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San José, ¡un héroe


por descubrir!
Heraldos del Evangelio

Índice

San José, Protector de la Santa Iglesia..........3


Silencio de la Tradición y de las
Escrituras.....................................................4
Ningún hecho concreto puede reflejar su
gloria.............................................................6
Un esposo a la altura de María
Santísima......................................................8
Más que gobernar a todos los reinos e
imperios........................................................9
La honra de ser Protector de la Iglesia
Católica.......................................................12
La fisonomía moral de San José................13
Gracias a implorar.....................................14
“Ite ad Ioseph!”..............................................17
São José, o vitorioso...................................17
Consagración a San José...............................27

2
San José, Protector
de la Santa Iglesia

Modelo de todas
las grandes virtudes,
San José fue escogido
por Dios para estar a
la altura de aquellos
con quienes debería
convivir. La Iglesia,
dotada de sabiduría,
lo proclama su Patrón y
Patriarca..

En la fiesta de San José


hay varias advocaciones que
podríamos considerar. Creo
que de esas advocaciones,
después de las que están re-

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Heraldos del Evangelio

lacionadas directamente con Nuestro Señor


Jesucristo, no hay ninguna más bonita que la
de Protector de la Santa Iglesia Católica.

Silencio de la Tradición y de las


Escrituras
Los datos biográficos sobre San  José
son muy escasos. Sabemos que pertenecía
al linaje del rey David, que era virgen y que
se casó con María Santísima. Sabemos que
después del matrimonio ambos mantuvie-
ron la virginidad y que él pasó por el fa-
moso episodio de la perplejidad. Sabemos
también que estuvo presente en el santo
Nacimiento, y una de sus glorias es la de
figurar, naturalmente, como uno de los per-
sonajes esenciales en todos los belenes has-
ta el fin del mundo. Sabemos que llevó al
Niño Jesús y a María hasta Egipto y que de
allí regresó, y después de esto se hace un
silencio sobre él.
Si tenemos en cuenta quién fue San José,
no faltan razones para considerarlo como el
santo más grande de todos los tiempos. Hay
razones para suponer que el mayor santo lo
fuera San Juan Bautista o, quizá, San Juan

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San José, Protector de la Santa Iglesia

Evangelista. En cualquier caso, hay muy


buenas razones para suponer que es él, y
podemos imaginar que los datos biográfi-
cos más emocionantes, cautivantes y edifi-
cantes no han de faltar en su vida.
Ahora bien, vemos que en lugar de fa-
cilitarnos dichos datos y revelarnos algunas
de las maravillas de ese santo, que ocupa
un papel tan prominente en la piedad cató-
lica, la Sagrada Escritura nos habla poco, y
muy poco, con respecto a él, y la Tradición
también. ¿Cómo se explica esto?
La primera observación que cabe ha-
cer es que con relación a la Virgen María
—figura no infinita, sino insondablemente
superior a San  José— las Escrituras tam-
bién nos cuentan muy poco, tal vez incluso
menos que sobre San  José. Sin embargo,
sabemos que Ella es la obra maestra de la
Creación y que después de la humanidad
santísima de Cristo —vinculada a la segun-
da Persona de la Santísima Trinidad me-
diante la unión hipostática y, por tanto, por
encima de cualquier cogitación que el espí-
ritu humano pueda hacer— no hay criatura,
y nunca hubo ni habrá, que pueda sustentar
una pálida comparación con Ella.

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Heraldos del Evangelio

Pero ¿por qué con respecto a estas dos


grandes figuras existe ese silencio en las
Escrituras?

Ningún hecho concreto puede reflejar


su gloria
Además de las razones indicadas habitual-
mente, como, por ejemplo, la humildad de la
Virgen y de San José, que quisieron permane-
cer apagados en alabanza a Jesucristo y en re-
paración por todas las pruebas de orgullo que
los hombres mostrarían hasta el fin del mundo,
tengo la impresión de que hay otra, muy for-
mativa y toda ella hecha para que comprenda-
mos la índole, el espíritu de la Iglesia Católica:
por muy grandes que fueran las maravillas que
la Virgen y San José llevaron a cabo durante
su vida, el simple hecho de que una sea la Ma-
dre del Creador y el otro sea el padre legal de
Jesús y esposo de María los hace tan grandes
que ninguno de los acontecimientos ocurridos
a lo largo de sus vidas da una idea suficiente
de lo que fueron, porque están por encima de
cualquier acto concreto.
Tomemos dos ejemplos notables. Prime-
ro, la perplejidad de San José, la confianza que

