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AISLAMIENTO DIGITAL: UNA CULTURA

DISOLVENTE
Las razones por las que un bulo de hace tres años puede volver a
hacerse viral: nos sentimos más solos que nunca en un mundo
hiperconectado.

Fueron precisamente los obreros ludditas los primeros que, dentro del
sistema, rechazaron en la práctica esa desastrosa transformación cuando se
negaron a dejarse apabullar por el ‘sentido de la historia’ y engañar por
los capitalistas que querían triturarlos bajo la ‘rueda del progreso’ (…) la
perplejidad de los ludditas frente a la innovación técnica encuentra una
réplica en la inquietud que ahora provocan la degradación programada del
entorno y la desaparición de toda diversidad cultural.
Julius Van Daal, La cólera de Ludd (2015).

Esta historia es la historia de un cortometraje “falso” que alberga más “verdad” que
muchos tratados de filosofía.
Probablemente a muchos de ustedes les haya llegado un mensaje en cadena de esos que
circulan por whatsapp bajo la etiqueta de “Reenviado muchas veces”… Pues bien, no
suelo prestarle demasiada atención a esa clase de contenido, pero mi hermana acaba de
enviar al grupo de familia uno que ha logrado captar mi atención por el encabezado del
que va acompañado: “La película egipcia ‘L’ALTRA PAR’ que duró solo 2 minutos,
ganó el premio al mejor cortometraje en el Festival de Cine de Venecia. El director tiene
20 años. La película describe cómo las personas se aíslan en la tecnología y olvidan una
de las mejores cosas de la vida, la convivencia humana con el amor y la hermandad”.
Rápidamente ha despertado mi curiosidad y le he tenido que dar una oportunidad.
El jarro de agua fría llega cuando escucho los primeros acordes de “Comptine d'un autre
été” la mítica pieza de Yann Tiersen (y conocida banda sonora de la película Amélie). En
seguida se activan las alarmas. ¿De veras un festival de cine prestigioso como es el de
Venecia puede llegar a ser tan rematadamente cursi y previsible? El punto es que algo
huele chamusquina…
Efectivamente, comienzo a bucear en internet buscando a ese misterioso director de 20
años y su cortometraje para ver si coinciden o no con el video viral. Resultado: se trata
de una fake news más. Ni existe un cortometraje titulado “L’ALTRA PAR”, ni el video
dura 2 minutos (dura 2:29’), ni obtuvo ningún premio en el Festival de Cine de Venecia,
tan siquiera ese director es en realidad un director. Por partes.
El verdadero autor del video es Steve Cutts, un ilustrador freelance londinense que se
interesa por los excesos de la hiperdigitalización en las sociedades modernas. Quizá lo
más característico del trabajo artístico de Cutts es su reinterpretación de los dibujos
animados (cartoons) de los años 20.

