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Alfredo Barra
Colección Vida de Santos
SAN JOSÉ
El padre terrenal de Jesús
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San José/El padre terrenal de Jesús
Índice
-Preámbulo .............................................................................7
-Vida reservada .....................................................................10
-Su infancia ...........................................................................13
-Crianza en soledad ..............................................................16
-La búsqueda para María .....................................................21
-El festejo de la boda ........................................................... 26
-La Anunciación................................................................... 29
-La espera .............................................................................35
-La aparición de los Reyes Magos ....................................... 44
-La circuncisión del niño ..................................................... 50
-La profesía ...........................................................................53
-Días de unión y felicidad .....................................................61
-La vuelta a Nazaret ..............................................................65
-La muerte de José .............................................................. 70
-Las menciones .....................................................................72
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Preámbulo
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an José es el santo que más cercano ha estado de la divi-
nidad, y su grandeza lo coloca por encima de los ángeles
y de todas las figuras veneradas de la Iglesia Católica. El
más grande honor que le confió Dios fueron sus dos preciosos
tesoros: Jesús y María. Quizás Dios permitió que de tan gran
amigo del Señor no se conocieran palabras para enseñarnos a
nosotros que tanto el amor como la oración y el sufrimiento
deben llevarse de manera prudente y reservada, sin ninguna
ostentación que perturbe los sentimientos más profundos.
José tuvo la virtud de ser el padre terrenal del Hijo de
Dios, de acariciarlo, de jugar con él, de enseñarle un oficio y
entregarle un amor a toda prueba. Lo hizo desde una posición
secundaria y reservada para abrirle paso en la misión reden-
tora que Dios le había fijado en la Tierra, para salvación de la
Humanidad.
Aunque en el evangelio no hay ni una sola palabra de su
boca, mediante su actitud silenciosa nos enseña, sin más, a ser
humildes y a cumplir silenciosamente y sin alardes nuestras
obligaciones de cada día. Nada hay de él por lo que pudiéra-
mos depurar sus sufrimientos ante la impotencia de no poder
darle a su esposa, María, un cobijo delicado al momento del
nacimiento de su hijo. Ni una queja durante la huída a Egipto,
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Vida reservada
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os escasos datos que nos entregan las Sagradas Escritu-
ras sobre la persona de San José, como descendiente di-
recto del Rey David, esposo legítimo de la Virgen María
y padre nutricio de Jesucristo, son suficientes para sindicarlo
como el Patrono de la Sagrada Familia, después de la revela-
ción que le hiciera el ángel sobre su venida. Apenas unos diez
versículos del Nuevo Testamento, repetidos en dos evangelios
(Mateo y Lucas), lo mencionan ligeramente.
El evangelio no ha conservado ninguna palabra suya. En
cambio, ha descrito sus acciones sencillas y cotidianas como
el significado trasparente para la realización de la promesa di-
vina en la historia del hombre. Fueron obras llenas de profun-
didad espiritual y de simpleza madura.
Esas alusiones se relacionan con los momentos más im-
portantes de su vida, comenzando por su compromiso ma-
trimonial y seguido por su inocencia acerca de la concepción
divina de María. Otro momento es su actitud de obediencia
ante el empadronamiento en tiempos de Herodes, que permi-
tiría el nacimiento de su Hijo en la Tierra donde reinó David,
y la presentación de Jesús en el Templo, para el acto de su
progenitura, donde el sabio Simeón descubrió la identidad del
Mesías.
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Su infancia
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osé era hijo de Jacob y Juana, un respetado matrimonio
judío que habitaba en la ciudad de Belén. El nombre de
ella en hebreo era originalmente Abdit o Abigail. Se da la
coincidencia que José poseía el mismo nombre del hijo menor
de Jacob, el patriarca, que según el relato bíblico del Génesis,
fue el padre de las 12 tribus de Israel. Esta coincidencia de
nombres ha llevado a confusiones hasta hoy, aunque hay mu-
chos años de diferencia entre un suceso y otro.
