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Pateco

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scott greenwalt

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Imagine que alguien intentara envenenarlo, pero usted por suerte o por astucia sobrevive el
intento. Si alguien descubriera lo que ocurrió y puede conseguirse la evidencia necesaria, no
tendríamos razón para dudar que es deber de un fiscal presentar en el tribunal
correspondiente cargos contra el sospechoso por intento de asesinato. Ahora imagine que
quien lo intenta envenenar lo hace con sumo cuidado. Conociendo el efecto acumulativo del
veneno que utiliza, le administra sin fallar pequeñas dosis. El efecto letal será el resultado
de la lenta acumulación del veneno en su cuerpo y del sistemático debilitamiento de su
organismo. Suponga que esta vez el asesino es paciente y está dispuesto a esperar una
década o dos o tres. Lo está minando y lo sabe. Está seguro que si antes no lo parte un
rayo—como nos partió a todos el que cayó en el generador de Aguirre donde nunca llueve—
su método será la causa de su muerte. Si por segunda ocasión usted descubre el siniestro
esquema antes de que consiga su efecto, estaría en su derecho de denunciarlo como otro
intento de asesinato.
Compliquémosle ahora un poco más su mala suerte. Imaginemos que en este tercer y
último escenario es alguien a cargo de su cuidado médico el que le administra un paliativo
cuya acumulación en su organismo es tóxica. Su cuidador sabe que su cuerpo no puede
eliminarlo y que al alcanzarse cierta concentración las consecuencias serán fatales.
Imaginemos que quien lo cuida no le quiere mal. A diferencia de los otros, este no quiere
procurarle una muerte ni rápida ni lenta. De hecho, confía en que esas primeras dosis le
resulten vigorizantes. Aunque sabe que su decisión de tratamiento lo coloca en una
trayectoria que podría acabar con su vida, el cuidador justifica su decisión con la esperanza
de que no harán falta nuevas dosis. Desea de todo corazón que su condición mejore o que
con el tiempo nuevos tratamientos resulten tan sencillos como el que le administra. A pesar
de sus buenos deseos para el futuro, en cada coyuntura que se presenta, el cuidador le
administra otra dosis y luego otra y otra. Ahora usted está al borde de la muerte, pero no se
muera. Contéstenos: ¿Es su cuidador su asesino?

Con la lucidez de quien se sabe perdido, probablemente usted nos dirá que para responder
a esta pregunta es necesario tener más información de la que usted conoce. Por ejemplo,
deberíamos saber si era absolutamente necesario exponerlo a esta sustancia; si existían
otras alternativas de tratamiento; si su calidad de vida o su longevidad mejoró
sustancialmente con la medicación en comparación a no haber recibido tratamiento alguno.
Tendría usted razón. Hace falta averiguar todo esto, y sin embargo, usted sí está en posición
de contestarnos si conocía los riesgos y los efectos a largo plazo de lo que se le
administraba; si estaba usted en condición de autorizar cada dosis y si, en efecto, así lo
hizo. Si la contestación fuera “no” a toda esta serie de preguntas, entonces su cuidador
sería su homicida. A lo mejor no quería matarlo, pero sus acciones, sin duda lo han traído
hasta aquí. Puede morirse en paz. Ha quedado todo en récord. Buscaremos a un fiscal
dispuesto a escucharnos. La justicia es el único consuelo de los muertos.

II

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La deuda pública, con la que creímos financiarnos el progreso que se nos escapa, es como
el medicamento cuya acumulación es tóxica: alcanzada cierta concentración causa la
muerte del organismo. No todas las dosis que recibimos fueron igualmente peligrosas. Las
primeras pudieron resultar vigorizantes. Las últimas, letales. Probablemente quienes las
administraron no lo hicieron con intención criminal. Que pudo haber habido negligencia, nos
parece cada vez más probable. De lo que no debe cabernos duda es que la mayor parte de
las dosis recibidas fue sin el consentimiento expreso de quienes llevan ya rato poniendo el
cuerpo, con sus afanes, angustias y privaciones, para que el gobierno pague a unos pocos
mientras adeuda a tantos. A estos, a los que tienen hoy, o tendrán mañana, menos
bienestar, tranquilidad o posibilidades, lo único que le advirtieron hace ocho años era que la
medicina que recibirían resultaba amarga. Nadie les mencionó esta acumulación que nos
deja a todos a merced de Pateco.

Los votantes, como los pacientes, eligen sus médicos dentro de las posibilidades que
tienen. Esa elección, siempre esperanzada, no exime al médico de procurar el
consentimiento informado de sus pacientes. Ese consentimiento expreso cobra relevancia si
el tratamiento ofrecido no puede curarlos o, peor aún, puede causarles la muerte. A pesar
de la voces que se han sumado a la cantaleta de que la deuda “nos la buscamos” —y en un
non sequitur atroz, también nos responsabilizan por la Junta—valga decir que me
encantaría conocer al elector que en su día votó por más deuda. No conozco a nadie que
fuera informado ni por los aspirantes ni por los gobernantes sobre las consecuencias de la
deuda institucional que iban a autorizar, ni que le dieran a escoger a alguien entre nueva
emisión de deuda y otras alternativas. Recuerdo un gobernador que cerró el gobierno
porque no le autorizaban una nueva emisión de deuda. Y recuerdo una marcha liderada por
unos personajes de la radio para que abrieran el gobierno aunque fuera legislando nuevos
impuestos. Lo que no ha habido, y deberíamos exigirlo, son los mecanismos para el
consentimiento informado de las emisiones de deuda pública. Las sucesivas dosis
debilitantes de deuda que hemos recibido después del referéndum de Muñoz en 1961 para
alterar el cálculo del margen prestatario del ELA —del 10% del valor total de la propiedad en
Puerto Rico a un 15% de las rentas anuales obtenidas e ingresadas durante los dos años
previos (Ramos, 713)— han sido sin nuestro consentimiento. Desde entonces, aquí nadie
ha votado por medida, partido o candidato alguno bajo la promesa de que nos endeudaría,
mucho menos de que nos endeudaría irremediablemente. Si algo nos tiene en esta situación
ha sido la ausencia de deliberación democrática. No su exceso.