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San José, Protector de la Santa Iglesia

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Heraldos del Evangelio

conservó durante ese momento, la delicadeza


con que resolvió la situación, la prueba en que
la Providencia lo puso en el momento en que
estaba llamado a recibir la honra excelsa de
ser el padre legal de Nuestro Señor Jesucris-
to. Luego, en la vida de la Virgen María, un
hecho eminente: las bodas de Caná, en donde
Ella obtuvo, por sus ruegos, la anticipación
de las manifestaciones de la vida pública del
Señor e hizo que Él realizara un prodigio tan
extraordinario como la transustanciación del
agua en vino. Era un milagro directo e inme-
diato, hecho a una familia que en esa ocasión
estaba pasado por una prueba.
María practicó allí un acto insigne, pero
por mayor que haya sido, no nos da una idea
suficiente de Ella. Al ser Madre de Dios, Ella
es muy superior a eso. Y lo mismo ocurre con
San José: lo que conocemos de él, por más emi-
nente que sea, no llega a la altura de quien él es.

Un esposo a la altura de María


Santísima
¿Cómo habrá sido el hombre que Dios
destinó a ser el padre legal de Jesús? Porque
San José, como esposo de María Virgen, te-
nía verdadero derecho sobre el fruto de sus

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San José, Protector de la Santa Iglesia

entrañas, aunque no hubiera concurrido en la


generación del Niño Jesús. Entonces ¿cómo
debe haber sido ese varón, cómo Dios debe
haber adornado esa alma, cómo debe haber
constituido ese cuerpo, cómo debe haber
colmado de gracia a esa persona, para que
estuviera a la altura de ese papel?
Ahora bien, si Dios tanto respetó y ve-
neró a la Santísima Virgen, ¿cuánto no la
habrá venerado al escoger un esposo ade-
cuado a Ella? Porque Él debió haber hecho
de ese matrimonio el matrimonio perfecto,
en el cual el esposo fuera lo más proporcio-
nado posible a su esposa.
¿Qué debe poseer un hombre para estar
en proporción a ser esposo de María? Es
algo verdaderamente insondable. Y cual-
quier cosa que él haya dicho o hecho no
nos da la idea de quién fue él como nos la
da esta simple afirmación: ¡padre del Niño
Jesús y esposo de la Santísima Virgen!

Más que gobernar a todos los reinos e


imperios
Ser el padre del Hijo de Dios es la
más elevada honra que una criatura hu-

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Heraldos del Evangelio

mana puede alcanzar, después de la de


ser la Madre del Hijo de Dios, que es,
evidentemente, una honra mayor. Es de-
cir, San  José no sólo fue noble porque
se casó con María, sino porque el Señor
lo invistió en la más alta función de go-
bierno que pueda haber en la tierra, por
debajo de la Virgen Santísima.
Ejercer una alta función de gobierno,
de acuerdo con los conceptos de la so-
ciedad tradicional de aquel tiempo, en-
noblecía, confería nobleza. Ahora bien,
ser el padre del Niño Jesús, gobernar al
Niño Jesús y a María es más noble que
gobernar a todos los reyes e imperios del
mundo, y eso no le vino sólo con el ca-
samiento. Dios lo eligió para eso. Com-
prendemos entonces la nobleza excelsa
que de ahí deriva, por encima de todo
elogio y de toda obra.
Aquí entra el aspecto más bello:
vemos que, con respecto a María y a
San   José, la Providencia quiso consti-
tuir los fundamentos de culto con base
en un raciocinio teológico que traza el
perfil moral de estas personas excelsas.

