Está en la página 1de 256

Título: LUNA. FIEL A SÍ MISMA.

© 2021, Ivonne Vivier


De la edición y maquetación: 2021, Ivonne Vivier
Del diseño de la cubierta: 2021, Roma García
Primera edición: Septiembre, 2021
ISBN: 9798540394086
Código de registro: 2107138349488

Sello: Independently published.


Todos los derechos reservados. No se permite la reproducción total o parcial de
esta obra, ni su incorporación a un sistema informático ni su transmisión en
cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por
fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del
autor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de
delito contra la propiedad intelectual.
El copyright estimula la creatividad, defiende la diversidad en el ámbito de las
ideas y el conocimiento, promueve la libre expresión y favorece una cultura
viva. Gracias por comprar una edición autorizada de este libro y por respetar las
leyes del copyright al no reproducir, escanear ni distribuir ninguna parte de esta
obra por ningún medio sin permiso.
Siempre agradeceré primero a mi familia
porque ellos me potencian las ganas de
seguir haciendo lo que más me gusta y
me dan el espacio que requiero, además
del apoyo.
Rosa y Begoña están al pie del cañón a
diario, tendiendo la mano y dando
consejos, escuchando quejas y ayudando
cuando se las necesita.
Mis lectoras cero de esta vez fueron
Marisa Citeroni, Laura Duque Jaenes y
Roselin Moyle. Gracias por la lectura,
críticas y comentarios constructivos.
Este renglón especial es para Sara
Sabine, porque participó de una lectura
conjunta y como premio en un sorteo
ganó la posibilidad de elegir el nombre de
un personaje. “IRIS” fue su elección.
¡Gracias por participar!
Y un gracias enorme a ustedes, mis
lectoras de siempre y a las nuevas, a
quienes me descubren hoy, dándome la
oportunidad de leerme, eligiéndome entre
tantas opciones.
¡Gracias, de corazón! por estar,
permanecer y comenzar a acompañarme.
Luna Romans es una mujer divertida,
alocada, políticamente incorrecta, sincera
y libre, sobre todo, libre. Esa libertad se
verá truncada por alguna que otra
circunstancia imprevista y su futuro
dependerá de tan solo una complicada
decisión.
El asumir las consecuencias de sus
actos marcará un antes y un después en
su vida, desencadenando con ello una
serie de sucesos con los que nunca esperó
lidiar.
Con tantos cambios ¿será capaz de
mantenerse fiel a sí misma?
Este libro es el tercero de la serie llamada
MUJERES FUERTES.
Cada libro es independiente y
autoconclusivo, pero si quiere saber más o
entender mejor las historias de algunos
personajes deberías leerlos en orden.
La primera de las entregas es Sonya.
Perdiendo la inocencia y la segunda,
Mónica. Sin adornos ni maquillaje.
¡No podía creerlo! No quería creerlo, tampoco. Volvió a
cerrar los ojos, con la esperanza de que al abrirlos todo
desapareciese y no, eso no sucedió.
Se miró al espejo, suspirando. Tomó una de las toallitas
húmedas que usaba para quitarse el maquillaje y se borró
con ella la línea negra que siempre dibujaba sobre sus
párpados superiores. Le gustaba que sus ojos se viesen
sensuales y grandes. Con ese movimiento, también
desapareció la máscara de pestañas con la que las teñía de
negro. Descubrió entonces su mirada limpia y fresca. De su
lápiz labial rosado ya nada quedaba a esa hora de la tarde,
casi noche.
Observó en detalle su rostro un poco aniñado y torció el
gesto. Todos decían que parecía más joven. Ella solo quería
aparentar los treinta y cuatro años que tenía, no le gustaba
escuchar que creían que tenía diez años menos. Su piel no
ayudaba en nada: era blanca, tersa, suave, brillosa… la
cuidaba mucho, todo había que decirlo, por eso, no tenía ni
una sola arruga o mancha. Sus labios llenos, su boca un
poco grande, la nariz fina y bonita, y las mejillas delgadas
no colaboraban, por el contrario, le hacían lucir joven y
radiante. Solo su actitud desafiaba a su apariencia. Esa sí
que decía: tengo mis años vividos, mi edad es la de una
mujer con experiencia en errores varios y aciertos
incontables.
Parecía que esa actitud no podía con su nueva realidad.
Se tomó el largo y rebelde cabello con ambas manos y lo
recogió en un nudo sobre la cabeza. Desde hacía casi cinco
años, lo llevaba pintado de azul. Una vez que probó cómo le
quedaba, le gustó y, eso sí, en gustos era bastante definida
y esquemática. No se adaptaba bien a los cambios. Si algo
le gustaba, repetía una y otra vez hasta cansarse. Y cuando
de colores se trataba… no le experimentaba con muchos:
azul, rosa, blanco… poco más, tal vez, sumaba el negro y
solo por ser combinable.
Se desnudó, sin dejar de luchar contra las lágrimas, y se
colocó su antigua bata de toalla blanca con lunares rosados.
Prescindiría de las pantuflas esta vez. Necesitaba sentir el
suelo bajo sus pies. Algo a lo que aferrarse y no creer que
estaba viviendo un mal sueño.
No solía dramatizar sus problemas, iba siempre de frente
y era segura de sí misma. Había sido una niña mimada, de
ahí nacía su seguridad.
«Ser mimada no es lo mismo que consentida», pensó
siempre, porque eso sí que nunca fue.
Al ser la menor de dos hermanos y la niña esperada,
después de doce años, no era para menos. Creció con la
seguridad de quien lo hace protegida por quienes la
querían, incluyendo a su hermano adolescente que la
llevaba de la mano a todos lados. Su personalidad se fue
formando sin fisuras, ni miedos o dudas, sus padres no se lo
permitieron. Tampoco su hermano Nando. Él nunca la trató
como a una pequeña molesta que no podía hacer nada,
como sí lo hacían otros niños mayores. Nando, no. Él le
había enseñado a levantarse tras una caída de la bicicleta, a
no llorar por un raspón en la rodilla, pero sí ante un dolor de
esos que pedían lágrimas y, sobre todo, a expresar sus
enojos. También a imponer sus ideas, por más absurdas que
estas fuesen. Lo que jamás le permitió fue dudar de que la
amaban.
Ante la pérdida de sus padres, en un lapso de tiempo
muy cercano, siempre contó con él y sus amigos, los de
ambos. Una adolescencia como huérfana bien podría
haberla cambiado un poco, pero eso no pasó. No del todo. Y
Nando tuvo mucho que ver también. Jamás la dejó
avergonzarse de nada, tampoco victimizarse. Le demostró
que el amor verdadero era posible, ya sea fraternal o
romántico, que no solo amaban los padres, y que podía
encontrar otras personas que la quisiesen. Nunca le
permitió pensar lo contrario. Lo que sí le exigió, y hasta lo
hicieron juntos, fue que llorara sus pérdidas al sentirlas, no
más tarde, cuando dejasen heridas incurables en el corazón.
Su hermano siempre fue directo, no se andaba con rodeos
ni de puntillas, decía las cosas claras y a veces las exigía,
siempre con una sonrisa en el rostro y una caricia sobre sus
mejillas. Todo lo que Nando le dio fueron enseñanzas
positivas y mucho cariño. Así fue desde el mismo día que la
conoció.
Por eso, Luna tenía mucho amor para repartir. Ella era
como una pequeña bomba de cariño, su aparición en la vida
de los demás no pasaba desapercibida nunca. Y no por su
apariencia, que esa también se hacía notar.
Se bebió de un solo trago el vaso con leche fría que se
había servido y encendió el televisor. Quería una
distracción, algo que le permitiese evadirse de lo que había
confirmado hacía unos pocos minutos.
―Estoy embarazada. No puedo creerlo ―murmuró,
llevándose las manos a la cara. Sin emoción alguna en su
voz.
Jamás había pensado en ser madre, mucho menos una
soltera. Ni hablar de embarazarse de un desconocido, eso
ya era terrible. Pero lo de no estar segura de quién podría
ser el padre ya era toda una calamidad.
Si era de Sule lo sabría nada más ver a ese bebé en la
sala de partos. Su piel morena era heredable, no tenía
dudas. Distinto era el caso de… ¡Dios, si apenas podía
recordar el nombre…! ¿Paulo, Pelo, Pablo?
―¡Tonta, mil veces tonta! ―se dijo, contando por tercera
vez las pastillas anticonceptivas y comparándolas con las
fechas del calendario. Era obvio que había salteado algunas.
No tenía idea de cuándo se había olvidado de tomarlas. ¡Era
tan esquemática! A veces. La mayoría del tiempo―. No esta
vez, Luna.
Era temprano, todavía, pero el sol ya calentaba el aire. O ella lo
sentía así porque estaba destemplada, eso podía ser.
No había dormido bien. No podía dejar de darle vueltas a su
realidad una y otra vez. Aun así, no se permitió alterar sus
rutinas, por eso entró a la cafetería donde, por lo general,
tomaba un cappuccino. El de ese lugar era su perdición y
estaba a un paso de la entrada del centro comercial donde se
encontraba la joyería de su hermano, lugar en el que trabajaba
como gerente, eso decía Nando. Ella se consideraba una
administrativa con enchufe.
Se sentó en la mesa de siempre, la más apartada de la
entrada, y le guiñó el ojo a la camarera. Era la forma que tenía
de hacerle saber que tomaría lo mismo de siempre. La vio
caminar hasta la barra donde prepararía su café y frunció el
ceño al ver a un desconocido frente a la caja registradora. No
demoró demasiado en el detalle de ese nuevo empleado.
Estaba ahí para distraerse; para jugar, como solía hacer cada
mañana, con las fantasías que creaba su mente.
En vez de ver las agujas girar, esperando que pasaran los
minutos, ella solía inventarse historias de las personas que
visitaban la cafetería. Algunos clientes tomaban asiento solos y
otros en compañía; los había apurados, que retiraban su bebida
para salir de ahí en pocos minutos y los que se tomaban su
tiempo para sentarse y consumir lentamente lo que
compraban. Le divertía jugar con esas vidas que desconocía.
No habían sido muchas las veces que había podido
corroborar si sus apreciaciones eran ciertas, no obstante,
algunas hubo. Había pifiado de lo lindo en varias
oportunidades, en casi todas, comenzando con la realidad de la
camarera, que era muy diferente a la que ella le inventó.
Sonrió al recordar lo poco perceptiva que era. No se le daba
bien «leer» a la gente, eso podía asegurarlo. Sin embargo, no
desistía de hacerlo. De cualquier forma, no les hacía daño
creando para ellos realidades ficticias.
Volvió a pasear la vista para encontrar un objetivo, quería
pensar en otra cosa, limpiar su mente de todo lo que había
elucubrado durante su insomnio.
Sin analizarlo siquiera, se dispuso a observar al empleado
nuevo de la cafetería.
—Es homosexual —se dijo en voz baja, y luego le sonrió a
Perla, cuando esta le dejó su pedido.
—¿Cómo estás? —preguntó la chica.
—Muy bien. ¿Y tú? —le respondió de manera automática,
pero parecía que la muchacha no se lo había preguntado de la
misma forma.
—¿Seguro? ¿Anoche trasnochaste?
—No exactamente, pero no dormí lo que debía. ¿Se nota?
—Un poquito de ojeras y cara de mal humor es lo que veo.
Pero porque te conozco, de lo contrario, no se nota —respondió
Perla con una sonrisa en los labios y un guiño de ojo.
Luna cerró los suyos para evitar recordar los motivos de su
insomnio. Se había prometido dejar de pensar, al menos, hasta
que no tuviese que hacerlo por obligación.
Volvió a reparar en el hombretón musculoso, de cabello más
bien rojizo y cara de niño bueno. Su repaso la hizo pensar en
que era un estudiante de educación física que recurría a ese
trabajo para costearse el piso compartido donde vivía. También
concluyó que sería de los estudiantes holgazanes, que nunca
estudia y solo le gusta hacer deporte. Sonrió al notar la
cantidad de tonterías que le atribuía al chico, porque sí, parecía
uno. Le daba menos de veintiséis años.
Dio un trago a su bebida para disimular la mirada del
susodicho. Eso le pasaba seguido. Se concentraba tanto en la
observación que, a veces, la pescaban in fraganti.
En ese instante, se terminaba su cappuccino.
Tocó la pantalla del móvil, simulando leer algo allí, y
entonces vio la hora. Negó con la cabeza, recordando que
había vuelto a olvidar ponerse el carísimo reloj que su hermano
le había regalado. Era de la nueva marca que su joyería
representaba en el país y lucirlo era bueno para la promoción.
Aunque no lo necesitaban, eran mundialmente conocidos ya.
Siempre olvidaba ponérselo, solo para que Nando no tuviese
que pedírselo.
—Es que ver la hora en el móvil es más cómodo —susurró,
poniéndose de pie para salir rumbo al trabajo.
Antes, tenía que pagar su consumición.
Le tendió el billete al muchacho, que le sonrió mostrando
sus hoyuelos. Entonces, se dio de bruces con su inutilidad a la
hora de descifrar a las personas. El chico, que ya tenía alguna
que otra arruguilla en la comisura de los ojos, de pronto
parecía ser un hombre, y uno atrevido, además, ya que al
tomar el dinero le rozó los dedos y puso cara de perdonavidas.
Levantó la mirada para cerciorarse de que lo que estaba
pasando era cierto.
—Si vuelves antes del cierre te invito a otro, ¿qué me dices?
—susurró el muchacho.
—Te agradezco la invitación, pero no será posible.
—Tal vez, otro día.
—Tal vez —repitió ella, sorprendida.
«Vas a tener que dejar de jugar a las adivinanzas, por
inepta. Espero que al menos estudie», pensó sonriente, al salir
a la calle.
Ya en el centro comercial, pensó en saludar a Sonya. Le
debía una explicación y, aunque no sería todo lo sincera que
debía, podía disculparse. Era su amiga y siempre estaba para
tenderle una mano. No había estado muy bien faltando al
estreno de su película, en la que había vuelto a brillar, como
hacía años, con sus dotes de buena actriz. También debía
disculparse con su otra amiga, Mónica, y su hijo Mau. Ese chico
era un cielo, lo quería mucho y era correspondida. A pesar de
la diferencia de edad tenían una relación que incluía un poco
de complicidad y buena compañía. Era así desde que supo que
trabajaba en ese antro que presentaba los mejores
espectáculos musicales que había visto en la ciudad. Además,
conocía los nervios que tenía por ser el codirector de la
película…
—No tienes perdón—se dijo en voz alta.
Si había faltado a tan importante compromiso había sido por
cobardía, por miedo, por frustración, enojo… y otras cosas más
que no quería enumerar. ¿Para qué? Todavía no podía
enfrentarse con su realidad y los pensamientos que esta
requería, tampoco tomar ninguna decisión al respecto. Porque
tenía opciones, ¿cierto? Sí, las tenía.
«Las tienes. Deja de cavilar», pensó, y esquivó al hombre
que casi se la lleva por delante.
—Disculpa, preciosa.
Negó con la cabeza y sonrió en respuesta al guiño que le
regaló. Justo estaba entrando a la perfumería de Sonya. Allí la
encontró, acomodando el estante de los perfumes que tendría
en oferta. Parecía disfrutar más de ser una comerciante o
empresaria que una maravillosa y renombrada actriz que había
reconquistado su estrellato.
—Por fin apareces —murmuró Sonya, disimulando la
preocupación que compartía con todos sobre los problemas que
podía tener Luna. La muchacha era escurridiza, y no quería
espantarla.
—¿Estoy particularmente atractiva hoy? —le preguntó,
después de besarle la mejilla.
—Buenos días para ti también —dijo Sonya, con esa voz ronca
y sensual de la que era dueña, así como de la belleza que nadie
discutía y Luna admiraba, aunque, por momentos, envidiaba.
—Sí, eso, buenos días. En lo que va de la mañana un
muchacho me invitó a salir y un cuarentón me dijo un piropo,
con guiño de ojo incluido. ¿Tengo algo especial hoy? —volvió a
preguntar, elevando los brazos.
—Bueno… sin contar tu llamativo cabello azul, tu brazo
tatuado desde el codo hasta el hombro que se deja ver porque
tu blusa rosa, por supuesto, no tiene mangas y está abierta
justo para que se vea ese otro tatoo que tienes entre los
pechos y parece una flecha hacia el ombligo, que por cierto
tienes decorado con ese piercing que se ve antes de que
comience tu ajustado jean que marca tus curvas y tu divino
culo joven… no, nada especial, cariño. ¿Tal vez te has
maquillado más de lo normal? No, lo usual, ojos bien
resaltados, labios rosados y tentadores… ¡Pero si eres una
bomba sensual a diario, mujer!
—Contigo no se puede.
—No, contigo no se puede. No tienes idea de lo que
provocas. Un día lamentaremos un accidente en la escalera
mecánica —murmuró entre risas la actriz. Por fin, veía una en
la carita de Luna también. Desde hacía días era otra y nadie
lograba que dijese qué le pasaba—. ¿Y entonces…? ¿Con cuál
de los dos sales esta noche?
—Con ninguno. Son las diez de la mañana, mi cuerpo
apenas está despertando y no eligió. No sintió maripositas
aleteando con ninguno.
—Pobrecitos, entonces. ¿Quieres que almorcemos?
—Claro. Aprovecharé ese momento para disculparme mejor
por el faltazo —afirmó, elevando los hombros, con cara de
sinceridad compungida.
—No tienes que disculparte, pero quiero ayudarte. Eso lo
sabes y no tengo que ofrecerme. ¿Cierto?
—Nos vemos luego, Sonya —susurró sin responder.
—Huye cobarde… pero sabes que no te escaparás por
siempre —señaló la mujer, y Luna le tiró un beso.
Sabía que tarde o temprano le contaría todo, ambas lo
sabían, pero necesitaba tiempo. Primero, para asumir lo que
pasaba y segundo, para saber lo que haría.
Se dirigió al local vecino, que era la joyería de Nando. Como
cada mañana, se detuvo frente a la marquesina que cada día
se desmontaba y volvía a montar, por cuestiones de seguridad
de la mercadería, que era muy valiosa, y golpeó con su larga
uña pintada de color rosa chicle. Uno de los empleados la vio y
siguió las indicaciones que le dio: el par de aretes de brillantes
estaba demasiado torcido y el precio del collar de oro blanco se
veía. Eso no debía ocurrir. Las joyerías exclusivas como esa no
mostraban los precios. Elevó el dedo pulgar en señal de que
estaba perfecto y entró saludando al hombre de seguridad, que
le sacaba tres cabezas.
—Buenos días, Luna —escuchó que le dijo con ese vozarrón
de hombre gigante, que lo era.
Se encerró en su despacho y leyó los correos electrónicos
que tenía. Respondió unos cuantos, pero su cabeza no
desconectaba del todo. No podía dejar de pensar por más que
quisiera. Se sentía abrumada, desolada, confundida. No quería
estar pasando por lo que estaba pasando.
Cerró los ojos, que le ardían por las lágrimas que estaba
reteniendo. Suspiró y dejó que su mente fluyera, por fin. Ya
había pasado cinco días conteniéndose y ahora tenía el
resultado en el cesto de basura de su baño: ese maldito
dispositivo que le confirmaba que estaba embarazada.
No quería ser madre, no quería ese compromiso, no estaba
preparada, y sentirse obligada la ponía en una situación de
rebeldía que le era bastante propia ante los problemas que no
podía manejar con facilidad.
El coraje había brillado por su ausencia durante días y su
incredulidad la había convencido de que debía esperar, que
solo tenía un retraso de su período. Entonces, y solo de reojo,
le dedicó una mirada al blíster de sus anticonceptivos y su
mundo se desmoronó. Un poco, porque de verdad lo hizo la
noche anterior, al tener el resultado positivo, que quiso
desmentir alegando que no era uno definitivo, que solo con un
análisis de sangre se quedaría tranquila.
—¡Tonta, mil veces tonta!
Hacía días que tenía la idea pululando en la cabeza y cada
tanto sentía una angustia asfixiante que la hacía llorar por
horas. Así la encontró la noche del estreno de la película de su
amiga: acongojada, asumiendo su error, decidiendo que se
haría la prueba para salir de dudas. Tardó dos días más en
llevarla a cabo. Y el resultado era el que esperaba,
lamentablemente
Su vida era tan libre, muy del día a día y demasiado
espontánea, además de satisfactoria sin más compromisos que
el laboral… no podría con un bebé. No «quería» un bebé, y
mucho menos estando sola, sin pareja.
Ni siquiera sabía quién era el padre. Y la sola idea la hacía
sentir culpable y enojada en partes iguales, también
impotente, sí, muy impotente.
—Por lo menos, puedes decidir qué hacer sin presiones de
nadie —murmuró para convencerse de que algo bueno tenía la
situación.
—Hola, Luna, por suerte te… ¿Qué pasa? ¡Por favor, ya no
digas que nada! —exclamó Nando, acercándose para
abrazarla. Fue entonces que ella se dio cuenta de que unas
lágrimas caían por su mejilla.
—No puedo poner en palabras lo que me pasa, todavía no —
murmuró, apretada al pecho de su hermano.
—¿Cómo se llama el idiota? —preguntó él, solo para robarle
una sonrisa y deducir si estaba así por un hombre.
—No es un idiota, creo.
Nando la separó de su cuerpo, tomándole las mejillas y le
besó la frente.
—¿Estás así por un idiota? Te creí más inteligente.
—Me gustaría decirte que sí.
—Estamos preocupados por ti. Queremos ayudarte o
escucharte, apoyarte o lo que necesites de nosotros. Luna, por
favor.
—Prometo contarte, dame tiempo. Necesito tiempo.
—Sabes que te quiero —afirmó su hermano, secándole las
lágrimas y mirándola a los ojos.
—Vas a matarme de un susto, Nando. Hace años que no me
dices que me quieres.
—Porque no hace falta, lo sabes. Para qué decirlo.
—Espero que no escatimes esa palabra con Moni.
—No te metas donde no te llaman.
—Claro, pero ¿no era lo que estabas haciendo conmigo? —
preguntó con sarcasmo y una sonrisa. Nando era bueno
quitando sus penas.
—Es muy distinto.
—Ahora viene eso, ¿cómo era? Sí :«eres mi hermana menor
y te cuido, es mi obligación».
—Tonta —rezongó él, sonriente, y tomó asiento en la silla
frente al escritorio de Luna. Ella lo miró a los ojos y le devolvió
la sonrisa.
Nando estaba más tranquilo, ya había logrado que ella le
reconociese que algo la aquejaba.
—Dime lo que has venido a decirme.

Después de haber conversado con su hermano, sentirse


cobijada con ese abrazo y ese «sabes que te quiero» que le
dedicó decidió que era el momento de contarles, a todos, lo
que tenía atrapado en ese nudo doloroso cada vez que
tragaba.
Ella sabía que una vez que lo dejase salir por su boca, la
idea se tornaría más real y eso era, justamente, a lo que le
temía. Sin embargo, sabía también que compartir la noticia le
daría un respiro y entonces podría comenzar a actuar, porque
se notaba estancada, torpe, asustada y esa no era la forma de
solucionar o enfrentar su…
«¿Tu qué?», se preguntó en silencio. No podía llamarle
problema… «¿Accidente? Eso seguro», pensó.
—Por supuesto que fue un accidente, y uno estúpido,
además —susurró, saliendo del centro comercial.
Ya estaba oscureciendo. Se le había hecho tarde analizando
si aceptaba o no la invitación de su cuñada como una buena
excusa para largar la bomba que tenía. La cena ya estaría
servida y, tal vez, finalizada. Tampoco es que tuviese hambre.
Había almorzado con Sonya, pero no había logrado poner en
palabras toda la angustia que su nueva realidad le producía. La
verdad era que sería mejor si les contaba a todos juntos y de
una vez lo que estaba sucediendo, para no tener que estar
repitiéndose con cada uno de ellos.
—Te haces cargo de tu error, Luna —señaló, y se encaminó a
la casa de Mónica.
Una vez allí, comenzaron a temblarle las rodillas y fue al
notar la mirada de Kike, esposo de Sonya, cuando sus ojos se
llenaron de lágrimas. Ese hombre le producía una ternura
infinita y se sabía querida por él. Podría ser su padre, uno que
necesitaba, que nunca dejó de necesitar a pesar de los años
que hacía que le faltaba.
Kike conocía a Luna, sabía por dónde flaqueaba. Esa chica
era su debilidad. Se puso de pie al verla llorosa y abrió los
brazos. Solo bastó esa silenciosa invitación para que ella se
refugiase en ellos. Nada más verla, el hombre se dio cuenta de
que ese era el día en que todos, por fin, podrían tenderle la
mano que ella precisaba o el hombro si es que solo necesitaba
un apoyo para lamerse sus heridas.
Por unos largos segundos, Luna se dejó mimar y consolar.
Lloró en silencio unas pocas lágrimas, no quería sentirse débil.
Kike la acompañó hasta el sofá y se sentó a su lado, tomándole
la mano.
—No importa lo que sea, estamos aquí contigo —le susurró.
—Estoy embarazada —murmuró ella, sin mirar a nadie.
Hasta que el silencio la aturdió y clavó sus ojos en los de
Nando.
—¿Y esas lágrimas son de alegría o de miedo? —preguntó
este, solo para saber cómo actuar ante la novedad inesperada,
que todavía no le producía nada más que asombro.
—No lo voy a tener —sentenció Luna. Sin pensar siquiera en
responder a su pregunta.
—Luna, por favor… —comenzó Kike, solo quería pedirle que
lo volviese a pensar.
—¿Y el padre? —lo interrumpió Mónica, con la voz firme y su
rostro serio.
—Eso es irrelevante. No quiero tener este bebé, Moni.
—No lo veo tan irrelevante. Seguramente, ese hombre tiene
algo para opinar al respecto. También es su hijo, ¿no? —agregó
Nando, tan serio como Mónica, y acercándose a su hermana.
—Es mi cuerpo, mi vida, tengo derecho a decidir si quiero o
no tenerlo.
—No estoy segura de compartir esa idea, Luna. Soy de las
que piensa que tus derechos terminan donde comienzan los de
los demás, y ese bebé los tiene, también ese padre que te
niegas a reconocer.
—Todavía no es un bebé, Moni, solo un puñado de células —
dijo sin pensar, porque si lo hacía no podría defender su
postura. Necesitaba atacar solo por sentirse enjuiciada.
—Linda, piénsatelo mejor —le susurró Kike, acariciándole el
cabello.
Al ver que sus ojos se cubrían de lágrimas, Nando la abrazó
y le besó la frente. Así se quedaron mientras la anfitriona
preparaba el café.
Luna creyó en que el derecho de hacer con su cuerpo lo que
le parecía le era tan propio como su nombre y su ADN, de
verdad lo creyó, siempre. Por eso, estaba de acuerdo cuando,
en las marchas, las mujeres pedían la posibilidad de abortar
con libertad, bajo una ley que no las penase por hacerlo. ¿Por
qué se le hacía tan difícil mantener esa idea como correcta? De
pronto le parecía un horror pensarlo, y la culpa de haber
pronunciado esas palabras tan frías y vacías le cerraban la
garganta. Intentando tragar el nudo que se le había formado, le
salió un quejido ahogado que su hermano escuchó.
—Luna, no te apures a decidir nada. Déjalo fluir, debes
relajarte y analizar las cosas. Estoy aquí para lo que necesites.
Todos estamos para apoyarte. Solo debes pensar si es eso lo
que en realidad quieres.
—Nando, no hago más que pensar y pensar desde hace
días. Por eso no fui al estreno, Sonya, y lo lamento, pero no
estaba en condiciones. La impotencia me tiene al borde de la
histeria. No como ni duermo, no puedo concentrarme en nada.
Quiero creer en mis propias palabras solo para sacarme un
peso de encima, pero tampoco puedo. Es una realidad que no
quiero vivir. Tal vez no me entienden, pero no esperaba esto,
no quería esto. No quiero cambiar mi vida.
—Pero cambió. Ya no hay vuelta atrás. Tomes la decisión que
tomes, no será lo mismo —le dijo Mónica, con cariño.
No podía permitir que Luna interrumpiese su embarazo. No
estaba de acuerdo con esa idea y si no quería criarlo, ella sí lo
haría, sin dudarlo un minuto. Aunque no diría nada sin saber
qué haría su cuñada.
—No sé quién es el padre —musitó, afligida, parecía como
que no quisiese pronunciar esas palabras. Y no, no quería.
—¡Luna!
Entonces sí, Nando se enojó. Se puso de pie tomándose la
mata de bucles que caía por su frente.
—Tranquilo. No te pongas en plan viejo carcamán
malhumorado que así nadie te quiere —le aclaró Mónica, y Kike
sonrió. Muy a su pesar, Luna también lo hizo.
—Actúas como si hubieses sido un hombre de una sola
mujer —dijo Sonya. Por fin, emitía palabra—. No me
contradigas, que tengo mucho que contar. Para acusar debes
tener el pasado muy limpio, cariño, y el tuyo está un poquito
embarrado.
Sonya conocía el pasado de Nando y sus escapes con
mujeres de paso, solo por olvidar un amor no correspondido.
Además, comprendía la juventud y tampoco tenía un pasado
limpio como para juzgar a nadie. Estaba segura de que lo que
Luna necesitaba era asimilar lo que estaba sucediendo. Era tan
inesperado como inoportuno y requería de tiempo, y más
tratándose de algo tan definitivo como un hijo.
—Te propongo que vengas a casa a dormir, ya sabes, te
dejas mimar por este viejo verde y hasta le darás una alegría si
le permites prepararte uno de sus suculentos desayunos.
Kike le guiñó un ojo y sonrió.
—Solo si no te pones celosa. Ya sabes que solo tiene ojos
para mí —bromeó Luna, sin ánimos de negarse.
—¡No sabes guardar un secreto! —exclamó Kike, siguiendo
la guasa y poniéndose de pie. Ya tenía las llaves del coche en la
mano, listo para partir con sus dos mujeres preferidas.

—¿Te puedo preguntar algo, Sonya?


Ya estaban en pijama, ambas recostadas en la misma cama,
en la habitación de invitados que la actriz tenía en su casa.
Sonya era una gran escuchadora. Su vida, tan dura y
problemática, le había enseñado que la gente necesitaba ser
escuchada, comprendida, acompañada y querida y, siempre
que se diesen las condiciones, ella lo hacía con sus amigos. Lo
había necesitado tanto en su momento que no escatimaba en
dar lo que no había tenido[1].
—Lo que quieras. Otro tema es que vaya a responderte —
señaló, sonriendo.
—¿Por qué no tuvieron hijos?
—Porque no me creí apta para ser madre. Desde muy
pequeña me enfrenté con gente poco deseable, mala, y no me
animé a traer a una personita indefensa a un mundo habitado
por individuos así. No consideré tener la fuerza y la capacidad
suficientes como para enseñarle a defenderse, a alejarse o a
enfrentarlos llegado el caso. No me animé.
—Y Kike, ¿nunca se impuso? —repreguntó curiosa.
—Al principio le mentí. Le dije que no podía tener hijos,
inventé una excusa médica. Él estuvo al corriente, desde que lo
conocí, de mi pasado. Jamás se lo oculté, por eso me entendió
y creyó, o eso conjeturé, porque un día me reconoció que se
dio cuenta del engaño. Discutimos y se enojó mucho, pero por
la mentira. Me aseguró que prefería una verdad dolorosa a una
farsa como la que creé solo para no enfrentarme con él.
Después, cuando pasaron unos días de peleas y silencios, me
aseguró que no quería perderme. Que no era necesario tener
un hijo para ser felices. Fui egoísta, lo reconozco, pero no me
arrepiento. Sigo creyendo que no hubiese sido una madre
capaz. Kike jamás me culpó de nada, porque lo decidimos
juntos, a pesar de que era mi derecho, como bien dijiste en
casa de Moni. Y aquí estamos...
—Dime qué piensas, Sonya. Aunque no sea lo que quiero oír
—murmuró sin mirarla.
—Es una situación difícil, Luna, y nadie puede resolverla por
ti. Quizá, mi consejo tampoco te sirva, porque no estoy en tus
zapatos. Tengo otra experiencia de vida y otro presente. Solo
puedo decir que lo pienses un poco más, como te dijo mi
marido, porque lo que hagas será para siempre. Deberás
cargar con esa decisión de por vida, será definitivo,
irremediable y eso, mi querida jovencita, es lo que puede
hacerte daño. El arrepentimiento pesa, duele, oscurece el
alma, Luna. No sé si puedo ser objetiva en este tema.
—No pretendo que lo seas. Solo me gusta escuchar
opciones. Tengo miedo de hacer una u otra cosa. Me asusta lo
que pueda pasar después, sea lo que sea que haga.
—Si sigues adelante con el embarazo y ese niño no logra
hacerte sentir madre, por las razones que sean, y créeme que
no te juzgaría, puedes darlo en adopción. Pero si interrumpes
su gestación y la culpa llega, no habrá vuelta atrás.
—Gracias, por tus consejos y el espacio.
—No las des, esta es tu casa —aseguró Sonya, dándole un
beso en la mejilla y caminando hacia la puerta para dejarla
descansar.
—Sonya, ¿le dices a Kike que no golpee la puerta al entrar?
Ya le hice un huequito en mi cama.
—¡Atrevida!
Luna sonrió hasta que la soledad la envolvió.
Si ni siquiera se atrevía a decir la palabra aborto, ¿cómo era
posible que apostara por esa opción ante su realidad
imprevista? No entendía por qué se empeñaba en barajar la
posibilidad si sabía que no lo haría.
Desde jovencita comenzó a escuchar eso de la libertad y el
derecho de las mujeres a elegir sobre su cuerpo, y comulgaba
con esa idea. ¿Por qué ya no? ¿Porque ahora era ella quien
tenía que hacerlo?
«Hipócrita», pensó, pero entonces se desdijo.
No, no lo era del todo. Seguía pensando que era cuestión de
elegir en libertad, que era su derecho, y ella estaba eligiendo.
Su propia historia la condicionaba, de una u otra forma, a
ser realista con el hecho de que no todas las mujeres tenían el
instinto materno. Por lo mismo, no le costó nada entender la
postura de Sonya ante la concepción, tampoco le era posible
juzgarla. Si bien la idea que le dio no había cruzado por su
mente, no era una locura tenerla como una posibilidad.
—¡Basta! —exclamó, apretándose las sienes. Estaba por
explotar. Creyó oportuno conectar su móvil a la electricidad y
poner algo de música para poder conciliar el sueño.
«Mañana será otro día».

Luna nunca desconoció el hecho de que era adoptada. Sus


padres se lo hicieron saber ni bien supusieron que tenía la edad
suficiente para comprender lo que significaba serlo. Ante las
primeras preguntas y dudas, tal y como se lo habían prometido
entre ellos, sus padres la llevaron a hablar con la madre
superiora del convento donde había pasado sus primeros
meses de vida.
Dicha monja no era la misma que la había recibido hacía ya
tantos años, aquella había fallecido, pero la nueva madre,
entonces era una de las novicias que la había protegido y
abrazado para calmar sus llantos. Sabía de lo que hablaba
cuando le contó la historia siendo, Luna, todavía una niña.
Resultó que su verdadera madre, quien la dio a luz, era una
jovencita (abusada por alguien poderoso en su barrio) que
nada sabía de criar un bebé, mucho menos su hermana menor
o su prima, unos años mayor, quienes fueron las encargadas de
acompañarla a parir en ese sucio hospital de pueblo, lo más
lejos posible de cualquier familiar o vecino que pudiese
identificarlas.
Una vez nacida la niña, ambas jovencitas dejaron a la
parturienta sola, para que se recuperase, y tomaron un tren
hacia cualquier parte, cargando con una canasta, un par de
prendas de abrigo, una carta que solo decía «gracias por cuidar
de la niña, yo no puedo hacerlo» y una beba llorosa y
hambrienta. La dejaron en la puerta de una casa que parecía
cuidada, limpia y habitada por gente que podría alimentarla.
Nada sabían de los propietarios o si lo eran siquiera, solo
querían dejar a esa preciosa bebé en manos de alguien que
supiese criarla con amor. Con su inocencia e ignorancia,
creyeron que ese sería un buen lugar.
Allí dejaron la canasta y tocaron el timbre antes de salir
corriendo. Entre suspiros agitados y llanto compungido vieron,
escondidas detrás de un árbol, cómo un hombre mayor, que
parecía un abuelo, recogía el bulto y se cubría la boca mirando
hacia todos lados.
No tenían nada más que hacer…
Sin saber dónde estaban, ni querer saberlo tampoco,
comenzaron a preguntar cómo volver al pueblo a buscar a
María, la madre que despidió a su hija para no volver a verla
nunca más, siendo consciente de que no podría mantenerla o
criarla como era debido, eso sin analizar el riesgo que correría
con un padre como el que le había tocado en suerte, o
desgracia. Siguieron las indicaciones y volvieron a casa. Nadie
nunca se enteró de que aquellas jovencitas habían hecho algo
tan drástico.
El señor en cuestión, con una niña recién nacida, gritona y
afiebrada, se encaminó hacia la iglesia más cercana, y allí
habló con el cura, quien se encargó de hacer llegar a la niña al
convento, donde Sor Juana la recibió, persignándose varias
veces mientras escuchaba la historia de cómo un hombre la
había encontrado en la entrada de su vivienda.

—Un hombre viudo y enfermo no podría cuidarla —dijo la


novicia recién llegada, entrando a la sala donde la niña seguía
llorando.
—Definitivamente, no. Pobre niña de Dios. Ahora está en
buenas manos. Intentaremos encontrarle un hogar digno de un
ángel tan bonito como ella.
—¿Puedo darle un nombre, madre?
—¿Cómo la llamarías?
—Luna. Siempre me gustó ese nombre. Es bonito. ¿no le
parece, madre?
—Claro que sí. Brillarás como la luna, preciosa niña —
murmuró la madre superiora, dándole un beso en la frente.

La historia que Luna conocía era escueta. Solo era la parte


de ese anciano que la había encontrado y llevado a la iglesia
más cercana. De sus verdaderos orígenes, nadie sabía nada, ni
el hombre ni las monjas. Tampoco le molestaba. Estaba al
corriente de lo suficiente, aun ignorando los motivos de su
abandono no se atrevía a hacer conjeturas ni buenas ni malas.
Varias veces, su madre adoptiva le había dicho que nadie
podía adivinar lo que pasaba por el corazón de esa madre que
necesitó dejar atrás a su hija, que nadie podía imaginar su
dolor, por eso era preferible no hacerlo ni juzgar.
«Seguramente sufrió mucho sin poder verte crecer, Luna, no
debes guardarle rencor», le repitió hasta el cansancio.
Y nunca lo hizo.
De lo que sí estaba al tanto era de que su adopción había
sido un poco… cómo decirlo… irregular.
Su llegada al orfanato produjo un revuelo terrible, era la
más pequeña de todos allí. A los pocos días de no querer
aceptar comida, Luna tuvo que ser hospitalizada. La madre
superiora entró en desesperación y llamó a su primo, un
pediatra retirado, quien resultó ser padre de la señora que
quiso adoptar a Luna.
Dicha mujer fue a conocerla de la mano de un niño de
bucles rebeldes y sonrisa radiante, que le hizo una caricia
apenas perceptible con sus dedos largos.

—Mamá, ¿nos la vamos a quedar?


—No es un juguete como para decirlo de esa forma, cariño.
Intentaremos adoptarla. Lo que significa que será nuestra hija,
como tú, pero a diferencia de ti no ha salido de mi cuerpo sino
del de otra señora que no puede cuidarla. Será tu hermana
menor.
—¡Sí! —exclamó el pequeño Nando de doce años. Su sonrisa
irradiaba felicidad.

Ada, la madre del pequeño de bucles, se enamoró de los


ojitos de la niña, de sus pucheros y sus ganas de vivir a pesar
de lo mal que lo estaba pasando. Supo de inmediato que
quería brindarle una familia y todo el amor que pudiesen darle.
Tres semanas después, con el peso recuperado y las mejillas un
poco más llenas, la niña fue acogida en casa de los Romans,
que la cuidarían temporalmente, pero entonces pidieron su
tutela y con ayuda de contactos importantes la obtuvieron sin
más y en menos tiempo de lo imaginado.
Así fue como Luna encontró un hogar.
Ada había tenido a Nando sin problemas. Quedó
embarazada a poco de comenzar a buscar estarlo, por eso
creyó que un segundo intento sería fácil, y lo quería. No
pretendía quedarse con un solo hijo, suponía que la vida de un
niño era mejor con un hermano. Su esposo también lo
pensaba, por eso, cuando Nando tuvo cuatro años, se pusieron
en la tarea de buscar un hermanito para él.
Eso nunca sucedió. Entre estudio y estudio para conocer los
motivos por los que no quedaba encinta, encontraron un tumor
maligno en un pecho. Fue extirpado con éxito, pero los rayos y
la quimio la dejaron debilitada y con la recomendación de no
embarazarse. Entonces, su padre, un mediodía de domingo,
durante el almuerzo familiar, le habló sobre la niña que
peleaba con uñas y dientes por sobrevivir a pesar de su corta
vida. No lo dudó ni dos minutos, solo bastó una mirada
cómplice con su esposo, y sonreír con picardía y decisión.

—Quiero conocerla, papá —pidió sin titubear.


—Hija, no sé qué te traes, pero me asusta.
—Me gustaría adoptarla. «Nos» gustaría, ¿cierto, amor? —
fue su respuesta.
Y el padre sonrió con orgullo ante el enorme corazón que su
hija poseía.

Al otro día, con la mochila sobre sus hombros un poco menos


pesada, y después de desayunar con su adorado Kike y su
amiga Sonya, Luna llegó al trabajo.
Esa mañana extrañaría sus historias creadas en las sillas de
su cafetería preferida.
—Buenos días —dijo Nando, sobresaltándola. Apenas si
había tomado asiento frente al escritorio.
—¡De verdad me estás preocupando! Nunca vienes tan
seguido a trabajar y mucho menos tan temprano.
—No he venido a trabajar —respondió él, sin vergüenza
alguna.
—Ya lo imaginaba.
—¿Podemos hablar sobre lo de anoche? Sé que debería
esperar y hacerlo en mi casa o la tuya, pero esta noche tengo
una reunión y… no importa, el caso es que quiero saber cómo
estás y decirte que cuentas conmigo.
—Estoy bien y lo sé. No era necesario que vinieses.
—Luna, no te hagas de rogar. Habla. ¿Qué vas a hacer? Y,
por favor, no repitas que no quieres tenerlo.
—No me dejas muchas opciones, entonces —respondió ella,
muy altanera, últimamente atacaba para defenderse y no
estaba contenta con su actitud. Reconocía que su hermano
estaba siendo cordial y se preocupaba por ella—. Discúlpame,
no debí responderte así. Comencemos de nuevo. Nando, no
tengo ni idea de lo que quiero hacer, pero sí sé lo que no. Y eso
ya es un comienzo. Te juro que estaba muy confundida hasta
anoche. Pude despejar un poco la mente, y escucharlos me
hizo razonar. No quiero ser madre, eso lo tengo muy claro, pero
tampoco interrumpir el embarazo. Desde esta conclusión,
avanzaré.
—No sabes lo feliz que me hace escucharlo. Ahora hablemos
de los posibles padres.
—¡Por Dios, Nando…! No son veinte hombres. Apenas son
dos.
—También me hace feliz escuchar eso —dijo, y sonrió,
ganándose un golpe en el hombro, dado con buena fuerza, por
parte de Luna—. Deberías hablar con ellos.
—Tal vez, pero no me presiones. Son dos desconocidos, o
casi desconocidos.
—Aun así.

Luna aplaudió con los brazos en alto la performance de la drag


queen de cabellos rubios, que en ese momento se inclinaba
con delicadeza y una sonrisa enorme, agradeciendo los vítores.
Se puso dos dedos en la boca y silbó como le había enseñado
su hermano mayor hacía años ya.
Adoraba los espectáculos que montaba Mauro, el hijo de
Mónica, en ese antro. De momento, era el director, pero como
Red (la drag de cabello rojo como la sangre) era brutal.
Deseaba que volviese a subirse a ese escenario y personificar
a la ácida mujer que se burlaba de todos con su sátira, sin
embargo, desde que trabajaba como codirector para la película
de Sonya Paz eso le era imposible.
Había concurrido sola, no le molestaba hacerlo porque de
verdad iba a ver el show, no a parlotear y a beber. Miró la hora
en su móvil y se puso de pie para encaminarse a los
camerinos. Quería saludar a su amigo e irse a descansar. La
puerta negra que se adivinaba a la derecha de la tarima, que
hacía las veces de escenario, era la que usaban los actores, lo
sabía por Mauro.
Al dar un par de pasos, trastabilló con una de las sillas y se
dio de bruces con un gran bulto duro y dorado.
—Lo siento —murmuró, levantando la vista.
Unos segundos después, cuando ya estaba estabilizada en
ambos pies, la masculina voz le llegó desde arriba, muy arriba:
—¿Estás bien?
—¿Cuánto mides? ¡Por Dios, eres enorme! —exclamó, sin
poder frenar sus palabras.
—Desde el suelo, y contando hasta el recogido de la peluca,
unos dos metros treinta más o menos.
—¡Vaya! Impresionas. Y sí, estoy bien, gracias —respondió,
luego de darse cuenta de que los ojos amarillos de la drag, que
vestía de dorado de pies a cabeza y tenía la peluca rubia más
bonita que había visto, no le quitaban la vista de encima. No se
contuvo y miró sus zapatos—. Esos tacones dan vértigo.
—Estoy acostumbrado. ¿Sabes que no puedes entrar aquí?
—preguntó con su voz grave, tan contradictoria con su actual
aspecto. La muchacha le parecía una caradura agradable y
bastante sexi.
—Bueno… sí, lo sé, pero como ya he estado por esos
pasillos creí que… Intentaba colarme, es la verdad. Busco a
Mauro.
—¿Eres su pareja? —Quiso saber, sin sentirse inoportuno
haciéndolo. Siendo así no tenía nada que hablar con la chica.
Era muy respetuoso de lo ajeno.
—No, es un amigo. Quería felicitarlo y despedirme. ¿Me
ayudas a pasar? —pidió ella, con un gesto aniñado que al
hombretón le causó gracia y rio.
—¿Te marchas? ¿No te quedas a ver a Liz? —cuestionó,
señalándose de pies a cabeza y agregó un guiño de ojo—.
Luego te invito una copa. ¿Qué me dices?
—Esos zapatos no te impiden correr, ¿cierto? Vas rápido.
—Solo una copa, no es para tanto. Ven —agregó el moreno
que se escondía tras el traje de Liz. Le tomó la mano para tirar
de ella y llevarla hacia una mesa frente al escenario. En el
camino, se cruzaron con una camarera y le pidieron dos
bebidas—. Soy Sule. Debajo de Liz, lo soy.
Luna elevó una ceja, la había dejado sin palabras y eso era
mucho decir. Por lo general, era ella quien dejaba mudos a los
hombres. No estaba vestido como para seducir. Ni bien se
percató de sus pensamientos, esbozó una sonrisa y negó con la
cabeza. En peores situaciones había estado.
Sule creyó que se merecía un coqueteo después del trabajo,
llevaba semanas de sequía y un poquito necesitado estaba. La
chica era simpática, sonreía bonito y sus ojitos maquillados lo
miraban con intriga. Además, su cuerpo pintado era un
espectáculo en toda regla.
—Soy Luna —respondió ella, y tendió la mano para dejar
que otra grande y de piel oscura se la apretase con sutileza—.
¡Tus uñas son fabulosas! Y tu maquillaje es soñado.
Luna estaba maravillada con Liz. Su disfraz era precioso y
todos los detalles extras que lo acompañaban le fascinaban, tal
vez, por ser todos tan rosados.
—Gracias. Tuve que hacer un curso de maquillaje para
teatro, porque soy bailarín, no maquillador. ¡Todo sea por el
trabajo!
—¿Bailarín? Imagino que vas camino a Broadway o Londres.
—No, por desgracia ya no tengo esa meta. Tuve una lesión
que me cortó las alas. Hubo cambios de trayectoria obligados.
No obstante, tuve mi momento de fama, aunque no lo creas. Te
lo cuento luego. No tienes novio, ¿no? Dime que no. Odio
remar a contracorriente.
Lo que dijo era tan real como sus ganas de conocerla un
poco más, no obstante, al ser tan expeditivo, se molestaba con
los esfuerzos que no tenían futuro alguno. Tampoco buscaba
uno con la chica, no obstante, un buen revolcón después de
una conversación entretenida, sí. Como sabía que su vida de
bailarín, frustrada por ese fatídico accidente sobre el escenario,
era interesante, la dejaría para romper el hielo. Ya no
llorisqueaba por lo sucedido, el pasado lo había llevado hasta
allí y era feliz con lo que había logrado.
Luna estaba sorprendida con el tal Sule. Todavía no sabía lo
que hacía ahí sentada con ese desconocido de más de dos
metros, vestido de dorado y respondiendo una pregunta que
jamás imaginó responderle. Tal vez, estaba prejuzgando, y eso
estaba muy mal.
—Lo siento, estoy confusa. Perdona mi ignorancia, pero no
es común para mí ser abordada por una deslumbrante rubia de
piel morena, voz gruesa y manos gigantes. ¿Acaso en este
lugar se está extinguiendo la homosexualidad?
—¿Perdona?
—Mi desconocimiento sobre tu trabajo me llevó a enjuiciar,
me disculpo. Creí que la mayoría de los actores aquí eran
homosexuales. Claro que si pienso en Mau…
—Detrás de la puerta que no te permití atravesar hay una
gran variedad del colectivo LGTB, no te lo voy a negar, pero a
mí no me gustan las etiquetas. Yo tampoco llevo una. Si
alguien me llama la atención, lo intento.
—¿Te defines como bisexual?
—Yo no, la gente lo hace —explicó, y con la larga uña
pintada de rosa le raspó el dorso de la mano, dibujando
círculos imaginarios.
Sule creyó necesario hacer un movimiento para mostrar sus
intenciones.
Luna levantó la vista hasta la de él y se dejó envolver por el
ambiente sensual que había creado con ese insulso toque.
—¿De qué color son tus ojos? —le preguntó al verlo
observarla con detenimiento.
—Tan o más oscuros que mi piel. No hay mezcla de razas en
mi familia, todos somos negros. Mis abuelos vinieron de
África... Me toca subir al escenario. Me esperas, ¿cierto? Quiero
presentarte a Sule.
—Claro, quiero verte sin el fantástico maquillaje rosado. Es
mi color favorito, el de tus labios es increíble.
—Si te gusta, me lo dejo —masculló Liz, haciendo morritos
con su carnosa boca rosada con destellos dorados. Al ver que
ella reía, negando con la cabeza, le besó la mano—. Te veo en
un rato.
Y así fue.
Se encontraron después del fantástico espectáculo que dio,
uno con música y luces que lo hizo brillar mientras bailaba y
cantaba. De Mauro no tuvo más noticias. Enviándole un
mensaje de texto, se enteró de que ya estaba de vuelta en su
casa. No pudo saludarlo. Todo había sido por distraerse con el
espectacular espécimen que ahora se acercaba vestido de
calle, con un simple pantalón claro, una camisa azul y sin una
gota de maquillaje.
Los ojos de Luna quedaron enganchados del metro noventa
que caminaba con seguridad y masculinidad.
—Madre mía —susurró para sí ante la imponente presencia
—. Con lo que me gusta el chocolate.
—Ya estoy de vuelta. Hola, soy Sule —dijo el muchacho de
labios gruesos y mirada pícara.
—¿Dónde estaba todo eso, Sule? —examinó ella, señalando
sus músculos. El chico era perfecto, para sus estándares de
belleza masculina lo era.
—Debajo de algodón, cojines, lentejuelas y mucho potingue.
—Ten por seguro que me gustas más como Sule.
—Es bueno saberlo. Entonces… ¿me invitas o te invito? Mi
apartamento está a casi una hora de aquí y comparto piso —
acotó. Lo dicho, era expeditivo.
—Vamos a casa —respondió ella, sin dudarlo.
No sería la primera vez que se dejaba seducir así, sin más.
Llegaron a los pocos minutos y la conversación, durante el
camino, dejaba notar la necesidad y la provocación de ambos.
Nada más llegar, bastó una mirada libidinosa y una sonrisa
para comenzar a quitarse las prendas que parecían estorbar
ante semejante tensión sexual, un poco natural y otro poco
estimulada.
—Te gusta el color rosa, parece —murmuró Sule, una vez
que pudo quitarle la camiseta de ese color y descubrir un sostén
al tono, sin contar con el esmalte de uñas y el poco maquillaje
que quedaba en su rostro.
—Me encanta —aseguró, mordiéndole el labio inferior.
—Toma, te traje este regalo.
Sule se deshizo de su pantalón y, al tomar el condón de su
bolsillo, recordó el pintalabios que usaba Liz.
—¡Oh! Me encanta, gracias, Liz.
—Es un placer —murmuró sobre su cuello y bajando por el
hombro desnudo con mordiscos suaves.
Cayeron sobre la cama, a la que llegaron con pasos torpes y
sin dejar de besarse y tocarse, él quedó tendido sobre ella. Ya
estaban casi desnudos, solo los cubrían sus prendas interiores.
Sule la recorrió con la mirada, gustaba de las mujeres que
tenían un estilo particular y esta lo tenía sin duda alguna.
—Mujer, tus tatuajes son hermosos y sexis como el demonio
—agregó, lamiendo uno por uno y deteniéndose más en el que
se encontraba entre los pequeños pechos de Luna, que ya
estaba al borde de los gemidos.
La boca esponjosa de Sule era muy curiosa y hábil. Además
de hermosa, si eso se podía decir de una boca delineada a la
perfección, con labios oscuros y tibios que sabían cómo besar y
succionar. Lo dejó hacer, estaba disfrutando de sus atenciones,
ya le tocaría su turno de lamer y acariciar el cuerpazo duro y
largo, tan lleno de músculos.
—Sule, espera —pidió, interrumpiendo sus pensamientos. La
zona que él se disponía a besar ya no era permitida para
desconocidos—. Lo siento, no practico sexo oral.
El muchacho se incorporó, apoyando las manos sobre el
colchón, y la miró sorprendido. Por un lado, le pareció raro,
pero por otro, genial que fuese tan sincera y determinante.
—¿Y eso? ¿No te gusta?
—Sí, me encanta. Pero una vez me contagié una
enfermedad y tuve complicaciones dolorosas… Lo haría si
tuviese una barrera bucal, pero no tengo y no creo que lleves
una en la cartera.
—¿Qué es eso?
—Algo parecido a un condón para tu lengua. Te protege y me
protege.
—Compramos para la próxima, nena. No me distraigas —
murmuró volviendo a su tarea de estimularla, preparando el
terreno para comenzar la lucha de gemidos que se avecinaba.
La chica parecía una bomba sexual a punto de explotar—. ¿Lo
extrañas?
—¿El sexo oral? Sí, pero lo suplanto por eso —aseguró,
elevando su bala vibradora, por supuesto, de color rosado—.
No es lo mismo, pero…
—Dame eso. Es uno de los mejores inventos del hombre.
Voy a jugar un rato contigo, nena.
Sule tomó el artefacto entre sus dedos y se lo llevó a la
boca para humedecerlo. Lo hizo sin abandonar la mirada de
Luna que sonreía ansiosa. Lo encendió y lo acercó a la
entrepierna femenina. A los dos segundos, Luna vibraba a la
par del aparatito.
La chica le estaba gustando más de lo esperado. Adoraba
ver a las mujeres desinhibirse, a los hombres también, para
qué negarlo. Sin embargo, su experiencia decía que eran ellas
las que frenaban sus instintos ante el placer o el deseo.
—¡Es perfecta! Rosita nunca defrauda —gimió Luna, entre
suspiros. Apenas si se le entendía lo que decía.
Sule rio por lo bajo.
—Ya veo —gruñó luego, al verla retorcerse de placer.
Acercó su boca a los pechos femeninos y se dispuso a
hacerla gemir, gritar en lo posible.
La chica le parecía hermosa, sensual y provocadora. Le
gustaba que fuese así de directa y libre.
—Me encanta tu boca. Bésame —pidió Luna, a punto de
gritar ante el orgasmo.
Al escucharla entregarse al placer en un gemido divino, que
le llegó a la ingle, se posicionó entre sus piernas y, después de
bajarse su bóxer, entró en ella cerrando los ojos con fuerza.
—Esto es la gloria —murmuró, sintiéndose apretado y
atrapado entre el par de piernas temblorosas de la mujer
caliente que yacía debajo de su cuerpo.
Ya con la mano libre, abandonando a Rosita por algún lado,
Sule le tomó las muñecas y le elevó los brazos sobre la cabeza.
Mordió y succionó sus pechos con lascivia mientras golpeaba
con su cadera una y otra vez, escuchándola pedir más. Con la
otra mano tocaba donde se le antojaba, sin pedir permiso.
—¿Puedo filmarte?
—No.
—Me encantaría tenerte en video para poder masturbarme
mientras te veo.
—Eres un perverso —murmuró ella. Estalló en un gemido
largo y profundo que la obligó a tirar la cabeza hacia atrás.
Sule no se detuvo. Ella tampoco se lo pidió. Tomó a Rosita
entre sus dedos y lo acercó a su sexo para sentir más placer.
—Me encantas, nena —sentenció él. Aceleró sus
movimientos al ver cómo ella se daba placer y disfrutaba con
los ojos cerrados.
—No te detengas, por favor.
En pocos segundos más, ella volvió a gritar y él gruñó
poderosamente, mientras dejaba que el placer lo vaciase.
Saliendo de repente del cuerpo femenino, se tendió a un
lado y puso su enorme mano sobre el sexo de ella, abarcándolo
por completo. Con mimo, como si de esa manera le
agradeciese el placer brindado. Y allí la dejó, mientras le
besaba la boca lentamente.
—Qué bien se porta Rosita —susurró después, sintiéndose
relajado.
—Te lo dije, no defrauda.
—Tú tampoco.

