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¿Para qué sirve la comunicación?

José Saramago*

Un gran filósofo español del siglo XIX, Francisco de Goya, más conocido como pintor, escribió un
día: "El sueno de la razón engendra monstruos". En el momento en que estallan las tecnologías
de la comunicación, puede uno preguntarse si no están a punto de engendrar, ante nuestros ojos,
monstruos de un nuevo tipo.
Es verdad que estas nuevas tecnologías son también el fruto de la reflexión, de la razón. Pero ¿se
trata de una razón despierta? ¿En el auténtico sentido de la palabra despierta, es decir, atenta,
vigilante, crítica, obstinadamente crítica? ¿o de una razón somnolienta, adormecida, que en el
momento de inventar, de crear, de imaginar, descarrila y crea, imagina efectivamente monstruos?

A finales del siglo XIX, cuando el ferrocarril se impuso como un hecho positivo en materia de
comunicación, algunos espíritus pacatos no dudaron en afirmar que ese ingenio era terrorífico y
que, en los túneles, las personas iban a morir asfixiadas. Mantenían que, a una velocidad superior
a 50 kilómetros por hora, les saldría sangre por la nariz y por las orejas y que los viajeros morirían
entre horribles convulsiones. Son los apocalípticos, los pesimistas profesionales. Dudan siempre
de los progresos de la razón que, según estos oscurantistas, no puede producir nada bueno.
Aunque se equivocan sobre el fondo, tenemos que admitir que, a menudo, los progresos son
buenos y malos. A la vez.

Por ejemplo, está claro que el tren es bueno cuando nos conduce a nuestro lugar de vacaciones o
cuando transporta las mercancías que necesitamos. Pero es malo cuando traslada a los
deportados hacia los campos de exterminio o cuando sirve de vehículo a máquinas de guerra.

Lo mismo que el tren, Internet es una tecnología que no es, en sí misma, ni buena ni mala. Sólo
podemos juzgarla de acuerdo con el uso que se haga de ella. Y por eso la razón, hoy menos que
nunca, no puede dormirse.

Si una persona recibiera en su casa, cada día, 500 periódicos del mundo entero, y si esto se
supiera, probablemente se diría que está loca. Y sería cierto. ¿ Quién, sino un loco, puede
proponerse leer cada día 500 periódicos? Tendría que leer uno cada tres minutos, o sea, más de
veinte por hora, y eso durante las veinticuatro horas... Algunos olvidan esta evidencia cuando se
agitan de satisfacción anunciándonos que, ahora, gracias ala revolución digital, podemos recibir
500 cadenas de televisión. ¿De qué 500 cadenas de televisión quieren informarnos mejor que los
500 periódicos que no podemos, materialmente, leer?

El dichoso abonado a las 500 cadenas se verá, inevitablemente, asaltado por una especie de
impaciencia febril que ninguna imagen podrá saciar. Se va a encontrar perdido en el laberinto
vertiginoso de un zapping permanente. Consumirá imágenes, pero no se informará.

A veces se dice que una imagen vale más que mil palabras. Es falso. A menudo, las imágenes
tienen necesidad de un texto explicativo. Aunque sólo sea para hacernos reflexionar sobre el
propio sentido de algunas de ellas, de las que la televisión se alimenta hasta el paroxismo. Se
pudo observar, por ejemplo, hace algunos años, durante la última etapa del Tour de Francia, en el
sprint final en los Campos Elíseos cuando, en directo, asistimos a la espectacular caída de
Abdujapárov. Gracias a las mil nuevas posibilidades de la técnica: con zoom, sin zoom, en picado,
en contrapicado, desde un ángulo, desde el ángulo opuesto, en travelling, de frente, de perfil... Y
también, interminablemente, al ralentí. Se podría ver al corredor caer de su bicicleta, la cara
acercándose poco a poco al suelo, tocando el asfalto, retorciéndose de dolor...
En cada repetición, aprendíamos más cosas sobre las circunstancias de la caída, el cómo y el por
qué del accidente, la velocidad, las consecuencias, etc. Pero, cada vez, nuestra sensibilidad se
embotaba un poco más. Se iba haciendo algo frío procedente no de la vida, sino del espectáculo,
del cine. Poco a poco, volvíamos a ver esta caída con una distancia de cinéfilo diseccionando una
secuencia de una película de acción. Las repeticiones habían terminado por matar nuestra
emoción.