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San José, Protector de la Santa Iglesia

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Heraldos del Evangelio

La honra de ser Protector de la


Iglesia Católica
Imaginemos, ahora, lo qué es ser el San-
to Patrón y Protector de la Iglesia Católica.
El protector de algo es, en cierto modo,
un símbolo de aquello que él protege. Con-
sideren, por ejemplo, el guarda de una reina.
Éste necesita tomar en sí algo de la realeza de
su señora, y por eso se eligen para esa fun-
ción a los individuos más capaces, los que de-
muestran más valentía, los que en las guerras
probaron mayor dedicación a la corona.
Si es una honra ser guarda de la reina,
si es una honra ser guarda del Papa —hasta
el punto de que éste tiene una guardia no-
ble especialmente constituida de hidalgos
romanos para custodiarlo—, ¡qué honra ser
guarda de la Santa Iglesia Católica!
El ángel de la guarda de la Iglesia Ca-
tólica es sin duda el ángel más grande que
existe en el Cielo, porque ninguna de las
criaturas de Dios tiene la dignidad de la
Iglesia. A excepción de María, que es la
Reina de la Iglesia, nadie puede comparar-
se a la Iglesia Católica. Ni cualquier ángel,

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San José, Protector de la Santa Iglesia

o todos los santos considerados cada uno


separadamente, tiene la dignidad de la Igle-
sia Católica, porque ella envuelve a todos
los santos y es la fuente de la santidad de
esos santos. Por lo tanto, un santo nunca
tendrá una dignidad igual a la de la Iglesia.
San José tiene que ser, en consecuencia,
alguien tan alto, tan excelso que, por así de-
cirlo, sea el reflejo de la institución que guar-
da para estar proporcionado a ella. Podemos
entonces considerar que el thau 1 de San José,
en cuanto idéntico con el espíritu de la Igle-
sia, en cuanto ejemplar prototípico y magní-
fico de la mentalidad, doctrinas y espíritu de
la Iglesia, sólo se puede medir por este otro
criterio: el hecho de ser esposo de la Santísi-
ma Virgen y padre adoptivo del Niño Jesús y,
por tanto, estar proporcionado a Ellos.

La fisonomía moral de San José


Si queremos tener una idea de cómo eran
el alma y el espíritu de San José, pienso que no
encontraremos una pintura o escultura que lo

1 Letra de un antiguo alfabeto hebreo, cuya forma se asemeja a la de una cruz.


Evocando un pasaje de Ezequiel en el que thau aparece como signo de elección (cf. Ez
9, 4), el Dr. Plinio empleaba ese término para indicar la presencia en una persona de un
especial llamamiento de Dios [Nota del editor].

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Heraldos del Evangelio

represente adecuadamente. Yo, al menos, no la


he encontrado en toda mi vida.
Para componer la fisonomía moral de San
José, sería necesario juntar todo lo que pensa-
mos de la Iglesia Católica, toda la dignidad,
toda la afabilidad, toda la sabiduría, toda la
inmensidad, todo lo que se pueda decir de la
Iglesia, e imaginarlo realizado en un hombre.
Sólo así tendríamos la verdadera fisonomía de
San José. Y quisiera ver quién es el artista ca-
paz de representarla...
Debemos imaginar por lo menos el perfil
moral de ese santo: su castidad, su pureza in-
maculadísima, y acercarnos a él con respeto,
con veneración, para pedir que nos conceda
aquello que tanto deseamos recibir. Que cada
uno se pregunte a sí mismo, en un examen de
conciencia de un minuto, cuál es la gracia que
quiere pedirle.

Gracias a implorar
La primera de las gracias a pedirle se-
ría la de la devoción a la Virgen. Otra, la
de reflejar tan bien el espíritu de la Iglesia
Católica como esté en los designios de la
Providencia al habernos creado y conferido

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San José, Protector de la Santa Iglesia

el santo Bautismo. Otra gracia que podría-


mos pedirle es la de ser hijos de la Iglesia
Católica, en cuanto viviendo en una unidad
viva de la Iglesia donde ese espíritu se re-
fracta de un modo particular. Podemos pe-
dirle también la pureza, la despretensión...
Podemos elegir una de esas cosas o pe-
dirlas todas en su conjunto. A veces es bue-
no que pidamos sólo una cosa, y la gracia
nos invita a eso; a veces es bueno que lo
pidamos todo, porque en ciertos momentos
ella nos lleva a ser audaces y a pedir mu-
chas cosas al mismo tiempo.
Así que en la fiesta de San José, con-
forme el movimiento de la gracia interior
en cada uno de nosotros, hemos de pedirle
algo. Y si no sabemos muy bien qué pedir-
le, digámosle: “Mi buen San José, veis que
soy un poco torpe, dadme vos lo que nece-
sito, ya que ni siquiera sé lo que me convie-
ne”. Yo creo que desde lo más alto de los
Cielos sonreirá y dará con bondad alguna
gracia muy bien escogida.
Reproducido, con pequeñas adapta-
ciones, de la revista “Dr. Plinio”. Año XX.
N.º 228 (Marzo, 2017); pp. 14-18

