


al cabo de unos minutos.
−¿Qué necesita? Preguntó el superior que parecía ser un ma-
yordomo.
−Traigo un mensaje importante para el emperador, por favor
lléveme con él.
− Puede darme el mensaje a mí.
− Comprenderá que no puedo, es un mensaje personal.
El mayordomo examinó atentamente a Juan y guardó silen-
cio.
−Espere aquí, dijo y se retiró.
El portero se quedó mirando a Juan ya no con desprecio sino
con curiosidad. Juan se calmó un poco, tenía la sensación de
que el mayordomo había entendido la gravedad del asunto
y lo haría pasar pronto. Al rato llegó el secretario privado de
Maximiliano.
−Diga.
−Señor secretario vengo de la casa del Gran Santo con un
mensaje para su alteza el emperador.
− Puede darme el mensaje a mí, el emperador no puede aten-
derlo.
− Lo siento mucho señor secretario, recibí órdenes estrictas,
por favor avísele al emperador que estoy aquí.
−¿No sabe usted que puedo mandarlo colgar por hablarme en
ese tono?
− Lo sé señor, pero si me cuelga el emperador jamás conocerá
el mensaje.
−Es usted bastante terco, pero tiene suerte, hoy no tengo ga-
nas de colgar a nadie, sígame.

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EL DORADO EN EL AMAZONAS III- Tierra de Dioses

Pasan por varios lugares de guardia donde la seguridad es


muy estricta, dejan al caballo en las caballerizas y entran a
la residencia, Juan se siente aliviado. Después de atravesar
varios salones llegan al emperador que habla animadamente
con sus invitados. Cuando los ve deja la copa en la mesa y
después de que el secretario le pone al tanto le pregunta al
mensajero
−¿Qué le trae por aquí?
−Traigo un mensaje importante para usted su majestad.
−Adelante, dígame que es eso tan importante que debo sa-
ber.
−Debo decírselo en privado.
−¡Vaya si se da importancia este mensajero! ¿Ya lo requisaron?
Pregunta el emperador dirigiéndose a un guardia.
−Sí, alteza, ya fue requisado.
−Muy bien, sígame.
Juan se siente tan nervioso que teme que le de un infarto antes
de hablar, está impaciente por soltar el mensaje. Avanzan por
un corredor oscuro, alumbrado solamente por la luz de unas
cuantas lámparas. Una vez en el despacho el emperador le
pregunta:
−¿Qué sucede? ¿Cuál es el mensaje? Por la cara que tiene de-
duzco que es el mensajero de las malas noticias, porque en la
casa de la fe tienen dos mensajeros ¿no es así? uno para las
buenas noticias y otro para las malas y usted no parece ser el
de las buenas.
−Escuché sin querer que van a matar al Gran Santo el viernes,
después del rezo, a la hora de acostarse. Debe impedir que
esto suceda su alteza, tiene que intervenir.
−Lo que me dice es muy grave ¿está seguro?

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Fernando Bermúdez Ardila

−Por supuesto, alteza.


−¿Sabe quiénes están detrás de esto?
−Claro señor, los santos Márquez y Fortescue.
−¿Y por qué habría de dar crédito a sus palabras?
−¿Por qué no habría de hacerlo señor? Soy un simple mensa-
jero y nada ganaría con mentirle al imperio. Quizás perder mi
vida.
−¿Quién le ha enviado?
−Nadie alteza, vengo a título personal, sin querer me enteré
de esto y me pareció que debía ponerlo al tanto.
−¿Cómo así que viene a título personal, no acaba de decirme
que es mensajero de la casa de la fe?
−Así es su alteza, soy mensajero pero nadie me ha enviado, he
venido por cuenta propia.
−¿Por qué no acudió al Gran Santo?
−Se encuentra de viaje y además qué podría hacer él alteza,
usted ha de estar enterado de sus quebrantos de salud, de
sus achaques. Está rodeado de santos, pero no puede confiar
en ninguno, está solo y débil. Los años no llegan en vano
señor, tratándose del Gran Santo esto es particularmente
cierto.
−¡Pero qué dice!
−La verdad señor, no podía esperar a que él regresara de su
viaje.
−¿Ha hablado de esto con alguien más?
Una sombra de duda pasó por la mente del mensajero, si ha-
bía prevenido a un par de empleados, pero prefirió no decír-
selo al emperador.

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EL DORADO EN EL AMAZONAS III- Tierra de Dioses

−Disculpe alteza, por qué tantas preguntas, he venido directo


aquí a pedir su ayuda, nadie más lo sabe. Soy fiel al imperio
y conozco la gravedad de este asunto, allá en la casa del Gran
Santo no confío ni en mi propia sombra señor. Vine hasta
aquí, aún sabiendo el peligro que corría expuse mi vida con
la esperanza de recibir su ayuda.
−Y la tendrá. La fe y el imperio agradecen su valentía. ¿Cuál
es su nombre?
−Juan, señor, Juan Ríos.
−Creo en su palabra Juan, haré que le acompañen inmediata-
mente a la casa del Gran Santo y pongan bajo arresto a Már-
quez y a Fortescue, entonces comprobaremos si dice usted la
verdad y de no ser así pagará caro.
−Gracias señor, sabía que recibiría su ayuda.
El emperador mandó llamar al capitán Roy y después de ha-
blar con él volvió con sus amigos de copas, regentes de varios
territorios anexos a el Dorado. Juan Ríos esperó alrededor de
una hora a que el destacamento que lo acompañaría estuviera
listo y llegado el momento abandonó la residencia imperial
con el capitán y cincuenta soldados, a pesar de la resistencia
de su caballo, ahora temeroso e inquieto; como todo jinete el
mensajero de la casa de la fe sabía que los caballos detectan el
peligro antes que sus amos y la sospecha pasó por su mente,
pero no tuvo fuerzas para eludir el destino, se dejó llevar por
las circunstancias.
Así, mensajero, capitán y ejército avanzaron a buen ritmo du-
rante los primeros dieciocho kilómetros, alcanzaron la llanu-
ra y se detuvieron en un riachuelo a tomar agua y a dejar
descansar sus cabalgaduras. Hacía buen día y los soldados
estaban de buen humor. El mensajero había tenido problemas
con su caballo durante el camino, pero pareció olvidarlos,
concentrado como estaba, sacando agua con las manos para

27
Fernando Bermúdez Ardila

beber. La pausa se prolongó más de lo esperado, al capitán


y sus hombres no les corría ninguna prisa, el mensajero no
sabía si es que ignoraban que la vida del Gran Santo corría
peligro o si es que no les importaba en absoluto.
Al fin el capitán dio la orden de continuar, los soldados se
montaron sobre los caballos y una vez se hubieron incorpo-
rado éste tomó su arco y disparó contra el mensajero que se
desplomó de inmediato, el caballo escapó velozmente.
−Regresemos muchachos, se acabó el paseo, dijo el capitán.
En el salón de la fe todo estaba listo para recibir el nuevo día
con la ceremonia de adoración a los dioses, pero el Gran San-
to no había llegado, algo del todo inquietante pues la costum-
bre era que él llegara primero. Convencido de que se trataba
de algún quebranto de salud, el mayor de los santos presentes
les ordenó a otros dos que fueran a su recámara a ver si éste
necesitaba ayuda pues ya estaba todo dispuesto para la pri-
mera adoración del día. Los dos santos abandonaron el salón
de la fe, atravesaron el patio y recorrieron el pasillo que lleva
a las habitaciones del Gran Santo, golpearon tres veces pero
no obtuvieron respuesta. Al ver que la puerta estaba cerrada
se fueron a buscar al mayordomo. De nada sirvieron las lla-
ves, un segundo seguro estaba puesto por dentro.
Convencidos de que algo malo ocurría intentaron forzar la
puerta, como no abría prefirieron entrar por una de las ven-
tanas. El mayordomo cabía más fácilmente por ser más bajo y
delgado que los santos y aún si no hubiera sido así habría te-
nido que entrar él, pues los santos en sus túnicas no parecían
muy dispuestos y prefirieron esperar delante de la puerta.
Lo que vieron cuando el mayordomo les abrió era dantesco,
ya habían tenido tiempo de pensar que se trataba de una ca-
lamidad pero nunca imaginaron lo que estaban viendo, tanto
los santos como el mayordomo pensaron que el Gran Santo

28
EL DORADO EN EL AMAZONAS III- Tierra de Dioses

podía estar muerto pero debido a sus problemas de salud y


no a un asesinato. El Gran Santo yacía inerte en su lecho boca
arriba y con los ojos desorbitados entre un charco de sangre.
Había sido degollado. A lado y lado se encontraban dos san-
tos, Márquez y Fortescue, asesinados de igual forma y con
una expresión de sorpresa en sus rostros. Por si todo esto no
fuera suficiente y como si se hubiera tratado de un asesino
inseguro o inexperto cada uno tenía además una puñalada en
el pecho.
Uno de los santos le dijo al mayordomo:
−No dirá ni una sola palabra de lo que ha visto hasta que el
consejo de santos decida divulgar la noticia.
−No se preocupe señor, no diré nada. Si dijera todas las cosas
que veo por aquí…
−Usted vendrá con nosotros al salón de la fe.
Siguiendo las órdenes de los santos el mayordomo cerró con
llave la habitación del Gran Santo y se fue con ellos al sa-
lón de la fe. Cuando le dieron la noticia al mayor de todos
los santos, el mismo que los había enviado a buscar al Gran
Santo, éste sufrió un desmayo, tuvieron que sostenerlo en pie
mientras arrimaban una silla. A esa hora casi todos los santos
estaban en el salón y se dieron cuenta de que algo grave pasa-
ba. ¿Dónde está el Gran Santo? preguntaron, ¿Por qué no está
aquí? Los dos santos estaban pálidos y parecía que ninguno
quería dar la noticia.
−¡Deles la noticia! Le ordenó uno de los santos al mayordo-
mo.
−Ocurrió una tragedia…
−¡Habla!
−El Gran Santo fue asesinado.

29
Fernando Bermúdez Ardila

La sala entera pareció agitarse en una mezcla de exclamacio-


nes.
−¿Cómo así que fue asesinado?
−Fue degollado, está en su habitación junto a Márquez y For-
tescue que corrieron la misma suerte.
Si alguien ajeno a las circunstancias hubiera llegado habría
quedado asustado al ver las caras de los santos, estaban pá-
lidos y apesadumbrados, todo el mundo quedó muy impre-
sionado después de la noticia, especialmente los dos santos
que vieron la dramática escena. Mientras decidían cuándo y
cómo dar la noticia, los empleados de confianza de la casa
limpiaban la recámara del Gran Santo y preparaban los cuer-
pos para el sepelio. ¿Cómo dar una noticia semejante? El tri-
ple asesinato fue cometido en la residencia del Gran Santo
donde tienen acceso únicamente los santos, los monarcas y
los miembros de la familia imperial. ¿Quién los había mata-
do? Nadie había visto nada, los perros ni siquiera ladraron
la noche anterior y en la habitación no había ninguna pista,
todo indicaba que el secreto moriría con los difuntos, sería
enterrado con ellos.
Aún no se había decidido dar la noticia al mundo, ni siquiera
a la ciudad de la fe, cuando ya salían mensajeros en sus cabal-
gaduras hacia los reinos para informarle a los monarcas que
el gran guía de la fe del mundo había fallecido. Pronto sal-
drían a la luz componendas y pactos políticos, maquinacio-
nes en torno a la elección del nuevo líder de la fe en el mundo
conocido. Tardó más la misa por la salvación de los fallecidos
que la noticia en llegar a oídos de los reyes.
El emperador Maximiliano XLVIII ya había despedido a sus
visitantes y estaba con la princesa Ana cuando recibió la no-
ticia. Consternado se levantó de su trono ante el oficial de la
guardia que le llevó el mensaje.

30
EL DORADO EN EL AMAZONAS III- Tierra de Dioses

−¿Está usted seguro?


−Sí, alteza, estoy seguro. Acaba de llegar el mensaje oficial
desde la sede de la fe.
−Convoque a todos los monarcas a reunirse aquí para salir en
grupo a la ciudad de la fe a darle el último adiós al Gran Santo
y a los otros dos asesinados.
−Como ordene, alteza.
Una vez el oficial se retiró la princesa preguntó:
−¿Qué le molesta, alteza?
−Ante ayer recibí la visita de un mensajero de la sede de la
fe. Me dijo que los dos santos asesinados, Márquez y Fortes-
cue, planeaban asesinar al Gran Santo. Me parece extraño que
ellos hayan sido asesinados junto a él.
−¿Y qué pretendía el mensajero? ¿Quería que usted impidiera
el asesinato?
−Por supuesto. Lo envié de vuelta en compañía de un piquete
de cincuenta soldados al mando de un capitán para que pu-
sieran bajo custodia a Márquez y a Fortescue.
−Al parecer no lo hicieron. ¿Dónde está el capitán?
−Parece que no ha regresado, dijo Maximiliano XLVIII acer-
cándose a su prometida.
Existían asuntos más urgentes que atender entre ellos, seguir
hablando de santos era un desperdicio, algo muy aburrido.
En todo caso la princesa no pudo preguntar nada más por-
que el emperador le estampó un beso y sus manos ya habían
alcanzado el corsé y estaban desatándolo con premura. Sólo
alcanzó a mover las copas de oro llenas de vino antes de que
les cayeran encima, pues Maximiliano no reparaba en estos
detalles. La joven pareja no pasaba desapercibida, se decía
que ella sería la próxima emperatriz, Maximiliano XLVIII se

31
Fernando Bermúdez Ardila

veía enamorado. Tenían mucho en común, los dos se entre-


gaban alegremente a los placeres de la vida.
Reyes y reinas, príncipes y princesas de todas las latitudes del
Amazonas llegaron a la residencia imperial. Para el pueblo
del Dorado se trataba de la gran familia real, la descendencia
divina, mágica y todopoderosa de los dioses vivientes Sofía
y Alejandro. La mayoría de la gente atribuía poderes mági-
cos a estos seres que en realidad eran personas comunes y
corrientes, pues no se diferenciaban en nada de los demás,
no poseían una belleza extraordinaria ni un talento impresio-
nante. Poseían joyas, riquezas, tierras y poder, es cierto, pero
desprovistos de eso no eran más que simples mortales, no se
les notaba que llevaran genes provenientes de los dioses ni
que por sus venas corriera sangre divina, pero a los ojos del
pueblo esto los convertía en seres ultraterrenos, la gente tiene
una asombrosa disposición a creer en cualquier cosa que vaya
en contravía de lo que ven sus ojos.
Ninguno de esos semidioses parecía especialmente triste por
la muerte del Gran Santo, al contrario, podría decirse que rei-
naba un ambiente festivo, debido quizás a que aquella pérdi-
da pertenecía al mundo de la fe y no al de la política. De todas
formas estaba muy viejito, comentaba un grupo de mujeres
sentadas en el vestíbulo del palacio imperial.
− No le quedaban muchos años de vida.
−El asesino podría haberse esperado, con lo enfermo que esta-
ba lo más seguro es que fuera a morir pronto.
− ¿Cómo puede pasar algo así en la casa del Gran Santo? pre-
guntó una de las señoras.
−Increíble, dijo otra, es que los santos de hoy en día no son de
fiar.
−Tuvo que ser un santo o un noble porque nadie más tiene
acceso a la casa del Gran Santo, dijo otra.

32
EL DORADO EN EL AMAZONAS III- Tierra de Dioses

−O los empleados, querida, vaya uno a saber qué tipo de gen-


te trabaja allá.
−Por ahí escuché el rumor de que uno de los mensajeros de la
casa está desaparecido.
−Ahí está, debió ser él.
−No, si ya apareció. Lo encontraron muerto en un camino,
con una flecha en el corazón, dijo otra.
Un oficial se acercó a decirles que ya estaba todo listo para
partir hacia la sede de la fe. La comitiva salió poco antes del
mediodía. En el camino se fueron sumando más reyes y ejér-
citos de otros reinos con otras lenguas y otras costumbres. Y
aunque la mayoría estaban vestidos rigurosamente de negro
guardando el luto, se veían tan felices que nadie habría ima-
ginado que se dirigían a los funerales. Ya empezaban a sonar
nombres para tan honorable título, algunos príncipes hacían
apuestas y los reyes que hasta el momento no habían conspi-
rado empezaban a hacerlo. Un grupito de jóvenes bromeaba:
−Dicen que fue su amante. El Gran Santo tenía un amante.
−Si claro, otro santo, tal vez alguno de los más jóvenes o el
jardinero de la casa.
Los chismorreos iban y venían y seguramente ya se nom-
braban posibles asesinos. Nada había sido sustraído de la
recámara del Gran Santo, pero los impuestos de la fe eran
cuantiosos y el Gran Santo se había mostrado especialmente
ecuánime en su manejo.
El grupito de mujeres seguía hablando en el camino, habían
decidido irse juntas en la misma carroza y cada vez que la co-
mitiva descansaba se reunían con otras igual de parlanchinas.
En su conversación pasaban de un tema a otro con la mayor
impunidad, así hablaban del tiempo que hacía, de la feliz pa-
reja imperial, del atuendo de la princesa Ana, pero sobre todo

33
Fernando Bermúdez Ardila

del mensajero, que vaya a saber por qué se había convertido


en el tema más importante.
−¿Dónde apareció el mensajero? Preguntó una de las más jó-
venes, princesa del reino gaucho.
−En las llanuras- respondió otra-.
−Las llanuras son muy extensas, ¿exactamente dónde?
− Dicen que en uno de los muchos caminos que conducen a la
residencia imperial.
− ¿Ya encontraron el caballo?
−No sé, no creo, no he oído decir nada.
−Tal vez el mensajero iba a ver al emperador o venía de ver-
lo.
−Eso tendrías que preguntárselo a él.
−Dudo mucho que me lo dijera, algo debía saber ese mensa-
jero ¿no creen?
−Si, debió haber visto algo.
−Tal vez sabía quienes estaban detrás del asesinato del Gran
Santo, porque cómo si no se explica que haya partido de
la sede santa hacia la residencia imperial y haya aparecido
muerto.
−Pobrecillo.
−Me imagino que no se hablará de su muerte, a fin de cuentas
no es más que un mensajero, a quién le importa −concluyó la
princesa gaucha.
Cayó la noche y la comitiva acampó cerca al gran río. Las
huestes de los reyes prepararon las tiendas para que sus mo-
narcas descansaran alrededor del emperador y en pocos mi-
nutos el valle parecía una ciudad cubierta de tela. Las tropas
se acantonaron para cuidar la vida de sus reyes. Viandas iban

34
EL DORADO EN EL AMAZONAS III- Tierra de Dioses

y venían y no faltaba licor para hacer más llevadera la no-


che. Algunas tiendas estaban vacías y otras como la del em-
perador estaban llenas de reyes hablando sobre lo ocurrido.
El joven Maximiliano XLVIII escuchaba sentado al lado de su
prometida las opiniones de moderados y extremistas, pero
no opinaba, la controversia no le interesaba, no le apetecía
discutir con los monarcas.
Para llegar a la ciudad de la fe fue preciso acampar dos noches,
las luces de las fogatas, antorchas y lámparas al interior de las
tiendas producían un resplandor en las planicies visible a lo
lejos por las embarcaciones que subían o bajaban por el gran
río provenientes de afluentes más pequeños que comunica-
ban con los reinos y desembocaban en el Amazonas. Mientras
la comisión avanzaba hacia la ciudad santa en los reinos y
ciudades tenían lugar enfrentamientos violentos. Dos bandos
se enfrentaban, los enemigos del consejo de santos y sus de-
fensores, los centros de adoración casi se habían convertido
en campos de batalla, el pueblo estaba confundido, algunos
atribuían el asesinato del Gran Santo al emperador, otros al
consejo de santos y algunos, los más osados, dotados con una
imaginación perversa, a los dioses y el consejo de sabias.

35
V. El dios viviente

L a entrada de los hijos de los dioses en cabeza del empe-


rador causó alborozo en la ciudad de la fe, pese a que
sus visitas eran relativamente frecuentes, pues éste no era el
primer asesinato del Gran Santo, muchos antecesores habían
corrido la misma suerte. Si algo se había demostrado era que
los grandes santos eran reemplazables como fichas en un ta-
blero de juego. La muchedumbre pugnaba por acercarse a los
reyes y tocarlos, creía que de esta manera sería bendecida, se
decía que el que pudiera tocar a un hijo de los dioses no sólo
gozaría de buena suerte sino además sería curado, por esto el
pueblo asistía con entusiasmo, sobre todo los enfermos.
Muy rara vez alguien lograba tocar a alguno de los descen-
dientes de los dioses porque todos tenían un cerco de seguri-
dad difícil de franquear, no había nada que los fastidiara más
que la romería de enfermos queriendo tocarlos y es que, si
había algo desagradable en el hecho de ser un descendiente
divino era precisamente esto. Verse con un montón de manos
encima, por demás mugrientas, era la pesadilla más temida
de príncipes y princesas, de reyes y reinas. Por fortuna el te-
mor a ser alcanzados por alguna de estas manos se disipó tan
pronto entraron a la casa de la fe y subieron a la terraza donde
se llevaban a cabo los actos públicos, desde allí pudieron ob-
servar cómodamente en sus mullidos asientos a la multitud
agolpada y, a lo lejos, las llanuras y el gran río.

37
Fernando Bermúdez Ardila

La terraza había sido construida hacía poco más de dos siglos,


se había diseñado inteligentemente de modo que fuera lo bas-
tante alta para que el pueblo no pudiera encaramarse pero
también lo suficientemente baja para que pudiera observar
lo que allí acontecía, lo mismo podía decirse de la residencia
entera, siglos atrás, cuando empezó a construirse, los santos
que siempre predicaban a favor de la vida modesta, no esca-
timaron en gastos y el resultado fue una mansión espléndida,
así cada arreglo o modificación hecha.
Por su forma de vida estos hombres, abanderados de la fe, no
tenían nada que envidiarle a los monarcas; si bien cumplían de
manera estricta con sus horarios de oración, comían exquisita-
mente y disfrutaban de una soledad muy conveniente que les
permitía estar alejados del mundo, concentrados en sus labores
y según parece, en la maquinación de planes no siempre bené-
volos con el prójimo. Al haber renunciado a la vida corriente,
los santos no vivían los afanes del hombre común, no tenían
una familia que mantener, tampoco tenían que trabajar, goza-
ban del respeto de todos y no necesitaban alardear de sus éxitos
o pertenencias para impresionar a nadie, pues la regla que se
les aplicaba a ellos era contraria a la que se le aplicaba al hom-
bre común: mientras que el respeto que a éste se le prodigaba
dependía de las riquezas que poseía, el de los santos dependía
de su grado de desprendimiento, dicho de otro modo, entre
más modesto pareciera un santo más simpatías conquistaba,
hecho éste que, a juzgar por sus fortunas, pocos tomaban al pie
de la letra; todos eran hombres adinerados y a veces ni siquiera
se preocupaban por disimular su riqueza.
Los descendientes divinos no eran los únicos que estaban en
la terraza, unos estrados más abajo estaban los santos y al
frente el cuerpo del Gran Santo. A la izquierda de todos había
doce sillas vacías puestas en una elevación como en un altar
especial y aún más arriba otras dos sillas. Todos estaban ex-

38
EL DORADO EN EL AMAZONAS III- Tierra de Dioses

pectantes, en la gran plaza, antes sacudida por el clamor de la


gente, reinaba ahora un silencio sepulcral, que no se debía a lo
solemne de la situación ni mucho menos, sino a una nave de
tamaño mediano que descendía velozmente sin emitir ningún
sonido: la nave de los dioses vivientes. Tras unos segundos de
planeación aterrizó en un espacio cuidadosamente dispuesto
a la izquierda de las doce sillas vacías y todos los presentes,
incluido el emperador, se postraron de rodillas y bajaron sus
cabezas en señal de obediencia.
La puerta principal de la nave se abrió y de ella salió una
mujer de mediana edad y luego otra y otra, hasta completar
doce, todas vestidas de blanco. Una tras otra fueron forman-
do a lado y lado de la salida de la nave haciendo una calle de
honor para que salieran los dioses vivientes Sofía y Alejan-
dro; cuando salieron los escoltaron hasta sus lugares y se di-
rigieron al lugar que les había sido reservado. Mientras todo
esto sucedía nadie se había atrevido a levantar la cabeza, to-
dos permanecieron de rodillas hasta que sintieron la voz del
dios Alejandro que les ordenó levantarse y tomar sus puestos,
apesadumbrado el dios se dirigió a todos:
Asistimos nuevamente a la despedida de un amigo al que le
dieron una muerte violenta que no merecía. Cuando nosotros
los dioses nos apiadamos de ustedes y los salvamos de la ex-
tinción no lo hicimos para que se mataran los unos a los otros
impartiendo el terror. Pretendíamos darles otra oportunidad,
creíamos que después de haber visto lo que vieron habían
entendido sus errores y los enmendarían si se les daba una
nueva oportunidad. Quizás en el fondo sabíamos que nuestra
benevolencia no conduciría a nada más que a otro fracaso de
la raza humana. No ignoramos el lastre de su condición, sa-
bemos que en el corazón del hombre la gratitud es una virtud
escasa, en cambio la traición, la envidia y la ambición encuen-
tran en él amparo, tierra fértil.

39
Fernando Bermúdez Ardila

El mundo podrá destruirse cientos de veces y los dioses po-


dremos salvar al hombre cientos de veces, éste lo agradecerá
al principio, pero después mostrará su verdadera naturale-
za feroz y traicionera, olvidará todo y caerá en los mismos
errores, se autodestruirá, pasará siempre por encima del más
débil en la ilusión de que en el prójimo no hay nada suyo,
ignorando que son un solo ser y que si uno de ustedes es atro-
pellado, el desequilibrio les rebotará a todos, como un cuerpo
que ha sido mutilado, pues al final nada queda impune y el
mal que causaron a otro se les devuelve a ustedes. Pensarán
que la posesión de cosas lo vale todo e irán por ahí destruyen-
do la belleza de la vida.
Nuestra paciencia no es ilimitada, no somos una fuente inago-
table de misericordia y pronto llegará el momento en el que
no estemos dispuestos a tenderles la mano. Mientras llega ese
momento estaremos vigilándolos más de cerca para que no
sucedan tantos atropellos y abusos contra los hombres nobles
que se encuentran cada vez más mermados.
Muchos de los allí presentes se sintieron aludidos e incómodos
con las breves palabras del dios Alejandro, pero por fortuna ni
él ni la diosa quisieron seguir castigándolos con su presencia
y con la misma rapidez con la que llegaron se fueron, apenas
se levantaron de sus puestos el pueblo se inclinó nuevamente
ante ellos y las doce mujeres los escoltaron hasta la nave. Minu-
tos después la gente se incorporó y se dio inicio a la ceremonia
de la fe, oficiada por Nicanor, el más anciano de los santos del
Consejo. Varios santos pronunciaron palabras de despedida
en las que se mencionaron la infinita bondad y honestidad del
difunto, pues, como es bien sabido, cuando alguien muere se
le atribuyen más virtudes de las que tenía, se le convierte en
un santo y se evita hablar de sus defectos, esto es así incluso
cuando se trata de los más crueles criminales, no quiero decir
con eso que el Gran Santo no fuera un hombre bueno, muchos

40
EL DORADO EN EL AMAZONAS III- Tierra de Dioses

lamentaban sinceramente su pérdida. Para cerrar la ceremonia


el emperador Maximiliano XLVIII dijo unas palabras dirigién-
dose a todos los pueblos del Amazonas:
Habría preferido que estuviéramos reunidos por otra razón
menos triste que el vil asesinato del Gran Santo Agustín XLV,
pero la realidad es esta y en las próximas semanas tendremos
que elegir su reemplazo, debo anunciar sin embargo que no
estaré presente en esta elección…
Dicho esto se oyó el murmullo de las exclamaciones, prove-
nientes tanto del pueblo allí congregado como de la realeza,
podría incluso decirse que algunos rostros como el de la prin-
cesa Ana se habían desfigurado por el asombro.
No me corresponde a mí elegir al Gran Santo, esta tarea le ha
sido asignada a otros, a mí solo me corresponde aprobarla o
rechazarla para que el gran consejo de sabias tome la decisión
final. Es a los santos a quienes corresponde tomar esta deci-
sión antes que a mí. A mí me ha correspondido, por bendición
de nacimiento, una misión no menos grande: la de guiar a mis
pueblos, a todas las razas que viven aquí en el que es hoy el
único lugar habitable del planeta, a todos los descendientes
de los que hace un par de milenios sobrevivieron a la catás-
trofe apocalíptica y encontraron refugio aquí, bajo el cobijo
de los dioses siempre piadosos, los mismos dioses a los que
les pido todos los días que me llenen de sabiduría para cum-
plir mi misión como ellos quisieran que lo hiciese. Le deseo
al consejo de santos que los dioses los iluminen para que la
decisión que tomen se caracterice por la justicia, espero que
sean conscientes de la importancia de su veredicto y tengan
en cuenta las palabras pronunciadas aquí por nuestro dios
viviente. Yo, por mi parte, me retiro a la ciudad del Dorado.
Tan pronto Maximiliano terminó su intervención su prometi-
da, la princesa Ana, se le acercó acompañada de su padre, el
príncipe imperial Alberto.

