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Patricia Matthews Amor Pagano
PATRICIA MATTHEWS
AMOR
PAGANO
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Patricia Matthews Amor Pagano
ÍNDICE
ÍNDICE .................................................................................... 3
ARGUMENTO .......................................................................... 4
La Canción de Liliha ............................................................ 5
Capitulo 1 .............................................................................. 6
Capítulo 2 ............................................................................ 20
Capítulo 3 ............................................................................ 32
Capítulo 4 ............................................................................ 45
Capítulo 5 ............................................................................ 60
Capítulo 6 ............................................................................ 73
Capítulo 7 ............................................................................ 90
Capítulo 8 .......................................................................... 104
Capítulo 9 .......................................................................... 123
Capítulo 10 ........................................................................ 146
Capítulo 11 ........................................................................ 161
Capítulo 12 ........................................................................ 172
Capítulo 13 ........................................................................ 191
Capítulo 14 ........................................................................ 214
Capítulo 15 ........................................................................ 229
Capítulo 16 ........................................................................ 245
Capítulo 17 ........................................................................ 262
Capítulo 18 ........................................................................ 282
Capítulo 19 ........................................................................ 296
Capítulo 20 ........................................................................ 307
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ARGUMENTO
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La Canción de Liliha
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Ca p i t u l o 1
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Protegidos por las sombras cada vez más densas dos hombres, los únicos blancos
de la isla de Maui, se mantenían apartados y observaban la llegada de Liliha en la
lujosa embarcación. Era una nave pesada, y se necesitaban setenta hombres fuertes
para moverla. Liliha y Akaki viajaban con elegancia serena, casi majestuosa, bajo la
sombrilla de damasco.
— Bastante altiva para tratarse de una perra pagana, ¿verdad, reverendo? — dijo
el más delgado de los dos hombres.
— No me agrada ese lenguaje, señor Rudd —dijo Isaac Jaggar.
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— Reverendo, si usted cree que ella es una mujer tan importante y poderosa —
dijo Asa Rudd con voz burlona, ¿por qué está ayudando a secuestrarla?
— No importa lo que yo pueda pensar de Liliha Montjoy y su moral, o de su falta
de fe en el Todopoderoso, de todos modos es una, mujer, una de las más dulces
criaturas de Dios, y por eso mismo no puedo permitir que se la profane.
— De veras, reverendo, ¡usted es un verdadero caso!— dijo riendo Rudd.
Jaggar parpadeó, pero logró abstenerse de formular comentarios. A juicio de
Jaggar, Rudd era un hombre vulgar, un ateo; pero Jaggar se había aliado con él para
salvar las almas de los isleños, y tenía que soportarlo. Peor que la tosca naturaleza de
Rudd era su risa... un sonido agudo, chirriante, que recordaba ingratamente el
cacareo de las aves de corral.
Salvo la meta común, los dos hombres eran cada uno lo contrario del otro. Rudd
era bajo y moreno, rápido y ágil como una cucaracha que escapa de la llama de una
vela. Era el producto de las callejuelas y los barrios bajos de Londres. En cambio,
Isaac Jaggar era alto, desmañado, huesudo, con articulaciones nudosas y nariz
prominente en un rostro austero. En contraste con el gemido populachero de Rudd,
hablaba con el acento de Nueva Inglaterra, y su discurso abundaba en citas bíblicas.
Ahora Rudd dijo quejosamente:
—¿Dónde está Lopaka? No podemos hacer nada sin él. Dijo que vendría.
—Aquí estoy, Asa Rudd —dijo una voz gutural. Sobresaltados, los dos hombres se
volvieron. En la oscuridad, la figura de Lopaka se recortaba amenazadora. Era un
hombre alto y musculoso de unos treinta y cinco años.
Con su piel cobriza y ardientes ojos negros, Lopaka recordaba a Jaggar a los indios
norteamericanos a los que había visto antaño, durante una excursión por las grandes
planicies de Estados Unidos. Lopaka exhibía el mismo salvajismo silencioso, y por su
carácter era un hombre cruel, perverso y absolutamente sin escrúpulos. Cuando la
conciencia remordía a Jaggar porque hacía causa común con ese isleño, el religioso se
decía que el Todopoderoso seguía caminos extraños y misteriosos, y que si la unión
con Lopaka promovía la obra del Señor, que así fuera.
Con sus inquietos ojos saltones, el cuerpo nervioso, Rudd preguntó ansioso:
—¿Preparados para actuar, Lopaka?
—Yo estoy preparado, Asa Rudd —dijo Lopaka con su voz profunda. Lopaka
vestía únicamente un malo, pero pese a su cercana desnudez había en él algo
majestuoso, lo cual inducía a creer en su pretensión al gobierno de Hana.
— Poco antes de que comience la ceremonia lanzaré un grito de guerra. Esa será la
señal. Debéis estar preparados.
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Dicho esto comenzó a alejarse, no furtivamente, sino con pasos regulares. A pocos
metros desapareció, confundido en las sombras de la tarde.
—Caramba —dijo Rudd—, ¡ ese hombre me inquieta!
—Lopaka será un converso importante para la causa del Señor —canturreó Jaggar.
—¿Ese? ¡Es más probable que sea un converso para la causa del demonio!
Había llegado el momento.
Liliha salió de la choza a la luz originada por muchas antorchas que formaban un
círculo alrededor del lugar destinado a la ceremonia. Vio a Koa, alto y majestuoso,
que salía de otra choza, frente al círculo; mostraba su tocado de plumas amarillas y la
capa del cargo. La luz, que se reflejaba en centenares de minúsculas plumas, les
arrancaba intensos reflejos. Se hizo un denso silencio, e incluso los tambores callaron
mientras los dos amantes se acercaron el uno al otro.
Cuando ya casi se habían reunido, una voz alta y clara pronunció el canto
matrimonial:
El cielo se cubre de sombras,
Las nubes móviles comienzan a separarse,
Las nubes como flores en el cielo,
El rayo ilumina aquí y allá,
El trueno reverbera, retumba y ruge,
Y envía sus ecos a Ku—hailioe
A H'i—lau—ahea
A las mujeres de las altas llamas.
Buscaron al perdido, y ahora lo encontraron...
Hallaron a un compañero
Con quien compartir el frío del invierno.
El cielo está cambiando,
Para Hakoi—Ini, la casa de la bienvenida
Donde podemos descansar.
El amor formuló un ruego
Que los dos se unan
Aquí hay un lugar, un lugar de descanso celestial,
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Como respondiendo a las palabras del canto, se oyó un grito fuerte y agudo que
quebró el silencio respetuoso. Liliha advirtió que era un grito de guerra, un grito casi
olvidado desde que la paz se había impuesto en las islas.
Se detuvo a pocos metros de Koa, y sintió el grito que brotaba de su garganta.
