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San José

El padre terrenal de Jesús

Alfredo Barra
Colección Vida de Santos

SAN JOSÉ
El padre terrenal de Jesús

Autor: Alfredo Barra


Editora: Blanca Castro Iturrieta
Diseño: David Godoy
Fotografías: ACI Prensa/WordPress
Código ISBN
Vendido por: Amazon USA / Edición papel y digital
Idioma: Español

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San José/El padre terrenal de Jesús

Índice

-Preámbulo .............................................................................7
-Vida reservada .....................................................................10
-Su infancia ...........................................................................13
-Crianza en soledad ..............................................................16
-La búsqueda para María .....................................................21
-El festejo de la boda ........................................................... 26
-La Anunciación................................................................... 29
-La espera .............................................................................35
-La aparición de los Reyes Magos ....................................... 44
-La circuncisión del niño ..................................................... 50
-La profesía ...........................................................................53
-Días de unión y felicidad .....................................................61
-La vuelta a Nazaret ..............................................................65
-La muerte de José .............................................................. 70
-Las menciones .....................................................................72

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Colección Vida de Santos

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San José/El padre terrenal de Jesús

Preámbulo

S
an José es el santo que más cercano ha estado de la divi-
nidad, y su grandeza lo coloca por encima de los ángeles
y de todas las figuras veneradas de la Iglesia Católica. El
más grande honor que le confió Dios fueron sus dos preciosos
tesoros: Jesús y María. Quizás Dios permitió que de tan gran
amigo del Señor no se conocieran palabras para enseñarnos a
nosotros que tanto el amor como la oración y el sufrimiento
deben llevarse de manera prudente y reservada, sin ninguna
ostentación que perturbe los sentimientos más profundos.
José tuvo la virtud de ser el padre terrenal del Hijo de
Dios, de acariciarlo, de jugar con él, de enseñarle un oficio y
entregarle un amor a toda prueba. Lo hizo desde una posición
secundaria y reservada para abrirle paso en la misión reden-
tora que Dios le había fijado en la Tierra, para salvación de la
Humanidad.
Aunque en el evangelio no hay ni una sola palabra de su
boca, mediante su actitud silenciosa nos enseña, sin más, a ser
humildes y a cumplir silenciosamente y sin alardes nuestras
obligaciones de cada día. Nada hay de él por lo que pudiéra-
mos depurar sus sufrimientos ante la impotencia de no poder
darle a su esposa, María, un cobijo delicado al momento del
nacimiento de su hijo. Ni una queja durante la huída a Egipto,

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ni por el hambre, el frío ni el calor durante la larga acechanza.


Tampoco, después de oír a Simeón anunciar que Jesús sería
causa de división entre los hombres y que se le infringirían
dolores en su carne viva. Pese a estos padecimientos, José tu-
vo la compensación en la alegría de oírle anunciar que Jesús
sería la luz que iluminaría a todas las naciones y daría la gloria
al pueblo de Israel.
San Mateo narra en el evangelio que José se comprometió
en una ceremonia pública a casarse con la Virgen María, pero
que luego de darse cuenta de que ella esperaba un hijo sin ha-
ber consumado la relación, y no entendiendo el misterio de las
Sagradas Escrituras, en lugar de denunciarla como infiel, se
apartó y mantuvo el secreto. Dice el evangelio que la decisión
de no denunciarla se debió a que José era un hombre “justo”,
y que “ser justo”, según la Biblia, es el mejor atributo que un
hombre puede exhibir.
Todos sus privilegios y dignidades provienen de ser el es-
poso de María, padre de Jesús y, a la vez, ser el hombre justo y
bueno para que Dios lo pusiera al frente de su familia.
Los santos más cercanos a la propagación de su devoción
han sido varios, entre los que destaca San Francisco de Sales,
que recomendó siempre el recogimiento ante el Santo Patriar-
ca. Otro fue San Bernardino de Siena, que escribió en su honor
hermosas prédicas. También lo hicieron San Vicente Ferrer
y Santa Brígida. Pero quién más propagó su admiración fue
Santa Teresa de Ávila, que sanada por él de una terrible en-
fermedad incurable, al invocarlo con profunda fe, obtuvo de
manera sorprendente su curación.
Hacia el final de su vida, la mística fundadora decía: “Du-
rante 40 años, en cada fiesta de San José le he pedido alguna
gracia o favor especial, y no me ha fallado ni una sola vez. Yo
les digo a los que me escuchan que hagan el ensayo de rezar
con fe a este gran santo, y verán qué grandes frutos van a con-
seguir”. Todos los conventos que fueron fundados por Santa

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San José/El padre terrenal de Jesús

Teresa llevan el nombre del patrono San José.


Pese a la carencia de escritos y referencias sobre su vida,
hemos reunido la mayor cantidad de aspectos significativos
para reconstruir la existencia de este hombre santo, que gra-
cias a su intermediación, Jesús pudo tener una padre en la
Tierra que lo acogió como al hijo de su propio linaje.

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Colección Vida de Santos

Vida reservada

L
os escasos datos que nos entregan las Sagradas Escritu-
ras sobre la persona de San José, como descendiente di-
recto del Rey David, esposo legítimo de la Virgen María
y padre nutricio de Jesucristo, son suficientes para sindicarlo
como el Patrono de la Sagrada Familia, después de la revela-
ción que le hiciera el ángel sobre su venida. Apenas unos diez
versículos del Nuevo Testamento, repetidos en dos evangelios
(Mateo y Lucas), lo mencionan ligeramente.
El evangelio no ha conservado ninguna palabra suya. En
cambio, ha descrito sus acciones sencillas y cotidianas como
el significado trasparente para la realización de la promesa di-
vina en la historia del hombre. Fueron obras llenas de profun-
didad espiritual y de simpleza madura.
Esas alusiones se relacionan con los momentos más im-
portantes de su vida, comenzando por su compromiso ma-
trimonial y seguido por su inocencia acerca de la concepción
divina de María. Otro momento es su actitud de obediencia
ante el empadronamiento en tiempos de Herodes, que permi-
tiría el nacimiento de su Hijo en la Tierra donde reinó David,
y la presentación de Jesús en el Templo, para el acto de su
progenitura, donde el sabio Simeón descubrió la identidad del
Mesías.

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San José/El padre terrenal de Jesús

También hay breves referencias de la huída a Egipto, de su


oficio consagrado de carpintero y, por último, el reencuentro
con su Hijo en el Templo durante la Pascua judía. Pese a la re-
serva que se hace de su vida personal y de los días de su niñez,
la Sagrada Tradición es muchísimo más generosa a la hora de
aportarnos una información más amplia sobre su existencia y
las circunstancias de su muerte.
Al ahondar en el tema podemos decir que los Apóstoles,
depositarios de la Revelación, transmitieron en forma verbal
y escrita lo que ciertamente creemos, y que fue gracias a es-
ta transferencia de sagrada tradición es que hoy se atribuya y
otorgue el mismo valor que a la Escritura. Así lo ha entendido
también el Magisterio de la Iglesia, que se apoya en esos tras-
pasos para aclarar y argumentar el conocimiento de lo reve-
lado.
Al comienzo fueron las Comunidades cristianas las que se
preocuparon por reunir los escritos de las predicaciones de
Jesucristo, y luego los Apóstoles destacaron los hechos fun-
damentales que consideraron importantes para entregar sus
enseñanzas.
La Iglesia fue la que reconoció aquellos manuscritos como
verdaderos y descartó otros al considerarlos como no portado-
res del mensaje de Cristo. Las fuentes de información que se
consideran confiables sobre San José se atribuyen al evangelio
de San Mateo y San Lucas, por cuanto la gran variedad de es-
critos aparecidos posteriormente resultan contradictorios.
Sin embargo, para confirmar lo ya expresado por el Nuevo
Testamento y los evangelistas, la Iglesia se apoya además en
la declaración de los santos de la Iglesia y en las “revelaciones
privadas” de ciertos místicos reconocidos por sus virtudes, a la
hora de declarar los dogmas de fe.
Clarificando la variedad de conceptos que circulan en torno
al tema y que muchas veces perturban la creencia de piadosos
y seguidores de Cristo, el Papa Juan Pablo II declaró durante

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Colección Vida de Santos

su pontificado que son cuatro los pilares en que debe basarse


la fe católica:
-La Tradición
-Las Sagradas Escrituras
-El Magisterio de la Iglesia
-Y el sentido sobrenatural de la fe de todo el Pueblo de
Dios. Porque estos cuatro juntos nos transmiten la Divina Re-
velación.
De los relatos, de las revelaciones de videntes y documen-
taciones existentes nos hemos valido para reconstituir la tra-
yectoria de José. De este modo hemos captado con la más cer-
cana confianza cómo se dio la existencia de este carpintero,
que en un puente perfecto permitió abrir un camino para traer
al mundo al legítimo representante del Dios Supremo.

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San José/El padre terrenal de Jesús

Su infancia

J
osé era hijo de Jacob y Juana, un respetado matrimonio
judío que habitaba en la ciudad de Belén. El nombre de
ella en hebreo era originalmente Abdit o Abigail. Se da la
coincidencia que José poseía el mismo nombre del hijo menor
de Jacob, el patriarca, que según el relato bíblico del Génesis,
fue el padre de las 12 tribus de Israel. Esta coincidencia de
nombres ha llevado a confusiones hasta hoy, aunque hay mu-
chos años de diferencia entre un suceso y otro.
El que más tarde se conocería como “José de Nazaret” era
el tercero entre seis hermanos y su vida transcurría en la que
fuera una gran mansión ubicada a cierta distancia del centro
de Belén, pueblo de Palestina, al suroeste de Jerusalén. Este
lugar era el centro bíblico de pastores y agricultores en tierras
de la tribu de Judá. La familia habitaba en la misma propiedad
que unos 1.000 años antes perteneciera al Rey David, sucesor
de Saúl, que logró unificar su territorio y expandirlo hacia las
ciudades de Jerusalén, Samaría, Petra, Zabah y Damasco.
Durante la infancia de José, de aquella opulenta mansión
no quedaba más que la gruesa estructura conformada por an-
chos muros y una variedad de galerías que en su tiempo fue-
ran destinadas al cultivo de hermosos jardines, de donde po-
día apreciarse una espléndida vista de la ciudad. No había sido

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Colección Vida de Santos

alterado el pasadizo donde se expusieran pinturas de grandes


personajes que alguna vez deben haber tenido algún vínculo
con David.
En lo alto de la casa quedaban algunas torretas de vigilan-
cia y bajo una de ellas, yacía una mediana dependencia donde
alojaba José con sus hermanos, mientras en otra torreta se
cobijaba un viejo judío que hacía las veces de mentor. El ni-
ño tenía por entonces unos 8 años, y el espacio dedicado a él
disponía de menores privilegios que el de los demás. Luego
explicaremos las razones de esta diferencia.
Las camas estaban provistas de colchas que eran enrolladas
contra los muros durante el día, y por las noches se extendían
para que pudieran producir abrigo ante las bajas temperatu-
ras. Un par de candelas con cerillos sobre dos veladores, sillas,
un lavamanos, un mueble para la ropa y paños conformaban
el dormitorio. Pese a que la mansión disponía de numerosas
habitaciones, solo estaba habitable un tercio de ella por los de-
sastres naturales y de guerras que habían ocurrido. Ninguna
reparación mayor había sido hecha.
Se narra que José era muy distinto a sus hermanos. Esa
diferencia radicaba en su inteligencia y sano juicio al evaluar
las conductas o situaciones que se daban en su familia. Él
aprendía todo de manera muy fácil por su carácter sencillo,
apacible y piadoso, mientras sus hermanos, por lo contrario,
lo hacían frecuentemente víctima de toda clase de travesuras,
y a veces, hasta lo maltrataban. Había cierta envidia hacia él
por las capacidades que poseía, de allí los privilegios que se le
negaban.
Como el padre le había cedido un espacio de tierra a ca-
da uno para mantener sus propias plantaciones, que estaban
divididas en compartimientos, sus hermanos iban en las no-
ches, a escondidas, y le causaban destrozos, haciéndolo sufrir.
Entonces José, para evitar las disputas, se aislaba para rezar
con profunda entrega a Dios. Varias veces hallándose en esa

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posición fue objeto de burlas y hasta golpeado mientras evadía


las agresiones. Él callaba y no tardaba en regresar al estado de
éxtasis en que caía durante sus plegarias.
Se cree que sus padres tampoco pusieron mayor empeño
en evitar las malas actitudes de sus hermanos, creyendo con
ello que José endurecería su carácter para forjarse una posi-
ción en la vida, pero él no aspiraba a nada de eso. Su carácter
casi retraído y su acentuada condición espiritual no eran vis-
tos con buenos ojos por el padre que, si bien era también un
devoto, no tenía la estatura religiosa de José. Además, por la
inteligencia que le fluía se le catalogaba de “simplón” al darle
más uso a sus manos que a su cabeza. Pero él se sentía feliz de
poder crear en madera una variedad de objetos que alimenta-
ban su condición creativa. Con ese afán y su estrecho contacto
con Dios le habría bastado para sobrellevar una vida sin so-
bresaltos, si no hubiese sido por las constantes pendencias de
sus hermanos.
Esa situación y el deseo de encontrar serenidad lo llevaron
a los 12 años a apartarse de sus hermanos, buscando un refu-
gio adonde escapar en los momentos en que su padre no se en-
teraba. Lo halló a unas millas de distancia, y por las noches se
escapaba a este. Allí había un grupo de piadosas mujeres que
se reunía en una cantera próxima, en cuya planicie cultivaban
verduras y cereales e instruían a niños esenios en la siembra y
la cosecha. Era la cantera donde los hombres en el pasado ex-
traían hermosas piedras de mármol, granito, calizas y pizarras
con que decoraban las grandes mansiones. Por extrañas razo-
nes o por una situación divina ya prevista, a poca distancia se
erigiría, unas cuantas décadas más tarde, la histórica gruta del
pesebre, donde José y María recibirían al hijo que llegaría al
mundo para ser el Mesías.