Por otro lado, sí existe un cortometraje titulado “The Other Pair”, pero nada tiene que ver
con el hiperindividualismo tecnológico, sino con una anécdota que cuenta Ghandi. Por lo
visto, el joven Ghandi tuvo que correr junto a un amigo detrás de un tren que se les
escapaba para poder alcanzarlo y en el acto perdió un zapato. Al haber logrado subirse
lanzó con todas sus fuerzas el otro zapato (el otro par) a lo que su amigo sorprendido le
preguntó por qué hacía eso. Ghandi respondió: “A mí, este zapato suelto no me sirve de
nada, en cuanto lleguemos a destino tendré que hacerme con otro par. A la persona que
encuentre el zapato que se me cayó, ese zapato suelto no le servirá de nada. Así, al menos,
alguien se encontrará con un par de zapatos, y le serán de utilidad…” La anécdota tiene
que ver con la generosidad y el desprendimiento, pero nada con el dichoso mensajito.
Esta respuesta es la que toma prestada la cineasta egipcia Sarah Rozeik para su
cortometraje (que no ganó un premio en Venecia, pero sí participó en el Cairo Women
Film Fest).
La pregunta que debemos hacernos es la siguiente: ¿Podemos aprender algo valioso de
un bulo de internet?
Resulta muy llamativo el cómo un bulo que circulaba en redes en 2019 vuelve 3 años
después, como un boomerang. ¿Qué sucedería si lo que empuja a compartir “muchas
veces” ese video no es el video en sí, sino la preocupación por el aislamiento del que habla
el mensaje? Quizá, el que está solo perciba que hay algo de verdad en la denuncia de ese
video y que lo único cierto de esa fake news es el fragmento del mensaje que no aporta ni
datos ni nombres, sino verdades como puños: “cómo las personas se aíslan en la
tecnología y olvidan una de las mejores cosas de la vida, la convivencia humana con el
amor y la hermandad”. Porque quienes hemos experimentado la soledad más absoluta
sabemos que no es posible encorsetar en estadística, algoritmo o regla matemática alguna
la angustiosa y pegajosa sensación de sinsentido que -paradójicamente- genera el vivir en
un mundo hiperconectado.
Quizá para entender esto sea mejor recurrir al inglés y, más en concreto, a la obra de
Hannah Arendt. Para la filósofa judía existen tres formas de “soledad”, a saber: (i) el
sentimiento de soledad, íntimo e intransferible (loneliness); (ii) el retirarse o tomar
distancia de la polis (solitude); (iii) el aislamiento o escisión del individuo con la
comunidad por razones extrínsecas a su voluntad (isolation).
Arendt, en el último capítulo de su clásico Los orígenes del totalitarismo de 1955 deja
clara esta distinción: “Lo que llamamos aislamiento en la vida política se llama soledad
en la esfera de las relaciones sociales. El aislamiento y la soledad no son lo mismo. Yo
puedo estar aislado -es decir, hallarme en una situación en la que no pueda actuar porque
no hay nadie que actúe conmigo- sin estar solo; y puedo estar solo -es decir, en una
situación en la que yo, como persona, me siento abandonado de toda compañía humana-
sin hallarme aislado. El aislamiento es ese callejón sin salida al que son empujados los
hombres cuando es destruida la esfera política de sus vidas donde actúan conjuntamente
en la búsqueda de un interés común” (Arendt, 2015 [1955]: 635). En otras palabras, un
judío en Auschwitz podía estar recluido y sentirse acompañado, hoy en día -y por
desgracia cada vez más- uno puede estar rodeado de amigos, compañeros de trabajo y
mascotas y sentirse absolutamente abandonado de toda compañía humana.
Habitualmente, en habla castellana solemos confundir estos tres sentidos de la palabra
soledad, perdiendo por el camino los matices. Al recurrir a esta triple dimensión podemos
comprender en su totalidad eso que aparentemente se presentaba ante nosotros como una
paradoja. Así pues, la irrupción tecnológica sobre la que se asienta la “sociedad en red”
atraviesa al sujeto en todos los ámbitos de su vida, transformándola. Por tanto, ya no cabe
hablar de una esfera privada diferenciada de una laboral y esta a su vez diferenciada de la
esfera pública… Las redes sociales y los dispositivos han dinamitado esas fronteras y una
izquierda torpe ha instalado la idea de que este paulatino proceso de indiferenciación de
espacios no sólo no es nocivo, sino que es deseable, vamos, ¡un auténtico avance por la
emancipación!
Dicho de otro modo, la soledad como experiencia de falta de sentido (loneliness) ha
absorbido a las otras dos formas de soledad: solitude e isolation.
(ii) La solitude era precisamente aquel refugio contra el “mundanal ruido” en el que el
pensador o el asceta tomaba distancia con la polis, con la comunidad para poder ver en
perspectiva, dado que como explica el filósofo coreano Byung-Chul Han en su libro En
el enjambre (2020) “el medio del espíritu es el silencio. Sin duda, la comunicación digital
destruye el silencio” (Han, 2020: 39). De igual manera, era el momento del descanso que
el animal laborans se daba a sí mismo para oxigenarse tras una larga jornada laboral. En
cierto modo, también el artista echaba mano de ella para inspirarse (aunque esto sea algo
extremadamente mitificado por el Romanticismo). Los espacios que mejor representan
ese “aislamiento voluntario” o si se quiere “intermitente” son, por un lado, el monasterio
(en lo espiritual) y la casita perdida en el monte (en lo intelectual y artístico), pero también
el hogar para el trabajador industrial-asalariado. La irrupción de las nuevas tecnologías
en el ámbito laboral, las infraestructuras en telecomunicaciones que permiten que hasta
en el lugar más recóndito de la Amazonía haya red Wifi o las herramientas como Google
Earth que son capaces de “capturar” hasta el último accidente geográfico mediante