41
Fernando Bermúdez Ardila

−No puede ser cierto lo que acabo de escuchar alteza, dijo con
un tono de disgusto.
−Tienes que empezar a creerlo querida mía. Es la primera vez
que veo a los dioses pronunciarse de ese modo ante el pueblo
y no lo hicieron precisamente para felicitar a los miembros de
la sede de la fe, ni a los miembros de la realeza, ni a ninguno
de los aquí presentes. Todos sabemos que lo que sucede aquí
se debe a conspiraciones que vienen desde los reinos y prin-
cipados. Los puñales y los criminales son enviados de allá,
quienes los envían son nuestros hermanos de sangre. Por eso
te aconsejo a ti y a tu familia que sigan mi ejemplo y mi conse-
jo. Además, los enfrentamientos de algunos reyes y sus casas
de gobierno con el consejo de sabias están cada vez peor, lo
mejor es retirarse prudentemente y evitar despertar la ira de
los dioses que nos han dado la vida y el derecho divino de
gobernar.
Una vez concluido el sepelio, el emperador se dirigió a su
caballo y partió en veloz carrera seguido por su séquito y sus
tropas. Cabalgarían sin descanso lo que quedaba del día y
parte de la noche hasta llegar al puerto más cercano para em-
barcarse y continuar por el gran río -de todos los caminos que
conducían al Dorado, éste era el más seguro-, luego continua-
rían por tierra.
Días después, en las afueras de la ciudad de la fe, las tropas
de los veinticinco reinos que venían acompañando a los reyes
seguían acantonadas junto con los ejércitos de los príncipes,
sus señores no tenían intención alguna de abandonar la ciu-
dad y habiéndose entregado a la pernicie daban vía libre a sus
pueblos para que siguieran tan lamentable ejemplo. Vánda-
los armados se habían tomado las casas de las personas más
prestantes, pasando por encima de criados y señores, mien-
tras otros, quizás menos abusivos, habían montado sus tien-
das de campaña en centros de adoración. Las fondas estaban

42
EL DORADO EN EL AMAZONAS III- Tierra de Dioses

desabastecidas y los nativos habían partido asustados en bus-


ca de refugio. Sólo un puñado de establecimientos funciona-
ban: los dedicados a la venta de alcohol, río revuelto ganancia
de pescadores, pensaban sus propietarios mientras contaban
el dinero. En las herrerías también había trabajo, los herreros
no daban a basto con la cantidad de caballos a los que debían
ajustarle las herraduras ni con los arreglos que los soldados
querían hacerle a sus espadas y armaduras.
Licores de dudosa proveniencia circulaban en las calles, ya se
había creado un mercado negro dominado por soldados que
producían licor de cualquier cosa que pudiera fermentarse.
Hombres ebrios yacían tirados en el suelo, el juego y la pros-
titución amanecían y anochecían en las casas y en las calles
de la ciudad y en los campos mujeres y niñas eran abusadas
por la soldadesca. La noticia había llegado lejos, atrayendo a
proxenetas y prostitutas que se exhibían por los alrededores
de la ciudad de la fe sin ninguna vergüenza.

43
VI. Insurrección

H an pasado cinco semanas desde el sepelio y en el Dora-


do y sus reinos se siente la agitación política, no es fácil
elegir al Gran Santo porque cada reino tiene sus centros de
adoración y en todos hay aspirantes. Siguiendo la tradición,
cada monarca debe elegir dos santos que representen su reino
en la ciudad de la fe, como son veinticinco reinos a la ciudad
llegan cincuenta santos que tienen como tarea elegir al Gran
Santo después de obtener la bendición de reyes y príncipes
y en ocasiones mucho más que la bendición, pues la elección
está mediada por acuerdos políticos y prebendas sobre los
impuestos de la fe que se le imponen al pueblo.
Aunque antes de elegirlo deben tener la complacencia en
pleno de la familia Castillo, Pizarro y Trujillo como descen-
dientes directos de los dioses a adorar y seres intocables, y
el emperador debe emitir el decreto de aceptación, esto no
impide que entre los monarcas haya todo tipo de maquina-
ciones, pues hay mucho dinero de por medio. La tradición
ordena también que una vez haya sido elegido el Gran Santo
éste debe asistir por tres días ante el consejo de sabias, este
consejo conformado por doce mujeres es la única tradición de
los tiempos de Domingo Pizarro y Amaris que sigue viva, fue
un consejo como este el que juzgó a los caballeros templarios
y a Domingo Pizarro y Amaris; el consejo es el puente de los
dioses vivientes Sofía y Alejandro con el mundo.

45
Fernando Bermúdez Ardila

Las doce sabias dan el veredicto final y aceptan o rechazan la


elección del Gran Santo, cuando esto último sucede los san-
tos deben elegir a otro y a otro hasta que el consejo apruebe la
elección. La decisión del consejo siempre provoca divisiones
en los reinos, siempre hay quienes están en desacuerdo, pero
irse en contra del consejo de las doce sabias equivale a irse en
contra de los propios dioses. Algunos más audaces ven que la
eliminación del consejo podría eventualmente equivaler a la
destrucción de los dioses y se preparan para el levantamiento.
La casa de la fe se construyó siglos atrás con el propósito de
albergar santos y difundir la fe al mundo pos apocalíptico; los
sobrevivientes de la catástrofe habían perdido la fe porque las
heridas físicas y emocionales que les había dejado la tragedia
superaban sus fuerzas, para rehacer sus vidas y adaptarse a la
sociedad del Dorado necesitaban recuperarla. Los primeros
siglos después de su instauración, la casa cumplió su papel
en la sociedad, fue durante los últimos tiempos que perdió su
razón de ser porque la catástrofe acontecida milenios atrás se
fue borrando de la memoria de los habitantes de la Amazonía
y la gente fue perdiendo la fe en los dioses vivientes. Entre el
pueblo había ido creciendo un sentimiento de antagonismo o
enemistad hacia los dioses, alentado por monarcas rebeldes
y quizás también por la actitud sospechosamente humana de
estos dioses, la casa de la fe ya no era necesaria pero tanto los
santos como los dioses se habían acostumbrado al poder que
ejercían a través de ella y no querían replantear su papel.
A nadie le interesaban ya las cuestiones relativas a la fe, las
ansias de creer habían sido reemplazadas por las ansias de
rebelión y en el interior de la sede las cosas no eran muy dife-
rentes a la realidad que imperaba por fuera de sus muros. El
poder ostentado durante siglos la había convertido en una de
las instituciones más importantes del mundo y había traído
consigo la corrupción, los que se hacían llamar santos ya no lo

46
EL DORADO EN EL AMAZONAS III- Tierra de Dioses

eran tanto, convertidos como estaban en marionetas con una


inteligencia superior a la del pueblo, pero inferior a la de sus
monarcas que los manejaban a su antojo para que obedecie-
ran siempre a sus intereses personales y algunas veces, valga
decirlo, a los intereses de sus reinos.
En todo caso el lugar se había vuelto inseguro hacía ya bas-
tante tiempo. Antes del asesinato de Augusto XLV fueron ase-
sinados siete santos, todos de forma diferente, los asesinos
hicieron gala de una originalidad aterradora en lo referente a
las artes del crimen y lo único que necesitaron para actuar fue
saber que tal o cuál santo era el más opcionado para ocupar el
trono de su antecesor. Así estos hombres de fe fueron senten-
ciados uno a uno en silencio por todos los conspiradores que,
en su momento, se apoderaron de la ciudad de la fe y cuyo
número fue y seguirá siendo sorprendentemente elevado. El
viejo adagio a rey muerto, rey puesto se ha transformado en a
Gran Santo muerto, Gran Santo puesto. Los santos asesinados
son reemplazados rápido y con la mayor diligencia para que
nunca falten los cincuenta santos necesarios en el momento
de la elección inmediata de quien pudiera reemplazar al Gran
Santo.
Nunca se había vivido una época tan oscura como la de los
últimos siglos en la que debiera ser la ciudad de la luz. El con-
sejo de las doce sabias y los dioses vivientes observaban in-
quietos desdel Dorado, también el emperador se sentía impo-
tente y se había limitado a aconsejarle a monarcas y príncipes
que regresaran a sus reinos porque se había dado cuenta de
que era poco lo que podía hacer, pues la insurgencia se había
tomado el mundo entero, circunscrito al Amazonas, y el solo
poder que él representaba no era suficiente para persuadir a
los rebeldes.
Las sabias en cambio, no se sentían impotentes, no en vano
eran mujeres amazonas, tenían en su memoria genética hue-

47
Fernando Bermúdez Ardila

llas de amenazas muy superiores, en el pasado superaron


retos más difíciles y nunca conocieron la palabra “miedo”,
por eso este brote de insurrección era tan sólo un pequeño
problema para ellas. El consejo de sabias era leal a los dioses
y, a diferencia del pueblo y los monarcas, no había perdido la
memoria y seguía viendo a los descendientes de los sobrevi-
vientes de la catástrofe como unos intrusos a los que el pueblo
amazónico, de más antigüedad y con más poder, acogió en un
acto de bondad. Las sabias ni siquiera se sentían decepciona-
das, pues las amazonas jamás pecaron por confiadas, desde
siempre supieron que esa chusma no daría la talla, tarde o
temprano olvidarían la catástrofe y la caridad de los dioses
y del pueblo del Dorado y repetirían los mismos errores que
los habían llevado a esa situación, actuarían contra su hábitat
tal como hicieron antes de que se produjese, por esa causa,
la catástrofe apocalíptica a la que, según se ha dicho, sólo el
Amazonas sobrevivió.
Cuando vio emerger de la sombra proyectada por la torre
un escuadrón de trescientas guerreras amazonas prestas a
embarcarse en sus naves, el emperador acababa de vaciar el
aguamanil y estaba secándose la cara en la ventana, la guerra
estallará, pensó, pero en seguida sus preocupaciones políticas
cedieron paso a la fascinación que sentía por las naves del
ejército de las amazonas; su diseño y funcionamiento le ha-
bían atraído desde niño cuando jugaba con pequeñas réplicas
de titanio, lo que más le impresionaba en ese entonces, y se-
guía haciéndolo ahora, era el ingenioso mecanismo median-
te el cuál las naves se mimetizaban de un modo tan perfecto
que era casi imposible percibirlas en el aire. Eran ligeras y
no emitían sonido alguno, pero a pesar de ser una tecnología
avanzada resultaba difícil manejarlas, el emperador lo sabía
porque siendo muy joven había entrado a la escuela de dise-
ño y operación de naves, pese a la oposición de su padre que
consideraba más importante que se preparara para sucederlo

48
EL DORADO EN EL AMAZONAS III- Tierra de Dioses

en el trono. Al final su sueño se vio truncado, cuando llegó


el día de asumir el imperio a Maximiliano no le quedó más
remedio que olvidarlo. Se quedó unos minutos más en la ven-
tana, pensando con nostalgia en el pasado mientras las naves
despegaban velozmente con rumbo a la ciudad de la fe.
Como cabía esperar el caos dominante en la ciudad y sus cer-
canías se vio interrumpido o cuando menos alterado por la
llegada de trescientas naves que quedaron suspendidas en el
aire a escasos cien metros de altura e intimidaron a la gente,
obligándola a buscar refugio en los templos y edificaciones de
la ciudad. Los reyes y príncipes imperiales y reales no se asus-
taron como la mayoría de gente, al contrario, se enfurecieron
ante lo que consideraron un abuso. Las naves se dividieron en
grupos pequeños que se distribuyeron estratégicamente en el
espacio aéreo cubriendo la zona entera.
Uno de estos grupos se acercó a los veinticinco reyes, reuni-
dos todos en el mismo lugar, seguramente conspirando con-
tra el imperio y contra los dioses vivientes, y una guerrera
anunció con un potente perífono: En nombre del consejo de
sabias y de las divinidades les ordeno que nos entreguen a los
culpables de traición, a los artífices de los asesinatos cometi-
dos, a los responsables de todos los desmanes que han venido
ocurriendo…, mientras decía esto otra guerrera les lanzaba a
los reyes un manuscrito con una larga lista de nombres, los
que estuvieran en ella serían juzgados por la corte imperial en
la ciudad del Dorado. En la lista había mercenarios, capitanes
y militares, príncipes, reyes y hasta reinas.
−¿Cómo se atreven?- preguntó uno de los monarcas-.
Las guerreras no contestaron, esto los enfureció más.
−¿A quienes le están pidiendo esto? dijo otro ¿Acaso no saben
que hablan con seres divinos? Somos descendientes de san-
gre y carne de los dioses vivientes.

49
Fernando Bermúdez Ardila

−¡Esto es un insulto, no vamos a entregar a ningún miembro


de nuestras huestes! dijo otro rey.
Entre reyes y príncipes sumaban más de ochenta ejércitos, to-
dos de más de cien hombres. Las amazonas, aunque estaban
en naves, no eran sino trescientas, por esto los monarcas se
creían en una posición dominante y les parecía fácil desobe-
decer cualquier orden como habían hecho siempre con el em-
perador; se sentían tan seguros que se burlaron de las sabias
abiertamente.
−¡Regresen por donde vinieron! Su presencia no nos intimi-
da, se arrepentirán por esto, nosotros somos seres divinos y
no tenemos por qué obedecerle a un ejército de mercenarias.
¡Fuera de aquí!
¡Fuera, fuera! gritaban todos. Las guerreras no obedecieron,
siguieron en sus naves intimidando a quienes se encontraban
en la ciudad de la fe.
−Bueno, si quieren hacernos compañía entonces quédense,
nuestros soldados se quejan porque las prostitutas no dan a
basto. Gritó uno de ellos.
Todos se rieron al unísono, parecía que estuvieran compitien-
do a ver quién se reía más escandalosamente, junto a las risas
se oía el entrechocar de las botellas de licor, los más borrachos
brindaban por la afrenta. Uno de los reyes dio una señal y los
soldados, la mayoría ebrios, se prepararon para disparar sus
arcos contra las naves. Las flechas rebotaron, el espectáculo
era deprimente, los ejércitos, si bien eran numerosos, fallaban
en la mayoría de sus tiros porque los soldados llevaban días
emborrachándose y eran tan tontos que creían que las naves
caerían como aves, no era así, las naves estaban dotadas con
un generoso número de látigos eléctricos, bastaba con hundir
un botón para que se activara el mecanismo y empezaran a
salir por la compuerta trasera una especie de cuerdas muy

50
EL DORADO EN EL AMAZONAS III- Tierra de Dioses

delgadas, tan delgadas como hilos y por ello prácticamente


imperceptibles. Por desgracia para los rebeldes ninguna de
ellas lo dudó a la hora de oprimir el botón y los látigos, atraí-
dos por la carga eléctrica propia de los humanos, fustigaron
enérgicamente a los soldados que cayeron inertes al recibir la
descarga.
En minutos las tropas se vieron considerablemente reducidas
ante la mirada horrorizada de los reyes que no terminaban
de creer que sus súbditos estuvieran siendo derrotados y hu-
millados por las mujeres que, además, no habían sufrido ni
siquiera un rasguño durante la batalla, si es que podía nom-
brarse así una lucha tan desigual como aquella. Las tropas
se amontonaron en un intento desesperado por esquivar los
latigazos y no tardaron en rendirse, desde ese momento el
destino de quienes hasta ahora habían gobernado el mundo y
desafiado a los dioses cambiaría de manera radical.
Seguras de su victoria las guerreras estacionaron las naves y se
encargaron de organizar las tropas para que regresaran a los
reinos a los que pertenecían al mando de los descendientes de
los reyes y miembros de la realeza que no estaban involucra-
dos en los hechos por todos conocidos, mientras tanto la sabia
al mando se percató de que estuvieran todos los requeridos,
reunió a príncipes, a reyes y a todos los que se encontraban
en la lista y sólo cuándo estuvo segura de que no faltaba nin-
guno de los inculpados dio la orden de partir con ellos para
el Dorado. El futuro de los reinos estaba ahora en manos de
los miembros de la realeza que no se habían involucrado en
ninguna componenda, eran ellos quienes debían ocuparse de
gobernar hasta que los juicios adelantados en el Dorado con-
cluyeran y se definiera la situación de los acusados.
La lista de los presuntos culpables era tan larga que no había
espacio en las naves, por eso tuvieron que echar mano de los
caballos y recorrer en ellos el largo y tedioso camino hasta

51
Fernando Bermúdez Ardila

la ciudad imperial. Los príncipes y reyes no disimularon su


disgusto, no entendían a ciencia cierta en calidad de qué iban
y algunas guerreras se debatían entre tratarlos como descen-
dientes de los dioses o como prisioneros, ellas sólo cumplían
con su trabajo, asumían su misión en el mundo, la de ser gue-
rreras y estar dispuestas a morir en batalla por sus dioses,
pues así lo habían jurado ante el consejo de sabias, ahora esta-
ban desempeñando su rol a cabalidad.
Al llegar a el Dorado los prisioneros se veían más despoja-
dos de su antigua calidad de reyes, príncipes y militares de
alto rango que cuando recién iniciaban el camino hacia lo que
para ellos sería un cambio de vida radical, quizás más radical
de lo que pudiera imaginar un monarca, acostumbrado a ha-
cer su voluntad y rodeado de súbditos dispuestos a cumplir
sus órdenes. La situación era humillante y no había forma de
escapar del aplastante peso de la vergüenza. En la entrada del
Dorado los esperaban dos cortes acompañadas de ejércitos,
la del emperador y la del consejo de sabias. Todo era confuso
para los enguayabados prisioneros que estaban sedientos y
cansados y no podrían descansar porque lo que les esperaba
era aún más agotador que el camino mismo a la ciudad im-
perial.
La sabia que dirigía el ejército y los había conducido hasta allí
no se detuvo en la residencia del emperador sino que siguió
con ellos a la ciudadela del consejo de sabias, allí se acordó
que los reyes y príncipes no serían alojados ni en la ciudad
imperial ni en la ciudad de las sabias sino en una de las mu-
chas fortificaciones del Dorado, así estarían en un lugar neu-
tral hasta que se llegara a acuerdos definitivos y se hicieran
los juicios. Se alojaron entonces en el gran palacio del sol, un
lugar del cual era difícil huir, no solo por las altas murallas
sino también por la cantidad de guardias amazonas que lo
custodiaban. Fue difícil para los retenidos aceptar su nueva

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EL DORADO EN EL AMAZONAS III- Tierra de Dioses

condición de prisioneros, pero eso es lo que eran, pues esta-


ban recluidos en el palacio y no podían abandonar el Dora-
do.
Una semana después se dio inicio a los juicios en los que par-
ticiparían delegados del imperio y delegadas del consejo de
sabias. Al Dorado fueron llevados víctimas y testigos involu-
crados en los trágicos hechos acontecidos en la ciudad de la fe
y los juicios se llevaron a cabo bajo las ineludibles y estrictas
reglas del imperio. Los acusados sentían vergüenza ante los
testimonios y cargos que les imputaban, soldados y militares
de bajo y alto rango iban siendo sentenciados por sus críme-
nes, pues todos habían sido observados y no había lugar a
dudas. Las pruebas eran contundentes y la maquinaria del
imperio grande y pesada, no había cómo escapar una vez esta
lo hubiera identificado a uno como una amenaza contra el
orden establecido. Eran muchos los hombres que se habían
atrevido a traicionar al imperio y desobedecer los preceptos
de la ley divina, por esta razón los juicios se extendieron a lo
largo de un año, primero se juzgó a los hombres comunes y
corrientes, ante la mirada temerosa de los reyes y príncipes
que, aunque despojados de sus investiduras, seguían siendo
seres divinos porque por sus venas corría sangre de los dio-
ses. Estos monarcas, caídos en desgracia pasaban los días re-
cluidos en el palacio del sol, los sacaban sólo para presenciar
los juicios, el resto del tiempo estaban tras los muros, sumi-
dos en sus cavilaciones y angustiados por el negro futuro que
se avecinaba.
También el emperador y la princesa Ana asistían a los juicios,
o por lo menos lo hicieron hasta una mañana en la que uno de
los testigos nombró al padre y al hermano de Ana. El testigo
declaró que el príncipe Alberto y su hijo habían estado presen-
tes en una reunión en la que se trataron detalles para planear
el asesinato del Gran Santo, esto los situaba, cuando menos,

53
Fernando Bermúdez Ardila

en calidad de cómplices, lo cual era suficiente para enviarlos a


prisión por el resto de sus días. La declaración les cayó a Ana y
al emperador como un baldado de agua fría, ese día se devol-
vieron a su residencia en silencio, pero después de un rato de
haber llegado, la princesa no pudo contener el llanto.
−Te imploro por lo que más quieras que intercedas en favor
de mi padre y mi hermano.
−No es mucho lo que puedo hacer.
−¿Acaso no me amas que no puedes apiadarte de mí y ayu-
darme?
−Ana por favor, imaginas que tengo más poder del que en
realidad ostento. El consejo de sabias obedece órdenes direc-
tas de los dioses vivientes, yo no soy más que una ficha, un
adorno en todo esto. Si los dioses quieren que sean juzgados,
así será.
−Pero tú eres amigo de los dioses, ellos entenderán que lo ha-
ces por mí, porque me amas. ¡Por favor Maximiliano!
−No sé Ana, nunca he intercedido a favor de conspiradores
ni de traidores, mucho menos a favor de mis enemigos, pues
al conspirar contra el Gran Santo estaban conspirando en mi
contra Ana, en contra de mi imperio. ¿Por qué hizo eso tu
padre?
−En eso te equivocas, la conspiración contra el Gran Santo no
era contra ti, la ciudad de la fe y el imperio no son uno solo.
Nadie conspiró en tu contra. Además no podemos estar segu-
ros de que mi padre esté realmente involucrado, pueden ser
mentiras Maximiliano.
−Dime una cosa Ana, dime la verdad, ¿tú sabías?
− ¡Claro que no! De haberlo sabido no lo habría permitido,
¡cómo iba a dejar que mi padre y mi hermano cometieran se-
mejante estupidez, Maximiliano, por supuesto que no!

54
EL DORADO EN EL AMAZONAS III- Tierra de Dioses

Maximiliano la miró con desconfianza.


−Mi amor, te juro que no sabía nada, jamás habría consentido
semejante estupidez, te lo juro, tienes que ayudarme por fa-
vor, no sé qué será de mi madre si ellos son juzgados, podrían
condenarlos a la horca.
−Eso no va a pasar, no permitiré que eso suceda. Haré todo
lo que esté a mi alcance, pero no creo que pueda evitarles la
prisión, tal vez pueda salvarles la vida, pero tendrán que vivir
entre rejas Ana, no estoy en posición de defender a los traido-
res del imperio, de mi imperio.
−Hazlo por mí. Confío en ti, el destino de mi familia está en
tus manos.
−No sé que va a pasar Ana. No sé, dijo el emperador con evi-
dente preocupación y hasta con amargura porque, a decir
verdad, la idea de interceder por quienes lo traicionaron no
le resultaba grata, sabía que no podía hacer nada por ellos,
le daba vergüenza interceder en su favor ante el consejo de
sabias y no quería ni pensar en hablar de este asunto con los
dioses vivientes, no tenía presentación que él, un hombre ho-
nesto, fiel al imperio y a los dioses pidiera perdón para unos
conspiradores, unos traidores, ¡unos asesinos, según las pala-
bras del testigo!
Con el paso de los días la gente en los reinos y principados se
olvidó de sus antiguos gobernantes, el tiempo todo lo borra y
más aún si se trata de pueblos dados al olvido, los príncipes
que estaban limpios de toda culpa, aquellos que no habían
participado en conspiración alguna, se habían convertido en
reyes y sus sucesores habían asumido los principados. La ciu-
dad de la fe había regresado a la normalidad y se recupera-
ba de los daños causados por las tropas de insurgentes, por
primera vez en muchos años la sede de la fe se sentía libre de
conspiraciones y amenazas y el consejo de santos pudo elegir

55
Fernando Bermúdez Ardila

al sucesor de Augusto XLV sin interferencias del exterior y


sin manipulaciones, como un poder soberano independiente
dentro de la sociedad que comenzaba a rediseñarse.
Podría decirse que después de la limpieza efectuada por el
consejo de sabias en los juicios del Dorado, había empezado
una nueva era en el mundo. Los seres divinos no se sentían
tan mal en el palacio del sol que era en todo muy superior a
las mazmorras a donde habían ido a parar los hombres ordi-
narios, culpables de delitos menos graves que los que ellos
habían cometido; a decir verdad no había ningún problema
aparte de que el poder es un vicio enfermizo y sus síntomas
continúan aún después de haberlo perdido. Sin duda algu-
na los prisioneros descendientes de los dioses ya no tenían el
más mínimo poder, pero esto no les impedía seguir conspi-
rando con los gruesos muros de la fortificación como testigos
y el vino como cómplice, no se conformaban con su nueva
vida; acostumbrados a figurar no querían estar tras bamba-
linas. La situación en la que se encontraban sacó lo peor de
sí mismos, se envenenaban los unos a los otros moviéndose
como un nido de alacranes, listos a poner su veneno donde
más doliera, y es que no hay nada más desaconsejable que po-
ner en el mismo sitio de reclusión a varias personas caídas en
desgracia que hayan ostentado poder o crean ostentarlo aún.
En la residencia imperial la princesa Ana no ha escatimado
esfuerzos y le ha suplicado recurrentemente al emperador
para que hable con el consejo de sabias e interceda a favor de
su padre y su hermano.
− No entiendes mi sufrimiento Maximiliano. Parece que no te
afecta verme destrozada, no escuchas mis súplicas.
− Me pones en una situación muy difícil, lamento lo que le
está pasando a tu familia pero no veo cómo puedo librarlos
del destino que ellos mismos se han buscado.

56
EL DORADO EN EL AMAZONAS III- Tierra de Dioses

− Nunca pensé que faltaras así a tus promesas. Prometiste


ayudarme.
−Y lo haré.
−¿Ah, sí? ¿Cuándo? ¿Cuándo mi hermano y mi padre ha-
yan muerto en prisión, envenenados por los mismos que los
arrastraron hasta allí? Ni siquiera te conmueve el que mi ma-
dre esté enferma, a punto de morir, sin poder ver a su hijo y
a su esposo.
−Ana, hemos hablado de esto tantas veces…
−Sí, prefieres hablar a hacer algo de buena vez. Si no me ayu-
das no te lo perdonaré nunca.
−Voy a invitar al consejo de sabias y haré lo que pueda. Pero
no tengo grandes esperanzas pues si hace unos años Aman-
cay no defendió ni movió un dedo por su hermano, acusado
de traición, no creo que lo vaya a hacer ahora por un par de
hombres que ni siquiera conoce.
−Sólo habla con ellas.
−Te prometo que mañana mismo estarán aquí, pero no debes
estar presente en esa reunión, no se vería bien.
−Cuando tengas alguna razón, búscame, antes no.
Dicho esto la princesa se fue y dejó a Maximiliano sumido
en la angustia, odiaba tener que pedirle semejante favor a las
sabias porque sabía que no se lo concederían, pero si no lo
intentaba Ana lo iba a abandonar, hacía ya dos semanas que
no dormía con él, se había confinado a una de las habitaciones
clausuradas de la residencia y salía todas las tardes a visitar
a su madre que estaba deprimida y enferma y le metía en la
cabeza que él podría hacer algo. Si, tanta insistencia de Ana
venía en realidad de su madre, una vieja mañosa y manipu-
ladora.

57
Fernando Bermúdez Ardila

Haciendo caso a las súplicas de la princesa, el emperador in-


vitó al consejo de sabias a su residencia. Amancay no se sor-
prendió con la invitación y entendió que aunque se extendía
a todo el consejo, bastaba con su sola presencia, intuía más
o menos de qué se trataba y no consideraba necesario invo-
lucrar a las demás, si iba ella sola sería menos penoso para
Maximiliano, además su condición de máxima autoridad del
consejo le permitía ir sola, estaba segura de que él así lo espe-
raba y de que si había invitado a todo el consejo era porque
no sabía cómo proceder y temía pasar por grosero. En pocas
palabras, Amancay no puso ninguna objeción y acudió al lla-
mado, cuando llegó a la residencia el emperador la recibió
ceremoniosamente y no preguntó por las demás sabias, con
una mirada le agradeció que hubiera asistido sola, o al menos
eso sintió ella.
−En la historia del Dorado las relaciones entre los diferentes
consejos de sabias y el emperador de turno no han sido tradi-
cionalmente buenas, pero, por fortuna para nosotras, -hablo
no sólo en mi nombre sino también en el de las demás in-
tegrantes del consejo-, nos tocó un emperador muy especial
con quien hemos podido tener una relación llena de madurez,
inteligencia, sabiduría, confianza… esto le convierte a usted
Maximiliano, en el mejor emperador que haya tenido el Do-
rado y en general el Amazonas.
−Muchas gracias Amancay, me siento honrado, pero temo que
esté usted exagerando, no soy más que un hombre de carne
y hueso que ha intentado estar a la altura de su descendencia
divina.
−Y bien que lo ha logrado, ya ve usted cómo otros no han
sido capaces y se han rebajado hasta traicionar sus propios
orígenes.
−De eso precisamente quiero hablarle.

