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OLVIDADO

Autor: Andrés David Páez Bermúdez


Grado: 1001

Debo contar esta historia antes de que se desvanezca en mis recuerdos. Del personaje ya no
recuerdo ni su nombre, es lo primero que olvidé, luego simplemente no está, nada, absolutamente
nada, ni un vago rastro en mi memoria. Tal vez porque fui de sus amigos más recientes todavía
tengo la duda si reamente existió, pero lo más probable es que pronto esa duda se esfume y ya no
quede nada de él, ni siquiera un recuerdo.
La última vez que lo vi, fue hace unos pocos minutos nada más, se sentó a mi mesa a compartir un
café. De entrada, lo noté traslúcido, casi se podía ver a través de él; si bien era cierto que siempre
había sido flaco y falto de color, no era por eso, sencillamente la luz lo atravesaba. No lo saludé
siquiera, tal vez estrechamos las manos y él murmuró algo que imagino fue un “¿Qué tal?”, o algo
así; estupefacto le pregunté qué tenía que lo notaba un poco traslúcido. Fue cuando me contó lo
que ocurría, no estoy seguro, no lo recuerdo bien, tuve que hacer un esfuerzo tenaz para escucharlo,
creo que ocurrió así. Una mañana despertó muy temprano para asistir a su trabajo; solía preparar el
café para él, su madre y su hermana menor y salía aún a oscuras; le gustaba caminar rumbo al
banco donde se desempeñaba como cajero, llegaba a la plaza y compraba un café, el segundo de la
mañana, para así hacer tiempo y entrar al banco a la hora justa y ubicarse entre los primeros en su
cubículo. Esa mañana los clientes no alcanzaban a escucharle, “Buenos días”, “A la orden”, “Que
tenga un feliz día”, tenía que alzar su mirada a la altura de los ojos del cliente, pronunciar sus
palabras a un volumen que bien podía ser tomado por un acto de descortesía, y sílaba por sílaba
repetir “A la or-den”, y el cliente apenas si alcanzaba a responderle. En adelante, hasta en la tienda
donde compraba los víveres, tenía que insistir casi que a gritos sus pedidos para que lo atendieran
debidamente. En el bus, ya de regreso a casa, tenía que gritar, “¡Próximaaaaa, próximaaaaa!”
muchas cuadras antes para que el conductor del bus lo dejara donde siempre se bajaba.
“Bueno” le dije “pero eso no me aclara la duda. Es que es raro amigo estas todo traslúcido.”
Entonces me dijo que ese fue el inicio y que estaba próximo a su fin. Que según él creía, todo
comenzó cuando el jefe le encomendó adelantar trabajo en casa, números y cuentas aburridas que le
exigían demasiado tiempo y que le impedían solazarse en lo que realmente le hacía feliz desde su
niñez: jugar con sus trencitos. No era una obsesión. No estaba loco. Sí, su madre lo llevó a terapia
cuando tenía 15 años porque aún conservaba a su amigo imaginario de la infancia, pero no le
diagnosticaron ninguna clase de locura, su amigo imaginario desapareció con la madurez tal como
él lo estaba haciendo ahora. Desde niño le encantaron los trenes de juguete y los cuidaba con tanto
primor, que aún a su edad, su primer tren adornaba la cabecera de su cama. Me explicó que al
llegar del trabajo después de cenar se encerraba en el garaje de su casa donde había construido con
el ´pasar de los años un pueblo con túneles y montañas, caminos, casas y edificios, y hasta un lago
con pequeños botecitos y una gran estación para que sus trenes recorrieran a sus anchas todos los
rincones del garaje, y se embelesaba horas en su juego. Era su forma de seguir en contacto con su
niño interior, de seguir soñando despierto como antaño; meditaba, recreaba su día, su buena labor
en el banco, imaginaba el día de un postergado y bien merecido ascenso, y luego se iba a dormir,
feliz. Pero el jefe le impuso ese trabajo, sacrificio que le prometía el tal anhelado ascenso. Para el
primer fin de semana revisando facturas e impuestos en casa todo iba normal, pero cuando empezó
a transcurrir la segunda semana apareció el primer síntoma: la inaudibilidad. Fue a un médico para
que le revisara su garganta, sus cuerdas bucales, incluso su oído, y le recetara algo que le ayudara;
sin embargo, el médico de muy buen talante le dijo que tan solo era estrés, que descansara, que se
tomara unas vacaciones; pero eso era imposible el ascenso estaba en juego, la oportunidad de ser un
verdadero ejecutivo y ejercer la contaduría que estudió en la universidad para escalar un peldaño en
la bendita escalera de la vida digna, era una prioridad irrevocable.
Una mañana muy temprano después de un largo trasnoche de cuentas ajenas, notó en el espejo del
lavamanos que, a pesar de no haberse afeitado en una semana no tenía barba que rasurar, y a la
semana siguiente ya estaba traslúcido. Ese día que lo vi, ya no recuerdo cuándo, me contó que le
parecía raro que yo aún pudiera verlo, porque hacía un mes que lo habían reemplazado en su
trabajo. La última semana que insistió en cumplir con sus labores no solamente no lo escuchaban
sino que tampoco lo veían, y lo peor era que tampoco lo recordaban, ni su nombre aparecía en la
lista de empleados, ni su hoja de vida en el archivo de recursos humanos; su familia lo había
olvidado como si nunca hubiera nacido también sus pocos amigos de vieja data y uno que otro amor
del pasado, todos lo olvidaron. Sabía esto porque aprovechando su condición de invisibilidad había
espiado sus vidas y ni siquiera su número telefónico registraba en la lista de contactos de sus
celulares. Las perfumadas esquelas que alguna vez escribió a su primer amor y que nunca se
atrevió a entregar por su timidez, se borraron, primero su firma, luego la tinta de los poemas y
finalmente el papel hasta quedar solo el perfume que en una ráfaga de tiempo se escapó.
Ahora quizá andará por ahí, invisible para muchos y traslúcido para unos pocos, olvidado, hasta que
ni el mismo sepa dónde está parado. Lo último que me dijo antes de despedirse, y debo apurar esto,
es que el hecho de haber sacrificado la felicidad de sus trenes en busca de un mejor empleo con
todas sus ventajas hizo que ya no fuera más él, que se desencontrara, que desapareciera
completamente. Luego se despidió con un ademán y antes de pasar la puerta ya se había
desvanecido.

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