satélites y, sobre todo, los dispositivos portátiles inteligentes como el Smartphone, la
Tablet, etc nos mantienen conectados a todas horas en todo momento con todo el mundo.
No existe un interruptor que “apague” o ponga en “standby” esa vorágine informática. Ni
que decir tiene que el ritmo de vida frenético y precarizado no posibilita que tengamos
tiempo ni recursos suficientes para permitirnos un retiro espiritual o una bonita casa en la
sierra. Por supuesto, todo ello se ha agravado a causa de la pandemia (el teletrabajo, el
telestudio, el cibersexo, etc). El aumento alarmante de casos de suicidio de jóvenes en
nuestro país (que a la vez son los más expuestos a los dispositivos digitales y las redes
sociales) confirman que el sinsentido no se detiene por mucho que estemos conectados.
Dicho más gráficamente resulta casi imposible tomar distancia con el mundo cuando se
lleva un dispositivo en el bolsillo que es precisamente una puerta al mundo entero (salvo,
claro está que seas Don Juan Manuel de Prada, utilices un Nokia de los años los noventa
y escribas a pluma).
(iii) Por otro lado, cuesta creer que tras la traumática experiencia de la II Guerra Mundial
y el holocausto, el género humano que había desarrollado unos estándares de vida, un
Estado benefactor o del Bienestar, una Declaración Universal de los Derechos Humanos,
superando incluso la cuestión negra en EEUU o el Apartheid en Sudáfrica pudiera
involucionar tanto al punto de perseguir, fustigar y separar al “diferente”. Tendemos a
pensar que el espacio de la escisión del individuo con el grupo se circunscribe tan solo a
la prisión, el gulag o el campo de concentración... Pero el aumento de las desigualdades
en nuestras ciudades, el crecimiento del fenómeno “homeless” que parecía algo ajeno a
nosotros y sucedía tan sólo en las películas de Hollywood, la cuestión de los refugiados
o la persecución de los cristianos en el mundo Islam ponen en el centro la tercera acepción
del término (isolation). También en esto la tecnología ha jugado un papel crucial, sobre
todo, en la arena de las redes sociales. Este aislamiento es físico, por ejemplo, en la
compartimentación espacial de las ciudades que está destinada a que los turistas,
ciudadanos y transeúntes, es decir, consumidores no se escandalicen al ver al pobre en
toda su crudeza (se les invisibiliza, se les “aparta” aunque de facto sigan estando). Pero
también se extiende al mundo virtual desembocando claramente en formas de aislamiento
(isolation) digital como la llamada cancelación. Dicho más gráficamente, comportarme
de un modo más inclusivo y menos racista en el supermercado no quita que en Twitter
sea un auténtico fanático. ¿O es más bien al revés? Que en mi perfil de Twitter tenga los
pronombres “she/her” y la banderita LGTB no quita que trate como el culo al camarero
blanco de clase trabajadora que me sirve en el Starbucks.
Vale, eso está muy bien, pero ¿qué tiene que ver el video viral de whatsapp con todo esto?
Tomemos prestadas las palabras del libro de Zygmund Bauman Modernidad y holocausto
(1989): “El Holocausto no fue un acontecimiento singular, ni una manifestación terrible
pero puntual de un ‘barbarismo’ persistente, fue un fenómeno estrechamente relacionado
con las características propias de la modernidad” (Bauman, 2010 [1989]). En efecto, él
vinculó la cuestión de la técnica con el holocausto estableciendo una relación directa entre
los medios técnicos y la capacidad destructiva del ser humano, pero incorporando una
variable: se trataba de la consecuencia de un modo moderno de estar en el mundo, del
”alma fáustica” que diría Spengler. Si Bauman estuviera vivo hoy podría escribir una obra
equivalente en los siguientes términos: “Posmodernidad y disolución”, porque si es cierto
que la confluencia de desarrollo tecnológico junto al auge del fascismo dio como fruto el
holocausto, no es menos cierto que la confluencia entre desarrollo tecnológico y filosofía
posmoderna nos lleva a un momento nihilista en el que ¡Oh!¡Sorpresa! el sujeto está
abocado a la más profunda soledad (loneliness). Porque la tecnología disponible no hace
más que exagerar lo que está en marcha, larvado. Y ¿cuáles son las características propias
del momento histórico en el que vivimos? Las de una cultura en disolución o mejor aún,
las de una cultura entregada a la técnica en su tarea disolvente. Y de ello nos advertía el
filósofo cristiano Augusto Del Noce ya en su estimulante obra Gramsci o el suicidio de
la revolución de 1978: “En la acepción neoburguesa no se le pide al sujeto que adhiera a
algún valor, porque la razón instrumental no conoce valores, no reconoce un fin más allá
del medio técnico; más bien, es el desarrollo del instrumento técnico-científico el que
prescribe la adopción de la finalidad social que le corresponde” (Del Noce, 2020 [1978]:
107). En otras palabras, al haber puesto el desarrollo técnico-científico en el centro se ha
desplazado el conjunto de valores sociales que debía ordenar y guiar ese desarrollo, de tal
modo que son las exigencias de la división social del trabajo y el imperativo de la
hiperespecialización del mercado las que prescriben la finalidad social que corresponde
al sujeto (desgajado de dicho conjunto de valores). La justicia social -bajo el baremo de
la razón instrumental- se impone ahora desde los consejos de administración de las Big
Tech.
Esto nos lleva a la crítica del sujeto posmoderno, que es un sujeto del cual no se espera
más tarea que la disolución, el desarraigo y la inacción. Un sujeto que por fuerza se ve
abocado a la experiencia de la soledad, que ya no puede apartarse del mundo y al que -
más visiblemente en un contexto pandémico- no le quedan ya resortes para enfrentarse a
