Está en la página 1de 2

Querida Sylvia:

Son demasiadas las veces que he pensado en escribirte; hay muchas cosas que
querría saber de ti y que no me atrevo a preguntar, tal vez porque me aterra en
cierto modo la respuesta. Hoy cumples 87 años ¾perdona que te tutee, pero
creo que no te importará, nos conocemos hace ya bastante tiempo¾, y me he
encontrado la excusa perfecta cuando he vuelto a pensar en hablar contigo.

Nunca he sufrido esa especie de obnubilación que deben de pasar los fanáticos
de algún cantante internacional, o de aquellos que persiguen a mediáticos
deportistas. Por supuesto que tengo mis preferencias, y que si me cruzo con
Brad Pitt por la calle mi impulso va a ser el de querer agarrarlo fuerte y no soltarlo.

Pero, Sylvia, ese halo de misticismo que parece rodearte ha generado en mí


durante muchos años lo más parecido que he sentido a una mitomanía. Y es que
no son pocas veces las que me pregunto si lo que admiro de ti es tu obra o la
persona de las cartas y los diarios (¿acaso realmente importa?). Y eso que
siempre he preferido separar la obra del autor, pero es que ¿cómo separo de ti
tu novela? Tampoco sé si en algún momento he romantizado tu enfermedad
mental, buscando, quizá, algo que me uniera a una mente brillante como
considero la tuya. Yo tampoco sé bien qué hago aquí.

¿Llegaste tú a romantizar el suicidio en algún momento? Me refiero a cuando,


por ejemplo, Esther Greenwood fantasea con hacerse el harakiri ¾por aquello
de que “en Japón entendían las cosas del espíritu. Cuando algo les salía mal se
arrancaban las entrañas”¾, o cuando piensa en saltar al vacío, pero intenta
calcular a qué altura para no quedarse en el intento porque “el problema de saltar
era que si uno no subía el número apropiado de pisos, podía seguir vivo al tocar
el suelo”, o cuando piensa en adentrarse en el mar y ahogarse, o cuando piensa
en meterse en la bañera, con agua tibia, y tranquilamente cortarse las venas
“hasta que me hundiera para dormirme bajo una superficie llamativa como las
amapolas”.

De todas las formas de morir en las que nos dejaste saber que pensabas, en
ningún momento nombraste meter la cabeza en el horno. Creo que es un giro de
guion totalmente contundente. ¿Habrías acabado una segunda parte de La
campana de cristal de esa forma? ¿Cuándo lo decidiste? Morir, me refiero.
Nunca podré perdonarle a Ted Hughes que destruyera tu último diario.

Hablando de morir, no sé si lo sabrás, pero Harold Bloom murió hace unos diez
días; sé que os conocisteis en 1960 y que no le entusiasmó demasiado El
Coloso, y que esperó para leer Ariel diez años después de su publicación y
tampoco mandó tirar cohetes. No lo culpo, siempre he pensado que tus novelas
son infinitamente superiores a tu poesía ¾y con esto no estoy devaluando, en
absoluto, tus poemas, no creo que el Pulitzer te tocara en una tómbola¾. Y claro
que hablo de novelas, en plural, sé perfectamente que hay más de una aunque
solo nos dejaras ver La campana. Tu obsesión por escribir La Novela no podía
dejarnos con solo una muestra, seguro que en tu cabeza has tenido muchas
otras. ¿Cuántas de las cosas que has tenido en tu cabeza nos has dejado ver?
Tampoco sé cómo habría sido tu poesía pasados veinte años, quizá con ese
tiempo, entonces, el señor Bloom habría muerto pensando otra cosa.

Lo que de veras pienso es que es genial poder ver a Frieda en Instagram, con
sus motos, sus cuadros, y sobre todo con sus búhos. Me parece que es lo más
cerca de lo que estaré jamás de lo que realmente eres. Me pregunto qué pensará
de mí, porque ha dicho más de una vez que detesta a los fans de su madre.
Tampoco la culpo, si pienso en mi madre convertida en un ídolo de piedra, en mi
casa convertida en un lugar de peregrinación para devotos ¾todo por personas
que creen conocerla¾, también pensaría que menudo aburrimiento.

No quiero extenderme más, me guardo otras tantas preguntas para otro día, tal
vez para cuando consiga hablar contigo dejando el mito a un lado. No me culpes,
pero es que yo tampoco sé bien qué hago aquí.

Cuídate,

M.

También podría gustarte