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EL DORADO EN EL AMAZONAS III- Tierra de Dioses

−Más o menos imagino de qué se trata. Entiendo que está us-


ted en una situación difícil debido a la condena del príncipe
Alberto y su hijo.
−No se equivoca.
−La princesa Ana debe estar sufriendo mucho con la enferme-
dad de su madre y la situación de su padre y su hermano y ha
debido pensar que podía usted interceder en su favor.
El emperador no esperaba que Amancay estuviera enterada,
pero de algún modo esto le hacía las cosas más fáciles.
−Así es. Siempre estuve de acuerdo con los juicios a las tropas
y a los militares, pero no sé si sea realmente necesario man-
tener en prisión a los príncipes y antiguos reyes, después de
todo son seres divinos, sangre y carne de los dioses.
−Pero la prisión en la que se encuentran es más que cómoda
señor emperador, de eso puede estar seguro. Bastante hemos
hecho al perdonarles la vida, muchos cometieron delitos que
son castigados con la pena de muerte. Otros conspiradores,
militares y hombres comunes y corrientes, fueron condena-
dos a la horca, pero los dioses vivientes Sofía y Alejandro fue-
ron compasivos con los monarcas y príncipes y los confinaron
a unas celdas bastante más cómodas que las casas de la mayo-
ría de habitantes de los reinos del Amazonas. Esos seres divi-
nos por los que usted aboga llevan toda su vida traicionando
al pueblo y a los dioses, lo que sucedió en la ciudad de la fe
no fue un hecho aislado, fue apenas el detonante del polvorín
en el que se habían sentado durante años. A mi parecer los
seres divinos deberían ser juzgados más duramente que los
demás.
Ante esto el emperador no podía decir nada, sabía que el
príncipe Alberto y su hijo no merecían la libertad, además no
podía abogar por ellos cuando había tantos otros nobles en la
misma situación.

59
Fernando Bermúdez Ardila

− Se que más que una convicción propia lo motiva un sen-


timiento… ¿cómo dijéramos?... familiar. No conviene que
miembros o más bien parientes, digamos, futuros parientes
de la familia imperial, estén encarcelados, pero debe usted
comprender que se vería muy mal ayudarlos a ellos solamen-
te y no puedo ayudarlos a todos porque eso sería contradecir
la voluntad de los dioses vivientes.
−Entiendo perfectamente, no es mi intención pedirle que le
desobedezca a los dioses vivientes y aún si se considerara la
idea de interceder a favor de mis futuros parientes, como a
tenido a bien decir, esto tendría que tener la aprobación de
la diosa Sofía y del dios Alejandro. En ningún momento he
pensado en hacer algo a sus espaldas.
−Yo sé eso, no hace falta la aclaración, entiendo su situación,
es lo que haría cualquier buen prometido, no lo juzgamos por
esto señor emperador. Quiero ayudarlo, no puedo liberarlos,
pero puedo arreglar una visita de Ana y su madre a la prisión,
esto seguramente las hará sentirse mejor. Recibir visitas es un
privilegio que no le ha sido concedido a ningún prisionero.
−Está bien, es más de lo que esperaba, le agradezco mucho,
estoy seguro de que será una buena noticia para Ana.
Amancay se despidió con las siguientes palabras:
−El consejo de sabias sigue confiando en nuestros dioses y
ellos siguen confiando en usted, nosotras también Maximi-
liano, confiamos en su sapiencia y asumimos nuestra respon-
sabilidad de mantener el equilibrio de la sociedad que nos
fue entregada por los mismos dioses que le dieron a usted su
sangre y su carne.
Después de la visita de la sabia Maximiliano quedó de muy
mal humor, se sentía estúpido por haber cedido a las súplicas
de Ana, sabía que era descarado pedir clemencia para con el
príncipe Alberto y su hijo que habían demostrado ser tanto

60
EL DORADO EN EL AMAZONAS III- Tierra de Dioses

o más viles que el peor de los soldados y ahora se sentía hu-


millado y ridículo por haberlo intentado y haberle hecho a
Amancay una petición que él mismo consideraba inmoral.
Estaba molesto consigo mismo, pero también con la princesa
Ana, lo había mortificado tanto que al final había logrado lo
que se proponía, que él intercediera por los malandros de su
familia.
Se encerró en su despacho, no quiso ver a nadie durante lo
que quedaba del día y decidió no decirle nada de la visita a
la princesa hasta que la cuestión no estuviera confirmada, no
tenía deseos de verla. Pasaron un par de días durante los que
Maximiliano evitó a toda costa a su prometida. La aspirante
a emperatriz sufría mucho a causa de la ambición desmedida
de su familia y de la suya propia.

61
VII. El sucesor

A nte los hechos consumados el mundo no puede hacer


más que seguir su rumbo, todo lo consumado pertenece
al reino del pasado y por tanto es inalterable, irrefutable o in-
comprobable. El anuncio de la boda imperial entre la princesa
Ana y el emperador fue recibido con sorpresa, pues, aunque
llevaban buen tiempo juntos y hubo unos días en los que to-
dos daban por hecho que Ana sería la próxima emperatriz,
después del juicio a su padre nadie daba un céntimo por esa
relación. Algunos pensaban que Maximiliano se alejaría de
ella en respuesta a la traición de sus familiares, otros que ella
nunca le perdonaría el haber enviado a su padre a prisión;
pero si hay algo cierto es que en las relaciones de pareja nunca
se sabe lo que puede suceder, la fuerza enigmática del amor
conduce a los hombres por caminos impredecibles.
El pueblo corto de miras y machista, a pesar del pasado ma-
triarcal del Dorado, comentaba que debía tratarse de un amor
sincero, por lo menos por parte de Maximiliano, qué otra cosa
si no explicaría su boda con una mujer cuya familia había caí-
do en deshonra convirtiéndose en objeto de escarnio público
por traicionar al imperio y de paso al hombre que la preten-
día, comentaba también que la princesa Ana era tan peligrosa
como sus parientes debido a su desmesurada ambición. La
gente exaltaba las bondades del emperador y condenaba a la
princesa, como si fuera pecado ser una mujer con ambiciones,

63
Fernando Bermúdez Ardila

como si, por el solo hecho de ser mujer no tuviera derecho a


ambicionar.
Curioso sentimiento el de la ambición, lleva al hombre a em-
peñar su vida en pos de la satisfacción de sus deseos y es a
la vez una razón de vivir y un martirio, una carga pesada
que no todos pueden arrastrar, pero quien tiene la fuerza y
está dispuesto también está seguro de que vale la pena y esa
convicción lo lleva a la meta, pone a su alcance lo que tanto
ambiciona. El problema no está en ser ambicioso sino en no
poder disfrutar de lo obtenido por el pensamiento de que po-
dría obtenerse mucho más, es preciso saborear cada triunfo,
detenerse a disfrutar de lo que se tiene antes de ir por más
porque si no, ¿para qué se tiene? Cuando el ambicionar se
convierte en un simple hábito termina siendo una condena
que corrompe la relación del hombre con el mundo y lo llena
de insatisfacción y ansiedad. Cada quién es víctima de su pro-
pio invento y como dijo Buda, la máxima victoria es la que se
gana contra uno mismo.
La corte imperial, el consejo de las doce sabias y los dioses vi-
vientes aprobaron unánimemente esta unión, lo cuál no pasó
desapercibido, pues en otros tiempos el pertenecer a la fami-
lia de un traidor habría sido motivo suficiente para el destie-
rro. Los dioses y el consejo de sabias preferían no meterse en
la vida sentimental del emperador, por más autoridad que
tuvieran no podían mandar en los asuntos del corazón y tanto
Ana como Maximiliano eran personas con criterio para deci-
dir, el asunto de la aprobación era sólo un protocolo más bien
ridículo para darle más legitimación a las uniones y recordar
el poder del consejo de sabias y de los dioses vivientes. Luego
de anunciado el compromiso, fueron pocos quienes se atre-
vieron a culpar a la princesa por los errores de su padre y su
hermano porque qué culpa tenía ella, lo más seguro es que
todo se hubiera hecho a sus espaldas y, de cualquier modo,

64
EL DORADO EN EL AMAZONAS III- Tierra de Dioses

no había pruebas en su contra, ni el menor indicio de que es-


tuviera involucrada en la conspiración.
A la boda asistieron los nuevos reyes y príncipes de todo el
mundo, la siempre imponente ciudad del Dorado se engala-
nó y el imperio estuvo de fiesta sin los antiguos gobernantes
que seguían en el palacio del sol en el más severo aislamiento,
donde no se permitían visitas frecuentes y los prisioneros no
tenían ningún contacto con el exterior; de no ser por la visita
de la princesa Ana meses atrás, los reos no se habrían entera-
do de lo que estaba pasando, tan absoluto era el aislamiento.
En aquella visita la futura emperatriz les confió a su hermano
y a su padre que la relación entre ella y Maximiliano había
mejorado mucho y que, si todo seguía bien, los planes de ma-
trimonio se retomarían pronto. Los prisioneros no creían en
estos planes y se burlaban, pensaban, como todo el mundo,
que el emperador no se casaría con ella teniendo presos a su
padre y su hermano, a menos que planeara liberarlos, pero
eso era otra historia, la esperanza se había perdido, al parecer
ni el amor ni el poder de Maximiliano daban para tanto.
Cuando la boda fue ya un hecho confirmado el príncipe im-
perial Alberto y su hijo se llenaron de dicha, la audacia de
la princesa empezaba a dar sus frutos, al fin tendrían en su
poder la descendencia directa de la estirpe imperial; los com-
pañeros de prisión en cambio, no se veían contentos con la
noticia, ese día los nuevos miembros de la familia imperial
tuvieron varios altercados.
−Si cree que usted y su hijo saldrán de aquí gracias a la unión
de la infeliz de su hija con el emperador está muy equivoca-
do. Le dijo uno de los reyes caídos en desgracia al príncipe
Alberto.
Durante los días siguientes a la boda él y su hijo tuvieron
que cuidarse de los demás prisioneros que los amenazaban,
primero muertos que libres, les decían, si los sacan a ustedes

65
Fernando Bermúdez Ardila

nos tienen que sacar a todos, los vigilaremos día y noche, no


permitiremos que los saquen de aquí con vida. Ana, un tanto
indiferente ante la situación de los suyos, celebraba su triun-
fo, se sentía satisfecha consigo misma porque, a pesar de los
malos pasos de sus familiares, había logrado su objetivo. No
había podido sacar de prisión a su padre ni a su hermano,
pero ahora era la soberana del Dorado, la felicidad nunca es
completa, le habían dicho su madre y su hermana la princesa
Juana que sufrían mucho con la ausencia de ellos, una ausen-
cia quizás eterna.
El tiempo y el destino han convertido a la otrora princesa im-
perial Ana en la emperatriz del Dorado. Si antes la deshonra y
la vergüenza pesaban sobre ella, ahora son el respeto y la admi-
ración de los demás los que imperan, entre otras cosas porque
tiene una personalidad más imponente que la de Maximiliano
y ejerce el poder con más seguridad y encanto que el empera-
dor casi retraído o, en todo caso, de temperamento débil. La
emperatriz goza de una posición inmejorable desde la cuál go-
bernar y no piensa desperdiciar el poder y la influencia que
tiene sobre el emperador, se propone recuperar viejos amigos
de la sede de la fe, sellar nuevas alianzas y estrechar los lazos
con algunos reyes, sabe que Maximiliano la dejará hacer por-
que cada día parece más hastiado de las exigencias de su posi-
ción, ella representa para él más un alivio que una amenaza y
con gusto dejará en sus manos muchos asuntos que le aburren
y que ella podrá resolver perfectamente, él confía plenamente
en su capacidad, sabe que se casó con una mujer inteligente y
en todo caso para él el poder no es más que una ilusión, pues
siempre ha creído que en el Dorado los emperadores son sólo
un adorno, una figura que los dioses vivientes y el consejo de
Amazonas manejan a su antojo.
No han pasado aún dos años desde que se casaron, pero la
feliz pareja ya se prepara para recibir al nuevo integrante de

66
EL DORADO EN EL AMAZONAS III- Tierra de Dioses

la familia, un Maximiliano más en la larga lista de emperado-


res del Dorado, sucesor del trono y descendiente de sangre
y carne de los dioses vivientes, llamado por destino divino
a gobernar el mundo. Ana se siente cada vez más orgullosa
pues será la madre del futuro emperador. El esperado día lle-
ga y el parto es asistido por parteras amazonas como reza la
tradición, el niño nace sin mayores complicaciones, la empe-
ratriz soporta bien el parto. El pequeño es tan tranquilo que
ni siquiera llora al nacer, esto preocupa a las parteras que, en
una segunda inspección, comprueban que se trata de un bebé
sano que ya sonríe cuando no lleva ni siquiera una hora de
nacido.
Maximiliano se ganó el amor de todos los que le rodeaban
desde muy pequeño, era un bebé excepcional, siempre son-
riente y rozagante, no causaba el más mínimo problema. Des-
pués, con el paso del tiempo se convirtió en un niño precoz,
pues al año de nacido no sólo caminaba con elegancia sino
que ya hablaba casi perfectamente, haciendo gala de un acer-
vo de vocabulario sorprendente, debido en gran parte al es-
mero de su madre que, además de gobernar y pactar alianzas,
educaba a su hijo con la mayor dedicación. Nadie negaba que
era una buena madre pero cuando se hablaba de sus políti-
cas como emperatriz no podía decirse, bajo ningún concepto,
que fuera buena, las alianzas que estableció resultaron fatales
para el pueblo, sus disposiciones junto con las de la sede de la
fe lo empobrecieron considerablemente sometiéndolo, infun-
diéndole temor y exprimiéndolo con tributos cada vez más
altos. El poder de la sede de la fe y de la emperatriz llegaba a
todos los rincones de la Amazonía gracias a los guías de la fe
presentes en los centros de oración de cada aldea, pues todos
los pueblos, hasta el más pequeño, contaban con un centro de
oración y uno o más guías de la fe perfectamente alineados
con los intereses de la sede y de la emperatriz y dispuestos a
participar activamente en las decisiones políticas en pro de su

67
Fernando Bermúdez Ardila

señora y del Gran Santo, dispuestos incluso a impartir órde-


nes militares y a cometer desafueros con tal de salvaguardar
su poder.

68
VIII. La emperatriz

A sí como es innegable que para algunos el tiempo pasa


más rápido que para otros, también lo es que para quie-
nes lo emplean con sabiduría este es más útil que para quie-
nes lo derrochan. Ana no había perdido el tiempo, había edu-
cado a su hijo, el futuro emperador, de una manera digna de
elogios, pues el pequeño de ocho años se comportaba como
un hombre audaz y ambicioso, seguro de sí mismo y egoís-
ta, virtudes o defectos inherentes a cualquier gobernante. Al
mismo tiempo había soportado pacientemente la ausencia de
su padre y su hermano y el sentirlos lejanos en la cercanía,
confinados al confort de las murallas del palacio del sol. Du-
rante esos diez años de prisión las cosas habían cambiado en
el palacio, ya habían muerto varios prisioneros, algunos de
viejos, otros por excesos con el vino y otros de nostalgia, de
privación, de la triste ausencia de aduladores. Las cosas no
habían sido fáciles para la familia de la emperatriz, Alberto
y su hijo estaban cada vez más decaídos, decepcionados de
Ana.
−Haber alcanzado la cima del mundo no te sirvió para nada
Ana, le decía su hermano, tanto poder sólo te sirvió para edu-
car al hijo de emperador y llenarte de abalorios, joyas, muchas
joyas, eso era todo, Ana. Pensé que usarías mejor tu poder, mi
padre y yo pensamos que siendo la mujer más poderosa del
mundo podrías sacarnos de la prisión, pero no, dime una cosa

69
Fernando Bermúdez Ardila

¿No has podido o no has querido? ¿Has terminado por pensar


igual que los dioses vivientes y el consejo ese de mercenarias?
Tal vez pensaste que te convenía más tenernos aquí encerra-
dos, un asunto menos en que pensar al fin de cuentas.
− Me insultas Robin, no es esa la forma de hablar entre her-
manos.
−¿Ah no? ¿Entonces cuál es la forma? ¿Debo decirte su ma-
jestad?
−No he hecho más que pensar en cómo lograr su liberación,
cada uno de los pasos que he dado durante estos ocho años
ha ido encaminado a eso, a sacarlos a ustedes de aquí.
−Ana, pobre Ana… pensaste que al convertirte en empera-
triz tendrías poder, pero no te convertiste en nada más que la
compañera de un hombre débil, una marioneta del consejo y
de los dioses, un adorno, un hombre sin pantalones, sin carác-
ter. Lo manejas a él Ana y puede que incluso a los santos, pero
ellos no tienen ningún poder, el consejo de sabias y los dioses
vivientes tienen todo bajo control, ustedes sólo obedecen a su
plan y no se dan cuenta, se adulan los unos a los otros y termi-
nan por creerse esa fantasía en la que son los dueños y seño-
res de todo, pobre de ti Ana, crees que haces mucho al sellar
alianzas con ellos, pero ellos tienen tan poco poder como tú.
−Debe ser más inteligente estar aquí ¿cierto? Encerrado tras
los muros, lo haces mejor tú que yo ¿no es verdad? Será que
tú sí tienes poder, ¡imbécil, tú y mi padre fuisteis unos imbé-
ciles al unirse a esa banda de traidores, fuisteis unos brutos,
no confiasteis en mi plan de seducir a Maximiliano, ¡me creías
una idiota y mira!, mira a tu alrededor, llevas años encerrado
aquí mientras yo gobierno el mundo allá afuera, ¡soy la em-
peratriz!.
−Tú y tus delirios de grandeza, una emperatriz. ¡Eres un re-
medo de emperatriz Ana! No has podido sacarnos a mí y a

70
EL DORADO EN EL AMAZONAS III- Tierra de Dioses

mi padre de aquí! Vas a dejar morir al viejo aquí entre esta


manada de hienas.
−¡Confía en mí, por lo que más quieras! No hago más que
pensar en eso, no es fácil, si lo fuera hace rato habrían salido
de aquí.
−Ana, no vas a lograr liberarnos con la aprobación del consejo
y de los dioses, olvídate de eso, tienes que idear otra manera.
−¿Crees que no sé eso? Confía en mí, hace tiempos estoy…
sólo confía en mí.
−¿Estás planeando…?
−Shhh! Las paredes tienen oídos y estas murallas más.
Esta fue la conversación que tuvieron Ana y su hermano du-
rante su última visita, en los diez años había podido visitarlos
alrededor de cinco veces, no más, el consejo era inflexible en
su posición y conseguir el permiso para visitarlos era humi-
llante, si no hubiera sido por la mediación del emperador Ana
no habría podido verlos nunca. Su padre y su hermano ya lle-
vaban largos años en cautiverio, pero Ana no había perdido
las esperanzas de verlos libres y, en vista de que el consejo no
estaba dispuesto a ayudarla, se había dedicado a hacer alian-
zas y a espiar a reyes y príncipes para poder tenerlos en sus
manos cuando los necesitara, hacía mucho Ana se había dado
cuenta de que la única forma de liberarlos era planeando un
rescate, sólo que no era fácil porque el palacio estaba muy
custodiado por guardianas amazonas y las amazonas eran in-
sobornables porque odiaban a los descendientes de la catás-
trofe, los veían todavía como a unos invasores a pesar de que
habían pasado tantos siglos desde entonces que ese ya era un
capítulo olvidado de la historia.
La emperatriz sabía que no podría rescatarlos sola, necesitaba
la ayuda de los monarcas, los santos no la acompañarían en

71
Fernando Bermúdez Ardila

eso, eran enemigos naturales de la liberación de su padre, no


importaba cuántas alianzas hubieran pactado ni que hubieran
gobernado juntos todo ese tiempo, simplemente no podía con-
tar con ellos, jamás arriesgarían su cómoda posición de vivido-
res del pueblo por liberar a un par de desgraciados, serían muy
tontos si lo hicieran, ella también se había preguntado varias
veces si no le convenía más dejarlos allá encerrados, así no po-
drían meterse en las decisiones que tomara, si los liberaba se
convertirían en una carga, andarían por ahí metiéndose en pro-
blemas y cometiendo errores, liberarlos no era una buena idea,
pero ella siempre había sido un miembro de familia intachable,
su ambición no le impedía ser incondicional con los suyos, te-
nía un sentimiento de pertenencia tribal y no se sentía capaz de
traicionarlos así, por eso estaba dispuesta a jugárselo todo por
ellos, ya había sido suficiente, había tenido más paciencia de la
que cabía esperar, diez años son una eternidad.
Como ya conocía los secretos de casi todos los reyes y prínci-
pes, pues todos tenían su largo rabo de paja, bastaba con que
se reuniera con el consejo de sabias y contara un par de cosas
para que todos empezaran a temblar y fueran a dar al palacio
del sol. Los tenía en sus manos, o se arriesgaban y la ayuda-
ban en su plan o esperaban a que ella los denunciara, como
cabe imaginar en estas circunstancias, no eran pocos los que
pensaban en asesinarla, pero eso también estaba calculado, la
emperatriz hacía buen uso de su poder, por muchas razones
les convenía más ayudarla que irse en su contra, así es que
accedieron con la garantía de que rescataría únicamente a su
padre y hermano, pues liberar a los demás prisioneros, mu-
chos padres o hermanos de ellos mismos significaría restau-
rarlos en un poder que ellos no estaban dispuestos a entregar
y que, de ser necesario, defenderían con su propia vida.
Uno de los monarcas, el rey del reino más grande del Dorado,
intentó hacerla reaccionar:

72
EL DORADO EN EL AMAZONAS III- Tierra de Dioses

−Sus intenciones de ayudar a sus familiares caídos en desgra-


cia son muy nobles, quizá más de lo que cabría esperar de una
emperatriz.
−También han existido emperatrices con moral, le dijo
Ana.
−Sí, pero no sin inteligencia su majestad.
−¿Qué quiere decir?, ¡dígalo de una vez!
−Su padre y su hermano libres podrían complicarnos la vida
a todos su majestad, no sólo a usted. El palacio del sol es có-
modo, allá no les falta nada.
−Con cuidado Luttrell, me parece que olvida con quién habla,
no está bien visto que los reyes cuestionen las decisiones de la
emperatriz, me parece que está usted subestimándome, no sé
que le hace pensar que sus razonamientos están por encima
de los míos.
−Todos tenemos debilidades, sólo quería asegurarme de que
su majestad no se está dejando llevar por un exceso de noble-
za poco conveniente. Lo que planea es una traición abierta
al consejo de sabias y a los queridos santos, con ambos se ha
mostrado usted muy leal y eso le ha servido bastante. Al fa-
cilitarles la fuga a su padre y a su hermano está traicionando
al imperio y de ahí a terminar acompañándoles en la prisión
hay muy poco mi señora emperatriz.
−El poder no es para los cobardes Luttrell.
−No viene al caso confundir la prudencia con la cobardía.
−Suficiente Luttrell. ¿Me acompaña o no? Recuerde que tengo
en mi poder unos documentos que lo comprometen.
−Algo me dice que le ayude o no, terminaremos siendo com-
pañeros de prisión su majestad.
−¡Luttrell!

73
Fernando Bermúdez Ardila

− Muchos le han prometido acompañarla en su empresa pero


lo hacen porque piensan que eso terminará hundiéndola y
ellos podrán sacar alguna ventaja, yo soy más sincero, le he
dicho lo que pienso porque no creo que podamos sacar ven-
taja alguna de su desgracia.
−Así es Luttrell, piensa usted muy bien, si yo me hundo se
hunden todos, si me colaboran y las cosas salen bien no se
hunde nadie.
−Nos pide que lo arriesguemos todo.
−Los súbditos deben estar dispuestos a todo por su empera-
triz.
− No me deja usted muchas opciones. Supongo que tendré
que acompañarla en ese disparate.
−Bien dicho.
La fuga sería un detonante sin precedentes, los familiares de
la emperatriz no se conformarían con estar fuera de los muros
del palacio del sol, provocarían una división muy fuerte en
el seno de la familia imperial y acabarían con la estabilidad
monolítica que se había instaurado desde la unión de Ana
y Maximiliano XLVIII, por eso los monarcas se sentían tan
intranquilos y cruzaban los dedos para que por alguna cir-
cunstancia ajena a todos el rescate se frustrara. En ocasiones
se libran batallas sabiéndose desde el inicio que se van a per-
der; había dicho Luttrell ante el empeño de la emperatriz de
desafiar al consejo de sabias, a sabiendas de que éste contaba
con el respaldo de la furia divina, y al emperador y su corte,
arriesgando además su matrimonio.
Si ella y los monarcas llegasen a ser descubiertos lo cuál era
más que seguro, se convertirían en enemigos de los santos, de
los dioses y del imperio. Ya todos habían visto en los juicios
de la ciudad del Dorado lo que podía sucederles a los que

74
EL DORADO EN EL AMAZONAS III- Tierra de Dioses

osaban desafiar al consejo de sabias y a los dioses, aún tratán-


dose de seres divinos, pero como la emperatriz tenía suficien-
te material probatorio para acusarlos ante la corte imperial y
el consejo y los crímenes y abusos que habían cometido eran
tantos no les quedaba otra opción que intentar rescatar al
príncipe Alberto y su hijo, era eso o enfrentar anticipadamen-
te un juicio sin darse la oportunidad de una última batalla y
sin tener como aliada a la madre del futuro emperador.
Faltaba sólo un día para el rescate. La operación se haría de
noche, Ana había decidido apostar por un rescate discreto, un
par de escaladores treparían por uno de los muros posteriores
del palacio, por ser los más altos y no tener ventanas en los
primeros pisos las guardianas los olvidaban a menudo. Por
allí pretendían sacar al príncipe Alberto y a su hijo, los mo-
narcas debían ayudar a esconderlos y un par de ellos tendrían
que prestar a los escaladores, miembros de los ejércitos de sus
reinos, que irían equipados con dardos y somníferos, no fuera
a ser que los demás prisioneros frustraran el rescate. Ya esta-
ba todo preparado, se habían previsto todos los detalles y la
emperatriz estaba esperanzada, creía que las cosas podían sa-
lir bien y que su padre y su hermano disfrutarían pronto de la
libertad. Pero el destino es caprichoso y tiene sus vericuetos,
la mañana del día en el que la fuga se efectuaría el emperador
buscó a Ana:
−Te tengo una mala noticia.
−¿Qué pasa? No me gusta la cara que tienes, ¿qué sucede?
−Se trata de tu padre y tu hermano.
El rostro de Ana se transformó, por el tono de voz del empe-
rador la noticia no podía ser buena.
−Una epidemia se apoderó del palacio del sol, es una peste
extraña y mortal Ana, las guardianas han huido asustadas y
los prisioneros ni siquiera han atinado a escapar porque la

75
Fernando Bermúdez Ardila

enfermedad los ha atrapado a todos, según parece ya han


muerto varios.
La emperatriz palideció y se desplomó en el sillón.
−Ana, ¿estás bien?
−¿Qué ha pasado con mi padre y con mi hermano?
−No lo sé todavía, todos los prisioneros han sido abandona-
dos a su suerte, las guardianas se fueron y los dejaron ence-
rrados.
−¡Qué infamia!
−La gente tiene miedo de acercarse, lo que tienen es contagio-
so, se propaga a la velocidad del viento.
−¿Cómo te has enterado?
−Amancay vino a decírmelo, se fue hace diez minutos.
−Déjame sola por favor.
−Ana, lo siento mucho.
Dicho esto el emperador se fue y ella se quedó sola unos mi-
nutos pensando si no sería esta una buena oportunidad, pues
no había guardianas, necesitaba saber si su padre y su her-
mano aún vivían. Visiblemente confundida salió a buscar a
Maximiliano.
−Me voy al palacio del sol.
−No puedes ir.
−¿Por qué no?
−Porque corres peligro, puedes contagiarte.
−Necesito saber si es cierto lo que me dices.
−Por supuesto que es cierto Ana. Jamás te diría una mentira
así.