El que más tarde se conocería como “José de Nazaret” era
el tercero entre seis hermanos y su vida transcurría en la que
fuera una gran mansión ubicada a cierta distancia del centro
de Belén, pueblo de Palestina, al suroeste de Jerusalén. Este
lugar era el centro bíblico de pastores y agricultores en tierras
de la tribu de Judá. La familia habitaba en la misma propiedad
que unos 1.000 años antes perteneciera al Rey David, sucesor
de Saúl, que logró unificar su territorio y expandirlo hacia las
ciudades de Jerusalén, Samaría, Petra, Zabah y Damasco.
Durante la infancia de José, de aquella opulenta mansión
no quedaba más que la gruesa estructura conformada por an-
chos muros y una variedad de galerías que en su tiempo fue-
ran destinadas al cultivo de hermosos jardines, de donde po-
día apreciarse una espléndida vista de la ciudad. No había sido
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Crianza en soledad
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egún las visiones de la beata Anna Catalina Emmerich,
transcritas en casi dos mil páginas guardadas en cinco
volúmenes, José se crió en medio de mucha soledad para
escapar del maltrato de sus hermanos. Por las noches ella lo
vio en sus visiones regresar a la cantera donde podía leer ora-
ciones de un pergamino ante la lámpara de luz, que colocaba
suspendida en la pared de la roca. Pero esta no era la única
finalidad de sus escapadas. Ahí se le daban las facilidades ma-
nuales para esculpir troncos y tamarugos que le permitía fa-
bricar objetos que regalaba a los niños.
Anna Catalina era una sencilla campesina, oriunda de Dül-
men, Alemania; una joven devota, de vida ejemplar y que des-
de los tres años manifestó características propias de santidad.
Tenía frecuentes visiones, conversaba con los ángeles como si
fueran sus amigos más queridos y le contaba a su madre lo que
veía. Ella pensaba que era normal esta situación, al menos en-
tre los niños. El caso es que sin saber nada del lejano Oriente,
ni haber escuchado hablar, ella relataba a la perfección cómo
era geográficamente ese lugar y se remontaba al pasado pa-
ra señalar qué veía con relación a la Sagrada Escritura. Todo
aquello contribuiría más tarde a esclarecer la comprensión de
los acontecimientos.
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ientras José se desempeñaba en Samaría en su ofi-
cio de ebanista y carpintero, alejado del pueblo, ig-
noraba los acontecimientos divinos que se estaban
gestando. María, quien sería su esposa, tenía 14 años y se en-
contraba terminando su aprendizaje religioso en el Templo de
Jerusalén, donde debía aprender con otras niñas a tejer, bor-
dar, preparar alimentos y preocuparse de las vestiduras sacer-
dotales. Al igual que las demás, estaba en edad en que debía
regresar a su hogar para casarse y formar su propia familia.
Era tarea de los sacerdotes custodios buscarle el marido ade-
cuado a todas esas vírgenes. Pero, en el caso de María, había
consideraciones especiales por tratarse de alguien que prove-
nía de la descendencia del Rey David.
Por mucho tiempo se había anunciado a los paganos pia-
dosos que el Mesías debía nacer de una virgen en Judea. Esto
se divulgó en las distintas regiones donde había adivinos que
tenían visiones de una figura en el cielo o en los astros, pro-
fetizando todo lo que veían. También en Egipto había anun-
cios similares. Así, en ese tiempo todos los ojos se fijaron en
el Templo de Jerusalén, donde era probable que la madre del
futuro Mesías estuviera entre aquellas vírgenes consagradas.
Cuentan las escrituras que para elegir al esposo de la Vir-
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El festejo de la boda
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quel día en el Templo había quedado sellado el com-
promiso matrimonial entre José y María, por lo que
Ana, la madre, inició los preparativos para el festejo
ayudada por sus parientas, siervas y criadas. El matrimonio
judío se componía entonces de dos etapas que debían cum-
plirse rigurosamente. La primera consistía en que, después de
la boda, la esposa debía seguir residiendo por un período en
la casa de sus padres, tiempo en que ella era capacitada para
asumir el rol de esposa. La segunda etapa se daba tiempo más
tarde, cuando la esposa pasaba a vivir legalmente en la casa
del esposo.