Luna abrió los ojos e inspiró con fuerza.


Recordaba todo con demasiada claridad. Sule era un
hombre dulce y simpático, que supo hacerla estremecerse de
placer, pero nada más había entre ellos. No habían vuelto a
verse después de esa noche, a pesar de haberse prometido
repetir, con barrera bucal incluida.
Apoyó las manos en el volante y la frente en ellas, dejando salir
todo el aire retenido. Hizo el ejercicio de respirar profundo
varias veces, en esa posición, para asimilar nuevamente el
lugar en el que estaba y la tarea que tenía por delante.
Se estaba tomando su tiempo, dejando pasar los minutos,
sabía que por cobardía y porque todavía no estaba segura de lo
que estaba por hacer. Mónica y Sonya, sin nombrar a su
hermano y a Kike, la habían convencido de que era lo correcto.
Estaba tan agotada de pensar y pensar que se dejó llevar por
ellos, y ahí estaba.
Asumir su embarazo le había costado noches de insomnio,
además de lágrimas, pero no tantas como las que derramó al
sentir la presión de la culpa en su pecho.
«Los padres también tienen derechos, jovencita», dijo un día
Kike, en tono de reproche. Y eso le dolió más que si la hubiese
golpeado.
—Ahora o nunca, Luna —murmuró, y abrió la puerta del
coche para dirigirse al antro donde trabajaba Sule.
La idea de sincerarse, aunque no era propia y se le hacía
difícil, debía reconocer, le quitaría más peso a su carga. Diez
días le había tomado la hazaña, claro que su argumento, o
excusa, fue creíble solo para ella.
«Primero haré la consulta médica necesaria para confirmar
el embarazo y luego hablo con ellos», dijo un día, ante la
insistencia de Nando.
Y allí estaba, en el día once.
Tuvo que acostumbrarse a la oscuridad y al ruido
estruendoso de la música. Había llegado para ver el fantástico
final de una de las puestas más fabulosas, una que tenía a
muchos bailarines en escena y a varias drags copando el
escenario con sus majestuosas presencias. Como casi siempre
le pasaba, la piel se le erizó ante los aplausos y silbatinas de
júbilo.
—Hola, ¿puedo ver a Sule? —preguntó a una de las
camareras, y entonces divisó a Mauro, frente a la barra,
abrazando la cintura de una chica delgada y sonriente.
—Vaya, y hace su aparición... Hacía mucho que no venías
por aquí —expuso Mauro, y le dio un beso en la mejilla, luego le
presentó a la jovencita.
Luna apenas escuchó su nombre. En su mente solo existía
lugar para el monólogo que tenía ensayado para el moreno.
—Mau, necesito ver a Sule —dijo a su amigo.
—Ahí lo tienes —indicó él, señalando una mesa en la que
había un par de chicas y el mencionado.
Los tres parecían divertirse bastante. A Luna no le causó
nada, ni celos ni envidia… nada. Solo un poco de incomodidad
tener que interrumpirlo para darle semejante noticia.
«Allí vamos», pensó, y caminó hacia él.
—Hola, Sule —saludó casi en un grito, la música estaba
bastante alta.
—¡Hey, nena! ¡Qué bueno verte! —exclamó el hombre,
poniendo su metro noventa de pie y encerrándola en un
apretado y sentido abrazo—. ¿Me despido y nos vamos?
Sule era directo y más si se trataba de relacionarse con
alguien como Luna. La chica no era de las que daba vueltas,
iba a lo que iba, y suponía que su presencia era una invitación
en toda regla a repetir la noche deliciosa que habían
compartido. Y él estaba encantado con la idea.
Luna sintió que esa pregunta, susurrada con provocación, le
revolvía el estómago. Y no porque lo culpase de algo, por el
contrario, sino por la impotencia de tener que bajarlo de esa
fantasía en la que él solito se había montado. Pudo asentir y
darle espacio para que hiciese lo que había dicho, nada más.
A los pocos minutos, lo tuvo apretando su cintura y
guiándola hacia la puerta de salida.
—¿Vamos a tu casa?
—Sí, traje el coche hoy —respondió ella, en tono distante, y
Sule elevó una ceja. Algo pasaba y no sabía qué.
—¿Todo bien?
—Sí, sí, hablamos en casa.
El camino de pocos minutos se hizo eterno. Solo sonaba la
música de la radio y el parloteo de Sule, contando su
performance y la casi caída de esa noche.
Una vez en el apartamento, sin ofrecerle siquiera una taza
de café, se sentó en el sofá y lo miró a los ojos.
Sule sonrió sin ganas, recordando la pasión con la que
habían arrasado la otra vez, y se le hizo raro que ella estuviese
tan callada y fría.
¡Si era un terremoto sexual! ¡¿Qué había pasado?!
—¿Qué pasa, Luna? Si no querías hacer nada hoy, ¿para qué
me has hecho venir?
—Estoy embarazada, Sule.
El muchacho la miró a los ojos, sin comprender lo que quería
decirle. ¿Acaso estaba disculpándose por estar en pareja y
engañarlo con él? Bueno, no era su responsabilidad, no se
sentía culpable. Se lo había preguntado y ella había respondido
que no. A la espera de más información, creyó pertinente no
quedarse callado.
—Me alegro, qué buena noticia. Te felicito.
—Es tuyo.
—¿Cómo? —No podía creerlo, no podía ser posible. Eso sí
era inesperado.
—Perdona, no me expliqué bien… Podría ser tuyo —agregó
Luna.
—Imposible. El condón estaba sano y…
—Sí, lo sé, pero la segunda vez te lo pusiste luego de
moverte varias veces dentro de mí.
—Pero te estabas cuidando, me lo dijiste.
—Sí, eso creía. Sin embargo, descubrí que confundí las
fechas y me salteé alguna pastilla anticonceptiva. No sé qué
me pasó.
—Entiendo, déjame pensar —murmuró él, tomándose la
cabeza. No le huiría a la responsabilidad, no era de esos, aun
así, tampoco sabía qué demonios hacer o decir.
—No es necesario que lo pienses. No lo quiero tener. O eso
creo.
—¡Si es mío también, no puedes tomar esa decisión de
manera tan parcial, Luna! —exclamó enojado.
«Vaya con la chica», pensó. No la imaginaba tan egoísta,
pero tampoco quería ponerse a discutir. Parecía agobiada,
sobrepasada con la noticia y no sería él quien la pusiese peor.
Demasiado tenía con lidiar con sus propios pensamientos.
—No hablo de interrumpir el embarazo, sino de no
conservar al niño conmigo. Tengo la cabeza hecha un lío, Sule.
Esto me tomó por sorpresa y no puedo pensar con claridad sin
ponerme a la defensiva a cada instante. No pensaba ser madre
hasta no decidirlo con mi esposo. Ni siquiera tengo novio.
—A ver… podemos tomarnos algunos días para analizar
esto. No te voy a dejar sola. No sé si aceptaré tu idea, así como
así, pero…
—No permitiré que nadie me obligue a nada.
—Claro que no, pero tampoco me obligarás a mí, Luna —
sentenció, Sule. No le gustaba esa postura tan rígida y egoísta,
ya no podía callarlo.
—Perdona. Ya te dije que estoy un poco enojada con esta
situación.
—Ya veo. ¿Qué te parece si compartimos una cena
comprada y nos olvidamos de todo por un rato? Pensamos,
cada uno por su lado, y otro día hablamos para ponernos de
acuerdo.
—Hay alguien más en la ecuación, otro muchacho —agregó
ella, así sin más y sin anestesia.
—¡Mierda! Todo se complica. —Al verla suspirar, la abrazó y
le besó la frente—. Habla con él mientras yo me hago a la idea.
Si me compete me haré cargo. Lo haremos juntos. Lo que sea.
No estarás sola.

A los dos días, Luna volvía a vivir la misma sensación de culpa


y enojo consigo misma, pero esta vez, frente a un local de
venta de productos deportivos. Allí trabajaba Polo, así se
llamaba el muchacho, se lo había confirmado su amiga Lola,
con quien fue a aquella endemoniada fiesta. A ella había
recurrido para preguntar por el rubio con carita de niño bonito
y músculos de acero, con el que tuvo sexo sin protección, o eso
creía.
Lola era de esas mujeres que no tenían freno para nada y le
gustaba pasarlo bien. Lo que para ella era «bien», porque Luna
pensaba que era una locura beber hasta olvidarse del nombre
y cada tanto amenizar la noche con alguna sustancia extra. A
las que ella les huía, porque no era partidaria de divertirse bajo
el efecto de los estupefacientes de ningún tipo. Tampoco beber
demasiado, a decir verdad, sin embargo, aquella vez sí se dejó
llevar y pasó lo que pasó. Una excepción que tenía
consecuencias. Eso parecía.
Si no hubiese amanecido desnuda, en la cama y junto al
rubio, no se hubiese enterado de que había tenido compañía.
—Una irresponsabilidad imperdonable, Luna —se dijo en voz
baja, controlando la entrada y salida del comercio que vigilaba.
Ya era el momento del cierre y esperaba a Polo para contarle la
novedad de su posible paternidad.
Mientras lo hacía, tuvo tiempo suficiente para rememorar
aquella noche:

La fiesta estaba en pleno apogeo, el disc-jockey pinchaba


unas tras otras las canciones de moda y los cuerpos se
elevaban en saltos y contorciones. El calor era abrasador y lo
único que lo hacía más tolerable era beber algo fresco. Sus
amigas ya estaban pasadas de tragos y ella, en camino a
obtener el mismo resultado, contra sus propios principios,
convencida por Lola. Pero no la culpaba, no era una niña que
se dejase influenciar con facilidad. Si le seguía el juego era su
error. Incluso lo fue el levantar la lengua cuando esta le mostró
esa mínima pastilla, asegurándole «diversión y descontrol»,
esas habían sido sus palabras.
Luna estaba pasada de trabajo y la tensión diaria se
acumulaba, claro que requería un poco de «descontrol». La
sola mención de la palabra le sonó deliciosa.
A los pocos minutos, estaba rodeada de un par de brazos
enormes y un cuerpo duro se meneaba acoplado al suyo, al
mismo ritmo y con la misma exaltación. Nada más ver ese
rostro casi perfecto, de rasgos masculinos pero bonitos, no
dudó en permitirle seguir con esa seducción y hasta sumó la
propia. Le gustaban los muchachos musculosos y ese lo era. La
sola sonrisa ladeada ya le ponía los vellos de la nuca de punta.
—Bailas bien —le susurró el chico.
Su entrepierna recibía cada tanto un roce bastante
estimulante del trasero femenino y lo estaba disfrutando.
«Las chicas de ese pequeño grupito estaban exultantes»,
pensó el muchacho. Las estaba observando a la distancia. La
tentadora piel del abdomen adornado por ese piercing brillante
le había llamado la atención, aunque le daba igual cualquiera
de esas mujeres.
—Gracias. Lo tuyo también tiene mérito —respondió Luna
con coquetería, y se levantó el cabello para que su cuello y
espalda recibiesen un poco de fresco.
El muchacho tomó ese movimiento como una invitación y la
besó debajo de la oreja. Justo donde asomaba uno de sus
tatuajes.
—Me tienes intrigado —murmuró, luego de besarle dos
veces ese punto, y le abrazó la cintura para acercarla más—.
¿Cuánta tinta tiene tu cuerpo?
—Mucha, pero casi toda a la vista.
—Y yo que pensaba que me estaba perdiendo algo.
—Algo sí, la espalda. Hoy los cubrí. Y alguno más, pero ese
es especial.
—Creo que quiero verlos todos, vivo a dos cuadras. Te invito
a pasar un rato, ¿qué me dices? Me encantan los tatuajes y tú.
Y así llegaron a ese pequeño y moderno apartamento donde
bebieron alguna copa más y, poco a poco, Luna fue perdiendo
la noción de dónde estaba y lo que hacía. No era la única
perjudicada, el muchacho estaba igual o peor.
Amanecieron enredados en una cama deshecha y con las
sábanas húmedas. Un condón sin uso, pero extendido, casi la
hace caer cuando se puso de pie, al pisarlo resbaló con él. No
fue silenciosa al intentar no hacerse daño y así fue como
despertó a su compañero.
—¡Carajo!, se me parte la cabeza —exclamó él, y apenas
pudo abrir los ojos. Su humor no era el mejor cuando amanecía
con resaca y la chica no parecía respetar su sueño.
—Lo siento, es que casi me caigo —se disculpó ella,
entrando al baño. Ni bien salió, solo unos minutos después, el
muchacho se levantó, regalándole una hermosa visión de su
cuerpazo desnudo, y le sonrió con duda.
—¿Lo habremos pasado bien? —le preguntó con la voz
enronquecida. Nada más hacer la pregunta, el chico soltó la
carcajada y se rascó la nuca. Odiaba no recordarlo, el cuerpo
de la chica que lo miraba con esa cara de recién levantada era
una delicia para sus ojos y adivinaba que era sensual y
atrevida en la cama. La juzgaba así por esa actitud indolente
que parecía tener.
—No te lo podría asegurar. Tengo una laguna enorme desde
que me dijiste algo sobre mi tatuaje de la espalda. Poco
recuerdo.
Ambos sonrieron y se vistieron a medias, solo para no
deambular por el apartamento desnudos, y se sentaron a
disfrutar de un café bien fuerte.
Entre miradas cómplices y provocadoras se dieron una
nueva oportunidad y allí mismo, sobre la mesa de la cocina, él
la invadió sin darle respiro, mientras le mordisqueaba los
pechos y gruñía enloquecido.
Luna clavó los talones en ese trasero increíble y le pidió que
se esforzase más. Era demandante porque el muchacho era
una bestia ruda y con energía copiosa.
—Más fuerte —pidió.
—No soy una máquina, mujer.
—Lo pareces. —El chico sonrió con pedantería y le mordió
un pecho. Ella le tiró del cabello para verle la cara. Era
fantástico y con esa urgencia por acabar con lo que había
comenzado, más todavía—. ¡Estás tan bueno!
Él lo sabía, pero le encantaba que se lo dijesen.
Luna apenas si pudo terminar la frase, el éxtasis se adueñó
de su cuerpo y, tirando la cabeza hacia atrás, gimió sin
reservas. Se relajó al instante, recibiendo las últimas
embestidas furiosas y el final esperado por él. El gruñido ronco
del rubio fue colosal y quedó anclado en ella, con la frente
apoyada en su hombro derecho.
—Se me parte la cabeza, pero no es una queja. Valió la pena
—murmuró él en un quejido.

Luna recordó que, hasta ese instante, la mañana había sido


disfrutable. Ya luego tuvo la oportunidad de cruzar más
palabras con él y le pareció arrogante, y hasta un poco
maleducado. Como si el encanto se hubiese roto después del
sexo y, tal vez, así era. Parecía que lo único que él quería era
recordar la manera en que acoplaban sexualmente, ya que no
podía contar con lo de la noche anterior, y nada más. No era
algo que a ella le preocupase, por el contrario, era lo lógico con
ese tipo de encuentros, donde lo que primaba era la
sexualidad.
Lo vio salir del local acompañado de otro muchacho y se
puso de pie. Caminaban hacia ella.
—Hola —dijo nada más cruzar su mirada.
Rogaba porque la recordase, contaba con la impresión que
le habían causado sus tatuajes.
—Hola, qué casualidad encontrarte por aquí —respondió
Polo, asombrado, y le palmeó la espalda a su compañero, que
saludó y siguió su camino. Lo último que quería eran problemas
con su novia si su amigo hablaba de más.
—No es casualidad, te estaba buscando.
—A mí, ¿y para qué?
El tono de la pregunta fue un poco insultante para Luna, que
lo tomó como que le molestaba que lo buscase. Y no estaba
confundida. Polo estaba irritado con ese encuentro, lo que sea
que esa mujercita quisiera era un problema seguro y con su
compromiso tan reciente no podía permitírselo.
—¿Sabes qué?, si te fastidia mi presencia te aguantas. No
espero nada de ti, solo que sepas que estoy embarazada y que
el bebé puede ser tuyo, ya que no recordamos nada de lo que
pasó aquella noche y ese condón sin uso es una imagen
bastante determinante para pensar que puede ser así. Además,
debemos sumarle un error mío al no controlar bien mi método
anticonceptivo.
—¡Estás loca, no pienso hacerme cargo de un crío! Ni
siquiera sé si dices la verdad. —De ninguna manera creería
semejante tontería y se lo dejaría bien claro desde el comienzo,
para que no hubiese duda alguna.
—¿Eres tonto o sordo? No espero nada de ti, solo que te
enteres. Y si te lo cuento es porque no quiero cargar con la
culpa de no hacértelo saber. Llámame idiota si quieres, yo
prefiero decir responsable. Adiós. Hasta nunca.
—¡Espera…! —exclamó Polo, y se llevó el cabello hacia atrás
con ambas manos, bufando y mirando para todos lados. ¿Y si
era cierto…? Prefería ir al grano y resolver el tema antes que
fuese a peor.
Luna no pudo negar que estaba de muy buen ver, pero lo
que tenía de atractivo lo tenía de idiota, y era muy, muy
atractivo. Lo enfrentó impaciente, ya no soportaba estar
delante de él.
—Estoy apurada —indicó, y lo hizo solo por ser tan
descortés como lo había sido él con ella.
De pronto, tenía mucho que pensar. Algunos extraños
sentimientos estaban apretando su pecho y la angustia quería
explotar en forma de llanto fuerte, estaba segura de que sería
de esos con congoja incluida. Sentía cómo se le cerraba la
garganta.
—¿Lo vas a tener? Necesitas dinero, ¿es eso?
Luna le dio vuelta la cara de una bofetada y sus lágrimas
salieron sin pedir permiso. Polo quiso quejarse, su mirada
mostraba el enojo que sentía, no obstante, ella no se lo
permitió.
—Eres… olvídalo. Ya sabes lo que eres y seguro que te
agradas ―afirmó con desprecio.
—¿Qué dije? ¿No has venido para eso?
Luna negó con la cabeza y lo dejó hablando solo. No tenía
caso aclarar más.
Después de varios metros de caminata, la furia y el dolor no
remitían. Se sentó en un banco que encontró resguardado
debajo de un árbol gigante y allí dejó fluir su necesidad.
El rechazo que ese estúpido le dirigió a su bebé le hizo
sentir una mala persona, porque la expuso. Ella también había
hecho lo mismo y escucharlo de otro la hizo consciente, y esa
pregunta: «¿Lo vas a tener…?». No debería asustarse con ella,
porque se la había hecho más de una vez, sin embargo, que
otro la pusiese en palabras le hacía pensar en lo cruel que era.
Sin darse cuenta de lo que hacía se puso las manos sobre el
vientre y suspiró pidiendo perdón en silencio. Convenciéndose
de que, ante el miedo y lo inesperado, todos eran capaces de
actuar de manera errónea o pensar en cosas espantosas y se
incluía en ese «todos».

Al llegar a su casa, sin fuerzas para nada, tomó un baño y se


tiró en la cama.
Amaneció relajada y desbordando energía, después de
haber dormido como hacía días no dormía. Su rostro lo
reflejaba y también su actitud. Se desperezó nada más ponerse
de pie, vistiendo un culotte multicolor, única prenda de su
guardarropa que no caía en la caprichosa idea de que fuese
rosada, blanca o negra, y una de sus camisetas de dormir, que
ella misma recortaba para que no llegasen más abajo del
ombligo.
Al mirarse en el espejo del baño, sonrió con naturalidad ante
la imagen que vio. Volvía a aceptarse, asumiendo una realidad
que ya parecía remover algunas fibras sensibles. Resultaba que
debía hasta agradecerle al idiota, además de guapo, de Polo,
porque gracias a él había meditado mucho antes de conciliar el
sueño.
Sentir que él rechazaba a su hijo, uno que ella misma casi
había desconocido hasta entonces, o negado, le había revuelto
las entrañas con furia, y ese dolor, que apenas si podía
distinguir, se acrecentó cuando el muy caradura pensó, de
forma insolente y natural, que ella podría interrumpir el
embarazo.
No era hipócrita, sabía que todas esas ideas habían pasado
por su mente y hasta hacía un par de días pensaba en dar en
adopción a la criatura. Seguía sin estar en contra de esas
elecciones, pero ya no encajaban con lo que quería para ella
misma.
—No será fácil —se dijo, mientras se maquillaba como cada
mañana—. Tampoco imposible.
Saber que sus opciones se reducían y se sentía conforme
con la decisión tomada, le aliviaban la conciencia. Una que no
la dejaba dormir y la tenía al borde del llanto constante desde
hacía semanas. Quería que todo volviese a la normalidad y
recuperar la calma de sus días. No era una mujer problemática
ni llorosa, mucho menos una dramática, y se había convertido
en eso de la noche a la mañana.
―Ya no más ―anunció a su reflejo en el espejo.
Hacía varios días que no pasaba por su cafetería preferida y
si lo hacía era solo de paso, sin mirar a nadie. Tenía intención
de recuperar su vida y retomar sus rutinas, olvidando todos los
malos pensamientos que llegó a poseer. La de tomar su
cappuccino era la primera.
Tal vez, desde ese día, todas esas prácticas cambiasen a
medida que pasaran los meses, no obstante, sería de forma
gradual y necesaria. Lo que se lo pondría más fácil, por lo
menos, eso creía. Porque de algo no podía olvidarse ni
retractarse: no estaba preparada para ser madre, no lo
esperaba tampoco, y le aterraba la idea de hacerlo sin un
compañero de aventuras.

—Buenos días —saludó, y tomó asiento en la mesa que le


gustaba. Con un ademán pidió su consumición y se dispuso a
buscar su objetivo. Fantasear con otras vidas también sería una
de las costumbres que no abandonaría, eso esperaba porque le
divertía mucho hacerlo.
—Parece que recuperamos a Luna —dijo Perla, apoyando la
taza en la mesa.
—Eso parece —respondió la nombrada con buen humor, y le
guiñó el ojo.
Repasó con la mirada al pelirrojo detrás del mostrador que
le sonreía a la distancia y repitió el gesto para él.
Más allá, en una mesa próxima a la salida, vio a un
caballero, de unos cuarenta años quizá, que refunfuñaba ante
un adolescente con el rostro aniñado todavía. Supuso que era
el hijo. Decidió, sin fundamentos, que el hombre estaba
molesto porque el niño había reprobado… matemáticas. Tenía
carita de ser un niño inteligente y con buena aptitud para los
números. Vio al individuo apretarse el nacimiento de la nariz,
en señal de contener un exabrupto.
―Esto se te complica, muchachito ―murmuró para sí
misma, y bebió un par de tragos de su bebida.
Volvió la vista a la mesa y notó que el jovencito discutía con
vehemencia su postura. En su mente, estaba argumentando
pura patraña. La verdad, para ella, era que no había estudiado
y había perdido tiempo jugando con la consola, por eso el
padre no le compraría el juego que le había prometido. Lo que
al chico no le hacía ni la más mínima gracia.
Luna no quería llegar tarde al trabajo y eso pasaría si seguía
chismoseando la mesa de enfrente. Se puso de pie y caminó
hasta la barra para abonar la cuenta. Al acercarse a la mesa
escuchó claramente cuando el niño decía, con el mismo ímpetu
que había visto de lejos: «Papá, no quiero que me compres otro
móvil, con este estoy bien, ya te lo he dicho. Puedes, mejor,
regalarme el libro de astronomía que te pedí».
Luna estuvo a punto de soltar la carcajada, si una sola vez
lograba acertar sus historias, por la alegría y la sorpresa, se
pondría a bailar sobre una mesa, pensó, y la idea le iluminó el
rostro.
―Has vuelto a traer la alegría contigo ―señaló el muchacho
musculoso, y sonrió para ella, mostrando sus dientes.
―Sí, fueron días oscuros. ¿Y qué me dices de esa invitación
que me hiciste? ¿Caducó? ―preguntó Luna, con coquetería.
También era tiempo de volver a satisfacer sus necesidades y el
chico, con su buen aspecto, las estaba estimulando.
―Debería rechazarte. Para ponernos a mano, digo.
―No hay problema. Te lo pierdes ―aseguró, y tomó el billete
del cambio, dispuesta a irse sin conseguir una cita. No era un
gran problema, ni siquiera algo que molestase a su ego.
―Pero no lo haré. Salgo a las ocho ―aclaró él, con cara de
perdonavidas.
―Nos vemos entonces, pelirrojo.
―Damián.
La respuesta de ella fue un guiño de ojo y un beso al aire.
El chico se entretuvo observando el espectáculo que esa
mujer de cabello azul y vestido rosa le daba al contonearse
rumbo a la salida. Tuvo que cerrar los ojos y dejar salir el aire
contenido. Lo tenía loco.
Luna cerró la puerta, con cuidado de no hacer ruido, y se
topó de golpe con un cuerpo duro y fantástico, justo frente a
la entrada de su dormitorio.
―¿Qué haces aquí? ―preguntó sorprendida, lo había
dejado en el salón, terminándose una copa de vino.
En ese instante, la tenía tomada de la cintura y del
cabello mientras le mordisqueaba la oreja y el cuello.
―Intento seducirte, eso hago ―murmuró, con la voz
varonil que lo caracterizaba.
―Con que te quites la ropa ya me tienes derretida por ti.
―¿Te gusto tanto?
―No te haces una idea de cuánto. Eres maravilloso con
ropa, no te imaginas lo que causas sin ella.
―Lo mismo digo ―agregó él, elevándola para que ella
pudiese enredarse en su cadera, y así caminó hasta el
borde de la cama, donde la recostó. No sin antes desanudar
el cinturón de la bata blanca con lunares rosados y quitarle
la mínima camiseta con la que dormía.
Luna le subió la camisa para descubrir un pecho firme
con músculos marcados y los mordió con deseo. Él se quitó
el resto de la ropa y se posicionó cómodamente para adorar
el cuerpo de la chica tatuada de pelo azul, que le sonreía
con picardía.
En pocos minutos, estaban sudando, perdidos en la
pasión que los consumía.
―No grites ―pidió él, elevándole las piernas,
tomándoselas por detrás de las rodillas, mientras ella se
pellizcaba los pechos para avivar sus sensaciones de gozo.
―Eres el responsable ―gimió Luna, resistiendo cada
embestida brava del hombre que la castigaba con el más
duro placer.
Arrodillado entre sus piernas, meneando la cadera como
una bestia hambrienta de sexo y mordiéndose el labio
inferior era una imagen digna de una postal.
Lo escuchó gruñir con frustración y se recostó sobre ella,
poniendo las manos a ambos lados de sus hombros para no
aplastarla.
―Tendré que besarte para acallarte.
―Vaya castigo ―respondió ella, permitiendo que su boca
se llenase con una lengua tibia y movediza.
Acoplaban de maravilla, ambos lo sabían. Por eso no
necesitaban concentrarse en disfrutar y podían conversar
mientras tenían sexo.
La sonrisa del muchacho era divina, como todo él. Puso
su rostro frente al de ella y se miraron a los ojos. La cadera
masculina no se detenía ni aminoraba sus movimientos.
―Dámelo ―le pidió.
―Esfuérzate más ―exigió ella, logrando que una risa
vigorosa enronquecida le diese una descarga justo donde él
rozaba su ingle. Se tensó de pies a cabeza y cerró los ojos.
El gemido que quiso abandonar su boca era bastante
sonoro, pero una mano enorme se lo impidió.
―Sin gritos ―le demandó él, sin detener ningún
movimiento y yendo en busca de su propio placer.
Cuando estuvieron satisfechos, se miraron sonrientes.
―Eres un atrevido. No te invité a mi cama.
―Tampoco has dicho que no cuando te tumbé en ella,
desnuda, para más datos.
―Es que sabes cómo y dónde morderme para
encenderme, tramposo.
―Cosa de hombres, ya sabes. Bésame, ¿sí?
Luna le tomó el rostro con ambas manos y lo besó con
dulzura y cariño. El muchacho perdía la razón con esos
roces, le encantaba ser besado de esa manera.
―Podría enamorarme de ti si me besas así de bonito
cada día ―murmuró, poniéndose de pie para descartar el
condón usado en la papelera del baño.
Luna lo miró alejarse. Antes de hablar, se deleitó con
buen repaso visual del cuerpo atlético y brillante de sudor,
tuvo que tragar saliva. Era majestuoso.
―¿Qué quieres decir con eso? ¿Estás ocultándome algo?
―Nada, relájate, Luna. Fue solo un comentario.
―¡Sule! ―exclamó ella, sentándose en la cama.
Sule se había transformado en un buen amigo de Luna
desde el mismo día que ella le dijo que podía ser el padre de
la niña, que ya tenía ocho meses. En todo ese tiempo,
nunca se separó de ella, y mucho menos la dejó sola
cuando, en la mitad del segundo trimestre de embarazo,
Luna comenzó a tener problemas. No eran graves, pero sí
de cuidado. Debía mantenerse tranquila y hacer poca
actividad física. Convenía evitar que las contracciones
hiciesen aparición, así evitaba un parto prematuro, y
controlar su tensión más seguido.
Sule, sin saber si era o no el padre de esa criatura, quiso
estar presente.
«No quiero perderme el embarazo de mi posible hijo, no
me lo perdonaría. Y si no es mío, entonces acompañé a una
amiga. No pierdo nada», dijo un día.
En el parto no había estado, por motivos laborales. De
todas formas, Luna no lo hubiese permitido, eligió hacerlo
sola.
Debido al mal embarazo que tuvo, ninguno de los dos
quiso que se expusieran, la beba o ella, al test genético.
Prefirieron hacerlo después.
Luna estaba muy agradecida con Sule, tanto que lloró de
emoción al ver la tez oscura de su hija en la sala de partos.
También lloró Sule al verla y, más aún, al sostenerla en
brazos.
Luna creyó que no habría podido tener mejor suerte,
porque de Polo no supo nada más. Nunca se dignó a
aparecer, y no porque ella no le hubiese hecho llegar su
número telefónico a través de Lola, su amiga.
Una vez que supo que su embarazo era de cuidado, Luna
se dedicó a mantenerse bien. No se perdonaría jamás que
su embarazo tuviese complicaciones por ser irresponsable.
Ya demasiado lidiaba con la culpa de haber pensado
aquellas terribles opciones para no criar a su hija. Por tal
motivo, abandonó toda actividad lúdica o física, también la
diversión nocturna y hasta la sexual. Así fue hasta pasados
los cuatro meses de la pequeña. Entonces, retomó solo la
actividad física. Lo demás no, y ya no era por cuidarse, sino
por sentirse casi asexuada y sin ganas de divertirse.
Sus días pasaban ocupados por su nuevo rol materno. Si
hubiese sido por ella no iría ni a trabajar a la joyería, pero
Nando no había aceptado tal locura cuando le propuso
renunciar, argumentando que sería algo muy favorable para
ella seguir trabajando.
Las conversaciones con Sule se daban de temas
variados, y tal era la confianza adquirida por ambos que, al
contarle sus nulas no-necesidades de salidas y hombres, él
la sedujo para demostrarle que no tenía nada malo su
mente, su cuerpo o su libido, sino que estaba ocupada en
otra cosa y por eso no sentía deseo.
«Solo es cuestión de saber encender los motores», le
había susurrado mordiéndole el cuello, como si supiese que
era su debilidad, y terminaron enredados en la cama.
No había cambiado nada, Luna seguía tan negada a
cualquier tipo de salida o diversión y él ya no sabía cómo
hacerle entender que había vida más allá de la maternidad.
Otra vez había pasado, Sule estaba intentando ayudarla
a reconciliarse con sus deseos, sus ganas, su cuerpo y sus
necesidades. Lo de las salidas y diversión sería el resultado
de todo lo demás, eso pensaba el muchacho. Luna era una
mujer que sabía lo que quería y cuándo, lo tomaba sin más
y lo pedía sin vergüenza o temor a un rechazo, por eso, a él
le preocupaba que cambiase tanto y olvidara ser ella
misma: la chica divertida, sonriente y sincera que él había
aprendido a querer. Sabía que un día, más tarde o más
temprano, se arrepentiría, y él no esperaría a entonces. Por
eso, estaban desnudos, sentados en la misma cama,
mirándose a los ojos.
Lo de estar a punto de mantener una conversación
inesperada para ambos, más para ella, había sido
consecuencia de la improvisación del momento. Porque a
Luna le pasaba todo eso con la maternidad, pero a él le
pasaban otras cosas con su paternidad. Cosas que no hablaba
con nadie, pero las pensaba y mucho.
Sule sentía la terrible necesidad de proteger a Iris, su
beba, no solo bastaba con pasarles dinero y que nada les
faltase. La responsabilidad que sentía era más acuciante
que cualquier otra cosa y el bienestar de la niña se había
convertido en su prioridad. No quería dejar de estar
presente para ellas, para ambas. Día a día buscaba excusas
para visitarlas y, aunque Luna jamás se había negado, sabía
que tarde o temprano la realidad se interpondría: no eran
una pareja y eran jóvenes, eventualmente, ambos se harían
de un compañero o compañera y compartirían a Iris. No
estaba preparado para que eso pasase.
Solo veía una posible solución.
―No estoy enamorado de ti, Luna ―dijo, acariciándole la
mejilla―. No te asustes. Pero me gustan tus besos, me
gusta meterte en la cama, me gustas tú y adoro a nuestra
hija. Quiero estar cerca de ella y no perderme nada.
―Eso haces. La ves a diario, te reconoce. Y yo te tengo
en cuenta para todo lo referente a ella.
―¿Y si lo intentamos? ―preguntó, casi sin pensarlo ni
esperar que terminase de hablar.
―Estás loco. ¿Solo porque somos los padres de Iris? No.
Si no me he enamorado de ti todavía, con lo bien que te has
comportado conmigo y con ella, no creo poder hacerlo más
adelante. Ni tú de mí. Aunque solo por poner nervioso a
Nando te aceptaría.
―¿Y eso? ―preguntó curioso Sule, y se recostó en la
cama junto a ella, que tenía la espalda sobre el respaldo.
―Dice que lo miras mucho y se pone nervioso porque
eres enorme.
―Él me pone nervioso a mí. Lo haría cambiar de acera.
Me parece muy atractivo. De él sí me enamoraría, te lo
aseguro.
―¡¿Nando?! ―Sule elevó los hombros y asintió―. ¿Crees
que podríamos tener estas conversaciones si fuésemos
pareja?
―Supongo que no. Me da miedo esto de no ser una
familia al uso ―murmuró el moreno.
―Vamos paso a paso, Sule. Seremos siempre los papás
de nuestra hija. Y si entre nosotros tiene que pasar algo
más, pasará. No lo hagamos por la fuerza.
―Supongo que tienes razón. Y no le cuentes s a tu
hermano lo que dije.
―¿Y a mi cuñada? ―preguntó Luna, solo para quitarle
seriedad al asunto.
―¡De ninguna manera! Olvida todo, no solo lo de Nando.
Entiendo que sería una locura. Es que esa pequeña negrita
me tiene de las narices.
―Y se te nota mucho. Deberíamos ir analizando la
posibilidad de no dejar que nos domine con solo una mirada
o su llanto furioso.
―Inténtalo tú y me enseñas. Ahora me voy. Oye, no
pierdas el ritmo, que tu cuerpo necesita distracción ―dijo,
besándole el cuello y comenzando a vestirse.
Luna despidió a Sule y entró al dormitorio de su hija, solo
para verla dormir, y suspiró enamorada, admirando la paz
que irradiaba. Jamás pensó en sentirse tan perdida de amor
por alguien tan pequeño. Se inclinó sobre la cuna y le besó
la frente. Allí la dejaría hasta que con su llanto histérico
pidiese el desayuno. Ya estaba dejando de darle el pecho,
solo lo hacía por las noches para que le fuese más fácil
conciliar el sueño, después del berrinche que hacía al salir
de su baño diario.
Su niña era un verdadero sol, muy tranquila y simpática,
pero si tenía hambre era un diablillo insoportable. Sin
olvidar el instante en el que se la sacaba de la bañera, en
ese momento Luna deseaba ser sorda.

La pequeña Iris, si no tenía hambre, despertaba entre


sonrisas y balbuceos que eran la delicia de la madre, y
hasta le hacían las veces de despertador. El monitor que
descansaba en su mesa de noche estaba en un volumen
indiscutiblemente alto. El argumento de Luna era no
escucharlo si se dormía por estar muy cansada o distraída
con alguna tontería.
Se puso de pie con energía y la sonrisa que no se
despegaba de su rostro desde hacía meses, y se encaminó
al dormitorio contiguo. La niña, al verla, comenzó con
gorgojeos sonoros y risitas histéricas, tomándose las puntas
de los pies y llevándoselos a la boca.
―Buenos días, mi sirenita. Qué nervios te da verme,
bonita. Ven a darle un beso a mami ―dijo en voz cantarina, y
la alzó para que la niña le babosease la mejilla entre rasguños
y pellizcos.
La llevó hasta su dormitorio y la colocó en el suelo, en
una esquina cubierta de cojines y una alfombra didáctica
para que la pequeña la mirase deambular mientras se
vestía y maquillaba.
Luna le hablaba en todo momento y la beba parecía
responder con extraños gestos en su carita. Era muy
enérgica y despierta, tal vez, era el estímulo constante que
recibía por parte de los padres y demás miembros de la
familia.
―¿Cómo va a portarse mi niña preciosa hoy? ―le
preguntó. Iris respondió con una sonrisa, elevando los
bracitos y pidiendo que la alzase.
Luna lo hizo, cuidando de no ensuciar su blusa rosa
oscuro y su pantalón blanco. El maquillaje estaba
impecable, solo que esa vez prefería no ponerse el
pintalabios, lo haría ya afuera, después de besuquear a su
hija muchas veces.
Luna y Sule, luego de haber discutido un poco al
respecto, habían acordado que, en vez de llevar a la niña a
una guardería, mientras ellos trabajaban, contratarían a una
niñera.
Chiara, la niñera en cuestión, era una mujer de unos
cuarenta años que adoraba a la niña y a Luna. Con Sule
tenía un poco más de reservas, porque la impresionaba con
su presencia y su voz grave. La mujer llegaba a la casa de
Luna antes de que ella saliese rumbo al trabajo y se
despedía cuando volvía. Descansaba los días que Sule se
llevaba a la pequeña a pasar la tarde junto a los abuelos.
Al escuchar el timbre, Iris comenzó a balbucear y
agarrarse las manos con nervios. Sabía que ese sonido
significaba visitas, y esas visitas, de seguro, serían mimos y
atención para ella. Era una pequeña muy mimada al estar
criándose entre adultos.
―Buenos días, pequeña sirenita ―canturreó Chiara, y
besó la frente de la chiquilla que comía su manzana pisada
con suma delicadeza. Porque a Luna no le gustaba que se
ensuciase de más y eso intentaba al darle de comer.
―Buenos días, Chiara. Dejé preparado un poco de puré
de varias verduras. Espero que lo coma con más ganas que
ayer. No parece gustarle mucho.
―Haré lo imposible porque coma, no te preocupes. Estás
muy guapa hoy.
―¿Sí?
―Radiante, diría yo.
―Exagerada. Solo tuve una buena noche, bien
descansada.
Si no fuese porque Chiara sabía que Luna no salía jamás,
hubiera jurado que estaba enamorada o había conocido a
alguien que la hacía sonreír.
Luna supo al instante que se trataba del alegrón que el
moreno le había dado a su cuerpo adormecido. No podía
negar que eso la llenaba de buena energía y le cambiaba el
humor. Casi no recordaba esa sensación.
La costumbre de tomar el cappuccino en esa confitería
era religiosamente cumplida, al menos, tres de los cinco días
laborales. Ya no trabajaba los fines de semana, salvo que la
necesitasen.
―Hoy tampoco trajiste a Iris ―se quejó Perla.
―No me deja trabajar si la llevo conmigo. Ya está muy
inquieta. Pero prometo que un día de estos la traigo solo
para que la veas.
―Te tomo la palabra. Aquí tienes ―dijo la camarera,
poniendo su taza delante.
Perla era muy eficiente y se había adelantado al verla
llegar.
―¿Y ese…?
―¿Atrevido…? ―la interrumpió Perla―. Es el nuevo socio.
Trabajará con nosotros. Atenderá la caja. Desde que se fue
Damián no logramos que nadie se quede en el puesto por
más de tres meses seguidos.
―¿Y por qué atrevido?
―Es casado y vive lanzando tiros al aire, a cualquier
mujer que se le pone en la mira le pide una cita. Comenzó
conmigo y me tiene cansada con sus miraditas e
insistencias.
―¿Logró alguna? ―preguntó Luna entre risas.
―¿Cita? Ya quisiera. No está mal pero tampoco es un
dios griego.
Luna sonrió y miró al susodicho. No, no estaba mal, pero
no era del tipo de hombre que le gustara. Lo saludó al ver
que él hacía lo mismo. Era una cliente asidua, tal vez, eso le
habían contado Perla y la otra camarera.
Fiel a su rutina, se puso a conjeturar sobre el señor que
se movía con lentitud y prudencia, como si pensase cada
movimiento. Supuso que era de esos tipos infieles por
naturaleza y que en casa solo sabían decir «sí, querida». Se
lo imaginaba perfeccionista y poco conversador, aunque
falso y adulador por conveniencia. No le gustaban los
hombres así, le recordaban al idiota de Leonardo
Arguiazabal, el ex de Mónica, quien ahora era su cuñada.
Siguió observándolo, viendo cómo conversaba con una y
otra clienta, sonriendo con lascivia si era guapa. Su mente
le jugó una mala pasada y se creyó su propia fantasía, por
eso comenzó a desagradarle al instante.
Cuando fue el momento de encaminarse al trabajo, por
fin, se encontró de frente con él. Fingió una sonrisa y
extendió el billete.
―Buenos días, señorita. Bienvenida. ¿Todo estuvo de su
agrado? ―preguntó el señor, como si hubiese ensayado
cada palabra.
―Todo estuvo perfecto, gracias ―respondió ella de igual
modo.
―Perfecta es su sonrisa. ¿Nos conocemos? ―indagó él y,
al ver que ella elevaba una ceja para pensar en la
respuesta, agregó―: Como me miraba desde la mesa. Es
usted muy atractiva, permítame decirle.
Luna captó en la voz ese tono de galán almidonado y lo
confirmó ante el guiño de ojo. Con ella no podría. Ese
personaje de caricatura no sabía con quién se había metido.
―Sí, la verdad es que lo miraba. Perdón por eso. Estaba
tratando de recordar de dónde le conocía. Ahora, al tenerlo
cerca… Creo haberlo visto con su esposa, bella mujer y muy
simpática. Casualmente, tengo que llamarla para decirle
que tengo lo suyo. Trabajo en un negocio del centro
comercial. Hoy mismo me comunicaré con ella, gracias por
recordármelo. Nos vemos. Gracias, Perla, luego te llamo
―agregó en voz más alta para que ella la escuchase, y
saludó con la mano.
Perla quedó atónita, sin entender a qué iba eso, si ni
siquiera tenía su número.
Luna estaba segura de que ese tipejo ya no la
molestaría, tampoco a Perla. Ni por él ni por nadie
sacrificaría su cappuccino o dejaría de tener la posibilidad
de jugar a inventarles historias a los clientes del lugar. Con
ese corte definitivo se había asegurado la comodidad al
seguir acudiendo a su cafetería preferida.
Pasó por la perfumería de Sonya, como cada mañana, y
la vio sentada detrás del mostrador, enganchadísima en la
lectura de un montón de papeles y fumando un cigarrillo.
―Hola, ¡qué linda estás! ¿Qué cambió? ―le preguntó
nada más verla entrar.
―Otra más que me ve linda. Nada pasó o sí, tuve una
alegría de esas que te hacen vibrar el cuerpo.
―Conociste a alguien ―afirmó Sonya, no era raro en
Luna, aunque desde hacía un tiempo sí.
Sonya era, también, de las personas que la estaba
intentando convencer de que retomara su vida y sus
rutinas. «Esas» rutinas también, aunque a Nando no le
gustara nada el consejo y Kike le dijese que dejara de
meterse donde no la llamaban.
―No, no he conocido a nadie. Sule vino a casa y ya
conoces a Sule.
―¡Qué hombre! También perdería la cabeza por él, pero
me adelanté veinte años.
―Te lo cambio por Kike.
―No hay trato ―aclaró sonriendo―. Cuéntame.
―No hay mucho. Me propuso intentar algo más serio, por
Iris, pero no es lo que quiero. No hay amor entre nosotros.
¿Cuánto puede durar?
―Tienes razón. Es muy noble de su parte, pero no
alcanza ―sentenció la actriz.
―Eso resolvimos. ¿Qué lees?
―Un guion que me pasaron para una película. Tal vez, la
produzca. ¿Vienen a cenar a casa mañana? Quiero ver a la
pequeña.
―Claro. Me voy a trabajar que tengo mil cosas que hacer.
Y me cuentas de qué va la película.
Sonya la vio partir con su contoneo de cadera. El sonido
de sus tacones rosados llamó la atención de un muchacho
que pasaba, quien la miró de arriba abajo y luego se dio la
vuelta para echarle un vistazo a su trasero.
Luna era una mujer llamativa. No era demasiado alta,
pero sus tacones de varios centímetros disimulaban con
estilo la falta de altura. Su cabello siempre azul, largo y
desordenado, era su sello, tanto como las prendas rosadas
que se ajustaban a sus curvas. Su maquillaje y los tatuajes
eran el plus perfecto para poner a Luna en la categoría de
mujer sensual e interesante. Todo eso acompañado de una
actitud avasallante. Jamás pasaba desapercibida.
Como cada día, Luna salió del trabajo y, sin demora, se
dirigió a su apartamento. Allí encontró a Nando, tirado en el
suelo con su sobrina. La niña adoraba enredar sus deditos
en los bucles rebeldes que él se negaba a recortar.
―Un día te va a dejar pelado. No le permitas que te tire
fuerte.
―Claro, como si fuese fácil. Una vez que agarra, no
suelta. Cochina, el cabello no se come ―sentenció Nando,
poniéndose de pie con la pequeña y besando la frente de
Luna―. Mañana vamos a cenar a casa de Kike. ¿Vas?
―Sí, me invitó Sonya.
―Bien, solo quería asegurarme de eso.
―Nando, no soy una ermitaña. Que no quiera salir con
amigas no significa que no quiera hacerlo con la familia.
―Permíteme preocuparme, ¿sí? Ahora me voy que Moni
me espera con uno de esos platos espantosos que prepara.
―Claro, porque los tuyos son una delicia ―susurró Luna,
poniendo los ojos en blanco y recibiendo un empujón de su
hermano.
―En unas semanas tengo que viajar a París. ¿Te podrás
encargar de todo, incluso de abrir y cerrar?
―Por supuesto. Hablo con Chiara para ver si puede
quedarse hasta más tarde con Iris.
―Ya le pregunté yo y no tiene problema ―afirmó Nando,
a veces era un poco controlador, además de gruñón―. A mi
vuelta quiero que tomes unas vacaciones.
―¡Metiche! ¡No te corresponde decidir ni lo uno ni lo
otro! ―exclamó ella, tomando a su hija en brazos, porque la
pequeña ya no quería estar con su tío.
Nando ignoró su queja.
―¿Viene Sule? No te quedes sola.
―Nando, vete. Estoy bien. Cuando se vaya Chiara, Iris y
yo nos daremos un baño y cenaremos. Luego, a descansar.
Ambos miraron a la niña que se apoyaba sobre el hombro
de la madre y enredaba sus deditos en los pequeños
resortitos que formaban su cabellera. Estaba somnolienta
ya.
―Tiene mis bucles ―murmuró el tío con orgullo, y Luna
soltó la carcajada.
―Claro, nada tienen que ver su padre y esa melena
ensortijada que tiene o la herencia que pueda cargar de él.
Tampoco importa que no compartamos genes, ¿no?
―Por supuesto que no ―afirmó él, besando a ambas en
la mejilla y sonriendo.
Se iba tranquilo habiéndolas visto bien. Su hermana le
preocupaba. Ya le pondría un fin a esa negativa a salir y
divertirse. Por las buenas o por las malas quería a Luna y a
toda su rebeldía y desparpajo de vuelta. Incluso un poco de
la irresponsabilidad con la que tomaba su vida.
―Chiara, ya puedes irte a casa ―aseguró Luna, elevando
la voz para que la oyera desde la cocina, donde suponía que
estaba preparando la cena de Iris.

Ya había pasado un año y medio. Iris ya caminaba con


torpeza y balbuceaba algunas palabras. Cada tanto, dormía
en el apartamento de Sule o en la casa de los abuelos.
También se había quedado alguna vez con Mónica, solo
porque esta había insistido mucho y Luna se sentía tan
engripada que hasta lo prefirió. No obstante, nada había
cambiado en su actitud para con el resto de sus actividades.
―Luna, tienes treinta y cinco preciosos años, no los
malgastes manteniéndote encerrada y aburrida. Te prometo
que lo lamentarás.
―Es que es lo que quiero, Moni. ¿Por qué no lo
entienden?
―Porque no te creemos, cariño ―respondió Sonya, muy
atenta a las travesuras de la niña, que no se quedaba
quieta.
―Cuándo yo me separé de Leo, y lo sabes bien, no solo
lo hice porque nos faltaba amor. También fue porque, de un
modo u otro, me sentí relegada, aburrida con mi vida, y un
día noté que había desaparecido mi verdadero yo. Nunca
me di cuenta de que eso pasaba hasta que fue tarde. Media
vida me la pasé como adormecida. No me arrepiento del
todo, porque fue mi vida y tengo fantásticos recuerdos de
ella, sin embargo, pienso que podría haber sido mejor. No
está bien conformarse, hay que buscar ser feliz y tú te estás
conformando, Luna.
―Somos dos mujeres mayores que hemos pasado por
experiencias duras que nos pusieron a prueba y, por suerte,
pudimos salir adelante. Toma el consejo. Queremos volver a
ver esa alegría que ya no tienes.
Luna las miró a través de las lágrimas que se negaba a
soltar. Un poco porque su hija no la viese y otro, para no
reconocer que tenían razón.
No quería dejar de sentirse la madre dedicada y atenta
que era. Ya había pasado por esa nefasta situación de creer
que podía elegir sobre la existencia de su pequeña.
Perdonarse ese hecho le estaba costando más de lo
imaginado y hasta creía que no lo haría jamás. No quiso
pensar nunca qué hubiese pasado si hubiese logrado llevar
a cabo cualquiera de las dos opciones que se le cruzaron
por la cabeza al enterarse de su embarazo. De manera
inconsciente, se exigía vivir por y para Iris, para que no
tuviese que perdonarle nada, nunca, y expiar, de esa
manera, la culpa silenciada que le oprimía el pecho.
―Si lloras al escucharnos es porque sabes que algo de lo
que decimos es cierto. Trae de vuelta a esa joven
desprejuiciada, por momentos irresponsable, alocada,
sensual y alegre. No importa si te criticamos luego. Nando
se enoja porque no hace más que contar los muchachos con
los que te ve y Kike te reprocha por celoso. Tampoco
importa si Iris tiene que quedarse un día con sus tíos porque
su madre salió a divertirse o tuvo que llegar tarde por ir de
compras. No le va a pasar nada. Es importante que
aprendas a aceptar tu nueva realidad y la incorpores a tus
rutinas, no lo contrario.
Luna miró a su cuñada con el rostro compungido.
La pequeña le tomó las piernas y apoyó su cabecita en
ellas, le encantaba ponerse de pie y abrazarla de ese modo
cuando ella estaba sentada.
―Ma-ma-ma-ma ―canturreó la niña con cariño, y sonrió
con picardía―. Beyo ienita.
―¿Mi sirenita quiere un beso? Mamá te da un beso ―dijo
en el tono suave que siempre empleaba para dirigirse a Iris.
Recibió un beso y le dio otro. La niña hizo lo mismo con
Mónica y Sonya, ambas babeaban por la pequeña y más
cuando pretendía decir sus nombres―. Lo intentaré. Pero
deben darme tiempo y espacio. Ya saben que si me
presionan no respondo bien.
―Trato hecho. Vamos a comer algo fuera, invito yo. Así
les cuento en detalle de qué va la próxima película en la que
decidí actuar.
―¡¿Vuelves a actuar?! ―preguntaron ambas mujeres a
Sonya.
Luna estaba encantada con cambiar de tema.
―Será en un papel pequeño. Me gusta hacer de villana. Y
me toca caracterizarme.
―Eso quiero verlo. Puedes, por favor, pedir hacer de fea,
muy fea, y bien masculina, con vellos en la cara y la piel
marcada con arrugas y granos.
―Y que te oculten el cuerpo ―sumó Mónica a la broma.
Tanto a Mónica como a Luna les hacía gracia que Sonya
renegase de los halagos que le daban de forma constante.
Pero era una realidad que esa mujer era como el buen vino:
mientras más añejo mejor. Jamás dejó de ser bella y
elegante, además de poseer un cuerpo envidiable a sus casi
cincuenta y seis años.
Al llegar la noche y quedar solas, Luna le dio la cena a su
hija y se metió en la ducha con ella. Ambas disfrutaban de
bañarse juntas. La madre se arrodillaba en el suelo, y entre
canción y canción, bromas y cosquillas ambas se lavaban el
cabello.
Mientras veía a su niña feliz, riendo y disfrutando, ella se
castigaba, una vez más, pensando en que una vez se le
ocurrió la idea de negarle esa vida que le pertenecía.
«¿Cuándo podré dejar de recordar eso?», pensó,
besándole la cabecita a su hija.
En ese momento, la pequeña le dio uno de sus discursos
inteligibles, de los que entendía la mitad, y lo finalizó con
tono de pregunta. Luna adivinó que Iris se estaba
anticipando a lo que se venía. Y era algo inevitable.
Asimismo, ella tuvo que hacerlo también.
―¿Sabes que las sirenitas también viven fuera del agua?
Y esas son las más lindas y las que cantan mejor. Hay una
que hasta se casó con un príncipe y vive en un castillo
precioso.
―Agua ―repitió la niña, ya un poco más seria.
―No, el castillo está fuera del agua. Y es parecido al
tuyo. Ese que tienes en tu dormitorio.
―Noooo ―aseguró muy convencida.
No parecía estar resultando el engaño.
―Iris, tenemos que salir del agua. Y lo haremos sin llorar.
Luego nos lavamos los dientes con esa pasta que te gusta
tanto.
―No.
―¡Iris!
―¡No! ―gritó la pequeña, y Luna supo que el momento
más fastidioso del día estaba comenzando.
Se puso su bata de toalla blanca y secó su cabello,
mientras Iris chapoteaba nerviosa con las últimas gotas que
tenía la bañera. El primer chillido la aturdió y luego llegó el
llanto copioso y angustiante.
―No llores, preciosa. Mañana nos bañamos otra vez. Ya
lo sabes ―aseguró, intentando cubrirla con una toalla
grande para que no tomase frío.
No había forma, la niña se encaprichaba y retorcía sin
permitir que pudiese secarla. Todo el circo duraba eternos
minutos. Luna había aprendido a cronometrarlos haciendo
otras cosas, como, por ejemplo, peinar su larga cabellera
azul y tararear una canción que, tarde o temprano, llamaba
la atención de su caprichosa sirenita. Y así sucedía, otra
vez…
―¿Ya pasó? ―La niña asintió compungida, con lágrimas
en las mejillas―. Bien, ahora vamos a dormir abrazaditas
las dos.
―Abayaditas, sí.
Luna sonrió a su pequeña, negando con la cabeza. Si
alguien que no la conociese la viese en esa tesitura
antojadiza no podría creer si le contase lo buena que era el
resto del día.
Ya en la cama, abrazada al cuerpecito de su hija y
oliendo su perfume, meditó en su presente. Otra vez.
Aunque le pesara mucho, debía seguir el consejo de sus
amigas. Debía retomar esa vida que había dejado atrás. No
la misma, pero parecida. Procurarse diversiones más allá de
las que pudiese propiciarle su niña sería su nueva meta.