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Colección Vida de Santos

Crianza en soledad

S
egún las visiones de la beata Anna Catalina Emmerich,
transcritas en casi dos mil páginas guardadas en cinco
volúmenes, José se crió en medio de mucha soledad para
escapar del maltrato de sus hermanos. Por las noches ella lo
vio en sus visiones regresar a la cantera donde podía leer ora-
ciones de un pergamino ante la lámpara de luz, que colocaba
suspendida en la pared de la roca. Pero esta no era la única
finalidad de sus escapadas. Ahí se le daban las facilidades ma-
nuales para esculpir troncos y tamarugos que le permitía fa-
bricar objetos que regalaba a los niños.
Anna Catalina era una sencilla campesina, oriunda de Dül-
men, Alemania; una joven devota, de vida ejemplar y que des-
de los tres años manifestó características propias de santidad.
Tenía frecuentes visiones, conversaba con los ángeles como si
fueran sus amigos más queridos y le contaba a su madre lo que
veía. Ella pensaba que era normal esta situación, al menos en-
tre los niños. El caso es que sin saber nada del lejano Oriente,
ni haber escuchado hablar, ella relataba a la perfección cómo
era geográficamente ese lugar y se remontaba al pasado pa-
ra señalar qué veía con relación a la Sagrada Escritura. Todo
aquello contribuiría más tarde a esclarecer la comprensión de
los acontecimientos.

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San José/El padre terrenal de Jesús

Mientras José crecía conoció a un primitivo carpintero que


se ganaba la vida puliendo tablas y otros elementos de madera
en un improvisado taller que tenía. Habitaba en la vecindad
baja de Belén, donde estaban los esenios. Este hombre fue el
que le ayudó a desarrollar sus capacidades manuales, que no
eran comunes durante la época. José había adquirido algu-
nos conocimientos sobre dibujo y geometría que le enseñara
el mentor que habitaba en su casa, y fue esta combinación la
que convirtió en profesión sus aptitudes.
A punto de cumplir 18 años y dolido profundamente por
la mala convivencia con su familia, José decidió alejarse de-
finitivamente de su casa, valiéndose de la colaboración de un
amigo de su misma edad que le proporcionó ropa y víveres.
Relata Anna Catalina que al salir José de su casa pidió
refugio donde el viejo carpintero que le enseñaba artesanía.
El anciano se resistió a aceptarlo en un principio para evitar
cualquier contrariedad con su padre, pero al conocer su histo-
ria, que el joven siempre había callado, le ofreció un pequeño
espacio donde dormir, comida diaria y un trabajo en su taller,
más un pequeño salario. La beata narra en palabras muy sim-
ples la felicidad que sintió el joven al estar lejos de las atadu-
ras y malos tratos, pese a que el sector en que se instalara era
de gente muy pobre que vivía en humildes casuchas al lado de
basurales malolientes.
Pero el espíritu sufrido y abnegado de José lo hicieron ha-
bituarse pronto al lugar, centrándose en una rutina que co-
menzaba con una levantada muy temprano para trabajar en
el taller y culminaba a la puesta del sol, después de recoger
las virutas, asear el taller y llevar sobre sus hombros pesados
sacos con los desperdicios del día hasta los basurales.
Su labor en el taller consistía en trabajar retazos de madera
que, de acuerdo a las instrucciones, daba forma a objetos de
uso práctico que iban a parar a las mansiones de gente pu-
diente. Como el anciano se abocaba solo a la fabricación de

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Colección Vida de Santos

encargos rústicos de escaso valor, lo que hacía José le produjo


mayores ganancias por tratarse de elementos más acabados.
Por el buen trabajo que exhibía, el joven se ganó prontamente
la simpatía y reputación de la vecindad, que a su edad, lo veían
como un prominente carpintero, oficio muy considerado.
En tanto, desde su desaparición del hogar sus padres su-
pusieron lo peor, imaginando que su hijo había sido raptado
por ladrones y llevado hacia otra región para emplearlo en la
recolección de limosnas. Se cuenta, sin embargo, que ellos
tampoco se esmeraron por ubicarlo, adoptando más bien una
posición cómoda, y todo pasó al olvido.
La fábula de su pérdida habría llegado hasta ahí si no hu-
biese sido porque tres años más tarde, recorriendo la vecin-
dad, uno de sus hermanos dio con él casualmente. Contrario a
lo que cualquiera hubiese esperado de ese encuentro, se dice
que el hermano lo tapó a insultos al enterarse que su desapa-
rición había sido por voluntad propia. Los comerciantes que
presenciaron el encuentro relatan que fue en este tenor:
-¡Mal hijo! ¡Eres un demonio! Has tenido a nuestros pa-
dres desolados.
Y su respuesta:
-Fueron ustedes los que obligaron mi huída con sus repro-
ches y maltratos. No tengo nada que explicar, solo reprender-
los por su mal comportamiento.
Se narra que el hermano, muy irritado, lo habría amenaza-
do con golpearlo si no lo acompañaba de regreso a casa, pero
José se mantuvo firme:
-No volveré a casa, y eso puedes transmitírselo a mis pa-
dres. Pero cuéntales también las razones.
-Nos has dejado mal viviendo ahora entre los pobres. Es
una vergüenza para la familia que te lo dio todo ¡Mi padre ven-
drá a buscarte a cualquier costo!
-Ya no soy un niño. Ahora trabajo y me gano el sustento
–insistiría él.

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San José/El padre terrenal de Jesús

Al verlo tan decidido en su postura, el hermano no lo ha-


bría golpeado ni forzado físicamente, pero le habría reiterado
la amenaza de que el padre iría a buscarlo y lo regresaría de
manera violenta.
José había madurado y no deseaba perder su indepen-
dencia. De modo que, aunque se sentía contento de vivir en
aquel vecindario modesto, resolvió ese mismo día abandonar
el lugar para no volver a ser encontrado. La beata Emmerich
relata en sus visiones que el joven partió con lo puesto rumbo
a Taanac, y que por las noches durmió bajo los árboles y alle-
gado a las carpas que instalaban los que iban en caravanas.
Dice que se alimentaba de lo que le ofrecían y él les ayudaba
entreteniendo a sus hijos menores. Así José llegó a Megido,
ubicado al borde del río Kisón, muy cerca de la desembocadu-
ra del mar Mediterráneo.
Durante días deambuló por el lugar, y al no encontrar al-
guna oportunidad de trabajo, prosiguió hacia Afeké, que sería
la ciudad natal del apóstol Santo Tomás. Ahí vivió en casa de
un patrón muy rico donde comenzó a hacer reparaciones para
la estancia. Eran tan buenos sus trabajos en madera que el
dueño lo congratuló:
-Eres bueno en lo que haces y estoy muy satisfecho conti-
go.
Él, no habituado a los halagos, respondió brevemente:
-Solo trato de complacerlo en las cosas que usted me pide.
Gracias al agradable ambiente y a las facilidades que le
dieron, José estuvo varios años en la casa de aquel hombre
que lo trataba con respeto. Así aprendió a fabricar sillas, es-
cobillones, muebles de casa, estantes, marcos para pinturas,
reparación de techos y desarrolló además otras habilidades
dentro de su oficio.
No se sabe por qué razón el joven abandonó la casa del
rico y se trasladó a Tiberíades. El asunto es que bajo la tutela
de otro patrón el carpintero permaneció a su lado por varios

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Colección Vida de Santos

años más. Este hombre le cedió una pequeña vivienda al bor-


de de un lago, cuya ubicación le dio la oportunidad de reparar
y construir barcazas. En aquel sitio había un buen número de
embarcaciones que se empleaban para el transporte de mer-
cancías por las condiciones geográficas del lugar.
En esas actividades transcurrió una parte importante de
su vida, llegando a los 30 años. Como esa fecha marcaba en
el pueblo judío la mayoría de edad, José debía asumir las res-
ponsabilidades y exigencias ante la ley de Moisés, una de las
cuales era formar una familia.
Contrario a lo que consignan las escrituras apócrifas, de
que cuando José conoció a María era ya un anciano curvo y
desgastado –versión que comenzó a publicarse a partir del si-
glo VI-, los santos y grandes dignatarios de la Iglesia aseguran
que se trataba de un hombre joven, fuerte, macizo, bien pare-
cido y casto, y ni mucho menos estaba en el ocaso de su vida.

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San José/El padre terrenal de Jesús

La búsqueda para María

M
ientras José se desempeñaba en Samaría en su ofi-
cio de ebanista y carpintero, alejado del pueblo, ig-
noraba los acontecimientos divinos que se estaban
gestando. María, quien sería su esposa, tenía 14 años y se en-
contraba terminando su aprendizaje religioso en el Templo de
Jerusalén, donde debía aprender con otras niñas a tejer, bor-
dar, preparar alimentos y preocuparse de las vestiduras sacer-
dotales. Al igual que las demás, estaba en edad en que debía
regresar a su hogar para casarse y formar su propia familia.
Era tarea de los sacerdotes custodios buscarle el marido ade-
cuado a todas esas vírgenes. Pero, en el caso de María, había
consideraciones especiales por tratarse de alguien que prove-
nía de la descendencia del Rey David.
Por mucho tiempo se había anunciado a los paganos pia-
dosos que el Mesías debía nacer de una virgen en Judea. Esto
se divulgó en las distintas regiones donde había adivinos que
tenían visiones de una figura en el cielo o en los astros, pro-
fetizando todo lo que veían. También en Egipto había anun-
cios similares. Así, en ese tiempo todos los ojos se fijaron en
el Templo de Jerusalén, donde era probable que la madre del
futuro Mesías estuviera entre aquellas vírgenes consagradas.
Cuentan las escrituras que para elegir al esposo de la Vir-

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Colección Vida de Santos

gen María, Dios le encomendó la tarea a Zacarías, sacerdo-


te y profeta judío (que más tarde sería el padre de San Juan
Bautista), enviándole un ángel que le transmitió el siguiente
mensaje: “Zacarías, Zacarías, sal y reúne a todos los solteros
del pueblo judío que se mantengan en castidad y pertenezcan
a la casta de David. Que venga cada cual con una vara, y sobre
quien Dios haga una señal portentosa, ese será el elegido”.
Zacarías fue sorprendido con la petición, al ser la prime-
ra vez que Dios le transmitía su presencia directa a través de
uno de sus súbditos. Dada la importancia del mensaje, el buen
hombre consideró pertinente comunicarlo a los sacerdotes,
quiénes al coincidir que se trataba de algo divino, no dudaron
en enviar a emisarios por toda Judea para ubicar a los hom-
bres que tuvieran las características pedidas por el ángel. No
se sabe cuánto tiempo transcurrió desde la búsqueda, pero,
según se cuenta, los mensajeros regresaron con once varones
castos y solteros que alguna relación tenían con las exigencias
encargadas por los sacerdotes.
Durante la ceremonia los seleccionados se unieron a los
principales ungidos del Templo, haciendo el sumo sacerdote
una marca a cada vara y pidiendo que cada uno la mantuviera
firmemente entre sus manos. Esto se dio mientras desarro-
llaba una liturgia entre adoraciones y plegarias reverenciales.
Todos esperaban que de ahí surgiría algo importante, pero al
concluir el ceremonial, ninguna de las ramas arrojó algún ves-
tigio diferente, lo cual indicaba que ninguno de los hombres
ahí presentes estaba en condiciones de ser favorecido con la
gracia para unirse en matrimonio a María. Entonces, el ca-
nónigo que encabezaba la formalidad repitió la acción, pero
nada cambió.
Se narra que el desconcierto fue general, pues la niña de-
bía casarse invariablemente con alguien de su linaje familiar,
aunque ya había quedado demostrado que entre ellos no esta-
ba el candidato que se buscaba. Mientras el tema se discutía,

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San José/El padre terrenal de Jesús

alguien recordó que en Samaría existía un artesano de gran


reputación, de la casta de David, que al visitarlo no estaba en
su domicilio. Así, los sacerdotes pidieron de nuevo a los emi-
sarios ir en su búsqueda, aunque tardaran en encontrarlo.
Cuando los hombres dieron finalmente con José, éste se
hallaba en un astillero a orillas del río cepillando una barca-
za.
-¿Tú eres José? –preguntó uno de los emisarios.
-Sí, soy José.
-¿Eres de la casta de David?
-Sí, lo soy.
-Aunque te parezca extraño, debo preguntarte si aún eres
hombre que ha conservado su castidad.
-Eso también es cierto. Pero, ¿quién pregunta?
-Venimos a buscarte por orden de los sacerdotes del Tem-
plo. Debes llevar la vara sacada de un árbol cercano, y si esta
arroja alguna seña especial, entonces serás la persona que se
casará con una virgen.
Sorprendido con el relato que lo comprometía directamen-
te, José quedó un momento en silencio y luego preguntó al
emisario:
-¿Y qué edad tiene ella?
-Dicen que unos 14 años.
-…Pero, yo soy un hombre de edad avanzada y ella es solo
una niña. ¿Quién podría forzarme a tal matrimonio?
-¡Esa es la orden de los sacerdotes y debes cumplirla!
Ante la exigencia tan perentoria, José abandonó su trabajo
y les acompañó, cortando la rama que le pedían.
Sin ninguna otra indicación, José cabalgó con los hombres
hasta Jerusalén, y una vez llegados al Templo, el sacerdote ma-
yor volvió a repetir el ceremonial, haciendo luego una marca a
la rama y pidiendo a José sostenerla entre sus manos. Esta vez
la vara floreció, como tocada por un prodigio, exhibiendo una
hermosa flor blanca semejante a una azucena, “y pude ver una