Pudo ver detrás de Koa una lanza emplumada que volaba hacia él saliendo de la
oscuridad. Entonces gritó, pero era demasiado tarde. Koa arqueó el cuerpo, tratando
de aferrar la lanza, que lo había alcanzado en mitad de la espalda, y después de
atravesarle el cuerpo mostraba la punta ensangrentada que brotaba por el pecho.
De la multitud surgieron gritos de alarma, y todos acudieron a Koa, que cayó.
Sollozando, Liliha se abrió paso hasta donde él yacía.
Se acercó bastante, por lo menos para ver por última vez el rostro de Koa que
había caído de costado. Después, varias manos le aferraron el brazo, y sintió que la
apartaban de la multitud para hundirla en las sombras. Antes de que pudiera gritar,
la alzaron en vilo, como si tuviese apenas más peso que un coco, y un individuo se la
echó al hombro.
Sus esfuerzos fueron tan inútiles como los de un pez que se debate en una red. El
hombre que la había capturado comenzó a correr por la arena cuando Liliha miró
desesperada hacia atrás, advirtió que la noche borraba la imagen de la ceremonia y
de Koa.
Cada vez que el hombre que la había apresado daba un paso, el cuerpo de Liliha
saltaba en el aire y sentía que le faltaba el aire en los pulmones. La agobiaba un dolor
terrible, era un dolor sin origen conocido, un dolor que se manifestaba por doquier, y
le impregnaba el cuerpo y el alma. Un dolor que era el rostro inmóvil de Koa.
Endurecida por este sufrimiento, no podía moverse, y sólo en parte tenía conciencia
del ambiente que la circundaba. Después, el hombre se detuvo bruscamente, y Liliha
comprendió que la descendían al suelo. Al caer, su cabeza chocó contra una
superficie dura. Sintió el dolor físico y casi recibió con agrado la distracción.
Después, una oscuridad más densa borró todo su pensamiento:
Liliha se sintió momentáneamente confundida cuando recobró la conciencia.
Recordó que se había desmayado y el golpe en la cabeza aún le dolía. Cuando abrió
los ojos sólo vio sombras. Un terror atávico la dominó. ¿Quizá el golpe la había
cegado?
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Después, percibió el leve movimiento en las tablas sobre las cuales yacía. Como
hija de un pueblo que vivía en estrecha relación con el mar, Liliha conocía bien el
movimiento del océano, pero no estaba a bordo de una canoa; de eso estaba segura.
Conocía los enormes barcos del hombre blanco, y varias veces había estado a bordo
de esas naves. Estaba en un barco de los blancos, en un compartimiento oscuro, sobre
cubierta.
Cuando exploró cuidadosamente con las manos, comprobó que estaba tendida en
un tosco camastro. Se puso de pie y se movió lentamente para medir los límites de su
prisión. En poco tiempo regresó al punto de partida, el camastro. Su jaula —porque
ya la definía así—era una pieza mucho más pequeña que el dormitorio que
compartía con Akaki.
Cuando pensó en su madre, la asaltaron los recuerdos de la víspera, y ese dolor
terrible sin origen preciso la obligó a doblar el cuerpo, abrumada.
— ¡Auwel!¡Auwel!
¿Jamás volvería a ver a su madre? Y Koa... ¡Koa había muerto abatido por la lanza
de un asesino!
Su padre inglés, William Montjoy, le había dicho cierta vez: "Querida,
teóricamente uno vive una vida pura y si ha sido bueno con el prójimo, hereda la
tierra. Recuérdalo, ésa es la teoría. Si después compruebas que los hechos no se
ajustan a la idea, no me eches la culpa."
A pesar de la lengua bastante afilada y un ingenio implacable, su padre tenía un
carácter bondadoso y amable; pero Liliha le había creído, así como creía el consejo de
su madre: "Hija, nuestro pueblo tiene muchos kapus absurdos, sobre todo cuando se
trata de las mujeres que habitan las islas. Tu madre tiene sólo dos leyes para ti: no
hagas nada que te avergüence y no hagas nada que dañe a otra criatura. "
Así, durante diecisiete años, Liliha se había atenido a las normas enseñadas por
sus padres. No había hecho nada por lo cual pudiera avergonzarse, y por lo que
sabía, no había hecho nada que pudiese dañar a otros. Según creía, otro tanto podía
decirse de Koa. Y sin embargo Koa, el apuesto y gentil Koa, había muerto y a ella la
habían secuestrado en la noche.
El dolor sin nombre se acentuó, y Liliha se desplomó sobre las planchas lisas y
húmedas, y hundió el rostro en las manos.
De pronto, oyó el ruido del cerrojo y la puerta se abrió. Liliha se irguió
sobresaltada.
Sosteniendo una linterna sobre su propia cabeza, un hombre estaba de pie en la
puerta del camarote, balanceándose suavemente. Cuando la luz amarilla de la
linterna le iluminó el rostro, Liliha contuvo la respiración. ¡Reconocía esa cara! Era
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Asa Rudd, el blanco que dos veces la había abordado las últimas semanas. Asqueada
por sus modales, al mismo tiempo serviles y agresivos, ella había rehusado hablarle.
Al ver la actitud de Liliha, Asa Rudd se echó a reír.
— ¿Me reconoces, princesa? Ya te dije que no renuncio fácilmente. ¡Caramba, así
soy! Puesto que no quisiste hablar conmigo, decidí tomar el asunto en mis propias
manos.
— ¿Por qué me tiene aquí, Asa Rudd?
En lugar de responder directamente, Rudd elevó aún más la linterna, y su mirada
recorrió el cuerpo de la joven.
El atuendo kapa recubría el cuerpo de Liliha sólo a partir de la cintura. Liliha sabía
que de acuerdo con las normas aplicadas por la mayoría de los blancos, estaba
vestida indecentemente. Pero los isleños no tenían tal concepto acerca del cuerpo
humano, y en definitiva despreciaban la actitud del blanco en esas cuestiones. Sin
vanidad, Liliha sabía que tenía un cuerpo hermoso, y eso no la avergonzaba. Su piel
era perfecta, los muslos lisos y fuertes, y tenía los pechos altos, colmados de
promesas para sus futuros hijos. Los cabellos eran negros como los de su madre, y
caían en ondas elegantes hasta las caderas, bastante anchas para suministrar un
agradable refugio a la simiente de los jefes.
Sólo en el rostro se veía la influencia paterna. La sangre del hombre blanco había
refinado la nariz, que era recta, con aletas levemente móviles; había adelgazado un
poco los labios de su raza; tenía los ojos claros, del color de la miel fundida: amarillo
dorados y salpicados con puntos color ámbar.
Permaneció inmóvil, orgullosa bajo el examen calculador de Rudd. Sólo sus manos
aferraban dolorosamente la minúscula figura tallada de Pele que le había regalado su
madre; era el único gesto que traicionaba su agitación. Y cuando los bordes afilados
se le hundieron en la carne, Liliha comprendió que, por primera vez en sus diecisiete
años, se avergonzaba de que un hombre la mirase.