Se nos dice que, gracias a las nuevas tecnologías, alcanzamos hoy las riberas de la
comunicación total. La expresión es engañosa, hace creer que la totalidad de los seres humanos
del planeta puede ahora comunicar. Desgraciadamente esto no es cierto. Apenas el 3% de la
población del globo tiene acceso a un ordenador; y los que utilizan Internet son aún menos. La
inmensa mayoría de nuestros hermanos humanos ignora hasta la existencia de estas nuevas
tecnologías. En este momento, todavía no dispone de los logros elementales de la vieja
revolución industrial: agua potable, electricidad, escuela, hospital, carreteras, ferrocarril,
refrigerador, automóvil, etc. Si no se hace nada, la actual revolución de la información también
pasará de ellos.

¿El fin del mundo de la experiencia?

La información sólo nos hace más sabios y más sensatos si nos acerca a los hombres. Pero con
la posibilidad de acceder, desde lejos, a todos los documentos que necesitamos, aumenta el
riesgo de deshumanización. Y de ignorancia. La clave de la cultura ya no reside en la experiencia
y el saber, sino en la aptitud para buscar la información a través de los múltiples canales y
yacimientos que ofrece Internet. Se puede ignorar el mundo, no saber en qué universo social,
económico y político se vive, y disponer de toda la información posible. La comunicación deja así
de ser una forma de comunión ¿Cómo no lamentar el fin de la comunicación real, directa, de
persona a persona? Pronto sentiremos nostalgia de la antigua biblioteca; salir de casa, hacer el
trayecto, entrar, saludar, sentarse, pedir un libro, tenerlo entre las manos, sentir el trabajo del
impresor, del encuadernador, percibir las huellas de los lectores precedentes, sus manos, palpar
los signos de una humanidad que ha paseado su vida por ellas, de generación en generación.

Con malestar, se ve cómo se materializa el argumento de pesadilla anunciado por al ciencia-


ficción: cada cual encerrado en su casa, aislado de todos y de todo, en la soledad más espantosa,
pero volcado sobre Internet y en comunicación con todo el planeta. El fin del mundo material, de
la experiencia, del contacto concreto, carnal... La disolución de los cuerpos.

Poco a poco, nos sentimos atrapados por la realidad virtual, que, a pesar de lo que se pretende,
es vieja como el mundo, vieja como nuestros sueños. Y nuestros sueños nos han llevado por
universos virtuales extraordinarios, fascinantes, por continentes nuevos, desconocidos, en los que
hemos vivido experiencias excepcionales de aventuras, de amores, de peligros. Y a veces
también de pesadillas. Contra las que Goya nos puso en guardia. Sin que esto signifique, por otra
parte, que haya que frenar la imaginación, la creación y la invención. Pues es algo que se paga
siempre muy caro.

Se trata más bien de una cuestión ética. ¿Cuál es la ética de los que, como Bill Gates y Microsoft,
quieren a cualquier precio ganar la batalla de las nuevas tecnologías para sacar el mayor
beneficio personal? ¿Cuál es la ética de los raiders y de los golden boys que especulan en Bolsa
y se sirven de los avances de las tecnologías para arruinar a los Estados o llevar a la quiebra a
cientos de empresas a través del mundo? ¿Cuál es la ética de los generales del Pentágono que,
aprovechando los progresos de las imágenes de síntesis, programan más eficazmente sus misiles
Tomahawk y pueden sembrar la muerte en las ciudades de Irak?

Impresionados, intimidados por el discurso modernista y tecnicista, casi todos los ciudadanos
capitulan. Aceptan adaptarse al nuevo mundo que se nos anuncia como inevitable. No hacen
nada para oponerse a él. Son pasivos, inertes, incluso cómplices. Dan la impresión de haber
renunciado. Renunciado a sus derechos y a sus deberes; en particular, al deber de protestar, de
insurrecionarse, de rebelarse. Como si la explotación hubiera desaparecido y la manipulación de
los espíritus se hubiera desterrado. Como si el mundo estuviera gobernado por necios y como si
la comunicación se hubiera convertido en un asunto de ángeles.

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