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Colección Vida de Santos

aparición luminosa bajar sobre él. Era como si en ese momen-


to José hubiese recibido al Espíritu Santo”, señaló la beata en
sus visiones.
Mientras la voluntad de José se llenaba de un intenso gozo,
el oficiante dijo entonces:
-A ti te ha correspondido en suerte, José, recibir bajo tu
custodia a la Madre del Señor.
Confundido entre tantas emociones, el carpintero pasó
del éxtasis a un estado de embriaguez que lo mantuvo por un
buen rato en la inconsciencia. Y una vez que hubo superado
el fenómeno que lo había adormecido, los capellanes lo invi-
taron a pasar a otra sala donde se hallaba María en presencia
de su madre, desconociendo la suprema responsabilidad que
a partir de ese momento recaía sobre sus hombros. La niña,
resignada a la voluntad de Dios, lo aceptó con recato y humil-
dad, a sabiendas que el Creador le había entregado el voto de
pertenecer solo a su voluntad.
En ese instante tuvo lugar la ceremonia oficiada por el su-
mo sacerdote, quien unió tiernamente las manos de José y
María y bendijo solemnemente a ambos, diciendo: “El Dios de
Abraham, de Isaac y Jacob, esté con ustedes, los una y bendiga
dándoles su paz y numerosa posteridad, junto a una larga vida
y una muerte dichosa en el seno de Abraham”.
Ya se había cumplido la primera parte del compromiso,
pero faltaba la segunda, en la que se establecía la calidad de
esposos. Para ello los novios debieron pasar a otra sala, junto
a los padres de María y los parientes más cercanos, donde se
efectuó el contrato de bodas. Allí el superior señaló a la no-
via: “María, hija heredera de Joaquín, hijo de David, y de Ana,
hija de Arón, lleva como dote a tu esposo, su casa y los bie-
nes adjuntos, además de su ajuar personal y otros objetos que
heredó de su padre”. Acto seguido, los novios se abrazaron
dulcemente, ya como esposos, asumiendo él, el compromiso
ineludible de cuidarla, protegerla y estar a su lado en todas las

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San José/El padre terrenal de Jesús

situaciones de la vida. Ella, a la vez, se comprometió a darle


fiel obediencia hasta el fin de sus días.
Una vez que hubo concluido el ceremonial de compromi-
so, José acompañó a María a la casa de sus padres. Durante
el trayecto varios niños, hombres y mujeres se ubicaron a un
costado del camino para saludarlos y manifestarles bendicio-
nes, mientras la pareja se desplazaba en un carruaje común.
Y una vez que José dejó a María en la casa de sus padres, re-
gresó a sus labores, como demandaban las costumbres judías.
Ya habría tiempo para la celebración de la boda, gran festejo
que tradicionalmente reunía a los parientes, amigos y vecinos
que habían conocido a los novios desde los primeros años de
su infancia.
El Nuevo Testamento presenta a José como el ser que co-
opera en el gran misterio de la redención en la plenitud de los
tiempos, y es consagrado como el ministro de la salvación. Por
su paternidad se transformaría en la autoridad legal que le co-
rrespondería sobre la Sagrada Familia para hacer una dádiva
total de si, de su vida y de su trabajo. Su vocación humana es-
taría entregada al afecto doméstico con el ofrecimiento de su
corazón y su capacidad en el amor al servicio del Mesías, que
más tarde crecería en su propio hogar.
¿Qué atributos vio Dios en José para elegirlo como esposo
de María? Se relata en las escrituras judías que la elección fue
porque Dios vio brillar en él todas las virtudes que lo hacían
diferente, como su humildad, la paciencia, la prudencia, la fi-
delidad, la austeridad, la sencillez y la fe, más la confianza en
Dios y la más perfecta caridad. Esto sería refrendado al guar-
dar con amor y entrega total la misión que el Todopoderoso
le confiara, cumpliéndola con una lealtad propia al valor del
tesoro que se depositó en sus manos.

25
Colección Vida de Santos

El festejo de la boda

A
quel día en el Templo había quedado sellado el com-
promiso matrimonial entre José y María, por lo que
Ana, la madre, inició los preparativos para el festejo
ayudada por sus parientas, siervas y criadas. El matrimonio
judío se componía entonces de dos etapas que debían cum-
plirse rigurosamente. La primera consistía en que, después de
la boda, la esposa debía seguir residiendo por un período en
la casa de sus padres, tiempo en que ella era capacitada para
asumir el rol de esposa. La segunda etapa se daba tiempo más
tarde, cuando la esposa pasaba a vivir legalmente en la casa
del esposo.
Es importante aclarar que en las sociedades rurales judías,
como Palestina, no existía prácticamente la adolescencia y se
pasaba enseguida de la infancia a la edad adulta. En este caso,
Dios había querido un hombre mayor para María, de la casta
de David, que reuniera las más excelsas virtudes que acompa-
ñaran a su hijo en las etapas de educación y desarrollo, y era
seguro que esas dignidades no estaban en alguien de menor
talante. A esto se unían los desafíos sobrenaturales que debe-
ría enfrentar tal hombre y someterse a ellos sin mayor discer-
nimiento, solo acatando.
Durante el tiempo que transcurrió para la fiesta, José pro-

26
San José/El padre terrenal de Jesús

siguió en Samaría desarrollando sus trabajos de carpintería,


y con cierta regularidad visitaba a María. Ella, de regreso en
el hogar de sus padres, ayudaba a la madre en los quehaceres
domésticos y cosía, tejía, bordaba y se preocupaba de los uten-
silios y pertenencias que llevaría a su vivienda definitiva.
El padre de María, Joaquín, hombre misericordioso des-
cendiente de los esenios, escogió para la fiesta de su hija una
mansión en Jerusalén, cercana a la montaña de Sión, que se
alquilaba para tales agasajos.
Se cuenta que siguiendo la tradición la fiesta se prolongó
durante seis días y asistieron a ella los maestros y compañeras
de la escuela del Templo y muchos amigos y parientes de los
padres de la joven. Según las visiones de Anna Catalina Em-
merich, el día de la ceremonia nupcial María llevaba puesta
una túnica muy amplia con anchas mangas y un velo blanco
colgado por sobre sus hombros. En su mano izquierda carga-
ba una pequeña corona de rosas blancas y rojas de seda. El
anillo nupcial era abultado con reflejos cambiantes, derivados
probablemente de incrustaciones triangulares. José, a la vez,
llevaba puesto un traje largo de color azul con mangas anchas
y del pecho colgaban dos tiritas blancas.
Concluido el festejo, se narra que los padres de la joven,
Joaquín y Ana, regresaron a su casa a Nazaret, mientras que
María partió en compañía de algunas maestras y compañeras
del Templo a la escuela de Levitas de Bet-Horon, donde aloja-
ron. José se dirigió por su parte a Belén para ordenar algunos
asuntos de la familia.
En la cultura judía, toda mujer debía pertenecer a un hom-
bre: a su padre, a su esposo o, si fuera viuda, a un hijo, por lo
que el compromiso realizado le daba derecho a la vida conyu-
gal; es decir, María ya era esposa de José, aun que inmediata-
mente no pudo salir de la casa paterna.
La casa que su esposo había preparado para vivir con Ma-
ría en Nazaret era notablemente más pequeña que la de sus

27
Colección Vida de Santos

padres. La vivienda se las había obsequiado la madre de ella


por ser una propiedad de la familia. En la parte contigua, José
ubicó su taller, donde se dedicaría a cortar y esculpir la made-
ra para cumplir con los pedidos de sus clientes y en los inte-
riores vivirían.
Adentro había dos dormitorios y una sala con fogón que
servía de comedor y recibo de visitas. La casa estaba sobre una
colina que conducía a un sendero angosto y lleno de rocas. La
parte baja estaba enterrada en la piedra, y la parte alta era de
materiales livianos. Otras casas circundaban la suya.

28
San José/El padre terrenal de Jesús

La Anunciación

S
egún relata Lucas en su evangelio, Dios envió al Arcán-
gel Gabriel a Nazaret para entregar un mensaje a María,
cuando ya habían transcurrido seis meses de su matri-
monio con José. La beata Emmerich ilustra en sus visiones el
momento en que se produce ese encuentro:
“Estaba María llenando un cántaro de agua en la fuente
de la plaza cuando el ángel la saludó, provocándole temor al
no ver presencia humana”. Dice que María volvió apresura-
damente a su casa y se puso a hilar para calmar su confusión.
Luego el ángel regresaría mientras ella se hallaba en su lecho
para anunciarle la maternidad.
-Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo –le dice.
Ella, turbada por la presencia sobrenatural, solo atina a
mirarlo.
-No temas, María, porque has hallado la gracia delante de
Dios. Vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo, a quien
pondrás por nombre Jesús. Él será grande y será llamado Hi-
jo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de David, su
padre. Reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino
no tendrá fin.
Con su corazón latiendo muy fuerte, la joven le pregunta:
-¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?

29
Colección Vida de Santos

Entonces el ser celestial le explica:


-El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te
cubrirá con su sombra; por eso, el que ha de nacer será santo
y será llamado Hijo del Altísimo.
Al verla que aún no comprendía, el ángel añadió:
-Mira también a Isabel, tu parienta, que ha concebido un
hijo en su vejez, y este es ya el sexto mes de aquella que llama-
ban estéril, porque ninguna cosa es imposible para Dios.
Este nuevo anuncio la dejó sin palabras, pues sabía que su
prima no podía concebir por su avanzada edad. Tardó en com-
prender lo que estaba sucediendo, pero al despejar sus dudas,
la Palabra se encarnó finalmente en ella, sometiéndola a los
planes de Dios para cumplir su voluntad. Sabía que su madre
Ana también la había concebido en edad avanzada y en cir-
cunstancias muy especiales, que creyó, podían ser las mismas
que se le anunciaban. De modo que de allí en adelante no vol-
vió a poner en duda el compromiso que debía asumir.
María sostenía una estrecha amistad con su prima Isabel,
esposa de Zacarías, pese a la diferencia de edad entre ambas.
Ella era solo una niña e Isabel estaba en edad avanzada. Por
esa mutua simpatía, no tardó en viajar para contarle lo que le
había dicho el ángel. Pero al llegar, grande fue su sorpresa al
ver a su prima saliendo de la casa con sus brazos extendidos,
abrazándola y declarándole en ese instante:
-¡Bendita tú, entre todas las mujeres, y bendito es el fruto
de tu vientre. ¿Cómo he merecido yo que venga a mí la Madre
de mi Señor? ¡Dichosa tú por haber creído!
María desconocía que el ángel la había visitado previamen-
te para darle cuenta de los acontecimientos, y ambas, de rodi-
llas, alabaron a Dios.
Por el avanzado embarazo de Isabel, la joven resolvió que-
darse en su casa para cuidarla y ayudarla en los menesteres
domésticos, pues esa era una función que en tales circunstan-
cias correspondía a las mujeres más cercanas a su parentesco.

30
San José/El padre terrenal de Jesús

Se dice que María se mantuvo ahí los siguientes tres meses,


sintiéndose comprendida por su prima, al haberse revelado el
Espíritu que las unía a ambas.
La Virgen, que sabía de las Escrituras, estaba sin embargo
intranquila por lo que decían los profetas acerca del Salvador:
“Hombre de dolores… por sus llagas todos fuimos sanados”.
Esas palabras la hacían preguntar a Isabel:
-¿Qué harán ellos de mi Hijo? ¿Qué dolores deberá pade-
cer para salvar al mundo?
Ante esa incertidumbre no podía impedir que las lágrimas
cayeran por sus mejillas, pese a que ya suponía hechos que
deberían ocurrir poco más de treinta años después.
La casa de Isabel era de una inmensa paz que tocaba fuerte
el alma de ambas mujeres. Pero María no dejaba de pensar en
José y de lo que estaría haciendo. Se sobresaltaba cuando re-
cordaba que su esposo permanecía ignorante de la venida de
su hijo, y de cómo reaccionaría al saberlo. Aquella amargura
estaba siempre mezclada con la dulzura que Dios vertía en su
corazón, lo que atenuaba sus temores.
El día que Isabel dio a luz, María se sintió presa de varias
dudas. ¿Estaría preparada para recibir a ese niño en el parto?
¿Nacería sano? ¿Llegaría a ser amigo de su propio hijo? Era la
primera vez que atendía un nacimiento, y mientras instruía a
su prima sobre lo que debía hacer, no se le ocurrían palabras
complacientes.
Zacarías, testigo presente de toda esa agitación, entraba,
salía, se paseaba, pero no decía nada. En algunos momentos,
María lo consuela tomando sus manos y lo reconforta:
-Es un regalo de Dios… Todo saldrá bien. Falta poco...
Finalmente se produce el nacimiento de la criatura, que
Isabel y Zacarías llamarían Juan Bautista. Ninguna de las dos
imaginaba que aquel niño sería el gran predicador y profeta
que prepararía la venida de Jesucristo al mundo, el hijo de
María.

31
Colección Vida de Santos

Durante el lapso, José, al igual que imaginara ella, había


proseguido en sus labores artesanales desconociendo la visita
que el ángel hiciera a su esposa, y menos el anuncio sobre su
maternidad. Según la tradición, ambos debían hacer votos de
castidad, lo cual era común en ese tiempo entre los creyen-
tes judíos que esperaban la llegada del Mesías. Muchos de los
hombres que provenían de los esenios vivían el celibato como
monjes, retirados en una especie de convento, aún siendo ca-
sados. José frecuentaba a los esenios con mucha regularidad y
con ellos conversaba, oraba y trabajaba a diario, por tanto no
era difícil concebir que también observara sus costumbres.
Se narra que para cumplir el rol intermediario, Dios lo eli-
gió por las características de hombre justo y casto que ofre-
cía para consumar el designio divino. ¿Quién más podía ser
el esposo de María que no fuera aquel del linaje del rey David,
humilde, austero, fiel cumplidor de la Ley y dispuesto a some-
terse a la voluntad del Padre? Él era precisamente el apoyo
que la joven requería para el proyecto omnipotente, y en esta
condición se le dio un trato de máximo respeto por su apoyo a
la Virgen del Señor.
Cuando José se enteró por terceros que su esposa sería ma-
dre le sobrevino una gran desazón. Difícil debe haberle resul-
tado comprender cómo no habiendo existido una relación car-
nal entre ambos, su esposa estuviera embarazada. En aquellos
tiempos la infidelidad de la mujer se castigaba con la pena de
muerte a piedrazo, y la Ley debía cumplirse.
Angustiosos deben haber sido sus tormentos que los hom-
bres corrientes ignoraron. La mayoría de la gente del pueblo
comentaba sobre el embarazo de María y todos creían que él
sería el padre de sangre, menos él. José sufre ante el misterio
y respeta la situación, aunque no tenga explicación legítima
alguna. Está seguro de la pureza inmaculada de la niña virgen;
se lo dice su pasado. Además, hay algo en ella tan fuerte que
se impone ante todo mal pensamiento. ¡Es algo sobrenatural!