Es importante aclarar que en las sociedades rurales judías,
como Palestina, no existía prácticamente la adolescencia y se
pasaba enseguida de la infancia a la edad adulta. En este caso,
Dios había querido un hombre mayor para María, de la casta
de David, que reuniera las más excelsas virtudes que acompa-
ñaran a su hijo en las etapas de educación y desarrollo, y era
seguro que esas dignidades no estaban en alguien de menor
talante. A esto se unían los desafíos sobrenaturales que debe-
ría enfrentar tal hombre y someterse a ellos sin mayor discer-
nimiento, solo acatando.
Durante el tiempo que transcurrió para la fiesta, José pro-
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La Anunciación
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egún relata Lucas en su evangelio, Dios envió al Arcán-
gel Gabriel a Nazaret para entregar un mensaje a María,
cuando ya habían transcurrido seis meses de su matri-
monio con José. La beata Emmerich ilustra en sus visiones el
momento en que se produce ese encuentro:
“Estaba María llenando un cántaro de agua en la fuente
de la plaza cuando el ángel la saludó, provocándole temor al
no ver presencia humana”. Dice que María volvió apresura-
damente a su casa y se puso a hilar para calmar su confusión.
Luego el ángel regresaría mientras ella se hallaba en su lecho
para anunciarle la maternidad.
-Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo –le dice.
Ella, turbada por la presencia sobrenatural, solo atina a
mirarlo.
-No temas, María, porque has hallado la gracia delante de
Dios. Vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo, a quien
pondrás por nombre Jesús. Él será grande y será llamado Hi-
jo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de David, su
padre. Reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino
no tendrá fin.
Con su corazón latiendo muy fuerte, la joven le pregunta:
-¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?
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La espera
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urante los meses de gravidez, María prosigue sin per-
turbaciones las labores domésticas preparando los ali-
mentos, lavando la ropa, cosiendo, telando y bordando
las prendas que servirán para vestir y cubrir el lecho del niño.
También continua plantando y cultivando hortalizas en la pe-
queña huerta que le había construido José.
Él había fabricado la mesa para las comidas, las sillas, las
camas y todo el mobiliario que requerían; también la cuna en
que alojaría Jesús. Su hogar tenía un ambiente muy cálido,
donde comenzaron a recibir a parientes y visitantes que aten-
dían con esmero.
Pasaron los meses y María comenzó a inquietarse al no
recibir nuevas instrucciones del ángel para el nacimiento del
niño. Como su impaciencia era evidente, José la calmó:
-Si Dios quiere algo de nosotros, ya nos lo hará saber.
-¿Será a través del ángel? –le consultó ella.
-Creo entender que podría ser a través de cualquier señal.
Ya aconteció con la vara en el Templo. ¿Recuerdas eso?
No transcurrieron muchos días para que aquella señal
se manifestara. En el más reciente evangelio descubierto en
Antioquía, María relata a Lucas que aquella indicación sur-
gió por medio de una tercera persona. En aquel manuscrito
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e relata en las escrituras sagradas que meses antes del
nacimiento del Niño Jesús, tres magos de Oriente, que
residían en distintos lugares de la región, habían esta-
do atentos a una estrella en el cielo que se movía lentamente
hacia Belén. Se trataba de hombres ricos y llenos de sabiduría
cuyos antepasados habían investigado la creencia de la llegada
de un Mesías a la Tierra.
Por la curiosidad que se había perpetuado en ellos y con
la misma fe que habían conservado sus antecesores, estos
sabios del Oriente emprendieron una travesía por el desier-
to, siguiendo a la estrella grande y brillante, con la absoluta
convicción que esta les indicaría el camino para llegar al lugar
donde nacería el Mesías. Estos sabios eran Melchor, Baltasar
y Gaspar, que viajando a lomo de camello con sus familias y
sirvientes no titubearon en emprender la larga caminata de
meses siguiendo la indicación en el firmamento.
