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Centros Culturales - Modulo I - Estado y Derecho Selección Bobbio
Centros Culturales - Modulo I - Estado y Derecho Selección Bobbio
Al lado del problema del fundamento del poder, la doctrina clásica del Estado siempre se ha
ocupado del problema de los límites del poder, que generalmente es planteado dentro de las
relaciones entre el derecho y el poder (o derecho y Estado).
Desde que los juristas se adueñaron del problema del Estado, éste es definido mediante los tres
elementos constitutivos del pueblo, del territorio y de la soberanía (concepto jurídico por
excelencia, elaborado por los juristas y aceptado universalmente por los escritores de derecho
público). Para citar una definición conocida y respetada, el Estado es “un ordenamiento jurídico
para los fines generales que ejerce el poder soberano en un territorio determinado, al que están
subordinados necesariamente los sujetos que pertenecen a él” [Mortati, 1969, p. 23). En la
reducción rigurosa que Kelsen hace del Estado a ordenamiento jurídico, el poder soberano se
vuelve el poder de crear y aplicar el derecho (o sea normas vinculantes) en un territorio y hacia
un pueblo, poder que recibe su validez de la norma fundamental y de la capacidad de hacerse
valer recurriendo en última instancia a la fuerza, y en consecuencia por el hecho de ser no
solamente legítimo sino también eficaz (legitimidad y eficacia se reclaman mutuamente). El
territorio se convierte en el límite de validez espacial del derecho del Estado, en el sentido de
que las normas jurídicas emanadas del poder soberano únicamente valen dentro de
determinados confines. El pueblo se vuelve el límite de validez personal del derecho del
Estado, en cuanto las mismas normas jurídicas solamente valen, salvo casos excepcionales,
para determinados sujetos que de tal manera constituyen los ciudadanos del Estado.
Definiciones de este tipo prescinden completamente del fin o de los fines del Estado. Para
Weber no es posible definir un grupo político — tampoco al Estado— indicando el objetivo de
su grupo. No hay ningún objetivo que grupos políticos no se hayan propuesto en alguna ocasión
desde el esfuerzo por proveer a la sustentabilidad hasta la protección del arte; y no hay nada
que no hayan perseguido desde la garantía de la seguridad personal hasta la determinación del
derecho. 19O8-2O, trad. it. ¡, pp. 53-54j.
Desde la Antigüedad, el problema de la relación entre el derecho y el poder fue con esta
pregunta: “Es mejor el gobierno de las leyes o el gobierno de los hombres?” Platón,
distinguiendo el buen gobierno del mal gobierno, dice: Veo pronto la destrucción en el Estado...
donde la ley es súbdita y no tiene autoridad; en cambio donde la ley es patrona de los
magistrados y éstos son sus siervos yo veo la salvación y toda clase de bienes que los dioses
dan a los Estados Leyes, 715 d).
Naturalmente una respuesta de este tipo produce un cuestionamiento de fondo: ¿ya que las
leyes generalmente son puestas por quien detenta el poder, de dónde vienen las leyes a las que
debería obedecer el propio gobernante? Las respuestas dadas por los antiguos a esta pregunta
abrieron dos caminos. El primero: por encima de las leyes puestas por los gobernantes hay
otras leyes que no dependen de la voluntad de los gobernantes, y son las leyes naturales,
derivadas de la propia naturaleza del hombre que vive en sociedad; o bien, las leyes cuya fuerza
obligatoria proviene del estar arraigadas en lo que es la tradición. Una y otras son leyes “no
escritas” o “leyes comunes”, como aquellas a las que obedeció Antígona violando el mandato
del tirano, o aquellas alas que obedeció Sócrates que rechazó huir de la prisión para salvarse
del castigo. El segundo: al inicio de un buen ordenamiento de leyes hubo un hombre sabio, el
gran legislador. que dio a su pueblo una constitución a la que los futuros regidores se deberán
apegar escrupulosamente. Esta idea del buen legislador que cronológica y axiológicamente es
tenor a los regidores está ejemplarmente representada por la leyenda de Licurgo que, ordenado
el Estado, anunció al pueblo reunido en asamblea que le era necesario alejarse de Esparta para
consultar al Gráculo y recomendó que no se cambian’ nada de las leyes que estableció él hasta
que no regresafl1 y jamás regresó.
Tanto uno como otro camino han sido recorridos a lo largo de la historia del pensamiento
político: los regidores que si bien son los artífices de las leyes positivas están obligados a
respetar las leyes superiores a las leyes positivas como las leyes naturales, que en la tradición
del pensamiento medieval son las leyes de Dios (“Jus naturale est quod in lege et Evangelio
continetur” Decretum Gratiani [i,i, en Migne, Patrologia latina, CLXXXVII, col. 20]), o las
leyes del país, la Common law, de los juristas ingleses, que es considerada una ley de la razón,
a la que los propios soberanos están sometidos. Cuando la idea del derecho natural se extenuó,
Rousseau retomó el mito del gran legislador del “hombre extraordinario”, cuya función es
excepcional porque “no tiene nada de común con la autoridad humana” y debe establecer las
condiciones de un sabio y durable dominio [1762, trad. it., p. 57]. Las primeras constituciones
escritas, así la norteamericana como la francesa, nacieron bajo la insignia de la misión
extraordinaria de quien instaura con un nuevo cuerpo de leyes el reino de la razón interpretando
las leyes de la naturaleza y transformándolas en leyes positivas con una constitución que brotó
de un solo gesto de la mente de los sabios.”