32
San José/El padre terrenal de Jesús

Entonces calla, sufre y no juzga mal, aunque una dolorosa


espina está en su corazón. Es la pavorosa lucha interior que
nadie advierte, pero su santidad exige pasar la prueba del si-
lencio y la comprensión, aunque él pelea consigo mismo por
mantenerse fiel cuando todas las razones empujan a lo con-
trario. Es una prueba demasiado exigente que lo atormenta
noche y día.
Ante la soledad en que se encuentra, por estar María en ca-
sa de Isabel, José permanece en aislamiento. Hasta entonces
ninguno había tenido la oportunidad de volver a encontrarse
y conversar lo de la maternidad. Entonces Dios, al ver su tor-
mento y las dudas que le aprisionaban, se introduce en sus
sueños a través de un ángel, quién le explica el misterio que lo
está consumiendo.
“José, hijo de David, no tengas recelo en recibir a María, tu
esposa, porque lo que se ha engendrado en su vientre es obra
del Espíritu Santo...”
Le hace ver que él será el puente para asumir como pa-
dre terrenal del Hijo de Dios, lo cual es el mayor honor que
el Creador conferirá a un hombre por sus méritos personales
y espirituales. Le dice que el niño debe ser bautizarlo con el
nombre de Jesús, y que él debe hacerse cargo de su manten-
ción y educación hasta que el Señor Todopoderoso le entregue
su misión redentora.
Dios había querido salvaguardar así la virginidad de la jo-
ven con la suya, uniendo sus vidas en una abnegación profun-
da para compartir los dolores y alegrías y el resguardo inma-
culado del hijo que se estaba gestando. Al notar su estado de
ansiedad, el ángel lo calma y le dice que “podía estar tranqui-
lo”, y le pide ir en la búsqueda de María porque ella también
estaba sufriendo al no saber cómo le explicaría el misterio de
su embarazo.
Al despertar, José cayó en cuenta que había sido elegido
para el cumplimiento de la profecía divina, y recién depuró

33
Colección Vida de Santos

la angustia por la que su esposa también estaría pasando. Y


aprovisionándose de víveres y de alguna ropa emprendió la
larga caminata que distaba hasta la casa de Isabel.
Al ver a María después de largo tiempo de separación, no
le preguntó nada, previniendo cualquier alteración en ella. Su
trato fue el de un marido atento y respetuoso, sin indagacio-
nes, lo que María agradeció en su interior, y juntos regresaron
a Nazaret a la casa que él había preparado con tanto esmero
para fundar su hogar.
Durante los días siguientes María se consagró a la espera
de su hijo, pero nunca dejó de ser la esposa de su marido en
las atenciones. Ambos sabían que estaban comprometidos en
el misterio de la Encarnación y en la educación de Jesús, y
la maternidad de ella garantizaba la naturaleza humana del
niño y la paternidad adoptiva de José. Con esa confianza, el
carpintero asumió en propiedad la ubicación del hijo en el ár-
bol genealógico, proporcionándole un nombre, una identidad,
raíces y más tarde un oficio, que sería el mismo suyo.
Mateo pone de relieve la función que asume el Santo Patro-
no al responder al plan divino de salvación, con una apertura
en el amor de esposos que resulta expresiva y evocadora del
matrimonio y de la virginidad que los une. Lucas destaca la
presencia abnegada de María en el misterio, a fin de cumplir
con el plan supremo que permitirá a su hijo traer la salvación
al mundo.

34
San José/El padre terrenal de Jesús

La espera

D
urante los meses de gravidez, María prosigue sin per-
turbaciones las labores domésticas preparando los ali-
mentos, lavando la ropa, cosiendo, telando y bordando
las prendas que servirán para vestir y cubrir el lecho del niño.
También continua plantando y cultivando hortalizas en la pe-
queña huerta que le había construido José.
Él había fabricado la mesa para las comidas, las sillas, las
camas y todo el mobiliario que requerían; también la cuna en
que alojaría Jesús. Su hogar tenía un ambiente muy cálido,
donde comenzaron a recibir a parientes y visitantes que aten-
dían con esmero.
Pasaron los meses y María comenzó a inquietarse al no
recibir nuevas instrucciones del ángel para el nacimiento del
niño. Como su impaciencia era evidente, José la calmó:
-Si Dios quiere algo de nosotros, ya nos lo hará saber.
-¿Será a través del ángel? –le consultó ella.
-Creo entender que podría ser a través de cualquier señal.
Ya aconteció con la vara en el Templo. ¿Recuerdas eso?
No transcurrieron muchos días para que aquella señal
se manifestara. En el más reciente evangelio descubierto en
Antioquía, María relata a Lucas que aquella indicación sur-
gió por medio de una tercera persona. En aquel manuscrito

35
Colección Vida de Santos

expresa ella al evangelista:


“Una mañana entró al galope un jinete por la calle princi-
pal de Nazaret, y al llegar al centro de una plazuela tocó una
trompeta e hizo un anuncio: el Gobernador había ordenado
la realización de un censo, y todos los habitantes tenían que
registrarse de inmediato en los pueblos de donde provenían.
El anuncio no era un pedido, sino una orden”.
La proclama provocó un fuerte sobresalto en María, pues
ella estaba en las finales del octavo mes de embarazo y el
viajar a Belén, de donde ambos provenían, era imposible
efectuarlo en esas condiciones. Además, era invierno y las
temperaturas en aquellos parajes desguarnecidos subían in-
tensamente en el día y por las noches eran muy frías. José
también se inquietó pensando en esto, y hasta dudó en dar
cumplimiento al mandato.
Sus vecinos, que conocían la gestación de María y su proce-
dencia de Belén, fueron los primeros en advertirles de los peli-
gros que enfrentarían en el viaje. Hasta uno de ellos se ofreció
a ocultarlos, señalándoles:
-Nadie de la vecindad los delatará. Ustedes son personas ca-
ritativas y piadosas y la criatura no merece correr esos riesgos.
Otros también se ofrecieron a ayudarlos de otras maneras,
pero José, fiel cumplidor de las leyes judías, optó por respetar
el mandato y comenzó los preparativos sin tardanza. Confió
en que por haber vivido en Belén durante la infancia no falta-
ría el que les extendiera una mano amiga.
Lo cierto es que Dios quería que no pudieran preparar nada
para que Jesús naciera en un pobre pesebre. Lo confirmaría la
propia Virgen María al revelarle a Lucas, años más tarde, que
ese hecho les dio un ejemplo maravilloso de humildad y de
santo desprendimiento para entender las cosas de este mun-
do. Le dijo: “Dios sabe lo que hace y también cómo lo hace”.
En la mula que el carpintero trasladaba las maderas de su
trabajo acondicionó un lugar donde viajaría la Virgen, evitan-

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San José/El padre terrenal de Jesús

do cargar al animal con peso innecesario. El camino sería lar-


go, árido y sinuoso, por lo que no podían exponerse a que el
animal sufriera algún percance; sus vidas pendían de él. Esto
responde a la interrogante de por qué José llevó tan escaso
equipamiento, que se resumía en agua, algo de ropa y escasas
provisiones. Casi todo ese peso iba junto a María en el lomo
del animal, que destacaba por tener una mancha blanca sobre
el hocico.
Tomando las riendas del asno José emprendió la caminata
como guía y observador atento para evitar cualquier contra-
riedad. Cuando la Virgen manifestaba molestias por su em-
barazo, se detenían, descansaban, comían y dormían en el
precario cobijo que llevaban. Se cree que durante el recorrido
tomaron al tercer día un atajo hasta Ginim, donde estaba la
casa de Lázaro, quien tenía un parentesco con la Sagrada Fa-
milia. Allí María pudo descansar con comodidad y sostener
una convivencia que le dio aliento.
Al proseguir la caminata, la Virgen consultó por primera
vez a su marido si sabía donde alojarían. La partida había sido
de tal premura que no hubo tiempo a debatir sobre los porme-
nores. José le reseñó acerca de la vieja hospedería que conocía
en Belén desde su crianza, por lo que no debía sentir temor.
La tranquilizó al expresarle que por la familiaridad que ha-
bía sostenido con sus dueños, no habría inconveniente para
el alojamiento.
-Los dueños son gente buena y piadosa y ahí estarás bien
atendida –le comentó sin volver a tocar el tema.
Al llegar a Belén las calles estaban llenas de gente y bullicio
por una actividad que se avecinaba. La ciudad había crecido
desde sus tiempos de niño y la algarabía existente les resultó
dificultosa para hallar la hospedería. Ella estaba rendida, se-
dienta y con hambre, igual que él. Tocó que la posada se en-
contraba colmada de gente y no había ni un solo alojamiento
para nadie. El dueño, que no reconoció a José por su aparien-

37
Colección Vida de Santos

cia adulta, tampoco demostró ninguna gentileza, y lo mandó


a otro lugar donde suponía que tendrían albergue. Decepcio-
nado y apremiado por el estado de María, al noble Patrono
no le quedó más que seguir las indicaciones del hombre. Pero
allí tampoco había espacio para quedarse. El gran número de
visitantes que se encontraba en Belén había copado todas las
dependencias.
La noche estaba muy fría, y al ver a su esposa temblando y
vencida por el cansancio, a cielo descubierto y en tierra húme-
da, José se asustó. Fue el momento en que su habitual com-
prensión dio paso a un vigoroso José, que sin tomar en cuenta
su propio cansancio, reanudó con tenacidad la búsqueda de
un lugar donde guarecerse.
Yendo de casa en casa y tocando puertas de granjas y case-
ríos continuó su intento, recibiendo nuevas negativas. Estaba
en eso cuando, en un momento de descuido, la mula se des-
prendió de las amarras y partió aceleradamente al oler algún
forraje. La bestia estaba también muerta de hambre y sed y
buscaba la subsistencia. Los esposos la siguieron alarmados,
temiendo que escapara; y al llegar al cobertizo adonde había
ingresado, se toparon con un grupo de pastores que apretu-
jados en torno a una fogata los recibieron con benevolencia,
abriéndoles espacio para que se acomodaran.
Al advertir el estado de embarazo de ella, José les contó
sobre las infructuosas gestiones para conseguir hospedaje, y,
frente a la negativa que había encontrado, los cabreros se in-
dignaron, partiendo algunos a la estancia vecina para increpar
al dueño. La esposa de este, avergonzada, le ofreció disculpas
a José, pero insistió en no poder darles cabida por estar su
casa llena de gente de otras urbes. En reparación les ofreció un
establo de su propiedad, muy cercano, donde podrían pasar la
noche. Este primer ofrecimiento concreto alentó a la Sagrada
Familia, cuyos miembros agradecieron a la dueña con humil-
dad, y sin demora partieron a ubicar el lugar.

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San José/El padre terrenal de Jesús

Imagen símbolo de José llevando a María desde Nazaret a Belén.

Se trataba de un corral donde había apilados algunos far-


dos y herramientas de trabajo y algunos animales que allí per-
noctaban. José despejó el paso de entrada y arregló con heno
un lugar donde ubicó a María. Los animales eran mansos, y
en todo momento admiraron en silencio los preparativos que
hacía el carpintero para construir una cama con heno y juncos
sobre la que extendió la única colcha de que disponían.
Se dice que fue el momento en que con gran sumisión, Jo-
sé pidió perdón a la Virgen por haberse fiado del alojamiento
que esperaba conseguir. Ella no solo aceptó sus disculpas, si-
no también le agradeció con ternura haber logrado un lugar
para el nacimiento de su hijo.
-Has hecho lo mejor que has podido. Nadie podía imaginar

39
Colección Vida de Santos

que habría tanta gente en el pueblo… Aquí estaremos bien.


De inmediato el carpintero salió del corral a dar forraje al
animal y a adquirir comida y algunos recipientes donde ca-
lentar agua. Más tarde trajo leños para hacer una fogata, en la
que ella preparó panecillos y frutas cocidas.
Esa noche la Virgen estuvo más tranquila y los síntomas
de la gravidez se aquietaron. Recuperada la tranquilidad, a la
mañana siguiente la Virgen se entregó a las oraciones y medi-
tó gran parte de ese día. Por la tarde, aprovechando el tenue
sol que iluminaba, salió del establo a caminar con José por los
alrededores del lugar, quien le mostró donde jugara de niño.
Sus padres ya habían muerto y sus hermanos se habían dise-
minado al perder la propiedad de la casa paterna. Él no los
había vuelto a ver.
Durante la caminata, el Patrono la condujo a la gruta cono-
cida como de “Maraha”, nombre con que había sido bautizada
la nodriza de su bisabuelo, unos ciento sesenta años antes. El
lugar era toda una leyenda y la Virgen se conmovió al estar allí
en tales circunstancias.
En los tres días que pasaron, ambos se mantuvieron en el
establo, y con los conocimientos que José disponía para ha-
cer maravillas con sus manos, moldeó una cubeta, donde los
animales bebían agua, y dio forma a un pesebre para ubicar
al hijo una vez nacido. En el lapso regresó un par de veces al
sector donde se aglomeraba el comercio para adquirir nuevas
provisiones y algunos utensilios que podrían hacerles falta.
Ese último día la Virgen sintió los anuncios del parto y pi-
dió a José que tuviera todo a mano para recibir al niño.
-Debes calentar agua, tener paños cerca, evitar que penetre
el frío. El niño debe llegar a un ambiente cálido, porque podría
enfermar.
-No te inquietes, que tendrás lo que pides –le responde Jo-
sé, mientras persiste en tapar los orificios de las paredes por
donde se filtra el viento.