Una de las veces en que estaban desorientados en la ru-
ta, después de atravesar pueblos, montañas y zonas áridas,
un ángel vino a su rescate cuando de noche estaban en tor-
no a una fogata discutiendo sobre el trazado a donde iban.
Portando una banderola larga y luminosa, el ser celestial les
dijo: “No temáis, pues vengo a anunciaros una gran alegría
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camino les contaron sobre el suceso del niño que había nacido
en Belén, y les indicaron cómo llegar.
-Está en un establo con su padre y su madre y es un niño
maravilloso –dijeron.
Para asegurarse de que esa era la orientación correcta,
los magos enviaron delante a un vigía, quien al comprobar la
ubicación del pesebre, regresó donde ellos y los guió hasta el
lugar.
A cierta distancia del establo se instalaron con sus familia-
res y sirvientes, y extendieron sus carpas, ubicaron sus ense-
res, se pusieron sus mejores galas, y una vez que creyeron estar
preparados para tan extraordinaria ocasión, se aproximaron
hasta el portal junto a sus esposas e hijos y varios criados que
llevaban una mesa de nácar, alfombras, tapices y valiosos ob-
sequios de distinta naturaleza.
La beata alemana relata que esos hombres ilustrados lle-
vaban vestiduras muy amplias y de colores, con una cola que
tocaba el suelo. “Sus trajes brillaban con reflejos de seda natu-
ral; eran ropajes muy hermosos y flotaban en torno a su per-
sona”. Aquellas vestiduras se usaban solo para ocasiones de
gran connotación social. En la cintura llevaban bolsas y cajas
de oro colgadas de cadenillas, todo lo cual era cubierto con sus
grandes mantos.
Ante la algarabía que la vecindad había formado en torno
a los magos, José salió del recinto a recibirlos. Uno de ellos,
adelantándose, le preguntó:
-¿Es aquí donde ha nacido el rey de los judíos?
El carpintero, perturbado por la denominación y la presen-
cia de tan apuestas figuras, solo atinó a decir:
-Sí, aquí ha nacido el hijo de María.
-Venimos de muy lejos siguiendo la estrella que nos ha in-
dicado el lugar donde nacería el Mesías.
-¿Quieren conocer al niño? –preguntó cohibido frente a tal
despliegue.
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urante los siguientes días el pesebre estuvo siendo visi-
tado por piadosas mujeres venidas de todas partes para
ofrecer ayuda en los quehaceres, lavando, ordenando
y preparando comidas. Si bien María ya estaba restablecida,
no podía regresar a Nazaret, pues en conformidad al precepto
judío, al octavo día de su nacimiento toda criatura debía so-
meterse al acto de la circuncisión, y ellos debían aprovechar
la cercanía con el Templo de Jerusalén para hacerlo. De tal
modo, José acudió al lugar para dar cuenta del nacimiento del
niño y le acompañaron al pesebre dos sacerdotes, un anciano,
una mujer y una cuidadora de infantes.
Siendo la circuncisión del hijo el primer deber religioso del
padre, con este rito José ejercita su derecho y deber respecto
a Jesús, imponiendo su nombre y declarando su paternidad
legal sobre él. Al proclamar su nombre, proclama también su
misión salvadora.
La paternidad de José era indispensable en Nazaret para
honrar la maternidad de María, así como era indispensable
para la circuncisión la imposición del nombre. Ese rito era ne-
cesario en Belén para inscribir al recién nacido como hijo de
David en los registros del imperio romano, y era imprescindi-
ble en Jerusalén para presentar al primogénito en el Templo.
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La profecía
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espués de cuarenta días habitando en el pesebre, llegó
el momento en que por una antigua disposición judía
debían presentar al niño a los sacerdotes del Templo,
en su condición de primogénito. La usual ceremonia consistía
en ofrendar al hijo y ofrecer dos pichones en cumplimiento.
Eso era todo. De modo que sin tardanza volvieron a Jerusalén
con el niño.