Rudd se balanceó sobre sus pies.
— ¡Caramba, eres una hembra apetecible! —dijo con dureza. Avanzó hacia ella
con intenciones evidentes. Liliha resistió el ansia de retroceder, mantuvo el terreno y
expresó su cólera.
—Asa Rudd, si me toca lo lamentará.
Liliha se irguió, y Rudd comenzó a detenerse. Cuando mostró toda su altura, ella
sobrepasaba en varios centímetros al hombre, y al margen de su belleza, podía
decirse de Liliha que era un soberbio ejemplar físico. Rudd recordó las cualidades
atléticas que Liliha había demostrado en los diferentes juegos que los isleños
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practicaban; y pudo recordar con claridad las veces que la había visto nadando en el
mar; era capaz de aventajar a la mayoría de los hombres de Hana.
Se detuvo y dijo con voz agria:
—Soy un hombre de negocios, y siempre me atengo al proverbio del comerciante:
No hay que deteriorar la mercancía porque reduce el precio.
—¿Qué significa eso? —preguntó temerosamente Liliha—. ¿Usted es un
esclavista? ¿Me van a vender como esclava?
Rudd retrocedió sorprendido. Rió con voz cascada.
—¡Caramba, no se trata de eso! ¡No estoy en ese negocio, y para mí tú vales mucho
más que una esclava!
—¿Cómo? ¿En qué sentido valgo más?
Rudd abrió la boca para contestar. Después, en su rostro se dibujó una mirada
astuta.
—No, no. —La amenazó con el dedo.— Esa será mi sorpresa. Mi regalito de
despedida, por así decirlo.
Comenzó a retroceder hacia la puerta del camarote.
—Por favor... —Liliha avanzó un paso hacia el hombre.— Por lo menos dígame
cuánto tiempo estaré encerrada en esta... en esta jaula.
—Jaula, ¿verdad? —La risa de Asa Rudd era cruel e irritante.— Será mejor que te
acostumbres a esto, porque permanecerás aquí muchísimo tiempo. Quizá —curvó los
labios en una sonrisa—, incluso acabes mirando con buenos ojos mis intenciones. Eso
podría ayudarte a pasar el tiempo, ¿eh? ¡Y ya descubrirás que no es tan malo!
Liliha despertó después de haberse adormecido y oyó el crujido del cordaje, las
voces de los hombres y sintió el movimiento. ¡La nave estaba moviéndose!
Se puso de pie y abandonó el lugar donde había dormido un rato. Sabía que había
llegado el alba, pues por las rendijas de la puerta pasaban hilos de luz. Liliha golpeó
la dura madera de teca, pero nadie acudió en respuesta a sus ruegos, y la gruesa
madera resistió fácilmente sus esfuerzos.
Hasta entonces había rehusado entregarse a las lagrimas; pero ya no pudo
contenerlas. Gimiendo suavemente, se dejó caer al suelo, con la espalda apoyada en
la puerta.
—Molía —dijo en voz baja, despidiéndose de su madre Akaki; de Koa, su amante
muerto; y de Hana Maui, que era su hogar.
El dolor que venía no sabía de dónde la agobiaba, Con un esfuerzo para orientar
su pensamiento hacia otras cosas, Liliha pensó en su padre, que había muerto hacía
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casi dos años, y en lo que debió de parecerle Maui la primera vez que llegó allí,
diecisiete años atrás...
De acuerdo con la versión de Akaki, un blanco era un espectáculo extraño en 1802,
pero a los ojos de William Montjoy, que había llegado poco antes de Inglaterra, los
isleños seguramente habían sido seres extraños. De todos modos, William se
adaptaba fácilmente a cualquier sociedad y a todas las circunstancias. Era eso, o algo
así lo que dijo a Liliha cuando ella tuvo edad suficiente para entender: "Nací en un
lugar y un momento equivocadas. Esta es la vida que me agrada. No necesito
administrar propiedades, ni realizar trabajos, y tengo libertad para comer, beber y
hacer el amor. Mira, Liliha, ésa es la vida que debí vivir desde el comienzo y hubiera
preferido no verme obligado a esperar la mayor parte de mi vida antes de
descubrirla."
Sí, William se adaptó perfectamente, y antes de que pasara mucho tiempo se
convirtió en amante de Akaki, y después en marido, y finalmente fue el padre de
Liliha. Corno Akaki tenía sangre real, no era necesario que su marido pescase o
llevase a cabo esas tareas fatigosas. Podía dedicar su tiempo a nadar, tostarse al sol
del trópico beber el potente licor nativo, llamado okolehu, hacer el amor a su esposa
y educar a su hija.
Tanto fue el encanto de William, que fue aceptado por la mayoría de los isleños y
despertó hostilidad en muy pocos.
El único motivo de disputa entre Akaki y William sobrevino a causa de la decisión
del hombre de dar a Liliha por lo menos una educación inglesa rudimentaria.
—Muy poco puedo hacer por nuestra hija; pero tengo educación. En todo caso, en
vista del desorden de mi vida, puede decirse que tengo cierto exceso de educación.
—Liliha no necesita la educación del blanco.
—En eso te equivocas, mi flor isleña. Recuérdalo, el blanco viene hacia aquí.
Descenderá en tu isla como una plaga. El dominio del idioma de los blancos será una
ventaja para nuestra hija. Tú, mi querida Akaki, puedes ocuparte de su educación en
otras áreas. No sólo tienes mi permiso, sino también mi aprobación. Deseo que ella
posea lo mejor de ambas culturas.
Como hacía en la mayoría de las cosas, Akaki cedió a los deseos de su encantador
marido, y desde que cumplió diez años, Liliha dedicó por lo menos dos horas diarias
a aprender bajo la tutela de su padre. Era inteligente y rápida, y pronto dominó bien
el inglés; asimiló también la geografía y la historia del mundo. Su padre tenía dos
libros, dos volúmenes bastante vapuleados y manchados por el agua del mar. Uno
era de geografía con muchos mapas; el otro, un libro acerca de Inglaterra, la patria de
William Montjoy, con dibujos detallados de la vida inglesa. Pero Liliha aprendió la
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—No. —Liliha meneó la cabeza.— Nuestras costumbres no son las suyas. Seremos
marido y mujer como lo fueron mi madre y mi padre, y como antes lo fueron los
padres de mi madre.
—Las viejas costumbres cambiarán —canturreó Jaggar—. Por eso estoy aquí.
—No aceptaré cambios — dijo firmemente Liliha.
—Tampoco yo —dijo Koa, que habló por primera vez—. Yo seré alii de Hana, y
Liliha será mi reina. Gobernaremos, y nuestro pueblo hará lo que digamos.
—Reverendo Jaggar, ¿por qué no se marcha de aquí?