Una semana después, Luna se encontraba nerviosa, como si


fuese su primera vez. Volvió a retocarse el maquillaje de los
ojos y se calzó los tacones.
―Prométeme, Chiara, que me llamarás hasta por una
tontería.
―Luna, no voy a llamarte, porque nada va a pasar. Iris
está dormida y así seguirá hasta mañana, como cada
noche.
―Eso espero.
―Eso sucederá. Diviértete mucho. Estás preciosa.
―Gracias ―dijo, tomando su bolsa pequeña, donde
apenas si cabía lo que debía llevar.
Su amiga Lola, quien aparecía cada tanto para invitarla a
esas salidas locas que acostumbraba hacer, no le había
permitido negarse esta vez.
«Es el último cumpleaños de soltera de Irma y lo
pasaremos juntas, bailando como posesas», aseveró, y no
pudo decir que no.
El club era nuevo, Luna no lo conocía ni de nombre. De
pronto se sentía vieja y oxidada entre tanto cuerpo joven y
esculpido moviéndose al ritmo de la música frenética, que
parecía estar metiéndosele en el cerebro. Sin meditarlo ni
dos minutos, las chicas que la acompañaban se
encaminaron a la pista de baile y la llevaron de la mano.
Allí todo cambió, su «yo» alocado, que disfrutaba de la
música y el baile, tomó las riendas de la noche. Elevó los
brazos y cerró los ojos, sintiendo el movimiento en sus
caderas, en su espalda, en sus pies. La cabeza se meneaba
lentamente, revolviendo su preciosa cabellera hacia un lado
y el otro. Su vestido rosa chicle se adhería a sus curvas y le
permitía bailar con comodidad.
Así la divisó un joven de cabello oscuro y ojos marrones
que sonrió con pillería, acercándose a ella para acoplarse a
su bamboleo.
Luna se lo permitió porque no fue muy osado, solo se
arrimó y la envolvió con los brazos para bailar con ella.
―¿Puedo bailar contigo? ―le preguntó al oído.
―Solo si no se te van las manos.
―Prometido. Soy Tino.
―Y yo, Luna ―agregó, girándose para poder mirarlo de
frente. Tenía cara de simpático. Y de jovencito…―. No
superas los veinti… ¿cuántos? ¿cinco, seis?
―Veintiséis.
―Vaya, ¡qué mayor estoy! ―murmuró para sí misma, y
se dejó llevar por el tibio abrazo del muchacho. Qué más
daba.
Después de pegarse un poco, manteniendo un cuerpo a
cuerpo acalorado. El chico le besó el cuello con disimulo.
Nada le provocaba más electricidad, de esa que recorre la
espalda, que un roce húmedo en ese punto exacto. Era
fantástico volver a sentir esa excitación recorriendo su piel.
Luna disfrutaba del placer que le daban las caricias, los
besos y la actividad sexual en todas sus variantes, y no
supo cuánto extrañaba el deseo de sentirse a punto de
explotar hasta ese mismo instante en el que descubrió que,
con gusto y urgencia, tumbaría al chico en el suelo para
desnudarlo y cabalgarlo como una amazona delirante.
Rodeó los hombros de Tino y le besó la mandíbula. La
respuesta fue un bestial beso con lengua incluida y una
mano en su trasero.
―Sin mano.
―No puedo. Me tienes muy caliente.
Sin saber cómo, llegó a estar atrapada entre él y la
pared. Entonces, el cuerpo vigoroso del veinteañero
comenzó a rozarse contra su sexo. La afiebrada era ella en
ese instante. Jadeaba con la certeza de que, ante el mínimo
roce, llegaría al éxtasis que su cuerpo añoraba.
―Vamos a tu casa ―pidió Tino.
―No puedo.
―A un hotel entonces, pero no tengo dinero ―susurró el
muchacho, tomando distancia.
―Carajo, niño, ¡qué manera de romper el ambiente!
―dijo furiosa.
No pagaría un hotel para pasar un rato con ese chico que
apenas si sabía cómo manosearla. Si no fuese porque
estaba tan necesitada, el masajeo en su trasero hubiese
pasado desapercibido.
Lo bueno era que, por lo menos, había despertado su
cuerpo de ese letargo autoimpuesto.
―¡Oye! ¿Te vas?
―Sí, lo siento. Mi hija tiene que tomar la teta ―dijo alto y
claro para asustarlo. Y lo logró al instante.
Ya era hora de volver a casa. Para ser su primera salida
post maternidad, no había estado mal. Era tiempo de volver
a juguetear con Rosita, su fiel amigo, el sí sabía cómo
acariciarla. Esa necesidad recuperada era lo único que le
agradecía al chico que la miraba desconcertado.
Se acercó a una de sus amigas y le avisó que se iba a
descansar, la chica le sonrió y le dio un abrazo efusivo.
―Feliz cumpleaños, Irma ―expresó antes de abandonar
el recinto.
Camino a casa, con la euforia recorriendo todavía su
cuerpo, analizó lo ocurrido. Tal vez, en otro momento
hubiese salido de la mano con ese chico para hacer lo que
tuviesen ganas en la cama de un hotel barato. Sin embargo,
no se arrepentía de haberse negado. No importaba cuánto
implorase su cuerpo por un buen revolcón, su
responsabilidad era otra, sus urgencias también. Volver a
una hora prudente, después de haberse divertido
sanamente, era lo lógico y lo aceptable para su primera
noche de chicas.

A esa velada le siguieron algunas otras. No eran semanales,


como solían serlas, pero le alcanzaba para despuntar el
vicio y para acallar las voces de sus allegados, pidiéndole
que dejase ver a la Luna alocada que ellos necesitaban
recuperar.
―Entonces, una noche de estas salimos juntos.
―Sule, contigo no consigo que me miren siquiera. Das
miedo con tu tamaño.
―Me mantengo lejos, te lo prometo. ¿Y qué me dices de
tu telaraña?
―¡Eres un caradura! No tengo por qué explicarte cómo la
cuido desde que la dejaste crecer.
―¡No te puedo creer, Luna! ―gritó Sule, despertando a
la niña que descansaba en sus enormes brazos, muy
cómoda―. Perdona, mi niña, duerme, duerme.
―No tienes idea de lo dulce que pareces cuando le
canturreas lo que pretende ser una canción de cuna ―dijo
Luna, mirándolos con amor a los dos.
―Soy dulce, pero no contigo. Te quiero ver en el
espectáculo en unos fines de semana, ¿irás? Red vuelve con
un musical a pedido del público.
―¿¡Mau vuelve!? No me dijo nada, ni la madre que lo
parió tampoco.
―Qué bien te vino el cambio de tema. Casi me olvido…
quiero presentarte a…
―No, citas a ciegas no. Y menos viniendo de ti: un
bisexual, moreno, drag queen, y padre de mi hija… No
acepto. Además, no quiero compromisos. Es mejor con
desconocidos.
―Como decía… ―siguió Sule, ignorándola― quiero
presentarte a un chico muy mono que me roba suspiritos.
―Ah, eso es otra cosa. ¿Suspiritos te roba…? Terribles
gemidos di.
―Otra vez, te equivocas. No nos acostamos. Me gusta
mucho y no quiero asustarlo. Es un bailarín y es jovencito.
Recién salió del armario. Quiero que me des tu impresión,
confío en ti, no tanto en mí.
―Papito ―murmuró Iris, refregándose los ojitos, y Sule se
derritió.
Luna sonrió. No había nada que le diese más ternura que
ver a Sule empequeñecido ante la mirada de su niña.
―Te tiene tan dominado. Comiendo de la palmita de su
mano estás, grandulón.
―Claro, tú no ―le reprochó él, besando la mejilla de
Iris―. ¿Quieres que te bañe papá hoy? Ya verás cómo
conmigo no hace berrinche.
―Permíteme reírme. Te voy preparando un tecito y el
analgésico.
Cuarenta minutos después, los alaridos de Iris pidiendo
por su madre eran escuchados desde la avenida principal.
Sule no fue capaz de sacarla del agua, no quería ser tan
cruel. Al verla llorando como si fuese el peor de los castigos,
prefirió responsabilizar por tal brutalidad a la madre.
―Hija querida, tus cuerdas vocales son envidiables, esas
son heredadas de mí, pero tu humor podrido es de la
tatuada, ¿cierto?
―Yi ―dijo la pequeña, ya más calma, envuelta en una
reconfortante toalla rosada.
―Abayaditos, papito, ¿yi? ―Sule miró a Luna, pidiendo
auxilio. Todavía no comprendía mucho lo que la niña quería
decirle.
―Quiere que duerman abrazaditos. Quédate a dormir
con ella. Si no logras estar cómodo, te pasas a mi cama. No
levantes las cejas. Las manitos quietecitas y el cuerpo lejos.
Tu y yo ya cruzamos esa línea.
―Aguafiestas.

Amanecer atrapada entre brazos enormes y en un rincón de


la cama, casi perdiendo el equilibrio, no era su costumbre.
Se estiró con fuerza y con el pie empujó el enorme bulto
que ocupaba la mitad de su colchón.
―¡Nunca más! Sule, ¡despierta!
―No me grites, tengo el oído sensible por las mañanas.
―Levántate, tienes que irte. Está por llegar Chiara y la
dejas asustada por horas si te ve tan temprano ―dijo entre
risas, al ver que él bufaba ante la voz que lo aturdía.
―Eres molesta como un grano en el culo, Luna.
Ambos soltaron la carcajada y a los pocos segundos
escucharon el llanto de Iris.
Un nuevo día comenzaba para Luna y sus rutinas.
Por fin, llegó a la cafetería. Saludó con una sonrisa a Perla y
con un ademán de mano, al «socio». Así lo llamaba desde
aquella primera y única conversación, fuera de un «hola» y
«gracias» no había más. Esas eran las únicas palabras que
utilizaba para abonar su consumición y largarse a trabajar.
No quería darle, siquiera, la oportunidad de mirarla por más
de un segundo y medio.
Al tomar asiento, llegó la atenta camarera con su
cappuccino. Luego, la vio dirigirse a otra mesa, donde
encontró a las próximas víctimas de sus fantasías matinales:
una madre y tres niñas de edad escolar, una era
terriblemente revoltosa y malhumorada. Supuso que esa
refinada señora era una madre divorciada, cansada de lidiar
con las niñas a todas horas, porque su ex no se hacía cargo
de nada, y entre el trabajo y las tareas del hogar estaba
saturada.
Pasó unos cuantos minutos conjeturando sobre las
mujeres hasta que un hombre, entrado en años y kilos, llegó
apurado, acompañado de una señorita que vestía un
uniforme de empleada doméstica.
―Vamos, perderemos el avión, cariño. Ya sabes, Mary,
nos avisas si necesitas algo. Mi madre pasará a ayudarte
por la tarde. Son solo tres días.
―Vacaciones merecidas, señor ―susurró la tal Mary.
Luna se tapó la cara con las manos. Nunca, jamás,
acertaría con sus elucubraciones. Rio por lo bajo al escuchar
cómo se despedían de las niñas y las dejaban con una
asustada niñera, para tomarse unos días lejos y a solas.
―Hola, ¿puedo sentarme? ―escuchó que decían, y
levantó la mirada. Quedó prendada del color de ojos del
hombre que la miraba en silencio, con una sonrisa a punto
de formarse en esa boca interesante de labios finos.
―Como poder, puede. La pregunta sería: ¿tiene que
hacerlo? ―Quiso ser antipática, pero parecía que le había
salido un tono gracioso, a juzgar por la amable sonrisa del
desconocido.
―No, la verdad es que no tengo que hacerlo, pero quiero.
Sin esperar respuesta, el desconocido tomó la silla, la
retiró de la mesa y se sentó.
Luna lo inspeccionó en silencio. Él no le quitaba los
ojazos verdes de encima.
―¿Puedo saber a qué debo su compañía impuesta
unilateralmente? ―preguntó, al ver que él seguía en
silencio, mirándola.
―A nada importante. Solo curiosidad. Tu cabello azul
llamó mi atención.
El caballero no mentía. Desde que la vio entrar no pudo
dejar de observarla. Cada gesto le producía tanta o más
fascinación que ese cabello hermoso y los tatuajes que
había hecho pintar sobre su piel blanca. De solo pensar en
hacerse uno, le dolía. Solo por ese detalle se la imaginaba
valiente y decidida y, de verdad, estaba dispuesto a
averiguarlo.
―Así que llamé su atención… ―La escuchó murmurar, y
vio una divertida mueca en la boca brillante, maquillada en
hermoso color rosado.
―Sí, toda tu apariencia llamó mi atención. Seguro que
sabes que eso provocas.
―¿Yo debo saber que mi apariencia llama su atención?
La verdad es que no tenía ni idea. No lo conozco de nada
como para ser sabedora de tal hecho.
Luna estaba intrigada, no podía negarlo. Se notaba un
poco tímido o más bien sigiloso, como si estuviese
tanteando o buscando algo.
―Cierto, no me conoces, pero eso tiene fácil solución.
Soy Bastian.
―Es un placer, Bastian ―informó Luna, estirando la
mano para enlazarla con la de él, a modo de saludo. Le
parecía simpático. Y adoraba seguir observando las dos
esmeraldas que brillaban pícaras debajo de las pestañas y
cejas de un castaño oscuro que solo las hacían resaltar―.
Permíteme decirte que tienes unos ojos preciosos.
Bastian sonrió más todavía, por fin lo tuteaba, menos
mal, porque ya se estaba sintiendo viejo. Además, no se le
daban muy bien los flirteos con jovencitas. Se había
acercado bastante temeroso, debía reconocer que la mujer
impresionaba por más juventud que tuviese.
―Muchas gracias. Son herencia paterna.
―Supongo que estarás muy agradecido con su legado.
―Lo estoy, sí ―aseguró, sintiéndose cada vez más
cómodo, aunque inquieto ante el escrutinio de esos vivaces
ojos maquillados―. Y ahora que he logrado captar tu
mirada…
―Caramba, resultaste un seductor ―bromeó la
muchacha, y Bastian rio divertido. No le dejaba pasar ni
una, parecía tener todas las respuestas.
―Uno seducido, además ―agregó, intentando inquietarla
también. Sonrió ante el silencio abrupto de la chica y le
guiñó el ojo. Luna casi pierde la respiración ante el gesto del
hombre―. No me has dicho tu nombre.
―Cierto, no te lo he dicho. ¿Te animas a adivinar? ―lo
desafió con coquetería.
Estaba entretenida. Hacía mucho que un hombre no le
hacía pasar un buen rato sin tener una cama debajo. Claro,
sin contar a Sule.
―¿Rosa? ―indagó Bastian, señalando la camiseta de
tirantes de color rosado que ella llevaba puesta y que
dejaba sin ocultar esos hermosos dibujos que se le
antojaban demasiado sensuales. Luna hizo un gesto de «no
puedo creer que me creas tan poco original»―. Celeste,
entonces. No, ¿Azul?
―¡¿De verdad me consideras tan obvia?!
Estuvo tentada de decirle que su nombre era Luna, pero
se mordió el labio, frenándose. El hombre era muy simpático
y guapo… y mayor. No creía que tuviesen las mismas
intenciones con ese inesperado, aunque agradable, desafío
verbal. Y ella no estaba para aventuras de más de una
noche o dos, por el contrario, era de no repetir en lo posible,
como con los muchachos con los que alguna vez supo
entretenerse.
Luna miró su reloj, esta vez sí recordó usarlo, y se dio
cuenta de lo tarde que se le había hecho.
―Tengo que irme ―indicó, poniéndose de pie.
Bastian hizo lo mismo de manera abrupta.
―No te vayas. Si no vas a decirme tu nombre, por lo
menos, volvamos a vernos ―rogó, y la vio negar con la
cabeza. Él no podía permitir que se fuese―. Mañana.
Cenemos. ¿Dónde te encuentro?
Luna lo miró detenidamente, no podía negar que era
demasiado guapo con esos ojazos hermosos y su carita de
bueno.
―Deberás buscarme. Usa tu imaginación. Si me
encuentras, tal vez, acepte la invitación ―le susurró al oído,
colocándose a la par. Le gustaba poner nerviosos a los
hombres y con Bastian lo había logrado―. A propósito,
¿cuántos años tienes?
―Cuarenta y cuatro ―respondió el hombre, sin pensarlo.
La mujer lo había descolocado con ese susurro y cercanía.
―Lo tuyo sí que tiene pecado. No puedes ser un abuelo y
estar tan bueno ―dijo divertida. Tal vez, así lo molestaba un
poco y él desistía. Y se encaminó hacia la puerta de salida.
―No soy un abuelo. ¡Oye! Hey, Rosa. No te vayas.
¡Celeste! ¡Mierda! ―murmuró lo último, al ver que ella ni
siquiera lo miraba y seguía su camino a paso firme.
Luna se detuvo frente al mostrador donde debería pagar
el cappuccino y se giró para señalarlo. En voz alta, para que
la escuchase, agregó:
―Invita el abuelo.
Bastian soltó la carcajada y salió tras ella. Quizá la
alcanzaba. No obstante, la chica se apuró demasiado y la
perdió de vista.
―¡Mujeres! ¿qué haríamos sin ellas? ―canturreó el
hombre que le cobraría lo consumido.
―¿La conoces? ―preguntó Bastian, arriesgándose. El
«no» ya lo tenía.
―Más o menos. Viene casi todas las mañanas, porque
trabaja aquí al lado, en el centro comercial. Solo le aviso
que está un poco loca.
―Eso parece, sí ―certificó el hombre.
No le asustaba esa clase de locura, por lo contrario, lo
alentaba a seguir el desafío que ella misma había
propuesto.
«Casi todas las mañanas», murmuró Bastian al salir, y
sonrió.

Luna entró al local de Sonya tan eufórica como hacía meses


que no estaba.
―Hola. ¿Podrías decir que me gustan los hombres
mayores?
―¿A ti? De ninguna manera. Puedo decir que te gustan
los músculos de los hombres jóvenes y no te juzgo, claro,
por el contrario, te apoyo ―respondió en broma, Sonya.
―Pero sabes que mi amor platónico es el larguirucho de
tu marido que, de musculoso, nada de nada.
―Kike no cuenta, él te enamoró por su personalidad.
Como a mí.
―Sécate las babas. En fin… acabo de quedar prendada
de un viejo de ojos verdes que me puso…
―Ya veo, te dejó nerviosita. ¿Qué tan viejo?
―Cuarenta y cuatro.
―¡La madre que te parió! ¿Olvidas que tengo casi diez
más y mi marido veinte? ¿Eso opinas de nosotros?
―Ustedes no tienen edad. Mírate, mujer. Pareces de
treinta, y mi Kike… no me hagas decir lo que no quieres
escuchar.
―¡Luna! Por favor, ¡qué irresponsable! Hace más de
media hora que te espero ―gruñó Nando desde la puerta de
entrada, sorprendiéndolas a ambas.
La conversación de mujeres quedó relegada, y el tal
Bastian desapareció de su mente al escuchar el grito de su
hermano.
Sin embargo, volvió a aparecer esa noche, antes de
dormirse.
―Deja de pensar en tonterías ―murmuró, y se dispuso a
dormir.

Tres mañanas habían pasado. Ya no sabía qué excusa


inventarse a sí misma. No quiso reconocer en ningún
momento que no ir a tomar el delicioso café de todas las
mañanas se debía a los nervios que sentía al recordar la
mirada decidida de Bastian. No lo conocía, pero estaba
segura de que había ido a buscarla. Lo intuía.
Si le hacía caso a Sule, debía coquetearle hasta «fundirle
el cerebro», exactamente esas habían sido las palabras del
moreno, y llevárselo a la cama, había agregado. Prefería no
recordar de la manera que se había referido a su falta de
sexo. Lo de las telarañas era una imagen que no le gustaba.
Luna tenía algo muy claro y era que no buscaba una
relación. Sabía que no tendría una hasta que su hija no
fuese capaz de comprender el motivo por el que sus padres
vivían separados. Además, no quería exponer a la niña a un
desconocido, uno que primero debía aceptarla con hija
incluida y que podía ser un ave de paso en su vida.
Hacía mucho, mucho tiempo, que no tenía pareja y era
feliz así. No necesitaba una.
Sacrificar su independencia le parecía antinatural. Había
aceptado hacerlo, sí, esas eran las desalmadas pero reales
palabras: había aceptado perder esa independencia por Iris.
Ahora lo sabía. Aquella angustia y negativa
experimentadas ante la noticia de un embarazo no
esperado habían sido como consecuencia de saber que su
libertad sería maniatada, modificada y expuesta a factores
que no le serían del todo propios, pero sí le afectarían de
manera irremediable. Era un pensamiento puramente
racional entonces, o tal vez no, algo de sentimientos
cargaba, pero ninguno referido a ese pequeño ser que
crecía en su vientre sino a ella misma. De la manera más
egoísta que se pudiese imaginar, la sola idea de un bebé
gimoteando le producía rechazo y la certeza de que no
encajaba en su vida.
¿Cómo llegar a perdonarse semejante secuencia de
pensamientos? Ella no podía y tenía sus dudas de hacerlo
algún día. No merecía, bajo ningún punto de vista, que su
hija fuese tan perfecta y buena. Le debía ciertos sacrificios,
claro que sí. Era su madre después de todo, quien debía
velar por sus necesidades y así lo haría.
«¡¿Y quién te dijo que ese hombre busca un compromiso
contigo, mujer?!», exclamó Sule, al escucharle su perorata.
Tal vez, tenía razón, no obstante, se lo imaginaba como un
caballero clásico, con ideales arraigados y poco parecidos a
los propios. Era la idea que se había hecho en su cabeza, y
sabiendo que no acertaba nunca con ellas debería no hacer
caso y sentarse en esa mesa de la cafetería, olvidándose
del buen hombre y sus propios prejuicios. No podía.
Miró su reloj, que descansaba en su mesita de noche.
Refunfuñando se lo puso y se acordó de su hermano, no
para bien. Se despidió de su pequeña sirenita y de la niñera
y, convenciéndose de hacerlo durante todo el trayecto,
entró a la cafetería. No quiso mirar hacia ningún lado, su
meta era la mesa de siempre y la bebida caliente que
degustaría, nada más.
Después de quince minutos de negarse a levantar la
mirada para hacer sus conjeturas fantasiosas, se relajó.
Perdió el tiempo echándole un vistazo a sus redes sociales,
algo olvidadas, y poniéndose de acuerdo con Mau para ir a
ver su espectáculo.
―Bien, aquí estoy para obligarte a cumplir tu promesa.
Luna se paralizó al escuchar esas palabras. Odiaba la
perseverancia de ese hombre, ni siquiera sabía si la tenía,
pero, por las dudas, comenzaba a irritarle.
―¿Me estás siguiendo? ―fue lo primero que se le ocurrió
preguntar.
¿Cómo era posible que ni siquiera la asustase que ese
hombre estuviese ahí, esperándola, después de tres días?
―¡Claro que no! Pasé por aquí y te vi por el cristal.
No era una mentira, era una verdad a medias.
Bastian había vuelto a la cafetería el día posterior a
conocerla, creyendo que la encontraría, pero no había sido
así. Entre tantas revisiones y horarios interminables en la
clínica, había dormido de día y trabajado de noche,
relegando a la chica al olvido momentáneo por los
siguientes días.
Esa mañana, creyó que se debía un descanso y una
distracción. No se le ocurrió ninguna mejor que la tatuada
de cabello azul. No apostaba a encontrarla, por eso solo
pasó por la cafetería y allí la vio. Lástima que llevaba el
cabello recogido, lo bueno era que se exponían mejor esos
fantásticos dibujos que adornaban su piel.
Bastian negó con la cabeza al observarla.
Definitivamente, había cambiado sus gustos. Comparada
con Diana, la chica de la que desconocía el nombre, era lo
opuesto.
Desde que estaba separado se había propuesto
experimentar, conocer, variar. No hablaba solo de mujeres,
sin embargo, también de ellas.
Su estrenada (y esperaba corta) soltería, ese ensayo
impuesto por voluntad de Diana y aceptado a regañadientes
por él, era bastante estimulante y desafiante. Se había
prometido no frenar sus impulsos ante nada que lo tentase
o llamase su atención. Solía ser bastante racional en sus
acciones y analizar decenas de veces las consecuencias, no
obstante, ese día en particular, era otra de sus tentaciones
a las que no se había podido resistir: había pedido cuarenta
y ocho horas de vacaciones, lo tentaba la idea de estar
ocioso.
No encontraba mejor entretenimiento que otra
conversación ácida con la mujercita de cabello raro y
pinturitas en la piel. Se le antojaba que era una mujer muy
dulce, a pesar de toda esa sexualidad desbordante.
―Mira, este es mi momento de relajación diaria ―indicó
Luna, acompañando las palabras con una sonrisa cínica.
―Bien, entonces me alegro de contribuir con ello.
―Creo que me malinterpretaste.
―¿Sí?
Luna estaba a punto de soltarle unas cuantas palabras
malsonantes, pero el tipo tenía un no sé qué que le gustaba,
y esa sonrisa… y esos ojitos… y esa carita de perrito
desvalido. No pudo contener la sonrisa.
Lo vio acomodarse, sin permiso, y se dedicó a estudiarlo
mejor. Su rostro era una maravilla, ya lo tenía aprobado, el
resto era normalito, nada de músculos abultados; altura
media; cabello corto, castaño oscuro y un poco rebelde;
manos preciosas… y casi la misma cantidad de años que su
hermano mayor.
No era de prejuzgar…, tal vez un poco, si consideraba
que lo estaba haciendo con ese hombre. Si pensaba en
Nando y las broncas que le hacía por ser como era, podía
imaginar que el tal Bastian era igual de «clásico». Era una
tontería, lo sabía, no obstante, prefería especular eso a
dejarse llevar por esa simpatía que la había puesto
nerviosa.
Se colocó de pie sin dilatar más su escape y Bastian le
tomó la muñeca.
―Veámonos luego ―demandó, mirándola muy fijamente
a los ojos.
Luna suspiró profundo, ¿cómo podría decirle que no? No
quería decirle que no, debía, pero no podía.
Se acercó al oído de Bastian y le susurró:
―A las nueve aquí y vamos a cenar. Pagamos a medias,
no quiero deberte nada. Después hablamos del postre.
―Respiró fuerte para golpearle el cuello con su aliento y se
marchó sin agregar nada más.
Antes, vio como el hombre tragaba duro. Eso le pasaba
por ponerla en ese estado de ansiedad y nervios en el que
la instalaba. Se la debía. Sonrió satisfecha.
Otra vez, Bastian quedó mudo ante el accionar de la
muchacha. Ni pestañear pudo. Por entre los dientes, se le
escapó el aire que había retenido sin darse cuenta y giró la
cabeza, con un gesto de absoluto desconcierto.
«Atrevida pero divina», pensó.
Sus respuestas eran inesperadas y por eso le encantaba
provocarla. No podía imaginar cómo sería tener una cena
con ella.

A la hora señalada, ambos estuvieron frente a frente.


Pidieron la comida entre gestos insinuantes y diálogos
ácidos, también banales. Estuvieron midiéndose en cada
frase, sin darse cuenta de que las horas pasaban.
Luna estaba fascinada con Bastian. Era divertido y se
incomodaba con sus arrojos, aunque no se frenaba a la hora
de responderle del mismo modo. Era seductor, pero no de
los directos, sino más a la vieja usanza; le gustaban el
coqueteo, los halagos, las miradas provocadoras de suspiros
y las sonrisas que ocultan palabras.
Para su desgracia, Luna advirtió que esa galantería le
ponía el vello de la nuca de punta.
Siempre había sido de las mujeres que pedían lo que
querían. No se intimidaba, no se cohibía ni avergonzaba, y
obtuvo de los hombres la misma respuesta, el mismo trato.
Por eso no estaba acostumbrada a que sus citas fuesen para
conocerse, no quería entablar una relación con ninguno de
ellos, y no sería la excepción con Bastian. De ninguna
manera se permitiría bajar las barreras a una intimidad que
no quería compartir con él o con nadie. Y al decir intimidad
se refería a la de conocerse más allá de la diversión del
instante.
Tal vez, en otro momento, lo hubiese pensado dos veces
con alguien como él, no obstante, con Iris como parte de la
ecuación, no lo haría.
Luna no estaba para formar pareja ni para conocer a
nadie más allá de una buena cena o una sesión de sexo,
tampoco para presentarle un novio a la pequeña, que bien
podía ser una atracción pasajera. Su hija necesitaba
estabilidad, y ella no se la negaría.

Bastian estaba muy intrigado, la chica parecía fría y que


poco le importaba conocerlo. Las preguntas sobre ella eran
eludidas con destreza y, con coquetería, lo guiaba a
mantenerse lejos, envolviéndolo en una charla que, por
momentos, se tornaba perturbadora, como sus miradas, y
esa lengua que se movía con seducción entre sus labios
maquillados de rosa, que lo tenía al borde de caer en sus
redes.
Rosa, ese maldito color casi virginal que en ella se veía
como el rojo más furioso y lo pervertía de una manera que
apenas si podía controlar. Bajó la mirada un poco más allá
de lo educado. El tatuaje entre medio de los pechos lo atraía
sin remedio. La blusa, rosada, por supuesto, sin más
sujeción que un par de finos tirantes, llegaba justo hasta
una semiesfera de tinta que daba comienzo a una delgada
línea que se retorcía y bajaba, bajaba…
«¿Hasta dónde demonios baja esa maldita y maravillosa
línea?», se preguntaba Bastian cada vez que su mirada se
distraía con las líneas de ese dibujo.
Luna sonrió sin disimular que lo había visto.
Bastian lo hizo sin preocuparse de ocultar cuánto le
gustaba.
―¿Vendrás a mi casa? Soy un desconocido para ti ―le
preguntó sin quitarle la mirada, de los labios esta vez, solo
para variar un poco.
―Si eso es una invitación, acepto. ¿Me lastimarás?
―¡Por supuesto que no! ―exclamó sin ninguna duda.
―¿Entonces, por qué intentas asustarme? ―quiso
averiguar Luna.
―Es que las chicas de tu generación, me he dado
cuenta, no parecen temerle a nada. Eso me supera. No
tienen miedos, dudas o respeto por el peligro.
―Exageras y me prejuzgas. No soy una kamikaze y si
intentas lastimarme sabré defenderme ―le aseguró Luna,
sin dejar de seducirlo, porque si de algo estaba segura era
de que ese hombre era un buen tipo y que tenía muchas
ganas de acostarse con él.
Hacía tanto tiempo que no experimentaba esa urgencia
que no la dejaría pasar. Además, le podría garantizar a Sule
que su telaraña era cosa del pasado.
«Eso si el abuelo no sigue intentando boicotear nuestro
revolcón», pensó, y se mordió el labio inferior.
―No estoy tan seguro de que sabrías defenderte ante un
buen atacante ―siguió él.
De verdad, a Bastian le preocupaba esa manera tan
libertina que tenían los más jóvenes de conocer gente, sin
siquiera cerciorarse si tenían buenas intenciones o no.
Ese era su punto de vista, uno guiado por su propia
generación y los miedos a los peligros inculcados casi
culturalmente. Estaba aprendiendo a ver el mundo de las
relaciones con otros ojos y no era fácil actualizarse, así
como así.
―No tengo intención alguna de lastimarte, atacarte o
hacerte nada que no sea consentido ―agregó, con la mano
levantada, como si le hiciese un juramento.
―Me alegro de que me des tan linda noticia, porque
estoy con mucha curiosidad ―le susurró Luna, muy cerca
del rostro.
Bastian dejó de respirar cuando sintió un pie casi rozando
su rodilla. Era insolente y le encantaba.
―¿Y esa curiosidad tiene que ver con…?
―Tu destreza en la cama, abuelo.
―¡Carajo! Eres demasiado sincera. No puedo con tu
modernidad.
―Sí, puedes. No nos demoremos más con este juego del
gato y el ratón que me aburro pronto ―indicó con un guiño
de ojo, y él le sonrió con picardía.
―Que pase lo que tenga que pasar ―murmuró Bastian,
dejando el dinero que le correspondía de la mitad de la
cuenta, y tomándola de la mano para dirigirse a su
apartamento.

Llegaron al piso envueltos en un silencio cómplice. Bastian


la dejó pasar primero y Luna se lo agradeció con una caricia
en la mejilla.
Él ya había comprendido que ella jugaba con su cordura
y lo hacía muy bien. Estaba disfrutándolo mucho y se lo
hacía notar, por qué no.
―Vaya, es precioso tu hogar.
―Gracias ―dijo, entregándole una copa de vino que
sirvió en la cocina―. Hace unos meses que me mudé aquí.
Lo decoró mi ex, es diseñadora de interiores.
―Es evidente que tenía muchas ganas de que te fueses
de casa ―indicó Luna en broma, y nunca se enteró qué tan
buen golpe había dado.
Bastian pudo disimularlo gracias a la atracción que tenía
por la chica y a la excitación en la que se había montado
durante toda la velada.
―No vamos a hablar de mi matrimonio, ¿no?
―No vamos a hablar mucho de nada ―aseguró Luna, y
se acercó a él.
Bastian la tomó de la cintura y se pegó a ella para
besarle los labios. ¡Por fin! Odiaba embadurnarse con
maquillaje, no obstante, esta vez no le importaría con tal de
probar esa boca carnosa y sensual que lo había provocado
con palabras y frases bien dichas y en el tono adecuado
para ponerlo como loco. Con una mano le tomó el cabello y
lo levantó para exponer el cuello al deseo de sus dientes.
Luna gimió bajito al sentir que le rozaba su punto débil,
¡qué pronto lo había encontrado!
Cada vez que abría los ojos y veía esas esmeraldas
brillantes tan cerca, se le aflojaban las piernas.
―Desde pequeño ―susurró Bastian, colocándose detrás
de ella, sin dejar de acariciarle los brazos, erizándole la
piel― me encantan las sorpresas. Me tomo mi tiempo
descubriéndolas. Espero que no te moleste.
Luna estaba al borde de la histeria. No era real lo que ese
hombre estaba haciendo, no podía estar pasándole a ella,
que era tan directa e iba a lo que iba.
Los dedos de Bastian le bajaron los tirantes de su blusa
con suma lentitud, rozándole los hombros y los brazos. No
renunciaba a morderle el cuello, las orejas… Encontró el
cierre que la dejaría caer al suelo y lo desprendió, le siguió
el broche del sostén y así, en muchos, larguísimos y
deliciosos minutos, le quitó parte de la ropa. Si fuese por
ella, ya estarían tendidos en la cama y ambos desnudos.
Claro, si no hubiese quedado inmóvil ante semejante arte
en la seducción.
Advirtió que le envolvía el cuello con toda la mano y le
giraba la cara para ir al encuentro de su boca. Ella suspiró al
sentir el aliento caliente golpear contra sus labios. Era un
simple beso, sin embargo, para ella era como estar casi al
borde del éxtasis.
Estuvo a punto de decir una tontería, solo para romper el
encanto que ese hombre había logrado, pero entonces tuvo
que reprimir un gemido que casi la ahoga al distinguir las
dos palmas abiertas llegar a sus senos y cubrirlos por
completo en una caricia suave, que fue endureciéndose a
medida que sus cimas lo hacían también. Su cadera se
sacudió hacia atrás, de forma natural, buscando el choque
contra la de él, y lo logró. Pudo notar la respiración
atolondrada de Bastian en su boca y el mordisco a su
lengua no le dejaba dudas de que le había gustado.
Su deseo estaba en alza, cada toque se volvía más
delicioso que el anterior, solo podía cerrar los ojos y
disfrutar las caricias que ya caminaban por su vientre. Una
mano se coló en la cinturilla de su falda, larga hasta el
suelo, y sobre su ropa interior la tocó justo ahí, donde más
quería ser tocada.
―¿Por qué vas tan lento? ―murmuró Luna entre beso y
beso, con los ojos cerrados y el pulso acelerado.
―Eres mi sorpresa, te iré desenvolviendo poco a poco
―susurro, y esa lengua que había hecho estragos en su
boca se hundió en su oreja ―. Dime tu nombre.
―Madre mía, Bastian, para o alócate, que me estoy
desintegrando.
―Ni una cosa ni la otra ―señaló, justo en el momento
que con un dedo desplazaba la tela y se hundía en esa tibia
cavidad húmeda y deseosa que lloraba deseo, que rogaba
placer―. Tu nombre.
―Luna, me llamo Luna.
Gimió sin más control. Meneó su cadera y se refregó con
urgencia. Ese dedo curioso se transformó en dos y luego en
tres. Quiso pedir más rapidez, más energía, pero ese toque
era ideal para el clima que él había creado para los dos.
El deseo se podía oler, tocar, respirar. Las ganas estaban
en pleno apogeo, o no, estaban en incremento.
Luna estiró la mano para tomarlo de la nuca y volver a
besarlo. Quiso girarse, pero no la dejó. Aunque sí movió su
mano, y con los mismos dedos calientes y mojados la
acarició más arriba con pericia, por eternos segundos que la
hicieron gritar como hacía tiempo que no gritaba. Las
rodillas se le doblaron y él la sostuvo por la cintura, bien
pegada a su cuerpo y mordiéndole el cuello y la oreja, la
mandíbula, el hombro…
Lo sintió moverse y lo vio sentarse sobre el respaldo de
un sillón individual que decoraba el salón. La posicionó
entre sus piernas. Con un par de movimientos controlados le
bajó el cierre de la falda y esta cedió, la acompañó su
culotte y, por fin, quedó desnuda, para gloria de Bastian que
estaba a punto de estallar.
Esa mujercita era tan hermosa como su sonrisa. Cada
curva era una delicia y cada dibujo, una provocación. Con el
dedo siguió los que tenía a la vista, hasta llegar a la unión
de ambos glúteos, los admiró sin decoro y entonces sí,
inspiró profundo y tomándola por la cintura, la giró para
deslumbrarse con lo que no había visto todavía, pero sí
acariciado.
Luna se sintió divina ante esa mirada verde tan sincera y
gustosa de admirarla. Se tomó el cabello con ambas manos
y se hizo un nudo sobre la cabeza.
―Eres una hermosura ―expresó Bastian, resiguiendo con
el dedo ese bendito dibujo que lo había provocado toda la
noche. Admirarlo y ver que seguía y se ensanchaba hasta
acunar los pechos, enmarcándolos maravillosamente entre
rulos y líneas curvas, lo hizo suspirar ―. ¿Y esto? ¿Tienes
idea de lo que provoca?
Luna sonrió y se miró el tatuaje de su pubis, era una
flecha con forma de corazón que terminaba donde
comenzaba la línea de su sexo.
―Es una simple guía, por si te pierdes.
No lo dejó retrucar nada, le comió la boca de un beso.
Era su momento, irían a su ritmo. Lo desnudó con
atropellados movimientos mientras le besaba el pecho con
algo de vello, entre los que veía algunas canas. Le
encantaba. La delgadez de Bastian le permitía abrazarlo por
completo, pegarle a ella para restregarse como le gustaba y
encenderse mutuamente.
―Condones ―rogó ella.
Con las dos manos lo estaba acariciando de arriba abajo,
se había entretenido en el bulto que todavía ocultaba el
bóxer negro.
―Vamos al dormitorio ―pidió Bastian, entre jadeos.
Ella no le quitó las manos de encima, él tampoco quería
que eso sucediese.
Bastian se sentó en la cama y abrió el cajón de la mesa
de noche.
―¿Por qué tantas marcas y modelos diferentes?
―Estoy eligiendo ―respondió él, y gimió al sentirla
sentarse a horcajadas.
Bastian tomó el preservativo que Luna le dio y comenzó
a colocárselo. Se demoraba más de lo que ella recordaba
que debía demorarse.
―Pareces falto de costumbre.
―Estoy retomando el hábito. Estar casado tiene el
beneficio de no tener que usarlos.
―¿Se siente mucho la diferencia? ―preguntó curiosa,
observando cómo se lo enfundaba.
―Sí. No solo es más placer sino más rapidez, diversión y
eficacia ―respondió entre risas, pero con sinceridad.
―Yo no sé si se siente diferente ―aclaró ella.
―¿Vamos a conversar o…?
―No, claro. Lo siento, es que necesitaba un poco de
distracción. Lo del salón fue un poco abrumador. Ahora me
he enfriado un poco, pero sigamos.
―Déjame ver si puedo calentarte de nuevo.
Luna volvió a quedarse sin aliento ante las caricias y la
dedicación que Bastian le daba a su cuerpo. Se quedaba sin
aire, con la mente en blanco y el deseo recorriendo su piel a
una velocidad que no recordaba que fuera posible.
Tendida debajo de él, con el cuerpo totalmente sudado y
expectante, lo recibió. El primer contacto la obligó a cerrar
los ojos, porque los de él estaban muy cerca y demasiado
abiertos. El meneo constante y con la profundidad justa la
puso nerviosa. Tanto, como el jadeo sobre su mejilla, los
besos suaves que le daba cada tanto, el abrazo cerrado con
el que consumía su necesidad de contacto y le mostraba
cuánto la quería ahí, así, tocándolo. Era un momento
demasiado íntimo, inesperado, indescifrable…,
inaguantable.
―Espera, espera, Bastian, detente ―le pidió, alejándolo
de su cuerpo, poniendo las manos sobre su majestuoso
pecho desnudo.
Luna volvió a mirarlo y le pareció muy masculino, quiso
acariciarlo, pero ella misma había detenido todo y no por no
desearlo como una demente.
―¿Qué pasó? ¿Te hice daño?
―¡No! No, no es eso. Es que…, eres muy intenso y…
Déjame pensar, tengo que pensar. Me agobias.
―Lo siento, Luna. No entiendo.
Bastian estaba anonadado. Creía que estaban demasiado
compenetrados como para que la chica saliese con esa
tontería.
«¿La agobio? ¿Qué significa eso?», se preguntó en
silencio, sentándose en la cama.
―Estoy…, estaba acostumbrada a otra cosa. En este tipo
de encuentros uno tiene sexo y ya, Bastian.
―¿¡Y qué estábamos haciendo!?
―No estábamos teniendo sexo. Tú miras cuando
acaricias, suspiras cuando tocas, besas con mimo, abrazas
fuerte… Bastian, tú no tienes sexo, tú haces el amor ―le
dijo, mirándolo a los ojos, para que entendiese lo que quería
decirle.
―¿Y eso está mal? ―indagó él, un poco resentido con
ella y sintiendo el fracaso de una noche que prometía
mucho. Se puso de pie y se colocó la ropa interior. Volvió a
sentarse para poner una pierna dentro del pantalón.
―No está mal, es solo que… ¿Qué haces? ¿Por qué te
vistes? ¿Qué débil es tu lucha, abuelo? ¿No sabes pelear por
lo que quieres?
―Luna, no me vuelvas más loco, por favor. Acabas de
frenarme. Me dices que no sé tener sexo… No voy a
obligarte a estar conmigo.
―No dije que no quería, sino que me dejases pensar. No
eres tú el del problema, soy yo. Necesito regular mis
emociones contigo. ¿Terminamos? ―preguntó al ver que se
subía el pantalón y se lo abrochaba.
No estaba dispuesta a perderse la oportunidad de
acostarse con semejante hombre por una tontería suya, era
cuestión de dominarse un poco.
―Ya no tengo ganas. Sí, terminamos ―respondió él con
un mohín que a Luna le encantó.
―Bueno, te lo pierdes ―murmuró ella, abriendo las
piernas y doblando las rodillas.
Luna no era tímida ni recatada cuando estaba con un
hombre, y si quería sexo se lo procuraba con buenas armas.
―¿Y qué se supone que debo hacer con mi «intensidad»?
―preguntó Bastian, negando con la cabeza. Esa mujer era
el tipo de «hembra» que lo ponía a temblar.
―No te preocupes por ella, yo me encargo.

Luna todavía sonreía cuando llegó a su apartamento, ya de


madrugada. Iris estaba en la casa de los abuelos, por ese
motivo, se había tomado la libertad de aceptar la invitación
a cenar. Ella propició el resto a sabiendas de que no tenía
ningún compromiso de horarios.
Mientras se desnudaba para ponerse una de las
camisetas viejas y recortadas con las que dormía se acarició
el ombligo, ese mismo que Bastian había consentido y
halagado.
«Este hombre está loco», pensó.
Nadie había dedicado tanto tiempo para acariciarla y
hacerla disfrutar del solo hecho de ser mimada. Pero no
eran solo mimos, no. Bastian seducía, provocaba, ponía la
piel en alerta y el cuerpo en tensión. ¿Se había comportado
como una tonta? No tenía dudas que por momentos sí.
Cerró los ojos para recordar esa sonrisa bonita y los ojitos
verdes brillosos, muy cerca de los suyos, que estaban
encantados por observarlos. Volvió a sonreír rememorando
uno de los momentos épicos que le tocó vivir junto a ese
hombre que supo hacer de su cuerpo un volcán en erupción.

―Tus pinturitas me distraen ―dijo Bastian, pasando la


lengua por cada uno de sus tatuajes, produciéndole
escalofríos y gemidos silenciosos (los sonoros se daban
cuando le mordía justito en los puntos más sensibles),
mientras la acariciaba entre las piernas con la palma abierta
y tibia, apretando lo justo para obligarla a rogar.
―Entonces concéntrate, que lo estás haciendo bastante
bien ―murmuró ella, mordiéndose el labio inferior y
tomando su erección para espabilarlo, pero tampoco logró
mucho―. Justo ahí.
―¡Cómo te gusta parlotear!
Ese comentario la hizo reír, no obstante, no por mucho
tiempo, porque entonces él espabiló, como ella esperaba
desde el comienzo, y lo demás ya pasó a ser obscenidad. No
podía ni recordarlo, porque se le erizaba la piel.
Bastian no estuvo seguro de haber sido un buen amante,
se lo dijo al despedirla, no obstante, ella sentía todavía los
ecos del placer en su cuerpo. No se lo explicó así, aunque sí
le expresó que había estado muy bien.
―Más que bien― murmuró cerrando los ojos y
convenciéndose de que lo que Bastian había hecho era
despertarla de un letargo autoimpuesto, sacarla de una
castidad provocada por una culposa maternidad que estaba
intentando dominar.
Tomó su móvil y le escribió a Sule una tontería para
hacerlo reír, algo así como que ya sus telarañas habían
desaparecido por obra y gracia de un veterano del sexo.
Sabía que amanecería con varios mensajes de su amigo.