Mientras esperaban el inicio de la ceremonia de ofrenda,
ese día había muchos fieles que repletaban la basílica, por lo
que la espera se alargó. Paralelamente, un anciano llamado
Simeón, que por sus dones y sabiduría poseía un espíritu pro-
fético, le había pedido innumerables veces a Dios que le per-
mitiera en vida conocer al Mesías, y cuya respuesta no le había
llegado. El hombre tenía pelo blanco y larga barba que le da-
ban un aspecto solemne. Su cara serena inspiraba confianza
y sus ojos chispeantes reflejaban su inteligencia y capacidad
para conocer bien a las personas. La gente lo consideraba un
santo, pues era un hombre bueno y piadoso que se había man-
tenido fiel a Dios durante toda su larga vida.
Aquel día, que no era de los días en que visitaba el Templo,
el profeta se mantuvo inquieto durante la mañana, como si
algo importante fuese a suceder. Como residía muy cerca de
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milia su ayuda para proteger a la criatura, José les hizo ver que
su presencia podría obrar al revés, y ellos optaron por levantar
sus carpas y escapar a toda prisa. Era probable que la saña de
Herodes se extendiera a los magos, haciéndolos también vícti-
mas de su demencial desquite.
La fama de Herodes había trascendido por sus actos cri-
minales que no sólo había cometido contra sus enemigos en
los campos de batalla, sino también por las acciones contra su
propia familia. Josefo, el famoso historiador judío, da cuenta
que una vez que el rey hubo conquistado Jerusalén, mandó
matar a cuarenta y cinco partidarios de Antígono, su oponen-
te, aunque estos ya se habían rendido. Y que más tarde asesi-
naría a su cuñado Aristóbulo, a los dos esposos de su hermana
Salomé, a su propia suegra Alejandra, a su mujer Marianne y
a sus hijos Alejandro y Aristóbulo.
Se le recuerda más concretamente en la historia romana
como autor de la “Matanza de los Inocentes”, narrada en el
evangelio de Mateo en el Nuevo Testamento (216-18). Al verse
engañado por los sabios de Oriente, que le habían prometido
decirle el lugar exacto donde se encontraría el Mesías, Hero-
des, en un estado de intensa furia, ordena ejecutar a todos los
niños nacidos en Belén, menores de dos años, para cerciorarse
que entre las víctimas estuviera al que buscaba.
Ante el aviso del ángel, José se apresuró en preparar el
equipaje para emprender la huída. La noble compañera en que
se había convertido la mula jugaría un papel muy importante
en la escapada hacia Egipto, pues otra vez sería el transporte
de la Santísima Virgen y de la criatura de Dios por terrenos pe-
dregosos y llenos de obstáculos. No podrían haber logrado su
objetivo sin el animal en un trayecto de cientos de kilómetros
y con sandalias tan precarias. Lo más liviano lo acumula en la
mula junto a María y el baulillo y un fardo de paja lo distribuye
entre otras dos mulas que había comprado poco antes. Es de
noche y la visión es escasa entre el inmenso arenal.
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los dos años el Niño Jesús ya jugaba con pedacitos de
madera tallada que José convertía con habilidad en
ovejas y caballitos. La imaginación del pequeño era
desbordante, pues no solo jugaba con los objetos, además
construía en su entorno algunas variantes para ambientar sus
entretenciones.
Es hermoso pensar en José y María a la caída de la tarde,
después de un día de trabajo, compartiendo, rezando o ha-
blando de los progresos de Jesús, convertido en el centro de
sus vidas. Imaginemos a José al hacer algún juguete de made-
ra para el niño, o este, expresando todo su amor con caricias y
abrazos a aquellos padres felices. Por supuesto que no faltaron
los días dificultosos cuando no había trabajo y no alcanzaba el
dinero para los alimentos. ¡Cuánto sufrirían al no poder dar a
Jesús todo lo que deseaban! Se sabe que fue un sufrimiento en
silencio y ofrecido todo con gran amor a fin de tener a su hijo
con ellos.
La Sagrada Familia estaba tan unida que eran tres en uno.
Alguien los ha llamado “la Trinidad en la Tierra”. Los tres co-
razones eran uno solo, imaginados como el corazón divino de
Jesús y dentro de él, el corazón inmaculado de María, y dentro
del corazón de María, el Corazón de José.