76
EL DORADO EN EL AMAZONAS III- Tierra de Dioses

−Tú no, pero el consejo de sabias sí, que tal si es una artimaña
de ellas para deshacerse de todos, que tal si los envenenaron.
−Ana, por favor, qué dices, sabes que no harían algo así. Busca
a Amancay, habla con las guardianas que huyeron si quieres,
algunas están agonizando porque alcanzaron a contagiarse,
pero no te vayas para el palacio del sol, no tiene sentido.
−Necesito saber si mi padre y mi hermano aún viven.
−Claro que necesitas saberlo, se lo he dicho a Amancay, pro-
metió enviarme un mensajero con noticias.
En ese preciso momento llegó Luttrell, le bastó con ver el sem-
blante de Ana:
−Veo que ya están enterados.
−Sí Luttrell ¿Qué le trae por aquí? Preguntó el emperador.
−Nada bueno su majestad, traigo malas noticias.
−¿Lo ha enviado Amancay?
−No, no me ha enviado nadie, vine porque tengo algunos
asuntos que tratar con su majestad la emperatriz y porque he
sido de las primeras personas en enterarme de la muerte de
su padre y su hermano y supuse que ustedes estaban espe-
rando noticias ¿Me equivoco?
− No Luttrell, no se equivoca, dijo el emperador, los dejo solos
para que traten sus asuntos, voy a confirmar con el consejo de
sabias que lo que usted dice es cierto.
El emperador salió y Ana se quedó con Luttrell.
−¿No podía ser más prudente Luttrell?
−Lo siento su majestad, me pareció que debíamos hablar ur-
gentemente para saber cómo proseguir con nuestros planes.
−¿Cuáles planes? ¡Ya para qué Luttrell! ¿Es cierto lo que me
dice, están muertos?

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Fernando Bermúdez Ardila

−Sí, su majestad, es cierto.


−¿Sabe algo más de esto Luttrell? ¿Quién planeó esto?
−No su majestad, la sospecha también me ha acosado, pero
parece que no hay ningún secreto, según dicen una guardiana
que viajó a tierras lejanas trajo consigo la epidemia.
−¡Maldita sea! No puede ser cierto. Quien quiera que esté de-
trás de esto me las pagará.
−Lo siento mucho su majestad.
−Que lo siente mucho…Luttrell no me haga reír, si no puede
usted tener mejor cara, está pensando: ¡Gracias al cielo, nos
librarnos de semejante descalabro!
−Siento mucho la muerte de su padre y su hermano. Nadie
se salvará, los pocos que siguen con vida están agonizando.
Durante los últimos días pasaron cosas muy extrañas en el
palacio, no querían que la gente se enterara de lo que estaba
ocurriendo, médicos entraban y salían, al final el asunto se les
salió de las manos, la peste se fue llevando rápido a los prisio-
neros, en las últimas horas acabó con todos.
−Luttrell espero que usted no esté detrás de esto porque de
ser así le irá muy mal.
−Le juro que no su majestad, por los dioses que no, solo he
estado de su lado en esto, he hecho mis pesquisas y puedo
asegurarle que es cierto lo que le digo, una guardiana conta-
gió a todos con la enfermedad.
La emperatriz quedó destrozada, tan pronto estuvo sola se
puso a llorar, se sentía muy mal por no haber podido sacar
a su padre de esas cuatro paredes, no merecía una muerte
así, el haberles fallado la mortificaba profundamente. Sería
una herida difícil de curar. La ciudad del Dorado se declaró
en alerta máxima, sus habitantes se encerraron en sus casas
y durante días las calles estuvieron deshabitadas. La familia

78
EL DORADO EN EL AMAZONAS III- Tierra de Dioses

imperial enterró al príncipe Alberto y a su hijo, así como a


todos los miembros de la realeza y del imperio que tuvieron
el infortunio de perecer en el palacio del sol, víctimas de la
epidemia. El odio de Ana por el consejo de sabias y por Maxi-
miliano fue creciendo desmedidamente, los culpaba por lo
sucedido. A pesar de que usó todo su poder para descubrir
quién había planeado la muerte de los prisioneros, no encon-
tró nada, pues las cosas sucedieron así, por destino, era cierto
que una guardiana que había viajado había traído la peste y
también era cierto que el consejo había hecho todo lo posible
por controlar la epidemia y que los mejores médicos del Do-
rado habían perecido en el intento.

79
IX. La muerte del Emperador

L o que nunca ha sucedido un día sucederá por vez prime-


ra, el descendiente directo de los dioses vivientes murió
envenenado. Nunca en toda la historia del Dorado había sido
asesinado ningún emperador, excepto el emperador maldito
al que nadie quiere recordar, del que poco se cuenta en los
libros de historia y del que todos saben más bien poco, que
gobernó en el siglo XI de los años que se cuentan en nombre
de nuestros señores Sofía y Alejandro. El mundo entero guar-
da luto y los reinos y principados están viviendo su duelo, el
pueblo sufre hoy la ausencia de su emperador. Rumores van
y vienen y en las altas esferas se guarda un secreto terrible:
que en el seno de la familia divina existen asesinos que se han
manchado las manos con la sangre de un hermano, pero el
pueblo no es tan tonto como para no imaginar la verdad y se
oyen gritos acusadores en contra de la emperatriz y su hijo el
pequeño Maximiliano, quien no esperó mucho para hacerse
coronar como era su derecho.
Había cumplido ya trece años y tenía una voluntad recia, he-
redó de su madre la actitud de gobernante y así lo demostró
desde el primer momento, junto con la emperatriz dio la or-
den a todos los reyes, príncipes y santos de participar en las
honras fúnebres de su padre con una corte militar de honor y
se encargó de que su despedida fuera una ceremonia sin pre-
cedentes en la historia del Dorado. La ceremonia se extendió

81
Fernando Bermúdez Ardila

a lo largo de todo un día, desde las ocho de la mañana hasta


las seis de la tarde, hubo gente que se desmayó y durante este
tiempo Maximiliano y su madre tuvieron que soportar con
incomodidad las miradas acusadoras de muchos, pero su-
pieron hacerles frente y al final del día los que antes estaban
seguros de la culpabilidad de ambos ahora lo dudaban por-
que las palabras de despedida del nuevo emperador parecían
muy sinceras:
“Todos los honores que se le rindan hoy a mi padre, Maximi-
liano el sabio, como muy bien lo ha apodado el pueblo, son
pocos, la grandeza de mi padre va más allá y no hay ceremo-
nia que le haga justicia a un hombre que se distinguió por ser
el más justo y noble de los emperadores del Dorado. En vida
disfrutó del afecto del pueblo, del consejo de sabias y de los
dioses vivientes, de carácter noble y sensible era un hombre
quizás demasiado bueno para ejercer el poder, un hombre que
supo mantener su alma siempre limpia y no se dejó mancillar
por los juegos del poder que todos conocemos. Él estaba más
allá de todo eso y tenía la sabiduría necesaria para conservar
en su alma la sencillez y la humildad de los grandes hombres.
Se va dejándonos un gran ejemplo y un enorme vacío, pero
seguirá siendo mi fuente de inspiración y mi referente, desde
el cielo me guiará en esta nueva labor que tengo que asumir:
la de ser el emperador de los pueblos del Amazonas. Como
ordena la tradición debo reemplazar a mi padre en tan alto
cargo y honrar su memoria siendo tan sabio como lo fue él, no
hay para mí mayor orgullo que ser el hijo del mejor empera-
dor que haya tenido el Dorado ni mayor reto que responder a
la sabiduría y la nobleza que caracterizaron a mi padre.
La mejor forma de hacerlo es guiando a mi pueblo hacia la luz
con el recuerdo siempre presente del hombre que supo ganar-
se su admiración y su afecto. Estamos juntos en el dolor que
produce su partida. Decreto tres días de duelo para honrar la
memoria de mi padre Maximiliano XLVIII”.
82
EL DORADO EN EL AMAZONAS III- Tierra de Dioses

A decir verdad, el pueblo no lloró demasiado la muerte de


Maximiliano el sabio, es cierto que lo apreciaba, pero este
aprecio era más el producto de la antipatía que sentía por
la emperatriz que un sentimiento con fundamento real, la
imagen déspota y desconsiderada que el pueblo tenía de la
emperatriz Ana había contribuido a idealizar al emperador y
alimentado la tendencia a verlo como una víctima, un pobre
hombre en manos de su esposa malvada. El afecto al que se
refería su sucesor era más bien conmiseración, la relación del
difunto emperador con su pueblo prácticamente había des-
aparecido desde que contrajo matrimonio y fue delegando su
poder a la emperatriz, en sus apariciones en público se le veía
distante y aburrido. Aún cuándo se sabía que tenía una vida
interior rica y era un hombre educado, amante de las artes y
las letras y con cierto desprecio por el mundo que le impedía
gobernar, era un hombre desesperanzado, diríase que el po-
der que la vida le había regalado le estorbaba. Esa actitud de
desprecio por el poder que tantos anhelaban le valió cierta
fama de prepotente en los altos círculos, si le decían el sabio
era por su erudición y en ningún momento por su filosofía de
vida, pues en eso siempre se mostró pusilánime, limitándose
a eludir sus compromisos y acortar al máximo su número de
alocuciones, cuando lo que en realidad deseaba era claudi-
car.
Unas pocas veces se permitió expresar su desprecio por el ser
humano hablando de un antiguo libro sagrado que dice que
todos los hombres descendemos de dos dioses, Adán y Eva,
que ellos tuvieron dos hijos a quienes llamaron Caín y Abel
y que un día Caín mató a Abel por un malentendido, el ase-
sinado, que era el hombre bueno de la historia no dejó des-
cendencia, quien dejó descendencia fue el hombre malo, de
allí venimos todos. La maldad original, la maldad del primer
hombre que asesinó −concluyó el difunto emperador− sobre-
vivió y se extendió por la tierra viajando en todos los tiempos

83
Fernando Bermúdez Ardila

a través de todos y cada uno de los hombres que la habitaron


y que la habitan. Somos ese asesino que mató a su hermano y
aún no muestra arrepentimiento.
Por todo esto era de esperarse que al tercer día de luto todo
hubiera vuelto a la normalidad, el afecto del pueblo por Maxi-
miliano XLVIII era ficticio, lo recordaban como un hombre
raro, estrafalario y hasta misterioso, pero no como un hombre
amable.
En el pasado, antes de que sucediera la gran catástrofe, el Do-
rado y el Amazonas en general tuvieron que protegerse mu-
cho del mundo exterior porque albergaban riquezas enormes:
oro, plata, esmeraldas y diamantes entre otras piedras pre-
ciosas, después, cuando el mundo que existía por fuera de la
Amazonía pereció bajo el peso de la catástrofe, los dioses vi-
vientes y las amazonas bajaron un poco la guardia, pero pro-
hibieron bajo pena de muerte la explotación de estas riquezas
y durante siglos los gobernantes del Dorado y sus territorios
anexos tuvieron que hacer de cuenta que esos tesoros no exis-
tían y acatar la prohibición. El consejo y los dioses sabían que
si se daba vía libre a la explotación de esas riquezas surgirían
mafias y el daño ecológico sería muy serio.
El Dorado y sus alrededores tenían grandes reservas, había
muchos tesoros. La que milenios atrás fue la casa de los trai-
dores era ahora una fortaleza enorme que guardaba en su in-
terior tesoros de valor incalculable. El reino La Esperanza del
Nuevo Mundo, fundado en los primeros años de los dioses
por Jorge Iván o Sir George Francis Colt guardaba también
riquezas enormes en el palacio de gobierno, aliado histórico
de la casa imperial, y ni qué decir de los tesoros escondidos en
el interior de la ciudadela del emperador, allí en los sótanos
las riquezas eran incalculables.
El joven Maximiliano entró pisando fuerte, quiso cambiar la
historia y dio vía libre a la explotación de las riquezas por

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EL DORADO EN EL AMAZONAS III- Tierra de Dioses

diez años, cada reino debería tributarle el cincuenta por cien-


to de lo hallado en sus tierras y proveerle además veinte mil
hombres en calidad de obreros pagados y subsidiados por los
reinos para que exploten las tierras pertenecientes al imperio.
El pueblo y los monarcas no entienden cómo es que ni los
dioses ni el consejo se oponen y empieza a crecer el malestar
porque a nadie le parece justo que al nuevo emperador se le
permita explotar de esta forma las riquezas. Si los dioses no se
pronuncian es porque apoyan sus planes y sienten simpatía
por el pequeño Maximiliano, lo ven como a un líder.
Son muchas las cosas en la vida que tienen un lado bueno
y un lado malo, pero también hay cosas que son completa-
mente negativas y nefastas; la explotación de las riquezas
en el Dorado y sus reinos enriquecía a unos y empobrecía a
otros, no sólo por la inequitativa distribución de la riqueza
sino también por el perjuicio ambiental y social provocado
por la actividad minera. Muchos hombres desperdiciaban su
vida trabajando en las minas, los problemas que esto traía a
su salud no se compensaban con ningún pago en oro o pie-
dras preciosas, pero pocos tenían la inteligencia para verlo y
caían en la trampa de la “riqueza”, es decir, asignaban valores
equivocados a las cosas y no discernían qué valía más si la
salud o el oro, ciegos entregaban su única vida al trabajo en
las minas, trabajo que enriquecía a otros, que existan hombres
tan confundidos para malgastar su vida de ese modo se debe
al miedo, a la alienación y a la injusticia existente.
El estado de las cosas que imperaba en el mundo pos apo-
calíptico era sorprendentemente parecido al del mundo pre
apocalíptico, se diría que se acercaba a grandes pasos al es-
tado de las cosas que regía cuando ocurrió la gran catástrofe.
Los reinos de la Amazonía se consumían en la búsqueda fre-
nética de oro, los gobernantes pasaban por encima de quien
fuera con tal de llenar sus bolsillos y sometían injustamente

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Fernando Bermúdez Ardila

al pueblo. Pero, aunque tarda, la naturaleza misma se encar-


ga de arrasar o fertilizar en busca del equilibrio arrebatado
por la mano del hombre, esto es algo que los humanos pos-
tapocalípticos deberían saber, sólo que su inteligencia resulta
limitada a la hora de imponerse sobre ciertas pasiones como
la ambición y las ansias de poder.
Hace siglos, cuando recién se habían creado los veinticinco
reinos integrando a los sobrevivientes de la catástrofe con la
sociedad amazónica, la gratitud y adoración a los dioses vi-
vientes Sofía y Alejandro era enorme y así como crecían los
reinos y los principados crecían también los centros de ado-
ración y se construían estatuas de los señores. La devoción
de la gente fue fortaleciéndose tanto que se creó la ciudad
de la fe para esparcir la semilla de la fe al mundo que estaba
consolidándose. Los señores habían creado a su alrededor un
diseño único de sociedad maravillosa en el que su familia, su
descendencia, la carne de su carne y la sangre de su sangre,
gobernaría por los siglos de los siglos y ellos vivirían eterna-
mente para vigilar que su obra perdurara y se mantuviera
incólume.
Para el hombre resulta más fácil crear dioses que puedan sal-
varlo de sí mismo, dioses que lo perdonen, dioses acompaña-
dos de leyendas, dioses a los cuales construirles monumentos,
altares y centros de adoración, dioses a los que se les puedan
dedicar oraciones, dioses imaginarios que, por medio de un
perdón imaginario, expíen sus culpas y lo liberen del peso de
sus malas acciones, esto resulta más fácil que asumir la res-
ponsabilidad total de la existencia.
La pregunta por la justicia no atañe al mundo natural sino al
mundo creado por el hombre, en el caso del Dorado y sus rei-
nos un mundo con jerarquías en el que los gobernantes tienen
el deber moral de impartir justicia para preservar la armonía
en la sociedad, son ellos quienes deben discernir lo justo de

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EL DORADO EN EL AMAZONAS III- Tierra de Dioses

lo injusto, lo que corresponde a cada quién, lo que cada uno


merece, hasta dónde llega la necesidad real de los hombres,
cuándo los deseos son sensatos y cuándo se han desfasado,
víctimas de la ambición, pero los gobernantes son hombres
también, son como cualquier hombre del común y no siempre
obedecen a su obligación moral ni son conscientes de la en-
vergadura de su misión, se dejan llevar también por el poder
y se vuelven insaciables. Los dueños de las riquezas siempre
quieren más y los que han sido despojados de sus derechos
siempre estarán inconformes y sus heridas seguirán sangran-
do, por eso los injustos tendrán que temer eternamente por
ellos y su descendencia, pues no se olvidan nunca las afrentas
contra la sangre que se desliza velozmente y de un manantial
se convierte en río, con los murmullos de los caudales y el
estrépito de las generaciones. Afortunado el juez cuando la
familia de su sentenciado sabe que éste es culpable.
Como cabía esperar el decreto del emperador terminó divi-
diendo a los Reinos, creando diferencias entre ellos que antes
no existían, antes todos eran más o menos iguales, ahora se
había creado una enorme brecha entre ellos: unos tenían más
oportunidades que otros. En cinco años, desde que el empe-
rador decidiera que las riquezas se explorarían y cada reino
debería darle el 50 % como tributo, se destruyó por completo
la débil armonía entre los reinos y se desestabilizó la socie-
dad postapocalíptica. Se acabó la sensación generalizada de
igualdad y se dio rienda suelta a los instintos malsanos de los
humanos, los que tenían más eran superiores a los que tenían
menos y la gente se medía de acuerdo con sus posesiones,
cuánto tienes y te diré cuánto vales parecía ser el factor de-
terminante del imperio al mando del joven Maximiliano que
con apenas diecisiete años había concentrado en su corona
el máximo nivel de poder que haya tenido un emperador en
toda la historia del Dorado.

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Fernando Bermúdez Ardila

Sus ejércitos se extendían a lo largo y ancho de la Amazonía y


se encargaban de mantener el orden con ayuda del consejo de
santos y del Gran Santo, que había tenido un par de desave-
nencias con el emperador y no hacía las cosas de muy buena
gana, en todo caso todavía no había mucho que hacer porque,
aunque los reyes y príncipes estaban cada vez más incómo-
dos con la opresión no lo expresaban abiertamente y en el im-
perio se vivía todavía en calma, digamos mejor: en una tensa
calma, el ambiente se sentía pesado. Así como cuando se ven
nubarrones negros en el cielo se es fácil presagiar que la tor-
menta está próxima.
El consejo de amazonas y los dioses vivientes apoyaban al
emperador más allá de los límites de la prudencia. Al fin,
después de tantos años, empezamos a ver los frutos, llegó el
líder que esperábamos con tanta ansiedad, decía Amancay.
Vivían obnubilados por él de una manera inexplicable, pues
aunque Maximiliano era guapo, inteligente y encantador, re-
sultaba difícil atribuir tanto poder a estas virtudes. El efecto
embriagador que el joven producía sobre ellos obraba de for-
ma mágica, era la mezcla perfecta entre su difunto padre y la
emperatriz, de él había heredado la distinción y las maneras
nobles y de ella la seguridad y la astucia, ella misma se había
encargado de labrar su carácter convirtiéndolo en un ser cua-
si perfecto. Además estaba en la flor de la edad y sabía condu-
cirse con las mujeres, resultaba difícil que les cayera mal, aún
tratándose de guerreras amazonas tan exigentes y rudas.
Tanto era su poder de seducción que, años antes, poco des-
pués de su coronación, los dioses anunciaron: “las tropas del
nuevo emperador serán respaldadas por un ejército de cin-
cuenta guerreras, este ejército contará con toda la tecnología
y la ciencia de la ciudad subterránea, armas de las que no po-
drán disponer las tropas…” Este hecho no tenía precedentes
y no pasó desapercibido, durante siglos los dioses y el consejo

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EL DORADO EN EL AMAZONAS III- Tierra de Dioses

habían protegido celosamente su tecnología y su ciencia, sólo


ellos tenían acceso a esa fuente de poder que consideraban ex-
tremadamente peligrosa para el pueblo. Nunca había existido
tanta unidad entre ellos, el consejo de sabias y el emperador
que, aunque tenía muchos detractores, gozaba, como ya se ha
dicho, de la simpatía de los dioses vivientes y de Amancay y
por tanto era el dueño y señor del mundo. El pueblo se estaba
convirtiendo en objeto de injusticias y la antigua imagen que
tenía de los dioses, la de seres sensatos y justos, había ido des-
haciéndose como un castillo de arena expuesto a las olas del
mar. La desconfianza se metió en las mentes de la gente como
un viento frío de invierno que se cola en los huesos.

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X. Amor y sangre

D onde hay más de una persona los intereses y ambiciones


generan competencia y dan lugar a sociedades, coalicio-
nes y alianzas útiles, se impone la ley del más fuerte, válida
tanto en el mundo humano como en el natural. Las alianzas
más sólidas son las que atan la sangre, un hijo común o un
heredero representan un nudo indisoluble, por esto el ma-
trimonio es la forma más lógica y práctica de hacer alianzas
duraderas y de beneficio mutuo, en los reinos del Dorado
esto no se ignoraba, desde tiempos inmemoriales los reinos
se aliaban mediante uniones conyugales.
Esta vez el turno le ha tocado a los reinos Russ y Griss, los
más ricos del imperio, los que más se han beneficiado del de-
creto de Maximiliano, es decir, de la explotación de minera-
les y piedras preciosas, estos son los reinos más poderosos,
los que gozan de mayor prestigio. El príncipe Robin, de cin-
cuenta y dos años, llamado el príncipe viejo, desposará a la
princesa Laura. Hay expectación en el ambiente, el mundo
se encuentra de plácemes porque hace bastante tiempo no se
celebra una boda, la última fue la del difunto emperador con
la princesa Ana, hace más de dieciséis años.
Todos los reinos se preparan para la gran boda, también en la
sede de la fe hay alborozo, santos, reyes y príncipes preparan
su partida al reino de los Russ para celebrar el matrimonio

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Fernando Bermúdez Ardila

junto con la familia de la princesa, futura esposa del príncipe


viejo quien no por ser viejo deja de ser atractivo para cual-
quier princesa, pues es un hombre bien parecido que, pre-
ocupado siempre por su apariencia, dedica buena parte de su
tiempo al ejercicio físico, es vigoroso y lleno de vitalidad, su
remoquete se debe más que a su edad, al hecho de que aún no
ha contraído nupcias ni ha sido llamado a suceder a su padre
en el trono.
Aunque la boda se va a realizar en el reino de los Russ, los
Griss también tienen múltiples tareas todavía por cumplir re-
lativas a la celebración de la alianza, hay muchos invitados,
muchísimos y llevar a cabo una ceremonia así no es cosa de
un día ni de dos, los preparativos empezaron meses antes de
haber anunciado el matrimonio, chefs y cocineras llegaron de
todos los rincones del Amazonas, la preparación del banque-
te que se ofrecería en la boda era importante, debía reflejar la
abundancia, la riqueza de las dos familias, de los dos reinos,
debía dejarles claro a los invitados que el reino de los Russ y
el de los Griss, que pronto serían casi un mismo reino gracias
a la unión del príncipe viejo con la princesa Laura, eran lo
más pudientes y poderosos del, de eso no le quedaría la me-
nor duda a nadie, si es existía alguna.
En esto las dos familias estaban de acuerdo, por eso habían
triplicado el número de empleados en la residencia de los
Russ y duplicado el número de soldados y guardias del reino,
además habían contratado artistas y juglares procedentes de
las más diversas regiones del imperio.
Semanas antes del gran acontecimiento llegaron músicos,
malabaristas, equilibristas y encantadores de serpientes a la
residencia real con el objetivo de preparar números que com-
placieran a los invitados, las tardes en los patios de la residen-
cia eran de lo más entretenidas, pues los artistas practicaban
allí sus presentaciones y cuando caía la noche armaban juer-

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EL DORADO EN EL AMAZONAS III- Tierra de Dioses

gas donde iban a parar las mujeres del servicio, los guardias
y hasta una que otra princesa alebrestada por algún artista
porque por sus oficios les era muy fácil ser encantadores.
Las delegaciones de cada reino en cabeza de sus respectivos
reyes, llegaron al castillo de los Russ el día anterior a la boda,
acompañados por supuesto de príncipes y reducidas tropas,
pues desde que Maximiliano le había exigido a cada reino un
número considerable de hombres como parte de pago de los
tributos, los ejércitos se habían mermado en número de hom-
bres y se habían convertido en algo meramente simbólico, sus
capacidades militares y bélicas habían disminuido conside-
rablemente, estaban muy reducidos para atacar o defender,
daban tristeza de lo pequeños que eran. Esto le convenía al
emperador porque de este modo agrandaba su propio ejército
imperial. Reyes y príncipes fueron llevados a los dormitorios
del castillo y alojados conforme lo ordenaba su investidura.
Esa noche nadie o casi nadie durmió bien, los empleados es-
tuvieron despiertos hasta altas horas de la noche haciendo
inventarios, revisando provisiones, terminando la decoración
y acordando los últimos detalles de la boda, los artistas tam-
bién practicaron sus números hasta la madrugada, presiona-
dos por la persona encargada de los espectáculos que nos los
dejó tomarse un solo trago:
−Mañana, después de que hayan realizado su trabajo podrán
sumarse a la fiesta y habrá comida y bebida para todos, más
de la que hayan visto junta en toda su vida, pero ahora los
necesito sobrios, si descubro que alguno de ustedes ha toma-
do lo mando de vuelta a su pueblo con las cicatrices de unos
buenos azotes.
El esperado día llegó, muy temprano hicieron su aparición el
Gran Santo, el emperador y su madre la hermosa reina Ana y
el consejo de sabias, no faltó ninguno de los reyes ni ninguno
de los príncipes. Los dioses vivientes no fueron porque esto

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Fernando Bermúdez Ardila

no se acostumbraba. A las once de la mañana se selló la alian-


za matrimonial, minutos antes la princesa había entrado a la
capilla con un traje espléndido, obra de las mejores artesanas
del reino, poco después el príncipe Robin llegó a su encuen-
tro y al fin, frente al altar, fueron declarados marido y mujer.
Todos los invitados pasaron al gran salón ceremonial donde
les esperaba un banquete exquisito, había platos que nunca
habían probado antes, los chefs se habían esmerado y habían
inventado recetas únicas con muy buen resultado, todo es-
taba como para chuparse los dedos, había vino y licores de
todos los tipos y reinaba en el ambiente la alegría, después
de la comida vendrían los números de los artistas y bufones,
mientras tanto la pareja saludaba a los invitados y estos los
felicitaban al tiempo que desocupaban sus copas de vino y
degustaban cuanto plato salía de la cocina real.
Pronto llegaron los cirqueros y los músicos y la sala se llenó
de risas y sensaciones amenas, el trago había ido haciendo
efecto y los invitados reían sin parar y le hacían bromas al
príncipe viejo, se burlaban de que contrajera matrimonio a
su edad, pero a él esto no le hacía ninguna gracia, para la
princesa Laura en cambio, se trataba de bromas inofensivas.
La celebración se extendió hasta las siete de la noche, algunas
delegaciones partieron esa misma tarde, pero los monarcas se
quedaron hasta el día siguiente por sugerencia del emperador.
Los músicos se fueron a seguir la fiesta en otra parte, pues ese
mismo día después del show, se les pagó y se les echó fuera
de las murallas del castillo donde algunos ya habían tenido
oportunidad de seducir a las princesas más jóvenes.
Esa misma noche la feliz pareja consumaría su matrimonio,
alojada en una alcoba contigua a la habitación en la que dor-
mía el anciano rey Griss que, reacio a entregar su trono, pre-
tendía que su hijo Robin aguardase hasta el día de su muerte
para sucederlo. Bien entrada la noche la joven esposa soñaba

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EL DORADO EN EL AMAZONAS III- Tierra de Dioses

plácidamente debido quizás a los efectos del vino que le ha-


bía ofrecido su conyugue. Afuera las sombras se proyectaban
tímidas bajo la luz de la luna llena en una noche especialmen-
te clara en la que los contornos y siluetas podían verse con
nitidez, el silencio era casi absoluto, adornado únicamente
con el canto de una lechuza y el coro lejano de los grillos. Los
guardias luchaban contra el sueño de las horas avanzadas y el
príncipe viejo luchaba contra sus nervios, pues estaba a punto
de hacer algo definitivo que no tendría vuelta atrás.
Se levantó con cuidado para no despertar a su princesa, se
puso una bata y salió de la habitación, recorrió con cautela
el pasillo que comunicaba su habitación con la de su padre,
observó un par de guardias dormidos y empujó la puerta con
suavidad implorándole a los dioses que el rey no hubiera
echado el seguro por dentro. Sus ruegos surtieron efecto, la
puerta estaba sin seguro en la parte interior, esto alentó al
príncipe, lo tomó como una señal de que debía seguir ade-
lante con su plan. Entró y cerró por dentro, acercó una silla al
lecho de su padre y desde allí lo observó dormir durante un
rato hasta que el anciano se despertó como si presintiera lo
que pasaba.
−¿Quién te dejó entrar? ¿Por qué me observas de esa mane-
ra?
Robin no dijo nada, se quedó ahí observando cómo el rey se
levantaba de la cama.
−¿Qué deseas? Preguntó el rey.
−Sabes muy bien que deseo padre.
El rey guardó silencio unos minutos.
−Ya llegará el momento Robin.
−Tengo cincuenta y dos años, ya es hora de tomar lo que me
pertenece.