Sule se reía con ganas al leer el mensaje de Luna. Se había


quedado a dormir en la casa de sus padres, acompañando a
Iris. Todavía no confiaba en que se quedase sin arrepentirse
a la madrugada, armando un alboroto.
―Tu madre está loca ―dijo divertido, mientras su hija lo
abrazaba.
―¿Mami?
―Sí, mi vida, tu mami.
Llegaron al apartamento de Luna más temprano de lo
esperado. Ella todavía dormía. Sus ojos contaban un poco
sobre la acción nocturna y otro poco del trasnochado sueño.
Sule no se lo dejó pasar, hizo cuanta broma se le antojó
mientras desayunaban.
Era sábado y no tenía que ir a la joyería.
―Hoy vamos al parque y luego a comer a uno de esos
lugares donde hay juegos de niños, ¿cierto, mi sirenita? ―le
preguntó a la niña, que jugaba con sus muñecas en el suelo
del salón.
La pequeña levantó su carita, toda concentrada, y afirmó
con la cabeza y una sonrisa rápida.
Eso hicieron después de liberar a Sule, que esa noche
trabajaba y necesitaba estar en el pub bien temprano.
Se comunicó con Mónica y Sonya, y acordaron tomar el
té en la casa de la primera. Ya luego arreglarían qué hacer
para la cena, una vez que los hombres se sumasen al grupo.
―Te ves radiante, Luna ―expuso Sonya―. ¿El viejo de
ojos verdes?
―¿De qué me perdí? ¿Viejo de ojos verdes?
―Así llamó tu cuñada a un hombre que le gustó y tiene
jóvenes cuarenta y cuatro años.
―Cuando llegues a mi edad, te lo haré pagar,
¡maleducada! ―exclamó Mónica entre risas.
―Pero si tienes eternos cuarenta y algunos más, mujer.
¿De qué te quejas? ―bromeó Luna―. El caso es que sí, el
abuelo me desempolvó las neuronas.
―Eres tan ordinaria cuando quieres…
―Me junto mucho con Sule, él es peor.
―Cuenta más ―pidió Sonya, sirviendo las infusiones que
había preparado.
―Nada que contar, solo que, por fin, pude dar el paso y
acepté una invitación a cenar, luego se dio el resto, ya
saben… el postre.
Las tres rieron y siguieron conversando. Luna no
pretendía darle más importancia de la que tenía a ese
encuentro. Que fuese el primero en casi dos años era
circunstancial, nada relevante. Y así lo aclaró. Ambas
amigas le creyeron, era costumbre de Luna, la anterior
Luna, tener ese tipo de encuentros esporádicos con
hombres.
Habían pasado dos semanas en las que Luna había
retomado sus salidas, cada tanto, con amigas. Hubo una
tarde de chicas, que se la pasó comprando ropa para su hija
y algo para ella. También una salida en la que trasnochó en
un club nocturno, donde bailó hasta casi el amanecer y tuvo
un tonteo con un muchacho, que no pasó a mayores,
porque no hubo hormiguitas cuando se acercó para besarla.
Luna ya no estaba para «cualquier cosa». Se lo había
expresado así a sus amigas. Ella buscaba otro tipo de
encuentros: más placenteros, más intensos, que le dejasen
algo más que cansancio. Nada tenía que ver el «señor
mayor» como había dado a entender Sonya. Aunque un
poco sí. Sabía, desde aquella noche, que había hombres
más atentos, con más ganas de dar y recibir, que solo
recibir. No se quejaba, pero el hecho de conocer una nueva
realidad, más acorde a lo que le gustaba, se imponía.
Además, su casa había pasado a ser un templo sagrado.
No podía ni quería llevar a un desconocido al hogar de su
hija. Por lo que eso de salir a «pescar» ya no era lo
importante, por el contrario.
―Muy raro en ti ―se había susurrado, luego de rechazar
los avances de aquel muchacho alto e impresionante que
había querido tocarle el trasero mientras bailaban.
Era martes por la mañana y no uno más, sino uno de
esos que la tendría enloquecida en el trabajo. Entre
rendiciones de cuentas con proveedores y pedidos de
material el día se le hacía pesadísimo. Nando poco
colaboraba, por el contrario, exigía desde la comodidad de
su coche deportivo. No podía lamentarse, desde el
comienzo supo que la joyería caería sobre sus hombros y los
negocios que se hicieran de puertas para afuera, sobre los
de su hermano.
Le daba el último sorbo a su cappuccino, desistiendo de
adivinar si el par de muchachos que discutía en voz baja en
la mesa contigua era una pareja de novios o de amigos. No
parecía demasiado realista lo que había inventado para
ellos al ver que uno sacaba un regalo y se lo ofrecía al otro.
Fue ver eso e imaginar que era una proposición. Se
decepcionó al comprobar que eran un par de gemelos de
plata. No hubo besos ni abrazos, que era lo que esperaba
para decidirse a pensar que eran novios.
―Pero si es la chica de las pinturitas ―dijo Bastian,
acercándose a la mesa.
Debía reconocer que la muchacha le había dejado un
buen recuerdo, y en su estado de dudas y miedos, la
necesitaba. Ella le aclararía algunas de sus inquietudes, sin
saberlo, claro estaba. No siempre uno era valiente para
enfrentar los fracasos y los cambios que la vida imponía. Él
no lo era, y estaba entrando en desesperación.
―¡Abuelo! ¡Qué gusto verte! ―exclamó ella. No mentía,
pero había exagerado para divertirlo, porque adoraba ver
esa sonrisa enorme de dientes pequeños―. Te queda bien la
barba de unos días, te rejuvenece.
―Eres una atrevida, lo sabes, ¿no? Te invito a otro de
esos. ―Por toda respuesta, Bastian recibió una elevación de
hombros―. ¿Desde que te conocí tengo una pregunta para
ti? ¿Tuviste otro color de pelo, además del azul digo?
Bastian sabía que ella no quería responder preguntas
personales, o lo intuía, pero esa era una tontería y solo
quería romper el hielo para poder dar el zarpazo antes de
que ella se pusiese de pie indicando que tenía que irse.
Estaba esperándolo desde que se sentó.
Luna sonrió ante la pregunta, el hombre era interesante
y divertido, también un poco acartonado y hermoso, para
qué negar que le gustaba mucho mirarlo. Le regaló una
pícara bajada de párpados con coquetería y una mueca que
a Bastian hizo reír. Él entendía sus juegos y se los seguía.
―¡No me digas que rosa! ―exclamó.
―Eres muy perspicaz, pero no. Lo he tenido siempre
castaño, mi tono natural. Probé solo con el azul y me gustó.
―Y tus tatuajes, ¿qué significan?
―Caray, te levantaste preguntón. Solo porque tengo un
rato libre te responderé, no te acostumbres. ¿Quieres la
verdad o una respuesta inteligente?
Luna no estaba dispuesta a contarle nada sobre aquella
juventud perdida, porque un poco la había perdido, para qué
renegar de lo evidente.
Bastian la miró a través de la taza de su café recién
servido. A Diana, su ex, le faltaba esa frescura, la había
tenido alguna vez, pero había quedado por el camino,
pensaba mientras observaba a Luna con visión crítica. Se
dio cuenta de que extrañaba… extrañaba en exceso reírse
con Diana, divertirse, salir juntos sin que fuese para festejar
algo importante…
Definitivamente, para él, «extrañar» esos detalles era
demasiado movilizante como para no analizar las cosas con
más detenimiento.
Luna había sembrado esa semilla de inconformidad en él.
Y estaba ahí para descubrir si era la joven divertida o la
falta de conexión con Diana lo que lo ponía así de reflexivo.
―Quiero la verdad, por supuesto ―respondió.
―Qué decepción te llevarás, entonces. No tienen
significado alguno, solo adornan mi cuerpo como me gusta.
Son dibujos bonitos acordes a mi personalidad, tan
femeninos como lo pretendía. Ni más ni menos que eso. El
detalle que puedo agregar es que son diseños propios.
―Son perfectos ―murmuró, observándolos en
detenimiento. Cuando cerraba los ojos recordaba el que
enmarcaba sus pechos y no podía retener un suspiro.
―¿Es lascivia lo que escucho en tu voz, abuelo?
Como siempre, Luna era sincera y decía lo que pensaba.
Bastian rio y negó con la cabeza. Le fascinaba esa mujer.
―Ya lo creo. No te lo voy a negar. Nunca hubiese
pensado que un par de tatuajes me harían dudar de mi
cordura ―dijo en un susurro. La chica le había contagiado la
sinceridad.
―Entonces, ¿te ponen loquito? ―preguntó, haciendo
morritos con los labios.
Estaba acostumbrada a que hiciesen comentarios sobre
sus tatuajes, no todos, pero siempre había alguien.
―Eres una provocadora, Luna. Y me encanta eso de ti.
Veámonos esta noche.
―No puedo.
―Mañana, pasado mañana. Veámonos otra vez, cuando
puedas.
Luna tembló de ansiedad ante esa pretensión que
sonaba a ruego. La voz de Bastian se había tornado
exigente pero dulce y si sumaba esa mirada verde que le
originaba miles de sensaciones… en la sonrisa no quería
reparar.
«¿Se complicará todo si volvemos a vernos?», se
preguntó en silencio.
También pensó en Sule y todo ese encanto que tenía, en
la buena apariencia que la dejaba sin habla… él no lo había
complicado, porqué lo haría Bastian.
―Lo pensaré. Si puedo, recién será el viernes ―aclaró
seriamente y pensando en su hija, a quien no dejaría sola
un día de entresemana.
―Sabes dónde vivo. Te espero a las nueve, con la comida
lista ―indicó Bastian, y antes de que ella agregase nada, se
puso de pie y se acercó―. No te preocupes por ponerte
bonita, no necesitas más que sonreír así. Me gustas al
natural.
No le dio la posibilidad de sonreír porque enseguida le
besó los labios y se marchó. Ese hombre la dejaba muda,
sin reacción. Hacía y decía cosas inesperadas. Lo repasó con
la mirada y no vio nada especial, ni un culo fantástico ni una
espalda ancha, tampoco grandes bíceps o un peinado
moderno. Era un simple hombre sin más encanto que una
mirada bonita, una sonrisa que le quitaba el aliento y una
personalidad arrolladora.
«Todo él es un encanto, Luna, te gusta su culo, sus
brazos, su pelo… su cuerpo al completo y más si está
desnudo».
Suspiró al pensar en todo lo que eso significaba y cerró
los ojos. No quería complicaciones y no sería Bastian el
problema sino ella misma.
Corrió hasta la puerta del local, quería dejar las cosas
claras antes de que desapareciese hasta el viernes.
―¡Bastian!
El hombre se dio vuelta y sonrió.
―Recién me voy y ya me extrañas, Pinturitas.
―No digas tonterías. Quería poner las cosas en
perspectiva y confirmar si te van bien los términos.
Cenamos, si se da podemos tener sexo (solo si se da, sin
exigirnos nada) y no me quedo a dormir ni desayunamos
juntos. No te daré mi número de móvil ni quiero el tuyo. ¿Te
parece bien?
―¿A ti te parece bien? ―Ella afirmó, y él volvió a
sonreír―. Te complicas demasiado, Luna. Solo te invité a
cenar. Me divierto en tu compañía y a mi vida le falta
diversión.
Luna volvió a quedar muda con esa respuesta. Odiaba
quedar tan expuesta y lo había hecho sin la ayuda de él. Lo
vio partir otra vez. Ya no saldría a correrlo.
―Tonta, mil veces tonta ―se dijo.

El viernes, justo ese viernes, Chiara le pidió salir temprano.


Luna lo vio como una señal. Quiso verlo, en realidad, porque
no creía en ellas, pero fue en vano.
Se boicoteó sola, llamando a Sule para contarle su
frustración. Muy dentro de sí misma, albergaba la esperanza
de que él le dijese que cuidaría a Iris. No se lo pediría, jamás
lo hacía. Era algo que no podía manejar…
«Reminiscencias de tu culposa manera de ser madre»,
eso decía Sule cuando le pedía que contase con él, que
quería ayudarla en todo, que podía sacrificarse y dejar de
lado, alguna vez, sus cosas para brindarse a su hija.
Lo de «alguna vez» él lo agregaba por ella, porque lo
había hecho todo al revés, se había dejado de lado ella
misma para estar pendiente de su niña.
―El viernes no actúo, pero hay ensayo general hasta las
ocho. Voy a tu casa y me quedo con Iris. No pierdas tu
salida.
―Sule…
―Luna… Llegaré a las ocho y media como muy tarde.
Gracias por pedirme ayuda.
―No te he pedido ayuda, solo quería desahogarme.
―Me pediste ayuda, Luna. Y yo te lo agradezco. De
verdad, quiero estar, ya lo sabes.
―¡Tan grandote y tan meloso! ―exclamó para romper el
momento.
Sule se ponía denso con sus temas y a ella la ponía
nerviosa que volviese a pedirle un compromiso que no
estaba dispuesta a tener. Lo quería feliz y enamorado, se
merecía serlo. Por eso, siempre lo interrumpía cuando
tocaba el tema de su paternidad en casas separadas.
―Es lo que hay ―afirmó divertido, y cortó la llamada.
Sule adoraba quedarse con su hija, cuidarla y hacer por
Luna todo lo necesario para que se sintiese bien como
mujer y madre.
Era muy consciente de que ninguno de los dos había pedido
tener una hija, no se arrepentía ni quejaba, por el contrario,
se había maravillado con las emociones que le producía Iris,
aun así, era realista. La vida de ambos había dado un giro
completo, poniéndola patas para arriba, alternando una
realidad para convertirla en otra, inesperada y más
complicada, aunque hermosa. Debía reconocer eso también.
A la hora indicada estuvo ahí y pudo notar que Luna
estaba ansiosa, no podía decir nerviosa.
―Eres un bellezón ―le dijo, girándola de la mano.
―¿No es muy ajustado este pantalón o transparente esta
blusa?
―Estás preciosa, Luna. Vete de una vez, que se hace
tarde. Y no comiences con lo de la papilla y la hora de
dormir y el baño… puedo solo. Vete.
―Usa mi cama, yo no te despierto cuando vuelva.
Sirenita, ¿me das un beso?
La pequeña corrió torpemente y se lanzó a los brazos de
su madre, que la esperaba en cuclillas. Se hicieron unos
mimos y la pasó a los brazos de Sule.
―Luna, no vuelvas a dormir. Te lo prohíbo.
―Lo que me faltaba. No voy a…, ya sabes, con Bastian,
otra vez ―explicó entre dientes, para que Iris no escuchara.
―Cuéntame otra broma…

Llegó al apartamento con el corazón galopando a mil por


hora. No sabía cómo actuar con él. Estaba claro que ambos
no estaban en la misma sintonía y la última vez había
quedado muy mal parada con su aclaración tonta.
Bastian había escuchado el ascensor y estaba espiándola
por la mirilla de la puerta de entrada. No sabía qué hacer al
verla. Seguro tendría ganas de alabar su belleza. Reparó en
los pantalones negros, pegados a su cadera, y la blusa
rosada, por supuesto, que dejaba ver un escote adornado
por esa tinta negra que lo tenía loco. El maquillaje la hacía
lucir tan endemoniadamente sensual… Parecía nerviosa, y
dudar. No podía permitir que se fuese.
Abrió la puerta justo cuando ella giraba para irse.
―¿Te ibas?
―No, no. Es que pensé que se me había caído un arete
―respondió sobresaltada, mintiendo.
Sí, estaba casi decidida a irse. No podía tener una cita
con quien la ponía nerviosa, no tenía por qué soportar ese
castigo. Nadie la obligaba a estar ahí.
Tonterías, excusas…
―Los dos están en su lugar y son muy bonitos.
―Gracias.
―Pasa, puedes dejar el bolso ahí. Estás…
Bastian se silenció al ver que ella lo miraba a los ojos y
suspiraba.
―Me pones nerviosa, Bastian. No te voy a mentir. No sé
qué esperas de mí, ni yo sé qué espero de ti. Solo…
Y Bastian fue tan sincero con ella como lo habían sido
esas palabras. Le tomó el cuello y la cintura, y le besó los
labios.
―Lo que quiero es confirmar que estar en la cama
contigo no fue un sueño.
―Estás loco.
―Sí. Me dejaron así todas las sensaciones que
despertaste en mí. Soy un hombre separado, Luna, sufrí
demasiado esa separación y hacía mucho que no amanecía
ilusionado como el día después de que estuviste aquí.
―Bastian, no puedo hablar contigo si me besas y me
aprietas ―murmuró, aunque no estaba pidiendo que la
soltase, sino que callase.
―Entonces no hablemos ―sentenció él.
―Estoy de acuerdo.
Con torpeza, Luna le quitó la camisa y el cinturón. Con
eso le alcanzaba de momento. Le acarició el pecho y el
cuello, y se los besó. Quería hacer eso desde que lo había
soñado, porque sí, esa semana había soñado con él y todas
sus atenciones.
―Vamos a la cama ―pidió entre jadeos, y cargándola.
Luna le pasó las piernas por la cadera y se dejó llevar, sin
embargo, no desistió de besarlo y tocarlo. Era delicioso
verlo perder el control y escuchar sus quejas y gruñidos
roncos.
―No quiero que me desnudes todavía, tócame con la
ropa puesta ―le rogó ella, llevando su mano a la
entrepierna de Bastian. Tampoco le quitaría el pantalón a él,
o sí, ya vería.
Él sonrió con picardía. Le gustaba esa mujer así:
enardecida, sensual, que sabía lo que quería.
La giró entre sus brazos y pegó su cadera al trasero
femenino. Tomó el botón y el cierre del pantalón y los abrió,
metió la mano y esquivó la ropa interior; a la otra la coló
entre la tela de la blusa y el sostén, y lo bajó lo suficiente
para verlo a través de la transparencia.
Luna le acariciaba la nuca y el trasero, se refregaba
contra él y sollozaba ante semejante invasión, con los ojos
cerrados y sintiendo cómo él dominaba su deseo, sus ganas
y los convertía en urgencia.
―Gime, Luna ―le pidió, mordiéndole el cuello.
Bastian era un hombre creativo, o lo había sido, cuando
se trataba de satisfacer a una mujer y disfrutar de un
encuentro sexual. Lo que nunca había sido era un lanzado,
un atrevido; solía dar vueltas y vueltas antes de pedir lo que
quería. No obstante, y a las pruebas se remitía, con Luna
funcionaba de otra manera. Ella era directa y hablaba de
frente, y él se permitía ser así también, para igualar
posiciones.
Si ella pedía, le daría, pero claro que exigiría también.
La escuchó cumplir, perdido en la nebulosa del propio
éxtasis, porque nunca dejó de menearse contra ella, y el
resultado era una necesidad horrorosamente deliciosa.
―Sigue, no pares ―rogó ella ente gemidos, sin embargo,
él se detuvo.
―Quiero darme el lujo de verte ―murmuró sobre sus
labios mientras volvía a girarla entre sus brazos y metía la
otra mano.
Como pudo, expuso uno de los pechos de Luna, quería
observarlo todo mientras ella se retorcía de placer.
―Eres un controlador.
―Calla y disfruta, cotorra.
Luna sonrió, sin fuerzas para hacer más que eso. Le
apretó los brazos y apoyó la frente en el hombro masculino.
Estaba en puntas de pie, resistiendo el huracán que azotaba
sus entrañas. Le tomó la muñeca con la que estaba
masturbándola y cerró los ojos. Bastian la besó y después
de morderle la mandíbula unas cuantas veces, cuando la
sintió temblar, apoyó su frente en la de ella y le clavó los
ojos verdes, brillosos y preciosos, pidiéndole que lo mirase.
―Eso, así… Más, dame más, Luna.
Luna le dio todo lo que él pidió. Tembló sin control, entre
gemidos y súplicas. Mirándolo, sin poder bajar la vista y
queriendo hacer lo contrario. No le gustaba esa intimidad,
esa complicidad, y lo había vuelto a hacer. Cuando pudo
recobrar la normalidad de su respiración y mantenerse en
pie por sí misma, él la soltó y le sonrió.
Luna no podía creerlo, le sonreía como si no hubiese
hecho con ella lo que había querido. Estaba furiosa por
sentir que la doblegaba y la llevaba más alto de lo que ella
quería permitirle. Lo vio acomodarse la erección
descomunal que se adivinaba debajo de la ropa y caminar
luego hasta la cocina.
―¿Qué haces? ―le preguntó, contrariada.
―Tengo la lasaña en el horno. Espero que te guste, es de
verduras, no sabía si comías carne.
―Bastian, ¿vamos a comer?
―Te invité a eso, ¿no? Me has dejado claro que lo de tener
sexo sería solo si se daba, entonces, después vemos. Ven.
Siéntate.
Luna no podía pensar. Ese hombre tenía un bulto entre
los pantalones que amenazaba con desgarrar las costuras,
así y todo, estaba sirviendo la cena. Bajó la mirada a su
ropa y todavía tenía un pecho descubierto. Se acomodó
como pudo e inspiró aire, necesitaba tranquilizarse.
Bastian tenía la risa atragantada. Ella lo descontrolaba, lo
hacía torpe, lo ponía contra las cuerdas y pretendía darle de
su propia medicina, aunque eso le costase un terrible dolor
justo ahí, donde ella miraba.
―¿Puedes con eso? ―le preguntó la descarada mujer,
señalándole la entrepierna.
Jamás podría igualar esa caradurez. No desistiría en
confundirla, no obstante, sabía que ella ganaría de todos
modos.
―Lo intentaré. Come.
―Deja de darme órdenes.
―No son órdenes, son ruegos camuflados. ¿Necesitas el
«por favor»? Luna, come, por favor, que se enfría. ¿A qué te
dedicas?
Bastian era muy astuto y ella pensaba que él quería
tener otro punto de encuentro. A Luna le alcanzaba con la
cafetería, porque si dejaba de ir, dejaba de tropezar con él.
Así pensó antes de responder:
―Trabajo en un comercio ―respondió ella.
―No preguntas, pero tengo orgullo, también quiero
hablar de mí. Soy médico, gerontólogo.
―Nunca conocí a uno. Debe ser duro.
―No siempre. No todos los pacientes son ancianos
moribundos, si es eso lo que imaginas. Aunque, como estoy
especializado en la parte clínica de la geriatría, sí veo
pacientes complicados a veces. ¿En qué tipo de comercio
trabajas?
―Una joyería. Estoy encargada de la administración.
―¿Eres la gerente? ―preguntó con intenciones de saber
más de ella, parecía estar cediendo por fin.
―Algo así. Está muy rica la comida.
―No la hice yo, tengo una señora que me ayuda. Soy un
poco inútil en la cocina, no te lo negaré.
Luna no pudo responder o agregar nada, porque al
escuchar el sonido del móvil, Bastian se puso de pie para
atender.
―Perdona, necesito responder. Hola, dime, Bruno…. No
puedo ahora, puedo llamarte mañana y lo arreglamos…
Sabes que sí, puedes venir los días que quieras y quedarte a
dormir… Claro, mañana hablamos.
Se acercó con esa maldita sonrisa que Luna adoraba y
odiaba a la vez, y volvió a disculparse.
―Si quieres, puedo irme. No pretendo incomodarte.
―No es necesario. Bruno, mi hijo, todavía no puede
acomodarse con esto de la separación de sus padres.
Quiere estar un poco con cada uno.
Luna se atragantó con la comida, no esperaba que
hablase así de su intimidad, a las claras ese detalle lo era.
Ella era prácticamente una desconocida y no tenía
intenciones de saber más de él y su hijo y su ex…
―No pensé que tuvieses un hijo. Claro que podría
haberlo imaginado, pero no lo hice.
―Solo uno. Tiene trece.
Luna asintió y bebió un largo trago de agua. No esperaba
eso de la noche con Bastian. Quería hacerle millones de
preguntas sobre Bruno y su matrimonio y el divorcio y las
diferencias de vivir solo... quería tanto que se asustaba.
―Te sirvo más. ―Ella negó con la cabeza.
No había sido una pregunta. Él no preguntaba, parecía
dar órdenes que no sonaban como tal, sino como actos de
cuidado y atención, de colaboración desinteresada. Era difícil
de explicar.
―De postre tengo un poco de fruta, la verdad es que lo
olvidé. Yo como mucha fruta, especialmente naranjas.
―Estoy bien, te agradezco. Creo que debo...
―No debes… quieres irte, huir de algo, no sé de qué,
Luna. ¿Dime qué hice mal? ¿Cuándo te he incomodado? Te
juro que no lo noté. Sea lo que sea, no fue mi intención.
―No fuiste tú. Bastian, eres… demasiado para lo que
busco.
―¿Y qué buscas?
―Divertirme un rato, pasarlo bien con un hombre, tener
sexo sin compromisos y olvidarme de la rutina que disfruto,
pero a veces, me agobia con las obligaciones. Quiero
cambiar de rostros, ver gente diferente, hablar de cosas
distintas… No sé muy bien lo que quiero, sin embargo, lo
que no quiero es esto. Tener una relación de ningún tipo con
alguien como tú.
―¿Debería ofenderme?
―No. Por supuesto que no. Quise decir: alguien como tú,
así de divino, atento, dulce, que parece buena gente y tiene
un hijo, una exesposa, un apartamento bonito y acogedor
con una empleada que le cocina lasaña… Así, Bastian, un
hombre que hace el amor y no tiene sexo es mucho para
alguien como yo ―dijo sin mirarlo ni una vez, sin respirar
siquiera y poniéndose de pie justo al final, para tomar el
bolso y dirigirse hacia la puerta de salida.
―Me gustas, Luna ―pronunció con la voz elevada, no
quería que se fuera―, y me gustas como eres.
Descontrolada, caradura, directa, que quiere sexo y lo pide,
que se niega a disfrutar de hacer el amor y aun así se deja,
que se asusta y lo reconoce, que sonríe precioso y se viste
de rosa. No hay nada de malo en que me gustes así. No te
voy a pedir matrimonio. Solo quiero conocerte. ¿Eso está
tan mal para ti?
―No lo sé.
―Piénsalo y me lo dices. Tal vez, nos veamos en la
cafetería el lunes.
―Tal vez.

El lunes llegó y también el martes. Luna tenía la cabeza con


tantas preguntas que apenas si podía responder un par.
―No puedo seguirte, Luna. El hombre te gusta, te hace
sentir bien, te dijo que no busca un compromiso… No le veo
el problema. Sinceramente, creo que estás inventando una
complicación inexistente.
―Papi, ¿juamosh?
―Sí, preciosa, juguemos. ¿Me sirves uno de esos tés tan
ricos que preparas? ―pidió Sule, sin querer dejar de lado a
ninguna de las dos. Estaba sentado en el suelo del salón, en
el apartamento de Luna, viendo cómo esta se debatía entre
una tontería y otra sin pensar en lo bien que le haría tener
una relación de algún tipo con alguien.
―No quiero a nadie metido entre nosotras dos
―murmuró, señalando a su hija.
―Bien, es lógico. Mírame a mí: estoy conociendo a
alguien y ella ni se ha enterado.
―Es diferente, tú no vives aquí.
―Excusas.
―Toma, papi. ¿Con ashucar? ―interrumpió la pequeña.
Luna volvió a quedar pensativa. No era el único que le
había dicho que solo inventaba excusas.

―Hazlo, arriésgate, prueba, disfruta de tu juventud,


Luna. Que tu hija no sea la excusa para no encontrar la
felicidad junto a otra persona. Aunque sea momentánea,
aunque no sea amor ―había dicho Sonya.
―Estoy de acuerdo con Sonya. Te arrepentirás de no
probar. Ese tal Bastian te ha hecho pensarlo, dudar, estás
muriéndote de ganas de conocerlo más y mejor. ¿Cuánto
hace que esto no te pasaba?
―Años ―había respondido entre suspiros.
―¿Y entonces?

―Va a ser difícil. Tenemos poco tiempo libre y podríamos


solo vernos en su casa. No lo quiero acá.
―Suenas enojada. ¿Te escuchas? Que sea como tenga
que ser. Lo vas viendo. Tendrá sus propias ideas él también,
supongo. ¿No dices que tiene un hijo? Sus condiciones
pondrá, ¿no?
Luna elevó los hombros y no respondió. Seguro que
pondría condiciones. Sus miedos eran muchos, algunos sí,
eran pretextos, pero otros no. Bastian arrasaba con todas
sus barreras, era intenso, dulce y sabía que se
acostumbraría a sus atenciones el mismo día que las
disfrutase. Si ya no quería acostarse con nadie más por no
querer descubrir que le gustaba hacerlo solo con él,
mirándolo a los ojos, disfrutando de esa sonrisa preciosa
que dibujaba cuando la hacía retorcerse de placer. Era tan…
―Si no dejo de pensar me voy a volver loca.
―La última vez que estuviste así: que quiero, que no,
que puedo y no… fue con el embarazo y mírate, eres la
madre más dedicada que conozco.
―No me lo recuerdes. Me voy a duchar mientras ustedes
toman el té.
―¿Me baño, mami? Soy ienita.
―Ya sé que eres una sirenita, pero ahora quien se baña
es mami. Papi quiere estar contigo un rato.
―Beno, abáyame, papi.
Luna sonrió al ver el enorme cuerpo de Sule cubriendo el
de la pequeña en un abrazo.
Él era feliz cuando Iris le demostraba cariño.
―La baba, grandulón.
―Deja de molestar.

El miércoles, con el valor requerido y la decisión tomada,


entró en la cafetería. Perla le señaló la mesa y le confirmó
que marchaba su pedido. Luna le sonrió en silencio y saludó
al hombre de la caja registradora, como cada mañana.
Todos esos movimientos parecían tan automáticos… y lo
eran, pero en ese instante estaba pendiente de hacerlos y
no desviar su mirada, por si se cruzaba con la de Bastian.
―Luna, este sobre te lo dejó un señor, ese que estuvo
contigo hace unos días ―indicó Perla, extendiéndole un
sobre rosado, pequeño, y el cappuccino.
―Gracias.
Lo abrió, intentando tragar el nudo que se le había hecho
en la garganta. Su sonrisa se hizo enorme al encontrarse
con un número telefónico. Había pensado lo peor. No lo
dudó, escribió un mensaje a ese teléfono y lo envió. Sin
nombre. Si Bastian era inteligente, que lo era, descubriría
que era ella.
Relajada, quiso encontrar a su víctima de esa mañana,
pero entonces el móvil sonó y el número desconocido
brillaba en la pantalla.
―¿Acaso no sabes que hoy la gente se comunica por
mensajes de texto? ―preguntó nada más atender.
―Buenos días para ti también ―respondió Bastian entre
risas.
Luna también sonrió. No sabía si estaba haciendo bien o
no al aceptar conocerlo, de todas formas, lo intentaría. Él le
hacía sonreír mucho y disfrutar del momento, justo lo que
necesitaba para volver a ser quien era, porque estaba claro
que con Bastian no se limitaba ni disimulaba.
«Con él soy yo», pensó en la cama, antes de dormir, la
noche anterior.
―Supongo que querías que te llamara ―dijo Luna, sin
saber qué más agregar.
Bastian suspiró al escucharla.
―Lo que quería era verte el lunes, pero no pudo ser.
Decidí que eras de las personas cobardes que requieren
más tiempo para analizar tonterías, pensar en suposiciones,
enredar las cosas de tal manera que no saben cómo
desenredarlas y te di más tiempo ―explicó él, con la voz
susurrante, como provocándola.
―No me conoces ni un poco como para hablar tanta
bobada.
―Me permitirás hacerlo, entonces. Digo, lo de conocerte.
Ahora quiero saber si debo disculparme por decir una cosa
por otra.
―Debes hacerlo ―insistió Luna, no le diría que había
acertado.
―No te creo. Lo siento, no lo hago. Quiero verte.
―Me presionas mucho, Bastian.
Luna no podía creer que no preguntase, sino que
supusiese todo el tiempo que atinaba con sus pensamientos
o ideas. Podría molestarle esa forma de obligarla a aceptar
lo que sea, pero no pasaba. Solo le daban ganas de reír ante
semejante atrevimiento.
―No lo hago. Solo expreso las ganas de verte que tengo
desde el lunes.
Luna sonrió ante el comentario. La confundía y la hacía
quedar como una tonta, o ella así se sentía.
«Una jovencita tonta y expuesta ante el chico que le
gusta, en eso te convierte este hombre», pensó.
―¿Quieres que almorcemos mañana? ―le preguntó ella
sin dudarlo más. Si iban a conocerse era mejor estar lejos
de una cama.
―Hoy. Mañana tengo la agenda complicada. ¿Qué me
dices? Te paso a buscar por el trabajo. ―Más afirmaciones.
Luna no sabía que esa era la forma que Bastian había
encontrado para lidiar con la inseguridad que ella le
provocaba.
―No sabes dónde trabajo.
―Sí, en el centro comercial, en una joyería. Y que
recuerde, hay dos. No voy a tardar mucho en dar contigo.
―Si te pasas de las doce y media…
―Hecho. Doce y media. Pensé mucho en ti, en tu sonrisa,
en tu cabello azul y en tus tatuajes. Pero extrañé mucho tus
bromas ácidas y tus respuestas filosas ―murmuró Bastian.
Se había propuesto ser sincero con ella y mucho más
después de haber hecho lo que hizo. No le gustaba sentirse
en falta o culpable de algo. No lo era, estaba claro, y de
verdad necesitaba saber lo que había descubierto, por eso
había actuado así. No se arrepentía de nada, pero la culpa
estaba ahí, mucho más presente ahora que Luna había
aceptado la invitación y, daba por hecho, todo lo demás que
le dijo en su casa hacía varios días.
Esquivó sus pensamientos, para darles rienda suelta
cuando no estuviese hablando con ella.
―¿Terminaste? ―le preguntó, sin saber que él estaba
divagando entre remordimientos.
Si de acidez se trataba, Luna tenía de sobra, y más
cuando se sentía incómoda escuchando algo bonito, no
obstante, todavía fuera de lugar. ¡¿Es que ese hombre no
aprendía?!
―No lo sé, ¿me faltó algo? ―preguntó él, a sabiendas de
que la respuesta le causaría risa.
―Sí, mi ropa rosa.
―Ya sabía yo que lo echaría a perder ―señaló riendo―.
Nos vemos luego, Luna, tengo pacientes que atender.
«Que sea lo que tenga que ser… Mal no lo voy a pasar»,
pensó Luna, mirando la pantalla del móvil ya apagado.
Se tomó de un solo trago la bebida ya fría y se fue a
trabajar, sabía que se le haría corta la mañana.
Para su desgracia, y no porque no quisiese verlo sino
porque seguro que su cuñada le había ido con el cuento,
Nando la esperaba en la oficina.
―Fíjate el reloj de la marquesina derecha, está torcido
―dijo al primer empleado que se cruzó, y saludó al hombre
de seguridad, que cada vez le parecía más enorme―. Hola.
Estas visitas tuyas me preocupan, Nando. Cuando son
seguidas, más todavía.
―Buen día. Vine a buscar una cosa y me voy. Pero quise
esperarte para saber si te habías decidido a quedarte con
las ganas o le vas a dar la oportunidad a ese hombre.
―Odio a Mónica y esa incapacidad suya de cerrar el pico.
―No es ella, soy yo y «mi» capacidad de abrírselo.
―Ay, Nando, mi imaginación es buena y es asqueroso lo
que acabo de ver en mi cabeza.
―También es mi culpa, ¿cierto? ¿Y bien…?
―Le voy a dar una oportunidad. Pero, para que no te
tome por sorpresa, debes saber que es un viejo como tú, un
poco menor. Tiene cuarenta y cuatro.
―¡Luna!, cómo te gusta complicar todo. ¡Si hay más
jóvenes que mayores en el mundo! ¿Por qué? ―exclamó
Nando, no tan intranquilo como quería hacerle ver. Sí, era
cierto que prefería un muchacho más de la edad de ella, sin
embargo, lo único que esperaba era que su hermana fuese
feliz.
―Lo mismo pensé. Pero es él, me gusta así. No puedo
explicarlo.
Los ojitos de Luna dijeron más que las palabras y Nando lo
vio.
―No lo hagas, que te veo la carita. Y me gusta. No te
apures, no lo asustes, no te acobardes. Solo piensa en ti,
aunque no me guste cuando lo conozca. Espero que eso no
pase, pero por si pasa. ¿Está claro?
―Eso no tienes que comentarlo. Jamás te gustaron mis
muchachos. Ni Sule, que es, y está, más bueno que el pan.
―Eso es otra cosa. Me mira mucho.
Luna dejó salir una risa sonora que luego dominó. Jamás
le diría el motivo de esas miradas. Lo vio tomar un par de
papeles y se acercó a besarle la frente. No era el hermano
mayor más cariñoso del mundo, pero lo era a su manera y
nunca, jamás, perdía la oportunidad de darle el mejor
consejo.
El mediodía llegó pronto, casi sin darle la oportunidad de
pensar que era con Bastian con quien almorzaría. Levantó la
vista al notar una sombra y lo vio. Vestía formal, con un
traje oscuro y la corbata un poco floja. No obstante, la
sonrisa era la misma.
Inspiró profundo, tomando valor, y se puso de pie. Indicó
a sus empleados que salía y le golpeó el hombro al hombre
de seguridad, en respuesta él le guiñó el ojo, con seriedad.
―Ese hombre intimida ―señaló Bastian, caminando a su
lado.
―Es la idea ―aseguró ella, y sintió como una mano
tiraba de su brazo y la detenía―. Bastian…
―Hola ―susurró, y le besó la boca―. ¿Dejarías de
pintarte los labios si te lo pido?
―¡De ninguna manera! ―exclamó, un poco alarmada y
con cara de susto. Uno que se diluyó al verlo sonreír y
limpiarse la boca con la mano.
―Tenía que preguntar. Me da asco, pero igual te besaré.
―No creo haberte permitido tal cosa.
―No sabía que tenía que pedir permiso ―aseguró él, y
volvió a besarla.
Luna rio y le empujó el pecho, era terrible.
―Conozco un lugar aquí cerca. ¿Comes de todo? ―quiso
saber Luna.
―Lo que sea. Lo que importa es la compañía.
―Ya deja de ser adulador. Conseguiste lo que querías
―indicó ella, sonriente, y abrió la puerta del pequeño
restaurante, que estaba al final del pasillo, en el mismo piso
que la joyería.
Bastian le acomodó la silla y tomó asiento a su lado, no
enfrente.
―Todavía no ―agregó él a la afirmación que había hecho
ella―. No sé qué va a pasar mañana o pasado cuando
quiera volver a verte. ¿Me llamarás si la que quiere eres tú?
¿Levantarás tus murallas, Luna? Sigo siendo yo, sigo
teniendo un hijo y una ex, el mismo apartamento y sigues
gustándome mucho, toda tú, sin cambiar nada.
La miró a los ojos y esperó en silencio que ella
respondiera. Bastian ya no necesitaba probar nada, lo había
hecho el fin de semana, sin proponérselo siquiera, y la
respuesta había sido contundente. Nunca imaginó que así
se sentiría, tampoco que fuese tan pronto, no obstante, a
las pruebas se remitía. Ya tendría la oportunidad de
contárselo, tal vez, algún día. O no. Ni siquiera lo veía
necesario.
―No caeré en la frase tonta: vamos despacio. Solo diré:
intentémoslo. Sin apurarnos o pedirnos nada, por favor. Mi
vida, estos últimos dos años o un poco menos, fue un caos y
quiero reencontrarme con lo que me gusta y disfruto. Si eres
tú, bienvenido, si no lo eres, te lo haré saber antes de que
nos comuniquemos a gritos.
―Yo no grito ―reveló Bastian, y le dio otro beso en los
labios.
―Lo que sí haces es besar, ¿no? Invades mi espacio todo
el tiempo, eres un sinvergüenza.
―No voy a pedirte permiso para besarte, Luna. Tu boca
es preciosa, pegajosa, aun así, preciosa.
¿Qué más podía hacer? Sonrió y se dejó besar. Y lo besó
también. Y hasta compartieron el plato de pastas que ella
no se terminó.
Bastian estaba contento de haber insistido. No quería ni
debía presionarla, sin embargo, necesitaba probar si de
verdad aspiraba a algo más que solo un par de noches con
la muchacha. Jamás se imaginó volviendo a empezar una
relación amorosa tan pronto y mucho menos con otra mujer
que no fuese Diana, hasta hacía unas semanas, el amor de
su vida.
No obstante, la chica de los tatuajes no era una chica
como las demás, ella era de las que no pasaban
desapercibida. Era ese tipo de mujer que cambiaba el aire
de un lugar con su sola presencia.
Al verla caminar hacia el tocador cerró los ojos. Estaba
muy entusiasmado. Más sabiendo que su cuerpo había
respondido a una pregunta crucial. Si no hubiese metido la
pata de la manera que lo había hecho, no estaría tan seguro
como estaba.
―¿Todo bien, abuelo? Tienes una carita…
―Todo perfecto, creo. Pagué la cuenta. ¿Eso está mal o
bien?
Luna rio ante el gesto de terror que él puso, claro que era
una broma y hacía referencia a la cena anterior en la que lo
obligó a aceptar que ella pagase la mitad.
―Por hoy quedas perdonado. ¿Tienes que volver al
trabajo?
―No, terminé mis consultas. ¿Y tú?
―Podría tomarme la tarde libre ―dijo sin mirarlo. Tenía
ganas de estar con él.
―Me parece perfecto, pero debo buscar a Bruno más
tarde. No me molesta que vengas conmigo.
―De ninguna manera.
―¡Ya empezamos! Puedo tener amigas, ¿sabes? De
hecho, tengo varias. Han venido a casa y mi hijo estuvo
compartiendo la mesa con nosotros.
―No te creo.
Y bien que hacía.
No tenía amigas, sin embargo, no le importaba que
Bruno conociese a la primera. Habían conversado al
respecto de las mujeres con las que podría relacionarse y su
hijo lo había aceptado. Estaba seguro, ahora, de que no
volvería con su madre y se lo hizo saber. Bruno no era tonto,
bien claro le había dejado que prefería que estuviesen
separados. Los últimos años no fueron la mejor compañía
uno del otro, se ignoraban o discutían por cualquier tontería,
y su hijo había padecido vivir bajo el mismo techo. Bastian
lo había intentado todo, hasta que Diana dijo basta.
―Prometo no besarte ni tocarte delante de él. Además,
solo lo buscaré en el colegio y lo llevaré a casa de su madre.
―Prefiero que no. Si quieres, puedo ir más tarde a tu
apartamento, cuando ya no estés con él.
Luna no iba a dejarse llevar por la rapidez con la que iba
Bastian, por el contrario.
―Bien, me gusta la idea. Ahora podemos dar una vuelta
por acá. Necesito un par de regalos, ¿me ayudas a
comprarlos? No sabes lo mal comprador que soy.
Salieron del restaurante y él le tomó la mano. Se la soltó
al pasar por una tienda de corbatas y le abrazó la cintura
más tarde, mientras le contaba lo inteligente que era su
hijo, que tenía buenas notas sin hacer ningún esfuerzo y
que era un chico muy especial y cariñoso.
Luna sonreía y sonreía, ya tenía acalambradas las
mejillas.
―¿Vienes de familia numerosa? ―le preguntó Bastian,
haciendo referencia a la suya, que sí lo era en la actualidad:
sus dos hermanos estaban casados y tenían varios hijos
cada uno.
―Solo me queda mi hermano mayor. Mis padres
fallecieron hace muchos años. Hay un tío que no
frecuentamos. Lo perdimos por falta de comunicación, no es
que pasara nada entre nosotros.
―¿Qué edad tiene tu hermano?
―Nando tiene cuarenta y seis años.
―Mucha diferencia…
―Mi madre no pudo volver a quedar embarazada
después de tener a Nando. Padeció de cáncer de senos, lo
superó, pero no pudo tener más niños.
―Eres adoptada.
―Sí. Mi padre murió cuando yo era una niña, más
pequeña que tu hijo. Y mi madre no duró mucho más, una
noche tuvo un paro cardiorrespiratorio. Fue tan imprevisto
que… Lo siento, no debería arruinar la tarde hablando de
esto.
―No la arruinas. No sabes lo feliz que me pone que por
fin quieras contarme algo de ti ―le dijo acariciándole la
mejilla.
Luna no comprendía por qué estaba hablando de lo que
estaba hablando. O sí, lo hacía, Bastian le daba confianza,
una que pocas veces sentía. Escasas eran las personas en
las que ella depositaba su confianza. Era sociable y tenía un
millón de amigos, no obstante, su intimidad era custodiada
por sus silencios más de lo que quería reconocer. Si lo
pensaba, ni Sule sabía todavía lo que acababa de contarle a
Bastian.
―Sigue, por favor. Me decías que fue imprevisto ―señaló
Bastian, y tomó asiento en un banco que había por ahí, en
una zona de descanso parecida a la que utilizaba ella, con
Sonya y Mónica, para conversar.
―Yo me rebelé un poco, dejé de estudiar y comencé a
hacer locuras. Nando me rescató. A pesar de ser un gruñón,
me llevó a su casa y me enderezó, como le gusta decir a él.
Le costó, no creas. Soy rebelde desde pequeña, te puedes
imaginar. Cuando puso el negocio, me llevó a trabajar con
él. La joyería es de mi hermano.
―Siento lo de tus padres.
―No te preocupes, es algo superado. Lo de la rebeldía,
es deuda pendiente. ¿Qué me dices de ti?
―Mis hermanos están lejos, no los veo mucho, casi nada,
a decir verdad. Mi padre falleció y mi madre no me quiere
cerca. O haces lo que todos o te conviertes en la oveja
negra, en el estigma de la familia. Soy de una ciudad
pequeña, donde todos nos conocemos y es fundamental no
llamar la atención con cosas que se ven de manera
negativa. Como detalle de color: en invierno hace un frío
terrible y se te congelan hasta las pestañas. Nieva seguido y
aprendes a esquiar antes que a caminar.
―Mi hermano estará feliz de que le digas dónde es. Le
encantan los deportes de riesgo y los peligrosos, más. Es
bueno en todos, esquiando es genial. ¿Por qué te fuiste de
ahí?
―Por trabajo. La oferta era demasiado buena, con
posibilidades de crecer en lo que más me gusta hacer y
aprender de los mejores. A mi mujer le encantó la idea más
que a mí y Bruno era pequeño para opinar. Mi familia se
ofendió y lo reconfirmaron cuando se enteraron de que nos
separamos. Son un poco cerrados de mente. Tampoco
aceptan a mi hijo y eso para un padre es definitivo. No
pasarías la prueba, Luna. Lo siento, jamás serías su persona
preferida, mucho menos después de Diana, que sí lo era
hasta no hace mucho.
―Tu ex.
―Mi ex. Ambos crecimos profesionalmente aquí, esa es
la parte buena y lo malo, que dejamos a mi familia y el
matrimonio en el camino. Lo de mi familia pasaría tarde o
temprano por Bruno, pero el resto… En fin, creo que se me
hace tarde, y no compramos los regalos. Tengo que irme,
¿me perdonas?
―Fui advertida, no te preocupes. Dime a qué hora te
desocupas.
―Te espero en casa en dos horas.
Luna volvió a la joyería para poner en orden algunos
papeles que había dejado sin guardar. Tenía un par de
correos que responder y llamar a Iris. La niña pasaba la
tarde en casa de Mónica, porque la hija de esta, Simona,
estaba de vacaciones, visitando a su madre, y adoraba a la
pequeña y quería verla.
―Paso a la hora de la cena, Moni.
―No tengo problema. Iris está feliz jugando con Simona
y en breve viene Mau. Ya lo está esperando.
―Gracias. Es que quiero ver un rato más a Bastian.
Mañana y pasado estaré muy ocupada en los talleres con
Nando y…
―Luna, no es un inconveniente para mí. Disfruta. Ella está
bien ―le aseguró Mónica, y Luna dejó que sus hombros se
aflojasen.
No podía no sentir que obraba mal, sin embargo, su
cuerpo le pedía estar con Bastian y terminar lo que habían
comenzado la última vez que estuvieron solos. Su necesidad
no era carnal sino emocional. Suponía una diferencia,
estaban conociéndose, no era más solo sexo casual.
Llegó a casa de Bastian un poco más tarde. Ya tenía un
mensaje de texto de él preguntando si se había arrepentido.
Su primera respuesta fue un «sí», luego le dijo la verdad, en
el mismo instante que veía que Bastian estaba por
responderle.
―Vaya susto me diste ―le dijo él al abrir la puerta.
―Dime qué estabas escribiendo cuando te dije que era
una broma.
―No sé, estaba tan enojado…
―Pobrecito, abuelo. Me olvido de que ya no estás para
estos sobresaltos ―expresó, haciendo una mueca divertida.
Bastian la abrazó y le dio un golpecito en el trasero.
―Estoy para mucho más que un par de bromas,
muchachita. ¿Quieres tomar algo?
―No. Quiero quitarte la ropa. ¿Te parece muy temprano?
¿No quieres desnudarme también?
Bastian se quedó sin palabras, como siempre. Luna era la
mujer más atrevida con la que había tratado jamás y estaba
fascinado. Por más que buscase otra palabra no la
encontraría. Fascinación era la descripción exacta de lo que
sentía cada vez que ella lo provocaba con alguna salida
inesperada.
―Siempre quiero quitarte la ropa, pequeña pervertida.
No obstante, no me gustaría que pensases que solo eso es
lo que busco.
―Ya me dejaste claro lo que quieres de mí, Bastian. No
dudo de tus intenciones. Si sigues hablando de ellas, me
asusto y me voy ―le susurró, mordiéndole la oreja.
―Eso no va a pasar ―afirmó él, y la tomó en brazos para
llevarla al dormitorio.
También necesitaba estar con ella, desnudos y
tocándose, sin importar la hora del día. No la compararía
con Diana, sin embargo, a Diana sí la había comparado con
ella. O no, no había sido una absurda comparación de
mujeres, sino de emociones al estar con ellas.
Cerró los ojos cuando Luna comenzó a besarlo y recordó
ese beso atropellado que se dio con su ex. Solo había
pasado... En un momento estaban conversando de todo y
nada y al otro, se estaban mirando raro, con ganas de
probarse, y no supieron eludir ese deseo.
―¿Estás conmigo? ―le preguntó Luna.
―Siempre ―respondió él, muy seguro, y le quitó la
camiseta rosada por la cabeza. La falda era corta, por eso
no hacía falta que se la quitase. La levantó lo suficiente
como para poder acariciarle el trasero, se posicionó sobre
ella y comenzó a besarle los pechos.
Con la otra mano le tocó el cabello, y esa era la caricia
que a Luna le encantaba. Fue bajando cada vez más, con
besos y lametones, hasta llegar al borde de la ropa interior.
Allí levantó la mirada y frunció el ceño.
―Esto no es rosa. Aquí veo una gama de colores un poco
estridentes y ninguno es rosa, Luna. ¿Estás bien? Debo
preocuparme, ¿cierto?
―Muy graciosito… Solo para que te acostumbres, mis
culottes…
―¿Tus qué?
―Culottes, se llaman así. Son las únicas prendas que uso
de colores llamativos.
―Eres muy rara, Luna ―susurró, volvió a pegar sus
labios en el vientre de ella y quiso seguir bajando.
―Tal vez, esto te suene más raro aún: no practico sexo
oral.
Bastian se arrodilló en la cama, entre sus piernas, y la
miró a los ojos. Eso jamás lo había escuchado.
―¿Conmigo o nunca?
―Nunca. Tuve una mala experiencia y desde entonces
solo lo hago con una barrera bucal, que nunca llevo
conmigo.
―No sé lo que es eso. ¿Esta negativa puede cambiar o es
definitiva?
―Puede cambiar, solo necesito estar segura de que
estamos sanos. Lo mismo pasaría con el condón. Si
seguimos juntos y somos exclusivos, podemos pensar en la
posibilidad de hacernos análisis.
―Me parece una buena idea. Quiero que lo hagamos,
solo si lo quieres también. Ya me has visto luchar con estas
porquerías ―expuso, con un sobrecito de preservativo en la
mano. Luna rio y se lo quitó para abrirlo.
―Puedo ponértelo yo.
―Te tomo la palabra. Y lo de exclusivos… nunca lo pensé
de otro modo.
Bastian volvió a recostarse sobre ella y la acción
recomenzó. Luna no dejaba de sorprenderlo, pero él
tampoco se quedaba atrás. Luna se maravillaba con cada
palabra y gesto que él tenía para con ella.
Tampoco se quedaba corto con sus hazañas sexuales.
Para no saber tener sexo casual, sin intimidad, de ese carnal
y sin más intención que el desahogo, como creía Luna,
Bastian se desenvolvía de maravilla; creando momentos
mágicos y muy calientes de los que ella no podía escapar ni
con sus tonterías y bromas.
Así, embrujada por las caricias y los besos estaba Luna.
Saciada, sudada, agitada y aplastada por un cuerpo
masculino que parecía mantener el mismo estado que el
suyo.
―Aguántame un ratito que me gusta este contacto ―le
susurró Bastian, recostado sobre la espalda femenina y
besándole la nuca y los hombros―. Tu piel se pone salada,
deliciosa.
―Es el sudor, cochino.
―Me encanta tu sudor, entonces.
―Eres un cochino.
―Me ofendes, ¡no soy cochino! ―exclamó, simulando
enojo y poniéndose de pie, no sin antes morderle el trasero.
―¡Eso duele!
―Tus palabras también ―aseguró de camino al baño, y
le sacó la lengua.
―¡Ay, Dios mío! ¡Qué inmaduros vienen los cuarentones!
Bastian soltó la carcajada, asintiendo, estaba hecho un
chiquilín, ella lo convertía en uno.
―Dúchate conmigo, ven.
―Tus órdenes son…
―Deja de refunfuñar y ven.
Luna lo siguió, sonriente. Hacía tanto tiempo que no se
duchaba con un hombre. Hacerlo le daba a la relación, o lo
que fuese, un toque diferente. Era dar un paso más. ¿Lo
vería así él también? Una ducha con sexo podía ser algo
frívolo, morboso, caliente, no obstante, una en la que no lo
habría…
«Deja de pensar, mujer, solo dúchate con él».
―¿Está bien así el agua? ―le preguntó Bastian, debajo
de la lluvia ya.
―Perfecta. ¿Puedo expresar un pensamiento en voz alta
sin molestarte?
―Puedes, lo de molestarme te lo digo luego ―susurró,
tomándole el pelo entre las manos para ponerle el champú.
―Siempre, y te lo pueden decir quienes me conocen, me
gustaron los hombres con cuerpos fuertes. Soy un poco
superficial al respecto, los músculos marcados me
encantan.
―Lo siento, no tengo de eso. Y a esta altura, ya no creo
que quiera tenerlos ―aseguró Bastian, sin abandonar su
tarea de lavarle el cabello.
―Es cierto, no tienes, pero tienes otras cosas. Tu mirada
me tensa el cuerpo, tus ojos son preciosos, y tu sonrisa me
dobla las rodillas, me… ¿suena mal que diga que me
calienta? ―preguntó con cara de no haber roto un plato, y
acariciándole el pecho con concentración. Bastian rio, sin
poder evitarlo, y negó con la cabeza para responder su
pregunta―. Bien, porque eso hace. Y tu «pequeño», no
pienses que lo agravio, es una forma de decirle ya que es tu
yo más pequeño nada más, es muy eficiente. Tienes tus
puntos a favor, ya ves, y reemplazan más que bien a un par
de pectorales hinchados.
―Eso debería alegrarme, ¿verdad? ―preguntó, dudoso,
no iba a negarlo.
―Sí, debería ponerte feliz. Me encantas, Bastian. Si fuese
de otra forma no estaría aquí, contigo, desnuda, en una
ducha íntima, conversando de mis gustos, dejándome
mimar y mimándote. No soy de mimos postsexo, aunque
parece que contigo sí.
Esa chica le movía el suelo, lo hacía tambalear con su
sinceridad.
―¿Tienes hambre? ―le preguntó, luego de besarla por
minutos eternos y acariciarle la espalda enjabonada.
Luna temblaba de emoción, no de frío.
―Un poquito.
Salieron de la ducha entre bromas y abrazos, dispuestos
a merendar lo que pudiesen encontrar en la cocina.
La rapidez con la que Luna se adaptaba a la situación le
daba más miedo que seguridad. No quería ser pesimista,
tampoco comenzar a analizar la posibilidad de abandonarlo
todo por no herirlo o salir lastimada ella.
«Paso a paso, solo es el primer día, relájate», se dijo en
silencio mientras se ponía la ropa.
Se acercó por detrás a Bastian, que trajinaba con la
tostadora y la cafetera. Se apoyó en su espalda y lo besó
entre los omóplatos.
Él giró su cabeza y le acarició las manos. Le sonrió como
solo él lo hacía y le besó la punta de la nariz.
―¿Por qué te separaste? ―le preguntó intrigada.
―Sentémonos en el sofá primero ―pidió Bastian,
llevando la bandeja con la comida―. Me inclino a pensar,
hoy, ya habiendo pasado todo, que soy el primer
responsable. Al llegar a la ciudad, quería estar a la altura en
mi trabajo. Me pasaba las horas en el consultorio y haciendo
cursos o asistiendo a conferencias. Soy un maniático de la
idea de mantenerme actualizado y útil en mi profesión. Mi
familia me necesitaba, estábamos en un período de
adaptación que requería de unión familiar y yo no lo noté.
Cuando Diana me lo reclamó ya Bruno estaba peleón,
irascible, y ella, con nuevas ocupaciones que le llenaban la
vida más que yo.
―¿Te engañaba?
―¡No!, no. Ella es diseñadora de interiores, te lo conté, y
se asoció con una amiga que hizo en la escuela de mi hijo.
Juntas comenzaron a trabajar mucho y bien, y me desplazó.
No la culpo. Nos desencontramos sin darnos cuenta y un día
me lo dijo. Así de crudo me soltó: «creo que no te amo
más».
―Lo siento.
―Yo también lo sentí, mucho. No quería irme, quería
intentarlo más, hasta agotar las posibilidades. No me lo
permitió.
―Te separaste enamorado todavía ―preguntó Luna, y él
afirmó con la cabeza. No podía negarlo, si hasta hacía
semanas todavía mantenía esperanzas de reconciliación―.
Bastian, no quiero ser…
―No quiero escucharte. No eres nada más que la chica
que me encanta, que elegí para intentar una nueva
oportunidad en esto de hacer las cosas de a dos. Te prometí
que no habría compromisos entre nosotros y no los hay. Solo
el hecho de querer estar juntos y conocernos. Soy sincero,
no te engaño en nada.
―Te creo ―aseguró ella, apoyándose en el pecho de él.
Pudo sentirle el corazón acelerado y no se atrevió a
pensar en el motivo. Solo esperaba no ser el sustituto de un
amor roto e imposible de olvidar, aun así, le creía.
―Gracias, Pinturitas.
―Me gusta que me digas Pinturitas.
―A mí no me gusta que me digas abuelo.
―¡Ay, qué pena, abuelo!
Bastian le hizo cosquillas y le mordió el cuello,
haciéndola reír a carcajadas y retorcerse sobre el sofá.
Las horas pasaron sin notarlas, entre conversaciones y
besos. Como si fuesen una pareja de novios y no unos
simples desconocidos comenzando a relacionarse.
―Ya tengo que irme, Bastian.
―Quédate un rato más, incluso a dormir.
―No puedo, tengo que pasar por el apartamento de mi
cuñada. Me están esperando.
Iris, definitivamente, quedaría afuera. No quería ni debía
inmiscuirla en algo tan novedoso y desconcertante, no por
el momento.
Pasaron dos días sin verse, lo que no significaba que no
estuviesen en contacto permanente. Bastian se había
tomado en serio eso de que la gente se comunicaba por
mensajes de texto y le escribía uno tras otro. Alguna foto
también había adjuntado y rogado por otra de ella.
Sonriendo como tonta y mirando el móvil la encontró
Kike, que iba de la mano de Sonya. Estaban de camino a su
casa, después de cerrar la joyería.
―Te dije que está enamorada. Has perdido el puesto, mi
amor ―indicó Sonya, y Luna levantó la mirada.
―Eso jamás, no creas sus tonterías, que ya sabes que
son celos ―le aseguró ella.
―Yo también comienzo a padecerlos, Lunita ―agregó
Kike sonriente―. Todo sea por verte así de contenta. No lo
conozco, pero me agrada ese joven.
―No es un joven, es un hombre mayor ―lo corrigió Luna,
solo para pinchar a Sonya.
―No le hagas caso, tiene cuarenta y cuatro. Hombre
mayor… ¡por favor! ―exclamó Sonya, y Luna rio. Era
cuestión de perspectiva, después de todo.
―¿No van a ver a Mau? Vuelve con Red, solo por hoy.
―Queríamos, pero tenemos un compromiso con gente de
la película que estamos produciendo. Filma el musical, por
favor, que quiero verlo.
―Claro. Me voy, que me esperan.
No podía negar que el paso que estaba por dar con
Bastian era enorme. Luna pensó que presentarle a Sule y a
Mauro sería buena idea. Ya estaba arrepentida. No sabía si a
él le gustaba ese tipo de espectáculos o el ambiente mismo,
que era tan peculiar, sin embargo, quería conocer la opinión
de sus amigos, en particular, la de Sule. Él le daría su
veredicto más sincero.
Llegó al apartamento con el tiempo justo. Se dio una
ducha rápida, después de entregarle a Iris a los abuelos. Así
había arreglado Sule con ellos, porque era su fin de semana
con la pequeña. Siempre quedaba en solo sábado porque
Iris pedía por la madre antes de llegar al domingo.
Entonces, Sule la llamaba y pasaban juntos el último día,
como la familia que se consideraban para la niña.
Se puso el vestido floreado que tanto le gustaba. Era
ajustado y corto, lo suficiente como para volver loco a su
hombre, y el escote delantero destacaba bastante el tatuaje
que sabía que a él le gustaba. El estampado tenía varios
tonos de rosa, algo de blanco y un poco de brillo. Los
tacones y el bolso a juego eran preciosos, y enfatizó en el
maquillaje de los ojos. En los labios se puso un brillo con
destellos de luces. También se recogió el cabello en una
coleta descuidada.
Le había dado la dirección a Bastian para que la pasase a
buscar. Él le había asegurado que era lo que quería hacer,
que un caballero recogía a la dama para una cita, había
argumentado con su voz engolada y susurrante. No pudo
negarse, por eso estaba ansiosa, esperando, sentada en el
borde de una silla, para no arrugar el vestido. Desde donde
casi se cae al escuchar el timbre. En dos segundos estuvo
frente a él.
―Estás muy, muy guapo, abuelo. Te diría que para
comerte ―le dijo al verlo con un jean oscuro y una camisa
blanca. Nada más que eso, y nada menos. Esos ojazos
suyos resaltaban divinamente, y entonces le sonrió.
―La que está increíble eres tú. ¿Te merezco?
―No te quepa duda. ¿Me besas?
―Debería decir que no, pero prefiero hacerlo ahora que
tenemos un baño cerca para limpiarnos.
Bastian le devoró la pintura con su lengua y la recorrió
con ambas manos, acariciándola con firmeza mientras la
besaba con determinación.
―Solo quería un pico ―murmuró ella, sin alejarse
demasiado.
―Perdón, no pude resistirme. Déjame limpiarme esta
porquería ―pidió, pasándose la mano por la boca.
Ella rio, mostrándole dónde podía hacerlo y fue a su
dormitorio a arreglarse también.
En poco más de media hora estuvieron en el antro
atestado de gente. Sule le había reservado una mesa bien
cerca del escenario. Los vio entrar de la mano. Nada más
tenerlo delante, el hombre le cayó bien. La miraba a Luna
con ternura. Tuvo la oportunidad de notar cómo le besó la
mejilla y le acarició el brazo, en un acto de cariño sincero.
Luna brillaba como nunca la vio hacerlo. Por fin, estaba
recuperando a la mujer que había dejado en esa sala de
parto, escondida bajo la culpa de la maternidad obligada
por circunstancias inesperadas.
―Liz, estás… como siempre, deslumbrante ―expuso
Luna, y le dio un abrazo, en la cintura, porque subido a esas
plataformas era imposible tocarle los hombros.
―Gracias, preciosa ―ronroneó, interpretando su papel, y
se acercó a Bastian, que lo miraba curioso. Con la uña larga
y dorada le acarició la mandíbula―. Debes ser Bastian.
Lunita, cariño, ¡pero si es un bombón! Mira esos ojos, mi
niña, tú sí que sabes elegir.
Luna no quería soltar la carcajada.
Bastian se había puesto nervioso. No le importaba
gustarle, lo que le molestaba era que lo tocase sin permiso
y delante de su chica.
―Gracias, sí, soy Bastian ―afirmó, y le estiró la mano
para que dejase de acariciarlo.
―Y yo, Liz, Ojazos. Nos vemos en un rato, que ya
comienza el espectáculo.
―Un poco atrevida ―gruñó Bastian, sentándose, una vez
que la drag se había ido.
―Es Sule, mi amigo, lo hizo para molestarnos. Vinimos a
ver un espectáculo de Drag Queens, él es Liz, y Red es el
hijo de mi cuñada.
No tuvieron mucho más tiempo para conversar. Habían
llegado sobre la hora.
Red hizo su aparición después de un atronador aplauso.
El grupo de bailarines derrochaba perfección y la drag,
desparpajo y elegancia. El monólogo fue desopilante y muy
picante. Bastian tenía los ojos llorosos de tanto reír. Mucho
no le gustó cuando la tal Liz comenzó a tomar de punto a su
chica de cabello azul y tatuajes, no obstante, Luna se
divirtió de lo lindo y arengó las bromas.
Pasados los cuarenta minutos del final del número
musical y todavía comentando lo maravilloso que había
sido, se encontraron acompañados de un muchacho más
bien delgado, algo rubio y con cara de bueno, y un moreno
de casi dos metros que se tomaba atribuciones con Luna
que a Bastian no le gustaban.
―Han estado fantásticos. Mau, lo tuyo no tiene
desperdicio. Deberías pensar en volver.
―No, lo siento. Mi plan es dirigir cine, ya sabes que estoy
con Sonya en el nuevo proyecto.
―Sí, me puso muy feliz enterarme. Te presento a
Bastian. Mauro es el hijo de mi cuñada y amiga, Mónica.
―Es un placer. Debo felicitarlos, a ambos. Hacen un buen
show.
―Soy Sule, ya no más Liz ―indicó el moreno, y le
extendió la mano―. Aunque va enserio lo de los ojazos.
Bastian sonrió y Luna se acercó a él, solo porque sí. Sule
la vio y le guiñó el ojo. Aprobaba esa relación, claro que sí.
―Estuve con Iris en casa de mi madre ―recordó
Mauro―. Es adorable. ¡Cómo habla ya!
―Me deja el cerebro cansado con sus palabras
inentendibles. Los abuelos quedan agotados. Mi padre ya no
está para ir corriéndola por toda la casa y jugando a las
escondidas.
Bastian siguió la conversación intentando hacerse de la
información que escuchaba, hilvanó datos y, para no quedar
fuera, preguntó:
―¿Tienes una hija pequeña? ―Su idea era curiosear
sobre cómo conjugaba sus horarios nocturnos con la vida
diaria de la niña. Nada más y solo por conversar.
Luna se tensó. Nunca creyó que saliese el tema de su
hija en un diálogo de bar. No reparó en eso. Su intención no
era mentir ni ocultar adrede, solo… esperar.
Mauro la vio atajar el golpe y se puso incómodo. Le tocó
el hombro y se disculpó. No dudó ni un instante, había
metido la pata. Se puso de pie con una excusa creíble y se
alejó de la mesa.
Sule negó con la cabeza al darse cuenta de lo que
pasaba. No podía creer que Luna escondiese esa
información. Era una tonta, ¿acaso le daba miedo,
vergüenza? ¡Si el hombre también tenía un hijo! Le clavó la
mirada, con reproche, y también se alejó de la mesa.
―¿Qué pasó? ¿Qué hice mal? ―preguntó Bastian,
inquieto.
―Nada. Fui yo. Sí, Sule tiene una hija de dos años,
conmigo.
―¿¡Tienes una hija!? ―Luna vio la expresión de regaño,
intriga y algo de decepción en Bastian. No podía culparlo―.
Y no pensabas decírmelo. Entiendo. ¿Por qué no?
―No lo sé. Por incertidumbre en la pareja, por no querer
ir rápido, porque todo es muy nuevo. No puedo explicarlo,
no sé qué pensé ―respondió con sinceridad, y sin poder
mirarlo a los ojos.
―Necesito aire ―indicó Bastian, y se encaminó a la
salida.
No le gustaba sentirse así de inseguro, de vulnerable.
Esa mujer no tenía ni idea de los miedos que le producía
cada una de esas rarezas suyas. ¿Cómo podía ocultar a su
hija? No podía ponerse en su lugar, jamás se le había
cruzado por la cabeza hacerlo con Bruno. Era una realidad,
un hecho, nada cambiaría eso y tarde o temprano, se
enteraría.
―O lo sigues tú o lo hago yo, y no voy a defenderte
―gruño Sule, acercándose de nuevo ―. ¡Levanta el culo!
―No me grites. Luego te llamo ―murmuró Luna, y le dio
un beso seco en la mejilla. Sabía que él tenía razón, no
podía ponerse a batallar como una necia.
Se despidió, porque no sabía si volverían a entrar. Al
parecer, Bastian estaba enojado. Luna salió a paso rápido y
lo encontró afuera, apoyado en la pared y con la vista
perdida. No sabía qué decirle, no podían discutir a pocos
días de comenzar… lo que fuera que comenzaban, no sabía
ni lo que tenían entre manos como para ponerle nombre.
Pero lo que fuera, no quería perderlo, ya no.
Se acercó a él, admirando su apariencia, y se acomodó a
su lado, apoyándole la cabeza en el hombro. Demostrándole
así que seguía con él, si él aceptaba.
―Cuando decidí que quería conocerte más y estar
contigo me prometí ser sincero. Quería que me conocieses
de verdad. Ya demasiada carga tengo con la edad y no
porque me sienta viejo, sino porque la diferencia
generacional nos pone en aceras distintas, somos, hacemos
y pensamos de manera diferente. Quiero adaptarme,
actualizarme y avanzar contigo. Te hablé de Diana, de mi
familia, de Bruno… ¿Cuánto más necesitas para entender
que estoy contigo, Luna, que lo quiero intentar, que no eres
un rato de sexo rápido y adiós, como pensamos que sería?
―Lo siento. Tú lo dijiste una vez: soy rara. Quiero estar
contigo también y no quiero sexo rápido con nadie más, ya
no, me malacostumbraste. Bastian, perdón. Mírame, por
favor ―rogó, acariciándole la mejilla.
―No estoy enojado. Un poco… ya se me pasará. Estas
cosas me ponen ansioso e inseguro contigo, Luna. No eres
la única que tiene miedo, ¿sabes? Ven aquí, ¿puedo
abrazarte?
―Jamás me preguntes si puedes abrazarme, solo hazlo.
―Prometamos sinceridad. Aquí, ahora, no más secretos.
―Prometido. Y mira ―dijo Luna, extendiendo su móvil
con la pantalla brillando, donde Iris sonreía en una foto a
todo color.
―Luna, ¡es preciosa!
―Ella es Iris, mi sirenita, la luz de mis ojos.
―¿Estuvieron casados?
―¿Con Sule? No. Fue… sexo de una noche, no voy a
mentirte. Vine a ver a Mau y lo conocí. Por un tonto
accidente quedé embarazada y cuando se lo dije no dudó
en acompañarme. Nos hicimos muy amigos desde entonces.
―Espero que olvides esto que voy a decir ni bien salga
de mi boca: es joven, tiene todos esos músculos que te
gustan, tienen una hija, no puedes negarme que hay
conexión entre ustedes…
―Estás celoso. No te preocupes, ya olvidé lo que has
dado a entender. Sule no me atrae como hombre, bueno, no
te voy a mentir tampoco con esto, es impresionante, pero
nuestro cariño ahora es fraternal. Y él está en pareja con un
bailarín que lo tiene besando el suelo que pisa.
―¿Bailarín…? Me confundo… ¿Es homosexual?
―Depende del momento. Ahora sí. Ya te explicará él que
no le gusta etiquetarse y te dará un discurso al respecto.