—Preguntó Liliha—. No se le ve con buenos ojos. Los isleños se ríen de usted. La
semana pasada, cuando usted convenció a Moana de que usara esa prenda que usted
llama túnica, las mujeres se escondían detrás de las palmeras y se reían y burlaban.
El rostro de Jaggar enrojeció. Tronó:
—¡Mujer, cuando se burlan de mí, se burlan del Todopoderoso! ¡Yo soy sólo Su
servidor!
—Reverendo Jaggar, no nos burlamos de su Dios —dijo alegremente Liliha—. Sólo
de usted. Le aconsejo que nos deje en paz, si no desea que se burlen de usted.—Tiró
de la mano de Koa.— Vamos, Koa. Separémonos de este hombre sin alegría, no sea
que nos parezcamos a él.
Mientras se alejaban tomados de la mano, Jaggar rugió:
—La única alegría verdadera y auténtica está en el camino del Todopoderoso. Las
alegrías de la carne, las alegrías de este mundo, son fugaces. Son nada comparadas
con la alegría de la vida eterna. Arrepentios, pecadores, antes de que sea demasiado
tarde.
Liliha y Koa continuaron caminando sin prestarle atención.
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Mientras Isaac Jaggar veía cómo Asa Rudd apresaba a Liliha y desaparecía con
ella en la oscuridad, comenzó a recordar esa noche en la playa, cuando había
tropezado con Liliha y Koa comprometidos en la unión carnal.
El recuerdo del placer que ellos sentían en ese acto desvergonzado, y la
humillación que había experimentado por el desafío de la joven, vinieron a fortalecer
su decisión mientras observaba cómo se llevaban a Liliha y cómo su amante caía,
abatido por la mano de Lopaka.
Jaggar se dijo que así era mejor. Una vez desaparecidos Liliha y Koa, y anulada su
influencia, quizá él pudiera progresar en la tarea de convertir al pueblo de la isla.
Liliha no sufriría grave daño. Asa Rudd así lo había jurado. Sin embargo, Rudd era
un hombre sin dios. ¿Podía confiarse en su palabra?
Y Koa...
Jaggar trató de rechazar los escrúpulos de conciencia mientras miraba la figura
caída del jefe muerto. No aceptaba la violencia y el asesinato, y, sin embargo, la
historia estaba llena de ejemplos en los que el cristianismo había tenido que apelar a
la violencia, había tenido que esgrimir la espada para promover la obra del
Todopoderoso. Los Cruzadas eran un ejemplo que le vino a la mente. Y los actos
lascivos de Liliha y Koa debían ser frenados si se quería convertir a los isleños
paganos. Las pasajeras alegrías de la carne debían sofocarse si se deseaba seguir el
camino verdadero.
Issac Jaggar era un ejemplo viviente de lo que él mismo pensaba. Su propia carne
era débil. ¡Oh, bien lo sabía! Sin embargo, a pesar de sus muchos fracasos, a pesar de
los juramentos que él solía repetir y que infringía, no había renunciado a la lucha y
jamás renunciaría.
Su primera transgresión había ocurrido en Nueva Inglaterra. Allí, Jaggar había
tenido su propia iglesia y había desarrollado el trabajo del Todopoderoso sin
problemas hasta que Ruth, su esposa durante unos diez años, había fallecido. Poco
después de su muerte la tentación dominó a Jaggar. Una rolliza viuda de su
congregación le había aclarado que estaba disponible, y él había sucumbido a los
pecados de la carne. Siempre, después de estar con ella, Jaggar se había flagelado y
jurado que no volvería a ocurrir, pero con el correr del tiempo, sus impulsos carnales
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Ella le dijo que se llamaba Moana, que era el primer blanco a quien ella conocía, y
que se sentía honrada de hacer el amor con un sacerdote de la raza blanca.
Jaggar tronó:
—Apártate de mí, tentadora: Soy un servidor del Todopoderoso, y no cederé a las
tentaciones de la carne.
Ella sonrió, le tomó la mano, y la llevó a su seno tibio. Después, le tomó la segunda
mano y lo llevó hacia un bosquecillo de palmeras, un lugar en sombra, fuera de la luz
de la luna. Perdido, Jaggar avanzó a tropezones por la arena. Cuando estuvieron bajo
la primera palmera, ella retrocedió un paso. Con un movimiento flexible se quitó la
prenda que la cubría y permaneció desnuda, ofreciéndose a la mirada ardiente del
hombre. El triángulo oscuro en la unión de los muslos era una seducción a la que él
no podía resistirse.
Con un gemido, Jaggar se despojó de sus ropas. Desnudo, totalmente excitado, fue
hacia ella. Con la sonrisa sensual y astuta todavía en los labios, Moana lo arrastró a la
arena con ella. Con un solo movimiento de las caderas, lo recibió en su intimidad.
Impulsado por el ardor y la pasión, Jaggar perdió el sentido de las cosas y olvidó
todo lo que no fuese su necesidad. Ella era una descarada total, y a la violencia
respondió con violencia, tomando y exigiendo. Jaggar no podía pensar en otra cosa, y
así se convirtió en instrumento de la sensualidad. Cuando recuperó algo parecido a
la razón después del espasmo final, se sintió solo. Estaba arrodillado, agotado y
tembloroso.
Uniendo las manos, elevó los ojos al cielo.
— ¡Oh, Dios mío, olvida mi pecado! No sé qué hacer. En mí es una enfermedad, y
tengo que eliminarla. No pecaré más. De rodillas, oh, Señor, lo juro. En adelante,
consagraré todos mis momentos de vigilia a Tu trabajo. Como penitencia, redoblaré
mis esfuerzos en Tu beneficio.
Sin embargo, volvió a pecar una y otra vez. Cada vez que Moana venía a buscarlo,
se acostaba con ella. Lo intentó todo: la plegaria; la predicación ferviente cuando
podía encontrar a un público de una o más personas; el ayuno hasta que llegó a
adelgazar más que nunca se le hundieron los ojos, la expresión espectral. Cierta vez,
en un acceso de casi locura, recordó la admonición bíblica: "Si tu ojo derecho te
ofende, arráncalo, y arrójalo lejos", y mórbidamente contempló la posibilidad de
extirpar el órgano pecador. Felizmente, la cordura volvió a su espíritu a tiempo para
salvarlo de la mutilación.
Todos sus esfuerzos fueron vanos... cada vez que Moana se acercaba, Jaggar
sucumbía.
Irónicamente, cuando recibió el cargamento de túnicas —vestidos largos, que
cubrían la forma temenina como una mortaja, desde el cuello hasta los pies—
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Lopaka se sintió asombrado cuando comprendió que la batalla se volvía contra él.