la distopía tecno-bio-sanitaria que justo acaba de comenzar. Porque resulta un hecho
incontrovertido que en contra de lo que vaticinaron Michael Hardt y Toni Negri “lo que
caracteriza la actual constitución social -dice Han- no es la multitud, sino más bien la
soledad” (Han, 2020: 31-32). En este sentido, ha habido voces muy dispares que han
señalado la imposibilidad de articular una alternativa al sistema capitalista en su versión
neoliberal a partir de una materia prima tan estéril como es el sujeto desarraigado y
egocéntrico. Frente a la vigorosa organización del movimiento obrero tan sólo queda el
deshilachado espontaneísmo identitario. Hablo de autores como el teólogo metodista
Daniel Bell, el propio Byung-Chul Han, el periodista Daniel Bernabé o el marxista Alex
Callinicos que han cargado tintas contra el grotesco carnaval narcisista en el que se han
convertido los nuevos movimientos sociales. Callinicos, por ejemplo, es contundente: “A
menudo, implícito en este estilo organizativo hay una concepción de las protestas como
una forma de autorrealización en lugar de una acción política con el propósito de alcanzar
unos objetivos concretos. Los aspectos expresivos de las grandes manifestaciones
anticapitalistas son sin duda atractivos, pero pueden también conducir a demostraciones
de formas de individualismo egocéntrico ocasionalmente peligrosas” (Callinicos, 2003:
123).
Actualmente, los mejores antropólogos y sociólogos son los expertos en mercadotecnia,
es decir, aquellos técnicos, informáticos, matemáticos que están al servicio de las grandes
corporaciones tecnológicas investigando el comportamiento humano agregado. ¿Para
qué? Para lograr los productos tecnológicos más sofisticados y adictivos. Y tal y como
explica mi querido amigo Enric Luján en su blog Interferencia: “La dopamina [en la que
se basa el entramado tecnológico] es el sucedáneo que en la actualidad suple la progresiva
pérdida de sentido existencial (…) la producción artificial de dopamina sirve para inhibir
la facultar introspectiva y persistir en la eterna huida hacia delante de la
sobresocialización digital (…) la dopamina es el paliativo que nos permite vivir instalados
en el nihilismo sin que esto nos genere, ni como ejemplares humanos ni como sociedad,
la más mínima inquietud” (Lujan, 2021). En el mundo tecnofetichista neoliberal conviene
levantar la vista del móvil y tomar si no distancia sí consciencia con lo que a uno le rodea.
Salir del aislamiento tecnológico es levantar la mirada, liberarse del “narcisismo de la
percepción”. Si nos fijamos en el video viral de Cutts hay un leit motiv, estar pegado a la
pantalla, mirar hacia abajo es signo de esclavitud. Todos los adultos del video -sin
excepción- lobotomizados por el poder embriagador de las pantallas “mediatizan” la
realidad sin darse cuenta de lo que está sucediendo a su alrededor inclinando la cerviz:
“La medialidad de lo digital (…) -sostiene Han- es precisamente la técnica del aislamiento
y de la separación (…) El medio digital hace que desaparezca el enfrente real” (Han,
2020: 14-42). De ahí el peligro de la mediación digital, porque nos prepara para un
totalitarismo de nuevo cuño y “la preparación ha tenido éxito -añade Arendt- cuando los
hombres pierden el contacto con sus semejantes tanto como con la realidad que existe en
torno de ellos; porque, junto con estos contactos, los hombres pierden la capacidad tanto
para la experiencia como para el pensamiento” (Arendt, 2015 [1955]: 635). Y el video
viral describe cómo en ese proceso de desencanto con el mundo los individuos alienados
caen en una alcantarilla uno tras otro; deambulan como un rebaño adocenado; graban una
paliza en lugar de socorrer al indefenso o se refugian en el móvil para no ayudar a una
mujer que está siendo acosada en el transporte público; se empachan mientras miran el
móvil y le “enchufan” el móvil al bebé para que esté calladito (como antaño cuando se
les daba vino en el biberón); retrasmiten en “streaming” un incendio; muestran
sentimientos y emociones vía emojis que en realidad no sienten; exhiben una realidad
llena de color y felicidad, cuando se sienten vacíos y su vida es completamente gris;
encarcelados por su smartphone, persiguen a pikachu en un juego “interactivo” por un
vertedero; deslizan (swipe) fotografías de candidatos en los supermercados que son las
Apps de citas; quedan en el bar sin dirigirse la palabra; se mofan de una mujer y la
someten al escarnio público; e incluso graban el suicidio de una niña y, al final, como no
podía ser de otro modo se acercan inexorablemente hacia un precipicio.
El aislamiento digital o soledad en sus tres dimensiones nos conduce a una relación
hipertrófica con nosotros mismos. Indolentes ante el sufrimiento ajeno, nos aproximamos
-como civilización- hacia una sociedad psicopática en la que la depresión como forma
excesiva de ensimismamiento nos empuja a la soledad y al suicidio, a una relación
patológica y recargada con el yo. En palabras de Byung-Chul Han en La agonía del Eros
(2018): “La libido se invierte sobre todo en [el propio yo] (…) El mundo se le presenta
[al sujeto posmoderno-narcisista] como proyecciones de sí mismo. No es capaz de
conocer al otro en su alteridad y de reconocerlo en esta alteridad (…) Deambula por todas
partes como una sombra de sí mismo, hasta que se ahoga en sí mismo” (Han, 2018: 21).
Porque, en definitiva, ir cabizbajo por la vida es estar ensimismado, atado por la cadena
invisible pero pesada del egoísmo a nuestro pequeño y ridículo ombliguito. Encorvados
sobre nuestro propio sexo, nuestras apetencias y deseos, incapaces de mirar al enfrente
real, mirar a lo alto, mirar al otro a los ojos, mirar adelante a la utopía, mirar a los cielos
y por qué no a Dios.