Recuerdo también una victoria improbable, por un margen de votos muy escaso que derrotó
la propuesta del IVU en la plataforma del partido que entonces perdió la gobernación. El
gobernador electo, Aníbal Acevedo Vilá terminó traicionando su promesa de campaña, creó
COFINA y abrió la puerta por donde se coló el impuesto al consumo más alto en cualquier
jurisdicción de los EE.UU. y 16,000 millones en deuda. Es una historia triste, como tantas
otras de las que nos falta conocer muchos detalles que nos sirvan para determinar en qué
medida nuestros cuidadores fueron nuestros asesinos. Sobre la deuda es más lo que
desconocemos que lo que sabemos. Junto a la auditoría, al fin en marcha, deberíamos

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exigir una comisión de la verdad que nos permita escuchar de la boca de todos los que
autorizaron cada una de las emisiones de bonos cuáles fueron las alternativas que
descartaron y cuáles los argumentos que justificaban la racionalidad de decisiones ahora
claramente derrotadas por la historia.

Lo que no está bien es seguir culpando a todo el mundo como si fuéramos una versión
posmoderna de El Decamerón. Por más Anaudis y Lutgardos y relatos de cenas que
cuestan una quincena, y salidas con champán rosado y fresas, y bolsos de diseñador cuyo
precio supera lo que cuesta la compra de dos meses, Puerto Rico no es una villa en
Florencia ni aquí la mayoría ha estado dedicada a los placeres de la carne en espera que
nos asolara la peste. La mayor parte de la gente que por aquí vive, labora; aunque no reciba
un salario por ello. Con esa labor que no deja rastros en las estadísticas del Departamento
del Trabajo la gran mayoría adecenta, adelanta, anima y cultiva, y también embellece,
empuja y enaltece la vida de todos, todos los días.

En esto de encontrar a todo el mundo culpable para exonerar a los que sí son responsables,
tampoco hay que olvidar que en este país tan orgulloso de su abreviada democracia —a
partir de este verano solo disponible en edición de bolsillo—ha habido siempre un inmenso
partido, tan grande como los que denominamos injustificadamente como mayoritarios, que
se queda a la sombra de cualquier consulta. Vale la pena recordar que en el referendo que
ratificó la Constitución de Puerto Rico participaron solamente el 58% de los inscritos (del
Valle, 9). No sé cuántos aptos para votar ni siquiera se inscribieron. De los que estaban en
las listas electorales solo el 48% votó a favor. A pesar de la propaganda histórica, nuestro
ancien regimen no gozó ni siquiera de la rotunda legitimidad de las mayorías. Las legiones
que pudiendo votar han optado por no hacerlo son como los jíbaros que prefieren sus
tisanas por que desconfían de los remedios que ofrece el médico del pueblo. Ahora resulta
que cualquier razón que hubieran tenido para desconfiar se ha quedado corta. Muy corta.
¿También a ellos hay que endilgarles la derrota de cuánto nos pasa?

Junto a los desconfiados de antes, están los que ahora votan meticulosamente fuera de los
partidos “con oportunidad de prevalecer” y entre unos y otros están las minorías más lúcidas
que haya tenido el país. Esas que por décadas, o al menos por algún lustro, nos llevan
advirtiendo que el progreso debía ser otra cosa, que el desarrollo económico no se lograba
atrayendo más inversión extranjera a costa de los subsidios que todos pagamos y que los
indicadores económicos sugerían el desgaste del modelo económico que cimentó la colonia
de Muñoz y Moscoso. E pur si muove, reafirmaron como Galileo, solo que nuestro
movimiento, advertían, iba hacia al abismo que hoy miramos. Responsabilizarlos también a
ellos, ahora que todos finalmente todos podemos ver el presente que atisbaban cuando
yacía agazapado es negarnos lo que de sabios y clarividentes hayamos podido tener. Y esto
es cruel y muy mezquino. No es un injustificado sentido de culpa lo que nos hace falta para
continuar. Tampoco es esta renuncia apesadumbrada a las decisiones democráticas como si

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hubiésemos consentido a todo lo ocurrido. Es precisamente toda nuestra sabiduría y
clarividencia y mucho más arrojo lo que necesitamos para evitar que esta vez nos lleve
Pateco.

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Del Valle, Sara. (1993, Octubre 8-14). “Plebiscitos y referendos celebrados en Puerto Rico”.
Claridad, pág. 9.

Ramos González, Carlos. (2016). “Disposiciones sobre la deuda pública en la Constitución


del Estado Libre Asociado de Puerto Rico: Breve reflexión histórica-constitucional”. Revista
Jurídica UPR. Vol. 85. Núm. 3. 705-720.

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