Con una invitación silenciada, Bastian la llevó a su casa.


Necesitaban hablar. Él quería saber más, si ella estaba
dispuesta a contar, claro.
Y así fue.
Luna pudo sincerarse, no sin dudas de hacerlo. Le contó
sobre su temor a una maternidad no pedida ni querida, a
hacerlo sola, sus primeros pensamientos, sus culpas
posteriores, su dedicación y su postergación de todo lo
demás.
―Eres mi intento de ser feliz con un hombre. Apenas
recuerdo tener pareja estable y no por no querer,
simplemente, no se daba. No era infeliz, no te confundas, no
obstante, creo que me gusta esto de ser dos.
―Seremos cuatro. Si todo sale como pensamos y
queremos. Bruno e Iris cuentan.
―¿Te merezco?
―Como respondiste tú: no lo dudes. Es temprano,
¿quieres ver una película antes de acostarnos?
―No prometo no dormirme antes. Que sea una de acción
―respondió ella, abrazándolo.
Estaban ya sentados, uno al lado del otro, en el sofá del
salón. Él la miro y antes de poder hablar, ella lo besó, varias
veces.
―Luna, necesito conocer tus defectos ―murmuró,
maravillado, no le había encontrado ninguno todavía y eso
era peligroso para su cordura.
―De ninguna manera, deberás descubrirlos solito.
―Entonces, no me los ocultes ―susurró, mirándola a los
ojos. Quiso que ella leyese entrelíneas lo que había callado.
Sí, la veía perfecta, por qué disimular.
Luna no agregó nada. No pudo. Bastian le decía cosas
preciosas y cuando las callaba, el mensaje le llegaba igual.
Llevó la mano a la nuca de él y se acercó sin desviar la
mirada de los ojos preciosos que la observaban de cerca.
Enredó sus dedos en el corto cabello masculino y lo arañó
con las uñas largas, para provocarle un escalofrío que
disfrutó de ver.
Su corazón se puso bravo, saltaba agitado con cada
latido. Odiaba que se pusiese así, no podía dominarlo, era
un desgraciado. Sentir que ese hombre la dejaba temblando
solo con mirarla la ponía nerviosa.
―La película ―musitó Bastian.
No quería pasar al sexo sin más. Él era de citas, de
conversaciones, de ver películas acurrucado, de acariciar y
besar. Quería enseñarle a esa chica revoltosa lo lindo que
era disfrutar de la espera, del cosquilleo en el vientre, de la
ansiedad que provoca la anticipación.
Casi una hora después, Luna se sentía engañada, a
medias, porque las caricias fueron bonitas, y escuchar la
suave respiración y el lento palpitar, al estar apoyada en su
pecho, había sido íntimo y placentero. Le faltaron los besos.
La película había estado entretenida, no podía negarlo,
hasta la escena de amor en la que los personajes se ponían
un poco…
―¡Ah, no! ¡Esta escena no es para todo público!
―exclamó Luna. Bastian se asustó al sentir que ella se
ponía delante y le tapaba los ojos.
―¡¿Qué haces?! Déjame ver.
―No, de ninguna manera. Está más que claro que ella se
está desnudando, imagínatelo.
―Quiero ver, no me gusta solo imaginar ―pidió Bastian
muerto de risa.
Luna se giraba para ver la televisión y seguía cubriéndole
los ojos.
―Ahora están besándose. Yo te cuento todo lo que pasa.
¡Dios mío!, le quitó la ropa.
―Quiero verla.
―No, si quieres ver tetas mira las mías.
―Lo tuyo es romanticismo puro, ¿cierto?
―Perdón, abuelo, siempre olvido su edad. ¿Te cuento o
no?
―Sí, con detalles.
―Bien, él le besa el cuello. Ella sonríe, ¿ya te dije que
está desnuda?
Bastian le abrió el vestido sin demorarlo más y le besó el
hombro. Luna lo miró a los ojos.
―Me dijiste que mirase las tuyas, Luna.
―Me distraes, Bastian.
―Sigue contándome, anda.
―Pero te esmeras como el de la película. Oh, no… esto
es indecoroso. Le está lamiendo… eso mismo… ―señaló, al
sentir la lengua tibia golpeando la cima de su pecho
derecho. Se quedó prendada de la imagen. Bastian parecía
adorar su piel entre lamidas y besos.
―No te escucho. ¿Qué más hace? ―preguntó él, y en un
movimiento rápido sentó a Luna en el sofá, para descubrir
que la pareja dormía abrazada, tapada hasta el cuello―.
Menos mal, ya puedo volver a ver.
Luna no podía creer que la rechazara de esa manera. No
le quedó más que esperar a que terminase el film, no pudo
desconcentrarlo. Solo cuando la música del final de la
película sonó, él giró la mirada y le sonrió.
―Ahora sí.
―Ahora, no.
―Pobre niña caprichosa, le dijeron que no ―canturreó
Bastian, y ella sonrió.
―Eres un tonto. Chiquilín, inmaduro ―enumeró,
arrodillándose entre sus piernas y quitándole el cinturón.
―No. Acepté tus términos, Luna. No… ¡Luna!
―Shhh, quiero hacerlo. ¿Somos monógamos? ―Bastian
afirmó a regañadientes, lo eran, casi. El cierre del pantalón
cedió y las manos de Luna se metieron entre sus ropas―.
¿Estás sano? Yo sí, es obvio, soy de cuidarme mucho y lo
sabes.
―Estoy sano, por supuesto ―reconoció entre gemidos,
sin pensar siquiera.
―Entonces, levanta el culo ―le pidió, y lo desnudó.
Bastian cerró los ojos al sentir los labios de luna en su
vientre y bajando. Los movimientos eran acompañados por
la lengua, que humedecía todo a su paso. Bufó acalorado y
se quitó la camisa por la cabeza, sin desprender. Tenía que
agradecerle tal grado de confianza que depositaba en él, lo
haría cuando pudiese pensar.
Luna lo miró desde su posición, disfrutando el verlo gozar
con sus atenciones. Años habían pasado desde que no hacía
lo que estaba haciendo y rogaba no haber perdido sus
conocimientos al respecto.
―¿Qué tal, pequeño, te gusta? ―preguntó, mirando
directamente la erección de Bastian, mojada y ansiosa.
―Luna, por favor, no hables con mi…
―Con «mi» pequeño.
―No lo dejas concentrarse ―explicó, un poco anhelante
y otro poco divertido.
―Eso es mentira, mira lo bonito que está.
―Me exasperas, Luna ―gruñó riendo, pero no fue por
mucho, Luna no se lo permitió.
Bastian cerró los ojos y disfrutó como poseso. Jadeando
sin pudor, moviendo la cadera y enloqueciendo por
momentos.
Luna se había puesto creativa y laboriosa. Le encantaba
tenerlo así de dominado, literalmente, en la palma de su
mano.
Cuando supo que estaba a punto de no retorno, Bastian
tomó su sexo con una mano y con la otra enredó los dedos
en el desordenado cabello azul.
―¿Te vas a tocar para mí? ―preguntó ella, gimoteando,
como si rogase.
―Si es lo que quieres, eso haré ―sentenció Bastian, y
eso hizo.
Los ojos de Luna brillaban, iban desde esa ardiente
imagen hasta la boca de él y volvían a bajar. Se acarició los
pechos desnudos, porque no se los había cubierto desde
que él le bajó el vestido, y gimió.
―Ensúciame, Bastian.
Bastian insultó jadeando, y soltó todo su placer en un
sonido áspero. El pecho de Luna fue testigo de lo loco que lo
ponía con sus sensuales peticiones. Luna era maravillosa,
no podía negarlo. Era atrevida y divertida incluso en la
cama.
Se dejó caer sobre el respaldo del sofá, exhausto y
saciado.
Luna estaba en la gloria, era hermoso verlo así, tenerlo
así, solo para ella. Darle placer y ser testigo de cómo
gozaba sin inhibición le parecía un acto muy íntimo. Había
traspasado una barrera que tenía prohibida, por propia
decisión, y no se arrepentía. Lo había hecho con un inmenso
gusto y más ganas de las que había imaginado. Sí, eso era
una demostración de confianza más allá de lo pensado.
Confiaba en él, y confiaba en ellos, por sobre todas las
cosas, confiaba en ellos, juntos.
Se recostó sobre el suelo, sin importarle cuán pegajosa
pudiese estar y se acarició, reconociendo que un
sentimiento nuevo anidaba en su pecho y lejos de
asustarse, se emocionó.
―Me gustas ―le aseguró, desde esa posición, tendida en
el suelo y semidesnuda.
Bastian rio y le devolvió la mirada.
―Tú me encantas ―replicó él, y le tendió unos pañuelos
de papel.
No quería ponerse meloso ni intenso. Quería agradecerle,
decirle mil cosas con palabras, pero prefirió callar. Ella era
más simple, más de hacer, y la sola mirada había
alcanzado.
Volvía a pensar en lo acorralado que estaba, en lo inútil
que era resistirse a sentir algo que no podía manejar. Lo
lamentó por Diana y por Bruno. Y entonces fue consciente
de que ahí, en ese sencillo y apasionado acto, moría la
esperanza que, sin saber, todavía albergaba sobre su
matrimonio, definitivamente, muerto ya.
Luna se puso de pie y aceptó la invitación de Bastian a
que se diese un baño.
Él le prestó una de sus camisetas y la dejó sola. Prefirió
darle espacio. No dudaba de que lo había hecho por
disposición propia, pero igual le parecía que podía querer
meditarlo. Sabía que ella se tomaba muy en serio su salud
sexual, se lo había dicho, y no lo dudaba. Exponerse así, sin
preguntar más, confiando en simples respuestas verbales
era más de lo que esperaba en su corta relación, si era una
relación lo que tenían. Y claro que lo era, por más palabras
que quisiese agregar para camuflarlo.
Con el cabello húmedo y recogido, descalza, con una
camiseta que le llegaba hasta medio muslo, su culotte
floreado trasluciéndose por la tela y sin maquillaje apareció
Luna. Bastian atajó el golpe con un suspiro y cerró los ojos,
lo encandilaba con su divina apariencia, por momentos tan
frágil, femenina, preciosa... Repasó los tatuajes que
quedaban a la vista: medio brazo, parte de la unión del
cuello y las clavículas, el muslo derecho. En su vida se
imaginó una mujer así a su lado. Reparó en los labios
carnosos, limpios de maquillaje y de un color rosado suave,
que sonreían para él, y negó con la cabeza. Parecía más
joven de lo que era.
―¿Qué pasa, abuelo?
―Me preguntaba si tenías hambre, preparé ensalada con
pollo y…
―Yo ya comí ―respondió ella con picardía, y le guiñó el
ojo.
―Yo no ―agregó él, y la miró de arriba abajo.
Luna volvió a sentir ese golpeteo furioso en el pecho.
Quería sentirlo, vivenciarlo otra vez, solo con él, por él.
―Te lo tomo como promesa, Bastian.
―Come, Luna. Me doy una ducha en menos de diez
minutos.
―Esas órdenes… ―murmuró ella, y sonrió al ver que él
se acercaba.
―Acátalas en silencio. Come. Ya vuelvo.
No dijo nada más y le besó la punta de la nariz. Luna
inspiró profundo, quedándose con el maravilloso perfume
que emanaba la piel del hombre que le daba taquicardia y
la dejaba con las piernas flojas.
«Estás perdiendo poderes, Luna. Ya no lo pones nervioso,
se te dio vuelta la tortilla».
Luna no era consciente de que eso no pasaba. Bastian
sabía disimular bien los nervios que le ocasionaba Luna con
sus salidas inesperadas. Para ella era normal y casi lógico
pedir lo que quería, contar lo que le gustaba, exigir lo que
merecía, no reconocía otra forma de hacerlo. Bastian, en
cambio, era un hombre que había tenido que adivinar,
pedir, preguntar y esperar, eso ella no lo sabía.
Mientras esperaba a Bastian y se comía la ensalada que
él había preparado, llamó a Sule.
―¿Te costó mucho el perdón? ―le preguntó el moreno,
nada más atender.
―No. No es rencoroso y me entendió. Le conté todo. Me
siento más liviana.
―Es lógico, Luna. Tiene que ser así. No hay que estar
midiendo lo que se dice y lo que no. Déjate de tonterías y
entrégate como eres: maravillosa, simpática, divertida.
―Me amas, Sule. No lo niegues.
―Ególatra. Iris está dormida en la cama de mi madre.
Están abayaditas, lloró después del baño y quedó agotada.
―Nada nuevo. ¿Preguntó por mí?
―No, eso sí es nuevo. ¿Estás bien, Luna? ¿Estás en tu
casa?, ¿quieres que vaya?
―No, estoy en la de Bastian. Me quedo con él. Gracias.
―Suspiró antes de agregar―: Estoy feliz, Sule.
―Guau, nena. No sabes lo que eso me alegra. Te lo
mereces, preciosa. Disfrútalo mientras dure y si es para
siempre, mejor que mejor.
―Eso haré. Corto, ya terminó de ducharse. Gracias.
―Corta.
―Tú primero.
―Madre mía, eres de lo que no hay ―sentenció entre
risas.
―No tardé mucho, ¿cierto? ―preguntó Bastian al entrar
a la cocina, y le besó la nuca.
Luna se estremeció de pies a cabeza. No era sano que
estuviese tan vulnerable a esos roces tan castos.
―Aproveché para llamar a Sule. Iris no ha preguntado
por mí. Suele hacerlo cuando se queda en su apartamento o
con los abuelos. Queremos que aprenda a extrañar, porque
tiene dos hogares y debe asumirlo.
―Es pequeña todavía.
―Ni me lo digas, que la voy a buscar ya mismo.
―Muéstrame más fotos. Quiero saber cómo eres como
mamá. ¿Tienes sueño?
La respuesta de Luna fue tomar el móvil, sentarse sobre
las piernas de Bastian y comenzar a hablar de su tema
favorito, mientras una tras otras las fotos de Iris robaban
exclamaciones cariñosas del hombre.

Luna no recordaba lo que era despertar entre los brazos de


un individuo con el que compartía una cama con otras
intenciones además de las sexuales. No se quejaba, para
nada. Tampoco recordaba que le gustase. Si le preguntaban,
antes hubiese dicho que era molesto y caluroso. No
obstante, parecía que no era nada feo hacerlo con alguien
por el que comenzaba a sentir más que atracción.
Bastian le dio un beso en la frente y luego, con intención
de no despertarla, se movió lenta y silenciosamente para
salir de entre las sábanas.
―Estoy despierta ―susurró ella, con la voz ronca por el
sueño.
―Buenos días, entonces. Voy a preparar algo para
desayunar. No puedo llegar tarde a buscar a mi hijo, pero
quiero un ratito más contigo.
Luna gruñó, estirándose cuán larga era y lo vio ponerse
un pantalón de pijama largo, debajo, nada. No podía negar
que le había parecido muy sensual ese simple acto. Sonrió
como una tonta y se tapó la cara con la sábana.
Qué molestas resultaban las estúpidas mariposas
revoloteando en su estómago.
«Es hambre, Luna. Piensa que es hambre».
Se puso de pie y caminó descalza hasta la cocina. Otra
imagen sexi de su hombre mayor la recibió.
«¡Y sonríe! Que desista de hacerlo tan bonito, por favor».
Inspiró profundo y se negó a dejar salir el aire, que
retuvo para no mostrarle lo afectada que estaba con su
simple presencia y esa mirada verde que le doblaba las
rodillas.
―¿Quieres jugo de naranja? ―Afirmó con la cabeza y se
sentó en el frío mármol de la encimera, solo para poder
mirarlo más de cerca.
―¿Por qué me miras tanto? ―le preguntó Bastian sin
dejar de lado su tarea.
―Porque puedo y quiero. Me gustas, por eso te miro.
―No comiences con tus travesuras que terminamos mal.
―¿¡Mal!? No tienes ni idea de lo bien que termino yo.
Bastian la miró y sonrió, mordiéndose el labio,
conteniéndose. Podía negarse la tentación de mirarle las
piernas desnudas; de acariciarle el cuello esbelto, que se
veía precioso con el cabello azul recogido; de besar esos
labios suaves y hermosos, pero era imposible negarse a
caer en la maldita provocación que siempre salía de su
boca, tentadora y lasciva boca.
―A ver, Pinturitas, me provocas constantemente
creyendo que puedo controlarme y ¿sabes qué?, no puedo
―murmuró, levantándola en brazos y sentándola luego
sobre la pequeña mesa de la cocina. Sin que ella se lo
esperase le quitó la camiseta―. Contigo no lo logro, me
pones los pelos de punta, entre otras cosas que se ponen de
punta… ¿Lo sientes? Esto me haces cada vez que hablas
con ese tono obsceno que me encanta.
Luna estaba anonadada con la impetuosa reacción de
Bastian, y sonrió encantada. Apretó la mano que él mismo
le puso en su erección, para que comprobase que estaba
duro por ella, y lo vio tragar saliva. Disfrutaría del
«mañanero» en la cocina, claro que sí.
En un par de movimientos, Bastian tomó dos medias
naranjas listas para exprimir y lo hizo, sobre los pechos
desnudos de Luna.
―Te dije que me encantan las naranjas ―murmuró, antes
de sacar la lengua y lamerla―. Las disfruto con el desayuno,
después de las comidas, en ensaladas y postres, son
buenísimas porque tienen vitamina C. Es buenísima para la
piel, ¿sabes?
La sorpresa de Luna no evitó los gemidos que le
provocaban las lamidas y besos dados entre palabras que
sonaban inteligentes y serias.
―¿Me las recomienda entonces, doctor?
―Por supuesto. El sabor cítrico y dulce mezclado con el
de tu piel es afrodisíaco ―susurró, y volvió a derramar jugo,
esta vez en el ombligo de Luna. Se lo bebió maldiciendo por
lo bajo, le parecía una acción muy erótica―. No tienes idea
de lo hermosa que estás así. ¿Puedo?
Luna lo miró y comprendió que la pregunta tenía que ver
con su reticencia a practicar sexo oral, como bien se lo
había dicho, no obstante, la noche anterior había desistido
de ese freno. Se lo había demostrado con creces.
―Pensé que anoche había quedado claro ―dijo entre
gemidos. Porque seguía besándola en puntos excitantes.
―Contesta sin rodeos, Luna ―pidió Bastian, no quería
equivocarse, prefería respetar sus tiempos.
―Sí, puedes. Por favor, hazlo ―rogó, con la voz
entrecortada por la anticipación.
No terminó la frase. El jugo fresco de la fruta cayó desde
su vientre, dulce y pegajoso, produciéndole una electricidad
deliciosa que recorrió su espalda por completo. Cerró los
ojos con fuerza. La sensación de la lengua de Bastian
humedeciéndola era intensa. Sus gemidos se le ahogaron
en la garganta. Su cuerpo se entregó por completo a ese
placer casi olvidado.
La boca habilidosa de su hombre la hizo retorcerse como
culebra sobre la madera y explotar como un volcán furioso.
Los dedos de los pies se le acalambraron y los gemelos se le
tensaron, los muslos le temblaron y el gemido brotó sin
control por sus labios entreabiertos.
―¿Estás bien? ―preguntó Bastian, besándole el vientre,
segundos después, y acariciándola con dulzura, sin alejar la
mirada de sus ojos.
―Más que bien. Tu boca hace magia.
―No digas tonterías.
―Acepta un piropo, Bastian, que los digo poco, pero son
sinceros ―pidió, sentándose sobre la mesa y acariciando el
pecho desnudo del hombre que le había hecho doblar los
dedos de los pies, como hacía mucho que no le pasaba.
―Siempre me dices cosas lindas, Luna. Y te lo
agradezco. No, no… no, por favor ―demandó, tomándole
las manos que iban camino a su entrepierna. Deseaba
permitírselo y seguir con lo que suponía sería una excelente
sesión de sexo matinal, pero no había tiempo―. Tenemos
que cambiarnos. Debo recoger a mi hijo.
―¿Y tu pequeño? ―Luna hizo una mueca con los labios y
le acarició la espalda, luego señaló su erección con
provocación.
―Luna, por favor, no estás colaborando ―indicó él,
acariciándole la cara y los hombros. Bajó la mirada y le
recorrió el cuerpo desnudo con ella―. Te quiero volver a
comer a besos, Luna, en la cama, mil veces hasta que me
digas basta y luego…
―Hacerme el amor como solo sabes tú.
―Eso mismo, pero no tengo tiempo ―susurró,
mordiéndose el labio y negando con la cabeza―. ¡Eres tan
hermosa, Luna! Mírate, eres…
―Bésame, que me pones nerviosa con esa mirada verde.
Bastian la besó con la intensión de expresar todo lo que
estaba sintiendo por esa chica de tatuajes y pelo azul. Era
algo inesperado y explosivo, diferente y hermoso.
Luna enredó los dedos en el corto cabello de Bastian y le
devolvió el beso con la misma intención. Ese hombre era
más de lo que esperaba y se había ganado su confianza, su
placer, sus ganas de darlo todo y más para estar juntos, no
solo noches de pasión.
En la cabeza de Luna comenzaba a nacer la idea de un
futuro que nunca imaginó, no por no creer merecerlo o verlo
imposible, sino porque no había surgido el sentimiento
capaz de originar tal ilusión.
―Me voy a cambiar. Antes…, Bastian, quiero decirte algo
que tengo atragantado aquí ―susurró, señalándose el cuello
y luego tomándole la cara para que la mirase a los ojos―.
No soy buena con las palabras de amor, tampoco sé si estas
lo son… Solo quiero que sepas que estoy muy bien contigo,
que no me arrepiento de haber caído en la tentación. Me
convenciste con tus palabras bonitas y esa sonrisa tuya, no
obstante, creo haber hecho bien.
―Todo es culpa mía, ¿cierto?
―Sí. Son tuyos los laureles porque yo hubiese escapado
sin darnos la oportunidad. Gracias por eso.
―Salí ganando también. Fue todo por egoísmo. Ahora, ve
a cambiarte que no llego, por favor. Yo limpio esto y voy
también ―pidió, besándole los labios y ayudándola a
ponerse de pie―. Me alegro de haberte convencido,
Pinturitas. Estoy loquito por ti ―aseguró, y le dio un
golpecito en el trasero para que fuese a cambiarse.

Luna llegó a su apartamento con la sonrisa dibujada. En la


soledad y silencio de su baño, dándose esa ducha que
necesitaba urgente, después de haber sido embadurnada
con jugo de naranjas, entendió que su vida daba otro giro
inesperado. Nuevas circunstancias indomables ponían, otra
vez, su vida de cabeza.
Por lo general, la vida de Luna era rutinaria o, mejor
dicho, sin sobresaltos, no obstante, cuando algo ocurría no
era una tontería. Así había sido desde la imprevista y
temprana muerte de sus padres.
Luna buscaba tranquilidad, no esperaba que la vida la
sorprendiera, solo que pasara, entonces ocurrían cosas
como un embarazo impensado o un hombre sorprendente. Y
todo lo que la mantenía serena y en paz, se venía abajo y
ponía su suelo a temblar.
«Deja de quejarte que es hermoso sentirse así», se dijo
en silencio y sonrió.
Sí, era hermoso.
Se tomó un momento, debajo de la ducha, para
rememorar la carita del jovencito que había conocido sin
pretenderlo.
Había hecho lo más rápido posible en cambiarse y fue en
ese momento en el que escuchó el timbre del apartamento
de Bastian. No quiso salir hasta que él no la llamase. Y así lo
hizo al segundo, anunciándoles que su hijo Bruno había
llegado, lo había traído la madre. Luna quiso irse, pero
Bastian no la dejó.
La presentó como una amiga. El muchacho le había
sonreído bonito, como lo hacía su padre, y se había
presentado con su nombre. Unos segundos después, se
adentró a la cocina y fue cuando se despidió nerviosa del
hombre que la miraba con los ojitos brillantes. Bastian le
besó los labios tomándose su tiempo y luego le hizo una
caricia.
«Gracias por quedarte anoche. Lo repetiremos pronto. Te
llamo luego», fueron las palabras que le dijo antes de cerrar
la puerta.
Detalles tan simples como esos la emocionaban. No le
parecía que fuese el momento de conocer a Bruno, no
todavía, sin embargo, se había dado así. Bastian parecía
encantado, eso pudo notar.
Llamó a Sule para saber qué estaban haciendo con Iris.
No quería interrumpir el sábado de padre e hija, por lo
general, no lo hacía.
Fue de visita a casa de Sonya y más tarde llamó a su
hermano para autoinvitarse a cenar. No quería estar sola.
Esa noche la pasó en la casa de Nando, porque, sin la
responsabilidad de cuidar a la pequeña, se atrevió a
seguirle el ritmo a su hermano en la ingesta de vino y
cervezas.
Al regresar a casa, vio que tenía un sobre en el buzón y
estaba a nombre de Bastian. Le pareció muy raro.
Demasiado raro. Tomó el teléfono y lo llamó.
―Hola. Estaba por llamarte. Almuerzo con Bruno y lo
llevo a casa de su madre, luego me libero. ¿Quieres que nos
veamos? ―preguntó Bastian, sin darle la oportunidad de
saludar siquiera. Lo escuchaba más serio que de costumbre.
―Hola. No sé si podré, Sule trae a Iris en un rato. Igual,
te aviso. Llamaba por otra cosa. Tengo en mis manos un
sobre que tiene tu nombre y mi dirección.
―¿¡Ya!? Caramba, no tuve tiempo de decirte. Ayer lo
olvidé, la verdad. Son los resultados de mis análisis
médicos, los hice por y para ti, por eso me pareció
pertinente que tuvieses una copia.
―¿Los abro? ―preguntó un poco emocionada y otro poco
sorprendida. Bastian la desconcertaba―. ¿Estás bien?
Suenas serio.
―Estoy bien, esperando a que Bruno termine de
ducharse. Ábrelos, por favor.
Luna lo hizo y encontró que todo estaba perfecto. Era un
hombre muy sano, por lo que podía ver. Sonrió al leer
algunos resultados que hablaban sobre enfermedades
venéreas, todo era negativo, por supuesto.
―Abuelo, tienes el colesterol alto ―le comunicó, la voz
sonaba divertida. Bastian reconoció la broma y rio.
―No te creo, pequeña mentirosa, mi maquinaria está
óptima.
―Todo está perfecto, Bastian. Esto me hace pensar en tu
desesperación por dejar de usar gomitas.
―Un poco sí, pero no del todo. Debes pensar que mi
intención es hacerte saber que voy en serio contigo.
Prepárate para la próxima vez que te quite la ropa,
Pinturitas.
―Solo vas a tener que seguir la flecha, abuelo.
―No puedo contigo. No me dejas ganar una pulseada.
Voy a cortar que ya viene Bruno. Tengo ganas de verte,
aunque sea un rato. Avísame si puedes.
Luna se despidió sonriendo, otra vez. Bastian tenía ese
poder. Volvió a leer los papeles que tenía en la mano.
«Este hombre está loco, pero es un loco lindo», dijo.
Bastian se llevó las manos al cabello y tiró de él hacia atrás
mientras dejaba caer la cabeza hacia adelante.
Dos días, solo dos días habían pasado y el castillo se
había venido abajo. ¡Qué poco le había durado la ilusión!
Porque de algo estaba seguro: las cosas se saldrían de su
sitio, nada seguiría tal y como hasta ese momento.
Tomó el móvil y marcó el número de Luna, no podía
demorarse en hablar con ella, no quería ocultarle nada. Su
promesa era muy firme, quería sinceridad entre ellos y eso
le daría.
―Hola, por fin… ―dijo ella al atender.
Le había llamado la atención su distancia. Claro que con
mensajes le había hecho saber que había estado muy
ocupado. El hecho era que lo había extrañado.
―¿Podemos vernos? Puedes pasar por mi casa o voy a la
tuya, lo que te parezca mejor.
―Bastian, ¿qué pasa?
―Quiero verte, tengo algo que contarte.
Quedaron de acuerdo en que lo harían en un bar cercano
al apartamento de ella. No tenía mucho tiempo libre, Chiara
debía irse temprano y ella tenía a Iris. Le sorprendió mucho
la seriedad de Bastian y la poca predisposición a las bromas
a las que la tenía acostumbrada.
Bastian tomó las llaves del coche, sin poder dejar de
rememorar lo que le había dicho Bruno: «Mamá está
preocupada por el embarazo de la tía Berta. Dice que es
una locura a su edad y estando separados».
En pocas preguntas pudo sonsacarle a Bruno alguna
pista más y no era Berta la del posible embarazo, ¡si esa
mujer se llevaba demasiado mal con su ex! Era imposible
cualquier actividad sexual, ni siquiera se miraban bien.
Además, tenía una edad… No era ella. Ese mismo día quiso
hablar con Diana para quitarse las dudas, pero no fue hasta
el lunes que pudo hacerlo.
Recordaba cada palabra de aquel lejano diálogo que
tuvieron después de cometer la locura que le había aclarado
la mente, aunque complicado su existencia, y otra vez el
nudo en la garganta, mitad angustia y mitad rabia, le
obstruía el paso de aire.

―Lo siento ―le había dicho a Diana, todavía dentro de


ella, en la cocina de su antigua casa y con la frente apoyada
en el hombro femenino.
―Esto no debió… Dame espacio, por favor ―pidió ella,
empujándolo con suavidad para que se alejase y poder así
bajar de la encimera donde estaba sentada, a medio
desnudar y con el rostro enrojecido. Tomó una servilleta de
papel para higienizarse un poco, siendo conscientes del
error cometido sin intención, solo por cabezonería, por
estupidez.
Bastian apoyó las manos en la pared y hundió la cabeza
entre los hombros.
―Lo siento, no sé por qué hice semejante tontería
―murmuró desde esa posición.
―Hicimos… y sí, fue una tontería, Bastian. No cambia
nada, no debe cambiar nada. Te pido disculpas si esto te
hace pensar otra cosa. De todas formas, no seamos
hipócritas ni nos disculpemos tanto. Necesitábamos esto, es
el punto y final. Quiero que esta relación de expareja sea
adulta, tenemos a Bruno y nos costó mucho entendernos.
No lo estropeemos, por favor.
―Entiendo. No te preocupes. Prometo que esto pasa al
olvido.
―Prefiero estar sola.
―Claro ―fue lo último que dijo antes de irse.
Diana era, o supo ser, el amor de su vida. La idea de
amarla, aún a la distancia, le carcomía la cabeza. Con la
novedosa presencia de la chica del pelo azul y esa intención
de acercamiento a ella, que había nacido de la misma
atracción explosiva que sentía, y los remordimientos y
dudas sobre el amor que parecía estar desapareciendo se
vio tentado con Diana.
Ella no se había negado, ¿por qué no?
De un momento a otro se miraron a los ojos, luego la
boca y el silencio se volvió cómplice, los recuerdos de un
amor muerto o agonizante, de una familia bonita y soñada…
No había explicación lógica para la atracción que sintió en
ese instante. Y se devoraron a besos, con ansias y torpeza…
y luego, todo lo demás.

Llegó a su destino, vio a Luna entrar al bar y tomar


asiento en una mesa cercana a la ventana. Sonrió al
advertirla tan hermosa. Su cabello brillaba al sol y su ropa
rosada la hacía lucir como una niña, además de hacer más
notoria toda la tinta que adornaba la piel blanca, que lo
hacía suspirar por su suavidad.
Cerró los ojos con más recuerdos acechando:

―Diana, por favor, responde sin evasivas. ¿Tuviste tu


período o no?
―No. Pero no es determinante, Bastian. Desde hace unos
meses estoy con estudios para definir si estoy entrando en
la menopausia, tengo irregularidades, pérdidas o se atrasa
la fecha…
―Deberías haberme llamado, ¡por Dios! Soy tu marido,
tengo responsabilidad en esto.
―Eres mi exmarido, y no tengo nada que contarte,
Bastian.
―Ponme al tanto, sin obviar nada, por favor ―le pidió con
seriedad.
―Tengo que esperar unos días. Hace poco me hice
estudios, cuando me quité el DIU y si bien estoy entrando
en la menopausia como era de esperar, todavía podría
embarazarme. Es poco probable, pero puedo. Esto me dijo
el doctor, no quiero entrar en detalles innecesarios, Bastian.
No voy a hacerme el test rápido porque no me dejaría
tranquila el resultado. Tengo una cita en dos días y
saldremos de dudas.
―Bien. Entonces, esperaremos. Ahora dime ¿cómo
estás?, ¿qué sientes?
―Estoy asustada, indignada, arrepentida, enojada,
frustrada, rabiosa… perdón, pero todo lo que siento es
negativo.
―No nos adelantemos, Diana. Lo resolveremos juntos
―dijo, abrazándola y pidiéndole que dejase de llorar.

¿Qué significaba resolverlo juntos? La realidad no


ayudaba. Estaban separados y él quería seguir con Luna.
¿Qué tan egoísta era pensar así? Ese encuentro lo había
expuesto a sus verdaderos sentimientos. Ya no amaba a
Diana, su nueva ilusión estaba puesta en esa singular joven
que lo tenía loco con sus comentarios y atrevimientos. Por
eso había ido a buscarla aquel día, a pesar de que ella no
había concurrido a esa primera cita, porque quería más de
ella, saber, con exactitud, qué era lo que estaba
despertando. Si era atracción sexual y nada más, pronto lo
descubriría, ese había sido su pensamiento entonces. Sin
embargo, se encontró con que no alcanzaba, que cada vez
que veía a Luna, su pecho se ensanchaba y sus ganas de
estar con ella se volvían inquietantes.
Lo había conseguido, ella había aceptado conocerlo, y
estaba pletórico.
Salió del coche y caminó lento. Parecía no querer llegar
nunca a estar frente a frente, porque lo que tenía que
contarle no era justo para ninguno de los tres.
Luna, que estaba sonriendo, se puso seria de inmediato y
un aguijonazo le dio en el pecho. Algo había pasado, porque
esa seriedad en Bastian no la había visto nunca. Se
preocupó por la salud del hijo y de él mismo, no pudo
imaginar nada más.
Se puso de pie al tenerlo cerca y le besó los labios en un
beso casto. Él sonrió sin ganas y tomó asiento a su lado.
―Bastian, habla. Tu cara te delata.
―Luna, tengo que contarte algo.
―Parece grave.
―No es grave la palabra. Diana podría estar
embarazada. De mí.
―¿¡Perdona!? ¿Volvieron? Estaban separados, Bastian.
―No volvimos y sí, estamos separados. Fue una tontería
lo que hicimos.
―Bastian, ¿te acuestas con tu ex y lo llamas tontería?
¡No lo puedo creer!
―No es lo que quise decir, Luna. No me pongas más
nervioso de lo que estoy.
―¿Te pongo nervioso yo?
―Tampoco es eso lo que quiero decir. Una noche, hace…
―No, no, no. No quiero escuchar, no tengo por qué
hacerlo. Eres lo bastante mayorcito como para resolver tus
problemas y sabes bien cómo se hacen los niños ―dijo
Luna, poniéndose de pie. ¡Estaba tan enojada!
―¿Me puedes dejar hablar? ―preguntó él.
No podía creer que la conversación estuviera siendo peor
de lo que pensaba. Pudo ver el enojo en los ojos de Luna,
detrás de todo ese maquillaje hasta las lágrimas retenidas
eran evidentes.
―No, Bastian. No puedo ni quiero. Tengo que ir a buscar
a mi hija.
―Luna, por favor, no te vayas.
―Llego tarde ―dijo casi al borde del llanto.
―¡Escúchame, por Dios! ―gruñó frustrado. La vio girarse
y mirarlo a los ojos, ya con una lágrima descendiendo en su
mejilla.
―Solo te pedí sinceridad. No quise un compromiso
contigo, solo ser sinceros, y yo lo fui. Desde el mismo día
que te conocí te hablé de frente. Siempre fui sincera y
transparente. Lo de Iris no cuenta porque era protegerla
de… esto, quise protegerla de esto, Bastian. Me
defraudaste.
Bastian la vio marcharse y depositó un par de billetes en
la mesa. No sabía si ella había consumido algo o no. Salió
corriendo para intentar nuevamente ser escuchado, pero
entonces la vio subirse al coche y arrancar.
―¡Mierda!
Tomó el móvil y marcó una, dos, tres veces, sin embargo,
ella no atendió. Entonces tecleó un mensaje pidiéndole la
oportunidad de explicarse. Le avisó también que pasaría por
su casa más tarde.
Nunca obtuvo respuesta.
Luna llegó al apartamento de Sule y al entrar, su torbellino
pequeño se le enredó en las piernas. Con una sonrisa seca
la abrazó y aspiró el aroma de su cabecita, sintiendo que
todo estaba bien. Si su niña estaba bien, lo demás no
importaba. Quiso convencerse de que eso era así, y no
pudo. Mucho menos cuando Sule la miró a los ojos y la
interrogó frunciendo el ceño.
―Hagamos una pijamada ―anunció Sule―. ¿Mami quiere
quedarse a dormir?
―¡Yiii, mami!
―Claro que sí. Ve a buscar tus muñecas, Iris, así les
hacemos la casita en el sofá. Y tú, habla. ¿Qué pasó? Ven
aquí, preciosa. No llores, por favor, no preocupemos a la
niña ―murmuró, y la pegó a su enorme pecho.
Luna dejó fluir las lágrimas en silencio y al escuchar a Iris
volver, se encerró en el baño para encubrir su llanto. Salió
después de unos minutos y disimuló todo lo que pudo.
La pequeña se durmió temprano, entonces tuvieron
tiempo de conversar, fue cuando ella se desahogó con su
amigo, contándole todo.
―¿Quieres un consejo? ―preguntó él, después de pensar
unos segundos.
―No lo sé, Sule. Me asustan tus consejos.
―Primero deberías escucharlo.
―¿Para que me diga qué? Que fue una tontería de una
noche, que no la quiere, que volvieron, que la ama, que era
para darle un corte al matrimonio… todas son excusas que
pueden repetirse. Le di toda mi confianza, Sule. Nunca he
sido más sincera con nadie en tan poco tiempo. Creí en la
posibilidad de tener un futuro juntos. Por primera vez en mi
vida pensé en el mañana y creí que había llegado el hombre
que se convertiría en mi pareja estable. Ya no creo en él.
―Estás siendo demasiado radical. De todas formas, creo
que debes tomarte un tiempo para enfriar la cabeza. Vamos
a dormir abayaditos.
Luna sonrió ante esa palabra y le dio un beso en la
mejilla, luego se dejó abrazar.
―Duerme en mi cama.
―No, prefiero quedarme acá en el sofá, no creo que
duerma mucho y tú trabajas mañana. Ve a descansar.
―Te dejo un lugarcito en el lado izquierdo, por si te
arrepientes.
Lo vio partir y se quedó en silencio y a oscuras.
Volvió a leer el mensaje de Bastian pidiendo que lo
escuchase, no obstante, no tenía ni un poquito de ganas de
hacerlo. Sabía que la convencería con facilidad, solo con
mirarla y sonreírle ella caería a sus pies.
Se sentía engañada, y tonta… ¡qué tonta!
Ella le había dado todo. Su confianza ciega había
depositado en ese hombre de los ojos verdes más hermosos
que había visto.
Cerró los suyos, llenos de lágrimas, y sin saber cuándo se
quedó dormida.

―No hagas mucho ruido que mami duerme ―susurró Sule.


Luna pudo escucharlo, perdida en una duermevela
deliciosa―. ¿No parece una princesa con el pelo tan largo?
―Pinceya ―murmuró la niña, con la vocecita bien baja.
―Sí, princesa, como la sirenita, ¿cierto? Pero el cabello
de ella es de color…
―Dojo.
―¿Y el mío? ―murmuró Luna, sin abrir los ojos.
―¡Mami! Zul.
―¡Qué sirenita tan inteligente tenemos, Sule! ―exclamó,
abrazándola y besándola por todos lados.
Después de algunas otras demostraciones de cariño,
desayunaron juntos. Luna le informó a su hermano que no
iría a trabajar porque quería pasar el día con Iris.
Nando no era tonto y sabía que algo no estaba bien. Por
eso prometió visitarla más tarde.
Luna pensó en aceptar, pero luego lo analizó mejor. Si
quería evitar a Bastian debía desaparecer de los lugares que
él conocía. porque bien sabía ella que era perseverante y no
cesaría de buscarla, de hecho, ya tenía un par de mensajes
de él, que ignoró, por supuesto.
Liberó a Sule, porque tenía cosas que hacer, entre ellas,
verse con su chico.
En uno de los mensajes, Bastian le decía que la llamaría
después de trabajar, por eso sabía que estaría ocupado. Fue
a su apartamento para cambiarse de ropa y bañar a Iris. Le
había informado a Chiara que se tomase el día libre
también.
La niña le supuso una distracción excelente. No tuvo
tiempo de pensar ni indagar en sus sentimientos. Solo lo
hizo cuando llegó a casa de su hermano, de sorpresa. Allí
estaba Mónica, como era de esperar, y entre los dos le
sacaron toda la información.
Nando la miró con los ojos cargados de impotencia. Si
Bastian estuviese ahí, no lo pasaría bien. Nando era de
enojarse mucho, lo bueno era que se le pasaba rápido.
―Es un…
―Mejor no lo insultamos. Ese hombre no debe estar
pasando un buen momento tampoco ―aseguró Mónica,
intentando ser la voz más imparcial de los tres.
―¡Y a mí qué me importa él! Yo no quiero que lo pase
mal mi hermana.
―¡Nando!
―Me callo y las dejo solas. Ya veo que todo lo que digo
no sirve.
―A mí me sirve, gracias, Nando.
En ese instante, Luna recibió un mensaje de voz, de
varios minutos, de Bastian. Y su angustia se agigantó. Le
dijo a Mónica que quería escucharlo y se encerró en el baño.
Bastian le explicó con lujo de detalles lo que había
pasado y cuándo. También le contó que en esos días se
enteraría si realmente sería padre o no. Le prometió que no
estaba con Diana y que seguía queriendo tener esa relación
loca que tenían. Así la había llamado: «relación loca». Esas
palabras la hicieron sonreír. «Me siento bien contigo,
Pinturitas. No me alejes de tu lado», fueron las últimas
frases del mensaje.
Para entonces, Luna estaba destruida. Otra vez, lidiando
entre lo que pensaba y sentía. Odiaba las infidelidades,
sabía lo que hacían en las parejas y si perdonaba una…
―Técnicamente, no fue una infidelidad, Luna ―dijo
Mónica.
Y ella sabía que tenía razón, entonces ¿por qué no podía
volver a sentir confianza en Bastian?