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San José/El padre terrenal de Jesús

Para un hombre judío no era costumbre intervenir en el


alumbramiento por ser una tarea de mujeres. Esa injerencia
correspondía a las parientas más cercanas o a las propias sier-
vas de la casa, pero ante la improvisación, era presumible que
en este caso se daría la excepción.
Los escritos sobre este episodio divino señalan que mien-
tras José se hallaba a cierta distancia del establo dando de co-
mer a la mula, fue el momento en que María sintió la venida
de su hijo. Era de noche y el cielo estaba estrellado, mientras
un frío seco hacía brotar vapor del hocico del asno. José es-
taba inquieto y un poco atolondrado en los quehaceres. No
era lo suyo, pero su esposa requería de toda su ayuda y él se
esmeraba para que no le faltara nada.
Ella misma contaría más tarde al evangelista Lucas que al
producirse el parto se iluminó todo su cuerpo, mientras en-
traba en un estado de éxtasis que le hizo perder la conciencia.
“Simultáneamente el recinto se llenó de ardientes llamas, sin
tocar mi cuerpo, mientras en un gesto automático yo apretaba
mi vientre y me incurvaba hasta quedar en oración en el lecho
de juncos”. Esa misma imagen sería ratificada más tarde por
la beata Anna Catalina Emmerich, como una testigo sobrena-
tural.
Refiere que en un momento la Virgen fue arrebatada en
éxtasis y quedó suspendida en el aire como gravitando. “Tenía
las manos cruzadas sobre su vientre y el resplandor en torno
suyo crecía y crecía”.
Cuando José entra al portal y presencia el fenómeno de
grandeza, cae de rodillas, se cubre el rostro con sus manos,
y entre sollozos y plegarias hunde su cabeza hasta el suelo,
y allí permanece inmóvil. Sabe que algo impresionante está
ocurriendo, pero no quiere mirar. Solo se entrega a Dios y así
se mantiene durante un lapso indefinido.
Dice la beata que los que estaban alrededor del cobertizo
advirtieron que toda la naturaleza parecía estar en júbilo, has-

41
Colección Vida de Santos

ta los seres inanimados. “La roca de que estaba formado el


suelo y el atrio parecían palpitar bajo la luz intensa que envol-
vía el establo”. Una estela luminosa, clara como la luz del día,
serpenteaba desde María hasta lo más alto de los cielos, a esa
hora a oscuras. Y detalla aún más: “Hasta en los animales se
manifestó la alegría a través de sus meneos y brincos, y las flo-
res, las plantas y los árboles tomaron un nuevo vigor y verdor,
esparciendo sus fragancias”.
“Allá arriba había un movimiento maravilloso de glorias
celestiales que se acercaban a la tierra, y aparecieron con toda
claridad seis coros de ángeles celestiales, mientras el niño, to-
do luminoso, estaba acostado delante de María”.
No hay ninguna indicación de cuánto rato estuvo la Virgen
en éxtasis ni por cuánto se prolongó el fenómeno de llamas y
luminosidad. Se sabe, sí, que ella reaccionó al primer llanto
del niño, saliendo rápidamente del estado de arrebatamiento.
Entonces llamó a José, quién aún permanecía orando con el
rostro apegado a la tierra, y le pidió atender al niño. “Él se in-
corporó, como saliendo también de su propio éxtasis, y lo to-
mó entre sus brazos lleno de fervor. Lo cubrió con un paño, lo
paseó y luego lo colocó en su pesebrera”. El relato añade que
en ese instante aparecieron los ángeles del coro, ya en forma
humana, que se hincaron delante de la criatura para adorarla.
Y mientras esto acontecía, María lo sacó de la pesebrera para
fajarlo con pañales y le dio pecho. “El niño era bello y brillante
como un relámpago -dice la beata-, y más tarde los esposos
permanecieron absortos en muda contemplación de él”.
La repercusión que había originado el nacimiento en la na-
turaleza fue advertida a varios kilómetros a la redonda. Unos
pastores que estaban en la colina quedaron atónitos por el
fenómeno lumínico y el sacudón terrestre presenciado. Fue
entonces cuando un ángel bajó de los cielos y les anunció el
nacimiento del Mesías, instándolos a ir a él para rendirle ho-
nores.

42
San José/El padre terrenal de Jesús

Junto a los pastores, varias mujeres y niños acudieron


también al establo para enterarse de lo acontecido, llenándose
en poco rato la morada. Los curiosos, maravillados por la pre-
sencia del niño centellante, cayeron de rodillas para adorarlo,
mientras cantaban en conjunto “Gloria a Dios en las alturas y
paz en la Tierra a los hombres de buena voluntad”.

43
Colección Vida de Santos

La aparición de los Reyes Magos

S
e relata en las escrituras sagradas que meses antes del
nacimiento del Niño Jesús, tres magos de Oriente, que
residían en distintos lugares de la región, habían esta-
do atentos a una estrella en el cielo que se movía lentamente
hacia Belén. Se trataba de hombres ricos y llenos de sabiduría
cuyos antepasados habían investigado la creencia de la llegada
de un Mesías a la Tierra.
Por la curiosidad que se había perpetuado en ellos y con
la misma fe que habían conservado sus antecesores, estos
sabios del Oriente emprendieron una travesía por el desier-
to, siguiendo a la estrella grande y brillante, con la absoluta
convicción que esta les indicaría el camino para llegar al lugar
donde nacería el Mesías. Estos sabios eran Melchor, Baltasar
y Gaspar, que viajando a lomo de camello con sus familias y
sirvientes no titubearon en emprender la larga caminata de
meses siguiendo la indicación en el firmamento.
Una de las veces en que estaban desorientados en la ru-
ta, después de atravesar pueblos, montañas y zonas áridas,
un ángel vino a su rescate cuando de noche estaban en tor-
no a una fogata discutiendo sobre el trazado a donde iban.
Portando una banderola larga y luminosa, el ser celestial les
dijo: “No temáis, pues vengo a anunciaros una gran alegría

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San José/El padre terrenal de Jesús

para todo el pueblo de Israel. Os ha nacido hoy, en la ciudad


de David, un Salvador, que es Cristo, el Señor. Por señal os
doy esta: encontraréis al niño envuelto en pañales, echado
en un pesebre”.
Dicho esto, aparecieron otros siete ángeles luminosos,
cantando hermosas alegorías que impactaron a los magos. Se
narra que una vez recuperados de la sorpresa, estos levanta-
ron sus tiendas sin tardanza y continuaron apresuradamente
la travesía hacia Jerusalén. Como en el trayecto nadie sabía
nada acerca del anuncio del ángel, los magos optaron por di-
rigirse directamente al palacio del rey Herodes el Grande, su-
poniendo que tal celebridad debería encontrarse en un lugar
majestuoso.
Ignorando que Herodes tenía planes para deshacerse de
cualquier futuro monarca que pretendiera suplantarlo, los
magos pidieron ser recibidos por él, y una vez en su presencia,
le expresaron con ansiedad:
-Venimos a adorar al nuevo rey de los judíos. ¿Dónde
está él?
Ante el anuncio, Herodes manifestó su sorpresa, y ocultan-
do su dañino interés, les señaló por el contrario:
-¡Qué buena noticia me traen! Yo también quisiera cono-
cerlo para homenajearlo con oro y riquezas.
Decepcionados los magos al no poder conocer al Mesías, le
contaron acerca de la estrella y que llevaban meses siguiéndo-
la. Entonces el rey, aprovechándose del desconocimiento que
tenían acerca de sus intenciones, les dijo:
-Como su emperador, les mando a que apenas sepan dón-
de se encuentra el nuevo rey, vengan y me lo comuniquen.
Así, Melchor, Baltasar y Gaspar abandonaron el palacio
para proseguir en la búsqueda del Mesías. Durante la cami-
nata -y siempre guiados por la estrella- los sabios de Oriente
abandonaron Jerusalén, sin saber concretamente a dónde di-
rigirse. Fue entonces cuando unos pastores que hallaron en el

45
Colección Vida de Santos

camino les contaron sobre el suceso del niño que había nacido
en Belén, y les indicaron cómo llegar.
-Está en un establo con su padre y su madre y es un niño
maravilloso –dijeron.
Para asegurarse de que esa era la orientación correcta,
los magos enviaron delante a un vigía, quien al comprobar la
ubicación del pesebre, regresó donde ellos y los guió hasta el
lugar.
A cierta distancia del establo se instalaron con sus familia-
res y sirvientes, y extendieron sus carpas, ubicaron sus ense-
res, se pusieron sus mejores galas, y una vez que creyeron estar
preparados para tan extraordinaria ocasión, se aproximaron
hasta el portal junto a sus esposas e hijos y varios criados que
llevaban una mesa de nácar, alfombras, tapices y valiosos ob-
sequios de distinta naturaleza.
La beata alemana relata que esos hombres ilustrados lle-
vaban vestiduras muy amplias y de colores, con una cola que
tocaba el suelo. “Sus trajes brillaban con reflejos de seda natu-
ral; eran ropajes muy hermosos y flotaban en torno a su per-
sona”. Aquellas vestiduras se usaban solo para ocasiones de
gran connotación social. En la cintura llevaban bolsas y cajas
de oro colgadas de cadenillas, todo lo cual era cubierto con sus
grandes mantos.
Ante la algarabía que la vecindad había formado en torno
a los magos, José salió del recinto a recibirlos. Uno de ellos,
adelantándose, le preguntó:
-¿Es aquí donde ha nacido el rey de los judíos?
El carpintero, perturbado por la denominación y la presen-
cia de tan apuestas figuras, solo atinó a decir:
-Sí, aquí ha nacido el hijo de María.
-Venimos de muy lejos siguiendo la estrella que nos ha in-
dicado el lugar donde nacería el Mesías.
-¿Quieren conocer al niño? –preguntó cohibido frente a tal
despliegue.

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San José/El padre terrenal de Jesús

-Sí, venimos a adorarlo y hemos traído para él unos pre-


sentes.
Después que José pidió a María su consentimiento, el ma-
go Melchor le dijo con simplicidad:
-No os apresuréis, que el honor que vamos a tener de cono-
cer a tan excelsa persona requiere de un distingo que debemos
preparar.
A cada uno le seguían cuatro personas de su familia, ade-
más de dos criados del séquito que se adelantaron para in-
gresar al lugar a colocar una mesa con carpeta de flecos y ex-
tender una flamante alfombra en el piso. En hermosas vasijas
depositaron una variedad de flores y otros elementos que le
dieron un aire distinto al establo. Y una vez que todo estuvo en
su sitio, los magos se sacaron las sandalias e ingresaron uno
por uno con un reducido grupo de sus familias. Melchor, que
había sido el primero en entrar, se acercó a la Virgen y deposi-
tó en la mesita sus obsequios, con gesto de suma docilidad, al
tiempo que se hincaba con una rodilla en tierra. Detrás hicie-
ron igual gesto los familiares que le seguían, inclinándose con
la mayor humildad y respeto.
El relato dice que la Virgen estaba muy conmovida con
aquellas personalidades de apariencia distinguida. Entonces
Melchor le pidió a la Virgen que le permitiera sostener en sus
brazos al niño, que estaba cubierto por una seda, al que tomó
delicadamente mientras lo observaba con gran devoción. Lue-
go dijo:
-Este niño tiene el corazón puro y sin mancha; está lleno
de ternura y de inocencia como los corazones de los niños ino-
centes y piadosos. No se ve en él nada violento, a pesar de
estar lleno del fuego del amor.
A continuación el mago devolvió el niño a los brazos de
María, mientras Baltasar y su familia se adelantaban para
ofrecerle sus presentes con expresiones conmovedoras. Entre
los obsequios había un recipiente de incienso, lleno de peque-

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Colección Vida de Santos

ños granos resinosos de color verde, que puso sobre la me-


sa. Ofreció de todo corazón al niño una porción de incienso,
porque era un hombre que se guiaba respetuosamente por la
voluntad de Dios, y seguía esta voluntad con amor. Y ahí se
quedó largo rato, arrodillado, con gran fervor.
Al retirarse se adelantó Gaspar, quien por su avanzada
edad tenía sus miembros endurecidos y no pudo arrodillarse,
pero permaneció intensamente inclinado. Puso sobre la mesa
un vaso de oro que tenía una hermosa planta verde. Era un
arbusto precioso, de tallo recto, con pequeñas ramitas cres-
pas coronadas de hermosas flores blancas. Se conocía como la
planta de la mirra.
La Santísima Virgen relataría a Lucas en sus años de adulta
que aquel mago ofreció al niño la mirra por ser el símbolo de
la mortificación y de la victoria sobre las pasiones, pues este
excelente hombre había sostenido luchas constantes contra la
idolatría, la poligamia y las costumbres desenfadadas de sus
compatriotas. “Lleno de emoción, estuvo largo tiempo hon-
rando al niño”, comentó.
También le dijeron:
“Hemos visto su estrella; sabemos que él es el Rey de Re-
yes; hemos venido a adorarle, a ofrecerle nuestros homenajes
y nuestros regalos”. Durante el transcurso los magos se ma-
nifestaron llenos de amor y derramaron cuantiosas lágrimas
de alegría. Se sentían plenos de haber llegado hasta la estrella
desde que miles de años antes sus antepasados dirigieran sus
miradas y sus ansias con un deseo constante. Estaba en ellos
todo el regocijo de la promesa realizada después de siglos de
espera.
Terminada la adoración, los tres Reyes Magos y sus fa-
milias regresaron al perímetro donde habían instalado sus
carpas, y permanecieron allí mientras aldeanos y pastores si-
guieron llegando desde cuatro leguas de distancia para rendir
homenajes al Mesías. Llevaban para el recién nacido pájaros,

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San José/El padre terrenal de Jesús

huevos, miel, madejas de hilo de diversos colores, pequeños


atados que parecían de seda cruda y ramas de una planta pa-
recida al junco, de gran valor. Junto al pesebre oraron de ro-
dillas y cantaron salmos y villancicos a la Madre y al niño, y
se despidieron con una sumisa inclinación, como si besaran a
la criatura.