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Heraldos del Evangelio

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EXTRACTO DEL LIBRO
“SAN JOSÉ, ¿QUIÉN LE CONOCE?...”
DE MONS. JOÃO S. CLÁ DIAS

“Ite ad Ioseph!”

São José, o vitorioso


Jesús «quiere establecer en el mundo
la devoción a mi Inmaculado Corazón. A
quien la abrazare, le prometo la salvación;
y estas almas serán amadas por Dios, como
flores puestas por Mí para adornar su tro-
no».2 Esto es lo que anunció la Virgen San-
tísima en Fátima. Tan decisiva e importante
sería esta devoción que fue el mismo Cristo
nuestro Señor quien la puso como condi-
ción para salvar a la sociedad neopagana de
la terrible crisis que, en medio de una des-
agregación sin precedentes en la Historia,
la está conduciendo hacia el suicidio. Sólo
2 HERMANA LUCÍA. Memorias I. Cuarta Memoria, c. II,
n.º 4. 10.ª ed. Fátima: Secretariado dos Pastorinhos, 2008, p. 175.

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Heraldos del Evangelio

cuando la Madre de Dios


sea amada y reveren-
ciada con todo el fer-
vor y afecto que le
son debidos, vere-
mos instaurada la
paz de Cristo en
el Reino de Cris-
to: «Por fin, mi
Inmaculado Co-
razón triunfará».3
Las profecías
de Fátima, como
consecuencia de esta
promesa, surgen también
como un desafío audaz, pues, ante un mun-
do en extremo desorden, exigen de los fie-
les la certeza de que la verdadera devoción
a María, preconizada por San Luis María
Grignion de Montfort e innumerables otros
santos y pontífices, atravesará con la fuerza
de una lanza inquebrantable el caparazón
maldito de pecado y de infidelidad que pa-
rece tiranizar irremediablemente a los espí-
ritus, infligiendo al mal la más espantosa y
vergonzosa derrota.
3 Idem, n.º 5, p. 177

18
“Ite ad Ioseph!”

Pero durante la última aparición de Ma-


ría Santísima en Cova de Iría, como ya se
mencionó, brilló también otra figura ante
los pastorcitos: el glorioso Patriarca de la
Iglesia, San José, con el Niño Jesús en bra-
zos, bendiciendo juntos a la multitud, tres
veces. El tres es un número lleno de signi-
ficados riquísimos y profundos.
Tres veces Santo es Dios; tres son las
Personas de la Santísima Trinidad; tres son
los miembros de la Sagrada Familia; tres,
en síntesis, es el número que por excelencia
indica la perfección y expresa más adecua-
damente el reflejo de la divinidad en la obra
de la Creación.
Se puede conjeturar, entonces, que las
tres bendiciones de San José indican cierta
plenitud de gracia que por su intermedio será
derramada sobre cada uno de los que recu-
rran confiados a su poderosísima protección.
Pero no sólo eso: aunque en Fátima, María
Santísima haya hecho un llamamiento a la
conversión individual, su mensaje profético
trasciende con creces el ámbito personal, ya
que la Virgen anunció catástrofes que afectan
a la humanidad entera, del mismo modo que
el triunfo de la Virgen va a englobar también

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Heraldos del Evangelio

a la Iglesia y a los corazones en su conjunto.