Habían pasado varios días. Bastian había dejado de llamar o


escribir y no porque no quisiese hacerlo, sino porque creía
que ella requería cierto espacio y tiempo para hacerse a la
idea, entender lo que había pasado y hacer desaparecer el
enfado que vio en sus ojos. Eso esperaba él. No tenía idea
de cómo administraba ella sus enojos, solo rogaba por un
poco de comprensión.
Luna entró a la confitería de siempre y saludó a Perla. No
dejaba de darle vueltas a lo que Bastian le había contado y
a lo que sentía al respecto. Le había ocultado una
información relevante y eso era, sin duda, una falta
importante de parte de él. No era cualquier información.
La sensación de sentirse engañada era tan agria, tan
persistente y cruel. Sacudió la cabeza, con intención de
remover esa amarga angustia también, sabiendo que era
solo una distracción mentirosa, momentánea, no obstante,
esos minutos eran de agradecer, porque la hacían sentir
mejor.
Miró para todos lados y encontró lo que buscaba. Se
decantó por el señor pelado de la última mesa.
―Tienes cara de malo. Eres un asesino a sueldo ―dijo en
voz baja.
Le observó la espalda enorme y los brazos abultados…
afirmó con la cabeza, corroborando su idea. Ese hombre
daba miedo. La barba larga, los ojos oscuros, los labios
apretados, la calva brillante… Un escalofrío le recorrió la
espalda, creyéndose su propia mentira. Entonces, el hombre
levantó, con sus dos dedos enormes, una paloma de papel,
y el caballero flaco y elegante que se acercaba le regaló una
amplia sonrisa, se inclinó y le dio un beso en los labios.
«Puede ser un asesino enamorado, Luna», insistió en su
mente.
―Por fin doy contigo, Luna. Es de niños esconderse ―dijo
Bastian, sentándose a su lado sin pedir permiso―. ¿No
piensas hablarme nunca más?
―No tengo problema ninguno en hablarte, Bastian, lo
que sucede es que no tengo qué decirte.
―Luna, sé que escuchaste mi mensaje. Dime algo. Me
tienes en ascuas.
―Me engañaste, Bastian.
―No lo veo así ―le aseguró él.
―Me mentiste, entonces.
―Tampoco hice eso. Te oculté algo que podía hacerte
daño y no era necesario que lo supieses, por el momento en
el que sucedió. No éramos nada, no teníamos nada, Luna.
Fue un error cometido sin mala intención. No lo oculté
siquiera para retenerte a mi lado, incluso hasta lo olvidé en
algún punto. Cuando sucedió, no voy a mentirte, lo
necesitaba, porque estaba dudando de mis sentimientos, de
mis ganas por ti o por ella. Fueron demasiados años juntos,
Luna. La amé mucho y me separé amándola. Entonces, te
conocí y ella comenzó a desdibujarse en mi corazón. Tuve
que cerciorarme, tenía que hacerlo para saber qué me
pasaba contigo y con ella. A partir de ahí te convertiste en
algo bonito. Contártelo ya no era importante. No quería
hacerte daño.
―Lo hiciste igualmente ―susurró frustrada, intentando
no gritar.
―Y lo siento mucho.
―Yo también, Bastian. También te convertiste en algo
bonito para mí y es por eso que duele más. No puedo decir
que todo es olvidar y hacer cuenta nueva, no funciono así.
Necesito pensar ―dijo, sincerándose.
―Lo entiendo. Solo quería que me escuchases y que me
miraras a los ojos al hacerlo. Creo haber sido claro contigo,
solo eso necesitaba. Es lo que te mereces.
Se puso de pie y se fue, sin agregar nada más. Luna
cerró los párpados, no quería verlo caminar, alejándose de
ella, no después de todas esas palabras lindas y esa mirada
dulce.
Correría a abrazarlo, claro que lo haría. Entonces, jamás
sabría si estaba realmente convencida de perdonarle,
tampoco sabía si tenía algo que perdonar.
Prefirió verlo partir.

Dos días después, mientras Iris y ella estaban compartiendo


un rato con Sonya y Kike, llegó un mensaje de Bastian
donde aclaraba, sin más explicación, que Diana no estaba
embarazada. Le avisaba también que debía viajar a un
congreso y estaría fuera del país tres semanas.
Lejos de sentirse mal, Luna se sintió aliviada. Era de la
única manera en que podía mantenerse alejada de él. Se
había prometido volver con Bastian porque, a pesar de todo,
estaba comenzando a quererlo y sabía que le hacía bien su
compañía. Sin embargo, su idea era hacerlo cuando
estuviese segura de haberlo perdonado. A pesar de saber
que no tenía motivo alguno para dudar de él, su conciencia
no podía mermar el sentimiento de inseguridad que le
proporcionaba el sentirse engañada. Lo comprendía, claro
que lo hacía, aun así, la razón no manda donde lo hace el
corazón.
La noticia del no-embarazo era lo mejor que podía
pasarle. No conocía a esa mujer y no tenía idea de cómo
estaba con todo lo sucedido, lo lamentaba por ella. Si quería
ser madre se le había truncado el deseo. A ella le gustaba
que así fuese, ¿podía eso convertirla en mala persona?
―Deja de decir tonterías, cariño. No eres mala por eso.
Yo también me alegro y lo hago por ti. ¿Se quedan a cenar?
―quiso saber Sonya, aliviando sus culpas.

Así pasaron los días de Luna: entre amigos, trabajo y


pensamientos cada vez más positivos. De pronto, se
encontró extrañando a Bastian, pensando en él, incluso,
mientras paseaba con Iris por el parque. Rechazó
invitaciones a bailar porque se le hacía aburrida la idea de
hacerlo sin él. Lo que sí aceptó fue la solicitud de Sule para
que fuese a ver el espectáculo de Liz y por fin conoció a su
novio. Era oficial, eran pareja.
Una punzada de celos le oprimió el pecho al verlos
besarse y tomarse de la mano.
―Tengo celos de ese chico ―le dijo, una vez que estuvo
a solas con Sule.
―¿De Manu? Es una broma, ¿cierto?
Ella negó con la cabeza. El tal Manuel ocuparía un lugar
en la vida de Sule, en la vida del padre de su hija. Un lugar
que le consumiría un tiempo que les dedicaba. Sí, ¡por
Dios!, era egoísta y lo sabía, aun así, era lo que sentía.
―Prométeme que siempre, por más que Manuel sea el
amor de tu vida o haya otro «Manuel», estarás conmigo y
con nuestra sirenita.
―¿Lo dudas, mujer? Son lo más importante de mi vida.
No te diré que voy a dejar a Manu, porque eso no pasará,
pero siempre estarán primero ustedes, mis princesas.
―Me hubiese gustado enamorarme de ti, Sule.
―Pero no pasó.
Desde esa noche, Luna tuvo que rendirse a la evidencia.
Sule era un gran hombre y otra vez agradeció que fuese él
el padre de Iris.
La mañana siguiente fue una locura de trabajo, era
sábado de fin de mes. Las cuentas debían estar listas para
ser entregadas al contable y los pedidos de la nueva
colección juvenil, más económica que las demás, parecían
haberse reproducido. La publicidad en aquella revista de
moda había sido una buena idea, después de todo.
Su móvil sonó anunciando la llegada de un mensaje, miró
su reloj y ya casi era hora de irse a casa.
El mensaje era de Bastian y solo decía que pasaría por el
apartamento a las nueve. Podía ignorarlo o negarse, sin
embargo, esas opciones no fueron contempladas siquiera
por Luna. Le respondió con un escueto «Te espero» y sonrió
feliz.
Por fin, lo volvería a ver y lo retomarían donde lo habían
dejado.
―Nando, ¿te puedes quedar un rato con Iris hoy por la
noche? Vuelve Bastian y… nos debemos una conversación.
―Claro, salgo de aquí y paso a buscarla. La bañas, por
favor, que yo no puedo con sus berrinches ―le exigió, como
para que no quedasen dudas.
―¡Eres tan gruñón!
―Como ella cuando la quiero sacar de la bañera
―renegó él.
―Pero tiene poco más de un año y tú casi cincuenta.
Tomó el bolso y salió esquivando las garras de su
hermano. Le molestaba que le sumasen edad, no por
coquetería, sino por ser así de enojón.
Luna llegó a la entrada del edificio agitada por la carrera,
debía darse un baño, hacer lo propio con Iris y apenas tenía
tiempo si pensaba en la hora. Volvió a darle una ojeada al
reloj y bufó, iba con los minutos contados. Al sacar la llave
del bolso sintió el sonido de la llamada y sin mirar la
pantalla atendió.
―Hola, Pinturitas… ―dijo Bastian, y antes de terminar de
dibujar una sonrisa, Luna escuchó ruidos a su espalda. No
llegó a darse vuelta.
―¡Dame eso, puta! ―le gritó una voz, y un golpe le hizo
caer el móvil de la mano.
―¡Luna! ¡Responde, Luna! ―Se escuchaba por el
auricular del teléfono que estaba en el suelo.
Luna se tomó la mano sacudida. Un nuevo golpe fue en
la cabeza.
―¡Abre la puerta, apúrate, carajo! Yo le saco el reloj
¡Dame eso! ―seguía vociferando alguien a su lado mientras
la zarandeaba y la golpeaba.
El que le pegaba para quitarle el reloj era un muchacho
delgado y de baja estatura, pero con la fuerza suficiente
para tirarle del pelo y arrancarle el reloj sin miramientos,
lastimándole la muñeca. El otro, más robusto, se adueñó del
móvil, lo apagó y lo guardó en su pantalón. Le quitó las
llaves de mala manera. Abrió la puerta y le dio un empujón
que la hizo trastabillar.
―Rápido, puta, que no tenemos todo el día. ¿Con quién
vives? ―preguntó a los gritos, escupiéndole mientras
hablaba.
Los hombres estaban claramente drogados, lo que los
hacía más peligrosos.
Luna cayó en la cuenta de que arriba estaba su hija.
Necesitaba hacerlos desistir de subir.
―Mi padre y mi esposo están arriba. ¿Por qué no les doy
todo lo que llevo y se van? No haré la denuncia policial.
―¡Te callas, mentirosa! ―gruñó el más delgado, y le dio
un golpe en la cabeza que la aturdió.
―Queremos joyas y dinero.
―No tengo nada ―indicó entre gemidos de dolor.
Otro golpe, esta vez en la cara, la hizo silenciar. El
hombre le pegó en las mejillas con el reloj, para hacerle
saber que no la creía.
La obligaron a subir al ascensor. Se negó a darles el piso
e indicarles cuál era el apartamento. Le apretaron el cuello
mientras hurgaban en su cartera y encontraron la dirección
en algún documento de los que allí guardaba.
Entraron como si fuesen los dueños de la casa, cantando
y gritando. Chiara salió de la cocina con la niña detrás, que
saludaba a su madre con sus chillidos, como cada día. Al ver
la escena, la niñera la levantó en brazos y la pegó a su
pecho.
Luna comenzó a implorar para que no le hicieran nada a
la niña. El hombre más grande se acercó a Iris y le acarició
la mejilla. Luna le quitó la mano de un golpe y recibió un
empujón que la sentó en el sillón de mala manera.
Ambos ladrones largaron la carcajada. Era evidente que
no estaban bien.
Chiara se acercó a Luna y la ayudó a ponerse de pie. Ya
tenía los golpes marcados y ella se lo hizo saber entre
sollozos angustiados.
―Tranquila. No grites, Chiara. No llores.
―Mami, mami ―hipaba Iris, estirando sus bracitos. Ella
la abrazó fuerte y así esperó órdenes.
Los hombres repasaron visualmente el apartamento y
cuchichearon algo que las mujeres no escucharon, justo
cuando el telefonillo de la puerta de abajo sonó.
―¿A quién esperas? ―preguntó uno, y sacó una navaja
con la que le apuntó.
Chiara gritó y Luna le cubrió la cabeza a Iris.
―Debe ser la entrega del supermercado. Puedo decirle
que se vaya.
Luna suponía que sería Nando y no lo quería ahí, podía
ser una masacre si entraba. Lo conocía. Serían dos contra él
solo y no se perdonaría si algo le pasaba.
El hombre le hizo una seña para que caminase hasta la
cocina e hiciese lo prometido. Puso a Iris en brazos de
Chiara. La niña no dejaba de llorar y pedir por ella.
―¿Quién es? ―susurró en el aparato.
―Luna abre. Soy Bastian.
―Yo no hice ningún pedido, debe ser un error ―explicó.
No quería a Bastian ahí tampoco―. ¡Abre! ¿Estás bien?
¿Estás sola? ¡Luna!
―No ―dijo, y colgó el teléfono en su lugar. Esperaba que
eso sirviese para algo.
―¡Mierda! ¡Luna! No cuelgues. ¡Luna! ―gritó Bastian.
Se tiró el cabello para atrás y giró sobre su propio eje,
intentando pensar qué hacer.
―¿Has dicho, Luna? ―preguntó un hombre alto, de
cabello oscuro y bucles rebeldes―. ¿Qué pasa con ella?
¿Quién eres?
―¿Y tú? ―lo cuestionó Bastian sin ninguna educación.
―Su hermano, Nando.
―Soy Bastian, un amigo de…
―Sé quién eres ―respondió Nando de malos modos.
Todavía lo tenía entre ceja y ceja, aun sin conocerlo.
Bastian le contó lo que había escuchado del otro lado del
móvil y luego desde el telefonillo del apartamento.
―No sé cuántos pueden ser, pero es indudable que han
subido con ella. A dos escuché, de eso estoy seguro.
―Llama a la policía ―ordenó Nando.
Sacó una llave del bolsillo, abrió la puerta de vidrio y
mientras esperaba el ascensor, le pidió a Mauro, por
teléfono, que avisara a Sule. Por supuesto que no tenía el
teléfono del moreno, si lo ponía nervioso. Iris estaba dentro
y supuso que necesitarían toda la ayuda posible. No podía
esperar a la policía, quién sabía lo que tardarían.
―¿Qué haremos?
―Entrar, Bastian. Entrar.

Luna volvió a repetir que no tenía dinero. Le dio la cartera


para que pudiesen comprobarlo. Los hombres revisaron todo
y sonrieron, mirándose con complicidad.
―Está buena la mamita. ¿Y si nos divertimos, putita? Me
lo debes por mentirosa.
―¡No, no por favor! Ya les di todo lo que tengo.
―No veo esposo o padre. Solo veo dos hembritas
lloronas y una mocosa gritona. Llévate a la cría al baño y
ven a jugar con nosotros ―pidió el más delgado a Chiara,
que lloraba sin parar.
Apenas podía mantenerse de pie. Al ver que Luna recibía
algunos golpes, prefirió quedarse con Iris en brazos.
―No, no nos hagan nada. La niña es pequeña, no puede
quedarse sola en el baño.
―Como quieras. Delante de la mocosa será ―aclaró el
hombre, y se abalanzó contra ella.
Le tomó el cabello con fuerza y le mordió la boca. Le
pasó la lengua por la cara y con la navaja le cortó la parte
delantera de la blusa que llevaba puesta, abriéndola en dos.
El sostén blanco con pintitas rosadas llamó la atención del
otro y se acercó.
―¡Qué buenas tetas, mamita!
―¡No, por favor! ―rogó Luna, intentando desprenderse
del agarre, pero entonces el filo de la navaja le rozó el
cuello―. Vete al baño con Iris, Chiara.
Luna sabía que nada podría hacer si ellos se proponían
lastimarla, pero lo intentaría. Sin exponer a su hija o a
Chiara, en lo posible. No podía concentrarse con el llanto de
la niña aturdiéndola. La angustia que tenía era tan grande
que ni lloraba.
El golpe de la puerta contra la pared la asustó y gritó.
Nando la había abierto con fuerza y aporreó contra la pared
contraria. Al verlos, entonces sí, comenzó a llorar.
―No, no, váyanse. ¡No! ―gritó al ver que uno de los
atacantes se cernía sobre Nando empuñando la navaja de
frente.
Bastian se acercó al que la tenía atrapada, más
conciliador.
―Suéltala. Déjala ir.
―No lo haré ―aseguró el muchacho, y le apretó un
pecho con fuerza, solo por dañarla. Luna cerró los ojos por
el dolor y Bastian apretó la mandíbula―. ¿Quieres mirar?
Luna volvió a sentir cómo la manoseaba y la bilis le subió
por la garganta, a punto estuvo de vomitar. Entonces
escuchó el grito de dolor de Nando y lo vio caer al suelo,
con mucha sangre en el abdomen.
Por ese hecho, también se distrajo su atacante, ella se
movió hacia el costado y Bastian pudo darle un golpe para
alejarlo y con el mismo perdió la navaja. Con el envite, la
empujó con fuerza, haciéndola caer hacia atrás. El golpe en
la cabeza fue fuerte y doloroso, pero se resistió a quedarse
tendida, como su cuerpo le pedía. Vio a Bastian enfrentarse
a golpes con el ladrón mientras ella intentaba ponerse de
pie, sin lograrlo a la primera.
Un nuevo choque de la puerta contra la pared, gritos,
unos brazos fuertes que la sacaron de ahí y más gritos.
―¡Alto, policía!

Luna abrió los ojos lentamente. La cabeza parecía estallarle


en cada movimiento. La luz tenue de la habitación no le
molestaba demasiado, por eso insistió en levantar los
párpados en su totalidad.
El olor a limpio y antisépticos le hizo saber que estaba en
el hospital. Giró la cabeza hacia la izquierda y se encontró
con la dulce mirada de Kike y su sonrisa eterna.
―Hola, Lunita. ¿Cómo te encuentras?
―Un poco adolorida. Me late la cara y la siento hirviendo.
―Tienes varios golpes y un par de cortes, por eso la
sientes así. Te dieron algunos puntos en la cabeza. No te
toques.
―Quiero ver a mi hija, Kike, por favor.
―No va a poder ser. Está en casa, con Sonya, dormida.
No es horario de visita.
Las lágrimas de Luna comenzaron a aparecer y Kike se
sentó en la cama para abrazarla y consolarla. Todavía
estaba aturdida, se notaba.
―El muchacho ese, tu amigo, está bien. Un poco
golpeado, pero dado de alta. Nando está más complicado.
Tuvo una pequeña hemorragia, controlada ya, aunque hay
que esperar a mañana para saber cómo pasa la noche. Está
con pronóstico reservado. Chiara está bien, en su casa e Iris
con Sonya, como te dije. Cenó y jugó como si nada hubiese
pasado. Los dos hombres están tras las rejas y la policía
quiere tu denuncia. Parece que no tenían nada contra ti,
solo fuiste una presa fácil que se les cruzó por el camino;
vieron tu reloj, tu apariencia y probaron suerte. Con todo el
informe dado, prométeme que dormirás tranquila. Estaré
aquí mismo, sin moverme de tu lado.
Luna no pudo dejar de llorar. No le animaban las palabras
que Kike le había dicho, por el contrario. Se sentía muy
culpable. Nando estaba luchando por su vida, lo intuía. Si no
fuese así, Mónica estaría con ella y no estaba ahí.
Se miró los brazos llenos de hematomas y la mano
vendada, producto de los cortes que le había hecho quien le
quitó el reloj.
Se sobresaltó al escuchar la puerta de la habitación y se
refugió en el pecho de Kike.
La enfermera que entró se disculpó por asustarla.
―Te recetaron un calmante. Debes descansar ―murmuró
la chica, con dulzura.
Luna asintió como un autómata. Y se recostó en la cama,
abrazando sus piernas, en posición fetal, y cobijándose en la
sonrisa de Kike. Así se quedó dormida.

―¡No, no! ¡Por favor, no le hagan nada! ―gimió Luna,


retorciendo su cuerpo y girando la cabeza de un lado a otro.
―Shhh, tranquila, cariño. Tranquila. Es un mal sueño,
Luna ―ronroneó la voz de Sonya, mientras le acariciaba la
cabeza―. Eso es, tranquila. Buen día. Toma un poquito de
agua.
Sonya le extendió el vaso a medio llenar y ella lo vació
sin respirar.
―Hola. Quiero ver a Iris, Sonya, necesito ver que está
bien.
―Lo sé. Y me encantaría que así lo hicieras para que te
quedes tranquila. No obstante, creo que deberías primero
mirarte al espejo, Luna. No sería una buena idea que la niña
te viera así.
―¿Hay un espejo? Quiero verme. Dame un espejo,
quiero… ¿qué tengo? ¿Qué me hicieron?
―Shhh, nada grave. Solo tienes inflamados los golpes,
¿ves? En dos días estarás mejor. Tal vez, incluso, por la
noche. Todo lo que Iris aguante sin verte será para el bien
de ella. Cuando estés más tranquila le hablas por teléfono.
Luna se acarició con los dedos cada golpe, cada corte, la
piel tirante, enrojecida, morada en algunos puntos y las
lágrimas le cayeron silenciosas.
―Hijos de puta ―susurró―. Les di todo lo que tenía. Me
hubiesen violado si no hubiesen llegado a tiempo, Sonya.
―Pero no lo hicieron. Estás a salvo. Recuperaron el reloj y
el dinero, las llaves, el móvil… todo. Sule no permitió que se
lo llevasen. Quiere verte, dejó a tu hija con sus padres. Está
afuera, pero yo debo salir. Nos permiten entrar de a una
persona a la vez.
Al asentir, Sonya salió y Sule asomó la cara, luego el
cuerpo entero y le mostró los dientes en una sonrisa sin
gracia.
―Sé que no quieres escucharlo, pero lo diré de todos
modos, estás horrible.
―Gracias, qué lindas palabras ―dijo, sonriendo y
llorando a la vez―. ¿Cómo está?
―Bien. Durmió y comió bien. Preguntó por ti y le dijimos
que estabas trabajando. Mis padres te mandan saludos.
¿Puedo abrazarte?
Sule la tomó en sus brazos y ella se acurrucó allí. No
podía dejar de llorar pensando en todo lo que podía haber
pasado. Apenas podía alegrarse por estar a salvo.
―Sin mentirme, me cuentas como está mi hermano.
―Tengo entendido que mejor. Ya fuera de peligro. Pasó
una buena noche y despertó hace un rato. Estaba como
loco, tuvieron que sedarlo, porque quería levantarse para
verte. No puede caminar por el momento ya tiene una
buena cantidad de puntos y pueden abrirse si lo hace. De
Ojazos, solo sé que está en su casa.
―Quisieron violarme, Sule. Frente a mi hija.
―No pienses en eso. No pasó.
―Tengo que ducharme. Necesito bañarme. Su saliva está
en mí, tengo que limpiarme. Debo sacarme todo ―indicó
nerviosa.
De pronto se sintió sucia. Le daba asco imaginar que la
humedad de las manos de ese depravado asqueroso
estuviese sobre su cuerpo. La imagen de todo lo vivido se
repitió en su cabeza, como si fuese una película. El corazón
comenzó a palpitarle fuerte, el latido parecía golpear en sus
sienes. Los brazos comenzaron a temblarle y luego las
piernas, el cuerpo entero parecía sacudirse sin control.
―¡¿Luna?! ¡Enfermera! Nena, reacciona, ¡Luna!
Dos días después, Luna recuperaba sus facciones, no así el
color de su piel. Los golpes ya dolían menos, pero tenían
una variedad de matices que iba del morado al amarillo que
no podían cubrirse con maquillaje. No obstante, no quería
seguir esperando. Pidió ver a su hija. Entonces, la mejor
noticia que podían darle salió de la voz del médico que
estaba de turno.
―Ya puedes irte a casa. Si algo cambia llamas a tu doctor
o vuelves por urgencias. Deberías estar bien. Son solo
golpes menores. No creo que te queden marcas.
En una hora estaba en casa de Nando. No quiso ir a su
apartamento. Quería dejar de recordar y estar allí no
ayudaría. Sule le había llevado varias mudas de ropa y
algunos juguetes de Iris, además de una cuna móvil y ropita
para poder cambiarla.
Recuperó el móvil y lo primero que hizo fue leer los
mensajes de Bastian. No había podido llamarlo pues le
habían pedido no hacerlo hasta que estuviese sin jaquecas
ni esos ataques de pánico que le dieron en la clínica. Parecía
que su mente se desconectaba por momentos. Ya había
pasado un día completo sin ellos y lo agradecía, entendía
que estaba controlándolos. Sabía que debía ser cauta y
paciente, eso le habían dicho. También, que era común
después de haber pasado por algo como lo que a ella le
tocó vivir.
Antes de irse de la clínica quiso visitar a Nando. El pobre
estaba con los nervios de punta, pedía verla y confirmar que
estaba bien. No podía culparlo, a ella le pasaba igual.
―¡Quería verte, Luna! Qué susto pasé, ¿estás bien? No te
preocupes por esos hematomas, desaparecerán. Sonríe.
Estamos bien. No llores.
―Cálmate, Nando. Estoy bien ―pidió, abrazándolo. No
era común ver a su hermano en ese estado de
vulnerabilidad y ansiedad, ni con los ojos llorosos―. ¿Y tú?
―Bien. Pero no me dejan ir, no creen que me cuidaré.
―Y bien que hacen. Eres un culo inquieto, además de
gruñón y caprichoso. ¿Podemos ir a vivir contigo unos días?
―Claro. Todo el tiempo que necesiten. Moni, ¿le ayudas a
instalarse?
―Por supuesto que sí. Ahora mismo voy a buscar a Iris y
la llevo. Tú ve con Sule, yo llegaré en un rato. Y tú, te
mantienes tranquilo y quieto, así saldrás mañana ―le pidió
a Nando, y se acercó para besarlo en los labios―, por favor.
Te extraño. Te amo, sin el creo.
―Y yo. Te prometo que mañana me voy contigo a casa
―murmuró, y la besó de vuelta.

En el apartamento de Nando la esperaba su hija, habían


llegado antes que ella. Sus ojos se llenaron de lágrimas al
ver a la niña después de varios días. La pequeña se abrazó
más fuerte a Mónica. El nudo en la garganta le impidió
respirar.
―¿Qué le pasa? ¿Por qué no quiere verme? Hola, sirenita.
Soy mami.
―¿Mami?―gimoteó la pequeña, y la miró con
desconcierto.
―Sí, preciosa. Soy mami. ¿No quieres darme un abrazo?
Entonces la niña estiró los bracitos hacia ella y Luna la
tomó contra su pecho, apretándola fuerte. Besó su cabecita
decena de veces y le acarició la carita.
La niña le abrazó el cuello y apoyó su cabeza en el
hombro de su madre. Unos segundos después, la levantó
para mirarle la cara y le acarició las lastimaduras. Luego,
volvió a abrazarle el cuello.
―No me reconoce.
―Sí que lo hace. Pero ve algo distinto en ti. Deja de
pensar en negativo, Luna ―pidió Sule―. Piensa, mejor que
estás con ella y abrazándola, que vas a recuperarte y todo
pasará al olvido.
Iris no quiso alejarse de ella ni un minuto, apenas si pudo
prepararle un poco de comida. Les pidió a Sule y a Mónica
que las dejasen solas. Quería recuperar el vínculo con su
hija, que ella veía resquebrajado desde su nociva
perspectiva y miedo.
Una vez que la niña se durmió, abrazada a su cuerpo,
pudo dejarla en la cunita y tomar su móvil. Necesitaba hablar
con Bastian.
―Hola, Luna, ¡no sabes lo que esperaba esta llamada!
―exclamó Bastian al ver que se trataba de ella.
Luna cerró los ojos al escucharlo tan ansioso y sonrió. Lo
había extrañado tanto y estaba tan agradecida…
―Hola. No pude llamarte antes. ¿Cómo estás?
―¿Cómo estás tú, Pinturitas? Yo estoy bien, con algunos
magullones, pero nada grave. Lo que más me duele es un
golpe en las costillas, ese me tiene maldiciendo a cada rato.
―Yo estoy muy fea.
―Eso no puede ser cierto. Quiero verte, me muero por
abrazarte.
―Estoy en el apartamento de Nando. No me animo a ir al
mío.
―¿Puedo ir? Solo quiero verte, abrazarte y decirte…
¿Puedo ir? No me quedo más de una hora, lo prometo.
Pásame la dirección, tengo que ir en taxi porque no me
dejan conducir.
Luna le pasó la dirección y puso el agua para hacer té. El
café no la dejaría conciliar el sueño y era una
recomendación médica que durmiese bien.
En poco más de media hora, el timbre la sobresaltó.
Abrió la puerta de abajo y luego la del apartamento
propiamente dicho, para esperarlo ahí, porque no quería
que Iris se despertara.
Lo vio salir del ascensor y su corazón se puso frenético.
La sonrisa de Bastian le hizo sonreír en respuesta y desistió
al sentir que el pómulo le dolía. Se llevó la mano a ese
punto y se masajeó con cuidado. Él se acercó y le besó justo
ahí, luego el ojo morado, y siguió hasta hacerlo con cada
golpe que tenía en la cara.
―Hola.
―Hola, pasa. Estás todo golpeado también.
―Como los superhéroes, ¿o te crees que a ellos no les
salen hematomas?
―Nunca lo dudé.
Bastian la abrazó en silencio, muy fuerte, acariciándole la
espalda y el cabello, respirando su perfume.
―Verte atrapada por ese tipo mugriento me hizo hervir la
sangre. Nunca tuve tanta bronca acumulada en mi pecho.
Luna, dime que está todo bien entre nosotros. Que tus
dudas ya no existen y que quieres volver conmigo ―pidió,
sin alejarse ni un centímetro.
Luna afirmó y entonces él la miró a los ojos. Esos ojos
verdes que tenían el poder de hacerla suspirar. Y lo hizo.
―Entonces, tienes que saber que te quiero a mi lado
porque siento cosas por ti, no sé qué todavía. Sé que es
pronto y que parece una locura, pero es lo que es. Ya les dije
a Diana y a Bruno que estás en mi vida, y que quiero estar
en la tuya, y no me importa que no dure… Me importa estar
contigo mientras sintamos lo mismo. ¿Sientes lo mismo?
Luna volvió a afirmar con la cabeza y le besó los labios.
El beso no se parecía en nada a los que solían darse, pero
ninguno estaba en condiciones para intensificarlo.
Se sentaron abrazados a tomar el té que había
preparado. Luna le contó lo mal que se sentía con la
reacción de Iris y Bastian la consoló. Conversaron sobre el
estado de salud de Nando y, otra vez, Bastian tuvo que
reconfortarla.
―No eres culpable de nada. Esos hombres lo son.
Además, tu hermano parece un hombre fuerte.
―Lo es. Y muy testarudo también.
―Ya hablaremos de tu hermano y mis posibilidades de
caerle bien. Ahora me voy. Quiero que descanses. Nos
veremos en estos días, cuando las cosas vuelvan a su
normalidad. Me llamarás.
―Eso no es una pregunta. Estás dándome una orden,
Bastian ―indicó Luna. Como de costumbre, él no
preguntaba.
―Sí, estoy dándote una orden. ¿La cumplirás?, por favor.
―Sí. ¿Quieres ver a mi sirenita antes de irte?
―Creí que nunca me lo pedirías. Claro que quiero verla.
―No hagas ruido ―le pidió, dándole la mano y guiándolo
hasta el dormitorio donde dormía la pequeña Iris, con su
carita de ángel, sus resortitos rebeldes, sus labios
regordetes y su respingada naricita.
―Es preciosa, Luna, te felicito. Creo que se parece más al
padre que a ti, lo siento.
―Debo reconocer que tienes razón, aunque tiene gestos
míos. Quiero que te conozca. Pero dame unos días, hasta
que esté más tranquila. Todo esto que pasó nos movilizó
tanto... No sabe qué hacemos en casa de su tío y pregunta
por él.
―Date tiempo, Luna. No te voy a presionar, nadie lo
hará, no lo hagas tú tampoco. Debo irme. Me llamas.
―Sí, abuelo, te llamo.
―Ya extrañaba tu palabrita.

Al otro día, Nando salió de la clínica y llegó a su


apartamento a media tarde. Iris lo esperaba vestida con su
disfraz de sirenita y había ayudado a su madre a preparar
una tarta.
«La favita del tío», había dicho. Provocando la risa de
todos los presentes.
Sule parecía estar convenciendo a Nando de que ya no lo
miraba raro. Es que el moreno intentaba que sus ojos no se
disparasen para su lado. Le parecía un hombre imponente y
a pesar de estar loquito por su nuevo novio, tenía ojos en la
cara.
Nadie podía negar que el padre de la niña era un sol y
adoraba a ambas mujeres. Tampoco, que estaba de muy
buen ver, como decía Sonya cada vez que lo veía entrar por
alguna puerta.
―Deja de babosearte que estás mayor ―le dijo Luna, en
broma y le dio un golpecito con el codo.
―Si tuviese unos añitos menos… y también me sobra un
marido.
―Si le haces ojitos lo convences. Nadie está ajeno a tus
encantos, Sonya. Y no olvides de susurrarle mientras le tiras
el humo del cigarro, como hiciste en aquella película
―aseguró Mónica.
―Mejor alimento las fantasías para esta noche. Por fin,
Kike va a dormir sereno. Esta jovencita lo tenía tomando
tranquilizantes.
Luna sonrió al escucharla. Kike era un hombre
maravilloso.
―¿Estás bien? ―le preguntó Nando, acercándose a paso
lento. La herida le tironeaba mucho al caminar.
―Sí. Solo analizando la situación. No quiero incomodarte
con nuestra presencia. Es tu espacio y siento que lo
invadimos, justo cuando más necesitas tranquilidad.
―Mi tranquilidad, hoy, es que estés a mi lado. Verte
recuperada y sonriente. Además, necesito ayuda, atención,
comida… Ya sabes que Mónica tiene poca paciencia con eso
de atenderme, ella me contrata una cocinera y una
enfermera en dos segundos con tal de facilitarse las cosas.
―En eso estoy, mi amor. Pero serán enfermero y
cocinero, masculinos ambos ―aclaró entre risas.
Nando siempre le hacía bromas porque ella buscaba la
manera de facilitarse la vida, así estaba acostumbrada a
vivir después de todo y podía costearse esos lujos. Nadie
salía perjudicado.
―¡De ninguna manera! ―exclamó Luna―. Yo lo
atenderé, es lo mínimo que puedo hacer.

Así pasaron los días, incluso la semana. Sule las visitaba


como siempre, Nando le había pedido que no dejase de
hacerlo. Todos pensaban en que Iris no sufriese más
cambios de rutinas. No estaba durmiendo bien, cada tanto
se sobresaltaba y lloraba angustiada.
Las pesadillas de Luna eran pocas, pero no habían
desaparecido tampoco. Más de una vez, había asustado a
Nando al despertarse entre gritos. Por suerte, él ya estaba
casi recuperado. No para hacer deportes o salir a correr,
pero sí para ir a trabajar y ayudar a Luna a ponerse al día.
Así habían acordado que pasaría.

Diez días más tarde, mientras cenaban, Luna sintió la


necesidad de expresarse con libertad. Una que calló
siempre. Estaba tan agradecida con su hermano que jamás
había podido sincerarse con él, no obstante, habiendo
pasado por lo que pasó, supo que debía hacerlo para no
arrepentirse más tarde. La vida pendía de un hilo y nadie
sabía cuándo se cortaría. Era más consciente de ese detalle,
por eso debía ser franca y contarle sus sueños frustrados.
Todavía tenía tiempo de cumplirlos.
―Voy a decirte algo que no te va a gustar. ¿Puedes gritar
bajito para no asustar a Iris?
―Habla ―le respondió Nando, clavándole la mirada
marrón.
Luna sonrió ante el gesto, no le tenía miedo. Sabía que
daría su vida por ella, lo había demostrado, pero él quería
sentirse todopoderoso o «malo-malote», como solía decirle,
cuando era todavía una adolescente rebelde y él se negaba
en rotundo a lo mismo que le diría en ese instante.
―Quiero cumplir mi sueño, Nando. Sabes que sin ti no
podría estar donde estoy ni vivir como vivo. Te agradezco
infinitamente todo lo que has hecho por mí, pero no es mi
sueño administrar tu negocio, por muy bien que me pagues
por hacerlo.
―Luna, no vuelvas con eso. ¿Qué futuro puedes tener?
―No lo sé. Siempre puedo volver a la joyería, si me
aceptas. Quiero intentarlo. Incluso, te ofrezco seguir
llevando la contabilidad a distancia, sin tener que estar allí
presente. La última vez que hablé con Toro me dijo que la
propuesta sigue en pie. Días entre semana, horario fijo,
incluso me va a seguir enseñando para que perfeccione mi
técnica. La inversión es mínima, solo los instrumentos y
pagarle un pequeño alquiler del espacio que ocuparía mi
camilla, y eso lo costearía con mis ganancias.
―No quiero que te quedes sin ahorros.
―Eso no pasará. Es una cantidad mínima la que requiero,
te lo prometo.
―Dios mío, ¡me vas a matar de un disgusto!, Luna. Has
lo que quieras, ya eres mayor. Y si tengo que tomarte como
empleada otra vez… qué más da. Lo único que te digo y va
en serio: si te veo una sola vez…
―Jamás volveré a consumir nada. Lo juro por mi hija,
Nando. Toro está rehabilitado también, incluso está casado y
tiene un hijo.
―Necesito verlo para creerlo.
―¿Me acompañarás a firmar el contrato, entonces?
Nando afirmó con la cabeza y negó después. Era tan fácil
ser convencido por Luna, por Mónica, por Iris… era tan fácil
ser convencido, punto.
Su hermana se le tiró encima y lo abrazó con fuerza,
llenándolo de besos, con una euforia que hacía años no le
veía. Y tal vez, fuese por su culpa, pero no se arrepentiría de
haberla sacado de ese ambiente nefasto para su salud. Si
todavía podía recordar las veces que la había encontrado
tirada en el sofá, sucia y drogada; con un tatuaje nuevo, feo
y mal hecho.

Luna había conocido a Toro siendo una adolescente. Él era


un joven tatuador, sin experiencia por aquel entonces, que
había montado su negocio con dinero proveniente de la
venta de drogas. No era un vendedor, pero sí lo era un
amigo suyo, quien fue su inversor.
La jovencita rebelde y enojada con la vida que supo ser
Luna se obnubiló con la libertad de horarios con la que
vivían Toro y el amigo, por eso los copiaba, escapándose de
la casa noche tras noche. Así conoció la marihuana y más
tarde la cocaína.
La primera vez que Nando la encontró en mal estado le
creyó cuando le dijo que era su primera vez. No puso
represalias, solo le dio consejos y reprimendas. Los
problemas llegaron cuando comenzó a llegar tatuada con
horribles dibujos mal trazados.
Toro necesitaba probar sus técnicas y nadie se animaba a
ser su conejillo de indias. Ella aceptaba porque no tenía
dinero para tatuajes y los quería, tampoco lo tenía para la
droga y así le agradecía Toro que le proporcionara las
necesarias para el consumo, cada vez más y más seguido.
Era pura ganancia.
A medida que el tatuador mejoraba, iba cubriendo los
peores con mejores diseños. Diseños que salían de la
creativa cabecita de Luna, que quería aprender a tatuar.
Toro la incentivó y le ofreció trabajar para él, el pago no era
mucho y si se lo consumía, menos. Luna diseñaba más de lo
pensado, cobrando la misma miseria, y fue cuando pidió a
cambio aprender a manejar la «máquina».
No obstante, ese aprendizaje no duró demasiado…
Nando estuvo ajeno a todo, hasta un día en que Luna
volvió a casa en un estado deplorable y ese fue el final de
su aventura con Toro. Había tocado fondo.
Ella no podía negar que le debía la vida a Nando, no
sabía qué hubiese pasado de seguir en malas compañías y
sin responsabilidades.
El amigo de Toro, con el tiempo, cayó preso. Luna nunca
perdió contacto con su tatuador, cada uno de sus propios
tatuajes era obra de él. Claro que habían partido de un
dibujo realizado por sus propias manos.
En la actualidad, Toro cobraba muy bien por su trabajo y
estaba «limpio». Se había convertido en uno de los mejores,
era todo un artista. Sin embargo, seguía proponiéndole a
Luna que trabajase para él. Esos diseños no eran
comparables con ningún otro, tenían su propio estilo, y Luna
poseía la enorme capacidad de reciclar viejos tatuajes por
nuevos. Mucha gente pedía cubrir o modificar dibujos y no
todos los tatuadores podían hacerlo con buen gusto.
La respuesta de Luna, culposa, siempre había sido
negativa. Le debía todo a su hermano. No podía fallarle.
Nando había sido claro con ella, le daba casa y comida, lo
mínimo que esperaba era respeto. Sin pedir nada más a
cambio, después de su recuperación, también le ofreció
empleo, uno muy redituable, por cierto. Gracias a él, tenía un
techo donde vivir y ahorros de sobra.
No obstante, ya era hora de cumplir ese sueño negado.
Había pagado con creces sus deudas, o eso creía.
Tenía una carpeta llena de dibujos, incluso le había
vendido algunos a Toro, siempre en secreto. Eran muchos
los años de espera. Iba siendo hora de dar vuelta a la
página y hacerlo.
Arriesgarse.
Con la ansiedad en cada fibra de su cuerpo se acostó a
dormir. No sin antes enviarle a Bastian un mensaje de
buenas noches y una invitación a merendar en su cafetería
preferida.
La respuesta fue afirmativa, pero con la aclaración de
que debía pasar primero a dejar a Bruno en casa de la
madre.
Cada vez que Luna se enteraba de que iba a ver a su ex,
una vulnerabilidad desconocida la atacaba por sorpresa.
«Son celos, Luna», se dijo en silencio y no pudo negarlo.
Por primera vez en su vida, los experimentaba de esa
manera tan ponzoñosa.
Lo que había sentido al conocer a Manuel era otra cosa.
Eso había sido inseguridad, ya no quería perder la relación
maravillosa que tenía con Sule, ni la que tenía él con Iris. Lo
de Bastian era distinto, era irracional, sin justificación…
«Se acostó con ella, esa es la justificación».
Su cabeza era un tambor. Prefirió olvidar ese detalle y
enfatizar en que lo vería y, con Iris de visita en el
apartamento de Sule, hasta podía invitarlo a dormir.
«Claro, seguro que Nando estará encantado», pensó.
Negó con la cabeza. No, no lo estaría. Nando todavía
guardaba cierto rencor hacia Bastian. El engaño y la mentira
eran intolerables para su hermano. Y si tenía en cuenta todo
lo vivido por Mónica[2], en el pasado, con su exesposo, era
lógico que así fuese.
Volvió a golpear la almohada y giró la cabeza para
revisar que Iris estuviese tapada. No podía conciliar el
sueño, estaba muy ansiosa para ello, sin embargo, la niña
estaba profundamente dormida.
Era hora de volver a tomar su vida por los cuernos. Tenía
un apartamento, necesitaba su privacidad y Nando la de él.
Y ropa, también necesitaba ropa. Si Bastian aceptaba…
«Seguro que acepta», pensó y, entonces sí, pudo
descansar.

A la mañana siguiente, fue a trabajar como de costumbre.


Lo hizo sola, no requirió que su hermano la acompañase.
Sus miedos y desconfianzas debían quedar a un lado.
Enterrar lo pasado en el olvido sería lo mejor.
Lo cierto era que, caminando por las calles de la ciudad,
todos los hombres le parecían sospechosos y cualquier ruido
fuerte le provocaba un espasmo. No podía seguir así, ese
par de malnacidos no podían condicionar su vida. Eso pensó
mientras se maquillaba los ojos y reparaba en que los
hematomas casi eran invisibles.
Pasó por la perfumería y saludó a Sonya, fue muy rápido
porque ella estaba de salida. Con la película en plena
producción casi había abandonado el negocio, dejándolo en
manos de la empleada más antigua que tenía. A Sonya no le
era grato ese cambio, pero los periodistas ya comenzaban a
pulular queriendo saber más y eso… eso sí que a Sonya le
molestaba.
Dio las indicaciones de colocar en la marquesina un par
de anillos de una nueva colección llegada de Francia y se
adentró en su pequeña oficina.
Extrañó pasar a tomar su cappuccino, se desquitaría por
la tarde, mientras esperaba a Bastian.

Y eso hizo. En la mesa de siempre, seleccionaba a su


víctima, después de haberle avisado a su hombre que ya
estaba allí.
La mujer elegida era una rubia elegante, con el cabello
corto, muy corto y brilloso; el maquillaje discreto; el bolso
de marca; los movimientos acelerados y los ojos vivaces
que iban de aquí para allá con velocidad.
Luna la catalogó de nerviosa e hiperactiva, separada y
gritona. Reparó en el sobre que tenía debajo del bolso,
sobre la mesa, y se aventuró más:
―Papeles de divorcio ―dijo en voz baja y frunció el ceño,
compadeciéndola. La vio mirar el reloj, también de marca, y
recordó el suyo. No creía volver a usarlo por un tiempo.
Levantó la vista y lo vio entrar. Bastian llegaba agitado,
como apurado, no obstante, eso no evitó que sonriera al
verla. Le parecía tan apuesto. La rubia de cabello corto la
miró por primera vez y esbozó una sonrisa pequeña, pero
parecía sincera.
Bastian paró primero en esa mesa y le dio un beso en la
mejilla, una vez que la fulana se puso de pie. Luna frunció la
boca y se mordió la cara interna de la mejilla derecha. No
tuvo que analizar mucho la acción porque a los dos
segundos, ambos caminaban hacia ella.
―Hola, perdón la demora ―dijo Bastian, y le besó los
labios. El beso fue rápido y casto. Enseguida se giró y le
tomó el codo a la mujer que la miraba con intriga―. Te
presento a Diana. Diana, ella es Luna.
―Hola, debí darme cuenta al verte ahí sentada. Por tu
cabello digo. Bruno me dijo que era azul.
―Hola. Es un gusto conocerte.
―Lo mismo digo. Bastian me ha hablado de ti. Siento
mucho lo que te ocurrió.
―Ya pasó, o está pasando, gracias. Siéntense, por favor
―pidió.
Ambos le sonrieron. Luna no pudo negar que la mujer era
simpática. Nerviosa pero simpática.
―No quiero ser entrometida, Luna. Espero a Bruno, que
fue a comprar algo al centro comercial. Ya me voy.
―No me molesta.
―¿Estos son los papeles? ―preguntó Bastian, después
de haberle pedido dos cafés a Perla.
―Sí, ya sabes, los firmas y los llevas. Eso es todo. Ahí
está Bruno… Por fin, hijo, la tía nos espera.
El muchachito se puso colorado al ver a Luna sonreírle
con simpatía. La novia de su padre le parecía muy cool. No
pegaba nada con la imagen que tenía de su progenitor, pero
él le decía que era una mujer maravillosa y las diferencias
físicas no importaban si ellos se llevaban bien. Le creía, solo
por ver cómo lo miraba le parecía buena.
―Hola, ¿me recuerdas? ―preguntó Luna. Él afirmó con la
cabeza y le señaló el cabello―. Claro. Qué tonta.
Todos rieron por el gesto de Luna.
―Nos vamos, estamos apuradísimos. Fue un gusto
conocerte, Luna. Me alegro de que estés recuperada.
Vamos, Bruno, saluda a tu padre.
―Nos vemos mañana, papá. Adiós, Luna. Me gustan tus
tatoos.
Luna sonrió y levantó la mano, saludándolos. Los vio
marcharse y al girar la cabeza hacia Bastian, este sonreía
mostrando los dientes.
―¿Y?
―Es hermosa, elegante, simpática. ¿Qué haces conmigo?
Y él… adorable.
―Bruno es mi sol y tú, mi luna ―señaló Bastian en tono
de broma.
―Ay, Dios, los golpes te dejaron cursi.
―Nos divorciamos ―le contó, levantando el sobre ―. Lo
hicimos en buenos términos, pudiste verlo. ¿Y qué pasó con
mi beso? Hace más de diez días que no te veo.
Luna le abrazó el cuello y lo besó en los labios, no quiso
hacerlo de forma apasionada porque Perla estaba mirando.
Sonrió al darse cuenta de que, por primera vez, había
acertado con sus premoniciones. Esa mujer era todo lo que
pensó que era.
Le daba vergüenza ponerse a bailar sobre la mesa,
aunque debería hacerlo para festejar su hazaña, tal vez,
otro día.
No quiso ponerse a indagar en cómo se sentía Bastian
con esos papeles en la mano y prefirió concentrarse en
admirar esa boca y esos ojitos bonitos. Lo había extrañado.
Las conversaciones telefónicas no le alcanzaban, ya no.
―Estás preciosa. Ya no tienes marcas.
―Ni tú. También estás precioso. ―Bastian rio al
escucharla, y le acarició la mejilla―. ¿Me acompañas al
apartamento?
―Claro. Podemos cenar juntos.
―¿Podemos dormir juntos? Quiero quedarme y no me
animo a hacerlo sola. Además, te extrañé. Iris está con Sule.
Bastian afirmó con la cabeza. Esperaba que no fuese
demasiado pronto, no obstante, la veía bien, radiante,
sonriente.
Luna tomó el móvil y le envió un mensaje a Nando para
que no la esperase.
De camino al apartamento, compraron algo de comida,
porque no tenía nada para cenar o desayunar. Solo había
pasado por ahí un par de veces para buscar alguna prenda
suya o de la niña.
Una vez allí, reparó en que todo estaba ordenado y
limpio, y supuso que sería obra de su cuñada. Esos detalles
no se le pasaban por alto.
Bastian le masajeó los hombros y le besó la cabeza.
―¿Estás bien? ―preguntó. Ella afirmó. Lo estaba, no solo
lo estaba, sino que se sentía segura a su lado.
―Solo porque estás conmigo. Pensé en mudarme,
¿sabes? Buscar otro apartamento, incluso algo un poco más
grande. Tengo algunos ahorros y con un pequeño crédito
además de la venta de este seguro que consigo algo bonito.
Todavía analizo la posibilidad.
―Si te decides y quieres, puedo acompañarte. Me
gustaría que cuentes conmigo para todo lo que necesites.
Ella lo miró a los ojos y sonrió. Le pasó los brazos por los
hombros y se acercó para besarlo.
Bastian la recibió abrazándola y pegándola a su cuerpo.
¡Tenía tantas ganas de tumbarla en ese sofá y devorarla a
besos!, sin embargo, esperaría que ella avanzara. Hacía
días que no la veía y con todo lo pasado, quizá, solo
necesitaba hablar. Y no la culparía. Si él todavía cerraba a
los ojos y la imagen de ella en peligro le ponía los vellos de
punta.
Luna creyó necesario fundar nuevos recuerdos en ese
apartamento. Unos que ocultasen los que rondaban su
cabeza nada más mirar al sofá o al baño, donde ese
energúmeno pidió encerrar a su niña preciosa. Cerró los
ojos, no quería pensar en eso ni en nada que opacase el
reencuentro con Bastian.
Sabía que debían conversar sobre tantas cosas… ese
embarazo que no fue, el divorcio, los golpes y la angustia
pasada, esa corta pero intensa separación que los unió más
y sus posibles cambios… tanto que contarse. Después.
Durante la cena. Tenían toda la noche por delante.
Solo para que supiera que no lo había invitado para
desnudarlo y nada más, porque no era así, aunque también,
le dijo:
―Tengo otro proyecto en marcha, es un cambio de
trabajo, pero antes lo primero. Abuelo, ¿qué tal un revolcón
de esos que nos dejan con la lengua afuera? ―le preguntó,
queriendo espantarlo como siempre hacía.
Bastian le pellizcó el trasero y negó con la cabeza. Le
gustaba provocarlo y lo lograba, siempre.
―Yo no me revuelco contigo, yo…
―Tú me haces el amor, ¿cierto?
―Cierto. Y no te lo hago, lo hacemos, Pinturitas. ¿Dónde
está el dormitorio de la princesa de cabello azul?
Luna rio y lo tomó de la mano para guiarlo por el pasillo.
No era un apartamento grande, aunque sí bien seccionado.
No tardaron nada en estar desnudos y acariciándose. Los
besos ya eran lo suficientemente apasionados como para
quedarse sin aire. No hubo demasiados preliminares, el
deseo había estado postergado por varios días, demasiados
días.
―Sin condón, Bastian ―pidió ella entre gemidos.
Y él no se hizo rogar. Cerró los ojos con fuerza y disfrutó.
Luna llorisqueó de emoción. No era solo el placer lo que
la ponía en carne viva, como estaba, sino una nueva
demostración de entrega, intimidad y confianza.
Bastian la complació, la besó y la miró con intensidad. La
llevó al cielo del placer pegada a su cuerpo, robándole su
aliento, murmurándole palabras bonitas y guiñándole el ojo
una vez que volvió en sí.
¿Cómo podía lograr que se derritiese por él de esa
forma? Lo miraba y no podía pensar siquiera en cerrar los
párpados. No podía ni quería perderse nada. Era maravilloso
observarlo y dejarse observar.
Cansados y saciados, seguían tendidos en la cama,
desnudos y acariciándose.
Luna estaba boca abajo, con la sábana enredada entre
las piernas, con la cabeza de lado, mirándolo. Bastian, a su
costado, con el codo apoyado sobre el colchón y paseando
sus dedos por la espalda femenina, llegaba hasta el redondo
trasero de ella y volvía a subir hasta los hombros.
«Es una mujer increíblemente sensual, toda ella, actitud
y desparpajo incluidos», pensaba Bastian, mientras la
observaba.
―¿Te gusta mi cabello? ―le preguntó curiosa, cuando
sintió que enredaba los dedos allí y lo elevaba peinándoselo.
―Me parece sexi, sí. Único, como tú. Me gusta cómo se
ve sobre tu espalda desnuda.
―Oh, parece que el señor mayor tiene un fetiche ―dijo
juguetona.
―Tengo tres, recién descubiertos. Tu cabello, tu espalda
preciosa y tu fabuloso culo. Apoya los codos y sube los
hombros ―le pidió con la voz susurrante.
Luna lo hizo sin dudarlo un instante. Sintió que la tela de
la sábana le cubría una pierna y casi todo su trasero.
Bastian observó la deliciosa silueta de guitarra que lo
fascinaba y se mordió el labio inferior. Tomó el móvil de
Luna, que descansaba sobre la mesa de noche y le pidió
que lo desbloquease.
―No te muevas. No arruines mi obra de arte ―le pidió.
Poniéndose de rodillas le tomó varias fotos. Ella giró la
cabeza en algunas, en otras se quedó inmóvil. Sonriendo.
La sesión de fotos terminó con un beso en sus glúteos y
un mordisco que la hizo jadear.
―¡Eso duele!
La compensación fue un beso en el hombro. Sintió el
peso completo del cuerpo de Bastian sobre el suyo y luego
le puso el móvil delante de sus ojos.
―Así te veo yo. Sensual, hermosa, como una princesa
cándida pero caliente a la vez. Dulce y lujuriosa. Pequeña
pero enorme. Eres pura contradicción para mí y eso me
tiene muy atrapado. Tú me tienes atrapado.
Luna giró la cara y lo miró a los ojos, podía pasar horas
observando esos ojos. Él acercó su boca y la besó con
suavidad. No hizo falta mucho más para que se encendieran
uno al otro, el solo contacto de la piel los ponía en alerta.
Bastian movió la cadera un par de veces y ella la elevó.
El resultado fue el encastre perfecto, como si el camino de
sus sexos estuviese marcado para que pudiesen unirse sin
necesidad de ayuda.
―¡Qué maravilla! ―susurró él sobre la oreja de Luna,
mordiéndosela con frenesí.
―Me encantas, Bastian.
Volvieron a quedar exhaustos. La tentación y la novedad
eran deliciosas, y disfrutarlas sin tiempo ni límite más
todavía.
Por la ventana se asomaba la luna, ya había pasado la
tarde y ni se habían enterado.
―Nos duchamos y comemos ―señaló Bastian, y Luna
rio―. ¿Qué dije de gracioso?
―Lo gracioso no es qué dijiste sino cómo. Ordenas, no
preguntas.
―No es cierto.
―Sí, lo es.
―No. Y no me discutas ―pidió, cargándola en brazos y
caminando hacia el baño.
―La cadera, abuelo. Cuidado con la cadera. ¡Ay!
―exclamó entre risas, ante el golpe que picó en su trasero.
Bajo la ducha de agua caliente se volvieron a mirar. Él le
tomó el rostro entre las manos y le besó la punta de la nariz.
―¿Qué harás mañana? ―preguntó él acariciándola.
―Pensaba invitarte a almorzar y luego ir a buscar a Iris
para pasar la tarde juntos, los tres. Si quieres conocerla.
―Solo si por la noche cenamos con Bruno. No te
preocupes que ni bien termina se pone con la consola.
―Me gusta el plan. Si a ti no te parece pronto.
―A mí no me parece pronto, Luna ―le dijo, saliendo del
cubículo. Le pasó una toalla y luego tomó otra para él.
―Debo confesar que me gusta que quieras incluirme en
tu vida. Me da seguridad y confianza. No creí necesitarlo,
pero lo hago. Contigo me siento vulnerable y miedosa de
perderte.
―No tienes por qué ―le aseguró Bastian, y le dio un
beso en la mejilla.
La rutina del baño nunca le había resultado tan
agradable. Luna creyó que tener una pareja estable era una
de sus mejores decisiones. Quizá, Bastian era el
responsable de que pensara así.
―¿Por qué yo no tengo foto tuya desnudo? ―preguntó,
mientras lo observaba secarse.
―Yo tampoco tengo una tuya, está en tu móvil. Y si
quieres una mía, solo pídela ―aseguró, posando como un
adonis. Luna se carcajeó―. Pero la sacas con tu teléfono.
Confío en ti más que en mi hijo adolescente, que siempre
está toqueteando el mío.
Caminaron hasta el dormitorio, envueltos en sus toallas.
Luna tomó el móvil y estiró el brazo.
―Saquemos una foto de los dos juntos.
Bastian posó a su lado. Una vez que estuvo la fotografía
hecha, él tiró de la toalla de ella, y ella hizo lo mismo con la
de él. Parecían dos chiquilines, riendo y molestándose.
Luna volvió a apretar el botón para inmortalizar la
escena.
―Esto no impresiona a nadie ―reveló Luna, mirando la
foto y poniendo dos dedos en la pantalla para agrandar solo
la parte del miembro flácido de Bastian.
―¡Serás atrevida! ―exclamó, y la tumbó en la cama para
hacerle cosquillas.
El timbre los paralizó a ambos. Luna se tensó y Bastian le
acarició la cara.
―Solo es el timbre, Luna ―murmuró. En ese momento, el
móvil de ella vibró anunciando la entrada de un mensaje.
Ella lo leyó al instante.
―Mi hermano, cuñada y amigos están aquí. Subiendo.
Bastian se puso de pie y comenzó a vestirse. Parecía que
sus planes se estaban arruinando. Le encantaba estar así de
distendido con Luna, era como recuperar su juventud. El
enamoramiento que tenía con ella le daba energía y buen
humor.
―Llegó el momento de presentarte. Llegaría el día,
¿cierto?

