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No se permiten mascotas

Desde el momento en que Demóstenes se arrancó esos


guijarros de la bocaza, montó un culebrón en Atenas y
electrizó al vulgo con su inspirada oratoria, quedó claro
que las palabras, cuando se las entonaba con energía,
poseían la dramática capacidad de conmover a los hom­
bres hasta la médula. Basta con evocar a Lincoln en
Gettysburg, a Winston Churchill arengando a los atri­
bulados británicos bajo intensos bombardeos, a Roose­
velt enfrentándose desafiante al miedo mismo, por no
mencionar las veinte palabras que el Huffington Post
calificó de «tal vez lo más importante que dijo Miley
Cyrus».
Al parecer, un encuentro entre la prensa y la erótica­
mente provocativa superestrella se había centrado con
la precisa previsibilidad de un misil termodirigido en el
tema de las relaciones sexuales, y ella proclamó su irre­

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Gravedad cero.

frenable libertad sensual con una declaración que, digna


de Thomas Jefferson o del ciudadano Thomas Paine,
reproduzco al pie de la letra:
«Estoy literalmente abierta a cualquier cosa que sea
consentida y que no involucre a ningún animal…»
Este lúbrico manifiesto, apenas por debajo del bes­
tialismo, me trajo a la mente las sinceras cavilaciones de
otra librepensadora que he conocido, pero en este pun­
to debería hacerme a un lado y dejar que sea la propia
dama quien desgrane toda la escabrosa enchilada.

Oh, guau, la vida es como que totalmente impredecible.


Quién habría pensado al ver esas películas caseras de
ocho milímetros con la pequeña Amber Grubnick reto­
zando por los verdes prados con Penoso, su Golden Re­
triever, que el primer álbum que grabaría para Autopsia
Records llegaría a disco de platino. No estoy diciendo
que la imagen de una servidora en la portada, sin nada
encima salvo mi propia y despejada epidermis y un bra­
zalete de la Gestapo, no haya animado un poco las ven­
tas, porque, admitámoslo, estoy de muerte. Tampoco es
que esté formada como esas titánicas nenas de Victoria’s
Secret cuyo cuerpo prueba sin lugar a dudas la existen­
cia de Dios. No, mi atractivo es estrictamente el de una
chica normal que transmite inteligencia, valores familia­
res y la disposición a realizar cualquier acto.
Mi primer agente, Waxy Sleazeman, no me podía
sacar las manos de encima. Waxy me descubrió cantan­

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Woody Allen.

do en la banda de rock Toxic Waste en el Burgeoning


Tumor, un antro del centro. Por cierto, no fue Waxy
quien me quitó la virginidad, como se rumorea falsa­
mente, puesto que mi desfloración tuvo lugar mucho
antes en un ascensor atascado del Dry Heaves Motel por
cortesía de Luther Headcase, el cantante principal de
Swine Flu. Pero quien lanzó mi carrera de cantante fue
Sharkey y debo decir que, durante los meses que fuimos
amantes, me enseñó algunas posiciones nuevas y muy
interesantes que creo que sacó de un mural de un templo
de Mumbai. Sharkey me presentó a Nigel Pilbeam, aquel
gran cazatalentos británico que fue el propulsor de mi
primer álbum. Recuerdo lo mucho que me sorprendí el
día que fui a tomar el té a su casa cuando él y su aman­
te, lady Beancurd, me propusieron un trío. Por supuesto
que me quedé helada, porque, básicamente, soy una per­
sona recatada con una estricta educación religiosa, y
tuve que hacer un gran esfuerzo para superar mi natural
timidez y decidirme a sacar unas cadenas y un vibrador
que casualmente llevaba en el bolso. Cuando mi álbum
empezó a tener éxito, dejé Nueva York para iniciar una
gran gira de conciertos y fue entonces cuando conocí al
playboy internacional Porfirio Moshpit, quien tenía su
propio Gulfstream y no tardó en hacerme socia del «Mile
High Club». Puso el avión en piloto automático y tuvo
sexo conmigo a doce mil metros. Luego cogió los man­
dos y yo tuve sexo con el piloto automático. Porfirio
estaba metido en todo ese asunto del tantra y podía

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Gravedad cero.