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Fernando Bermúdez Ardila

−Quizá sea demasiado tarde, ¿no crees? Le dijo el rey sarcás-


ticamente.
Robin no dijo nada, lo miró con desprecio.
−Ve a dormir hijo.
Lejos de obedecer la orden de su padre el príncipe viejo tomó
de la mesa de noche la propia daga del rey, le tapó la boca y
le asestó una puñalada mortal en la espalda, lo sostuvo en sus
brazos hasta que perdió la vida y sólo cuando estuvo seguro
de que el anciano estaba muerto lo dejó sobre la cama, des-
pués se acercó a la puerta y vio que uno de los guardias esta-
ba despierto, actuó como si nada hubiera pasado y, con la ma-
yor tranquilidad del mundo, le pidió ayuda diciéndole que su
padre estaba enfermo, el hombre entró confiado a la recámara
del rey donde fue apuñalado. El otro guardia se despertó y
acudió en seguida a ver qué era lo que estaba pasando, tam-
bién tuvo un final aciago, murió a manos del príncipe viejo,
lo asesinó con la misma daga que asesinó a su padre y al otro
guardia. Un poco tembloroso el príncipe limpió el arma con
las sábanas del lecho de su padre y la dejó en la cama al lado
de su cadáver.
La oscuridad amenazaba con extinguirse, en cuestión de mi-
nutos saldría el sol, el príncipe asesino se lavó las manos un-
tadas de sangre y regresó presuroso a su habitación, estaba
empapado en sudor y su corazón latía muy rápido, como si
quisiera salírsele del pecho. Se acostó nuevamente al lado de
su esposa que dormía profundamente gracias al somnífero
que él mismo había echado en su copa horas antes y se quedó
quieto fingiendo que dormía. Sabía que no podría conciliar el
sueño ni ese día ni las próximas noches porque el recuerdo de
lo sucedido lo perseguiría como su propia sombra.
Horas más tarde los monarcas se dispusieron a desayunar
juntos como era costumbre en esas ocasiones, el joven empe-

96
EL DORADO EN EL AMAZONAS III- Tierra de Dioses

rador presidía la gran mesa y los sirvientes hacían su traba-


jo diligentemente. Estaban sentados todos los monarcas del
Amazonas excepto el rey Griss. El anfitrión y padre de la no-
via estaba sentado al lado de la pareja y no quiso dar la señal
para empezar a comer porque echó de menos al rey anciano.
−¿Dónde está tu padre, Robin?
−Debe estar dormido todavía, anoche tomó mucho y seguro
tiene resaca.
−¿Por qué no vais a buscarlo? −dijo el emperador.
−En seguida su majestad, dijo el rey Russ levantándose de su
silla.
−¡Espera! Que te acompañen el joven rey de los Jaras y el rey
Xanú.
Xanú era el más anciano de los presentes y el rey de los Jaras
era el monarca más joven de toda la Amazonía, tenía apenas
catorce años, no se sabe por qué el emperador dispuso que
acompañaran al anfitrión el más viejo y el más joven de los
presentes, así lo quiso el destino, esto obedeció probablemen-
te a un capricho de Maximiliano, a lo mejor ni siquiera lo notó
y las edades de los acompañantes no fueron más que una ca-
sualidad y no encierran ningún misterio.
Una vez frente a las puertas de la habitación el príncipe Robin
comprobó que estaban como las había dejado hacía tan sólo
unas horas, nadie se había asomado por allá, el joven rey de
los Jaras tocó un par de veces y Robin palideció y se esforzó
por controlar los latidos de su corazón. Como nadie abrió ni
respondió a los llamados Alex, el rey joven, abrió las puertas
de par en par al tiempo que decía: algo anda mal, los guardias
deberían estar aquí. Una vez dentro de la habitación se dirigió
al lecho revuelto del rey, pero antes de llegar tropezó con el
cuerpo de uno de los guardias y soltó un grito, impresionado

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Fernando Bermúdez Ardila

por el charco de sangre en el que se había parado sin darse


cuenta. El joven rey se descompuso porque nunca había visto
una escena como esa, le dieron náuseas y se salió de la habita-
ción, Xanú se acercó a la cama y descubrió el cadáver del rey
de los Griss y más allá el del otro guardia.
El príncipe Robin daba la impresión de estar pensando cómo
actuar, pareciera que no hubiera tenido tiempo para pensar
en ello, se quedó inmóvil a una distancia prudente del cuerpo
de su padre y al cabo de unos segundos corrió hacia el lecho,
llamó angustiado a su padre y sostuvo su cuerpo buscando
señales de vida, fingiendo sorpresa y dolor hasta que el rey
Alex se le acercó por detrás y poniéndole su daga al cuello le
dijo:
−No me aterra la sangre, pues has de saber que no soy cobar-
de, me aterra la cobardía con la que fueron asesinados estos
tres hombres.
El rey Xanú salió de la recámara tan sereno como había en-
trado, no le importó dejar a Robin en manos de Alex, por su
actitud pareciera que hubiera visto muchas escenas como esa
a lo largo de su vida, el tiempo y la experiencia lo habían con-
vertido en un hombre pasmosamente sereno que no se altera-
ba nunca, una persona con los nervios bien ajustados, alguien
que no se sorprendía con nada y podía esperar cualquier cosa
de los demás, alguien muy conocedor de la rastrera condición
humana, en resumidas cuentas: un hombre que no se equi-
vocaba y sabía qué desenlace esperar en cada situación, por
eso salió de la recámara dejando solos al príncipe Robin y al
rey Alex, sabía que el joven rey de los Jaras no le haría nada
al príncipe viejo y que su excitación se debía a la candidez e
impulsividad de su juventud, también sabía que Robin no le-
vantaría su mano contra él porque se vería descubierto.
Cuando los demás monarcas vieron llegar solo al rey Xanú lo
miraron expectantes, no tuvo que decir nada, por su expresión

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EL DORADO EN EL AMAZONAS III- Tierra de Dioses

entendieron que se trataba de algo grave y se dirigieron de in-


mediato a la habitación donde encontraron a Alex empuñando
su daga contra el príncipe viejo en una posición amenazante,
tal como los había dejado Xanú. Todos tomaron la situación
con una tranquilidad quizás excesiva, como si hubieran estado
esperando que eso sucediera, el rey de los Russ persuadió al
rey Alex y éste dejó a Robin que lo acusó públicamente:
−¡Mató a mi padre, maldito desgraciado!
−¡Asesino y mentiroso! Todos sabemos que fue usted.
−¡Asesinó a mi padre y además tiene el descaro de culparme
a mí!
−¿En qué basa sus acusaciones príncipe, o debo decirle, rey
Griss? −preguntó el emperador.
−Mi padre me puso al tanto, cometió el error de hacer ne-
gocios con este rufián y lo robó, mi padre esperaba que él le
entregara unos cofres de oro y piedras por los que pagó una
suma escandalosa, pero prefirió matarlo antes que cumplir
con su palabra, temía las represalias de mi padre.
− ¡Mentiras! Ahora además de culparme de asesino me culpa
de ladrón, es patético, todos sabemos que asesinó a su pa-
dre para heredar el trono ya que no logró convencerlo con
sus méritos, su padre jamás creyó en usted, por eso tuvo que
asesinarlo, de lo contrario se habría muerto esperando a su-
cederlo.
Los monarcas guardaron silencio, el rey de los Russ dijo:
−Lamento inmensamente que haya sucedido esto aquí en mi
castillo, en mi reino, en mi tierra, cuando todos estábamos
celebrando la boda de mi hija, me veo en la penosa obligación
de tener que pedirles que se retiren con todo el respeto y el in-
menso cariño que les profeso a todos mis parientes que tienen
mi misma sangre por herencia divina.

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Fernando Bermúdez Ardila

−Estás en todo tu derecho, también nosotros lamentamos todo


lo que aquí aconteció, manifestó el emperador.
− ¡Un momento! No dejaré que manchen mi nombre con acu-
saciones falsas ni que el crimen de mi padre quede impune,
tampoco que quede impune el robo del que fue víctima mi
Reino, le declaro delante de todos ustedes la guerra al reino
de los jaras, dijo el príncipe viejo.
Quizás por los nervios la princesa Laura soltó una carcajada
ante las palabras de Robin que le dedicó una mirada furiosa.
−No se ha posesionado todavía y ya está llevando a su pueblo
a la muerte, comentó el rey del reino gaucho.
− Si quiere guerra, guerra tendrá, yo no le temo a nadie y mu-
cho menos a los cobardes, dijo el rey de los Jaras.
−Dejemos que las cosas tomen su curso y retirémonos que no
somos de ayuda, somos más bien un estorbo, aconsejó el em-
perador, retirándose del salón.
Así, por la ambición de un solo hombre, lo que debió haber
sido una gran celebración terminó en el luto de todo un pue-
blo. Los funerales se realizaron en el reino de los Griss y acto
seguido el príncipe viejo fue coronado. Durante años había
estado preparándose para gobernar y no quería perder la
oportunidad, por eso había matado a su padre porque éste
se había convertido en su principal obstáculo, en realidad no
tenía ni el menor deseo de claudicar y su salud era excelente,
habrían podido pasar diez y hasta quince años más y el viejo
no le habría dado oportunidad al príncipe de sucederlo. El di-
funto rey no habría aprobado la declaración de guerra que el
ahora rey le había hecho al reino de los Jaras; ciertamente no
era una buena forma de iniciar su mandato, todos esos años
de preparación no le habían servido mucho, se había dejado
llevar irreflexivamente por sus impulsos y ahora debía hacer-
le frente a la situación, tenía una guerra que pelear.

100
EL DORADO EN EL AMAZONAS III- Tierra de Dioses

El rey Robin pensaba que al haberse casado con la princesa


Laura, única hija del rey de los Russ, tendría grandes benefi-
cios lo que en parte era cierto, creía que estaba blindado para
siempre, estaba aliado con el otro reino más rico del Ama-
zonas y contra ellos no podría nadie, además contaba con el
apoyo del emperador por ser de los dos reinos que más rique-
za le aportaban a la familia imperial, el joven rey de los Jaras
era apenas un niñito inexperto e incauto que no había medido
sus palabras y no sabía a quién se estaba enfrentando, pues de
lo contrario nunca habría osado desenmascararlo ante toda la
realeza y todos los monarcas que allí se encontraban presen-
tes, para qué, si todos sabían que él había sido el asesino o por
lo menos el autor intelectual de la escena que presenciaron,
porque no nos llamemos a mentiras, todos lo sabían, era un
secreto a gritos, había que ser muy tonto si no.
Así funcionaba el mundo del poder, algunos de ellos habían
conspirado también contra su padre para ocupar hoy el trono
que ocupaban y esas cosas ya no eran un secreto para nadie
salvo para el rey Alex que estaba en otro mundo, inocente de
todo y queriendo mostrarse valiente y puro ante los demás,
un pobre niño inmaduro, eso es lo que era el rey de los jaras,
pero que paliza le daré, pensaba Robin, hasta podré invadir y
quedarme con su reino si es mi deseo.
El rey Alex no estaba amedrentado como creía Robin, había
tomado con seriedad aquella declaración de guerra y se había
preparado para hacerle frente a su amenaza, también tenía
alianzas, además los reinos más ricos eran ricos también en
enemigos. El soberano de los jaras esperaba en su castillo la
llegada del rey Griss, si él le había declarado la guerra debía
ser él quien se acercara a su reino allí le darían la bienvenida
que merecía, el reino entero se había preparado un par de
semanas antes para recibir a los visitantes. No hacía ni dos
semanas el príncipe viejo se había coronado rey cuando Alex
recibió en su recámara al coronel O’Neill:
101
Fernando Bermúdez Ardila

−Las tropas del rey Griss vienen en camino


−¿Son muchos hombres?
−Sí, majestad, es un ejército numeroso, como cabía esperar el
reino de los Russ se ha unido y su ejército es poderoso, tam-
bién los acompañan los modestos ejércitos de los reinos de oc-
cidente que son muy pobres, pero usted sabe que son fieros,
valientes y atrevidos, pero eso no me preocupa. Me atrevería
a decir que los triplicamos su majestad.
− ¿Cuánto tardarán en llegar hasta aquí?
−Es cuestión de tiempo su majestad, quizás horas, me atreve-
ría a decir que antes del anochecer, cayendo la tarde según mis
cálculos. Ya le di órdenes a mis hombres, nuestros ejércitos se
preparan para rodearlos. El primer destacamento se prepara
para sorprenderlos en la retaguardia, están esperando que se
adentren más para salir de sus refugios.
− Muy bien, ¿los demás ejércitos ya fueron avisados?
−Si, ya lo saben todos, también la gente su majestad, ya hemos
dado la orden de desalojo y en este momento están abando-
nando sus casas y retirándose a las montañas. Nuestra ubica-
ción geográfica es inquebrantable, por las montañas de occi-
dente les saldrán al paso los ejércitos de nuestros aliados, el
reino de los gauchos y el reino tolteca, por las de oriente los
demás ejércitos de aliados y el nuestro su majestad, así entre
todos los empujaremos al abismo.
−O’ Neill, ¿está seguro de que el emperador no envió sus tro-
pas?
−Seguro su majestad, el emperador no quiso entrometerse.
−¡Vaya sorpresa para Robin! Así debe ser, el imperio no debe
tomar partido en este tipo de conflictos, debe estar por enci-
ma de todos.

102
EL DORADO EN EL AMAZONAS III- Tierra de Dioses

− Así es, el rey Robin se ha debido quedar de una sola pieza al


enterarse de que el Dorado no aprobaba sus planes.
−Si, no deja de sorprendernos a todos, yo también daba por
hecho que el emperador lo ayudaría. Es todo O’ Neil, pue-
de retirarse, manténgame al tanto por favor, yo me prepararé
también para encontrarme con el viejo ese en el campo de
batalla.
−Olvidaba decirle algo su majestad.
−Dígame.
−El rey Xanú decidió apoyarnos y envió un destacamento de
quinientos hombres.
−Sí que se lo ha pensado el rey Xanú, quien creería que era tan
indeciso. Quinientos hombres no es nada.
−Yo sabía que se uniría a nosotros su majestad, es un viejo
testarudo, pero no es tonto. Con permiso.
Mientras tanto el rey Robin avanzaba con sus tropas y sa-
boreaba desde ya su victoria, Alex no tendrá un ejército tan
numeroso como el mío y aunque Maximiliano no quiso apo-
yarme estoy seguro de que tampoco lo apoyó a él, prefirió
quedarse al margen del asunto porque sabe que su ayuda no
es necesaria, la superioridad de mis tropas es evidente, tengo
más aliados y más poderosos, esto va a ser fácil, tan fácil como
quitarle un dulce a un bebé, pensaba Robin. Tras unas horas
se adentraron en Jiripa, la ciudad real de los jaras, y aunque
pensaban que la guerra iba a ser fácil se sorprendieron al en-
contrar la ciudad vacía, nadie les salió al paso, nadie opuso
resistencia, no se veía un alma por ahí, un ruido alertó a Ro-
bin, era una gallina, salió cacareando de entre unos arbustos.
−Aquí pasa algo extraño, dijo el comandante al mando.
−El muy cobarde ha huido, contestó el rey Robin.

103
Fernando Bermúdez Ardila

−No creo, yo no estaría tan seguro de eso, es una emboscada,


nos han tendido una trampa.
Los soldados estaban nerviosos, de repente se oyó a lo lejos
el ruido de muchos caballos, los hombres se prepararon para
disparar sus flechas, pero quedaron aterrados al ver la enor-
me cantidad de hombres que se acercaban galopando por
las montañas, pronto vieron venir detrás de ellos a otro gran
ejército, estaban acorralados, si avanzaban tendrían que lan-
zarse al abismo. Hasta el momento nadie había disparado la
primera flecha, la costumbre era que nadie atacaba hasta que
los dos soberanos no se hubieran encontrado en el centro del
campo de batalla, esperando siempre una solución pacífica
al conflicto. El rey Alex salió de su castillo fuertemente escol-
tado y el encuentro se dio en la mitad de la ciudad real, Alex
tomó la palabra dirigiéndose al rey Griss:
− Mira al norte, al sur, al oriente y al occidente, si ves con
cuidado encontrarás cuatro ejércitos. No sólo tú puedes hacer
alianzas. He de decirte que puedes irte hoy con vida a casa,
conmigo marchan cinco ejércitos más, te triplicamos en fuer-
za. Mi madre contraerá nuevamente nupcias, mis tres herma-
nas han sido prometidas en matrimonio y yo me desposaré
prontamente. No permitiré que atropelles y mancilles a mi
pueblo ni que invadas la tierra que fue y ha sido de mis pa-
dres y que hoy es mía, así que devuélvete por donde viniste o
prepárate para morir aquí hoy.
Dicho esto el joven rey dio la vuelta mientras Robin veía cómo
los ejércitos enemigos se acercaban cada vez más rápido, de-
cididos a aplastarlo en el campo de batalla.

104
XI. El renacimiento

P ese a que el pueblo se sentía oprimido, los dioses se sentían


satisfechos con el poder que ejercían y los reyes se sentían
respaldados y bendecidos por sus dioses para gobernar por
siempre, el Gran Santo y su consejo se sentían cómodos y en
una situación especialmente propicia para llevar el mensaje
de la fe, y el consejo de sabias creía imponer su voluntad sa-
grada al emperador siempre satisfecho con los designios di-
vinos pues le convenían. Los dioses y el consejo sentían que
la Amazonía vivía un renacer gracias al nacimiento de un jo-
ven líder dispuesto a devorarse el mundo y en una constante
búsqueda, deseoso de superar los límites, un joven por cuyas
venas corría sangre divina, sangre de los dioses vivientes.
El Dorado recién se estaba despertando, pues durante siglos
había permanecido en un adormecimiento prolongado que
le había impedido avanzar hacia nuevos descubrimientos. La
historia de la catástrofe y de la piedad que los dioses tuvieron
por los sobrevivientes se había repetido hasta el cansancio y
durante siglos los habitantes de la Amazonía creyeron que
efectivamente ese era el único lugar habitado del planeta, así
se lo hicieron creer los dioses, según ellos no podía existir otro
lugar habitable porque la catástrofe había acabado con todo
y aparte de la Amazonía no quedaban más que desiertos y
tierras infértiles donde nadie podría sobrevivir.

105
Fernando Bermúdez Ardila

Se les había hecho creer por siglos y por generaciones que


debían gratitud a los dioses y que por fuera de la Amazonía
todo estaba muerto, en realidad a nadie se le había ocurrido
comprobarlo hasta entonces, las enseñanzas que los habitan-
tes del Dorado y sus reinos recibían desde muy niños había
sido efectiva para aniquilar la curiosidad y había inculcado
una total docilidad, nadie cuestionaba el hecho de que en el
mundo no había más seres humanos, esa era una verdad in-
discutible, resultaba más cómodo creerlo así y quedarse en su
hábitat, la Amazonía les brindaba todo lo necesario, la ense-
ñanza que recibían actuaba como un sedante que adormecía
para siempre las ansias de libertad y conocimiento.
Llegada cierta edad Maximiliano empezó a preguntarse por lo
que había más allá del Dorado y sus reinos y la pregunta se le
fue convirtiendo en una obsesión, a veces hablaba de eso con
su madre, pero ella no podía ofrecerle ninguna respuesta.
−Madre, no crees que debe haber más humanos en el planeta
¿cómo podemos estar tan seguros de que la catástrofe de hace
más de un milenio- casi dos- acabó con todos? Podrían haber
quedado sobrevivientes en otras partes y hoy puede haber
comunidades descendientes de ellos.
−No sé hijo, se supone que los dioses recogieron a todos los
sobrevivientes que encontraron y los trajeron aquí.
−Eso puede ser una mentira, también puede ser que ni siquie-
ra hayan mentido sino que se les hayan escapado algunos,
pudieron haber dejado zonas de la tierra sin explorar tras la
catástrofe.
−Si fuera así ya habrían llegado expediciones hasta aquí, ha
pasado mucho tiempo desde entonces y nadie se ha acercado
por aquí.
−Eso tampoco lo sabemos con certeza, pudieron haberse
acercado a la Amazonía que si bien es inmensa está muy

106
EL DORADO EN EL AMAZONAS III- Tierra de Dioses

custodiada, las guerreras y los dioses pudieron haberlos


ocultado y protegido por su cuenta o pudieron haberlos ase-
sinado.
−¿Para qué harían algo así? Preguntó Ana sonriendo. ¿Qué
sentido tendría ocultarnos la existencia de otros seres huma-
nos, otra cultura, otro pueblo, otro mundo en la tierra?
−Para tenernos controlados, para que les obedezcamos por
siempre. ¿Acaso no nos han hecho creer que les debemos gra-
titud y que fue gracias a su misericordia que nuestros antepa-
sados no perecieron?
−Me haces recordar a tu abuelo y a tu tío, tenían las mismas
preguntas que tú y murieron en prisión. Sea como sea esas
son ideas peligrosas Maximiliano, yo de ti no pensaría mucho
en el tema, tienes el beneplácito de los dioses, aprovéchalo
hijo, no te vuelvas en su contra.
Pero como dicen por ahí, la curiosidad mata al gato, Maximi-
liano no pudo olvidarse del asunto así no más y decidió or-
ganizar una expedición, se lo hizo saber al consejo de sabias,
ellas eran las únicas que tenían contacto directo con los dioses
vivientes, además de él mismo que los veía sólo en ocasiones
muy especiales, y por medio de ellas podría enterarse de su
opinión. El emperador no mencionó en ningún momento la
idea de encontrar otros seres humanos, culturas o pueblos,
habló únicamente de explorar en busca de minas y para su
sorpresa las sabias no intentaron disuadirlo ni se mostraron
reacias a la idea, actuaron como si hubieran estado esperando
esa decisión y pocos días después le llevaron un mensaje de
los dioses vivientes en el que se le daba vía libre para explorar
lo que quisiera, si quería explorar más allá de la Amazonía en
busca de riquezas podía hacerlo, era el emperador del Dora-
do y era libre de hacer lo que considerara conveniente para
enriquecer el imperio.

107
Fernando Bermúdez Ardila

Esto sorprendió a Maximiliano y aunque ya no solía consultar


ni comentarle a su madre las decisiones que tomaba esta vez
lo comentó:
−No sé, me parece raro, los dioses siempre nos han recalcado
que más allá de la Amazonía no hay nada y también han aho-
gado cualquier brote de insurrección que pretenda cuestionar
o negar esa premisa.
−Eres el favorito de los dioses Maximiliano, te han dejado ha-
cer cosas impensables para otros emperadores, te dejaron ex-
plotar las riquezas minerales cuando eso era algo prohibido y
te han apoyado en todo.
−Sí, pero no puedo creer que su fascinación por mí llegue tan
lejos, se traen algo entre manos madre, ahí hay algo que no
termina de convencerme, tanta comprensión me preocupa.
−Puede ser, pero ese nunca ha sido el estilo de los dioses,
cuando ellos no quieren que el emperador haga algo se lo
impiden, no tienen necesidad de engañarlo, pueden frenarlo
desde el principio. Tal vez no hay vida más allá de la Amazo-
nía, por eso te dejan hacer la expedición, saben que no encon-
trarás nada.
−No sé, pronto lo sabré. Quedaré tranquilo solo cuando lo vea
con mis propios ojos y esté convencido de ello.
El doce de enero de 1826 de los señores Sofía y Alejandro, la
expedición marchó hacia el noroccidente al mando de Maxi-
miliano XLIX, pocos días después de la celebración de su cum-
pleaños número veintitrés. Aunque le tomó bastante tiempo
convencer a los demás monarcas de acompañarlo, finalmente
partieron con él ocho de los veinticinco reyes y quince prín-
cipes con un ejército de tan solo dos mil quinientos hombres.
Después de dos semanas cruzaron el río Grande y salieron
del territorio imperial, siguieron hacia el norte bordeando el
margen derecho del río hasta alcanzar lo que alguna vez fue

108
EL DORADO EN EL AMAZONAS III- Tierra de Dioses

el Putumayo y, tras varios meses de travesía, subieron a la


cordillera, perfectamente reconocible tras la catástrofe de si-
glos atrás.
Las tierras no se veían para nada como ellos las habían imagi-
nado, estaban lejos de ser desiertos devastados. En el camino
vieron varios animales, los hombres se sorprendieron pues
para alguien que nunca ha abandonado su mundo todos los
territorios que encuentre son mundos desconocidos, vieron
también plantas y frutos que no habían visto nunca en su im-
perio. Desde arriba en las montañas observaron una altiplani-
cie con algo de verdor y un pequeño hilo de agua atravesán-
dola, parecía un valle dibujado sobre un enorme lienzo.
Maximiliano estaba de buen humor, ahora estaba seguro de
que su idea de explorar daría frutos, sin duda alguna había
vida por fuera del imperio, estaba casi seguro de que encon-
trarían congéneres pronto y aún si no fuera así, la expedición
había sido una magnífica idea porque había puesto fin a la
falsa creencia de que el mundo se reducía a el Dorado y sus
veinticinco reinos, gracias a la expedición sabían que el mun-
do era mucho más grande y si no encontraban más humanos
tanto mejor porque tendrían todos los recursos para el impe-
rio. No obstante, había algo que el emperador no entendía:
por qué los dioses habían mentido, debían saber que por fue-
ra de la Amazonía no había sólo desiertos y ruinas como les
habían hecho creer, tenían que saberlo, pues eran los dioses,
había mucho más de lo que ellos habían pregonado.
Si habían permitido que saliera a explorar es porque tenían
previsto que se descubriera la mentira, si habían permitido
que él levantase la prohibición de explotar los recursos mi-
nerales era porque consideraban que ya había llegado el mo-
mento, seguro habían estado esperando que se dieran ciertas
condiciones que él desconocía para permitir que el imperio
explotara sus recursos. No sabía cuál era el plan de los dioses

109
Fernando Bermúdez Ardila

y eso lo intrigaba, no quería ser igual a los demás emperado-


res, una simple ficha que no sabía nada de los designios di-
vinos. Quería hablar personalmente con los dioses vivientes,
pronto le haría saber su deseo al consejo de sabias y segura-
mente podría hablar con ellos, por ahora tenía que concen-
trarse en la expedición.
Llegaron a la planicie que divisaron y acamparon allí durante
cuatro noches, en el día se dividían en grupos y salían a explo-
rar los alrededores, al atardecer regresaban al campamento y
hablaban de los resultados de la jornada, algunos soldados
llegaron con animales desconocidos, el ambiente era alegre,
los hombres estaban emocionados con los descubrimientos,
muchos tomaban notas y hacían dibujos llevados por un an-
sia de conocimiento y un entusiasmo que no habían sentido
antes en sus reinos. El emperador observaba satisfecho y su
ego crecía cada día más pues nada de eso habría sido posible
sin él, él era el artífice de ese renacimiento, el responsable del
despertar de los pueblos amazónicos, esto lo convertiría en
el emperador más memorable de la historia, los niños del fu-
turo aprenderían su nombre en los centros de enseñanza, la
historia se dividiría en un antes y un después de Maximiliano
XLIX; de esto no quedó ninguna duda cuando al atardecer
del cuarto día el grupo al mando del príncipe imperial Ru-
perto llegó al campamento con un joven atemorizado que no
superaba los quince años de edad y no pronunciaba palabra.
Maximiliano se cercioró de que no lo hubieran maltratado,
había sido muy claro al transmitir la orden del consejo de sa-
bias de usar la fuerza única y exclusivamente en situaciones
de verdadero peligro en las que se sintieran amenazados, de-
bían portarse de manera civilizada y pacífica frente a cual-
quier hallazgo, pues como bien lo decía la teoría de guerra
del mundo antiguo “no todas las conquistas deben ser hechas
por la fuerza”, muchas pueden ser negociadas y convenien-

110
EL DORADO EN EL AMAZONAS III- Tierra de Dioses

tes para el conquistador y para el conquistado, pueden ser


producto de un intercambio de favores, muchos pueblos se
sometieron en un pasado remoto, pre apocalíptico, a cambio
de protección contra sus enemigos, por eso, antes de tomar
cualquier decisión, conviene enterarse de todo, saber a qué
pueblo se enfrenta un general, conocer su pasado y su presen-
te, su cultura, sus necesidades, saber si tienen o no enemigos
y en qué situación están frente a ellos.
El chico no se diferenciaba mucho de cualquier muchacho de
su edad, en el Dorado había gente de todas las razas y los ras-
gos del joven no tenían nada especial, si hacía cara de asustado
era porque no entendía nada, no hablaba ninguna de las len-
guas que se hablaban en el imperio de Maximiliano. El prín-
cipe Ruperto obedeció al emperador y se lo entregó, de ahora
en adelante el muchacho estaría con él. Maximiliano intentó
comunicarse con él, pero el joven estaba tan asustado que fue
inútil, desistió después de un rato y pensó que era mejor no
hablarle más, tenía que ganarse su confianza, que viera que no
quería hacerle daño y que podía conducirlo a su pueblo.
Afuera los hombres se preparaban para moverse al día si-
guiente, irían en la dirección en la que encontraron al chico.
Mientras tanto Maximiliano se encargó de que lo atendieran
como a un invitado de honor. Al otro día cedió un poco y dijo
algo, al principio nadie entendió nada, después repitió: Teo.
Que podrá significar, se preguntaba Maximiliano, Teo, tal vez
es el nombre de su pueblo, pensó, le hizo señas para sacarle
más palabras pero el joven no le entendió nada, finalmente,
después de más de media hora de intentar, dijo señalando al
emperador: alteza, acto seguido se señaló a si mismo y dijo:
Teo.
−¡Te llamas Teo! −dijo Maximiliano sonriendo− Tú: Teo. Yo:
Maximiliano, Ma-xi-mi-lia-no – repitió haciendo énfasis en
cada sílaba.