Mónica abrió los ojos con sorpresa al verla acompañada.


Nando creyó que podría necesitar compañía y por eso
habían ido sin invitación. Los cuatro, porque Sonya y Kike
también estaban a su espalda.
―Trajimos comida. Te la dejamos y nos vamos
―sentenció Mónica, y se encaminó a la cocina con un par
de paquetes que echaban humo.
―No es necesario, pasen. Gracias por la comida, Moni.
Les presento a Bastian. Ella es mi cuñada, a Nando ya lo
conoces. Él es Kike y ella es Sonya…
―Paz… ―murmuró Bastian, conmocionado. No podía
creer que esa mujer estuviese frente a él sonriéndole y con
la mano extendida para saludarlo―. Perdón. Debes estar
acostumbrada a dejarnos sin habla. Es un placer conocerlos.
―Cierra la boca ―le dijo Luna al oído, y le pellizcó el
trasero.
Bastian sonrió con incomodidad. Se había quedado de
piedra al ver a la actriz allí. Era preciosa, más de lo que se
apreciaba en la pantalla.
Nando le estrechó la mano con firmeza y un poco más de
fuerza de la necesaria.
Bastian se puso tenso al ver que las tres mujeres lo
dejaban solo con Nando y el tal Kike, por lo menos, este
sonreía y parecía agradable. No podía decir lo mismo del
otro. Su nuevo cuñado parecía estar por lanzarse contra él y
darle un par de golpes.
―Es un gusto conocerte, Bastian ―dijo Kike, y le tendió
la mano con elegancia―. ¿Nos sentamos? Nando, ¿vienes?
Los tres tomaron asiento en el salón, en silencio. No
obstante, Kike parecía querer romperlo con alguna
conversación insustancial y era de agradecer.

Sonya volvió a asomarse por la puerta de la cocina. Mónica


le tomó el brazo y la alejó.
―Ayuda con los platos, chismosa ―le pidió.
―¿Y los músculos? ―le preguntó a Luna. Esta elevó los
hombros y puso una fuente sobre la mesa de la cocina.
―No tiene. Bueno, sí, pero no abultados o entrenados.
De todas maneras, está muy bien con y sin ropa, debo decir.
―Mucha información, Luna ―susurró Mónica.
―Nada de tatuajes, corte de cabello moderno, ropa a la
moda, barba recortada… ―siguió enumerando Sonya.
Eso era todo lo esperable en un candidato para Luna.
Siempre habían tenido un estilo parecido los hombres con los
que la vio.
―Nada de eso, Sonya. Es lo que ves. Así de bonito.
¿¡Viste sus ojos!?
―A mí me gusta. Es apuesto, simpático, educado. Te
felicito, Luna ―dijo Mónica.
―Gracias. No olvides lo de divorciado y con un hijo
adolescente ―murmuró Luna, para ponerlas al tanto de esa
pequeña información extra que desconocían.
―Pobre Nando ―acotó Sonya, y terminó de acomodar las
cosas en la mesa.
Todos sabían que el gruñón estaba un poco molesto con
Bastian por lo del supuesto embarazo que no fue. Algo que
no le afectaba en absoluto, pero desde que vio a Luna
embobada y llorando por un hombre descubrió que era un
poco celoso de su seguridad. Solo quería que eligiese bien.
No le había pasado jamás lo de querer conocer al individuo
con quien dormía Luna. Sin embargo, esta vez, suponiendo
que era el elegido, su instinto de hermano mayor requería
asegurarse de que fuese una buena elección.
―Déjame manejar la información, Luna. Tu hermano está
preocupado por ti. No me preguntes… ya sé que no le
debería importar, pero está terrible. Dice que es mayor, que
puede buscar solo diversión, y te ve muy «enamoradita».
No quiere que sufras. Déjalo ser ese hermano mayor que le
gusta ser.
―Siempre lo fue, aunque sin ponerse como un necio
desconfiado como es el caso, no obstante, siempre me dio
consejos y ayuda. No dudo de mi chico, lo va a conquistar,
ya verán.
―La perdimos, Sonya.
―Y lo peor es que fue con un hombre mayor ―bromeó la
actriz, antes de llamar a los hombres para que fuesen a
comer.
El primero en aparecer fue Nando. Pasó cerca de Mónica
y le dio un beso en los labios. Abrió el refrigerador y sacó
una botella de agua y el vino que habían llevado,
suponiendo que Luna no tenía nada y estaba sola y llorando
sus angustias. Nada que ver. No podía negar que el tipo le
caía bien. La miraba con cariño y respeto, eso era lo único
que le importaba. Su hermana se lo merecía. De todas
maneras, eso de tener el papel de hermano mayor peligroso
le gustaba. Lo jugaría un rato más.
Mónica los vio a todos acomodados a la mesa y
sirviéndose sus porciones de comida. Luna la miró y le
sonrió. Bastian hizo lo mismo, aunque con un poco de
desconfianza, como si adivinase que algo se traía entre
manos.
―Bastian, ¿cuántos años tiene tu hijo?
―¿Tienes hijos? ―preguntó Nando, ese dato no lo tenía.
―Tiene trece y se llama Bruno.
―Yo tengo dos ―respondió ella, ignorando a su pareja.
―Conocí a Mauro, si no me equivoco.
Luna asintió.
―Fuimos a ver a Red. También estaba Liz, digo, Sule.
La conversación se dio sin más contratiempos. Nando
tuvo que dejar de pensar mal del hombre. La verdad era
que le caía mejor cuanto más lo conocía. Luna estaba
radiante y sonreía mucho, eso era de agradecer. Venía de
tiempos difíciles.
Se pusieron de pie cuando la dueña de la casa anunció
que prepararía café para todos y que lo tomarían en el
salón.
Bastian decidió que la ayudaría. Necesitaba aflojar los
músculos de la cara y también darle un beso.
Fundamentalmente, darle un beso.
―Por fin solos ―dijo, y le abrazó la cintura.
―Estoy enojada contigo ―aseguró ella. Bastian frunció el
ceño―. No le has quitado la vista de encima a Sonya. Sé
que es preciosa y es quien es, pero disimula, por favor.
―Estás bromeando.
―¿Es una pregunta?
―No.
―Solo te aclaro que Kike, su marido, es mi amor
platónico. No digas que no te avisé.
Bastian la abrazó más fuerte y le besó el cuello. Ella rio
ante las cosquillas que le hizo el pequeño mordisco que le
dio luego. No perdió tiempo y le besó los labios, una vez,
otra y otra más.
―Quiero un beso de lengua ―pidió ella. El rio,
cumpliendo su promesa.
―Déjame mirar un ratito más a Sonya, ¿sí? No tienes ni
idea de la cantidad de fotos suyas que tenía pegada en mi
pared.
―¿¡Te masturbabas con la imagen de mi amiga!?
―¡No grites! No puedes culparme, Pinturitas. Igual, ahora
lo haré con esa foto tuya que te saqué hoy, cuando me
prestes tu móvil para verla.
―Yo no puedo hacerla con la tuya, ya viste que da
lástima.
Bastian, no podía ganarle jamás. Ella siempre duplicaba
la apuesta y se llevaba el triunfo. Siempre ganaba.

Cuando quedaron solos, después de acomodar todo en la


cocina, Luna llamó a Sule. No trabajaba esa noche. Él le dijo
que todo estaba bien y que la niña ya dormía. Luna le contó
que se quedaría en el apartamento y lo puso en aviso de
que tenía que contarle un montón de cosas. Entre las que
figuraban su cambio de trabajo y el gran paso que había
dado presentando a Bastian. Muchas emociones que
compartir. Sule la comprendía como nadie y adivinaba sus
miedos e inseguridades, mostrándole la mejor manera de
hacerlas desaparecer. También le dijo que había algo que no
podía esperar.
―Quiero que Iris conozca a Bastian. Pensaba ir a
buscarla con él mañana. ¿Qué te parece?
―Si tu instinto de madre cree que está bien, está bien
para mí también.
―¿La confundiremos? ―preguntó, todavía dudando de
estar haciendo lo correcto.
―No lo creo. Ella sabe que soy su padre, me ve siempre
y Bastian será Bastian, a secas. Nunca tuvo una familia al
uso y no creo que se pueda extrañar lo que no se conoce,
¿no?
―No lo sé, Sule. Me da miedo, sin embargo, quiero
hacerlo.
―Hazlo. Tienes mi apoyo. Además, el tipo es buena
gente, es padre y entiende. No seas cobarde.
―Me voy a dormir ―dijo después de un bostezo.
―¿Dormir le dicen ahora? ―bromeó Sule.
―La envidia te carcome, es eso.
―Dime cómo se le ponen esos ojazos verdes cuando
ter…
Luna colgó la llamada entre risas. Sule era un pesado y si
lo dejaba molestarla lo haría con sus guarradas más
cochinas.
Bastian salió del baño y se acercó a ella, preguntando si
todo estaba bien, y su respuesta fue refugiarse en su pecho.
Sí, todo estaba bien, muy bien.

La mañana pasó desapercibida. Se durmieron tan tarde que


casi despertaron al mediodía. Ninguno de los dos se
arrepentía.
Tendidos en la cama, de costado, acariciándose las
manos y mirándose a los ojos, conversaron sobre todos los
temas pendientes: Bastian le dijo lo impotente que se había
sentido al enterarse sobre un posible embarazo de Diana
por una irresponsabilidad, Luna comparó sus sentimientos al
vivir lo mismo hacía más de dos años atrás; también
hablaron sobre los hijos y lo maravilloso que era ser padres,
además del compromiso que se asumía y los miedos que
estrujaban las entrañas, porque no se sabía hacerlo bien,
era todo aprendizaje; sobre las ambiguas sensaciones de
Bastian ante el inevitable final de su matrimonio, esa
mezcla de alivio, frustración y nostalgia que Luna pudo
comprender a la perfección; no dejaron de comentarse lo
angustiante y sorprendente que había sido para ambos la
corta separación que habían vivido y apenas tocaron el
tema del robo, aunque sí pusieron énfasis en lo del cambio
de trabajo que Luna tenía en mente.

―No soy quién para decirte lo que deberías hacer, Luna.


Solo pon en la balanza lo bueno y lo malo. ¿Qué pesa más?
―había preguntado Bastian.
―Hoy, se inclina para mi lado, para la necesidad de
cumplir un sueño que tengo postergado. No sé cómo me irá,
aunque, si no lo pruebo…
―Jamás lo sabrás ―murmuró él, interrumpiéndola, y
bostezó.
―Mejor dormimos. Mañana tendremos un día largo
―señaló ella, y le besó los labios para luego acurrucarse
contra su pecho.

Así los encontró el día. Almorzaron y se dirigieron a casa


de Sule. Era el momento de dar un paso más.
Los nervios de Luna eran notorios, y Bastian le aseguró
que estaría todo bien.
Su pequeña era muy simpática, no creía que hubiese
problemas, aun así, la angustia estaba ahí. Sabía que la
culposa madre se había hecho presente, no obstante, ella
estaba luchando por expulsarla de su cabeza,
convenciéndose de que no estaba obrando mal. Iría
despacio, poco a poco. Integrar a Bastian en sus vidas era lo
que más quería, porque estaban viviendo momentos de
tanta dicha… Era el hombre indicado, muy dentro de ella, lo
sabía.
Sule salió con la niña en brazos y cargando una pequeña
mochila con los artículos necesarios de Iris y algún peluche
extra, con los que le gustaba dormir.
Al ver a Bastian, la niña hundió la carita en el cuello de
su padre, pero ojeando por el rabillo al desconocido que
sonreía embelesado.
―¡Qué hermosa niña veo yo! ―exclamó Bastian,
estirando la mano y acariciándole la mejillita con un solo
dedo.
―¿Hablas de esta sirenita? ―preguntó Sule, apoyando la
buena intención―. Se llama Iris, ¿cierto?
La niña afirmó con la cabeza, un poco cohibida todavía.
―Es tan linda como su nombre, entonces.
―Ve con mami. Creo que se van de paseo.
―¿Payeo? ―preguntó entusiasmada, y se pasó a los
brazos de Luna, quien la recibió con besos sonoros y
abrazos fuertes, logrando que la niña riera con fuerza.
―Él se llama Bastian y viene de paseo con nosotras. Se
me antoja un helado. ¿Qué dices, Bastian?
―Helado será. ¿Y esos juegos que vimos en el parque?
―Iris adora esos juegos, podemos ir.
Sule los miró con una sonrisa sincera en los labios. Y le
tendió la mano a Bastian, quien se la estrechó con firmeza.
―Me las cuidas, Ojazos. ―Luna le golpeó el hombro.
Saludaron al moreno y decidieron caminar hasta el
parque ya que no estaba lejos y tampoco lo estaba la
heladería.
Iris quiso caminar y Bastian le tendió la mano, ella la
tomó sin problema y luego pidió la de su madre, así caminó
más segura.
―Gané un par de puntos ya ―dijo mirando a la niña, y
luego guiñándole el ojo a Luna―. Puedes respirar, Pinturitas.
Luna se maravilló ante la paciencia y ternura de Bastian
para con su hija. Tal parecía que se habían caído demasiado
bien. Rio al verlo revolcándose en el pasto, imitando las
piruetas de Iris.
―La cadera, abuelo ―bromeó, y Bastian la miró
sonriente, con esa maravillosa sonrisa que le doblaba las
rodillas y le robaba suspiros.
La tarde pasó más rápido de lo esperado. Tuvieron que
desistir del paseo porque la niña era un pegote andante. El
helado había ensuciado toda su ropita, manos y cara.
Llegaron al apartamento con la intención de bañarla y
vestirla bonito para hacer la segunda presentación del día:
Bruno.
―Bastian, ¿por qué no te adelantas? Voy luego, cuando
termine. Sus baños son eternos, ruidosos y angustiantes,
por no decir que son un desastre. Salir de la bañera la
convierte en un pequeño ser poseído por la rabia y el
capricho.
―Esta dulzura no puede ser caprichosa ―aseveró él,
sentándosela en las rodillas―. ¿Te gusta darte baños, Iris?
―¿Me baño, mami? Soy ienita ―anunció, y luego dio un
discurso de los suyos, de esos inentendibles.
―Las espero, si no te molesta. Quiero conocerte como
madre enojada o frustrada, o lo que sea que te haga sentir
el berrinche ―dijo, riendo
―Quedas avisado. Somos dos monstruos. Sírvete lo que
quieras mientras esperas. Vamos, sirenita, al baño.
―¡Yiiii!

Bastian todavía reía a carcajadas al recordar a Iris


berreando enojada y a Luna intentando calmarla, sin
lograrlo demasiado. Así llegaron a su apartamento. Ya todo
había pasado y la pequeña Iris estaba cantando mientras
movía una muñeca, haciéndola bailar.
Bruno no tardó mucho en llegar.
Estaban preparando la comida entre los dos, Iris jugaba
con varios tarros de cocina y algún recipiente plástico que
Bastian le había prestado, olvidando sus propios juguetes en
el sofá del salón.
El jovencito se sorprendió al ver a la chica del pelo azul.
«La novia cool de papá», así se refería a ella. Titubeó al
saludarla, un poco lo intimidaba. Entonces vio a la pequeña
niña que se divertía sentada en un rincón, rodeada de
bártulos que su padre utilizaba para cocinar o guardar
comida.
―Hola. ¿Cómo te llamas? ―preguntó, sentándose frente
a ella. La niña lo miró durante unos largos segundos,
estudiando la situación. No sabía si esconderse tras las
piernas de su madre o permitir que ese nuevo «amigo»
tocase sus juguetes.
―Idis ―pronunció con indiferencia y alejando de él los
juguetes que estaban más cerca.
―Iris, él se llama Bruno ―indicó Bastian, y le acarició la
cabecita. Estaba enamorado de la pequeña morenita.
Ambos niños se miraron, Bruno sonriendo, Iris no. Estaba
estudiándolo.
―¿Es tu hija? ―le preguntó a Luna. Esta afirmó con la
cabeza―. Es bonita.
―Iris, el nene dijo que eres bonita.
―Gayas ―murmuró sin mirarlo.
―De nada. ¿Puedo jugar?
Bastian besó la cabeza de su hijo antes de alejarse para
continuar con la comida. Nada lo hacía sentir más orgulloso
que su hijo. Era un valiente hombrecito.
Luna le besó la mejilla a Bastian, esa era su forma de
agradecerle todo lo que estaban viviendo. Él solo le sonrió,
entendiendo lo que eso había significado y suspiró,
intentando aplacar esa sensación de inmensa alegría que
sentía en ese momento.
Ya en la mesa, con la cena servida, Bruno ayudó a Iris.
―Come tranquilo, ya le doy yo, Bruno ―señaló Luna, un
poco avergonzada. Su hija no lo había dejado alejarse ni un
segundo.
―No me molesta. Me gusta ayudarla. Pero le manché el
vestido, perdón.
―No hagas caso, es lo usual. No dura limpia ni dos horas.
Conversaron sobre la escuela y algunas materias. Bruno
indagó sobre los tatuajes de Luna y el color rosa de su ropa,
a lo que ella respondió con sinceridad y bromas. Todo
estaba saliendo de maravilla, hasta que Bruno quiso ir a su
dormitorio a jugar con la consola. Iris no se lo permitió, por
supuesto.
Entre llanto y congoja, Bruno cedió a mudar los juguetes
y llevarla con él.
―Me llamas si te molesta ―sugirió Luna.
―No te tapes los oídos con los auriculares, así escuchas
si te habla ―solicitó Bastian.
―No le entiendo nada, papá.
Bastian rio, y Luna se cubrió la cara, avergonzada porque
Iris no dejaba en paz al jovencito.
―Entonces la traes y la madre nos traduce.
Cuando estuvieron solos se abrazaron y se dieron un
beso de labios cerrados, aplastando las narices y sonriendo
sin separarse.
―Todo ha salido de maravilla ―aseguró ella, sin
despegarse de la boca de Bastian, y volvió a besarlo.
―No tenía dudas. A Bruno le encantan los niños. Desde
pequeño ha sido así ―explicó, y se alejó para servir dos
copas de vino―. Incluso nos pedía muñecas como regalos
de cumpleaños. Fue cuando comenzamos a sospechar. Con
el tiempo, sus gustos fueron inclinándose cada vez más a
los de las niñas. Tiene un montón de amigas, pero pocos
amigos, ¿sabes? Siempre lo dejamos elegir, lo que sea. No
fuimos padres opresores o de esos que les dicen qué y
cómo hacerlo. Nos gustó siempre educarlo para que
aprenda de sus errores, que sepa lo que son las
consecuencias, claro que teniendo en cuenta su edad. Diana
es una madre maravillosa.
―No me cabe duda, puedo ver el resultado ―aseguró
ella, tomando asiento junto a Bastian, que dio un pequeño
sorbo de su copa. Él se quedó pensativo unos segundos y
ella lo esperó.
―Mis padres no aceptan la homosexualidad de Bruno.
Nadie en mi familia, quizá, mi cuñado, pero prefiere estar
bien con mi hermana y es lógico. Eso nos alejó, por eso nos
vinimos sin pensarlo demasiado, abandonando el pueblo
que nos vio nacer. Pusimos a Bruno por sobre todos,
elegimos que fuese feliz, y rechazado por abuelos y tíos no
lo sería.
―Eso me querías decir… no lo había entendido, pensé
que tus padres preferían una niña y por eso estaban
resentidos. ¿Él te dijo que es homosexual?
―Sí, más o menos… Igual, no hizo falta, siempre lo
percibimos. Diana fue quien se dio cuenta. Ella estaba
segura, yo no. No te voy a negar que me asusté al pensarlo,
renegué de eso por un tiempo y pensé que ella exageraba.
Hasta que lo asumí. Dicen que no hay peor ciego que el que
no quiere ver… Un día, a la salida del colegio, no sé si tenía
nueve años, me señaló a un niño y me dijo: «ese es el niño
que me gusta, papá».
―¿Qué hiciste? ―preguntó Luna, con los ojos cargados
de lágrimas. Estaba emocionada, descubriendo a un
Bastian-papá que desconocía. Cada día le gustaba más ese
hombre.
―Lo mismo que tú ahora: lloré de emoción. Me puse muy
orgulloso de él y de nosotros como familia. En ese instante,
recuerdo que pensé: «lo hemos hecho bien».
―Lo hicieron bien, Bastian. Lo ayudaron a asumir una
realidad que a muchos les cuesta llegado el momento. Ya
sabemos que la sociedad es un poco mojigata y condiciona,
juzga, critica. La fortaleza que le enseñaron desde pequeño
lo ayudará toda la vida.
―Eso espero, porque estoy seguro de que, más de una
vez, se va a encontrar con gente indeseable.
―Ojalá que sean los menos. ¿Y qué le contaste sobre mí?
―le preguntó, después de acariciarle la cara.
―Le dije que me gustabas. Me preguntó si volvería a la
casa algún día y ante mi negativa elevó los hombros. Me
aseguró que lo intuía y que no le molestaba. Entonces, me
dijo que eres cool.
―¿Cool? Ese chico sí que sabe ―dijo Luna en broma.
―Le pregunté qué quería decir con eso. «Que es linda,
moderna, simpática, que tiene onda… todo eso se dice cool,
papá», me respondió. ―Bastian imitó a Bruno con la voz y
los gestos, haciendo reír a Luna―. Está tan fascinado como
yo con esas pinturitas tuyas y tu pelo. A mí me fascinan
otros atributos tuyos también. Ven aquí.
Luna se sentó sobre las piernas de Bastian y se dejó
besar. Le encantaba que fuese tan dulce y le acariciara el
cuello mientras lo hacía. Le ponía la piel de gallina. Esos
ojos verdes tan hermosos la miraban como nadie la había
mirado.
―Me haces sentir tan bien ―le susurró, con su mirada
anclada en la de él.
―Y tú a mí.
Con el correr de los días, la relación se hacía fuerte y los
niños aceptaban la presencia de ellos en sus vidas.
Luna todavía tenía pasos que dar para cumplir sus
metas, nuevas e incitantes metas que jamás se había
trazado. No había sido una mujer de proyectos, sin
embargo, desde hacía más bien poco, lo era.
El robo le dio una nueva perspectiva a sus días, había
descubierto que cualquiera podía ser el último y con esa
nueva visión prefería organizarse para no dejar nada en el
tintero.
Con el amor fraternal y de pareja en pleno apogeo, su
maternidad fluyendo maravillosamente y su personalidad
bien afianzada solo quedaba seguir su instinto, y hablar con
Toro para contarle sus planes.
Algo había avanzado. Le había escrito anunciándole una
pronta visita al salón de tatuajes. Y, como siempre, Toro
aprovechó para tentarla y pedirle algunos diseños
novedosos. Ese simple sondeo le aseguró a Luna que él
seguía a la espera de que ella aceptase la eterna propuesta
para trabajar en Sellos en la piel, ese era el nombre del
negocio donde Toro hacía su magia.
Nada quedaba de la mugre, las drogas ocultas, la
oscuridad de las paredes mal pintadas y las malas
compañías. Sellos en la piel era un local bien ubicado, cerca
de una avenida muy concurrida y céntrica, luminoso y
limpio, que invitaba a detenerse y mirar el escaparate
donde se mostraba un popurrí de lo que se ofrecía allí,
porque también se colocaban piercings, incluyendo los del
tipo microdermal. Las fotos de gente que se tatuaba, incluso
algún que otro famoso, decoraban una de las paredes
blancas, la opuesta a las sillas de los tatuadores. En el fondo
había un par de cabinas cerradas con camillas y en la
entrada, el amplio mostrador con impresoras y tabletas de
diseño. La luz y la música conjugaban en un juego
armonioso y bastante bien pensado para hacer sentir
cómodo al cliente.
Luna sonrió nada más entrar y ver a su amigo sentado
frente a una pantalla, muy absorto en lo que allí observaba.
―Buenas tardes, quiero hacerme un tatuaje ―aseguró.
―Buenas tar… ¡Luna! Dijiste que vendrías mañana.
¡Dame un abrazo! ―exclamó Toro, acercándose y
apretándola entre sus brazos.
―Quise sorprenderte.
―Y lo has logrado. Deja que termine esto. ¿Vienes a
tatuarte?
―No, pero estoy pensando en hacerlo en breve.
―Entonces, de visita. Eso me alegra, porque los amigos
son muy bienvenidos ―dijo Toro, con cariño sincero.
―Tampoco es una visita amistosa. Espero no ser la única
de los dos que recuerda que hay una propuesta sin fecha de
caducidad entre nosotros ―murmuró, mirándolo a los ojos y
sonriendo con picardía.
Lo vio elevar las cejas y luego formar una perfecta letra
«o» con sus labios.
―Bromas como esas son de mal gusto. Dilo sin dar
vueltas si es verdad, quiero escucharlo, que me ilusiono con
poco. ¿Es lo que creo? ¿Aceptas?
―Si sigues queriendo una diseñadora que anhela
convertirse en tatuadora de las buenas, sí.
―Claro que quiero, siempre quiero. ¡No puedo creerlo! A
Nina le encantará saberlo. Dame cinco minutos ―pidió,
tomando el móvil y escribiendo un mensaje a su mujer―. Sé
que la conoces poco, pero Nina te admira más que yo
mismo. Tiene dos de tus diseños en su piel, uno es solo para
mí, el otro lo podrás ver ni bien venga. Deberás decirme si
te sirve esta tableta o trabajas con otra. Tenemos tecnología
nueva y programas fantásticos, ya te enseñaré. Esas figuras
de cuerpos femeninos que me enviaste la última vez ya las
tatuamos dos veces, deberíamos hacer un muestrario con
varias de esas, no sabes cómo gustan.
Luna estaba muda, no solo por la emoción que emanaba
de Toro sino porque no tenía tiempo de emitir sonido, él
hablaba sin detenerse siquiera para respirar profundo. El
sonido de un mensaje volvió a distraer al hombre y se le
escapó una carcajada.
―Nina está feliz. Dice que vayas pensando en algo para
su espalda, me tiene loco con que quiere tatuarse la
espalda y no nos pusimos de acuerdo, me hace borrar todo
lo que dibujo. A ver si lo logra contigo, y no lo dudo.
―Toro, ¿me permites decir algo? Ya me tienes una cita y
todavía no arreglamos los términos.
Toro la miró sonriendo y respiró profundo. Con las manos
hizo un movimiento, asegurándole que ya se calmaba, y
luego se sentó.
―Tienes razón, es la emoción. No sabes lo feliz que me
hace que hayas aceptado. Admiro tu trabajo porque es
visceral, no hay nada más real que tus diseños, son tan tú,
te nacen, son… Ya, tienes razón, me callo.
―Gracias. Es que no quiero que te ilusiones porque
tengo mis condiciones y solo si las aceptas podemos seguir
hablando.
―Cuéntame.
Entonces, Luna expuso sus circunstancias.
Ser madre era algo que condicionaba mucho sus
horarios, pero también estaba la promesa a su hermano, al
que no dejaría sin ayuda. Conocía los límites de Nando en
cuanto al manejo de su propio comercio, ella había sido su
mano derecha desde el comienzo y no dejaría de serlo,
dentro de sus nuevas posibilidades. No estaba dispuesta a
relegar sus compromisos asumidos por uno nuevo que podía
llevarla a ningún lado. No obstante, estaba segura de querer
intentarlo, disfrutaría del camino de todos modos, aunque
tuviese que abandonarlo luego. Esperaba que no.
La propuesta que ella tenía era trabajar tres días
completos en Sellos en la piel y dos, en la joyería. Toro
aceptó sin dudar, no era tonto, sabía que eso era mejor que
nada. Luna le aseguró que cumpliría con el trabajo y él la
creía, sabía que era responsable.
―Las clases serán gratuitas, quiero que te perfecciones.
Una vez que arranques con tus primeros tatuajes
volveremos a hablar sobre dinero y pagos.
―No es justo. Te cobro por mis diseños y no lo haces por
tus clases, no lo veo bien.
―Eres mi inversión. No soy mal negociante, mira dónde
he llegado desde que me conoces ―agregó orgulloso, y no
era para menos.
Ambos sabían desde dónde había comenzado y no le
había ido nada mal.
Conversaron sobre sus familias y arreglaron los horarios
laborales. Antes de que ella le dijese que debía irse, él le
preguntó por su hermano. Toro bajó la vista al enterarse de
que Nando no estaba feliz con el cambio que Luna estaba
haciendo.
No lo culpaba, sabía que ese hombre lo despreciaba y
era justo que así fuese. Era muy consciente de que él había
estropeado la juventud de Luna y la propia, para qué
negarlo. Por eso, jamás había dejado de verla, de
mantenerse enterado de cómo avanzaba. Una profunda
responsabilidad sobre ella le obligaba a tenderle una mano
y mantenerla a su lado, viéndola feliz, sonriente y luminosa.
Habían transitado juntos la oscuridad, y habían salido, cada
uno por su lado y por diferentes motivos, no obstante, era
una experiencia compartida que no podía obviar.
La vio partir con una sonrisa radiante en los labios. Le
encantaba verla así. No podía negar que la mejor noticia que
podía recibir era que Luna trabajase en su negocio. No
importaba tener que esperar una semana para que ella
acomodase sus asuntos.

Hacía dos días que Luna no veía a Bastian. Era un hombre


muy comprometido con su trabajo y los horarios que tenía
eran, a veces, complicados.
Esa noche habían acordado cenar juntos, Sule no se
sentía bien, por lo que la pequeña Iris estaba en casa y los
planes de darse mimos parecían haberse esfumados.
Bastian llegó en pleno griterío y llanto. La hora del baño
seguía siendo motivo de guerra entre madre e hija.
―Pasa y cierra rápido, que me van a considerar
maltratadora de niños si escuchan cómo llora. Iris, por favor,
deja de gritar.
―¡Soy ienita! ―exclamó la niña con furia y los ojitos
llenos de lágrimas. Con ellos divisó a Bastian y su sonrisa
enorme, entonces le tiró los bracitos, hipando con angustia.
La pequeña estaba envuelta en su toalla rosada,
cubriéndole hasta la cabecita.
―Cuánto llanto, preciosa. ¿Por qué lloras? ¿Qué te hizo
mami? ―preguntó entre murmullos afectuosos y besos en la
cabecita.
La niña se puso mimosa y dejó de llorar al instante
acomodándose entre los brazos de Bastian.
―¡No puedo creerlo! Eres una desagradecida, mañana
que te bañe el vecino ―gruñó la madre.
―No te pongas celosa ―la pinchó él.
―No son celos, bueno, un poquito. No me sonrías así,
abuelo.
―¿O qué?
―O te como a besos ―le respondió, y le besó los
labios―. Pero no estos besos, los que incluyen lengua y
dientes. Quiero de esos besos, Bastian.
Él sonrió y la besó otra vez. Era sincera y directa, eso le
encantaba. También quería de esos besos, pero estaba
agotado.
Mientras preparaban la cena y comían hablaron de todo
lo ocurrido en el día. Incluso lo del nuevo trabajo de Luna.
Bastian estaba feliz por ella, la veía entusiasmada. Poco
sabía de su pasado, todavía, con el correr de los días ella
iba contándole anécdotas y poniéndolo al corriente.
―Deberías asegurarte de que ese hombre haya dejado
los vicios, Luna. Comparto la preocupación de Nando.
―Lo ha hecho, te lo prometo. De otra forma, yo no
hubiese aceptado.
―Teno seño, mami ―dijo Iris, acomodándose entre sus
piernas.
―Ven conmigo que te llevo a dormir, ¿quieres que te
lleve yo? ―La niña asintió y se dejó alzar por Bastian―.
Vamos a ver con qué muñecos quieres dormir hoy.
¿Duermes con alguno?
Luna los escuchó alejarse, conversando entre ellos,
ignorándola por completo, y sonrió. Se puso de pie para
terminar de acomodar los trastos en la cocina y preparar
una copa de vino para cada uno.
―Se durmió ni bien apoyó la cabecita. Deberás
enseñarme canciones de cuna, puesto que no recuerdo
ninguna ―murmuró Bastian. Hablaba bajo para no
despertar a Iris.
―Gracias. Se ve que te adora la muy traidora.
―Me gustas celosita ―señaló, tomándola de la mano y
sentándola en sus piernas―. ¿Cómo era eso de los besos
que incluyen lengua y dientes?

Luna se sentó frente a su cappuccino dispuesta a elegir al


personaje de su fantasía, pero no lo hizo a tiempo, Nando la
interrumpió. Era inusual encontrarlo allí y más siendo tan
temprano.
―Me dijo Moni que fuiste a ver a Toro ―indicó,
sentándose a su lado.
―Así es. Cierto, olvidé que había perdido una amiga,
ahora solo tengo una cuñada chismosa ―susurró para sí
misma, pero él escuchó y sonrió.
―Sabes que ella y yo no tenemos secretos, tampoco
nosotros dos.
―No tiene ni idea qué te oculto y qué no, Nando.
―¿Qué me ocultas, Luna? ―preguntó gruñendo.
Luna sonrió. La provocación siempre era exitosa con su
hermano.
―Cuéntame el motivo por el que te has caído de la
cama.
―Tengo que viajar y quería saber cuándo me abandonas.
―No te abando…
―Es una broma ―la interrumpió, soltando la carcajada. Y
le acarició la mano para hacerle saber que no mentía―. No
me mires así, es una broma. ¿Te crees que eres la única
buena haciéndolas?
―Tonto.
―Como te decía… vengo en tres días. ¿Puedes
esperarme?
Luna afirmó con la cabeza mientras bebía su café.
Nando le explicó los motivos de su viaje. Eran, como
siempre, una mezcla de trabajo y placer. Y se llevaba
consigo a Mónica, ya era costumbre que viajasen juntos.
Nando nunca había sido tan feliz, según lo veía su
hermana, y Mónica era otra mujer desde que era su pareja,
más encantadora, si eso era posible.
Una media hora después, ambos dejaban la cafetería con
rumbo a la joyería. Nando debía mirar unas muestras y
seleccionar unas piezas para comprar, Luna había conocido
a un proveedor que tenía joyas increíbles.
Nada más entrar, y después de hacer el repaso diario de
la vidriera, uno de los empleados le dijo a Luna que un
hombre la había estado buscando.
―¿No dejó su nombre o motivo? ―preguntó Nando.
―No. Solo quiso saber si trabajaba aquí. Le dije que sí,
pero que no estaba, que llegaba en un rato. Argumentó que
estaba apurado, que volvería luego. Se lo veía nervioso,
dudaba y miraba para todos lados.
―No me gusta, Luna. Hoy te haces acompañar por
alguno de los chicos de seguridad, por favor. Si termino
pronto con la reunión que tengo por la tarde te busco y te
llevo a casa.
―Eres un exagerado, Nando.
―No me importa lo que pienses ―le aseguró, besándole
la frente antes de irse.
Luna lo vio partir en silencio. Al quedarse sola, su
corazón comenzó a latir sin control, martillando en su
cabeza. El recuerdo de esos dos hombres entrando en su
casa, golpeándola y manoseándola se le vino a la cabeza.
Era una locura pensar que podían ser ellos.
«No pienses tonterías, Luna».
Era una tontería, claro que sí. Esos dos tipejos estaban
tras las rejas y, si no, desconocían su lugar de trabajo.
Le fue imposible concentrarse, no podía dejar de pensar
en el supuesto hombre que la había ido a buscar. Trabajó a
media máquina y mirando cada media hora hacia la puerta
de entrada.
Llegada la hora de salida, por supuesto, Nando estaba
ahí.
Luna había hablado por teléfono con Bastian y este había
descubierto su nerviosismo. No le quedó otra opción más
que contarle lo ocurrido, por eso le aseguró que iría para su
apartamento al terminar de trabajar y se quedaría a dormir,
quisiese o no.
Ella jamás se hubiese negado; de todas formas, se lo hizo
saber. La respuesta de su hombre fue una sonora risa que
aflojó la tensión de la conversación.
Luna ya no tenía pesadillas, tampoco miedo, incluso
había desistido de su idea de mudarse como lo había
pensado en un principio. Lo que no significaba que no se
inquietase ante lo sucedido. Que un desconocido
preguntase por ella y no dejara mensaje no parecía buen
augurio. ¿O estaba siendo prejuiciosa?
Antes de abandonar la oficina, Sule llamó para decirle
que pasaría a llevarle un regalito a Iris, algo que su novio le
había comprado.
―Novio. Suena raro en ti esa palabra, Sule.
―Manu quiere ser mi novio, le doy el gusto ―indicó entre
risas.
―Claro, Manu. Estás enamoradito, moreno.
―¿Cómo lo llevas con Ojazos?
―Divinamente. Iris lo adora. La enseñaré a decirle
«papito».
―¡Ni te atrevas! Soy el único que tiene y tendrá ese
privilegio. Nos vemos en un rato.
Luna sonrió ante las palabras de Sule y cerró con llave
todas las puertas necesarias después de cortar la llamada.
Nando la esperaba conversando con Kike, que había ido a
buscar a Sonya. Hacía varios días que no la veía porque
estaba muy ocupada con las primeras grabaciones de la
película.
―Estamos pensando en cerrar, si Sonya le dedica más
tiempo a la productora ya no lo tendrá para la perfumería.
Además, mira ese par de ahí, son periodistas al acecho. La
siguen por todos lados y eso no le gusta nada. A mí
tampoco ―decía Kike mientras ella se acercaba―. Hola,
Luna.
―Hola. ¿Y Sonya está de acuerdo con tus planes de
dejarla sin trabajo? ―preguntó en broma, viéndola
acercarse.
―Es una idea mía. Estoy agotada, no puedo con todo
―aseguró Sonya.
Conversaron un rato más y se despidieron.
Nada más llegar al edificio, se encontraron con Bastian,
esperando en la entrada. Subieron juntos, conversando de
tonterías.
Iris salió corriendo a trompicones de la cocina al escuchar
la puerta y se detuvo en seco al encontrarse con tres de sus
personas favoritas mirándola. Indecisa por a quién saludar
primero caminó hacia su madre, que se puso en cuclillas,
pero miró a Bastian con una sonrisa y estiró la mano hacia
Nando para ofrecerle su muñeca de trapo.
―Mi princesita preciosa, ¿cómo te has portado?
―Ben. Muy ben ―respondió, era una frase ensayada por
repetición. Sabía que eso tenía una hermosa consecuencia:
los besos de su madre en el cuello, haciéndola reír a
carcajadas.
―Yo quiero mis besos también ―pidió Nando, y la niña
no se hizo rogar.
Más tarde fue el turno de Bastian, que también recibió un
beso y abrazos de la niña. Luna tuvo una conversación corta
con Chiara y esta se despidió de todos.
Todavía estaban riendo con las travesuras de la pequeña
cuando el timbre sonó. Luna abrió sin pensarlo dos veces,
creyendo que la niñera había olvidado algo.
Al verlo quedó muda.
No podía creerlo.
―Hola. Supongo que me recuerdas.
―Cómo podría olvidarte. Fuiste muy cretino como para
hacerlo ―expuso Luna.
―Tienes razón, lo fui ―respondió el hombre, que ya no
tenía tantos músculos abultados, y su maravilloso rostro
estaba decorado por una rubia barba corta y bien peinada,
que le quedaba fantásticamente bien. Los años no habían
hecho desaparecer su atractivo, muy por el contrario―. ¿Me
permites pasar?
―La verdad es que no sé si quiero dejarte pasar ―le
aseguró Luna.
―Mami, mami, mira ―gritó Iris, y llegó hasta ella,
tironeándole la camiseta luego para llamar su atención,
hasta que vio al hombre que la miraba sonriente. Entonces,
le dio vergüenza y se escondió tras la falda rosa oscuro de
Luna.
―¿Todo bien? ―preguntó Bastian, acercándose, al
instante lo hizo Nando, pero quedándose un poco más lejos.
Ambos esperaron que Luna dijese o hiciese algo más que
quedarse petrificada frente a ese desconocido.
―¿Es ella? ―preguntó el rubio.
―Sí, Polo, es ella. Y como te darás cuenta, no es tu hija.
La niña le pidió a Bastian que la alzase, y él lo hizo. Al
notar la tensión en Luna, este no quiso alejarse, y le pasó
una mano por el hombro para recordarle su presencia.
―Aunque no lo creas, pensé mucho en ti y en ella o él,
no sabía qué era o si…
―O si te había hecho caso ―interrumpió Luna―. No, no
lo hice. Continué con mi embarazo y tuve una niña. Su
padre es un maravilloso hombre que supo estar a la altura.
―Yo solo quería que supieras que me arrepiento de lo
que hice ―expuso el hombre.
―Vaya, tu disculpa llega un poco más de dos años tarde,
Polo ―dijo Luna.
No era enojo lo que sentía, ya no, sin embargo, lo
despreciaba. No podía negar esa realidad.
La niña miró a su madre, preocupada, y le acarició la
cara, porque no le gustaba verla enojada o triste. Quiso que
ella la sostuviese en brazos, pero Bastian creyó oportuno
alejarse y dejar a su mujer conversar con ese hombre. Se
acercó a Nando y le susurró la conversación que había
escuchado. Nando ató cabos y se dio cuenta de quién era.
Lo fulminó con la mirada y no se alejó ni un centímetro.
Bastian sí lo hizo con Iris, porque estaba inquieta.
―No tuve el valor de buscarte antes. Pero hoy quise
estar seguro de que no tenía un hijo, necesitaba
confirmarlo. Esta vez, para estar presente si lo tenía, para
ser el padre que no había sido, te lo juro. Me casé hace más
de un año y estamos esperando un bebé. El recuerdo de lo
que te dije nunca desapareció de mi cabeza y se hizo
insoportable. Cuando se lo conté a mi esposa…, me puse a
llorar como un niño y me obligué a venir a pedir perdón
―dijo Polo, mirándola a los ojos, sincerándose.
Luna tragó la angustia que se había formado en su
garganta. Ese hombre merecía llorar y sentir culpa, claro
que sí.
No estaba siendo objetiva ni racional, todo lo contrario.
Con Iris en su vida, todo lo ocurrido tomaba otra dimensión.
El dolor también. Se había perdonado a sí misma, con el
tiempo y cargando una dolorosa culpa, pero a él le era más
difícil. Todavía recordaba la cara de asco con la que la había
mirado aquel día. Incluso, si lo analizaba fríamente, era un
poco hipócrita su postura y su enojo, de cualquier manera,
no es que le importara mucho. Polo no era de su agrado.
―No sé si puedo perdonarte ―murmuró ella, no quería
pronunciar esas palabras, aun así, le salieron del alma.
―Te entiendo. No busco tu perdón, de verdad.
―Solo quieres purgar tus culpas.
―Si quieres verlo así… Tal vez, esto me haga sentir
mejor y al ver por primera vez a mi hijo no me sienta tan
miserable. Saber que no abandoné a nadie me tranquiliza.
Soy un hijo de puta, puedes pensarlo y decirlo. Me alegro de
que no me escuchases aquella vez, también de que la
pequeña no sea mía y que haya tenido un padre
responsable que la quiere. Dije lo que vine a decir y lo
repito: perdón por mi idiotez. Es hermosa, dicho sea de
paso.
―Gracias. No sé si te perdono, pero agradezco tus
palabras.
Polo sonrió con timidez y se alejó de la puerta con la
mano levantada a modo de saludo.
Luna suspiró, aflojando los hombros y cerró los párpados.
―Polo. ¿Tú fuiste a buscarme a la joyería?
―Sí. Tu amiga Lola me dio las dos direcciones.
En ese instante, llegó Sule y ambos hombres cruzaron la
mirada. Polo supo quién era.
―¡Papiiii! ―gritó la niña, y corrió a sus brazos. Él la
levantó sonriendo.
―Te felicito ―dijo el desconocido, y se marchó.
Luna dejó caer las lágrimas que tenía acumuladas y se
abrazó a Sule, llorando su impotencia y recordando su
propia necedad al rechazar su embarazo. Cada palabra y
pensamiento se hizo eco en su cabeza, y la culpa volvió a
golpearle duro en el pecho.
Sule miró a Nando que tenía una terrible cara de pocos
amigos y a Bastian que negó con la cabeza, poco entendía
él. Sabía lo que Luna había pasado, pero no había sido
testigo del sufrimiento que ella había vivido, por eso no
comprendía esa reacción.
―¿Me explicas? ―preguntó Sule, y besó la cabeza de
Luna.
―Es Polo. Ese hijo de puta quiso matar a mi hija y quiere
que lo perdone. No puedo hacerlo, Sule, no quiero hacerlo
―indicó entre sollozos.
―No lo hagas. Nadie te obliga. Entremos.
Sule comprendió al instante. La abrazó con más fuerza y
le susurró palabras tranquilizadoras. Podía entenderla, el sí
había sido testigo de todo. Conocía la vulnerabilidad que
Luna experimentaba al recordar que ella misma había
querido deshacerse de la niña y el peso que eso le daba a
su conciencia cada vez que veía a Iris.

Dos horas más tarde, Luna hacía dormir a la pequeña Iris en


brazos, mimándola mucho, susurrándole cuánto la amaba y
observándola maravillada. Amándola más de lo que podía
entender.
―Llévala a la cama, Luna ―murmuró Bastian. La notaba
muy ansiosa y angustiada, la desconocía.
Sule le había contado más detalles sobre el embarazo y
la maternidad de Luna, y Nando había aportado lo suyo. De
esa forma, pudo comprender un poco más todo lo que había
sufrido y cómo la presencia de ese tal Polo no había hecho
más que volver a recordarle lo que le hacía mal.
―No puedo alejarme de ella. Su olorcito es hermoso, ¿no
lo crees?
―Todo en ella lo es.
Luna se acercó a la cuna de Iris y la depositó allí,
sonriendo con ternura. Bastian le tomó la mano y la alejó,
entornó la puerta de la habitación y la abrazó desde atrás,
susurrándole al oído lo buena madre que era. A Luna se le
llenaron los ojos de lágrimas.
―Me cuesta creerlo a veces. De solo imaginar que…
―No tienes por qué imaginarlo siquiera. Deja de pensar
en lo que no pasó y disfruta lo que tienes: tu vida, tu hija, tus
afectos, a mí ―susurró cariñoso, y con la sola intención de
distraerla.
―¿Necesitas cariñitos, abuelo? ―preguntó ella,
girándose para enfrentar la mirada verde de su hombre. Y
dejándose distraer.
―¿Tuyos?, siempre, Pinturitas.
Un año después…

Todo seguía igual o mejor para Luna. No podía quejarse de


su actualidad laboral. Nando había aceptado que llevase las
cuentas desde su casa y solo pasaba por la oficina de la
joyería un par de veces a la semana, a veces, incluso
menos. En Sellos en la piel trabajaba el resto de los días. Ya
estaba comenzando a tatuar pequeños diseños y, poco a
poco, su pulso mejoraba.
Su pequeña sirenita ya tenía tres años y había
comenzado el jardín de infantes. Era algo necesario, porque
rodeada de adultos ya estaba poniéndose un poco
caprichosa. Todos la consentían, incluyendo a Bruno.
Bastian lo llevaba de visitas bastante seguido y Luna lo
adoraba, el muchachito era muy dulce y parecía admirarla
tanto que jamás se oponía a nada de lo que ella propusiese.
Si le parecía cool por su cabello y tatuajes, con el nuevo
empleo había pasado a ser supercool. Cada vez que lo
escuchaba Luna se reía, y Bastian negaba con la cabeza,
pero le gustaba que se llevasen bien, para qué negarlo.
Esa noche, tenían una cena importante en casa de
Sonya. El estreno de la película había sido fantástico y el
matrimonio quería festejar en la intimidad con algunos de
los integrantes del elenco y sus seres queridos, entre los
que estaban incluidos.
Lamentablemente, Bastian tuvo que modificar los planes
a último momento. Con la corbata en la mano y quitándose
los zapatos marcó el número de Luna.
―¿Ya estás abajo? Me falta un ratito, sube ―indicó Luna,
nada más atender la llamada y escuchar el saludo de
Bastian.
―No, no estoy abajo, y creo que deberás ir sin mí. Tengo
una emergencia, estoy cambiándome para salir hacia la
clínica. Lo siento mucho, Luna.
Luna tragó en seco, odiaba que eso pasara. Entendía el
trabajo de Bastian y admiraba su compromiso, ya que eso lo
ponía en una mejor categoría de personas, según su
criterio. Lo que le molestaba era que aceptase todos los
cambios de horarios de guardia y pedido de favores de sus
compañeros sin pedir nada a cambio o negarse alguna vez.
Bastian aprendía de cada oportunidad, aceptaba el
trabajo sin chistar y se metía lentamente en la dirección de
la clínica sin saberlo o intentarlo, nunca lo había pensado.
Jamás había ambicionado nada parecido, pero enterarse de
que su jefe directo lo quería proponer para que fuese su
sucesor ante la inminente jubilación lo puso a analizar
opciones. Le parecía un poco prematuro contar con ello y no
se animaba tampoco a conversarlo con nadie, ni con Luna.
Era extraoficial y nada seguro todavía. No obstante, con esa
mirada a futuro, cada guardia o cambio de planes en la
clínica era aceptado por él, sin analizar consecuencias.
Literalmente.
―Entiendo.
Fue lo único que ella dijo, y ya estaba por cortar la
llamada cuando escuchó que Bastian hablaba. Entonces se
llevó el móvil a la oreja otra vez.
―Lo siento, Pinturitas, te compensaré.
―Nunca lo haces y ya me cansé de esperar. No me
vuelvas a decir eso porque ya no te creo. No hay nada que
compensar, la cena es hoy, el festejo es hoy, no habrá otro,
Bastian. No podrás compensar nada.
―No te enojes, Luna. Me conoces. Es un compromiso que
asumí y debo cumplir. Es mi trabajo.
―No estoy enojada. Solo te pido que no me prometas lo
que no cumplirás. No es posible compensar algo que no se
repetirá. Debo terminar de arreglarme y se me hace tarde.
Hablamos mañana.
―Te quiero, Luna.
―Y yo, amor.
Luna no se enojaba, se frustraba. Entendía a Bastian y
tomaba de él lo que daba. Lo mismo pedía para ella. No
quería enredarse en enojos que no conducían a nada. Con él
era sincera, con naturalidad le salía decir lo que sentía y él
nunca la malinterpretó, por el contrario. Era su forma de
comunicarse y lograban hacerlo bien.
Eso no significaba que no le doliese que él no rechazara
guardias o reemplazos para poder estar juntos, sea en un
evento o solos. Estar en un segundo lugar no era grato… ni
segundo, porque Bruno lo era, ella pasaba a ser el tercero.
Lo de Bruno no le molestaba en absoluto y era lo lógico,
pero…
«Deja de pensar, concéntrate en el maquillaje».
Iris estaba dormida, profundamente dormida y Chiara se
quedaría con ella, porque Sule trabajaba.
Luna sonrió con picardía al recordar que Sule estaba en
el trabajo. No volvería temprano a casa, decidió. Hacía
mucho que no trasnochaba por salir a beber algún trago y
bailar o escuchar música a volumen poco saludable.
Tecleó un mensaje para Sule y salió rumbo a la casa de
su amiga Sonya. Otra vez, era la gran estrella del cine,
Sonya Paz. La que ya no podía caminar tranquila por la calle
sin ser abordada por fans o reporteros.
Al llegar, la pregunta obligada de todos fue: ¿Y Bastian?
Una vez aclarada la ausencia de su novio, se propuso
disfrutar la noche.
Se había puesto un vestido corto precioso, rosado, con
brillos plateados, con un escote generoso por delante y
tirantes finos unidos en el centro de la espalda. Tacones
altos y maquillaje sugestivo daban el broche de oro. Nada
extraño en ella, muy a su estilo.
Hubo hombres y mujeres que le regalaron una segunda
mirada y no era para menos, era una mujer llamativa.
Cuando se agregaban algunos detalles como el cabello de
color, los tatuajes y la desvergonzada personalidad pasaba
a ser más interesante todavía.
Mauro se acercó con una sonrisa sincera y la abrazó a
modo de saludo.
―Enloqueciste al actor de moda, no puede quitar la
mirada de tus piernas.
―No me interesa ―ronroneó ella, con coquetería,
jugando con su sensualidad―. Si te pregunta, le dices que
me gustan las mujeres o que soy tu amante. Elije. Más tarde
voy a ver a Sule, ¿vienes?
Mauro sonrió y aceptó. Así organizó una salida de
amigos, sin Bastian.