Jamás había concebido la posibilidad de un desenlace de este carácter. Había estado
firmemente convencido de que los habitantes de Hana serían presa de la confusión y
el pánico después de la muerte de su jefe. Al final, en cuanto las islas estuvieron
unidas bajo el gobierno del rey Kamehamerta, los habitantes se ablandaron y
comenzaron a haraganear, porque ya no soportaban los rigores de la batalla. Como
ya no poseían el coraje de los guerreros, no estaban dispuestos a luchar. O eso había
creído Lopaka.
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estaba a salvo del peligro, ni mucho menos. La noche tibia latía con el redoble de los
tambores, que enviaban mensajes con más velocidad que la que él podía desarrollar.
Los mensajes relataban la muerte de Koa y la fuga de su asesino, Lopaka.
"¡Interceptadlo! ¡Matad al asesino Lopaka! ¡Que no llegue al santuario!"
El hombre que corría sonrió ásperamente y continuó la fuga. No se dejó dominar
por el pánico, y no aumentó su velocidad. Tenía que recorrer mucha distancia y sabía
que era necesario ahorrar fuerzas.
Había un factor que lo favorecía. Prácticamente todos los varones aptos que vivían
en Hana o en sus proximidades, con las posibles excepciones de los jefes y los
sacerdotes del santuario, habían asistido al matrimonio de Koa. De modo que si los
dioses lo favorecían, no encontraría en su camino un guerrero que le impidiese
continuar la marcha.
Los dioses, Lopaka rió desdeñosamente. No creía en los dioses, ni en los de la isla,
ni ciertamente en el Dios cristiano de Isaac Jaggar. Había visto la oportunidad de
usar a Jaggar para sembrar la semilla de la disensión entre los habitantes de Hana y
lo había aprovechado, prometiendo a Jaggar que lo ayudaría a convertir a los isleños
a cambio de su colaboración en los esfuerzos por llegar a ocupar el trono. No tenía
intención de cumplir la promesa. Si Lopaka llegaba a convertirse en jefe de la isla,
desterraría de Maui a todos los misioneros blancos.
Asimismo, Lopaka se burlaba de la creencia en los dioses isleños. En su opinión,
esas ideas eran buenas para los niños. Por supuesto, tales convicciones religiosas
reflejaban la mentalidad infantil de la mayoría de los isleños. Volvió a sonreír. Esta
actitud determinaba que fuese más fácil manipularlos y controlarlos. Un jefe enérgico
podía someterlos fácilmente a su voluntad. Lopaka creía que él era precisamente ese
gobernante enérgico. Si podía convertirse en jefe de Hana ése sería sólo el primer
paso. Cuando hubiese convertido a los hombres de Hana en guerreros, cuando
hubiese formado con ellos una fuerza combativa eficaz, podría dominar todas las
islas y llegar a ser gobernante de las Sandwich.
Su sonrisa se esfumó, y sus pensamientos tomaron un sesgo más sombrío cuando
recordó los hechos de la noche. Comprendía ahora que había actuado con excesiva
precipitación, y cometido un error en su juicio acerca de los hombres de Hana.
Tendría que empezar de nuevo; estaba solo, y la tarea lenta y tediosa de reclutar
guerreros, que le había llevado dos años, debía recomenzar.
Lopaka continuó corriendo caviloso y sombrío. Cuando amanecía, llegó a un
sector accidentado de la costa. Allí la marejada rompía, y bañaba una y otra vez la
roca de lava oscura y espuma; los arrecifes eran como perversos dientes que
pertenecían a un enorme y rugiente monstruo marino. Los peñascos se elevaban en la
costa, y había pequeñas entradas como dedos apuntando hacia el interior de la tierra.
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Se formaban altas cascadas, y el agua corría sinuosa bajo la vegetación para volcarse
al mar.
El sol estaba bastante alto cuándo alcanzó a ver los muros de piedra del santuario.
Aminoró el paso y finalmente se detuvo. Lopaka estaba fatigado y le dolía el pecho,
la respiración le quemaba los pulmones.
Mientras huía se había mantenido alerta a la presencia de hombres que podían
cruzarse en el camino. Sorprendido, pensó que no había visto a nadie. Ahora
comprendía la razón.
Se habían reunido allí para detenerlo. Formaban una línea frente a las paredes de
piedra, y eran unos treinta hombres, de diferentes edades. Todos tenían lanzas u
otras armas.
Lopaka comprendió que no tenía posibilidades contra esa fuerza. La lucha sería
excesivamente desigual.
Sonrió imperturbable. La noche anterior quizá había subestimado a los hombres
de Hana, pero ahora ellos subestimaban a Lopaka, pues no habían hecho nada para
impedirle que entrase por el lado del mar. La razón era evidente. Pocos hombres
habían podido llegar al santuario por el mar. La fuerte marejada los arrojaba como
pedazos de madera y les esperaba una muerte segura cuando se herían en las rocas
afiladas que protegían la entrada.
Lopaka se acercó al borde del arrecife, y dirigió apenas una mirada al agua
hirviente que se agitaba allí abajo. Después, se volvió hacia los hombres que
esperaban. Elevó el puño cerrado y los amenazó, gritando su desafío; pero el grito se
perdió por el clamor de la marejada. Hizo frente al mar, y abandonó las rocas en una
elegante zambullida.
Contuvo el aliento cuando recibió el golpe del agua helada, y continuó
sumergiéndose hasta que los pulmones amenazaron estallar. Finalmente, volvió a la
superficie, ansioso de aire fresco. El movimiento de la marejada lo impulsó hacia el
peñasco y la muerte; era una fuerza poderosa. Lopaka nadó con fuertes brazadas.
Durante largo rato pareció que apenas lograba contrarrestar la fuerza de la marea,
pero poco a poco comenzó a progresar. Cuando sobrepasó la primera rompiente, y
estuvo en aguas relativamente tranquilas, los músculos de Lopaka parecieron
insensibles. Descansó un momento, flotando sobre la espalda.
Cuando recobró la fuerza comenzó de nuevo a nadar y se dirigió hacia la orilla. Ya
estaba frente al santuario, y entonces nadó hacia la costa. No había un muro que
protegiese a la Ciudad del Refugio por el lado del mar, pero la terrible marejada y la
roca volcánica constituían un desafío formidable.
De pronto una ola lo atrapó y lo elevó en el aire. Lopaka inspiró, llenando los
pulmones con el precioso aire; lo retuvo mientras se sumergía, cada vez más, y
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avanzaba con movimientos desordenados bajo la superficie. Allí no había arena, sólo
roca dura y negra. Y Lopaka, sabiendo que la fuerza del agua podía matarlo
golpeándolo contra el fondo del océano, mantuvo abiertos los ojos. Usó los pies y las
manos para separarse de las rocas.
De pronto, estuvo fuera del agua, avanzando con movimientos torpes sobre las
rocas resbaladizas, más o menos como un pez arrojado a la playa por la marea. La
marejada rugió otra vez tratando de atraparlo. Lopaka cerró los brazos alrededor de
una saliente rocosa, y cuando las aguas retrocedieron, se puso de pie y corrió hacia el
santuario, resbalando y deslizándose; una vez cayó de boca sobre un charco dejado
por las aguas del mar.