No por casualidad, uno de los primeros móviles inteligentes fue de la firma “BlackBerry”
(fabricantes de los primeros dispositivos de mensajería interna para empresas). Se dice
que, en los Estados Unidos, a los esclavos del algodón se les ataba una pesada e irregular
bola negra al pie mediante un grillete y una cadena para que no huyeran. A esa bola
también se la llamaba Black Berry (baya negra).
Desconozco si se trata de otro bulo o no, ahora bien, esa imagen que ha echado raíces en
el subconsciente colectivo nos sirve para describir la actual forma de esclavitud que no
necesita de capataz o amo esclavista, sino que está ligada a la explotación de nuestra
propia libertad: nuestros deseos y anhelos, nuestros vicios y adicciones, en definitiva, una
esclavitud basada en la autoexplotación, en la recompensa del “like” y el retweet, en la
necesidad de comunicación compulsiva y en el hecho de estar conectados 24 h al día sin
poder descansar y desconectar del trabajo sometidos a un ruido tan insoportable como
imperceptible.
En este artículo he pretendido acercar dos posturas que habitualmente se presentan como
incompatibles. Por un lado, está el punto de vista “materialista” aquel que, a grandes
rasgos sostiene que la historia nos demuestra que toda revolución tecnológica se refleja
directamente en el campo social reportando profundísimas transformaciones en el
comportamiento humano, en las relaciones interpersonales y, en definitiva, en el cómo se
organizan las sociedades. Por otro lado, está el punto de vista “metafísico”, aquel que,
simplificando, sostiene que la revolución tecnológica tan sólo ha ahondado en una
disposición del espíritu previa. En otras palabras, si la cultura en cuestión está de partida
enferma, la tecnología agrava y exagera dicha enfermedad extenuando al cuerpo político
depositario de aquella cultura. Porque la tecnología en esta ecuación es al mismo tiempo
causa y efecto de los males del mundo.
Por ende, y a sabiendas de la complejidad del asunto no podemos culpar de todo a la
tecnología en sí, ni siquiera a las élites que se lucran de la industria de la dopamina y la
dependencia, pero tampoco hemos de ser ingenuos, la tecnología no es inocua, no es
neutral, está pensada por y para la rentabilidad capitalista. Sujetos libres de todo vínculo
y responsabilidad que fluyan al ritmo del capital, sujetos de rendimiento. El proyecto de
la clase dominante global es aquel que Diego Fusaro ha caracterizado con suma
perspicacia: Erasmus, una generación de esclavos sin lugar fijo. Una suerte de Homo-
Glovo que no tenga más que un dispositivo móvil, una bicicleta y el imperativo neoliberal
del rendimiento perfectamente interiorizado. Vamos, que aquello de “En 2030 no tendrás
nada y serás feliz” se torna más plausible que nunca. Recordemos las cínicas y polémicas
palabras de Sacha Michaud, cofundador de Glovo: “Fuera de Glovo es una tendencia en
la sociedad: que queremos más flexibilidad, que no queremos jefes, que podamos quizás
hacer dos o tres trabajos a la vez ¿no? Empieza a ser una realidad. Sería maravilloso que
un glover pudiese estar en Milán y decir ‘quiero vivir en Barcelona tres meses’ y
simplemente venir a Barcelona y trabajar de glover y luego ‘¡Ah! Pues voy a Lisboa’.
Entonces, puede vivir en diferentes ciudades la experiencia sin hacer grandes esfuerzos
porque al final ya tiene el conocimiento de la App, ya sabe cómo funciona”.
Pero el video de Steve Cutts abre un hilillo de esperanza. ¿Quién es el único personaje
del cortometraje que mira constantemente hacia arriba para entender, escudriñar, incluso
fantasear con ser justo? El niño. Un niño que al tiempo que se deja sorprender por lo que
ve, se horroriza. Este acierto de Cutts se remonta a toda una tradición que va de Sócrates
a las Sagradas Escrituras (Mt, 18 1-4) y que está también presente en autores como
Friedrich Nietzsche, Miguel de Unamuno o Leo Strauss. Éste último, Strauss, por
ejemplo, nos invita a observar la realidad “con el ojo desarmado”, libre de prejuicios y a
priori, como lo haría un niño, pues “cosas que sabe cualquier niño de diez años
medianamente inteligente son vistas como si requirieran una comprobación científica
para poder ser aceptadas como hechos” (Strauss, 2014 [1957]: 101). Porque el niño ve el
enfrente real con humildad, pero sueña con un mundo mejor, sin quedar preso de la
desesperanza que aqueja al adulto.
Y al igual que a través de los ojos del niño se abre paso la verdad tal y como es, la verdad
tal y como es se abre paso hasta en un bulo de internet. Y es precisamente eso lo que hace
del mensaje viral de whatsapp algo imperecedero que tras años -y después de haber
superado el arduo factchecking- vuelve a hacerse viral porque toca en lo más profundo
del espíritu de nuestro tiempo: la soledad y el desarraigo al que nos vemos abocados a
medida que mediatizamos nuestra vida -perdiéndola- con la tecnología.