A esa noche de ausencia, le sucedieron dos más. No muy


seguidas, pero sí lo suficientemente cercanas como para
que Luna comenzase a sentirse desplazada.
―Papá es así. Primero está su trabajo, luego nosotros.
Por eso se separó de mamá ―le dijo Bruno, una noche que
cenó con ellas a solas, porque el padre aceptó una
invitación del trabajo para reunirse con un catedrático que
llegaba del exterior y era una eminencia, según sus
palabras.
Más tarde, y ya casi por acostarse, recibió un mensaje de
Bastian en el que le avisaba que estaba fuera, que no
quería tocar el timbre para no inquietar a Iris.
Luna abrió la puerta con una sonrisa radiante. Lo había
extrañado en esos días. Estaba agotada, pero le dedicaría
un rato de su tiempo, no le pesaba hacerlo.
Bastian la abrazó y le besó los labios, luego bajó la
mirada y la recorrió entera, sonriendo al final. Luna suspiró,
no podía mantenerse inmune a esa sonrisa. No era para
menos que él la mirase así, lo había recibido vistiendo uno
de sus culottes multicolor y una camiseta que le llegaba al
ombligo y descubría uno de sus hombros. No se molestó en
ponerse nada más, era su pijama y estaba a punto de
acostarse.
Le hizo un par de bromas y se pusieron en la tarea de
preparar algo para tomar.
Bastian tenía que comunicarle algo importante que no
podía esperar. La propuesta recibida era inesperada pero
interesante y tenía cuenta regresiva en funcionamiento.
El director lo había invitado a organizar la apertura de un
centro de ancianos en una ciudad del sur del país,
asociándose con un par de empresas de allí. Era la práctica
garantizada para luego dirigir la clínica. Su tarea era elegir
médicos, proveedores, enfermeras y acondicionar las
instalaciones que ya había. Era un equipo completo el que
estaría a su cargo. La oportunidad era un privilegio que no
podía desaprovechar, no obstante…
―¿Es lo que quieres hacer, Bastian? ―le preguntó ella,
mirándolo a los ojos.
―No lo sé, mejor dicho, sí, es lo que quiero, pero… Tengo
la cabeza a mil desde hace horas, Luna.
―¿Cuánto tiempo te irías?
―El contrato es por dos años. Quieren que lo ponga en
funcionamiento y me venga con resultados visibles.
―Parece algo importante para tu carrera y para tu futuro
profesional.
Luna se sentó en la mesa, delante de Bastian. Él le
acarició las piernas y luego la abrazó por la cintura,
apoyando su cara en el vientre desnudo.
―Lo es. No obstante, estás tú, Bruno… No quiero
perderte, Luna. ¿Crees en las relaciones a distancia?
―No voy a prometerte lo que no sé si podré cumplir. Solo
te aseguraré que lo voy intentar, te quiero esperar ―señaló
Luna.
Ella no quería mentir, no podía asegurar que la relación
funcionase, tampoco que no. Le acarició el cabello y lo dejó
pensar en silencio. La idea no le gustaba, aun así, entendía
a Bastian y no se interpondría en su decisión, fuese cual
fuese. De hacerlo, no se lo perdonaría jamás.
Ella estaba sintiendo una nueva sensación de plenitud
haciendo lo que le gustaba. Ese trabajo relegado por años le
producía tanto placer que no toleraría que Bastian no
pudiese cumplir sus metas por quedarse junto a ella y
sentirse luego arrepentido. No saldrían de su boca palabras
que lo hicieran modificar sus ideas. Tampoco mentiría o se
comprometería con lo que no cumpliría.
―Quiero dejar de pensar un rato ―susurró Bastian,
besándole el ombligo―. Distráeme, Luna.
Ella sonrió y le tiró del cabello para lograr que su mirada
verde la encandilase como siempre. Al verlo, se mordió el
labio inferior. Se quitó la camiseta y siguió en silencio.
―¿Qué quieres? Pídemelo. Me encanta que me pidas
―expuso Bastian, acariciándola con las manos bien
abiertas.
―Quiero que hundas tu cara entre mis piernas y me
hagas gritar de placer, una vez, dos o tres, muchas veces
―pidió Luna.
―Levanta el culo. Quiero ver la flecha que me indica el
camino a seguir. ¿Acaso tienes idea de lo que logra esta
maldita flecha, Luna?
Ella rio fuerte al ver como él se relamía al ver su tatuaje
y abrió más las piernas, invitándolo.
―Demuéstralo, abuelo. ¿Te excita? ¿Te pone duro?
―Deja de provocarme ―pidió, y comenzó a hacer lo que
ella quería.
Se había hundido entre sus piernas y no salió de allí
hasta que no la sintió tensarse y retorcerse dos veces. No
hubo una tercera, porque se puso de pie y se quitó la
camiseta. En dos segundos tenía el pantalón y la ropa
interior a la altura de las rodillas. Unió su sexo al de ella en
un solo movimiento y luego le siguieron unos pocos más,
enérgicos, calculados, profundos, necesarios… explosivos.
Todavía agitado y sudoroso la abrazó, apoyando su pecho
en el de ella, y sintió los brazos femeninos en su espalda.
Con los labios rozando el cuello de Luna suspiró.
―No quiero perderte, Pinturitas. Quiero esto, me gustas
mucho. Te amo. Quiero que me esperes y me comprendas.
Necesito hacerlo. Mi profesión es parte de mí.
―No me expliques nada, no lo preciso. Quiero que hagas
lo que sientas, yo te apoyo, porque también te amo y lo
sabes. ¿Te quedas a dormir conmigo?

Habían pasado cuatro meses desde esa noche. La última en


la que durmieron juntos y se dijeron cuánto se amaban.
Bastian partió cinco días después y Luna, desde entonces,
se angustiaba con facilidad.
Tanto Mónica como Sonya le habían hablado,
convenciéndola de que el tiempo pasaba volando. Ella
quería creerlo. Quería, aun así, no podía. Los días se le
hacían eternos. Especialmente las noches, después de
hablar con él. Cuando hablaban, porque a veces no lo
hacían.
No le era fácil llevar la relación así. Le costaba mucho
sonreír al verlo tras la cámara del móvil. Lloraba mientras
pensaba en él, en sus manos y sus labios, en sus ojazos
preciosos y esa sonrisa que extrañaba demasiado.

Esa tarde había poco movimiento en el salón de tatuajes.


Sin embargo, debía permanecer allí por una cita agendada.
Toro estaba ocupado y le tocaba a ella esperar. Volvió a
mirar el móvil y no tenía respuesta a su último mensaje
enviado a Bastian.
Pronto sería el cumpleaños número cuatro de Iris y
quería saber si podría viajar. Cruzaba los dedos esperando
que su respuesta fuese afirmativa porque sería el primer
festejo de su princesa con niños, pues todos sus
compañeritos del jardín de infantes estarían invitados.
―Buenas tardes, tengo una cita para un tatuaje ―dijo
una dulce voz femenina. Entonces, Luna levantó la vista.
―Hola, soy Luna. Te estaba esperando. ¿Eres Priscila?
La jovencita la miró sin pestañear. Se había puesto pálida
y seria, como si hubiese visto un fantasma. Sin hacer ningún
comentario, se cubrió la boca con la mano y retuvo un
gemido.
―¿Estás bien? ―preguntó Luna, acercándose.
―Sí. Sí, es que... Te pareces a alguien. Discúlpame.
―Me asustaste. ¿Quieres agua?
―No, gracias. Estoy bien.
Ese corto diálogo las internó en otro más largo y
entretenido. Luna hizo el diseño que la joven le pidió y
comenzó a tatuarla una vez que estuvieron de acuerdo. Era
un tatuaje simple, por eso lo pudo hacer. Todavía no se
animaba con los más complejos.
La conversación con esa chica le pareció un poco
alocada, no por lo que dijo en sí, sino por la cantidad de
intimidades que le contaba y la manera en cómo la
escrudiñaba con la vista una y otra vez. Al descubrirla
observándola, la tal Priscila sonreía con una felicidad en la
mirada que hasta le hacía brillar las pupilas.
Eso pensó ya estando en su apartamento y conversando
con Sule, que estaba de visita con su novio Manu.
―La enamoraste ―dijo Manu, sonriendo.
―No me miraba de ese modo. Era… no sé explicarlo. Fue
raro. Sé que quería decirme algo y nunca se atrevió, pude
intuirlo cuando pagó y se fue. Volvió sobre sus pasos y me
preguntó una tontería como si se hubiese arrepentido ―les
contó Luna, mientras le ponía el plato de comida sobre la
mesa a Iris.
―No me gusta el buoc, el bacol… ―titubeo la pequeña,
cruzándose de brazos.
―Brócoli ―pronunció Luna.
―Buocol ―volvió a intentar la niña.
―Repite conmigo ―pidió Manu, y se puso delante de ella
con el tenedor en la mano ―. Por cada vez que te salga
bien, comes un bocado. Di bro…
Y así fue. Manuel logró que Iris comiese, al menos cinco
bocados de brócoli. Sule le guiñó el ojo a Luna y esta sonrió
con picardía. Sule estaba loquito por ese muchacho y se le
notaba.
―Entonces, ¿qué sabes de Ojazos?
―No mucho. Hablamos hace dos días. Ya sabía que
estaría muy ocupado. Seguro que esta noche hablamos.
―Las cochinadas con camaritas son estimulantes.
―Mami no me deja hacer cochinadas. Se enoja porque
me ensucio ―avisó Iris, que no se perdía detalle de ninguna
conversación.
―Claro, no debes hacer cochinadas ―aseguró Manu, y
reprendió con la mirada a Sule. Tenía varios sobrinos
pequeños y sabía comportarse con ellos.
El móvil los interrumpió y Luna, al ver la pantalla,
desapareció gritando emocionada.
Las charlas telefónicas eran cada vez más esporádicas y
cortas, por eso las disfrutaba y le excitaba tanto cada vez
que las recibía. ¡Tantas cosas pasaban cada día!, y a todas
quería compartirlas con su amor. Esos pocos minutos se le
hacían escasos para expresarse y eso sin contar con las
ganas que tenía de ser acariciada y amada por él, de esa
forma intensa y bonita con la que lo hacía.
―Es Bastian ―explicó la niña, elevando los hombros, y
siguió comiendo como si nada.
Sule soltó la carcajada, su hija era increíblemente
observadora y parlanchina, además de expresiva.
A la mañana siguiente, Luna estaba con el humor renovado,
porque había hablado con Bastian y este le había prometido
viajar al cumpleaños de su hija. Por eso comenzó a
organizar la fiesta en uno de esos salones donde se
festejaban cumpleaños infantiles. Tan entretenida estaba,
buscando por internet alguno cerca de su apartamento, que
no escuchó la campanilla de la puerta de entrada.
―Hola, Luna.
Sobresaltada, levantó la mirada y se encontró con la de
Priscila, y una señora muy parecida a… ella misma.
―Hola ―murmuró, sin dejar de mirar a una y a otra.
―Te lo dije, tía, es igual ―indicó la joven, y la mujer
afirmó con la cabeza.
―Lo siento, creo que no comprendo lo que está pasando.
Si me explican, tal vez… ―expuso Luna.
―Lo sentimos nosotras, no hemos actuado
correctamente. Soy Isabel y ella es Cila, Priscila, ya la
conoces. ¿Crees que podamos conversar un rato?,
tomándonos un café, tal vez.
―¿Conversar sobre qué?
―No creo que este sea el lugar, Luna. Te esperaremos en
el café de la esquina. No tenemos apuro.
Luna las miró sin entender todavía. Era evidente que
esas mujeres tenían algo que decirle, algo importante que
las ponía en un estado de ansiedad que se les notaba solo
con darles una rápida mirada. Asintió a la mujer y le dijo
que en media hora estaría allí. No podía hacer ningún tipo
de conjeturas y, recordando aquellas épocas en las que se
sentaba en esa cafetería cercana al centro comercial, sabía
que no era buena haciéndolo.
Se acercó a Toro, que estaba con un trabajo en marcha, y
le murmuró al oído que saldría un rato.
Las mujeres la vieron acercarse y sonrieron. Aflojaron los
hombros y se tocaron las manos. Podía decir que tenían
miedo de que no apareciese, se les notaba, y fue lo primero
que le dijeron ni bien se sentó frente a ellas.
―No queremos irrumpir en tu vida y desmoronarla,
solo… Es difícil de explicar porque no te conocemos y tal
vez... Bueno, tampoco nos conoces de nada.
―Cila, déjame explicarle a mí. Tú estás muy nerviosa
―afirmó la tal Isabel.
Luna miró a Priscila e inspiró profundo. La chica estaba
llorando y no entendía el motivo.
―La mamá de Cila falleció hace un año. En su agonía le
contó una historia, una que yo puedo corroborar. Soy la
hermana de María, tía de Priscila. Era una niña cuando todo
ocurrió. María tuvo una beba y… Luna, ¿eres adoptada?
Luna asintió enmudecida, intentando comprender las
frases sueltas y nerviosas que parecían no llegar a ningún
lado. Miró a la muchacha que suspiró y sollozó.
―Le prometí a mamá que te encontraría. Se lo juré en la
tumba después ―gimoteó, sacando una foto y
entregándosela―. No puedes no ser tú. ¡Por Dios, si eres
igual a ella!
Luna no pudo negar que tenía razón, parecía estar
observando una doble suya, tal vez más joven, con ropa y
estilo diferente, sin tatuajes y con el cabello castaño tan o
más largo que el propio.
―Mi prima y yo llevamos a esa beba recién nacida a una
casa cualquiera. Mi hermana tenía tan solo quince años
cuando un desgraciado abusó de ella y la dejó embarazada.
¡Estaba tan asustada! Quiso que tuvieses una vida mejor
que la que ella te podía dar. Nunca se arrepintió de eso. No
te olvidó tampoco, jamás dejó de festejar tu cumpleaños.
Aun así, jamás se atrevió a buscarte tampoco. Murió
creyendo que, si sabías que eras adoptada, la odiarías.
Siempre pensó que tendrías una buena familia, me
aseguraba que se lo decía su instinto.
Luna comenzó a llorar, no sabía con certeza si era por
contagiarse de la angustia de las mujeres que le narraban
algo tan triste o si era por creer en esa fábula que le
estaban contando. Tragó en seco, sintiendo el nudo en la
garganta y bebió del vaso de agua que había en la mesa.
―Mira, no sé de qué me hablan. No pueden simplemente
decirme que soy hija de esa señora porque me parezco en
una foto.
―No es en una foto, Luna. Eres igual a ella, en todo,
incluyendo tus gestos, y hasta la voz es similar.
―No sé qué decir. Yo no odio a la señora que me dio a
luz, puesto que no conozco su historia y no me gusta
inventar. Mi madre me enseñó a pensar en positivo al
respecto. Lo cual agradezco. Fui y soy feliz con la familia
que tengo. Mis padres ya no viven, sí mi hermano. No
conocemos la verdadera historia de ella, solo que me
dejaron en una casa y terminé en un convento. Mi abuelo
era pediatra y me trató en el hospital porque estuve muy
mal y allí me conoció mi madre. Ella me cuidó y más tarde
me dio una familia. No hay más.
―Estarías dispuesta a hacerte un análisis para
comprobar si eres o no mi hermana.
―¿Hermana?
―Si eres la hija de mi madre lo serías. Y hay dos más.
Somos tres hermanos. Ellos tienen hijos, yo soy la única
soltera. Tenemos dos tías y varios primos. Mi padre, que no
sería el tuyo, está esperando novedades y sería feliz
conociéndote. ¿No quieres saber si esta numerosa familia
que añora saber de esa pequeña que mi madre dejó en
manos de desconocidos es tu familia, Luna?
―No lo sé, ahora mismo no puedo responderte eso
―explicó, negando con la cabeza y sintiendo un dolor en el
pecho que le impedía respirar―. Les pido… no quiero ser
descortés, pero necesito irme.
Luna se puso de pie, sin mirarlas. Apenas si era capaz de
poner un pie delante del otro para avanzar.
―Piénsalo y llámame, por favor. Se lo prometí, quiero
cumplir y mis investigaciones no llegaron a ningún lado, no
tengo más hilo del que tirar ―rogó Priscila, llorando sin
consuelo. Y le entregó la foto que le había mostrado, donde
había escrito su número de teléfono.
Luna la tomó y afirmó con la cabeza, en un movimiento
automático.
Llegó a Sellos en la piel y se encontró con Toro tras el
mostrador, solo.
―Luna, ¿estás bien?
―No. Y no me preguntes. Si no me necesitas, quiero irme
a casa.
―Vete. ¿Me llamas? No me dejes así de angustiado, no te
ves bien.
―Prometo llamarte. Solo necesito pensar.

Llegó al apartamento de Mónica sin saber cómo. Estaba


segura de que si iba al de Nando no lo encontraría. Él nunca
estaba en su casa.
Mónica abrió la puerta y la dejó entrar sin preguntarle
nada. No hacía falta. Su cara le contaba que algo había
pasado. Tenía incluso algunas lágrimas retenidas y el
maquillaje corrido.
―Nando, ven ―pidió, y este salió de la cocina, donde
estaba preparando algo de comer porque recién llegaba de
entrenar.
―Hola, Luna ―saludó, y entonces notó las lágrimas―.
¡Ay, no! ¿Qué te pasa? ¿Es Iris? Habla.
Luna se dejó abrazar y se acurrucó en el pecho fuerte de
su hermano. Allí se quedó por un rato largo.
―Mira esta foto ―murmuró, después de secarse las
lágrimas.
―¡No lo puedo creer! Es igual a ti, ¿quién es? ―preguntó
Mónica.
―Es la madre de una chica a la que tatué ayer. Cree ser
mi hermana. Quiere que nos hagamos el estudio de ADN.
Ella está segura ―musitó sin respirar siquiera.
―Tranquila. Respira y toma un trago de agua ―pidió su
amiga, acariciándole el cabello.
―¿Qué quieres hacer tú? ―preguntó Nando, mirándola a
los ojos. Los de él estaban muy brillosos y Luna lo abrazó
más fuerte.
―No sé. Tuve padres y ya tengo un hermano. No necesito
más.
―Pero… ―susurró él, dándole la posibilidad de que
pronunciara las palabras que estaba guardándose.
―Pero algo en mi pecho me pide hacerlo. Y no es por
despreciar a mamá o…
―No tienes que explicarme nada. Sé cuánto amas a
nuestros padres, nada cambiará. Nada. Nunca. Eres mi
hermana y eso no lo cambia un ADN. ¿Está claro?
Ella asintió y secó las lágrimas. Mónica también estaba
llorando. Acarició la cabeza de Nando y le besó la sien. Lo
notaba angustiado y asustado, como nunca. Sabía del amor
que le tenía a Luna.
―¿Crees que es posible, Nando?
―Son muy parecidas. Es posible, sí.
―¿Me acompañarás a hablar con ellas otra vez?
―Te acompaño adonde quieras, Luna ―afirmó,
acariciándole la mejilla y sonriéndole―. Siempre estaré
contigo.
―Lo sé.

Esa noche, más que ninguna otra, necesitaba hablar con


Bastian, contarle su angustia, sus dudas, que calmara sus
miedos y le diera palabras de aliento, que la mimara un rato
diciéndole cosas bonitas y que la hiciese olvidar de esa
tristeza que tenía en el pecho necesitando a su madre.
Su madre… quería preguntarle tantas cosas… la primera
sería si la perdonaba por tener esa imperiosa necesidad de
saber si todo lo que la chica le había dicho era verdad y la
mujer de la foto se trataba de su progenitora.
Volvió a marcar y nadie atendió la llamada. Enfurecida
con todos y todo, tiró el móvil por el aire y lo estrelló contra
la pared.
Le dolía hacerse consciente de la urgencia que tenía por
verlo, por tenerlo a su lado y por contarle sus angustias y
miedos. Se sorprendió al notar el nudo que le oprimía el
pecho y le impedía respirar. No estaba preparada para ese
tipo de relación, tampoco lo había estado para tener una y
había funcionado mientras los días pasaban y los compartía
con él, pero no así, no en ese instante en que lo sentía tan
lejos, tan ausente, tan distinto a todo lo que imaginó que
sería.
Un grito angustiado salió de su garganta y se cubrió la
cara con las manos. Agradeció que su hija estuviese con
Sule, porque no era capaz de dejar de llorar.
Necesitaba a Bastian, necesitaba compañía, y necesitaba
saber la verdad.
Ese montón de sensaciones colmó el vaso de su
paciencia y todo voló por los aires. Luna no era capaz de
analizar cómo darle tiempo al tiempo y ponerse a pensar en
la mejor manera de sobrellevar la distancia, porque no
quería tal distancia, no la aceptaba, no era capaz de lidiar
con ella y mientras tanto veía caer uno a uno los naipes de
su castillo.
Tomó el teléfono, con la pantalla rota, aunque todavía en
funcionamiento, e intentó marcar el número de Priscila. El
móvil no respondió. Decidió que era una señal y lo dejó
abandonado en la mesa de noche. Lo mejor era darse un
baño largo y acostarse a dormir después de tomar un té.
Por la mañana, con la cabeza más fría y descansada, se
dispuso a maquillarse. Le tocaba ir a la joyería, por eso
llamó a Toro y lo tranquilizó diciéndole que estaba bien, que
al otro día le contaría todo. El móvil seguía teniendo
problemas con el teclado, solo funcionaban algunas teclas.
Debía arreglarlo o cambiarlo, tal vez, ya era hora.
Camino al centro comercial se detuvo en una tienda de
teléfonos y se compró otro. Luego haría la recuperación de
datos y demás, no tenía tiempo en ese momento.
Se dedicó a trabajar y no pensar. Desde la oficina habló
con Sule para saber de Iris y, corroborando que estaba en el
jardín, se relajó.
Recién por la noche, ya en su apartamento, con la niña
abrazada a su pecho, somnolienta, se permitió pensar en
todo lo que debía resolver. No le gustaba sentirse atrapada
en temas que la angustiaban. Ya lo había vivido y no era
agradable tener pensamientos inconclusos y preguntas sin
respuesta en su cabeza, a todas horas, interrumpiendo su
buen humor, su descanso… su alegría.
Llevó a la pequeña a su cama y le besó la frente antes de
abandonar la habitación.
Tomó el móvil nuevo e hizo todas las actualizaciones
necesarias para recuperar sus datos, agenda, mensajes y
fotos. Entonces vio las llamadas perdidas de Bastian y de
Bruno. Este último le había dejado, además, un mensaje de
voz en el que decía que si quería enviarle algo a Bastian
podía pasarlo a buscar, porque estaba por viajar para
visitarlo, e incluyó la fecha de viaje. El mismo fin de semana
que festejaba el cumpleaños de Iris.
Marcó el número de Bastian y él atendió al instante.
―Por fin. Estaba preocupado, no me atendiste y tampoco
a Bruno. Hola, te extraño ―dijo Bastian, y soltó un suspiro
que conmovió a Luna.
―Se me rompió el móvil. Me tuve que comprar otro. Yo
también te extraño, Bastian, demasiado. No puedo estar en
ascuas, esperando una llamada, un mensaje… No viajarás el
mes que viene y me enteré por Bruno.
―Yo lo supe hoy. Mi jefe viene a ver cómo va todo.
Apenas duermo y estoy agotado. Me gustaría poder
abrazarte, besarte, hablar contigo a todas horas, no
obstante, apenas si tengo tiempo de almorzar. No tienes ni
idea la de veces que me quedo dormido vestido en el sofá,
esperando la hora correcta para llamarte.
―No puedo con esto, Bastian. Esta distancia me mata,
me desespera. No sé esperar a nadie, no puedo conmigo,
siento que mis ansias aumentan y me agobio. Quiero
sentirme en control y no puedo.
―¿Qué estás queriendo decir, Luna? ―le preguntó
Bastian, preocupado.
―Deberíamos tomarnos este tiempo separados, cada
uno por su lado, y cuando vuelvas… ―No pudo seguir
hablando. No quería que él la escuchase llorar. Tampoco le
hablaría sobre lo que estaba pasando con esas mujeres.
¿Para qué? ¿Qué podría hacer él desde allá?
―Me dijiste que me esperarías, Luna.
―Nunca prometí nada.
―También es cierto. No me has mentido ―agregó, y su
voz sonó angustiada y frustrada.
De pronto, la conversación se volvió fría, distante,
impersonal. Luna desconocía la voz masculina que le
hablaba del otro lado.
―Lo siento, Bastian. Lo intenté, más de lo que imaginas.
Tengo una hija pequeña que solo ve a su madre de mal
humor, con los ojos vidriosos y sin ganas de jugar con ella.
No es justo.
―No lo es. ¿Sabes? Desde el mismo día que me subí al
avión lo supe, solo que no me animé a poner fecha y
esperé. Cada día que hablábamos era un día más. Te
entiendo. Las relaciones así, a la distancia, son una mierda.
Y no mereces estar así. Fue mi decisión el venir y alejarme
de ti. Me responsabilizo por esto. Lo último que quería era
hacerte sufrir.
―Lo sé. Yo tampoco quiero que sufras. Yo te quiero a mi
lado. Te amo. Pero no así, no puedo así.
―Entiendo. Quiero cortar, Pinturitas. Los abuelos somos
sentimentales y, a veces, lloramos. No quiero que me
escuches llorar. Luna, te amo.
Y colgó la llamada.

Desde esa misma noche, Luna se enfocó en otra cosa. No


sabía si por rebelarse ante el dolor o por qué, pero prefirió
pensar en sí misma, en su hija y sus afectos, en sus trabajos
y, sobre todo, en averiguar cómo se sentía con la novedad
de poder tener una familia que desconocía.
No fue por frialdad, indiferencia o desamor, por el
contrario. Amaba tanto a Bastian que se le hacía duro, casi
imposible, pensar que ya no estaría con él. Le encantaba
compartir su vida y sus proyectos con ese hombre, incluso
sus sueños y dificultades, pero se le había puesto cuesta
arriba hacerlo.
La verdad era que no había pensado en romper la
relación así de rápido. Fue algo intempestivo pero necesario,
supo que era lo mejor hacerlo si quería dejar de sentirse
estancada, sin ganas de nada y volver a enfocarse. No
había mentido al decirle que se sentía fuera de control.
Desde hacía días solo pensaba en la maldita llamada de
Bastian o los mensajes que podría enviarle y lo demás
pasaba a un segundo plano. Eso no podía estar bien, no
quería que así pasasen sus días. Tenía más…, había mucho
más en su vida como para detenerse frente a un móvil que
no sonaba.
Día a día, a partir de esa llamada, se había propuesto
dejar de pensar en lo perdido y comenzar a hacerlo en lo
que podía ganar. Engañándose, dijo que lo hacía por ser
expeditiva y práctica. Jamás asumiría que era por cobarde,
porque si analizaba lo que había hecho su corazón se
desgarraría y sangraría de una manera que no conocía, y
tenía pánico de sufrir por amor. Ella no había pasado por
eso, jamás.
Era más fácil volver a sentir el cimbronazo que le
anunciaba un cambio, uno más. En tambalearse y
enderezarse a la fuerza tenía experiencia, aunque no fuese
tan sencillo esta vez, porque asumir que su historia
cambiaría radicalmente era inquietante.

―Lo que cambiará no es ni tu historia ni tú, tampoco tu


pasado o tu esencia. Cambiará tu futuro, cariño. Y solo para
bien ―había dicho Sonya, una noche en la que ella y Kike la
invitaron a cenar.
―¿Acaso no quieres saber de dónde vienes? Ya sabes
que te amaron sin conocerte, que te esperan sin
condiciones, que te añoraron todos estos años. ¿Qué
perderás? Todo es ganancia, Lunita ―agregó Kike,
tomándole la mano con cariño.
―No me gustaría que Nando confunda esta urgencia mía
con desagradecimiento. Nadie reemplazará jamás a mis
padres o a mi hermano mayor.
―Él lo sabe. No duda de tu amor por ellos ni por el que le
demuestras a él mismo. Te prometo que es así. Yo lo hablé
con mi amigo y te aseguro que está muy ansioso y feliz por
ti. Celoso también, pero no le digas que te dije ―pidió Kike,
robándole una sonrisa.

Después de esa conversación, su mente se liberó de


culpas y, por fin, pudo hacer la llamada postergada por uno
u otro motivo inventado como excusa.
Cila, como la joven pidió que la llamase, chilló de
felicidad al escucharla pronunciar el «sí, voy a hacerme el
ADN» cuando se lo volvió a preguntar.
Acordaron fecha y lugar, y avisó a Nando para que lo
agendase, porque jamás iría sin él.
La mañana esperada llegó muy rápido. Hubiese querido
contarle a Bastian todo lo que estaba sintiendo: sus miedos,
sus dudas y el anhelo de ser parte de algo que nunca creyó
tener. Ese «algo» no era una familia, porque había tenido
una hermosa y cariñosa que le había dado más de lo
imaginado, era otra cosa, como sentirse parte de algo
propio, merecido, que era así, simplemente, porque le
pertenecía por derecho propio; su lugar. Se preguntó mil
veces si él hubiese viajado para acompañarla a descubrir su
verdadera identidad, eso decía Sule que era, después de
todo.
Luna no podía ponerle palabras a nada, solo emociones y
sentimientos. No quería ni podía racionalizar lo que estaba
viviendo y así lo prefería también.
Los resultados demoraron casi un mes. Un mes de
ansias, de sueños raros, de pensamientos ambiguos…
El resultado fue, obviamente, positivo. Era la hija de
María, sobrina de Isabel, hermana de Cila y otros nombres
que desconocía, era tía, cuñada, nieta… Era tantas cosas
nuevas que emocionaban y asustaban, que no podía
encontrar las palabras justas para explicarse.
Una tarde cualquiera, fue la cita en casa de María. Su
esposo organizó la reunión familiar en honor de Luna. Todos
querían conocerla. Ella quería conocerlos a todos también,
para qué negarlo.
Nando prefirió no acompañarla, y no por no apoyarla sino
para darle espacio y libertad de expresarse sin medir sus
palabras o emociones. Era feliz por ella. Nunca pensó en la
posibilidad de que encontrase a su familia sanguínea, no
obstante, ahora que era un hecho, reconocía que era un
derecho que ella tenía.
Luna llegó puntual. Priscila la esperaba fuera de la casa,
con una sonrisa radiante. La abrazó por eternos segundos y
le susurró un «gracias» sincero.
Al entrar al salón, se encontró con un hombre robusto
que peinaba algunas canas y tenía el rostro de alguien
bonachón y cariñoso. Este se puso de pie con rapidez y se
acercó a ella con los ojos bien abiertos, cubriéndose la boca.
―Te lo dije, papá. Es igualita ―murmuró Cila.
El hombre le acarició el rostro a Luna, luego se cohibió, al
darse cuenta de que era una desconocida.
―Perdóname, es que… ¡Eres tan parecida!
―Encantada de conocerlo, mi nombre es Luna.
―El placer es mío. Pasa, ven. Mi nombre es José Luis,
todos me dicen José.
A medida que se ponían al día y se conocían, iba
llegando gente. Sus hermanos tenían un pequeño parecido
a ella misma, especialmente la mayor, que tenía dos hijos.
Su hermano, cada vez que la miraba, le sonreía y negaba
con la cabeza. Tanto que tuvo que preguntarle por qué lo
hacía.
―Fui el primero en saber de ti. No tienes ni idea del
enojo que tenía. No todos los días uno se enteraba de que
tu madre abandonó a tu hermana a la buena de Dios.
―No hables así de tu madre ―le pidió José a su hijo
mayor.
―Sabes que ya no pienso eso, papá. Le estoy contando a
Luna cómo fueron las cosas. Estaba tan furioso que le grité
muchas palabrotas y en el medio de la discusión llegaron
ellas dos ―explicó, señalando a sus hermanas―. Se los dije
así, sin anestesia, sin pensar, lo largué con furia y mamá se
puso a llorar avergonzada. Sí, estaba avergonzada. Utilizó
esa palabra. Nunca se arrepintió. Dijo que tu vida hubiese
sido miserable a su lado.
―María se escapó de su casa un año después de tenerte.
Tu supuesto padre no la dejaba en paz y ella le tenía mucho
miedo. Vivió en la calle y cayó en las drogas. Hasta que la
conocí y protegí. A pesar de la diferencia de edad, nos
enamoramos y, con el tiempo, formamos esta familia a la
que hoy perteneces, Luna. Bienvenida ―señaló José.
Luna se secó las lágrimas y tragó el nudo que se le había
formado en la garganta.
―Gracias ―murmuró. No podía hablar.
―¿Por qué llora? ―preguntó una de sus sobrinas.
La niña tendría unos siete años, calculó Luna, y le sonrió
al escucharla.
―De alegría. Me pone contenta conocerlos ―respondió
ella.
―Eres rara ―agregó la pequeña, y Luna rio divertida. El
padre la regañó.
―¿Me ves rara? La ropa no puede ser, el rosa seguro que
te gusta. ¿Será el pelo, los tatuajes, tantos anillos… o el
maquillaje?
―Todo eso. Eres linda también. Te pareces a mi abuela.
―Eso me dijeron. ¿Tienen fotos que pueda ver? ―José
Luis asintió, y fue a buscarlas―. Quiero decir algo, además
de agradecer que me reciban de esta manera. Es grato
saber que tenía un lugar en la familia aún sin conocerme.
No es mi caso y me disculpo por eso, quiero ser sincera
porque no me perdonaría no serlo. Yo no viví a la sombra de
María. No sé si está bien o mal, pero mi madre me enseñó a
respetar su decisión. Me hizo saber que ella tendría sus
motivos y los acepté sin pensar nunca en cuáles fueron.
Jamás la juzgué o critiqué y tampoco me enojé con ella.
Cuando mi curiosidad despertó, mi madre me acompañó y
averiguamos lo que pudimos, que no fue mucho, no
obstante, sentí que era lo suficiente. Les pido perdón por lo
que voy a decir: no necesité pensar en ella o añorarla
porque mi familia compensó su falta. Lo que no significa que
hoy, conociéndolos y sabiendo un poco la historia, no me
hubiese gustado conocerla. No quiero menospreciar mis
sentimientos, que son ambiguos, silenciándolos. Quiero
conocerlos, de verdad que sí, deseo hacerles un lugar en mi
vida, de todas formas, comprendan que esto es imprevisto y
tengo que asimilarlo. No he tenido el tiempo que ustedes
tuvieron. Ya me conocerán y comprenderán que soy muy
sincera y expreso lo que pienso. No hay más, no digo lo que
no quiero decir.
―Te entendemos, Luna. Nos ponemos en tu lugar.
Sabemos que somos un grupo de personas que invadimos tu
vida y la modificamos en algún punto. Reconocemos que
somos extraños.
―Por ahora. Ya seremos familia, con todo lo que eso
implica. Yo ya te considero mi hermana ―dijo Cila,
sonriendo, con el rostro iluminado por la alegría.

Esa noche, mientras le contaba los pormenores a Nando,


recapacitó en todo lo que conocía ahora de su madre. Había
repetido un poco la historia, salvando las diferencias. Ella no
había tenido el valor de dejar a su hija en manos extrañas,
sin embargo, lo había pensado. Las drogas también habían
sido su escape cobarde ante el dolor de las pérdidas.
―El fruto no cae muy lejos del árbol, solía asegurar papá
―dijo Nando, al escucharla.
―Eso parece. Aparentemente, no solo fuimos similares
físicamente.
―¿Cómo te sientes?
―Aturdida, emocionada, contenta, asustada… pero bien.
Tengo una familia que está feliz de haberme encontrado.
Para mí son unos desconocidos que me cayeron bien y
quiero saber más de ellos. Nada me gustaría más que
presentártelos. Quiero presumir de mi hermano mayor,
guapo y gruñón.
―Tonta ―murmuró Nando.
Luna siempre sonreía cuando él la llamaba así. Para ellos,
esa palabra era el reemplazo perfecto de un «te quiero».

Desde ese mismo día, Luna comenzó a mantener una


relación con su familia de sangre.
Fue lento, raro, por momentos incómodo y, por otros,
obligado, no obstante, con el correr de las semanas, los fue
conociendo más y mejor.
Cila era su preferida y con ella se dio una relación más
natural, tal vez, la insistencia de la joven lo había
propiciado.

Dos meses habían pasado ya. Esa mañana tenía que ir a la


joyería. Era otra vez fin de mes y tenía que hacer el cierre
de caja. Para eso, Nando era inútil, o se hacía para evitar
sentarse tras el escritorio, también podía ser.
Era media mañana y ya estaba aburrida de ver números
y más números. Creyó oportuno tomar aire… y un
cappuccino de su cafetería preferida.
Se puso de pie y estiró la espalda. Tomó su bolso y,
distraída, se encaminó hacia la puerta.
―Deberás ayudarme, la verdad. Lo que busco es algo
especial. Ella lo es. Supongo que ayuda que te la describa:
es linda, divertida, atrevida, dulce, joven, sincera y tiene
una apariencia particular: su cabello es largo, revoltoso y
azul. Tiene muchos tatuajes y viste de rosa, siempre de rosa
―decía el hombre, y Luna se cubrió la boca al escucharlo
primero y luego, verlo.
No podía ser cierto, no podía estar ahí.
Él ni siquiera había percibido su presencia, ¿o sí?
―Estás describiendo a mi jefa ―murmuró el vendedor, y
Bastian afirmó.
―Quiero comprarle algo que le guste, no quiero errarle y
soy malísimo comprando regalos.
Luna sonrió y se escondió tras el marco de la puerta. Él
no disimulaba, de verdad no la había visto. Su corazón
galopaba a una velocidad increíble y sentía que podía
estallarle dentro del pecho si no se calmaba. No pudo
escuchar lo que cuchicheaban y era mejor así. Bastian
pretendía sorprenderla, y ella se lo permitiría.
Cuando vio que su empleado estaba envolviendo la
compra, salió de su escondite.
―Aunque me cueste un ojo de la cara, lo llevo. Ella lo
vale ―agregó Bastian, sin percatarse de la presencia de
Luna a su espalda.
―¿¡Qué haces aquí!? ―preguntó, como si fuese
sorpresivo verlo. Lo había sido, solo que unos minutos
antes.
―Hola. Vine a comprar un regalo ―respondió él,
mirándole la boca.
Quería robarle un beso y dejarla sin aire. No obstante,
era consciente de que nada los unía ya. Eso dejaría de ser
así en breve, al menos, lo intentaría.
―¿Conseguiste lo que buscabas?
―Sí. Fui bien asesorado ―aseguró. Guiñó un ojo al
vendedor cuando le entregó la bolsita con la joya, y le
agradeció―. ¿Tienes un rato para tomar un café conmigo?
―Justo salía para eso. Necesito un descanso.
Bastian la miró sonriendo y Luna suspiró. Extrañarlo la
había enamorado más parecía, porque no podía dejar de
observarlo, y se moría de ganas de abrazarlo y besarlo.
Quería hacerle muchas preguntas y tampoco se animaba.
Estaba comportándose como una cría y lo sabía. Era la
emoción de tenerlo al alcance de la mano y poder ver ese
rostro hermoso, la sonrisa y sus ojos, esos bellos ojos que la
miraban como ningún otro.
Llegaron a la cafetería y Perla la saludó con un abrazo,
porque hacía mucho que no iba por ahí. Le dijeron lo que
querían, y esta se marchó en silencio.
Bastian la miró a los ojos y le tomó la mano.
«Para qué demorar lo urgente», pensó.
―¡Te he extrañado tanto, Luna! No tienes ni idea de la
falta que me haces. Pienso en ti, hablo de ti, sueño contigo
y tu recuerdo me tiene loco. Te necesito, te quiero, y no
puedo seguir así tampoco. Tenías razón, no se puede, es
injusto.
Luna se quedó muda, apenas si respiraba, ya que no
quería interrumpirlo, aunque tampoco sabía qué decir.
Él le sonrió y la mano con la que le acariciaba la suya
tembló.
―Di algo, Luna.
―Solo que me gusta escucharlo, señor mayor.
―No es momento para tus bromas, Pinturitas ―le dijo,
poniéndole un dedo en los labios para callarla―, porque me
ponen más nervioso.
Luna abrió la boca y se lo chupó con provocación.
Bastian rio maravillado. Luna no cambiaría, era
impredecible y rompía todos los moldes. Le tomó los labios
entre el pulgar y el índice, y le selló la boca.
―Si no vas a decir nada inteligente, sigo yo. ―Ella
levantó las manos, como disculpándose y rindiéndose,
también sonrió con la boca atrapada como la tenía―. Volví,
no aguanto la distancia entre nosotros. No quiero perderte,
te lo dije. Eres mi nueva oportunidad y la voy a tomar,
cuidar y conservar a como dé lugar, si de mí depende.
Cuando me dejaste, te amé más y te admiré más también,
porque me demostraste valentía y decisión. Eres una gran
mujer, Luna, que sabe lo que vale y lo que quiere, que es
fiel a sí misma y toma lo que necesita de la vida. Porque
andas por la vida con el cabello azul y la ropa rosa, porque
no eres políticamente correcta, porque no eres perfecta y lo
sabes, y no te da miedo demostrarlo. Eres simple, eres tú…
y eres ideal para mí. Me enseñaste a confiar, a creer y me
regalaste esperanza. También me devolviste la capacidad
de sorprenderme, de desconcertarme, de divertirme y
quiero hacer lo mismo ―aseguró, abriendo el regalo que
tenía para ella. Sacó el anillo que había comprado y lo puso
delante de sus ojos.
Luna se tapó la boca con las manos, otra vez. Ese
hombre estaba diciendo y haciendo cosas que la dejaban
sin habla y con el corazón palpitando con locura. Jadeó al
verlo tomarle la mano libre y cuando deslizó el anillo por su
dedo, las lágrimas cayeron libremente por sus mejillas. Ya
no podía contenerlas.
―Bastian, ¿qué es esto?
―No te asustes. No hablamos del tema y puedo entender
que no quieras casarte, por eso no te lo pediré. Solo quiero
que sepas que me comprometo contigo, que quiero estar a
tu lado con etiquetas, no me importa cuales, la que te guste
usar. Soy un hombre clásico, de noviazgo y matrimonio,
pero por ti puedo ser otra cosa, la que me pidas, siempre
que te incluya.
―Estás muy verborrágico, Bastian, además de
emocional, y me haces llorar. Odio llorar delante de ti. Es mi
anillo favorito de toda la joyería. Nando lo diseñó. Gracias.
Es hermoso todo lo que expresaste y creo que es demasiado
incluso. Me tiemblan las manos ―dijo, quitándose un anillo
sencillo que tenía en el pulgar derecho, que era un simple
aro de plata―. Si quieres ser lo que yo pida, eso es lo que
dijiste y no puedes echarte atrás… serás mi prometido.
¿Quieres casarte conmigo? Quiero un marido clásico y
mayor, con una sonrisa preciosa y unos ojos verdes que
quitan el hipo, justo así como tú. ¿Qué me dices?
―Que estás totalmente loca y me encantas. Acepto,
señorita, quiero casarme contigo. ―Luna le colocó el anillo
en el dedo pequeño. Él se miró la mano y negó con la
cabeza―. Ven aquí.
―¡Ya estás dando órdenes!
―Cállate y bésame, atrevida.
Luna deslizó las manos por el cabello de Bastian,
mirándolo a los ojos. Él le sonrió, debilitándole las rodillas,
pero no le importó porque estaba sentada, bien pegada a su
pecho. Recibió una caricia que le recorrió la mejilla y el
cuello, produciéndole un escalofrío divino, y suspiró.
Un beso dulce, corto y seco le rozó los labios. Le siguió otro
y otro más, muchos besos que le llenaron el alma de ilusión,
de felicidad.
«Todo vuelve a estar donde debía estar», pensó Luna,
anclando su mirada en la de su prometido.
―Perdón, creo que ya están fríos. Los vuelvo a hacer
―dijo Perla, interrumpiéndolos.
―No, déjalos. Los tomamos así. ¿Cuánto hace que estás
ahí? ―preguntó Luna, divertida.
―Fui y vine tres veces, pero la declaración fue eterna,
hombre, y romántica. Felicitaciones a los dos. Estos van por
cuenta de la casa.
―Sigo sin decidirme si esto está bien o mal ―aclaró Luna.
―¿Y si dejas de analizarlo? Veamos qué tal nos va, que
fluya. Mira este verde, es suave, y podemos poner detalles
más oscuros y de colores vivos ―explicó Diana, acariciando
el papel con los tonos de pintura que le estaba mostrando.
―Es muy bonito, sí. No creo poder definirlo hoy.
―No hay apuro. Te haré bocetos para que puedas
imaginar cómo quedará. Luna, es un regalo, y lo hago de
corazón para ti, para tu hija y para Bastian.
―¡Por Dios, Luna! ¡No te está proponiendo que tengan
sexo grupal cada dos noches! ―exclamó Mónica al ver la
cara de terror que su amiga tenía.
―¿No? ―preguntó en broma. Necesitaba romper el
momento de tensión que estaba viviendo, solo ella, parecía
que las demás se lo estaban pasando bien.
―¡Jamás! No me van los tríos y, además, mis ojos ya
miran para otro lado. Mi hijo te adora y está enamoradísimo
de Iris. Por ellos y por hacer un poquito más feliz a Bastian
intentemos llevarnos bien y tener comunicación. Si no
funciona, lo aceptamos.
―La dejé mirando una película. Ah, hola… perdón la
interrupción. Soy Sonya ―señaló la actriz al entrar, y se
presentó extendiendo la mano.
Todas las mujeres estaban en la nueva casa de Luna y
Bastian. Todavía les faltaba mucho por hacer, por ejemplo,
pintar el dormitorio de Iris. Diana se ofreció a hacer la
decoración completa de dicho cuarto como regalo de bodas.
Se casarían en una sencilla ceremonia, una vez terminadas
las refacciones. Mientras tanto, compartían cama en el
apartamento de Luna.
―Es un gusto, soy Diana ―respondió la mujer, que no
podía negar que estaba un poco impresionada ante la
presencia de esa diva que solo había visto en el cine o en las
portadas de las revistas.
―La ex de Bastian ―murmuró Mónica, con picardía y
diversión.
―¿La ex de Bastian? La mismísima ex.
―Sí, esa misma ―respondió Diana, riendo por la broma.
Ese trío de mujeres le caía bien―. Creo que debo ir al
sanitario, permiso.
―¡Sonya! ―la reprendió Luna una vez que la mujer
desapareció.
―Perdón, se me escaparon las palabras sin pensarlo.
¿Qué quiere?
―Regalarme la decoración del dormitorio de Iris. Es una
ofrenda de paz y amistad. Me incomoda su presencia. ¿Está
mal? Pero es simpática.
―Es una mujer muy agradable y parece sincera. No lo
pienses tanto. Habla con Bastian y fíjate si a él no le
molesta, aunque presiento que no. Entonces, decides si
aceptas su regalo ―expuso Mónica.
―Bien, debo irme. Te envío todo en estos días al correo
electrónico que me diste. No le des más vueltas en la
cabeza, lo hago de corazón. Tal vez, no te importe, pero
estoy saliendo con un hombre que me tiene bastante
soñadora. Ya se lo presenté a Bruno y ahora quiero que lo
conozca Bastian, solo porque interactuará con su hijo y no
quiero sorpresas. Haré una cena para tal fin y estás
invitada, nada me gustaría más que verte allí, de la mano
de tu pareja.
―Tu exmarido.
―Lo tengo muy claro y me agrada que así sea. Fue un
placer conocerlas. Nos vemos pronto. Ojalá aceptes mi
invitación y mi regalo.
Todas la saludaron y Luna se quedó muda, con la vista en
la nada.
―Yo digo que sí.
―Yo también.
―No sé por qué las considero mis amigas.
―¡Hola! ¡¿Dónde estás, nena?! ―gritó Bastian desde la
puerta de entrada.
―En la cocina ―respondió Luna, mientras un alarido de
felicidad se escuchaba cada vez más cerca.
―Estaba en mi camita mirando una película, ¿quieres
verla conmigo? ―preguntó Iris, tirándose a los brazos de
Bastian, quien la levantó en vuelo y caminó rumbo a la
cocina.
―¡Qué bonito peinado!
―Me lo hizo Sonya ―respondió la niña, muy coqueta.
―Hola. Lo de «nena» era para ti, ¿lo sabes? ―le susurró
a Luna, después de besarle los labios.
―Sí, pero ella es una acaparadora y metiche ―señaló
entre risas, recibiendo una sonrisa de su hija.
―A mí no me diste un beso. Solo me dijiste que tenía un
lindo peinado ―susurró la niña, fingiendo sollozos.
―¿Qué te he dicho de los celos? ―indagó la madre.
Bastian le besó las mejillas y el cuello haciéndola reír, y
luego la dejó en el suelo. La pequeña corrió hacia su
habitación para seguir con la película.
Las invitadas se miraron entre sí y comenzaron a
despedirse. Supusieron que la conversación que se debían
ese par era privada.
Desde la vuelta de Bastian, todo había sucedido rápido y
sin inconvenientes.
Luna le contó sobre su nueva familia y hasta se los
presentó. Como su prometido, claro estaba. Bastian quería
esa «etiqueta» y se la asignaba en cada oportunidad que
tenía. Él se había asombrado con lo sucedido y,
emocionado, se disculpó por no haber estado a su lado.
Creyó no poder admirarla más, pero se había equivocado,
su mujer era increíble.
Con el correr de los meses, mientras intentaban
organizarse para poner fecha de casamiento, dedujeron que
primero debían saber dónde vivirían. Ninguno de los dos
apartamentos contaba con el suficiente espacio, porque
Bruno requería una habitación propia. Entonces pusieron el
de Bastian en venta, para poder entregar ese dinero como
parte del pago para una casa que tuviese jardín. Luego
venderían el de Luna.
Y así habían llegado a esa situación: teniendo una casa a
medio decorar y un apartamento a medio vaciar. Aun así,
nada los ponía de mal humor, porque estaban juntos y era
lo que los hacía felices.
Luna le contó la aparición de Diana y él le dijo que era
libre de aceptar o no.
―Solo voy a decir que la intención es buena, sincera y
amistosa. Diana te aprecia y me ve feliz, por eso quiere
acercarse, para que no haya problemas entre ustedes o
entre nosotros. Es la madre de Bruno también.
―Me convenciste. Ya deja de adularla que me pongo
celosa.
―Me gustas tú, ya lo sabes. Me toca a mí contarte algo.
―Deja el suspenso, Bastian.
―Estás hablando con el futuro director de la clínica ―dijo
seriamente, con la felicidad contenida.
Desde que había vuelto del viaje que los separó, dejando
el contrato trunco, creyó que ese sueño profesional no se
cumpliría. No obstante, en la balanza pesaba más su sueño
de ser feliz con la mujer que amaba y sabía que nunca se
perdonaría un nuevo fracaso amoroso, dejando de lado a su
amor por satisfacer su ego profesional. Jamás se había
arrepentido.
―¿Te lo propusieron? Entonces no se enojaron mucho, te
lo dije. ¿Estás contento?
―¡Feliz, Pinturitas! ¡Mi vida es perfecta a tu lado!
―exclamó Bastian, cargándola en sus brazos y girando con
ella―. Bésame.
―La cadera, abuelo. Y deja de ordenarme.
―Y tú, de quejarte y trae esas naranjas. Bésame.

Si te gustó la historia y quieres saber más sobre ella


o estos personajes escríbeme a
ivonneviver@hotmail.com o en mis redes sociales y
te envío un regalito con
“ESCENAS EXTRAS”.
Este libro es el tercero de la serie llamada
MUJERES FUERTES.
Cada libro es independiente y
autoconclusivo, pero si quiere saber más o
entender mejor las historias de algunos
personajes deberías leerlos en orden.
La primera de las entregas es Sonya.
Perdiendo la inocencia y la segunda,
Mónica. Sin adornos ni maquillaje.
Este agradecimiento especial es para
ustedes (listado de abajo), porque
jugaron, contestaron y modificaron la
historia con sus respuestas. Cada
pregunta que les hice tenía una respuesta
significativa en la trama y estas fueron sus
decisiones:
1- Sule es el padre y no, Polo.
2- Luna NO se tatúa el nombre de la hija.
3- Luna NO acepta la relación formal con
Sule.
4- Luna NO le presenta a “Rosita” a
Bastian.
5- La ex de Bastian es AMIGABLE.

Tita Ag Perez Läurä Corräl Cäbezäs Ana Maria Gernhardt Niyireth


Urrea Gutierrez Pamela Zurita Jeniffer Ramírez Laura Duque Jaenes
Begoña Medina Escritora Yolanda Diaz Jimenez Azaroa Sánchez Graciela
Sirotich Jull Dawson Yolanda Quiles Ceada Chari Carrera Lopez Susana
Magaña Marina San Millán García Raquel Güeto Rodriguez Martin-
Portugues Camacho Mercedes Rita Maria Fernandez-Matinot Pesini
Eelynn Cuellar Yennely Perez Pame Díaz Rivera Rocío Crespo Luisa
Jimenez Carnero Yerleris Graffe Yuli Maya de Medina Paulina Carral
Fabiola Benitez IrisAna Ruiz Yohana Tellez Yara Ariza Sabrina Southwell
Alexandra Romero Alice Croce Ortega Bea Abad Monika Tort Cristina
Fernández Elisabet Ponce Alonso Silvia Brils Marita Gutierrez Susana
Castro Olga LB Javi B Escritora Iris Magalevsky Veronica Reynoso
Vanessa Lopez Sarmiento Marina San Millán García Encarna Prieto
Carolina Andrea Ibañez Ortiz Andrea Fabiana Iriza Loli Deen Maria ML
Patricia Rey Iris Ruiz Colon Sonia Martinez Gimeno Mariam Ruiz IrisAna
Ruiz Eelynn Cuellar Ana Monsalve Mondaca Noemi Casco Marilyn Leon
Mora Maritza Garcia Alicia San Miguel Yolanda Bordoy Ariza Magali
Infanti zaskun Brujita Martin Calomino Enri Verdú Norma Alicia Mile
Bluett Annie Pagan Santos Beatriz Carceller Safont Maribel Roa Autora
Escribe con un seudónimo. Ivonne Vivier, no es su nombre real.
Es argentina, nació en 1971 en una ciudad al noroeste de la provincia
de Buenos Aires, aunque actualmente reside en Estados Unidos. Está
casada y tiene tres hijos adolescentes.
Como madre y esposa un día se encontró atrapada en la rutina
diaria y se animó a volcar su tiempo a la escritura.
Desde entonces disfruta y aprende dándole vida y sentimientos
a sus personajes a través de un lenguaje simple y cotidiano y lo
que comenzó como una aventura, tal vez un atrevimiento, hoy se
ha convertido en una pasión y una necesidad.

Nota de la autora:

Si te ha gustado la novela / libro me gustaría pedirte que escribieras una breve


reseña en la librería online donde la hayas adquirido (Smashwords, iBooks, Amazon, etc.)
o en cualquiera de mis redes sociales. No te llevará más de dos minutos y así ayudarás a
otros lectores potenciales a saber qué pueden esperar de ella.

¡Muchas gracias!
Su página de autor Su Facebook Su Instagram

También podría gustarte