Por lo tanto, las bendiciones del Santo Patriar-
ca, unidas a las de Jesús Infante, presagian el
advenimiento de una nueva era toda celestial,
toda mariana, toda de San José.
¿En qué va a consistir este triunfo y
cómo se va a dar?
Dios nuestro Señor deberá ser cono-
cido, amado y adorado como nunca antes
lo fue, colectivamente, en la Historia. Pero
como la distancia que nos separa de Él es
simplemente infinita, por su inmensa bon-
dad se hizo representar en la humanidad
de su Divino Hijo, Jesucristo, que es Dios
como Él y Hombre como nosotros.
Sin embargo, la grandeza del Verbo En-
carnado todavía ofusca nuestras vistas, de
por sí débiles y debilitadas por el pecado.
Conmovido con nuestra pequeñez, Dios
se inclinó más aún, para facilitar a nuestra po-
bre inteligencia y frágil voluntad la ardua tarea
de elevarse hasta Él, e hizo resplandecer en
dos criaturas inmaculadas un reflejo purísimo
y muy cercano a su inconmensurable amor:
María y José, que son los padres virginales de
Jesús y, por extensión, de todos sus hermanos

20
“Ite ad Ioseph!”

en la Fe. Ambos ve-


lan, cuidan, perdonan,
guían y robustecen las
almas, para colocar-
las en los brazos de su
Hijo, que a su vez, las
consagra al Padre Eter-
no. He aquí la maravi-
llosa escalera de Jacob
(cf. Gén 28, 11-15), por
la cual suben y bajan
los elegidos de Dios.
A la luz de este di-
vino misterio de la me-
diación se comprende
el papel de San José
en el futuro triunfo
de María. Sí, aquellos
que busquen su inter-
cesión serán angeliza-
dos, pues adquirirán la
más sublime pureza,
una fuerza inamovible
y un encanto fogoso
por la Madre de Dios.
En efecto, la verdade-
ra devoción a San José

21
Heraldos del Evangelio

es un escalón indispensable para adquirir la


verdadera devoción a María.
¿Habrá mejor manera de acercarse a la
Virgen de las vírgenes que convertirse en
otro José? Por consiguiente, desvelar los
secretos de la gracia escondidos en el cora-
zón del esposo de María y estimular a los
fieles a venerarlo es una misión de vital im-
portancia para los tiempos presentes.
El Santo Patriarca fue para su Esposa
un auténtico esclavo de amor, el primero de
aquella estirpe que, prenunciada por el ígneo
San Elías, iba a recorrer la Historia y tendría
en San Luis Grignion uno de sus más altos ex-
ponentes. San José analizó meticulosamente
los dones y virtudes de María; buscó imitar
con empeño su dedicación a Jesucristo; no
dejó pasar un solo gesto o palabra sin dedi-

22
“Ite ad Ioseph!”

carle toda su admiración; se benefició como


nadie de las oraciones y de los ejemplos de la
más santa entre las meras criaturas.
¿Cómo sería posible, entonces, establecer
la devoción al Inmaculado Corazón de María
sin conocer e imitar al más perfecto discípulo
de la Santísima Virgen? San José es, por tan-
to, la puerta por la que deben pasar los cruza-
dos que luchan por la Reina de los Ángeles.
No obstante, su papel en el plano de la
gracia va más allá, porque representa el bra-
zo guerrero de Dios al servicio de la Virgen.
Para implantar el reinado de Jesús por
medio de María se necesitan corazones au-
daces, preparados para enfrentar obstáculos
y superar dificultades, siempre dispuestos a
derramar toda su sangre, si fuese necesario,
para ver reestablecido en el mundo el orden
auténtico, basado en el eximio cumplimiento
de la Ley de Dios, con el auxilio de la gracia.

23
Heraldos del Evangelio

Esta era mariana sufre violencia y sólo los


violentos la arrebatarán y entrarán en ella (cf.
Mt 11, 12), ya que se trata de revertir de for-
ma inexorable un dominio del mal que viene
extendiéndose, casi sin réplica, desde hace
milenios. Pues bien, San José es el patrono
victorioso de estos hijos santamente violen-
tos, los cuales, aunando en sus corazones la
dulzura inocente de la paloma, la astucia de la
serpiente y la fuerza del León de Judá, quieren
con sus oraciones y obras, apresurar el triunfo
de María y la instauración de su Reino.
El inmaculado esposo de la Virgen está
unido a Ella por un lazo de caridad indisoluble
que lo convirtió en el alter ego de María, no
sólo en este mundo, sino también, y de modo
incomparablemente más excelso, por toda la
eternidad. La súplica de Jesús para que sus
discípulos fueran como Él, uno sólo con el
Padre (cf. Jn 17, 21), ha sido atendida de for-
ma sublime con la unión espiritual y purísi-
ma de estos Santos Esposos. En virtud de este
vínculo, María no hace nada sin su esposo.
Y si, en el orden de la gracia, la Virgen es la
tesorera y distribuidora de los dones divinos,
nunca los administra sin la íntima colabora-
ción del Patriarca, a quien la propia Trinidad
confió su cuidado y el de su Hijo.