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Colección Vida de Santos

La circuncisión del niño

D
urante los siguientes días el pesebre estuvo siendo visi-
tado por piadosas mujeres venidas de todas partes para
ofrecer ayuda en los quehaceres, lavando, ordenando
y preparando comidas. Si bien María ya estaba restablecida,
no podía regresar a Nazaret, pues en conformidad al precepto
judío, al octavo día de su nacimiento toda criatura debía so-
meterse al acto de la circuncisión, y ellos debían aprovechar
la cercanía con el Templo de Jerusalén para hacerlo. De tal
modo, José acudió al lugar para dar cuenta del nacimiento del
niño y le acompañaron al pesebre dos sacerdotes, un anciano,
una mujer y una cuidadora de infantes.
Siendo la circuncisión del hijo el primer deber religioso del
padre, con este rito José ejercita su derecho y deber respecto
a Jesús, imponiendo su nombre y declarando su paternidad
legal sobre él. Al proclamar su nombre, proclama también su
misión salvadora.
La paternidad de José era indispensable en Nazaret para
honrar la maternidad de María, así como era indispensable
para la circuncisión la imposición del nombre. Ese rito era ne-
cesario en Belén para inscribir al recién nacido como hijo de
David en los registros del imperio romano, y era imprescindi-
ble en Jerusalén para presentar al primogénito en el Templo.

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San José/El padre terrenal de Jesús

También se precisaba la presencia de José para el crecimiento


de Jesús en sabiduría y gracia ante Dios y ante los hombres.
Jesús fue inscrito oficialmente como hijo de José de Naza-
ret, y así lo conocieron todos. Por eso, San José ha sido llama-
do por Dios para servir directamente a la persona y a la misión
de Jesús mediante el ejercicio de su paternidad. De este modo,
él coopera en la plenitud de los tiempos en el gran misterio de
la redención y es verdaderamente ministro de la salvación.
Obedeciendo a Dios, custodiando a María y siendo padre
de Jesús, José tomó parte activa en los misterios de la Encar-
nación y Redención. En sus escritos de los años 306-372, dice
San Efrén, el gran teólogo y doctor de la Iglesia: “Bienaven-
turado eres tú, justo José, porque a tu vera creció el niño pe-
queño para hacerse a tu tamaño. El Verbo habitó bajo tu techo
sin abandonar por ello el seno del Padre... A quien es hijo del
Padre se le llama hijo de David e hijo de José”.
Por su parte, San Bernardo (1090-1153) afirma: Aquel a
quien muchos profetas desearon ver y no vieron, desearon
oír y no oyeron, le fue dado a José, no solo verlo y oírlo, sino
llevarlo en sus brazos, guiarle los pasos y apretarlo contra su
pecho, cubrirlo de besos, alimentarlo y velar por él”.
Por estos comentarios de seres santificados es importante
imaginar qué clase de hombre fue José y de qué nivel fue su
valía. De acuerdo con el título con que Dios quiso honrarlo fue
llamado y tomado por padre de Dios, título que dependía del
plan redentor.
José entra en este puesto con la sencillez y humildad en las
que se manifiesta la profundidad espiritual del hombre, y él lo
llena completamente con su vida. De las palabras que señala
Mateo acerca de “cuando José despertó de su sueño hizo como
el Ángel del Señor le había mandado”, en esas pocas palabras
está toda la decisión de vida de José y la plena característica
de su santidad.
Él era un hombre de acción, de trabajo, y aunque el evan-

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Colección Vida de Santos

gelio no ha conservado ninguna palabra suya, ha descrito en


cambio sus acciones sencillas, cotidianas, que tienen a la vez
el significado límpido para la realización de la promesa divina
en la historia del hombre. Se trata de obras llenas de la pro-
fundidad espiritual y de la sencillez madura.
Después de las veneraciones hechas en esos días al Mesías,
José y María estaban inquietos por la permanencia en Belén y
sentían la necesidad de regresar a Nazaret para cuidar mejor a
su hijo. Sabían que en casa estaría mejor atendido por las co-
modidades que habían preparado. Sin embargo, no pudieron
hacerlo a requerimiento de Zacarías, el respetado sacerdote y
primo de María.
-El niño debe permanecer cerca del Templo, porque eso es
lo que conviene a su misión –había dicho.
Aunque ni la Virgen ni José compartían su opinión, la obe-
diencia no podía contraponerse a los deseos personales, y de-
bieron obedecer. A este respecto, otra beata visionaria de la
Iglesia, María Valtorta, relata que la obediencia del matrimo-
nio sagrado estaba basada en lo que el sacerdote representaba
y no por lo que sabía. “Es esta toda una lección sobrenatural
respecto a la obediencia y la estima que se debe prestar a los
príncipes de la Iglesia”, precisa. (Las visiones de esta beata
han ayudado de manera importante a ahondar en los aspectos
desconocidos de la vida de la Sagrada Familia).
Ante el impedimento de regresar a Nazaret, José y María
debieron proseguir en Belén y continuar recibiendo a visi-
tantes de todas partes que deseaban intensamente conocer y
saludar al Mesías. La Virgen les mostraba al niño fajado y cu-
bierto por un velo de seda, y a los que advertía más pudientes
les ofrecía los regalos que le habían llevado de otras latitudes,
como los obsequiados por los Reyes Magos. La recomenda-
ción era que debían distribuirlos entre los más infortunados
del pueblo.

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San José/El padre terrenal de Jesús

La profecía

D
espués de cuarenta días habitando en el pesebre, llegó
el momento en que por una antigua disposición judía
debían presentar al niño a los sacerdotes del Templo,
en su condición de primogénito. La usual ceremonia consistía
en ofrendar al hijo y ofrecer dos pichones en cumplimiento.
Eso era todo. De modo que sin tardanza volvieron a Jerusalén
con el niño.
Mientras esperaban el inicio de la ceremonia de ofrenda,
ese día había muchos fieles que repletaban la basílica, por lo
que la espera se alargó. Paralelamente, un anciano llamado
Simeón, que por sus dones y sabiduría poseía un espíritu pro-
fético, le había pedido innumerables veces a Dios que le per-
mitiera en vida conocer al Mesías, y cuya respuesta no le había
llegado. El hombre tenía pelo blanco y larga barba que le da-
ban un aspecto solemne. Su cara serena inspiraba confianza
y sus ojos chispeantes reflejaban su inteligencia y capacidad
para conocer bien a las personas. La gente lo consideraba un
santo, pues era un hombre bueno y piadoso que se había man-
tenido fiel a Dios durante toda su larga vida.
Aquel día, que no era de los días en que visitaba el Templo,
el profeta se mantuvo inquieto durante la mañana, como si
algo importante fuese a suceder. Como residía muy cerca de

53
Colección Vida de Santos

ahí optó ir de una vez al santuario y se mezcló entre la mu-


chedumbre. Mientras observaba a los padres con sus hijos, se
preguntaba: “¿Si el Mesías está entre ellos, quién será? ¿Será
un hombre, un joven, un niño? ¿Lo reconoceré por su digni-
dad, importancia, milagros o seguidores? ¿O el mismo Mesías
se acercará a mí para presentarse?”.
Mucho tiempo transcurrió entre sus observaciones, pero
nada irregular aconteció. De pronto sus ojos se fijaron en un
matrimonio que llevaba en sus brazos a una criatura cubier-
ta. Se veían modestos y de una actitud muy devota, pero él
pasó de largo. Fue el momento en que sintió una fuerte sacu-
dida que remeció todo su cuerpo. El impacto lo atribuyó a un
ventarrón que habitualmente se filtraba, pero esa vez el efec-
to había sido distinto. Entonces, como llevado por una fuerte
premonición, volvió donde estaba el matrimonio y se dispuso
a indagar sobre su procedencia.
Entablando un diálogo respetuoso y a media voz, poco a
poco Simeón se fue enterando del linaje del Rey David; de
cómo se habían conocido ellos y las circunstancias en que su
hijo había sido anunciado. A esas alturas el hombre a quien se
consideraba santo no cabía en admiración, y al ver al niño con
el rostro cubierto por una seda, pidió retirársela cuidadosa-
mente para apreciarlo a cara descubierta.
Dice Simeón que al ver la mirada fuerte, profunda y lu-
minosa del niño se sintió como tocado por un relámpago y
que una profunda emoción lo comprimió, no pudiendo evitar
gruesas lágrimas que se desparramaron por sus mejillas entre
la confusión de José y María.
En medio de tal emoción el anciano les pidió tomar en sus
brazos al niño, y cuando sus miradas se encontraron, com-
prendió que tenía en sus brazos al propio Mesías. ¡El Mesías!
Cosa extraña, no era grande ni majestuoso como lo había ima-
ginado, sólo una criatura pequeña dependiente del cuidado de
los grandes. ¡Qué distintos eran los planes del Señor Dios!

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San José/El padre terrenal de Jesús

Su interés por la familia sagrada aumentó más y más.


Necesitaba conocer cualquier detalle acerca de ese niño ex-
traordinario, y la conversación se prolongó por horas, hasta el
momento en que el matrimonio fue llamado por un sacerdote
para proceder a la ceremonia de primogenitura.
Fue en ese momento de la partida cuando Simeón le reveló
a la Santísima Virgen un mensaje secreto que la hizo estreme-
cer. Le dijo: “Él ha sido puesto para caída y salvación de mu-
chos en Israel, y como un signo de contradicción, una espada
atravesará su alma para que se descubran los pensamientos
de muchos corazones”.
El presagio la atemorizó, pues conocía el prestigio proféti-
co del anciano y no podía poner en duda su palabra. Por ello,
después de la ceremonia, pidió a José regresar cuanto antes a
Belén. No podía imaginar que un hijo tan venerado como el
suyo podía ser objeto de división, y ocultó su amargura.
De regreso al pesebre, José estaba muy cansado por el viaje
que habían hecho a Jerusalén, también la Virgen. Pero ambos
se mantenían inquietos por razones distintas y no pudieron
dormir. En un momento en que el sueño profundo atrapa al
carpintero, un ángel acude a él para entregarle un mensaje de
Dios que él recibe con alarma: “¡Levántate, toma contigo al ni-
ño y a su madre y huye a Egipto! Mantente allí hasta que yo te
diga, porque Herodes va a buscar al niño para acabar con él”.
Los comentarios en la comarca acerca del nacimiento de
un niño “excepcional” habían llegado a oídos de Herodes, que
enfurecido por no haber sido advertido por los magos, como
les había ordenado, hizo despachar de inmediato un piquete
de soldados a Belén para traer y dar muerte al niño. No podían
haber dos reyes en Jerusalén.
En esas mismas horas los tres Reyes Magos, que aún se
mantenían acampando en los alrededores, también fueron
visitados por el ángel, quién les advirtió sobre las criminales
intenciones del monarca. Y a pesar de ofrecer a la Sagrada Fa-

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Colección Vida de Santos

milia su ayuda para proteger a la criatura, José les hizo ver que
su presencia podría obrar al revés, y ellos optaron por levantar
sus carpas y escapar a toda prisa. Era probable que la saña de
Herodes se extendiera a los magos, haciéndolos también vícti-
mas de su demencial desquite.
La fama de Herodes había trascendido por sus actos cri-
minales que no sólo había cometido contra sus enemigos en
los campos de batalla, sino también por las acciones contra su
propia familia. Josefo, el famoso historiador judío, da cuenta
que una vez que el rey hubo conquistado Jerusalén, mandó
matar a cuarenta y cinco partidarios de Antígono, su oponen-
te, aunque estos ya se habían rendido. Y que más tarde asesi-
naría a su cuñado Aristóbulo, a los dos esposos de su hermana
Salomé, a su propia suegra Alejandra, a su mujer Marianne y
a sus hijos Alejandro y Aristóbulo.
Se le recuerda más concretamente en la historia romana
como autor de la “Matanza de los Inocentes”, narrada en el
evangelio de Mateo en el Nuevo Testamento (216-18). Al verse
engañado por los sabios de Oriente, que le habían prometido
decirle el lugar exacto donde se encontraría el Mesías, Hero-
des, en un estado de intensa furia, ordena ejecutar a todos los
niños nacidos en Belén, menores de dos años, para cerciorarse
que entre las víctimas estuviera al que buscaba.
Ante el aviso del ángel, José se apresuró en preparar el
equipaje para emprender la huída. La noble compañera en que
se había convertido la mula jugaría un papel muy importante
en la escapada hacia Egipto, pues otra vez sería el transporte
de la Santísima Virgen y de la criatura de Dios por terrenos pe-
dregosos y llenos de obstáculos. No podrían haber logrado su
objetivo sin el animal en un trayecto de cientos de kilómetros
y con sandalias tan precarias. Lo más liviano lo acumula en la
mula junto a María y el baulillo y un fardo de paja lo distribuye
entre otras dos mulas que había comprado poco antes. Es de
noche y la visión es escasa entre el inmenso arenal.