111
Fernando Bermúdez Ardila

−Maximiliano, repitió Teo, sin ningún trabajo.


Teo repitió su propio nombre al tiempo que hacía con las ma-
nos una seña indicando que quería irse de allí.
−Teo, Maximiliano, dijo el emperador e hizo el mismo gesto
para darle a entender que se irían juntos.
Teo lo dudó, hizo un gesto negativo y repitió lo mismo de
antes, sin el nombre de Maximiliano. Quería irse.
El emperador no lo dejó irse solo y en un par de horas Teo
tuvo que hacer lo que le pedían y partir con Maximiliano y
su ejército. Durante la expedición se le vio muy pensativo, los
hizo seguir senderos que los alejaban del camino, les dio unas
cuantas vueltas y al fin los llevó a su pueblo por el camino
más largo posible. Tardaron dos días en llegar. Maximiliano
sabía que el joven estaba distrayéndolos pero también sabía
que al final terminaría llevándolos hasta donde su gente por-
que era un chico inexperto y cedería ante la presión, además
debía estar pensando en su familia, seguramente preocupada
por su demora.
Era una ciudad grande y organizada aunque de arquitectura
más sencilla que la del Dorado. No se veía a nadie en las calles,
alguien nos habrá visto venir y ha alertado a todo el pueblo,
pensó Teo. Así había sido. Tal como sucedía cuando tembla-
ba, los habitantes de Guétora se habían dirigido rápidamente
a las cuevas de los guácharos mientras los hombres de Maxi-
miliano se preparaban para rodear la ciudad. Esas cuevas les
habían brindado la protección suficiente para sobrevivir a la
catástrofe hacía dieciocho siglos y desde entonces les habían
servido de refugio, el pueblo giraba en torno a ellas, los hom-
bres habían aprendido a convivir con los guácharos y las cue-
vas eran parte fundamental de su cosmovisión, no concebían
la vida lejos de ellas. La gran mayoría de los habitantes de
Guétora vivía en las cuevas aunque realizaba casi todas sus

112
EL DORADO EN EL AMAZONAS III- Tierra de Dioses

actividades por fuera de ellas, la gente trabajaba, buscaba el


alimento e intercambiaba sus productos, pues no tenían mo-
neda, como comprobó Maximiliano cuando le mostró una a
Teo que la observó detenidamente y se la devolvió sin enten-
der para qué podía servir.
Dormían en las cuevas, pero salían temprano a regar sus
cultivos y a trabajar en ganadería, poco cazaban, no sabían
mucho de este arte, después de la catástrofe quedaron po-
cas especies y la caza no valía mucho la pena. Los soldados
exploraron los alrededores del poblado y encontraron cien-
tos de cuevas desde la parte occidental de Gúetora hasta el
suroccidente, muy al sur del Amazonas. El largo cinturón
se extendía miles de kilómetros y al emperador y parte de
sus hombres les tomó bastante tiempo recorrerlo todo, solo
en las últimas cuevas, las más alejadas del poblado, encon-
traron gente agazapada y lista para defenderse. En medio
de la confusión Maximiliano ordenó a sus tropas esperar
acantonadas rodeando la ciudad hasta nueva orden, por lo
pronto no autorizaba ningún ataque, la teoría de guerra del
mundo antiguo le había enseñado que no convenía entrar
en combate con un pueblo sin conocerlo, sin saber si valía
la pena someterlo, esta era la primera oportunidad de po-
ner en práctica lo aprendido y no quería desperdiciarla, lo
mejor era esperar para defenderse sólo en caso de que fuera
necesario.
Si era posible conciliar y hacerle entender al pueblo Guétora
que no venían en son de guerra se ahorrarían vidas y esfuer-
zos inútiles, no convenía lanzarse a una guerra sin conocer el
botín, primero había que saber si los guétoras poseían rique-
zas, si tenían otros enemigos, si conocían a los dioses vivien-
tes o no. Había sido un error partir con una expedición tan
grande, primero había que conocerlos y después decidir si se
entraría en batalla con ellos.

113
Fernando Bermúdez Ardila

A los guétoras no les gustó que los soldados del Dorado tuvie-
ran rodeada la ciudad y no tardaron en mostrar su poderío,
de las bocas de las cuevas empezaron a salir ordenadamente
numerosos ejércitos formados por hombres de todas las ra-
zas conocidas en el imperio del Dorado, hombres blancos,
negros, amarillos y rojos aparecieron también por las colinas
y la situación se fue poniendo cada vez más delicada para
los intrusos porque veían salir y llegar mil, dos mil, cinco mil
soldados, todos en posición de lucha, en perfecta formación
militar dispuestos a derribar al enemigo y a morir si fuese
necesario con tal de salvaguardar a su gente. Al emperador
le quedó claro que no convenía lanzarse a la lucha porque,
además de estar en terreno desconocido, el ejército de los
guétoras ya era muy superior en número al suyo y seguían
apareciendo soldados detrás de las dunas, multiplicándose
como por arte de magia, tanto que daba la impresión de que
si se levantara una piedra en cualquier lugar saldría de debajo
un soldado guétora. Los soldados del Dorado observaban in-
quietos mientras esperaban órdenes de su alteza Maximiliano
XLIX y los reyes y príncipes imperiales estaban asombrados y
quizás asustados por lo que sucedía.
El emperador solo dio una orden y fue de una claridad me-
ridiana: mostrar una actitud pacífica, se suponía que él era
un ser divino, descendiente de los dioses vivientes, muchos
soldados no entendieron por qué insistía en esto pero de mo-
mento le obedecieron, lo mismo pasó con los reyes y prínci-
pes, unos pocos estaban molestos, inconformes con la sabia
decisión de Maximiliano, con la razón entenebrecida por el
ego y poseídos por un orgullo extraño y una sed de guerra del
todo improcedente.
Después de que Maximiliano diera la orden de no atacar, los
líderes guétoras enviaron una delegación que le pidió que los
acompañara al castillo amurallado en calidad de invitado espe-

114
EL DORADO EN EL AMAZONAS III- Tierra de Dioses

cial, su guardia personal quiso impedírselo, pero terminó acom-


pañándolo porque él decidió correr el riesgo e impuso su vo-
luntad. Teo iba a su lado y mientras caminaban rodeados por
las autoridades guétoras, ataviadas con elegantes y vaporosas
túnicas blancas, Maximiliano puso todas sus esperanzas en él,
más esperanzas de las que cabían, tratándose de un simple pú-
ber. No se explicaba por qué confiaba en Teo, cuando lo vio en
el campamento cabizbajo y atemorizado, se le acercó y lo miró a
los ojos, desde ese momento sintió que su destino estaba ligado
al de él, comprendió que ese chico era la llave para abrir la puer-
ta de aquel mundo desconocido que acaba de descubrir. Más
adelante se dio cuenta de que Teo les erraba el camino y, cuando
después de tantas vueltas llegaron al poblado para ser recibi-
dos por esos ejércitos formidables, vio que se las había arreglado
para distraerlos y darle aviso a su gente y pensó entonces que el
chico era inteligente y debía tenerlo de su lado. Ahora ponía en
él todas las esperanzas, pensaba que sólo él podría evitar que
lo asesinaran en el castillo, por difícil que pareciera tenía fe en
aquel adolescente que antes había sido temeroso, no le quedaba
otra salida, tenía que correr el riesgo y ser condescendiente, de lo
contrario su ejército corría riesgo, su osadía o exceso de valentía
lo tenían en una condición de desventaja.
Por fortuna los guétoras estaban abiertos al diálogo y no te-
nían intenciones de matarlo, tenían tanta curiosidad como él,
estaban igual de sorprendidos como si también ignoraran la
existencia de más gente aparte de ellos. Superado el principal
temor del emperador y su guardia, el de perder la vida, el
problema fue otro: Maximiliano no entendía nada de lo que
le decían y no le quedó más opción que recorrer a un amplio y
hasta el momento desconocido repertorio de gestos. Mientras
adentro en el castillo intentaban hacerse entender, afuera la
incertidumbre se apoderaba de la tropa imperial, no sabían si
el emperador seguía con vida y esperaban que en cualquier
momento los ejércitos de los guétoras atacaran.

115
Fernando Bermúdez Ardila

El emperador Maximiliano era un hombre con suerte, por


algo le decían en el Dorado el “bendecido por los dioses”, a
eso se debió el que los guétoras decidieran no combatirlos a
pesar de su evidente superioridad militar, sus líderes estaban
dispuestos a evitar cualquier muerte a menos que fuera es-
trictamente necesaria, la cultura guétora le temía a la muerte
y valoraba la vida. Los gestos del emperador habían dado re-
sultado, había podido darles a entender a los guétoras que no
quería la guerra y dejaría el territorio de inmediato.
La extrema tensión de los soldados se aflojó cuando vieron
salir al emperador, algunos lo vieron desde lejos convertido
en una minúscula figura, rodeado todavía de los hombres de
blanco. En cuestión de minutos hasta el soldado ubicado más
lejos del poblado supo que Maximiliano había ordenado el
retiro inmediato de las tropas aduciendo que la expedición
ya había concluido porque la meta principal se había alcanza-
do: saber sí existían más pueblos aparte de los del Amazonas,
ahora todos lo sabían, el Amazonas no había sido, como lo
enseñaban los textos de historia, el único refugio tras la gran
catástrofe acaecida siglos atrás, esto era una mentira de los
dioses vivientes.
Aunque el emperador habría preferido quedarse unos días
en la ciudad de los guétoras, partió con sus hombres abando-
nando el poblado, no sentía que fuera un huésped cómodo,
los guétoras tenían tanta curiosidad por él como él por ellos,
pero preferían no correr riesgos, sabían que él era una ame-
naza. Teo quiso acompañarlo de regreso a el Dorado, pero
los líderes no lo permitieron, se ofendieron con la sola idea
y reprendieron al muchacho. A decir verdad, la situación era
humillante, tenía que salir cuanto antes de ahí y ni siquiera
podía asegurarse de que no lo siguieran, le preocupaba que
descubrieran la ubicación del Dorado, si así era estaban per-
didos, no tenían tiempo de prepararse para una guerra.

116
EL DORADO EN EL AMAZONAS III- Tierra de Dioses

Los primeros dos días de expedición fueron los más tensio-


nantes, sentían la amenaza guétora sobre sus espaldas, apu-
rándoles el paso; después, con el transcurrir de los días el
ánimo fue mejorando y a mediados de la segunda semana
Maximiliano recibió una sorpresa, Teo los había estado si-
guiendo y al fin se había atrevido a salir y saludarlo.
−¡Mi pequeño espía! −dijo el emperador.
−Su alteza, Maximiliano −dijo Teo.
La sonrisa afloró en los labios del emperador, sí que es inteli-
gente este pequeño guétora, pensó con satisfacción, él será mi
aliado. Su guardia personal se alertó, pero él los calmó:
−Este chico nos puede ser muy útil, ahora tenemos un gran
amigo.
−No creo que venga solo, dijo un miembro de su guardia per-
sonal.
−Ya lo veremos. Esta noche cuando acampemos, enviaremos
pequeños grupos de soldados a explorar los alrededores, has-
ta que no estemos seguros de que no nos siguen no continua-
remos, no podemos permitir que lleguen a el Dorado. Esta vez
la orden es diferente, espía que encuentren espía que desapa-
recen, excepto Teo, por supuesto, a Teo tienen que cuidarlo,
no lo dejen escapar, debe llegar sano y salvo a mi residencia.
−Su alteza, no creo que el chico sea un rehén valioso, los gué-
toras no darán nada por él.
−Tengo otros propósitos, Teo es un gran tesoro.
Y es que sólo por medio de Teo sería posible conocer a los
guétoras, sólo por medio de él podría aprender el idioma y
enterarse así de todo lo concerniente a ese pueblo recién des-
cubierto. Así fue, gracias a Teo Maximiliano fue enterándose
de la historia de los guétoras que habían llegado del norte ha-
cía poco más de 1.800 años, huyendo de la catástrofe, pero eso

117
Fernando Bermúdez Ardila

fue después, esa noche el bendecido por los dioses acampó


con su ejército. Todavía tenían suficientes provisiones, mon-
taron sus tiendas de campaña y se prepararon para estar ahí
el tiempo que fuera necesario hasta asegurarse de que no los
seguía ningún espía.
Esa noche no encontraron a nadie en sus rondas nocturnas,
tampoco la siguiente, no hubo ningún hallazgo rescatable,
pero sí un descubrimiento inquietante: faltaba un soldado
perteneciente a la tropa del rey Xanú, era un soldado joven,
pero tenía hijos y esposa, se trataba de un borrachín irres-
ponsable, un bueno para nada que no hacía falta, era un
cero a la izquierda, por eso sus compañeros no se dieron
cuenta de que no estaba sino hasta la segunda semana de
travesía.
Maximiliano quiso saber en qué momento se había ausentado
y congregó a sus compañeros de campaña.
−Tienen que remontarse días atrás y decirme qué día dejaron
de verlo.
−Su alteza, es que él vive borracho y se queda dormido por
ahí. Por las noches se sale de la tienda y de la borrachera se
cae dormido donde esté. Ya nadie lo busca, todos no cansa-
mos de lidiarlo, ese nos alcanza.
−¿Alguno de ustedes tuvo algún problema con él?
−No su majestad, nadie tuvo problema con él. Él no se mete
con nadie, es un tipo callado.
−Eso nos alcanza, -dijo otro-, debe venir detrás. Su alteza, yo
no creo que lo hayan asesinado los guétoras, más bien se que-
dó dormido por ahí y se perdió.
−¿Hace cuántos días no lo ven?
−Pues yo no recuerdo haberlo visto cuando abandonamos
Guétora- dijo un soldado.

118
EL DORADO EN EL AMAZONAS III- Tierra de Dioses

Luego de muchas indagaciones se descubrió que el hombre


se había quedado en la ciudad guétora. No valía la pena de-
volverse y arriesgar toda la tropa por un soldado, pero al em-
perador no le gustó nada la noticia, el soldado se convertiría
en el espía de los guétoras. Él tenía a Teo, pero ellos tenían al
soldado que podría llevarlos a el Dorado en cualquier mo-
mento. Había que andarse con cuidado, los guétoras no eran
tontos, es posible que hubieran enviado también a Teo con
una misión específica, sin embargo algo le decía que él se les
había escapado y lo había buscado por voluntad propia, por
ahora era imposible saberlo, lo único que sabía era que el chi-
co debía seguir así: bajo estricta vigilancia.
Seguros de que nadie los seguía continuaron su camino de
regreso al imperio amazónico, durante el tiempo que duró
el retorno todos tuvieron tiempo de pensar en lo que habían
descubierto y podría jurar que cada uno de los soldados, has-
ta el más bruto e ignorante se preguntó lo mismo: ¿Por qué
los dioses vivientes les habían mentido diciéndoles que ellos
eran los únicos habitantes del planeta? ¿Acaso no sabían de
la existencia de los guétoras? ¿Cómo no iban a saberlo si eran
dioses, poseían naves invisibles y eran inmortales? Conside-
rando el tamaño del planeta, la ciudad de los guétoras no es-
taba lejos del Dorado y con seguridad había mucha más gente
en todo el mundo, más culturas.
Maximiliano también pensaba en esto y se preguntaba por el
futuro: ¿Cómo tomaría la gente del Dorado esta noticia? ¿Ha-
bría una insurrección contra los dioses? Ya nada sería como
antes, si hubiera hecho la expedición en secreto, acompañado
de tan solo diez hombres la situación sería controlable, pero
ahora que los dos mil quinientos soldados habían visto todo
no había forma de mantener el secreto. Los próximos días
tendría que andar con pies de plomo, ahora sí que debía soli-
citarle al consejo de sabias una oportunidad para hablar con

119
Fernando Bermúdez Ardila

los dioses vivientes. Cuando faltaban pocos días para llegar a


el Dorado los reyes y príncipes imperiales que lo acompaña-
ban lo acribillaron a preguntas, querían saber qué iba a hacer,
si estaba dispuesto a liderar una insurrección de su pueblo
contra los dioses, si iba a regresar como correspondía al gran
emperador que era y conquistar a los guétoras o si se iba a
quedar cruzado de brazos, Maximiliano no dijo nada porque
todavía no sabía qué hacer, lo único que tenía claro era que
Teo debía aprender su lengua y convertirse en su intérprete.
No quería apresurarse, quería saber todo lo que pudiera so-
bre los guétoras antes de tomar cualquier decisión.
La llegada de las tropas a el Dorado fue un gran aconteci-
miento, la gente quería saber qué había por fuera del amazó-
nico, era la primera vez que alguien se aventuraba a ir más
allá de las murallas. Las mujeres que se habían resistido hasta
el último momento a dejar partir a sus hombres ya los creían
muertos y rompieron en llanto apenas los vieron. Empezaron
a circular todo tipo de historias, la mayoría falsas, producto
de la imaginación desbordada de la gente, Maximiliano tuvo
que emitir un comunicado oficial del imperio:
“Yo, Maximiliano XLIX, emperador del Dorado, partí en com-
pañía de dos mil quinientos hombres a una expedición en los
extramuros del imperio con dos propósitos: explorar el exte-
rior en busca de minas y conocer las condiciones del territorio
que escapa a nuestros dominios, saber si son aptos para la vida
humana, si habitan la tierra más humanos aparte de nosotros,
qué riquezas hay fuera de nuestro mundo. La expedición con-
cluyó satisfactoriamente aunque no supimos si hay riquezas
cercanas a las murallas del Dorado, lo que si sabemos es que
no somos los únicos habitantes del planeta, nuestros ances-
tros no fueron, como creíamos, los únicos sobrevivientes de
aquella catástrofe histórica que todos conocemos, sabemos ya
que hay más culturas, más ciudades, más pueblos.

120
EL DORADO EN EL AMAZONAS III- Tierra de Dioses

Para evitar problemas ocasionados por agentes contrarios al


imperio está terminantemente prohibido salir de las murallas
imperiales, bajo pena de muerte. La guardia ha sido reforzada
alrededor del Dorado y sus reinos y las guerreras no dejarán
salir ni entrar persona alguna. Esto es todo lo que hay que de-
cirse, lo demás son rumores falsos. Os mantendré informados
ante cualquier novedad, tal como corresponde a mis deberes
de emperador.”
El comunicado conmocionó a la gente, a los monarcas y al
consejo de santos. El Gran Santo invitó a Maximiliano y al
consejo de sabias a una reunión urgente en el salón de la fe,
los santos buscaban respuestas que ni Maximiliano ni las sa-
bias podían darles ¿Cómo iba a sobrevivir la sede de la fe
después de haberse descubierto que había más gente en el
planeta si siempre le había dicho a los fieles que ellos eran los
únicos y que por fuera no había más que desiertos inertes?
¿Qué cabía esperar de la gente tras la noticia? Lo más seguro
es que hubiera insurrecciones. Los dioses vivientes estaban
lejos del alcance del pueblo, pero la sede de la fe…qué pasa-
ría con la sede de la fe, el pueblo descargaría su furia en ella
y aún si no fuera así, la institución perdería todo su poder
porque su dogma principal había sido destruido, el orden del
imperio se basaba en la creencia de que los dioses vivientes
habían sido misericordiosos en el pasado y habían salvado a
los pocos sobrevivientes de la catástrofe, por eso los hombres
les debían respeto y obediencia, ahora que se sabía que eso no
era cierto el orden social tambaleaba.
¿Qué dirían los dioses vivientes? Debían pronunciarse cuanto
antes, pero dijeran lo que dijeran saldrían muy mal parados,
si admitían que sabían de la existencia de los demás habitan-
tes del planeta quedarían como unos mentirosos y si decían
no saber nada al respecto quedarían como unos dioses impo-
tentes a los que no valdría la pena adorar, pues cómo es que

121
Fernando Bermúdez Ardila

un dios podía ignorar esa realidad, tal vez era mejor que no
dieran ninguna explicación, que no se pronunciaran al res-
pecto y, como pretendía el emperador, reforzar al máximo la
seguridad en las fronteras y no dejar salir a nadie hasta que
poco a poco aquella historia cayera en el olvido, en esto últi-
mo Maximiliano no estaba de acuerdo:
−Este descubrimiento no se va a olvidar, la historia de los pue-
blos amazónicos se parte en un antes y un después de la expe-
dición. Aún no puedo decirles qué va a pasar, no sé hasta qué
punto quede destruido el mundo que concebíamos antes de
enterarnos de la existencia de más pueblos, pero lo que si sé
con certeza es que las cosas cambiarán, el pueblo no olvidará
esto, es un gran descubrimiento y tenemos que prepararnos
para vivir con esa verdad.
Amancay guardó un silencio casi obstinado, lo único que dijo
fue que los dioses se comunicarían pronto con el emperador
obedeciendo a su petición y también le darían las explicacio-
nes satisfactorias al pueblo, aunque los dioses no deben res-
ponder ante su pueblo por nada y menos por sus actos. Los
santos quisieron saber cuáles eran los planes de Maximiliano
respecto al nuevo pueblo descubierto, pero él sólo dijo que
antes de tomar cualquier decisión tenía que conocer mejor a
los guétoras, cuando le preguntaron cómo iba a hacerlo rehu-
yó el tema, no se preocupen, les dijo, yo sé cómo hacerlo, los
informaré cuando lo considere oportuno, por ahora lo mejor
es seguir como veníamos, nosotros aquí y ellos allá y nuestras
fronteras vigiladas y a buen resguardo.

122
XII. Una visita divina

T al como había dicho Amancay en la reunión convocada


por el consejo de santos, los dioses se reunieron con el
emperador, el encuentro fue secreto y se dio con estrictas nor-
mas de seguridad, en la madrugada y en los sótanos de la
residencia imperial. Antes de que Maximiliano pudiera pre-
guntar cualquier cosa, la diosa viviente dijo:
−Sabemos lo que está pensando, pero no pensamos dar mu-
chas explicaciones, si ocultamos la existencia de los demás so-
brevivientes a la catástrofe es porque eso era lo que debíamos
hacer, la Amazonía no podía albergarlos a todos, tuvimos su-
ficientes problemas con los que pudimos rescatar y el pueblo
amazónico no habría tolerado más extraños. Lo que salvó a
estas tierras de la ruina y la destrucción fue el hecho de que
siempre mantuvimos su existencia en secreto, si le hubiéra-
mos dicho a la gente que por fuera de las murallas existían
otros pueblos, el Dorado y sus reinos no existirían tal como
lo hacen hoy, el Amazonas estaría aún más devastado, ya no
por la catástrofe sino por las guerras, pues aunque allá afue-
ra existen otras cuantas zonas habitables es aquí donde está
concentrada la mayoría de los recursos y se vive mucho mejor
aquí que en cualquier otro lugar del planeta.
No era justo obligar a los pueblos amazónicos a compartir su
hábitat con todos los sobrevivientes, el sacrificio que hizo el

123
Fernando Bermúdez Ardila

pueblo al recibirlos fue enorme, no podíamos traerlos a todos


y la única forma de evitar ese éxodo era manteniendo en se-
creto la existencia de vida más allá de las fronteras y frenando
la intrusión de cualquier extraño en las tierras del imperio.
Como emperador debes saber que muchas veces la mentira
es el único medio para proteger al pueblo.
−No soy quien para juzgarlos, simplemente quiero saber la
verdad para poder actuar con inteligencia, quiero saber por
qué me permitieron hacer la expedición y descubrir a los gué-
toras, por qué decidieron develar ese secreto tan bien guar-
dado.
−Consideramos que hemos hecho suficiente por nuestro pue-
blo, pensamos que ya debería ser un pueblo maduro e inte-
ligente, capaz de enfrentarse a la verdad, sabemos que no es
así sin embargo. Perdimos la fe en la raza humana, nos can-
samos. Hemos venido soportando una decepción tras otra y
queremos retirarnos.
−¿Retirarse? −preguntó Maximiliano asombrado.
−Sí, retirarnos.
−Los dioses no pueden retirarse. Los dioses son inmortales,
no pueden renunciar, ser dios no es un cargo.
−Claro que podemos, los dioses podemos hacer lo que que-
ramos.
−¿Y qué va a pasar con nuestro pueblo?
−No sabemos −dijo el dios viviente Alejandro.
−¿Cómo así que se van a retirar? ¿Van a abandonar la tierra,
van a esconderse, qué van a hacer?
−Nos vamos Maximiliano. Queda enteramente al mando de
su pueblo, de usted depende el futuro del Dorado.
−¿Qué va a hacer un pueblo si sus dioses lo abandonan?

124
EL DORADO EN EL AMAZONAS III- Tierra de Dioses

−Maximiliano ni aunque quisiéramos podríamos hacer que el


pueblo volviera a creer en nosotros después de haber descu-
bierto que le mentimos, por lo menos no de la misma manera
que creía antes.
−Eso no es cierto, la gente está dispuesta a creer en cualquier
cosa, cualquier explicación bastará.
−Ser dios es muy agotador, ya es hora de que el pueblo quede
a su libre albedrío, volveremos cuando la situación lo amerite,
por ahora delegamos en usted la responsabilidad. No somos
más que figuras accesorias, en estos tiempos decadentes ya
nadie piensa en nosotros, solo asisten o somos convocados
cuando se nos necesita convenientemente.
Maximiliano quedó profundamente asombrado, pasaron va-
rios días antes de que se repusiera de la extraña reunión, a
veces se preguntaba si había sido un sueño aquel encuentro
en los sótanos bajo la luz de varias lámparas, ese lugar secreto
había quedado grabado en su mente con un hálito de irrea-
lidad semejante al de los sueños. Todo se le antojaba absur-
do, le costaba trabajo creer que los dioses hubieran decidido
claudicar, que fueran inferiores a su compromiso, tal vez lo
estaban engañando.
En el Dorado Teo fue recibido como si fuera hijo del empera-
dor, Maximiliano se encargó de garantizarle un buen trato y
se aseguró de que no pudiera escapar, delegó su enseñanza a
un selecto grupo de maestros. Muchas cosas eran nuevas para
Teo, estaba impresionado con las naves del consejo de ama-
zonas por ejemplo. El pequeño espía guétora, como lo llama-
ba Maximiliano, era inteligente, aprendía rápido y se sentía a
gusto con su nueva vida, siendo objeto de tantas atenciones.
Mientras los santos y el emperador se las arreglaban para
controlar las revueltas y los ataques que se hacían contra la
sede de la fe, Teo avanzaba en su aprendizaje, así muy pronto

125
Fernando Bermúdez Ardila

pudo hablar la lengua del Dorado y serle útil a Maximiliano


que no quería arremeter contra los guétoras sin saber nada,
menos aún cuando los dioses vivientes se habían desentendi-
do del asunto y le habían dejado toda la responsabilidad. Teo
tenía que contarle todo lo que sabía de su pueblo, no sin antes
hacerle saber que él se había escapado para ir a su encuen-
tro porque era un huérfano y cuando lo encontró el príncipe
Ruperto en el campo, estaba huyendo de los maltratos de su
familia adoptiva.
Por las palabras de Teo Maximiliano se enteró de que los gué-
toras adoraban a un dios muerto, clavado en una cruz. Ya ha-
bía visto el crucifijo que llevaba Teo colgado en el cuello y se
había preguntado por su significado, ahora el joven le conta-
ba que ese era su dios. Que los guétoras tuvieran un dios dife-
rente a los dioses vivientes lo sorprendió, pero no tanto como
el hecho de que ese dios estuviera muerto. Le hizo muchas
preguntas al muchacho que no podía contestarle siempre de
manera satisfactoria ni con el rigor que se le exigía, pues tenía
apenas catorce años e ignoraba muchas cosas, sin embargo la
información que daba el joven, aunque algo vaga, alcanzaba
para hacerse una idea de la cultura de los guétoras y le per-
mitía a Maximiliano hacer un plan de investigación por así
decirlo.
La historia del dios de los guétoras era incomprensible para
Maximiliano, según Teo el hombre crucificado era hijo de un
dios, del único dios de los guétoras. Su padre había permi-
tido que lo torturaran y le dieran muerte. Su muerte había
sido, según las palabras del joven, “para limpiar el pecado del
mundo”. Mediante el sacrificio de su hijo el dios perdonaría a
los mortales por sus pecados, los hombres quedarían libres de
unos pecados con los que, al parecer, habían nacido.
Todo eso le parecía muy raro al emperador, los guétoras eran
gente extraña, pero aún más extraño era su dios, un dios ver-

126
EL DORADO EN EL AMAZONAS III- Tierra de Dioses

gonzosamente permisivo y tolerante con los asesinos de su


hijo. Demasiado cinismo, pensaba Maximiliano, por si fuera
poco el pueblo guétora adora la imagen del hijo torturado y
adora también al padre cruel que exigió el sacrificio de su hijo
para perdonar los pecados de un pueblo infame, qué enfermo
y retorcido debía ser aquel dios que no dudó en sacrificar a su
hijo por un pueblo de asesinos, cómo era posible, qué tipo de
gente eran los guétoras, pero sobre todo, cuál era el mensaje
que el dios había querido darles mostrándoles que la única
forma de ser perdonados por sus pecados era a través de la
muerte de su único hijo.
Todo esto era muy inquietante para el emperador. Eso pasó
hace mucho tiempo, decía Teo como excusándose, todo está
en un libro sagrado, la historia y las enseñanzas de Jesucristo,
el hijo de dios. Él enseñaba humildad, su filosofía era la filo-
sofía del amor, según él no estaba bien juzgar a los demás ni
maltratar a ningún ser viviente, según él lo mejor era enseñar
con el ejemplo, no estaba bien dejarse llevar por las pasiones
mezquinas.
−Entiendo que la gente lo adore a él, pero ¿por qué adoran a
su padre? preguntó Maximiliano.
−Porque son uno solo, son el mismo.
−¿Qué? ¿Cómo así? ¿Cómo es eso de que son el mismo?, creo
que no he entendido nada ¡explícate mejor!
Teo agotado contestaba como mejor podía.
−Sí, dios padre, hijo y espíritu santo son el mismo, son uno
solo.
−¿Cómo puede ser eso Teo, cómo van a ser la misma perso-
na?
−Eso mismo preguntaba yo en las clases de religión que me
daban en la escuela, “Dios existe simultáneamente como tres

127
Fernando Bermúdez Ardila

personas distintas: padre, hijo y espíritu santo” me decían


siempre. Indagar más allá no tiene sentido porque eso es un
misterio, el misterio de la divina trinidad, es algo en lo que
hay que creer sin preguntarse mucho, es así y ya, es…¿cómo
dijéramos? un acto de fe, un misterio, así como el de la Virgen
María.
−¿El de quién?
−El de la Virgen María, la madre de Jesucristo ¿tampoco has
oído hablar de ella?
−No Teo, aquí tenemos otros dioses, no sabemos nada de los
tuyos.
−Bueno, pues la Virgen María es la mamá de Jesucristo pero
es virgen, casta y pura.
−¿Qué? Pero… entonces cómo puede ser la madre de Jesucris-
to, cómo quedó embarazada.
−Fue algo…no sé, el espíritu santo la dejó embarazada, dios
es poderoso y puede hacer esas cosas, milagros. Jesús tam-
bién hacía milagros, multiplicaba el vino y el pan y resucitó a
un hombre muerto, ese es el poder de dios.
−Mira Teo, esto se pone cada vez más raro, ustedes tienen
unas creencias muy extrañas.
−¿Y luego la gente de aquí en qué cree?
−Nosotros tenemos un par de dioses, pero están vivos.
−¿Los han visto? preguntó Teo sorprendido.
− ¡Claro que los hemos visto! Cuando hay acontecimientos
importantes ellos vienen en sus naves, nos hablan, nos guían
y nos aconsejan y luego se van.
−¿Y cómo son?
−Son de mal humor, dijo Maximiliano, burlándose de Teo.