Bibliografía

Arendt, Hannah. (2015 [1955]). Los orígenes del totalitarismo. Madrid: Alianza
Editorial.

Bauman, Zygmunt. (2010 [1989]). Modernidad y holocausto. Madrid: Ediciones


Sequitur.

Callinicos, Alex. (2003). Un manifiesto anticapitalista. Barcelona: Editorial Crítica.

Del Noce, Augusto. (2020 [1978]). Gramsci o el suicidio de la revolución. Buenos Aires:
Prometeo Libros.

Han, Byung-Chul. (2018). La agonía del Eros [2ª Ed.]. Barcelona: Herder.

Han, Byung-Chul. (2020). En el enjambre. Barcelona: Herder.

Itnig. (2021). Sacha Michaud y el hipercrecimiento de Glovo - Podcast #41. YouTube:


https://www.youtube.com/watch?v=0TWo1b3_3ak

Luján, Enric. (9 de agosto de 2021). Dopamina y sinsentido. Interferencia.


https://interferencia.digital/archive/dopamina-y-sinsentido/

Strauss, Leo. (2014 [1957]). ¿Qué es la filosofía política? y otros ensayos. Madrid:
Alianza Editorial.
Van Daal, Julius. (2015). La cólera de Ludd. La lucha de clases en Inglaterra al alba de
la Revolución Industrial. La Rioja: Pepitas de calabaza Ed.

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