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La vuelta a Nazaret
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urante su vida familiar en Matarea transcurrieron cua-
tro años en los que el carpintero emprendía temprano
sus labores, mientras María hacía las tareas domésti-
cas y cosía y tejía para sus amistades. El hijo pasaba largas
horas compartiendo con otros pequeños de madres que ha-
bitualmente visitaban a la Virgen durante sus quehaceres o
en sus instantes de sosiego. En otras, el niño se distraía en el
patio con los juguetes que le creaba su padre terrenal.
Todo conjugaba armoniosamente, hasta que en esos días el
Ángel del Señor se le apareció en sueños a José para decirle:
“Levántate, toma al niño y a la madre y marcha a tierra de
Israel, porque han muerto ya los que atentaban contra la vida
de Jesús” (Cap. 2, 19-21). El mensaje los llenó de gozo, y con
la misma obediencia que habían seguido para huir a Egipto,
abandonaron su humilde morada para regresar a la casa que
habían dejado en Nazaret.
Hay varias conjeturas de cómo hicieron el regreso, pero la
más creíble es que lo hicieron por mar, al ser la forma más fá-
cil y natural y porque ya no tenían por qué esconderse. Se ha-
brían embarcado en Menfis y llegado en dos días a Alejandría.
En otra embarcación habrían partido a Jamnia, en un trayecto
de cuatro días, encaminándose luego por el pie del Monte Car-
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La muerte de José
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n esos años de preparación para su misión redentora
hay también años de oración y de trabajo constante en
el seno familiar, hasta el día en que José, llamado a la
presencia del Creador, Jesús debe ponerse al cuidado de su
madre como cabeza de la familia.
Se narra que cuando Jesús tenía unos 30 años, su padre se
debilitó y debió dejar el trabajo. De ahí en adelante estuvo en
su lecho alimentándose de pequeñas porciones de comida que
aceptaba y que provenían de la mano de María.
El día que murió José, la Virgen estaba en su cabecera, co-
mo lo había hecho desde el inicio de su quebranto, y Jesús se
mantenía apegado a su regazo. Cuenta la beata Emmerich en
sus visiones que al morir “el aposento se llenó de resplandor y
de ángeles, mientras el Patrono mantenía las manos cruzadas
sobre su pecho”. Su cuerpo fue envuelto en lienzos blancos,
colocado en un cajón de madera y depositado en una cueva
sepulcral que un buen hombre le había concedido. La mon-
ja señala que, aparte de Jesús y María, unas pocas personas
acompañaron el ataúd, y que en todo momento éste fue custo-
diado por ángeles de gran resplandor.
Entre los escasos escritos que se han conocido se cree que
Dios lo llamó en ese momento a su lado para evitarle el sufri-
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Las menciones
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randes santos y religiosos de todas las épocas han sin-
dicado a San José como una personalidad cualificada,
en más de un sentido único, por su participación en un
momento clave de la historia de la salvación de la Humani-
dad. También hay hechos y figuras históricas que reafirman la
presencia e importancia del Santo Patrono como el tronco del
árbol que sustentó a la Sagrada Familia.
He aquí, cómo se han dado esas menciones:
Autores del siglo II, como San Justino y San Ireneo des-
tacan el papel de San José en la formación humana de Jesús,
al hablar sobre la Redención. Por la misma fecha lo hizo el
padre de la cronología cristiana, Sexto Julio Africano (160-
240 d. de C.), historiador y apologista helenista de influencia
cristiano-africana. En el siglo IV los reconocidos San Agustín,
San Ambrosio y San Jerónimo alaban la paternidad espiritual
que tuvo San José sobre Cristo, ahondando en su matrimo-
nio con María, destacando su castidad y el modelo de virtudes
cristianas que ejerció como educador de su hijo.
San Bernardo (1090-1153) afirma: “Aquel a quien muchos
profetas desearon ver y no vieron, desearon oír y no oyeron,
le fue dado a José, no solo verlo y oírlo, sino llevarlo en sus
brazos, guiarle los pasos y apretarlo contra su pecho. Cubrir-
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