128
EL DORADO EN EL AMAZONAS III- Tierra de Dioses

−Pero… ¿físicamente cómo son?


−Como cualquier otra persona, son humanos como nosotros.
−¿Cuántos años tienen?
−Muchos, miles de años.
−Y cómo pueden tener tantos años si son humanos.
−Son inmortales porque son dioses. Están vivos, en cambio el
dios de ustedes está muerto.
−No, nuestro dios no está muerto, él es inmortal también.
−¡Pero si lo mataron en la cruz!
−Pero el resucitó y está en el cielo.
− ¿Que resucitó dices?
−Sí.
−No entiendo Teo, entonces qué sentido tenía su muerte si iba
a resucitar.
−¡Y yo qué voy a saber! A duras penas sé leer y escribir. Él
resucitó en el cielo no en la tierra.
−Tu pueblo tiene unas creencias muy extrañas Teo.
−Lo mismo digo yo, pero ustedes no se quedan atrás, eso de
que sus dioses vienen a visitarlos en naves…
−¿Teo, has visto a tu dios alguna vez?
−Pues, verlo, lo que se dice verlo con estos dos ojos… no.
−Entonces, ¿cómo sabes que existe?, ¿cómo sabes que no es
mentira todo lo que te han dicho?
−No puedo saberlo con total certeza, a veces pienso que dios
no existe, pero otras veces lo siento muy cerca de mí, Dios es
invisible y está en todas partes.
−¿Nadie lo ha visto?

129
Fernando Bermúdez Ardila

−Que yo sepa no, hay gente que ha visto a la virgen, pero


hasta el momento no he oído de nadie que haya visto a dios…
hace preguntas muy complicadas usted. Hay gente que lo ha
visto pero no con los ojos.
−¿Ah, no? ¿Y entonces cómo lo ha visto si no es con los ojos?
−Lo ha sentido, le ha pedido cosas y se las ha dado.
− ¿Y cómo crees que es dios?
−No sé, debe ser muy serio.
−Parece bastante cruel si pensamos en su hijo.
−No sé, apenas tengo catorce años −dijo Teo al borde de la
desesperación. −¡Qué voy a saber de eso! Es posible que sea
muy cruel, en la biblia hay una historia en la que él le pide a
un hombre que mate a su propio hijo como muestra de su fe.
−¿Y qué hace el hombre?
−El hombre piensa matarlo, pero cuándo lo va a matar dios
se aparece y le dice que no lo mate, que sólo quería ver hasta
dónde llegaba su fe.
−Le gustan las bromas pesadas al dios tuyo. ¡Qué dios más
raro tienen ustedes los guétoras!
−¿Puedo irme ya? Eso es todo lo que sé, si quiere saber más
debería hablar con un sacerdote, yo sólo repito lo que me en-
señaron en la escuela.
−Si Teo, puedes irte.
Las conversaciones con Teo dejaban confundido al empera-
dor, tengo que comprobar lo que me dice, pensaba, puede es-
tar engañándome, todas esas historias podrían ser producto
de su imaginación porque cómo es posible que su dios haya
perdonado a los asesinos de su hijo, cómo puede existir otro
dios aparte de los dioses vivientes. Por qué estos hombres ha-
bían asesinado, mancillado, ultrajado al hijo de un dios y se

130
EL DORADO EN EL AMAZONAS III- Tierra de Dioses

fascinaban exhibiendo su cuerpo como un trofeo de guerra


sin que su dios los castigara, ¿acaso estos hombres eran tan
poderosos como los mismos dioses? ¿Qué podía garantizarle
que los dioses vivientes no tuvieran los mismos planes con
él? Podrían estar conspirando para que terminara asesinado a
manos de su pueblo o de los guétoras.

131
XIII. La traición

L a verdad resultó peor de lo que había imaginado, debía


aceptar que los dioses vivientes no estaban ahora de su
lado, además los guétoras eran hombres poderosos, asesinos
de un semidios. Una visita inesperada sacó al emperador de
sus pensamientos, se trataba de una mujer humilde que, se-
gún le informó el capitán de su guardia personal llevaba me-
ses insistiendo para comunicarse con él, hasta el punto de que
había logrado desesperar a todo el mundo.
−No creo que sea peligrosa su alteza. Es la mujer del soldado
borracho que se quedó con los guétoras, no quiero molestarlo,
pero esta mujer ya nos tiene desesperados, si no quiere verla
me encargaré personalmente de que la echen de aquí.
−No, hágala pasar.
La mujer debía tener unos veinticinco años, llevaba el pelo
largo y era de raza amazónica, a pesar de su juventud se veía
ajada. Se dirigió al emperador en un tono altivo, atrevido y
casi furioso.
− Buenas tardes alteza, como sabrá o le habrán informado soy
la esposa de Kiu, estoy aquí porque no he recibido ningún
comunicado oficial respecto a la desaparición de mi marido y
quiero una explicación.
−¿Viene usted del reino de Xanú?

133
Fernando Bermúdez Ardila

−Así es.
Maximiliano la observó con atención.
−¿Por qué tardó tanto en venir? La expedición concluyó hace
más de seis meses.
−¿Qué por qué he tardado tanto? ¡Ja, oigan a este! ¡Llevo meses
intentando comunicarme con usted, exigiendo una respuesta!
¿Acaso no le habían dicho nada? En mi reino nadie supo de-
cirme que le sucedió a Kiu, el rey sólo guardó silencio y al
final me dijo que se lo preguntara a usted si es que me recibía,
llevo semanas esperando en la entrada de su residencia.
El emperador no supo que decir, le pareció simpática e in-
genua la altanería de su visitante, recordó las palabras de la
diosa viviente cuando dijo: a veces la mentira es el único me-
dio para proteger al pueblo y pensó que lo mejor era decirle
que su marido había muerto, de lo contrario se empeñaría en
buscarlo.
− Kiu está muerto, fue capturado, ellos en secreto lo asesina-
ron, murió a manos de los guétoras.
−¿Y dónde está su cadáver?
− Está enterrado en territorio guétora y por ahora no hay nada
que podamos hacer.
−Su alteza, yo podré ser pobre, pero no soy tonta, si Kiu es-
tuviera muerto el rey Xanú me lo habría dicho, aquí hay gato
encerrado ¿Por qué tanto misterio? ¿Qué fue lo que pasó?
¿Acaso es cierto lo que dicen los soldados, que se quedó a
vivir en esa ciudad con una mujer de allá?
−Daría igual si es así porque no podríamos ir en su búsqueda.
Pero no es así.
−Puede que las tropas imperiales no puedan ir, pero usted
podría darme un permiso especial, yo puedo sacarlo de allá.

134
EL DORADO EN EL AMAZONAS III- Tierra de Dioses

Maximiliano sonrió socarronamente.


−No sea ingenua, los guétoras la asesinarían tan pronto pisara
su territorio.
− Entonces esperaré a que salgan las tropas de los reyes.
−¿Cuáles tropas? Nadie saldrá de el Amazonas.
−Hasta no ver el cadáver de Kiu no creeré que está muerto,
me uniré a aquella expedición y lucharé contra los guétoras.
−¿De qué expedición está hablando?
−Gracias su alteza, no ha podido ayudarme en nada, pero su-
pongo que debo agradecerle por dignarse a atenderme.
La mujer se dirigió con paso seguro a la salida y el emperador
se quedó donde estaba sin obtener respuesta a su pregunta,
de ese modo se enteró de los planes de insurrección de sus
monarcas que pensaban salir hacia Guétora sin su permiso,
violando la prohibición oficial de abandonar el imperio. La
mujer sin quererlo había delatado un plan inimaginable hasta
el momento por el emperador pues, por increíble que parez-
ca, no sabía nada, sus asesores no lo habían informado y él
había estado tan ocupado tratando de sacarle información a
Teo sobre los guétoras y pensando en el futuro del imperio
sin el cobijo de los dioses que no se había dado cuenta de
nada. No eran pocos los monarcas que osaban desobedecerle,
diecisiete de los veinticinco reinos lo estaban traicionando, él
fue muy claro con los reyes cuando dijo que no quería atacar
a los guétoras sin tener una garantía, sin saber si había algún
botín que valiera la pena o algo que de verdad pudiera ser in-
teresante y valioso para los pueblos de el Amazonas, por eso
había estado organizando pequeñas expediciones secretas a
los alrededores de la ciudad guétora sin éxito alguno; una de
ellas desapareció como si se la hubiera tragado la tierra y la
otra regresó con las manos vacías, sin ningún hallazgo digno
de mención.

135
Fernando Bermúdez Ardila

Lo que no podía entender Maximiliano era qué buscaban


combatiendo a los guétoras, entendía que quisieran rebelarse
contra él, contra los dioses vivientes, el consejo de amazonas
y el consejo de santos, en otras palabras: contra el mundo co-
nocido, pero qué podrían ganar en una guerra contra una cul-
tura ajena cuyos ejércitos eran más numerosos. ¿Tanto era el
miedo de su pueblo a lo desconocido, que se iba en su contra
en un ciego afán de proteger su zona de confort, su pequeño
mundo conocido pero fundado en mentiras? En seguida se
puso en la labor de averiguar los pormenores de la traición
que se estaba tramando y se enteró de que uno de los líde-
res más entusiastas de dicha insurrección era el príncipe Ru-
perto, después de pensarlo mucho decidió que no intentaría
frenarlos, los dejaría actuar, lo que pretendían era una estupi-
dez, acudirían a una carnicería, lo más seguro es que salieran
derrotados.
El Maximiliano de los tiempos anteriores al renacimiento no
habría actuado así, seguramente se habría impuesto ante los
traidores antes de que estos salieran del imperio, pero había
dejado de ser el joven seguro y arrojado de entonces, los des-
cubrimientos de los últimos tiempos lo tenían impresionado y
meditabundo, se había vuelto irritable, se la pasaba pensando
que los dioses vivientes lo habían traicionado y que debían es-
tar tramando su muerte. Había descubierto que no se podía
confiar en ellos, en el pasado habían permitido que sus hijos,
los reyes y príncipes insurrectos que llevaban su sangre murie-
ran de peste en la prisión. Los dioses vivientes Sofía y Alejan-
dro eran tan crueles, cínicos e implacables como el dios de los
guétoras que permitió que su hijo fuera exhibido como trofeo
de guerra, eran tan malvados como los humanos corrientes,
además qué se podía esperar de un mundo abandonado por
unos dioses cansados de gobernar. El emperador esperaría a
que lo traicionaran, no valía la pena interceder, evitar la batalla
salvaría a los traidores, era mejor verlos desfilar hacia su muer-

136
EL DORADO EN EL AMAZONAS III- Tierra de Dioses

te, eso pensaba, si bien es cierto que por breves, brevísimos


momentos albergaba la esperanza de que ganaran la guerra en
nombre de su imperio. Se dedicaría a observar el curso de los
acontecimientos, si los traidores perdían la guerra causándole
una vergüenza a el Dorado serían juzgados por traición, por
desacato a las órdenes de su emperador.
Dados los últimos acontecimientos el consejo de santos había
perdido su ya escasa autoridad, la sede de la fe estaba desmo-
ronándose lentamente y el pueblo, en su afán de rebelión, que-
ría arremeter contra todo y apoyaba a los monarcas traidores
como si hubiera algo de lógico en atacar a los guétoras, como
si ellos tuvieran alguna culpa de las mentiras de los dioses
vivientes. El pueblo tenía sed de sangre y Maximiliano no po-
día hacer nada mejor que ponerse a salvo y observar, no sería
él quien condujera su pueblo a una derrota en tierras lejanas,
eso sería una humillación para el Dorado, recordó las sabias
palabras de su madre: Si aún estás vivo puedes iniciar una
nueva guerra, pero si pereces en un intento torpe no pelearás
ninguna más y no habrá quien pelee por ti en el futuro.
Los insubordinados partieron del Dorado al mando del rey
Irl, esta vez no eran mil ni dos mil sino cinco mil hombres y
aunque no contaban con la tecnología avanzada que los dioses
le habían permitido usar alguna vez al emperador Maximilia-
no, tenían arcos, espadas, dagas, sables, hachas y otras armas
muy inferiores a las que tenía el consejo de amazonas y a las
que existían en el mundo pre apocalíptico, pero seguramente
no muy diferentes a las que tenían los guétoras. Vale la pena
subrayar sin embargo que la fortaleza de estos no radicaba en
sus armas sino en su superioridad numérica y en el hecho de
encontrarse en territorio propio; el pueblo guétora conocía las
cuevas como la palma de su mano.
Como era de esperarse la guardia imperial en la muralla no
pudo detener al contingente, no todos eran hombres, también

137
Fernando Bermúdez Ardila

había guerreras amazonas, entre ellas la esposa de Kiu que


iba resuelta a sacar a su marido de las entrañas de la tierra si
allí estuviera. Las tropas se dirigían concentradas hacia la ciu-
dad guétora, quien las viera desde lo alto no podría evitar en
su mente la imagen de hormigas precipitándose a su hormi-
guero; los monarcas que las acompañaban hablaban de con-
quistar territorios y expandir su imperio, los soldados rasos
de saquear y regresar a el Dorado con un buen botín, algunos
eran tan brutos que se ilusionaban con la idea de encontrar
dinero en las casas, confiando, en su ignorancia, en que tenían
una moneda y era la misma del Dorado.
Tras varios días de camino, cuando ya estaban cerca de la
ciudad guétora, se dividieron, la mitad de las tropas seguiría
hasta el castillo, ubicado en el centro de la ciudad y la otra
mitad se quedaría en las inmediaciones para evitar ser rodea-
dos y tomados por sorpresa. La primera mitad encontró la
ciudad desierta tal como había sucedido la primera vez, ante
esto optaron por ir a las cuevas en busca de sus contendores,
pero no encontraron a nadie, las cuevas estaban tan vacías
y deshabitadas como la ciudad. Las horas fueron pasando y
la oportunidad de pelear no llegó, los soldados empezaron a
desanimarse y a perder el valor, pasaron la noche en vela a
la espera de alguna novedad y al otro día amanecieron som-
nolientos y abatidos. Toda la mañana estuvieron esperando
órdenes de sus monarcas y generales que estaban tan descon-
certados como ellos. Al atardecer los reyes, príncipes y milita-
res ya estaban convencidos de que era una trampa y no sabían
si seguir avanzando hacia territorios desconocidos, esperar
donde estaban o devolverse.
Hacía más de 1.826 años no se libraba ninguna guerra externa,
los habitantes del Amazonas habían perdido el pensamiento
estratégico, les quedaba difícil concebir una guerra grande
porque las guerras que habían vivido habían sido siempre

138
EL DORADO EN EL AMAZONAS III- Tierra de Dioses

cortas, guerras entre reinos o entre aldeas que se habían re-


suelto la mayoría de veces en una sola batalla, simples esca-
ramuzas.
A pesar del miedo y viendo que la amenaza no era inmediata,
los monarcas y generales armaron una gran tienda de campa-
ña donde se reunieron a discutir que hacer, unos propusieron
seguir avanzando hacia el norte, otros hablaron de devolverse
y unos pocos votaron por esperar argumentando que los gué-
toras tendrían que regresar a su ciudad tarde o temprano. La
propuesta de seguir avanzando fue descartada por un asunto
logístico: no tenían víveres suficientes para arriesgarse, la de
esperar fue ignorada porque nadie quería prolongar ese esta-
do de zozobra y temor, eso sólo aburriría más a los soldados;
por descarte ganó la propuesta de devolverse. A todas luces
era lo mejor que podía hacerse.
Emprendieron el retorno de noche con el ánimo por el piso,
las tropas estaban desmoralizadas, pronto dejaron atrás el
valle donde antes había acampado la primera expedición de
Maximiliano y siguieron todos muy atentos a cualquier señal,
pues el haber salido de la ciudad no significaba haberse libra-
do del peligro, los guétoras todavía podían atacar. En el Dora-
do el emperador pasaba las horas ansioso, esperaba noticias
de la batalla, temía que los guétoras llegaran a sus dominios e
impartía órdenes relativas al agasajo con el que recibiría a los
guerreros insurrectos, había decidido que ganaran o perdie-
ran les prepararía un gran recibimiento en su residencia, todo
un jolgorio en honor a tan ilustres héroes, defensores del im-
perio. Sus empleados más cercanos lo miraban con recelo, no
entendían el por qué de la fiesta, pero tampoco formulaban
preguntas, temerosos se limitaban a obedecer.
Ya llevaban una semana devolviéndose cuando un día en el
que los soldados avanzaban desprevenidos por un terreno ar-
bolado, convencidos ya de que no tendrían oportunidad de

139
Fernando Bermúdez Ardila

combatir, empezaron a aparecer trampas mortales en el ca-


mino, se trataba de un tinglado de mecanismos más o menos
complejos que se accionaban con una simple pisada o el aviso
de algún guétora oculto entre los arbustos. Lo que siguió fue-
ron escenas de dolor y espanto, los soldados veían a sus com-
pañeros morir y tenían que reprimir el impulso de socorrerlos
porque al moverse se activaban más trampas, si se quedaban
quietos donde estaban los guétoras les disparaban sus flechas
desde lo alto de los árboles. Después de haber pasado tantas
horas en vilo esperando la aparición del enemigo los guerre-
ros estaban agotados, la manipulación sicológica de los gué-
toras llevó, junto con las trampas mortales, a que los soldados
insurgentes del imperio de Maximiliano entraran en pánico.
Más de mil hombres perecieron en las trampas y otros tantos
murieron por heridas de flecha. La contienda duró todo el
día, los guétoras se fueron cuando cayó la noche y los sobre-
vivientes quedaron a su suerte, para esa hora ya algunos de
los soldados estaban llegando a el Dorado, habían huido al
ver las escasísimas posibilidades de ganar la guerra. El rey Irl
murió en la batalla, así como el príncipe Ruperto, los demás
monarcas huyeron con suerte, su cobardía les salvó la vida.
Al llegar el imperio les brindó el recibimiento que merecían
hombres curtidos en guerras jamás libradas, en las murallas
imperiales los guardias y guerreros del Dorado los espera-
ban para conducirlos a la ciudadela imperial donde sonaban
trompetas anunciando su regreso, en la residencia de Maxi-
miliano XLIX les esperaba un derroche de comida y vino a
todos, tanto a príncipes y reyes como a generales y comba-
tientes, pero la verdad es que hasta el más bruto e ingenuo de
los soldados sospechaba de la hospitalidad del emperador y
aunque todos estaban hambrientos ninguno quería ser el pri-
mero en probar la comida, temían que estuviera envenenada.
De los cinco mil hombres que partieron regresaron menos de
mil, pero no todos los restantes perecieron en la guerra, algu-

140
EL DORADO EN EL AMAZONAS III- Tierra de Dioses

nos no quisieron regresar a el Dorado por temor a las represa-


lias de Maximiliano y huyeron a territorios desconocidos, la
mujer de Xiu se contaba entre ellos.
Antes de entrar a la residencia imperial se les desarmaba y no
se les permitía volver a salir, allí se les brindaba hospedaje a
todos, los soldados rasos se quedaban en las antiguas coche-
ras, en las pesebreras y en las habitaciones de la servidumbre
y los militares de alto rango y los príncipes y monarcas en los
dormitorios del palacio. La vigilancia era estricta, como pudo
constatar cada insurgente que llegó a la residencia imperial,
había guardias armados por todas partes, era imposible es-
capar. Durante tres días más siguieron llegando al imperio
sobrevivientes de la guerra, la mayoría heridos. Al tercer día,
cuando ya se pensaba que no regresaría nadie más Maximilia-
no mandó cerrar las puertas de su residencia. Si llega alguien
más a las murallas ha tenido suerte, déjenlo seguir su camino,
no traigan más gente.
A las tres de la tarde del tercer día, desde el palco de una de
las habitaciones de arriba, el emperador se dirigió a sus con-
vidados reunidos en el patio:
Me complace tenerlos aquí, poder auxiliarlos en este duro
momento, pues según veo han perdido vergonzosamente la
guerra que inventaron. Aún así el imperio les da la bienveni-
da, les brinda comida y bebida, cuidados para los heridos y
un lecho donde dormir, esto no quiere decir que mi imperio
vaya a pasar por alto su traición. Por si alguno de ustedes
ignorara de qué estoy hablando lo explico: Yo soy el empera-
dor y al emperador le corresponde tomar las decisiones ante
los desafíos que se le presenten a su pueblo. Mi orden, más
aún, mi prohibición, de salir del Dorado fue muy clara. Era
a mí a quien le correspondía decidir si declararle la guerra
al nuevo pueblo descubierto o no, a ustedes les correspondía
únicamente obedecerme, acatar mi decisión, cualquiera que

141
Fernando Bermúdez Ardila

fuera, ese es el deber tanto de reyes y príncipes como del


pueblo.
En lugar de eso usurparon mis funciones, imponiendo su vo-
luntad contra la mía, violando mi prohibición. Por si esto fue-
ra poco trajeron la vergüenza a el Dorado, pues no contentos
con haber arriesgado su pueblo lo llevaron a una derrota se-
gura al librar una guerra que no podían ganar. Su impruden-
cia le representa al imperio la certeza de un enemigo temible
y por lo visto superior. Ese es el resultado de su traición, ese
y la muerte de miles de nuestros hombres, pero el primero es
más grave, pues quienes murieron en la guerra eran traidores
como ustedes.
No pienso exonerar de su culpa a nadie, considero que en los
pueblos amazónicos todos son seres pensantes, desde el más
raso de los soldados hasta el monarca más empinado. Los sol-
dados son culpables de haberse dejado convencer, sabían lo
que hacían y aún si no lo supieran eso no los exonera de la
culpa porque también se es culpable de la propia ignorancia.
Así pues, todos llevan la misma carga. Desde este momento
quedan formalmente arrestados por insubordinación y des-
lealtad con su propio pueblo, serán conducidos al palacio del
sol donde permanecerán hasta que se lleven a cabo los juicios
y sea definido el futuro de cada uno de ustedes.
Algunos de los arrestados opusieron resistencia pero fue in-
útil, todos estaban desarmados e indefensos, a merced de los
guardias que, aunque no alcanzaban a ser uno por hombre, sí
estaban armados y deseosos de someterlos. En menos de una
hora todos los prisioneros, incluyendo los descendientes de
los dioses, fueron llevados al sitio de reclusión donde habían
estado en otros tiempos sus antepasados. Allá esperarían a
que se hicieran los juicios, pero estos no serían más que un
formalismo ridículo, algo que el imperio debería ahorrarse.
No había ni la más mínima esperanza de salir libre, todos

142
EL DORADO EN EL AMAZONAS III- Tierra de Dioses

sin excepción serían declarados culpables y condenados a la


horca o a pasar el resto de sus días en el palacio del sol. Los
seres divinos, es decir los reyes y príncipes, tendrían unas cel-
das cómodas y serían tratados conforme a su condición, los
demás reos, de inferior categoría, no gozarían de esos privi-
legios, aún así el emperador tenía claro que todos eran trai-
dores y ahora, sin importar el tipo de celda en el que cada
uno de ellos estuviera, todos tenían algo en común: habían
perdido la libertad.
Tal como había sucedido en un pasado no muy lejano en el
que los dioses habían castigado a quienes se atrevieron a irse
en contra del imperio de su padre la sucesión en los reinos y
principados fue inmediata, en todos y cada uno de ellos que-
daba gente que se había negado a la traición y el emperador
seguía teniendo sus aliados así los dioses lo hubieran dejado
solo, de todas formas, estén donde estén, pensaba Maximilia-
no, deben aprobar mi manera de proceder pues estoy hacien-
do lo mismo que hicieron ellos con mis antepasados antes de
que yo naciera.

143
XIV. Algo grande sucederá

H acía mucho tiempo un emperador no tenía que asumir


retos tan grandes y difíciles como los que tenía que en-
frentar Maximiliano XLIX en estos momentos cruciales para
el Dorado. Había descubierto que existían otros pueblos,
otras culturas, otros mundos diferentes al suyo, los dioses lo
habían abandonado y sus hermanos de sangre lo habían trai-
cionado. No sabía cómo actuar ahora que los guétoras eran
sus enemigos, cómo dirigir a su pueblo, un pueblo engañado
y desesperanzado que ya no creía en nada, un pueblo que
había perdido el rumbo, sabía que su deber como emperador
era prepararlos para la nueva realidad, debía expandir sus
mentes, dotarlos para el futuro. Veía los retos muy grandes y
sabía que era probable que su vida no le bastara para alcan-
zarlos, pero por lo menos debía dejar un punto alto desde el
cual pudieran partir las generaciones siguientes, él, más que
cualquier otro emperador, debía dejar descendencia, tenía
que tener un hijo que continuara su obra, sólo que no quería
pensar en eso por ahora, se sentía muy joven y el amor no
había llegado a su vida, quería esperar antes de buscar a una
mujer sólo por conveniencia, a lo mejor en la espera sucedía
que conociera el verdadero amor, por lo pronto seguiría edu-
cando a Teo, a quien veía como un hijo.
Estaba solo en tan grande empresa, los dioses se habían la-
vado las manos y él no podía reclamarles nada, si los pue-

145
Fernando Bermúdez Ardila

blos amazónicos habían creído siempre que eran los únicos


que poblaban la tierra era su culpa por haberse dormido en
los laureles, prefirieron vivir cómodos antes que decidirse a
explorar el mundo, se conformaron con lo que tenían y no
sintieron ninguna curiosidad por lo que existía más allá de
las murallas del imperio, se adormecieron, se dejaron llevar
por la pereza y la apatía, prefirieron no cuestionarse nada,
en otras palabras: estuvieron vegetando en tierras tranquilas
durante dieciocho siglos.
Fueron pocos los hombres que intentaron salir, sobra decir
que ninguno tuvo éxito. No hubo ni un solo emperador que
se hubiera interesado en explorar el exterior, él había sido el
único, de él dependía el despertar de los pueblos amazónicos
por eso seguiría explorando, enviaría expediciones en otras
direcciones, recorrería el mundo entero y protegería a su im-
perio de los ataques formando un estado mayor de guerra al
mando de sus príncipes y reyes más osados y de los guerreros
más valientes. Los reinos no tardaron en rehacer sus ejércitos
y con el paso de los días el orden fue retornando a el Dorado,
el emperador se rodeó de los de su misma sangre, sucesores
de los tronos en los reinos de los traidores, y creó una escuela
de expedicionarios donde además de entrenamiento físico y
militar se les inculcaba ética y se les preparaba para enfrentar-
se a mundos desconocidos con la mente abierta, bajo la nueva
premisa de que en la tierra existían muchos más dioses aparte
de los conocidos por ellos y muchas más culturas y pueblos
aparte de los de el Amazonas, también se les enseñaba que lo
más seguro era que los pueblos que cohabitaban el planeta
los vieran como una amenaza y los atacaran. En esta escuela
los futuros expedicionarios, entre ellos Teo, se preparaban lo
mejor que podían mientras afuera las ciudades permanecían
custodiadas por ejércitos armados para evitar ser víctimas de
otros mundos y contrarrestar el peso de la amenaza guétora.