Tenía la piel quemada en muchos lugares del cuerpo, y cuando trató de ponerse
de pie descubrió que se había torcido un tobillo. El rugido de la marea que volvía a
romper sonó como un trueno en sus oídos. Se irguió y corrió cojeando hasta la costa.
Esta vez la ola gigantesca se quebró alrededor de sus tobillos, y Lopaka comprendió
que se había salvado.
Se desplomó sobre una roca, fuera del alcance de las ola, y se sentó con la cabeza
inclinada hasta que pudo respirar normalmente. Todavía faltaba una prueba, y él la
temía. Se puso de pie y se volvió, y mantuvo el cuerpo erguido y orgulloso. En el
santuario había varias personas, y todas lo miraron fijamente. Caminó como debe
hacerlo un jefe, rehusando cojear, y se alejó de la orilla del mar. Pasó entre los
observadores silenciosos como si no existieran, y avanzó en línea recta hacia la choza
del kahuna, levantada sobre una plataforma de piedra.
Un hombre alto y muy delgado, de cabellos grises salió por la puerta cuando
Lopaka ya subía los peldaños. Esperó con los brazos cruzados sobre el pecho,
mostraba fuertes rasgos impasibles.
Lopaka se detuvo frente a él.
—Soy Lopaka —dijo.
El sacerdote asintió.
—Me comunicaron tu llegada.
—Busco refugio.
—Es tu derecho. Es la ley de nuestro pueblo, y no puedo negar el santuario.
¿Deseas la ceremonia de la purificación?
—Sí.
El sacerdote asintió nuevamente.
—Es también tu derecho.
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evitaría el castigo que merecía por el asesinato de Koa y regresaría para molestarlos a
todos.
Ahora que los tambores enviaban sus mensajes, Akaki había hecho ya todo lo que
estaba a su alcance. Se sentía profundamente fatigada. Sólo entonces volvió a pensar
en Liliha y fue a buscarla con el corazón oprimido, porque sabía lo que la joven
estaría sintiendo. Cuando no pudo hallar a su hija, Akaki se alarmó. Después, habló
con una mujer que había visto el momento en que se apoderaron de Liliha y cómo el
hombre blanco, Asa Rudd, se la llevó hacia la bahía de Hana.
Akaki experimentó un cruel presentimiento. Recordó el barco de vela que había
anclado en la bahía dos días antes. Ninguno de sus tripulantes había bajado a tierra.
Entonces Akaki pensó que esa actitud era extraña, pero el hecho no la preocupó
demasiado; tan absorta estaba en los preparativos de la boda.
Ahora, corrió a la bahía y llegó a la playa en el mismo instante en que salía el sol.
¡El barco de vela había desaparecido!
Se arrodilló en la arena y se echó a llorar.
— ¿Por qué el hombre blanco te llevó, mi pequeña? ¿Por qué?
Akaki no dudaba de que Asa Rudd era el responsable.
Nadie conocía su propósito, pero Akaki había olido el mal en Rudd. Si ella no
hubiese estado tan atareada, habría intentado descubrir la razón de su visita a Hana.
Llegó a la conclusión de que los isleños eran excesivamente confiados. Daban la
bienvenida a cualquier extranjero sin demostrar demasiada curiosidad, y nunca
cuestionaban su presencia entre ellos, hasta que había alguna razón para proceder
así. Por desgracia, cuando llegaban a eso era demasiado tarde... como ahora.
Quizá estaba equivocada quizá Liliha, agobiada por la muerte de Koa, se había
ocultado para llorar a solas. Para Akaki era incomprensible que alguien quisiese
apartar a Liliha de Hana.
Animada por la nueva esperanza, Akaki volvió deprisa a la aldea. Allí recibió
peores noticias. El mensaje transmitido por los tambores le dijo que Lopaka había
llegado al santuario. Tan agobiada estaba por la inexplicable desaparición de Liliha
que prestó poca atención al asunto. Ya pensaría en ello después, cuando hallase a la
muchacha; entonces se preocuparía de Lopaka.
Revisó sin éxito todos los recovecos de la aldea. Después extendió su búsqueda a
los estanques de agua dulce donde Liliha solia nadar. Pasó el día entero buscando, y
en definitiva volvió a la aldea, fatigada, y desalentada. En su mente ya no cabía
ninguna duda... Liliha se había ido.
A su regreso, Akaki encontró a los aldeanos confundidos y al borde del pánico. No
tenían jefe. ¿Quién ocuparía el lugar de Koa?
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Los hombres que habían perseguido sin éxito a Lopaka volvían uno por uno a la
aldea. Por primera vez Akaki intentó despreocuparse de la suerte de Liliha, y
consagrar su atención a asuntos más inmediatos.
La amargaba el hecho de que Lopaka hubiese evitado el castigo que su horrible
acto merecía. Sabía que no pasaría mucho tiempo antes de que reuniera a un grupo
de descontentos y de nuevo intentase usurpar el cargo de jefe. Akaki estaba decidida
a evitarlo a toda costa. Estaba tan amargada que contempló la posibilidad de enviar
contra Lopaka a los hombres más vigorosos de la aldea, cuando el asesino
abandonase el santuario, con orden de matarlo. Pero sabía que eso no era posible; ese
acto contradecía las antiguas leyes de su pueblo.
El problema siguiente al que consagró si atención fue la elección del nuevo jefe. El
pueblo de Hana dependía de la existencia de una dirección firme, y sin dicho
liderazgo no podía vivir. Con la muerte de Koa quedaba casi extin¬guido el linaje
real de Hana. Sólo restaban Akaki, un hombre mayor llamado Nahi y algunos
primos de Akaki, todos demasiado jóvenes para gobernar.
Nahi estaba en la línea de sucesión, pero varios años atrás había caído de una
canoa mientras pescaba y un tiburón asesino lo había herido gravemente. Había
quedado mutilado y casi inválido, y ahora era bastante viejo, aunque su mente
todavía funcionaba con lucidez.
Sin embargo, Akaki oyó decir a los hombres que Nahi debía convertirse en jefe.
¿Acaso había otro candidato en Hana?
Esa noche, en el dormitorio de Nahi, discutieron el asunto. Nahi dormía solo,
porque no tenía esposa ni hijos.
Se sentía melancólico.
—Sé, Akaki, lo que dicen los hombres de Hana. Pero, ¿cómo puedo gobernar? No
soy un hombre entero. —Mostró su brazo atrofiado e inútil, y el rostro marcado por
las cicatrices, que mostraba una expresión de impotencia.
Akaki miró a los ojos a Nahi y comprendió claramente lo que debía hacer.
—No, Nahi, no puedes ser nuestro alii. Estás diciendo la verdad.