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San José/El padre terrenal de Jesús

¿Por qué Egipto y no Nazaret? Dios había previsto que de


marchar al Norte se toparían con los soldados de Herodes, y
hacia el Este significaba entrar en un eterno desierto que es-
taba por encima de sus fuerzas. La otra ubicación era el mar
en zona innavegable, de modo que la ruta más segura y menos
destructiva, aunque la más larga, era dirigirse hacia Egipto,
donde la Sagrada Familia estaría lejos del alcance del reinado
de Herodes.
Imaginemos esa huida de noche, a través de cientos de
kilómetros de desierto hacia un país extraño, sin conocer su
lengua, sus costumbres, sin contactos, con un niño de días, sin
trabajo del cual vivir. Debe haber sido una situación terrible
que José asumió sólo por la plena obediencia a la Voluntad de
Dios. La falta de cobijos para protegerse de los contrastes del
clima y la escasez de agua deben haber sido un sufrimiento sin
término, más cuando en esta persecución se les iba la vida.
Apresuradamente y sin detenerse por horas los sorprende
el sol del mediodía. En ese trance ya se dirigen hacia las mon-
tañas de Hebrón por senderos empinados, precipicios y múl-
tiples obstáculos, haciendo también muy difícil el viaje de los
animales con su carga. En lo alto se detienen por un instante
para recuperar fuerzas y miran la llanura de los filisteos. Lue-
go siguen en dirección a Gaza y se unen a una caravana que los
acoge y ofrece agua.
Narran los escritos que en Bersabé se apartan de la cara-
vana, que sigue otra ruta, y entran en la tierra desolada que
de a poco se convierte en puro desierto, un verdadero mar de
arena. Tras varios kilómetros se unen a otra caravana donde
encuentran el necesario refugio por algunas noches, la comi-
da, el agua y las atenciones para la criatura. Al observar en el
día la dirección que deben llevar, se apartan del grupo y solo
se detienen en los lugares indicados por la presencia de agua.
La leyenda se ha ocupado de este viaje más que de otras
situaciones de la vida de la Sagrada Familia. En esos relatos se

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Colección Vida de Santos

habla de varios milagros desconocidos que acontecieron du-


rante la huída, cuando la pasaron sin compañía ni la ayuda de
nadie. De día el calor era intenso, produciendo torturas de sed
y espejismos, y de noche el frío era muy severo como para dor-
mir sobre una estera sin el conveniente abrigo. Muchos otros
ya lo habían intentado en mejores condiciones, y los vestigios
de huesos de personas y animales muertos demostraban la fe-
rocidad del terreno.
Se ha dicho que el más grande sufrimiento que perseguía
a María era el temor de que su hijo estaba siendo persegui-
do para infringirle daño, mientras José se debatía en la gran
incertidumbre de cómo se daría su vida en Egipto, sin casa,
sin amigos, sin dinero. Lo alentaba el hecho de que aún les
faltaba mucho trecho que recorrer, considerando que de Belén
a Egipto distaba unos 500 kilómetros. El camino era largo y
con María tendría tiempo de sobra para idear cómo iniciar la
nueva vida. Dios estaba con ellos y podían confiar en Él.
Por todo el territorio en que avanzaron había recuerdos
históricos para todo judío pensante. De acuerdo a la Gran
Alianza, 1.000 años antes Abraham había tomado posesión
simbólica de esa tierra para el otrora Pueblo Elegido. Había
sido atravesado por todos los antepasados de su raza; y José el
Egipcio, aquel vendido por sus hermanos y luego convertido
en la figura más importante después del Faraón, había marca-
do en esa trayectoria la constitución de las 12 tribus de Israel.
Se desconoce con certeza cuánto tiempo demandó el viaje
de José y María a Egipto, aunque algunos creen que un mes.
Se tiene conocimiento que la ruta elegida fue desde Gaza al
El Arish, que antes se denominaba Rinocolura. Marcaba la
frontera entre el reino de Herodes y el Egipto romano. Luego
avanzaron a Pelusio, cuyas ruinas están a 90 millas al oriente
del actual Canal de Suez, y luego al sudoeste, para entrar en
el Valle del Nilo. Posteriormente llegaron a la tierra de Gosén,
situada a pocos kilómetros al sur de la antigua capital egipcia,

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San José/El padre terrenal de Jesús

y de allí continuaron a Heliópolis.


Varios escritores antiguos han destacado la caída al suelo
de todos los ídolos de un templo vecino al paso del Niño Jesús
por los arcos macizos de piedra de Heliópolis. Ya una tradición
entre los letrados de Egipto, que databa desde la permanencia
del profeta Jeremías en esa región, decía que al paso del Rey
de los Judíos todos los ídolos serían destruidos. Se cree que
ese fue el primer milagro conocido de Jesús.
Luego de la gigantesca travesía por el desierto desde Belén,
finalmente José, María y Jesús llegaron a un lugar bautizado
como Matarea, ubicado a seis millas al norte de El Cairo, don-
de ellos se establecieron en una humilde casita de dos piezas,
cuyas paredes estaban apenas revocadas y cubiertas de una
mano de cal.
La historia sagrada reseña que por este viaje que hizo José
llevando al niño a Egipto se convirtió en el primer misione-
ro que recuerdan los anales. Quizás por eso no fue casuali-
dad que en Egipto floreciera el cristianismo en los primeros
siglos, dando lugar a grandes teólogos y monjes santos como
Orígenes, San Cirilo de Alejandría, San Antonio Abad y otros
cientos de monjes que vivieron en el desierto de la Tebaida,
consagrando sus vidas a la oración y al servicio de Dios. Qui-
zás por ello, tampoco es casualidad que el culto a San José se
desarrollara en Egipto mucho antes que en otros lugares.
Matarea era una atractiva aldea que destacaba por el gran
número de higueras. Según los guías musulmanes, bajo una
de estas María se protegió con frecuencia del fuerte sol por su
abundante follaje. En Matarea estaba la única fuente de agua
dulce de la región, la cual es conocida en la actualidad como
“La fuente de María”, por haber bañado en ella al Niño Jesús
y lavado su ropa.
En un principio la Sagrada Familia pasó hambre y otras
necesidades, por lo que María solía ir a respigar al campo para
ganar unos centavos. José, en tanto, hacía trabajos muy me-

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Colección Vida de Santos

nores, cuya recaudación era para cosas básicas. Sin embargo,


todo este incierto panorama cambiaría con la ayuda de la co-
lonia judía, de gran solidaridad entre los inmigrantes llegados
a Egipto, que empezó a encomendarle al carpintero trabajos
mejor elaborados. Así María pudo volver a tejer para la ve-
cindad, oficio en que era muy experta, combinándolo con la
costura. Se ha escrito que fue durante esta permanencia en
Egipto cuando la Virgen tejió la túnica inconsútil para su Hijo,
la que iba creciendo con Él.
Dentro de la casa existía una habitación convertida en ta-
ller, cocina y comedor al mismo tiempo. Había un banco de
carpintero, una pequeña mesa, unas banquetas, unas repisas
para los pocos platos y vasos y también dos lámparas de acei-
te. En uno de los rincones estaba el telar de María, todo en
orden y limpieza.
Para abaratar los costos en víveres, María hizo una peque-
ña huerta en el terreno que rodeaba la casita, aunque era ári-
do y poco fértil. Para hacer más tupido al plantío colocó unas
matas trepadoras que unidas a los juncos que servían de pro-
tección le dieron un tono más expresivo al lugar. En la huerta
crecieron algunas verduras, arbustos de jazmines en flor y una
mata de rosas de las más comunes. También adquirieron una
cabrita, de donde extraían la leche para la alimentación.
Pero no todo fue tranquilidad y posibilidades de nuevas la-
bores, pues la fría atmósfera de paganismo que contagiaba a
la población les afectó mucho durante su estancia. Se sostiene
que muchos ídolos se hallaban habitados de espíritus malig-
nos que daban tremendas demostraciones de poder, mientras
José y María se refugiaban en sus oraciones y adoración cons-
tante a Dios Padre para evitar cualquier mal.

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San José/El padre terrenal de Jesús

Días de unión y felicidad

A
los dos años el Niño Jesús ya jugaba con pedacitos de
madera tallada que José convertía con habilidad en
ovejas y caballitos. La imaginación del pequeño era
desbordante, pues no solo jugaba con los objetos, además
construía en su entorno algunas variantes para ambientar sus
entretenciones.
Es hermoso pensar en José y María a la caída de la tarde,
después de un día de trabajo, compartiendo, rezando o ha-
blando de los progresos de Jesús, convertido en el centro de
sus vidas. Imaginemos a José al hacer algún juguete de made-
ra para el niño, o este, expresando todo su amor con caricias y
abrazos a aquellos padres felices. Por supuesto que no faltaron
los días dificultosos cuando no había trabajo y no alcanzaba el
dinero para los alimentos. ¡Cuánto sufrirían al no poder dar a
Jesús todo lo que deseaban! Se sabe que fue un sufrimiento en
silencio y ofrecido todo con gran amor a fin de tener a su hijo
con ellos.
La Sagrada Familia estaba tan unida que eran tres en uno.
Alguien los ha llamado “la Trinidad en la Tierra”. Los tres co-
razones eran uno solo, imaginados como el corazón divino de
Jesús y dentro de él, el corazón inmaculado de María, y dentro
del corazón de María, el Corazón de José.

61
Colección Vida de Santos

Hoy se entiende en la religión católica que el mejor medio


para llegar a María es José y el mejor medio para llegar a Je-
sús es María, lo cual conforma la trinidad que componen José,
María y Jesús.
Ellos fueron la familia perfecta donde hubo amor, unión,
comprensión y la figura de Dios presente en la persona de Je-
sús. Constituyeron el matrimonio auténtico conformado por
el esposo, la esposa y Dios. Hoy el cristianismo considera que
la falta de Dios conlleva a que el matrimonio no podrá encon-
trar la seguridad si está ausente el rector de todos los actos pa-
ra la indispensable felicidad conyugal. En la Sagrada Familia,
Jesús era el centro de la vida de José y María, dirigiendo toda
su existencia a servirles, amarles y a hacerlos felices.
Más allá de ser una familia unida y completa, ellos estaban
en el centro de la historia del mundo. Tenían una misión cós-
mica y universal que cumplir, aunque al principio no lo vieran
de esa forma. Por eso, la participación de San José es impres-
cindible en el misterio de la Encarnación, que lo sitúa junto
con María en el centro de la historia humana. Esto hace que
él no es un hombre o un santo cualquiera, pues para cumplir
bien enteramente su misión, Dios le concedió las gracias que
necesitaba.
Ya antes del matrimonio con María, José era un hombre
justo, también un hombre venerable, pero a partir de su ma-
trimonio con aquella virgen que Dios eligiera para él, comenzó
una trayectoria imparable hacia la santidad. El contacto diario
con Jesús y María lo hizo llegar a alturas jamás imaginadas y
que sólo Dios puede dar a quien ha entregado su vida entera a
su servicio. En su caso, podemos decir con total seguridad que
José es el más santo de los santos.
Del matrimonio con María es de donde derivan para José
su singular dignidad y sus derechos sobre Jesús. Es cierto que
la dignidad de la Madre de Dios llega tan alto, que nada puede
existir más sublime; pero, porque entre la beatísima Virgen

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San José/El padre terrenal de Jesús

Mientras José trabaja, María borda y Jesús aprende el oficio de


carpintero.

y José se estrechó un lazo conyugal, no hay duda de que por


aquella altísima dignidad es la Madre de Dios la supera con
mucho a todas las criaturas, aunque él se acercó muchísimo a
la altura de cualquier otro santo.
Ya que el matrimonio es el máximo consorcio y amistad
entre un hombre y una mujer, las escrituras señalan que Dios
dio a José como esposo a la Virgen no sólo como compañero
de vida, sino también para que participase por medio del pac-
to conyugal en la excelsa grandeza de ella. Su matrimonio era
necesario para preservar a la Virgen de cualquier sospecha,
mientras llegase el momento de revelar el misterio del naci-
miento de Jesús.
Como dijéramos en un principio, José no era entonces el
hombre achacoso y senil que le atribuyen las escrituras apó-
crifas. El mismo Papa Juan Pablo II lo definiría dos mil años

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Colección Vida de Santos

después como “un hombre joven, fuerte, viril, atlético, bien


parecido y casto; un prototipo del hombre que puede verse
hoy en una pradera apacentando un rebaño o en el taller de un
carpintero”. Y añadiría: “Era una flor lozana y llena de prome-
sas; no en el ocaso de la vida, sino en el amanecer, derrochan-
do energía, fuerza y amor”.

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San José/El padre terrenal de Jesús

La vuelta a Nazaret

D
urante su vida familiar en Matarea transcurrieron cua-
tro años en los que el carpintero emprendía temprano
sus labores, mientras María hacía las tareas domésti-
cas y cosía y tejía para sus amistades. El hijo pasaba largas
horas compartiendo con otros pequeños de madres que ha-
bitualmente visitaban a la Virgen durante sus quehaceres o
en sus instantes de sosiego. En otras, el niño se distraía en el
patio con los juguetes que le creaba su padre terrenal.
Todo conjugaba armoniosamente, hasta que en esos días el
Ángel del Señor se le apareció en sueños a José para decirle:
“Levántate, toma al niño y a la madre y marcha a tierra de
Israel, porque han muerto ya los que atentaban contra la vida
de Jesús” (Cap. 2, 19-21). El mensaje los llenó de gozo, y con
la misma obediencia que habían seguido para huir a Egipto,
abandonaron su humilde morada para regresar a la casa que
habían dejado en Nazaret.
Hay varias conjeturas de cómo hicieron el regreso, pero la
más creíble es que lo hicieron por mar, al ser la forma más fá-
cil y natural y porque ya no tenían por qué esconderse. Se ha-
brían embarcado en Menfis y llegado en dos días a Alejandría.
En otra embarcación habrían partido a Jamnia, en un trayecto
de cuatro días, encaminándose luego por el pie del Monte Car-

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Colección Vida de Santos

Jesús en el Templo de Jerusalen, a los 12 años, sorprendiendo a los


sacerdotes por su sabiduría.

melo hasta Galilea y, finalmente, Nazaret. La profecía decía:


“El será llamado Nazareno” (San Mateo 2, 23).
Estando otra vez en la seguridad del seno familiar y en con-
vivencia con su pueblo, los elegidos de Dios se mantuvieron en
cumplimiento de sus tareas y obligaciones. Uno de los debe-
res del pueblo era ir anualmente al Templo de Jerusalén para
celebrar la Pascua judía. Y cuando su hijo tuvo 12 años, todos
juntos fueron a la festividad, uniéndose a las caravanas que
también iban al lugar con igual propósito.
Esta festividad tenía lugar durante la primavera y existía
antes del surgimiento de Israel como pueblo. Se celebraba en
función de los ganados y de las plantaciones, donde los cam-
pesinos hacían sus rogativas para conseguir buenas cosechas.
Pero ya en los tiempos de la Virgen y José, la festividad estaba
estrechamente relacionada con la experiencia de fe de la libe-