146
EL DORADO EN EL AMAZONAS III- Tierra de Dioses

El imperio vivió varios meses de tranquilidad, todo había ocu-


pado el lugar correcto, los insurrectos estaban en la prisión y el
pueblo reconocía una vez más la autoridad de su emperador,
fue un tiempo de armonía en el que cada uno ocupó el lugar
que por naturaleza le había sido asignado. Durante ese tiem-
po tranquilo la escuela de expedicionarios preparó una nueva
excursión a tierras desconocidas en el nororiente, en dirección
contraria a los guétoras. El cuatro de noviembre de 1826 de
nuestros señores Sofía y Alejandro partió un primer grupo de
cien hombres al mando de Teo, su labor era ir abriéndole cami-
no al resto de la expedición que saldría semanas después.
La ausencia de los dioses vivientes no había afectado a nadie,
podría decirse que las cosas seguían siendo igual. Durante
los primeros días después de haberse producido el descu-
brimiento del pueblo guétora, la gente echó de menos a los
dioses porque tenía muchas preguntas, después se olvidó de
ellos, las cosas siguieron su curso natural, las flores siguieron
abriéndose al amanecer, los árboles siguieron dando sus fru-
tos y el hombre siguió haciendo su jornada, nadie echaba en
falta a los dioses que antes había adorado, frente a los que se
había postrado innumerables veces. Al parecer no eran nece-
sarios, con o sin ellos la vida seguía su curso, la mayoría de
la gente aceptó esta verdad, hubo casos aislados de personas
que empezaron a actuar de manera extraña, pero fueron muy
pocos y ni siquiera puede asegurarse que su comportamiento
haya tenido algo que ver con esta situación, pudo ser simple
casualidad. El pueblo nunca se enteró de la conversación de
Maximiliano con los dioses, nunca supo que ellos los habían
abandonado porque se habían cansado, pensaba que seguían
estando en algún lugar, pero como no habían hecho ninguna
aparición en público ni se habían pronunciado en el momento
en el que todos lo esperaban los fue olvidando. En cuestión de
meses ya nadie se acordaba de ellos, la rabia y la decepción
que sintieron ante la mentira que les habían hecho creer fue

147
Fernando Bermúdez Ardila

breve y dio paso a la convicción de que no solamente se podía


vivir sin los dioses vivientes sino que además se vivía mejor,
nadie los echaba de menos.
Maximiliano se había acostumbrado a gobernar solo y se sen-
tía muy a gusto, trabajaba en los preparativos de la partida de
los demás expedicionarios, hacía dos semanas había salido
Teo y según lo acordado los demás saldrían dentro de dos
días, por esta razón se había reunido con Ulises, un impor-
tante militar del reino de los Jaras, en uno de los imponentes
salones de su residencia. Estaban ultimando los detalles de la
expedición cuando fue interrumpido por su secretario que le
anunció la visita de Amancay, el emperador le ordenó hacerla
seguir inmediatamente. La imponente amazona saludó cor-
dialmente al militar y a su alteza:
−Buenas tardes, lamento interrumpir su reunión, pero hacía
tiempo no tenía el honor de visitar a su alteza el emperador.
−No se preocupe Amancay, usted siempre es bienvenida, dijo
Maximiliano.
−Como seguramente tienen asuntos importantes que tratar
me retiro, con permiso, dijo Ulises y salió del salón cerrando
la puerta tras de sí.
−Hace unos días disfrutamos nuevamente de la tranquilidad
en las tierras del imperio, parece que todo ha vuelto a la nor-
malidad, comentó Amancay.
−Así es Amancay. ¿A qué debo el honor de su visita? Cuando
los dioses me comunicaron que se irían pensé que nunca la
volvería a ver. La imaginaba lejos en alguna galaxia.
−Ya ve su alteza, aquí me tiene de vuelta.
−¿Debo suponer que trae algún mensaje de los dioses?
−Traigo un mensaje, eso es lo importante, de quién es no im-
porta mucho en este caso. Mi visita será breve porque sé que

148
EL DORADO EN EL AMAZONAS III- Tierra de Dioses

últimamente está muy ocupado preparando la partida del se-


gundo grupo de expedicionarios.
−Para usted siempre tendré tiempo Amancay, aunque los dioses
decidieron irse y dejarme gobernar solo, mi vínculo con usted
y con el consejo de sabias sigue existiendo, pues pienso que ser
mensajeras de los dioses no es su única función, también son el
receptáculo de la cultura e historia amazónicas y por lo tanto ex-
celentes consejeras en cuanto a las cuestiones relativas al poder.
−Algo grande está a punto de suceder.
−La expedición es algo grande. No sabemos qué vamos a en-
contrar, sea lo que sea que suceda nos sorprenderá.
−No me refiero al resultado de la expedición.
−¿Entonces?
−Pronto llegarán nuevos dioses Maximiliano.
−¿Nuevos dioses?
−Si, no hablo de dioses muertos como los de los guétoras sino
de dioses vivientes, tal como los conocemos.
−¿Cómo puedo prepararme para su llegada, qué intenciones
tienen?
−Eso no lo sé.
−¿Cuándo llegarán?
−Tampoco sé que día llegarán. Sólo sé que la tranquilidad que
creíamos instaurada no durará mucho más.
El rostro del emperador se ensombreció, no sabía si podría
resistir otra embestida del destino, los últimos años fueron
muy difíciles y se sentía agotado.
−Hemos vivido tan bien sin los dioses. No temo ser impru-
dente Amancay, lo que digo es la verdad, solo estoy siendo
sincero.

149
Fernando Bermúdez Ardila

−Yo sé su alteza. El pueblo se las ha arreglado muy bien sin


los dioses y sin la sede de la fe.
Después de estas palabras la máxima autoridad del consejo
de sabias se despidió del emperador dejándolo inquieto y
preocupado. Dos días después, el día que los expediciona-
rios tenían planeado traspasar las murallas del imperio, algo
grande sucedió tal como lo había anunciado Amancay. En
plena despedida protocolar una inmensa nave aterrizó fren-
te a los expedicionarios obligándolos a abrirle campo porque
era tan grande que no cabía en el espacio vacío que queda-
ba entre ellos y la comisión imperial, encargada de dirigir el
acto. El desconcierto fue general, nadie hizo nada porque era
una nave como la de los dioses vivientes, sólo que un poco
más grande. El emperador recordó las palabras de Amancay
y pensó bastante molesto ¿por qué justo ahora? Hoy en día
parece que los dioses no tienen otro propósito que fastidiar,
los dioses ya no son la respuesta a las incógnitas que el hom-
bre ha tenido a través de todos los tiempos, incógnitas que
no ha podido resolver, preguntas a las que no halla respuesta
pese a sus esfuerzos.
El hombre se ha preguntado por ejemplo qué hay más allá de
la muerte, si hay algún tipo de vida y dónde y cómo sucede,
si el alma no muere con el cuerpo y continúa su existencia por
ahí, invisible, si entra en otro recipiente, si la esencia sobrevi-
ve, si existe algún tipo de consciencia después de la muerte
que nos permita saber lo que pasa. La religión ha dado res-
puestas, pero no son verificables, para conformarse con ellas
hay que hacer un acto de fe que no todo el mundo está dis-
puesto a hacer, hay vacíos, contradicciones, partes que no
cuadran; dichos interrogantes se han mantenido a lo largo de
la historia y hoy no es que sepamos mucho más que hace dos
mil años, hombres poderosos se han entregado a la búsque-
da de la inmortalidad, pero todos han muerto, no importa lo

150
EL DORADO EN EL AMAZONAS III- Tierra de Dioses

poderosos que fueran. Mujeres hermosas se han consumido


en la búsqueda de la eterna juventud, pero lo único que han
logrado es retrasar un poco el envejecimiento a punta de cui-
dados tan exigentes que se les va la vida sólo en ello y al final
todas han tenido arrugas y sus cuerpos cansados han desfa-
llecido. Otros tantos se han dedicado al ocultismo, al mundo
de los espíritus y fantasmas, sin embargo no es mucho lo que
se puede sacar de ellos, tampoco tienen respuestas compro-
bables y creíbles.
Ante tantas incógnitas la mayoría de personas prefieren dejar
de preguntarse y seguir con su vida, hacer lo que todos hacen,
emplear la existencia en algo más útil que la búsqueda de res-
puestas inexistentes, otras menos prácticas han preferido no
renunciar, no conformarse y entregar su vida a la búsqueda
de esas respuestas. Muchos han querido prepararse para lo
que sea que sigue después de la muerte y, al no tener idea,
se han hecho enterrar con todo tipo de cosas que consideran
podrían serles útiles, recipientes, linternas y amuletos entre
otras, algunos han ido más allá, no son pocos los aventureros
que han buscado seriamente la fuente de la juventud, patroci-
nados por hombres poderosos como es el caso de Juan Ponce
de León quien partió, con el apoyo de Fernando II, en busca
de la tierra de Bímini donde, según relatos indígenas, estaba
dicha fuente.
La historia cuenta que el domingo tres de abril de 1513 conta-
dos después de Cristo, en la época pre catastrófica, Juan Pon-
ce de León arribó a un punto de la costa este de la península
de lo que hoy conocemos como la Florida gracias a él, pues
fue él quien la bautizó con ese nombre porque ese día se ce-
lebraba en España la pascua florida o domingo de resurrec-
ción. El lugar de desembarco fue cerca a lo que hoy se conoce
como Cabo Cañaveral, pero Juan Ponce estaba tan ocupado
en su búsqueda de la fuente de la eterna juventud que proba-

151
Fernando Bermúdez Ardila

blemente no imaginó que años después se lanzarían naves al


espacio desde un lugar cercano al que acababa de pisar.
Como lo confirma su muerte a los 61 años por una infección
en uno de sus muslos, ocasionada por una herida de flecha, la
expedición no encontró la fuente de la eterna juventud, pero
no todo fue perdido, pues hoy se sabe que descubrió algo qui-
zás más importante: la corriente del Golfo, el descubrimiento
tuvo lugar cuando los marineros vieron sorprendidos cómo
los barcos eran empujados hacia atrás aún cuando llevaban
el viento en popa; gracias a Juan Ponce de León y su afán
por encontrar la fuente de la eterna juventud se descubrió la
corriente que se convertiría luego en la autopista marítima
empleada por los barcos españoles cargados de tesoros en sus
viajes a Europa.
Quienes sí descubrieron la fuente de la eterna juventud o por
lo menos algo parecido fueron los dioses vivientes del Dora-
do. Años atrás cuando sucedió la gran catástrofe, los dioses
y su prole abandonaron la tierra en poderosas naves y aterri-
zaron en Titán, al regresar ocasionalmente a la tierra notaron
algo extraño en el paso del tiempo, no había correspondencia
entre el tiempo de Titán y el de la tierra, mientras en Titán
había pasado un día, en la tierra había pasado un año, esto
explica por qué en los casi dos milenios transcurridos entre
la catástrofe y el de Maximiliano XLIX los dioses vivientes no
sufrieron ningún cambio notable en su apariencia, se veían
igual que cualquier ser humano con la salvedad de que en
1826 años no solo no murieron sino que tampoco envejecie-
ron.
Mientras una persona común duraba alrededor de ochenta
años ellos llevaban dieciocho siglos viviendo y aún no te-
nían canas. Esto se conoce como el fenómeno de la multila-
teralidad, así le han llamado muchos estudiosos en su afán
de explicar científicamente la existencia de mundos para-

152
EL DORADO EN EL AMAZONAS III- Tierra de Dioses

lelos y las dimensiones en las que se puede navegar yendo


y viniendo. Al atravesar la estratósfera de Titán los dioses
pasaron a otra dimensión en la que el tiempo transcurre de
manera diferente que en la Tierra y lo que aquí fueron 1826
años allá fueron tan solo 1826 días, es decir cinco años inclu-
yendo un año bisiesto.
Como ya he dicho, el acto protocolar para despedir a los ex-
pedicionarios que partirían al encuentro del primer grupo
comandado por Teo se vio bruscamente interrumpido por
el aterrizaje de una nave similar a la de los dioses vivientes.
De la nave descendieron en orden por lo menos doscientas
guerreras amazonas con cara de pocos amigos, dispuestas a
llevarse al que fuera por delante, detrás de ellas descendieron
dos hombres uno llamado Jorge Iván y apodado el gato y el
otro Bruno, un mulato que les había servido de baquiano al
dios Alejandro y al gato hacía poco más de dieciocho siglos
en la tierra y apenas quince o veinte años en Titán, por último
descendió la princesa Alejandra, primogénita de los dioses
vivientes. Los allí presentes no pudieron disimular la sorpre-
sa y siguieron con la mirada cada uno de sus movimientos,
estaban aterrados porque era la primera vez que la veían, la
observaron mientras se dirigiría hacia el lugar donde se ha-
llaba la comisión imperial, desde allí pronunció su discurso
que fue breve:
“Quizás por ser ustedes hombres valientes, hombres con
arrojo que no le temen a la aventura, les ha correspondido
ser los primeros de su pueblo en enterarse de la noticia que
les vengo a comunicar. Se preguntarán quién soy pues nunca
me han visto por aquí, soy la hija primogénita de los dioses
vivientes y he venido a comunicarles que mi madre, la dio-
sa Sofía Inés ha abdicado aduciendo cansancio, que ya no le
apetece seguir siendo su diosa, por lo tanto me corresponde a
mí sucederla y presentarme ante ustedes y ante su poderoso

153
Fernando Bermúdez Ardila

emperador como la nueva diosa viviente del Dorado. Esta mi-


sión está muy lejos de ser una carga para mí como pensaron
alguna vez mis padres, al contrario, es la realización de mi
sueño más preciado: ponerme al frente de mi pueblo, poder-
lo guiar, llevarlo lejos, llevar a los pueblos del Amazonas al
más alto nivel de desarrollo. Ahora pueden postrarse ante mí
como corresponde cuando un dios o una diosa los bendice
con su presencia.”
Los expedicionarios y la comisión imperial tardaron unos se-
gundos en asimilar sus últimas palabras y se postraron ante
ella descoordinadamente. La princesa continuó:
“Pronto los visitaré de nuevo, mi alocución será entonces
para todos los habitantes del imperio, mientras eso sucede no
podrán partir a expedición alguna”.
Pronunciadas estas palabras la nueva diosa del Dorado se di-
rigió a la nave con el gato y con Bruno. El ejército de amazonas
los escoltó esos escasos metros con un nerviosismo injustifi-
cado pues nadie pensaba hacerle daño a la diosa, esta actitud
les pareció ofensiva a los expedicionarios, si la protegen con
tanta exageración es porque temen que nos rebelemos con-
tra ella, concluyeron. Maximiliano también quedó confuso, al
igual que los demás ya se había acostumbrado a vivir sin dio-
ses y la llegada de la princesa Alejandra era un fastidio ¿para
qué los dioses si no se les necesita?
La noticia se esparció como semilla que lleva el viento, po-
dría decirse sin temor a exagerar que antes de que Alejandra
hubiera llegado de vuelta a Titán ya todos los habitantes del
imperio estaban enterados de lo que había sucedido. Poco a
poco el desconcierto provocado por la noticia fue dándole
paso a la rabia, con los descubrimientos de los últimos tiem-
pos el carácter divino de los dioses se había perdido, la gente
los veía como iguales, peor aún, como unas personas fasti-
diosas y ridículas, la gran mayoría les perdió el respeto, los

154
EL DORADO EN EL AMAZONAS III- Tierra de Dioses

veía como a unos mentirosos, unos tiranos que sólo querían


imponerse ante los hombres y mantenerlos engañados, en
resumidas cuentas: unos antihéroes. Que la diosa Alejandra
les hubiera dicho que no podían partir a su expedición hasta
que ella no se anunciara ante todo el pueblo del Dorado les
cayó como un baldado de agua fría, Maximiliano se molestó
tanto que le dijo a los expedicionarios que, los que desearan
hacerlo, partieran tal como se había planeado, pero los líderes
no quisieron, prefirieron quedarse y apoyar al pueblo que ya
hablaba de rebelarse contra la nueva diosa.
En las tabernas, en las escuelas, en los mercados y en las ca-
sas, en cada rincón del imperio se hablaba de lo que había
pasado, de la nueva diosa que se había presentado ante el
emperador diciendo que era hija de los dioses vivientes y que
ahora sería ella la diosa que debían adorar, no la necesitamos,
decía la gente, estamos bien así, queremos que siga gobernan-
do el emperador, que la diosa se largue al lugar de donde ha
venido. Las voces de rebelión se hicieron más audibles cada
vez, príncipes y reyes acudieron a Maximiliano en busca de
respuestas.
−¿Por qué retrasar la expedición?¿Qué necesidad tenía la nue-
va diosa de contrariar así los planes del imperio? Le preguntó
un príncipe imperial al emperador.
−No sé, supongo que son ganas de hacerse sentir, quiere im-
ponerse, es lo que hacen los dioses, pero yo ya les manifesté
que por mí pueden iniciar la expedición, partir es la decisión
que ellos deben tomar.
Maximiliano buscó a Amancay, quería oír su opinión.
−¿Qué puedo pensar? Es la hija de los dioses y está en todo su
derecho al suceder a su madre, lo hace legítimamente.
−Amancay usted sabe que el pueblo amazónico ya no quiere
dioses. Desde que los dioses vivientes Sofía y Alejandro nos

155
Fernando Bermúdez Ardila

abandonaron los habitantes del Dorado dejaron de pensar en


ellos, al principio estuvieron decepcionados pero ahora ni si-
quiera es ese el sentimiento que tienen, ahora son poco me-
nos que indiferentes, dicen que no necesitan dioses y no les
temen.
−No sé que decirle alteza ¿qué piensa hacer usted?
−No puedo obligar a mi pueblo a creer, no puedo devolverles
la fe ni el respeto por los dioses, pues cómo lo haría, es impo-
sible para mí. Mi misión es abrir el Dorado al mundo, conti-
nuar auspiciando las expediciones para saber en qué mundo
estamos, qué es lo que nos rodea, pero al parecer no cuento
con el apoyo de la nueva diosa, pues impidió la salida de la
expedición.
−Pero si es como usted dice, que la gente ya no teme a los
dioses ni los necesita, ¿por qué le hicieron caso a la diosa Ale-
jandra, por qué no partieron?
− Los líderes de la expedición prefirieron esperar no por te-
mor ni por obediencia a la diosa desconocida sino para apo-
yar al ejército imperial en caso de que la decisión del pueblo
sea rebelarse contra ella. La molestia del pueblo con los dio-
ses es tanta que no estoy en posición de defender a la diosa,
menos aún cuando ni siquiera se comunicó conmigo antes de
desautorizarme frente a mis hombres.
El esperado día llegó, la nueva diosa se presentó en la ciudad
de la fe en compañía de un vastísimo ejército de amazonas
mucho más grande que el de la vez anterior, de Jorge Iván
o Sir George Francis Colt y Bruno. Mientras tanto el primer
grupo de expedicionarios llegaba a una ciudad donde había
gente pero en unas condiciones nunca imaginadas por ellos,
en la ciudad todo eran ruinas, pedazos inservibles de cosas,
basura. Los edificios estaban casi derruidos, la gente esque-
lética, no había suficiente alimento y todo olía mal. Teo y su

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EL DORADO EN EL AMAZONAS III- Tierra de Dioses

grupo entendieron por vez primera lo que quería decir la pa-


labra catástrofe, había cadáveres en las calles constantemente
porque la gente caía muerta en cualquier momento. Al princi-
pio no repararon en ellos, después Teo y los demás se dieron
cuenta de que tendrían que usar sus armas para defenderse
y de que no sería fácil atravesar la ciudad ni devolverse por
donde habían llegado, aún así optaron por lo último porque
ya no querían ver más, si eso era lo que había por fuera de las
murallas del Dorado no querían hacer más expediciones. Lo
que se vivía allí era el fin del mundo, sin saberlo habían llega-
do al país de las últimas cosas.
En el Dorado la nueva diosa, ignorante de lo que estaban vi-
viendo los expedicionarios al mando del joven guétora, se
presentó ante su pueblo y anunció:
“Soy la legítima heredera del trono del Dorado, me corres-
ponde a mí ser su diosa y su emperatriz, no seré una diosa
viviente que está lejos de su pueblo, me estableceré aquí entre
ustedes para velar por la preservación de todos los pueblos
amazónicos, para esto cuento con el beneplácito de mis pa-
dres los dioses vivientes y del consejo de sabias…”.
Como es natural estas últimas palabras sorprendieron al pue-
blo y todavía más a Maximiliano. El ambiente era confuso,
por un lado el pueblo quería a su emperador y la forma como
gobernaba y pensaba, había logrado entusiasmar a los reyes y
príncipes con su ideología de expansión y búsqueda de nue-
vos mundos por fuera del imperio, por otro lado la princesa
Alejandra ejercía sobre ellos cierto encanto, pues aunque no la
habían visto en 1.826 años, sentían que la conocían, su imagen
así como la de sus acompañantes y la de los dioses vivientes
era una marca indeleble en la mente de todos y cada uno de
los habitantes del Dorado y el Amazonas, incontables efigies,
pinturas y fotografías estaban muy adentro en el inconsciente
de todas las personas del mundo conocido hasta entonces. En

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Fernando Bermúdez Ardila

otras palabras, la gente no sabía qué hacer y la ofuscación cre-


cía, el ejército de mujeres de la diosa se puso a la defensiva y
una parte del pueblo venció la duda y empezó a gritar ¡no ne-
cesitamos dioses! ¡Fuera de aquí! El ejército imperial se alistó
para defender a su emperador y por unos momentos imperó
el caos y la confusión, las dos partes estaban cada vez más
agitadas, pero aún no se decidían a pelear, de entre el pueblo
muchos se fueron poniendo agresivos, otros pugnaban por
salir de entre la muchedumbre con la idea fija de irse de allí
antes de que estallara la guerra.
Finalmente el caos no duró mucho porque la diosa Alejandra
le ordenó a su ejército salir en seguida hacia los que fueron
y posiblemente serían sus dominios y el ejército imperial no
se decidió tampoco a atacar por orden del mismo emperador
que, viendo el desconcertante ejército de guerreras amazonas,
pensó que en esas condiciones no ganarían la guerra y que, de
momento, era mejor retraerse. Después de la batalla que no
fue, la diosa Alejandra siguió su camino hacia la ciudadela
imperial, seguida de su innumerable ejército y de una parte
del pueblo amazónico que la miraba embelesado. La mayoría
de monarcas no compartieron el entusiasmo de algunos de
sus súbditos, al contrario, sus rostros se ensombrecieron, fue-
ron pocos los príncipes y reyes que acompañaron a la hija de
los dioses, los demás se quedaron al lado de Maximiliano en
la ciudad de la fe.
Cuando Alejandra llegó a el Dorado vio una ciudad que para
ella no era desconocida, desde Titán había visto suceder los
cambios vertiginosos que la habían transformado. Los últi-
mos cinco años ella, sus acompañantes y sus padres los dioses
vivientes, se habían dedicado a observar los 1.826 años que se
habían vivido en el Dorado. Para ellos esos dieciocho siglos
no habían sido más que cinco años, pero no importa si lo que
para una mosca es un día para el hombre son cinco años, una

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EL DORADO EN EL AMAZONAS III- Tierra de Dioses

vida es una vida, se nace, se crece, se reproduce y se muere.


El tiempo es diferente en cada dimensión, pero la vida sigue
siendo la misma, para algunos es muy corta y buscan prolon-
garse en la eternidad, para otros es muy larga y buscan acabar
con su existencia.
Muchas verdades relativas al tiempo resultan inexplicables
todavía, así como hace siglos era un enigma que a algunos les
tomara setenta y nueve días darle la vuelta al mundo mien-
tras a otros les tomaba ochenta hoy también parece ciencia
ficción que alguien pueda viajar fuera de la tierra a la velo-
cidad de la luz y verla girar desde allá como una hélice. A
veces las dimensiones se cruzan en el mismo espacio, esto ex-
plica que en el Dorado hayan tenido lugar fenómenos extra-
ños, apariciones inquietantes, ruidos inexplicables atribuidos
a fantasmas, ruidos que en realidad provienen de visitas de
antiguos habitantes de el Amazonas que salieron para Titán
y bajan de vez en cuando a el Dorado sin las precauciones
suficientes para pasar inadvertidos a los ojos de los seres del
tiempo terrestre.
Los pocos príncipes y monarcas simpatizantes de la primo-
génita la siguieron hasta el Dorado y una vez allí se negaron
a abandonar las afueras de la ciudadela imperial, no querían
regresar a sus dominios sin haber manifestado su apoyo in-
condicional a Alejandra y así se lo hicieron saber por medio
de la mujer que comandaba el ejército de amazonas y es que
el espíritu y las voluntades de los hombres son tan maleables
como los acontecimientos, máxime cuando el temor a perder
el poder se ve próximo. Hay quienes creen que nunca va a
perderlo quizá por ingenuidad o excesiva confianza en las
lealtades, que en el juego del poder y la política son escasas,
de cualquier modo, ante hechos que presagian enfrentamien-
tos, difícilmente quien ostenta el poder es abandonado com-
pletamente, el emperador no estaba solo.

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Fernando Bermúdez Ardila

La heredera del Dorado tomó posesión de la residencia im-


perial y durante varias semanas la ciudad del Dorado estu-
vo ocupada por el ejército de amazonas, por un momento se
tuvo la ilusión de que todo había vuelto a la normalidad, a pe-
sar de que el emperador y sus seguidores no podían ocultar
su disgusto no sólo con la primogénita Alejandra sino tam-
bién con el consejo de santos nuevamente instaurado, con el
consejo de sabias y con los dioses vivientes, pero, como dije,
era una ilusión, las cosas en el Dorado estaban muy lejos de
volver a la normalidad. La noche del treinta de diciembre de
1826, cinco días después de haberse coronado la diosa Alejan-
dra como emperadora, el ejército del emperador y gran parte
del pueblo amazónico entraron a la ciudadela imperial e ini-
ciaron una batalla sangrienta contra las guerreras amazonas.
Todos gritaban: ¡no queremos a su diosa ni a ningún dios!
La lucha fue sangrienta y se perpetuó durante toda la noche
y parte del día siguiente, las calles del Dorado se tiñeron de
sangre nuevamente.
La batalla fue sangrienta, el ejército del emperador luchó con
todas sus fuerzas, pero al final no fue difícil para las guerreras
amazonas ganar la contienda. Mientras la primogénita de los
dioses estaba magníficamente custodiada en la residencia im-
perial, el emperador Maximiliano XLIX vislumbraba su de-
rrota y huía precipitadamente, acompañado de un pequeño
ejército, hacia las tierras de oriente en las extensas llanuras
del Amazonas. Un par de días después las guerreras lo alcan-
zaron y lo llevaron prisionero a la ciudad del Dorado donde
debería responder ante el consejo de sabias, ante la empera-
triz Alejandra y ante los dioses vivientes por la rebelión que
había ocasionado su insensata locura.
El juicio se hizo con la mayor celeridad, el emperador cuyo
poder había sido usurpado no tuvo que consumirse en la
espera porque se realizó al otro día de haber sido llevado a

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EL DORADO EN EL AMAZONAS III- Tierra de Dioses

el Dorado, fue un acto público al que todo el mundo tuvo


la oportunidad de asistir, el pueblo apesadumbrado lloraba
por el trágico destino de su emperador, imaginaba que sería
condenado a la horca. Maximiliano, el otrora preferido de los
dioses, estaba convencido de que los dioses le habían tendi-
do una trampa al haberle permitido descubrir la verdad po-
niendo en tela de juicio su poder ante los hombres, lo habían
permitido sólo para vengarse después, para sacrificarlo ante
su pueblo al igual que el dios de los guétoras. Tal como espe-
raba fue hallado culpable de los cargos de rebelión y traición
y condenado, para sorpresa de todos, a seguir imperando en
las tierras donde hasta ahora lo había hecho. La hoy usurpa-
dora del trono del Dorado y el Amazonas, la diosa Alejandra,
primogénita de los dioses vivientes, no parecía decepcionada
con la sentencia de los juzgadores.

FIN

“La inmortalidad es mejor


que vivir y gobernar mortales”.

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