—Pero, ¿quién será? Tú, Akaki, y yo, somos las únicas personas de sangre real que
quedan en Hana.
—Entonces, yo seré la jefa —dijo sencillamente Akaki. Se puso de pie e irguió el
cuerpo a la luz parpadeante de las antorchas.— Está decidido. Yo, Akaki, seré el
nuevo jefe. Gobernaré bien y con justicia. ¿Quién puede negarlo? ¿Tú, Nahi?
El la miró fijamente un momento y después meneó la cabeza.
—No, Akaki. Yo no lo negaré. Pero no sé si los otros dirán lo mismo. Lopaka
también reclama la capa de plumas.
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Ca p í t u l o 3
Mientras los días se fundían unos en otros, cada uno igual al siguiente, Liliha
temió que la hubiesen confinado definitivamente al maloliente camarote de la nave.
En su corta vida nunca había encontrado ningún obstáculo para nadar en el mar
siempre que lo deseara. Jamás se había visto privada de la visión cotidiana del sol.
Sólo obedeciendo a un poderoso impulso de voluntad conseguía evitar la
desesperación y la apatía.
Las únicas cosas que le permitían mantener la cordura eran su dolor por Koa y la
promesa que se había hecho a sí misma de que más tarde o más temprano retornaría
a Hana y vengaría su muerte. Y una o dos veces por semana, por la noche, Rudd
abría la puerta del camarote y le permitía salir a cubierta una hora o poco más. Eso lo
hacía sólo las noches en que el mar estaba sereno, y toda la tripulación, excepto el
timonel y la guardia nocturna, estaba bajo cubierta, durmiendo en sus hamacas. Por
lo que Liliha sabía, ninguno de los miembros de la tripulación la había visto.
La primera noche que había ocurrido esto, Rudd gruñó:
—Princesa, la idea no es mía, pero el capitán dice que enfermarás o perderás la
cabeza si te dejamos allí abajo, y no te permitimos salir de vez en cuando.
Sin embargo, por extraño que pareciera, lo que más la ayudó a sobrevivir durante
el prolongado viaje fue la aparición cotidiana de Asa Rudd. Le traía la comida —muy
mediocre, comparada con lo que ella solía tomar —, vaciaba el orinal. Solía traerle
una palangana con agua sólo después de insistir mucho, y el agua siempre estaba
fría. De todos modos, ella conseguía mantener bastante limpia su persona, aunque su
kapa comenzaba a mostrar las consecuencias del uso casi constante.
Rudd jamás cesó en sus intentos de forzarla, pero las confrontaciones se
convirtieron en un juego para Liliha, a veces divertido, otras irritante. Por increíble
que pareciera, Rudd se sentía irresistible con las mujeres; Liliha pensaba que era el
ser más repulsivo que jamás hubía conocido. Lo mantenía a distancia con una
combinación de ingenio y fuerza física. Generalmente ella trataba de controlarse, con
el fin de evitar que el individuo se encolerizara demasiado, pues por naturaleza
Rudd era un hombre perverso y cruel, completamente desprovisto de sensibilidad, y
ella sabía que era muy capaz de dejarla morir, sin comida ni agua, si excitaba su
cólera. No temía por su vida. Rudd todavía no le había dicho con qué propósito la
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había secuestrado, pero ella sabía que para realizar sus fines debía conservar la vida
hasta el final del viaje.
Sin embargo, había ocasiones en que él se mostraba tan desagradable que ella
necesitaba apelar a todos los recursos para salvarse.
Un ejemplo en este sentido ocurrió cuatro meses después de iniciado el viaje.
Rudd entró en el camarote con la comida nocturna —un pedazo de pan negro
mohoso y un cuenco de carne grisácea que nadaba en un líquido repugnante—
cuando examinó el cuenco, Liliha vio algo resbaladizo que se deslizaba sobre la
carne.
Asqueada, arrojó el cuenco. Golpeó el mamparo y cayó al piso, derramando su
contenido sobre las tablas. La joven gritó:
—¡En Hana no damos estas cosas ni siquiera a los perros!
—Princesa, será mejor que no te muestres tan exquisita —dijo riendo Rudd—.
Estamos en el mar, y ésa es la comida que tomarás hasta que lleguemos al lugar de
destino. No puedes pretender que te den la misma comida que a los marineros,
¿verdad? Ellos trabajan por sus raciones y su vaso de ron. Tú te sientas aquí sin hacer
nada productivo. —Su mirada adquirió una expresión astuta. —Por supuesto, tal vez
te traiga mejores alimentos si eres buena conmigo. Un favor concedido merece la
retribución de un favor. Es lo que yo siempre digo.
Comenzó a acercarse a ella.
Liliha retrocedió hasta que tuvo la espalda contra el mamparo.
—¡Manténgase lejos de mí, Asa Rudd! ¡Gritaré y alguien vendrá!
—Princesa, no vendrá nadie. —Esbozó un gesto despectivo.— Puedes gritar lo que
se te antoje, no vendrá nadie. Estás a mi cargo. Pagué tu pasaje de mi propio dinero.
Eres mía, y haré contigo lo que me plazca.
Sus ojos comenzaron a arder, y se lamió los labios finos. Su lengua recordó a Liliha
a los minúsculos y pálidos lagartos que eran tan numerosos en Maui.
Se estremeció, y por primera vez experimentó un sentimiento de temor;
comprendió que estaba a merced de ese individuo perverso. Pero con un esfuerzo
trató de disipar el miedo que la embargaba. El se acercó. Se le había enrojecido el
rostro y tenía la boca entreabierta y el aliento repugnante. Después, estuvo cerca y
casi la tocó. Liliha percibió el olor rancio, y comprendió que ese hombre no se había
bañado desde el momento en que el barco salió de Hana.
Rudd extendió la mano, y aferró la muñeca de Liliha. La otra mano le acarició el
seno desnudo. Ella medio se volvió, tratando de desprenderse, pero para tratarse de
un hombre de pequeña talla, Rudd poseía una fuerza sorprendente. La sostuvo con
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firmeza, y la mano sobre el seno de Liliha se cerró todavía más y dio un pellizco
cruel, que arrancó un grito de dolor a la joven.
—¿Por qué no tratas de pasarlo un poco mejor? —Rudd sonrió lascivamente.— Y
de todos modos, no sé por qué te muestras tan quisquillosa. Caramba, conozco las
costumbres de las islas, y sé que a las muchachas no les importa acostarse con
cualquier hombre.
Liliha echó hacia atrás la cabeza.
—Lo hacemos únicamente con los hombres que nos inspiran simpatía, no con los
que odiamos.
— ¿De modo que me odias? Ya te mostraré lo que es odiar— La pellizcó otra vez,
y el dolor fue intenso. Liliha comenzó a perder fuerza, próxima al desmayo a causa
del dolor.