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San José/El padre terrenal de Jesús

ración de los hebreos en el antiguo Egipto. La fiesta comenza-


ba con la cena pascual y se extendía por siete días, de acuerdo
a la tradición de los ázimos.
Había primero una celebración doméstica con un rito de
sangre animal, recogida por los sacerdotes en vasijas que se
pasaban de mano en mano hasta el altar, y luego una cena en
la que jugaban un papel fundamental las carnes del cordero,
el pan ázimo, las hierbas amargas y las cuatro copas de vino.
Todos estos elementos de la cena encarnaban simbólicamen-
te el memorial del éxodo para ser compartido fraternalmente.
La cena tenía una estructura pedagógica, que permitía que los
niños aprendieran experimentalmente a ser judíos para con-
vertirse en miembros del pueblo elegido.
Así, culminada la fiesta pascual y una vez de regreso a Na-
zaret, María advirtió de camino que su hijo no estaba con ellos,
ni tampoco con sus primos que le acompañaban siempre. Lo
empezaron a buscar entre la multitud, y pese a indagar en-
tre amigos y desconocidos, no lograron dar con él. Ya habían
avanzado un buen trecho y debieron regresar a Jerusalén por
si se había quedado en la ciudad perdido.
Allí la búsqueda continuó en cada rincón, mientras el co-
razón de María y José era oprimido por la desaparición del
hijo querido. Al cabo de tres días lo encontraron en el templo,
sentado en medio de los maestros, escuchándoles y hacién-
doles preguntas. Cuando lo vieron quedaron sorprendidos al
observar que todos los que le oían estaban estupefactos por
su inteligencia y sus respuestas. Pero María estaba molesta, y
aproximándose a él, le dijo:
-Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira, tu padre y yo,
angustiados, te andábamos buscando.
La respuesta de él sorprendió aún más a la madre.
-¿Y por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debo pre-
ocuparme de las cosas de mi Padre?
En aquel momento ellos no comprendieron su explicación,

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Colección Vida de Santos

La huída de José, María y el Niño desde Belén a Egipto, por la


amenaza de Hérodes.

pero igual el niño bajó de donde estaba instalado y les siguió


hasta Nazaret. La madre conservaba cuidadosamente todas
las cosas en su corazón, pero tenía en cuenta que, así como
su hijo crecía en estatura, también crecía en sabiduría y en la
gracia ante Dios y ante los hombres.
A través de las escrituras y de las enseñanzas de sus padres
se puede deducir que Jesús iba comprendiendo el camino que
debía seguir, y así mismo empezaba a anunciárselo a ellos.
Sentía el llamado desde lo alto, pero a la vez, como hombre,
se sometía a las orientaciones de su madre y de José, aunque
con los rasgos de personalidad y autonomía que con su edad
iba adquiriendo.
No hay mayores referencias en los evangelios de los años
siguientes, hasta la aparición de Jesús a la luz pública, cuando
nos narran que fue de Galilea al Jordán para ser bautizado
por Juan Bautista, quien le abriría el camino para la misión

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San José/El padre terrenal de Jesús

salvadora de la humanidad entera. No obstante, desde el prin-


cipio debió luchar con la actitud displicente y ofensiva de sus
paisanos cuando en la sinagoga de Nazaret se preguntaban,
despectivamente, si no era más que “el hijo de María y de José
el carpintero”.
Por la existencia que llevó Jesús se desprende que su vida
fue tan humana y tan corriente como la de cualquier coetá-
neo israelita, compartiendo sus alegrías, necesidades y espe-
ranzas. Su oficio fue también el de carpintero al igual que el
de José, su padre terrenal, a quien debió ayudar en el taller,
ocupándose de los clientes, de los pedidos, de la adquisición
de la madera y de su acarreo, así como del corte y proceso
mediante las escasas herramientas de que disponía. También
debía efectuar el ensamble de los muebles y de su acabado; de
la entrega y finalmente del cobro, cuando por su misericordia
no los había regalado.
Se le veía los sábados en la sinagoga y cada año iba a Je-
rusalén para la fiesta de Pascua. En sus parábolas no dejaba
fuera las viñas, las higueras, las aves del cielo, los lirios del
campo o los rebaños con sus pastores. Poseía una exquisita
sensibilidad con la naturaleza por el influjo que ésta tuvo en
su infancia y juventud. Sentía a la vez una inmensa ternura y
compasión con los limitados y los que sufrían, pues siempre
mantuvo bajo su mirada a los pobres, las viudas, los enfermos,
los ciegos, los cojos y todos los excluidos de este mundo.

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Colección Vida de Santos

La muerte de José

E
n esos años de preparación para su misión redentora
hay también años de oración y de trabajo constante en
el seno familiar, hasta el día en que José, llamado a la
presencia del Creador, Jesús debe ponerse al cuidado de su
madre como cabeza de la familia.
Se narra que cuando Jesús tenía unos 30 años, su padre se
debilitó y debió dejar el trabajo. De ahí en adelante estuvo en
su lecho alimentándose de pequeñas porciones de comida que
aceptaba y que provenían de la mano de María.
El día que murió José, la Virgen estaba en su cabecera, co-
mo lo había hecho desde el inicio de su quebranto, y Jesús se
mantenía apegado a su regazo. Cuenta la beata Emmerich en
sus visiones que al morir “el aposento se llenó de resplandor y
de ángeles, mientras el Patrono mantenía las manos cruzadas
sobre su pecho”. Su cuerpo fue envuelto en lienzos blancos,
colocado en un cajón de madera y depositado en una cueva
sepulcral que un buen hombre le había concedido. La mon-
ja señala que, aparte de Jesús y María, unas pocas personas
acompañaron el ataúd, y que en todo momento éste fue custo-
diado por ángeles de gran resplandor.
Entre los escasos escritos que se han conocido se cree que
Dios lo llamó en ese momento a su lado para evitarle el sufri-

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San José/El padre terrenal de Jesús

miento de ver a su hijo lacerado, martirizado y crucificado,


como ocurriría posteriormente. José murió antes que Jesús se
revelara al mundo como Cristo, pues no figura en ninguna cita
durante la Pasión, Muerte y Resurrección de su hijo.
La Iglesia, que como sociedad del Pueblo de Dios se llama a
sí misma “la Familia de Dios”, ve igualmente el puesto singular
de San José en relación con esta gran familia, y lo reconoce co-
mo su Patrono. Esta meditación despierta entre los creyentes
la necesidad de la oración por intercesión de aquél en quien el
Padre celestial ha expresado, sobre la tierra, toda la dignidad
espiritual de la paternidad; la meditación sobre su vida y las
obras tan profundamente ocultas en el misterio de Cristo y, a
la vez, tan sencillas y límpidas que ayudan a encontrar el justo
valor y la belleza de la vocación, de la que cada una de las fa-
milias humanas saca su fuerza espiritual y su santidad.

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Colección Vida de Santos

Las menciones

G
randes santos y religiosos de todas las épocas han sin-
dicado a San José como una personalidad cualificada,
en más de un sentido único, por su participación en un
momento clave de la historia de la salvación de la Humani-
dad. También hay hechos y figuras históricas que reafirman la
presencia e importancia del Santo Patrono como el tronco del
árbol que sustentó a la Sagrada Familia.
He aquí, cómo se han dado esas menciones:
Autores del siglo II, como San Justino y San Ireneo des-
tacan el papel de San José en la formación humana de Jesús,
al hablar sobre la Redención. Por la misma fecha lo hizo el
padre de la cronología cristiana, Sexto Julio Africano (160-
240 d. de C.), historiador y apologista helenista de influencia
cristiano-africana. En el siglo IV los reconocidos San Agustín,
San Ambrosio y San Jerónimo alaban la paternidad espiritual
que tuvo San José sobre Cristo, ahondando en su matrimo-
nio con María, destacando su castidad y el modelo de virtudes
cristianas que ejerció como educador de su hijo.
San Bernardo (1090-1153) afirma: “Aquel a quien muchos
profetas desearon ver y no vieron, desearon oír y no oyeron,
le fue dado a José, no solo verlo y oírlo, sino llevarlo en sus
brazos, guiarle los pasos y apretarlo contra su pecho. Cubrir-

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San José/El padre terrenal de Jesús

lo de besos, alimentarlo y velar por él. Imagina qué clase de


hombre fue José y cuánto valía. Imagínalo de acuerdo con el
título con que Dios quiso honrarlo, que fuese llamado y toma-
do por padre de Dios, título que en verdad dependía del plan
redentor”.
El papa León XIII dijo de él en la encíclica Quamquam
pluries de agosto de 1889: “José y María unieron sus cora-
zones como dos estrellas que no se enlazan nunca, mientras
que sus rayos luminosos se entrecruzan en el espacio. Fue un
matrimonio parecido a lo que sucede en la primavera entre las
flores, que juntan sus perfumes, o a dos instrumentos musi-
cales que juntan sus melodías al unísono, formando una sola
nota”.
Por su parte, dice San Juan Eudes: “Después de Dios, San
José tiene el primer puesto en el corazón de María, porque
María es toda de José como la esposa es del esposo; así el cora-
zón de María es de José. Es claro que Jesús es un solo corazón
con María, y como María es un solo corazón con José, resulta
que José tiene un solo corazón con Jesús y con María”.
Dice San Leonardo de Puerto Mauricio (+1751): “La esca-
lera que conduce al cielo tiene tres escalones: Jesús, María y
José. Vuestras oraciones son confiadas en primer lugar a San
José, quien las entrega a María, y María a Jesús. Descendien-
do, las respuestas pasan de Jesús a María, y María las ofrece
a José. Jesús hace todo por María, porque es su hijo, José lo
obtiene todo por ser esposo de María y padre de Jesús”.
En 1888, en unas excavaciones en la antigua ciudad de
Cartago, al norte de África, fue encontrado un bello relieve del
siglo IV, donde aparece de pie San José con la Virgen a su lado
y ella ésta sentada con el Niño Jesús en su regazo. También
en las catacumbas de Santa Priscila, en Roma, se descubrió
una imagen de los magos, adorando a Jesús, donde también
se incluye a José al lado de María.
En los siglos VII-VIII aparece el nombre de San José en los

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Colección Vida de Santos

Calles de la Jerusalén antigua.

calendarios litúrgicos y en los martirologios, y en el año 1129


ya se conoce una de las primeras iglesias dedicadas a San José
en Bolonia, Italia. En la misma época se halla en Palestina una
iglesia restaurada por los cruzados con la inscripción Joseph
Virum Mariae (José, esposo de María).
Otro gran devoto de San José fue Isidoro de Isolano, que
en 1522 escribió un tratado sistemático sobre su figura e im-
portancia. Se trata de Summa de donis sancti Joseph (Conjun-
to de dones de San José). En él escribe unas frases proféticas
sobre su persona. Dice así: “Se levantarán templos en honor
del santo patriarca; se celebrarán fiestas en que los pueblos
le expresarán su agradecimiento. Insignes varones ilustrados
por Dios, al investigar las riquezas encerradas en San José,
hallarán un gran tesoro, cual no lo hallaron en los Padres del
Antiguo Testamento. Se le consagrará una fiesta principal
y venerable porque el Vicario de Cristo en la Tierra, bajo la

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San José/El padre terrenal de Jesús

inspiración del Espíritu Santo, mandará que la fiesta del pa-


dre putativo de Cristo, del esposo de la Reina del Mundo, del
hombre santísimo, se celebre en todas las regiones, adonde se
extiende el imperio de la Iglesia militante”.
A partir del siglo XVI tomó mucho impulso esta devoción,
especialmente con el testimonio de Santa Teresa de Jesús
(+1582), de San Juan de la Cruz y de los carmelitas, en gene-
ral. Fray Jerónimo Gracián, confesor de Santa Teresa, escribió
en Roma en 1597 su libro Josefina, proclamando los dones y
privilegios de San José. El papa Gregorio XV en 1621 estable-
ció la fiesta de San José. Benedicto XIII en 1726 colocó a San
José en la letanía de los santos, y en Brasil, en el siglo XVIII,
se difundió la devoción a los Tres Corazones de Jesús, María
y José.
En 1870, el Papa Pío IX lo nombró Patrón de la Iglesia Uni-
versal, y en 1955 Pío XII instituyó la fiesta de San José obrero
el 1 de mayo. Juan XXIII lo nombró Patrono del Concilio Vati-

Mercaderes judíos reunidos para intercambiar sus mercancías.

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Colección Vida de Santos

cano II y colocó su nombre en el canon de la misa. En 1989, el


Papa Juan Pablo II publicó la exhortación pastoral Redemp-
toris custos (custodio del Redentor), y el año 2004 regaló su
anillo papal para el cuadro de San José de su iglesia natal de
Wadowice, en Polonia.
Sobre su figura, el Papa Juan Pablo II dijo sobre él: “La
paternidad de San José, como la maternidad de la Santísima
Virgen María, tiene un carácter cristológico de primer orden.
Todos los privilegios de María se derivan del hecho de que es
madre de Cristo. Análogamente, todos los privilegios de San
José se deben a que tuvo el encargo de hacer de padre de Cris-
to. La vida con Jesús fue para San José un continuo descubri-
miento de su propia vocación de padre”.
El Papa Francisco dijo de él recientemente: “En los evan-
gelios, San José aparece como un hombre fuerte y valiente,
trabajador, pero en su alma se percibe una gran ternura, que
no es la virtud de los débiles, sino más bien todo lo contrario:
denota fortaleza de ánimo y capacidad de atención, de com-
pasión, de verdadera apertura al otro, de amor. No debemos
tener miedo de la bondad, de la ternura”.
Otros eminentes propagadores de la devoción a San Jo-
sé fueron Santo Tomás de Aquino (+1274), Santa Gertrudis
(+1310), Santa Margarita de Cortona (+1297), Santa Brígida
de Suecia (+1373), San Vicente Ferrer (+1419) y San Bernardi-
no de Siena (+1444).
En el mundo hay varios países que han nombrado a San
José como su patrono. Entre esas naciones se cuentan Aus-
tria, Bélgica, México, Canadá, China, Corea, Croacia, Vietnam,
Bohemia y Perú. En 1679 se nombró a San José patrono de
todos los dominios españoles.

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