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“Ite ad Ioseph!”

Descubrir la fascinante figura y el pa-


pel del padre virginal de Dios conducirá a
la Iglesia entera a crecer en santidad, pues
pondrá completamente al descubierto, ante
los ojos de los católicos, la riqueza de la
gracia que ha sido depositada en él y su mi-
sión de intercesor y comediador universal
junto a la Madre de Dios. Así, se comple-
tará la noción del más bello y eficaz miste-
rio de mediación entre Dios y los hombres,
que es esta trinidad de la tierra, compuesta
por Jesús, María y José.
Sea San José, para todos y cada uno de
los que lean esta obra, el padre perfecto, el
mediador poderosísimo, el maestro más sa-
bio, el defensor incansable, el modelo de
esclavitud a Jesús por manos de María, el
amigo siempre fiel. Y cuando la devoción al
Santo Patriarca haya alcanzado el grado de
consistencia y de fervor cuya exacta medida
sólo es conocida por la Providencia, se ope-
rarán las maravillas de la gracia y asistire-
mos al gran giro de la Historia. «Id a José y
haced lo que él os diga» (Gén 41, 55); él os
llevará, después de pasar con altanería y vic-
toriosamente por persecuciones y batallas,
al Reino de María, al Reino de los Cielos.

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Heraldos del Evangelio

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Consagración
a San José
¡O h santísimo esposo de María! Aquí es-
tamos quienes han sido asistidos por Vos de
una manera especial en todas las circunstan-
cias, y que os han escogido como patrono de
la confianza.
¡Oh San José! Vos habéis cumplido vues-
tra misión llevándola hasta las últimas conse-
cuencias con una virtud perfecta.
Y nosotros, ¿no hemos sido llamados tam-
bién? ¿No será que hay en nuestros caminos
algo que aún falta por realizar? Sí, en estos
momentos trágicos en que la humanidad se
encuentra en el delirio de una horrible deca-
dencia, cada uno de nosotros ha recibido una
misión específica en vista del Reino de vues-
tra purísima Esposa.
Con el auxilio de la Virgen y con vuestra
protección, tenemos el deber de revertir la si-
tuación actual, combatir y vencer al mundo;
y, en consecuencia, ser íntegros, prudentes y
fieles.

27
Sin embargo, debido a nuestra condición
humana, reconocemos que no nos encontramos
a la altura de un panorama tan grandioso. Por
eso, acudimos a Vos para pediros que nos aco-
jáis con vuestra paternal bondad y que aceptéis
que nos consagremos a Vos.
Por vuestra intercesión, colocamos nues-
tras almas y nuestro haber y poseer a los pies
de nuestro Señor Jesucristo. Como sois el jefe
de la Sagrada Familia, vuestra relación de au-
toridad sobre el Niño Jesús continuará por toda
la eternidad, de tal forma que Él atenderá siem-
pre vuestras peticiones.
Siendo así, venimos a suplicaros que: en
cuanto Patriarca de la Santa Iglesia Católica,
a la cual nunca dejáis de socorrer, nos toméis
a cada uno de nosotros en vuestras manos y
nos gobernéis.
Y por vuestra intercesión junto a Ma-
ría Santísima, os rogamos que nos obtengáis
vuestra fe y vuestra confianza, La certeza se-
rena de que la Santa Iglesia llegará a su triun-
fo, El valor de los cruzados, La perfección con
la que enfrentasteis todas las perplejidades, Y
el esplendor de una santidad jamás vista en la
Historia.
Así sea.
(Mons. João Scognamiglio Clá Dias, EP)

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