durar eternamente haciendo el amor. Un día lo hicimos


dieciséis horas seguidas sin interrupciones y, cuando ter­
minamos, lo busqué en la cama, pero no había más que
un montoncito de polvo. Después de Porfirio, se me in­
sinuó Nat Pinchbeck, un profesor de filosofía. A Nat le
gustaban los juegos de rol. Fumábamos hierba en su piso
y entonces él fingía ser Werner Heisenberg y yo me ponía
un tanga y a veces era una partícula y otras una onda,
y el hecho de que él no pudiera determinar mi posición
exacta lo excitaba muchísimo. Una noche me preguntó
si me gustaría ir a una fiesta y, típico de él, jamás men­
cionó la palabra «orgía». Yo, siempre dispuesta a vivir
nuevas experiencias, lo hice en una sala con veinticinco
invitados desnudos y estuvo bien, aunque siento que el
sexo con más de una docena de personas a la vez puede
volverse demasiado impersonal.
Esa misma noche me encontré con unos amigos para
tomar algo en el Fire Trap, un pequeño bar cercano,
donde no pude evitar fijarme en una esbelta mujer asiá­
tica que bebía sola y que parecía estar observándome,
desvistiéndome con los ojos. Me quitó la falda y la blu­
sa con el ojo izquierdo y las prendas íntimas con el de­
recho. Se acercó y me susurró algo al oído. Yo respondí
que su propuesta me dejaba fría y que, si bien en realidad
no me interesaba el sadomasoquismo, detestaba verme
a mí misma como una de esas mujeres de miras estrechas
o una aguafiestas que se quejan si las atan, las encapu­
chan y las muelen a palos. Era Fay Ling Upwood y nos

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Woody Allen.

fuimos a vivir juntas a un lujoso rascacielos. Teníamos


un espejo en el techo sobre la cama y, para daros una
idea de lo apasionada que era nuestra relación, también
teníamos otros en el techo sobre el sofá, en la mesa del
comedor, en el vestíbulo del edificio y en el ascensor.
Recuerdo que nos invitaron a las carreras de Belmont y
cuando estábamos haciendo una visita privada por los
establos de los participantes de la séptima carrera noté
por casualidad que Bold Vontz, el favorito, estaba mi­
rándome fijamente desde su cubículo. No estoy diciendo
que tuviera una actitud obvia, pero creedme que sentí la
misma vibración que cuando alguien me está echando
el ojo. De pronto, Fay Ling se puso lívida y sus almen­
drados ojos resplandecieron de furia.
—¿Tú tienes un lío con ese caballo? —inquirió brus­
camente.
—¿Yo? No seas tonta —respondí.
—No me mientas —dijo.
Temblé y mi corazón empezó a latir más rápido.
—Estabais intercambiando miradas —me acusó—.
Le sonreíste y, si no me equivoco, el caballo te hizo un
guiño.
—Estás chiflada —argumenté—. Te he dicho varias
veces que estoy literalmente abierta a cualquier cosa que
sea consentida y que no involucre a ningún animal.
—No te creo, perra —chilló mi media naranja, antes
de girar sobre sus altos tacones y marcharse de mi vida
para siempre.

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Gravedad cero.

Bueno, no solo acababan de abandonarme, sino que


supongo que no debería haber abierto la boca, porque
cuando eres una celebridad todo lo que dices termina im­
preso. Y no veas: al día siguiente mis palabras se publicaron
bajo el titular: Sexi Estrella Pop Discrimina — No Quiere
Saber Nada Con Animales. Y hay una foto falsa retocada
de mi boca rezumando una indiferencia absoluta mientras
contemplo a un gran danés, un pez dorado y al caballo
ganador del Preakness. De pronto, me llaman de la CNN
y me preguntan si me gustaría ir a defender mis comentarios
políticamente incorrectos. Lo siguiente que recuerdo es que
se forman piquetes antidiscriminación en mis conciertos y
mi álbum se hunde. Sumida en el pánico, mi publicista,
Rose Gorgon, me rogó que me disculpara, que asegurara
que la cita había sido sacada de contexto y que en realidad
yo trazo la línea solo con determinados animales, como los
hipopótamos y los kudúes menores. Supongo que mi hu­
millación pública ayudó a aplacar a los bárbaros a las
puertas, porque poco a poco algunos de mis seguidores
empezaron a regresar y a perdonarme, pero todo este asun­
to ha sido duro para mi psiquis. Por ejemplo, estaba en una
cena tranquila en casa de mi prima Elsie y de pronto su
pájaro miná me hace ojitos y dice: «Oye, cariño, qué tal si
nos vemos mañana en el hotel Carlyle: habitación 601. ¡Y
ponte medias de red!».
Al principio me eché atrás, pero luego apunté la cita.
A fin de cuentas, lo que menos necesito es que todos esos
ornitólogos digan que soy una intolerante.

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