Rudd rió gozosamente. Retiró la mano del seno y la acercó al borde superior del
kapa de Liliha y la arrancó de la cintura de la joven. Después, con una zancadilla la
derribó al suelo. Cayó sobre ella y le sujetó los brazos con las manos.
—¡Ahora verás, mi hermosa princesa!
Liliha trató de luchar, pero había esperado demasiado. Ahora él se encontraba en
situación ventajosa. Su peso y la fuerza de sus músculos la redujeron a la impotencia.
El rostro enrojecido estaba sobre ella. Tenía la boca abierta, el aliento cálido caía
sobre el rostro de Liliha, y en los ojos se manifestaba un ansia sensual. Estaba entre
las piernas abiertas de la muchacha. Retiró una mano del brazo de Liliha y comenzó
a manipular sus pantalones.
Liliha movió el cuerpo, y consiguió desprenderse en parte del cuerpo que la
aprisionaba. Cuando Rudd trató de reconquistar la posición anterior; ella dobló una
rodilla y la hundió en el bajo vientre del hombre. Rudd lanzó un aullido de dolor.
Liliha lo apartó fácilmente a un costado y se incorporó con un movimiento rápido:
Ahora él estaba arrodillado se movía hacia adelante hacía atrás con las manos en el
vientre. De su garganta brotaban gemidos mezclados con un torrente de
obscenidades.
Liliha dijo con calma:
—Asa Rudd, se lo advertí. No me importa lo que haga, no me someteré a usted.
Rudd volvió hacia ella el rostro pálido y contorsionado por el dolor. Exclamó:
—¡Perra! ¡Lamentarás esto, ya lo verás!
Durante dos días la puerta del camarote permaneció cerrada, y Asa Rudd no
apareció. En ese espacio confinado, el olor llegó a ser intolerable. Liliha estaba
debilitada por el hambre y la falta de agua, incluso el olor de su cuerpo le parecía
nauseabundo.
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—No son túnicas, es lo que usan todas las señoras en el lugar adonde vamos. Y
tendrás que llevarlas; princesa. Si te ven así—sonrió— provocarás el pánico en las
calles. Si un policía ve tus tetas al aire te meterá en la cárcel. Y si te parece que esto es
una jaula, espera a ver el interior de nuestras prisiones. ¡Vaya que sí las conozco!
tengo bastante experiencia de ellas.
—¡No usaré eso! ¡No quiero esas ropas!
—Oh, sí, las usarás, aunque tenga que traer a dos marineros para que te sujeten
mientras te visto. —Sonriendo, se balanceó sobre los pies.— ¿Te agradaría que los
trajera? Algunos de ellos no han visto a una mujer desde hace varios meses. Bien... —
Su voz se hizo más dura.— Quiero verte vestida mañana cuando lleguemos a puerto.
Dio media vuelta y se dirigió a la puerta.
—¡Un momento! — Liliha avanzó un paso hacia Rudd.— Asa Rudd, este lugar al
que llegamos... ¿Cómo se llama?.
—Caramba, princesa, es Inglaterra. La ciudad de Londres. Creía que lo sabías. Te
agradará. En tu isla nunca soñaste siquiera con las maravillas que encontrarás aquí.
Salió y cerró la puerta con cerrojo, y Liliha miró despectiva la pila de ropas. Las
movió un poco con el pie. Pero su pensamiento estaba acupado sobre todo en la
información que Rudd le había revelado. ¡Inglaterra! Qué ironía ¡Asa Rudd la había
llevado a la patria de su padre! Aún no sabía con qué fin; sin embargo, no podía
reprimir un estremecimiento de excitación y curiosidad. Sería interesante ver el país
de su padre.
Se arrodilló en el suelo, y revolvió las prendas: el vestido largo, las prendas
interiores voluminosas. Se estremeció ante la idea de confinar de esa manera el
cuerpo; de todos modos, decidió usarlas, pues no tenía alternativa. Asa Rudd la
sacaría del barco, y tendrían que moverse entre personas vestidas así. Liliha sabía
que no podía aventurarse en medio de esa gente con su atuendo isleño. Si se
avergonzaba cuando estaba frente a su carcelero y sólo tenía puesto el kapa, ¿qué
sentiría entre muchos desconocidos?
Pero el problema era que esa colección de prendas la desconcertaba. No tenía la
más mínima idea del modo de ponérselas, y rehusaba solicitar la ayuda o el consejo
de Rudd. Por sí solos los zapatos la intimidaban, tan pequeños eran. ¿Cómo podría
calzárselos en esos pies que jamás se habían calzado?
Permaneció largo rato mirando las prendas, clasificándolas y preguntándose para
qué servían, y cuáles debía ponerse primero.
Por la mañana, la despertó el clamor de muchas voces en cubierta, y advirtió que
había cesado el movimiento de la nave. Se había acostado a dormir con las ropas que
Rudd le había dejado... es decir, todo excepto los zapatos. Jamás se había sentido tan
incómoda en su vida; salvo los zapatos, todo era demasiado grande para ella. Podía
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decirse que la ropa le bailaba. Para agravar aún más las cosas, todas las prendas
tenían olor a moho. Era evidente que las habían guardado mucho tiempo en un
espacio cerrado.
Le había llevado largo rato determinar en qué orden debía vestir esas prendas, y
cómo ponérselas. Finalmente, Liliha consiguió calzarse los zapatos, pero se los quitó
inmediatamente. Le oprimían terriblemente los pies; la sensación era tan dolorosa
como aquella vez cuando era niña y tocó con el dedo grande del pie una criatura
marina que se desplazaba por la playa. El animal le aferró el dedo con sus poderosas
pinzas, y Liliha gritó de dolor, hasta que Akaki corrió para auxiliarla.
Pero ahora metió los pies en los zapatos y soportó estoicamente la incomodidad,
mientras esperaba a Asa Rudd. La joven llevaba doblado en el brazo el kapa.
Poco después de que cesara el movimiento de la nave, se oyó el ruido del cerrojo y
Rudd entró. Se detuvo, y abrió la boca sorprendido.
— ¡Bien, princesa! Te vestiste. —Inclinando la cabeza a un lado, comenzó a
sonreír.— Pareces diferente, ¡claro que sí!
Liliha no contestó, y se limitó a mirarlo fijamente.
Rudd medio se volvió y esbozó una burlona reverencia.
—Después de ti, princesa.
Liliha salió del camarote, avanzando insegura a causa de la falta de costumbre con
el calzado. En cubierta hacía frío, y la desalentó ver una niebla gris y espesa que lo
cubría todo. La bruma era tan densa que apenas podía ver los mástiles de la nave. Al
lado del barco había un bote que, esperando, ya flotaba sobre las aguas. Liliha
descendió por la escala de cuerdas seguida de Rudd. Eran los únicos pasajeros que
desembarcaban. El bote estaba a cargo de dos remeros ceñudos, que miraban
furtivamente a Liliha. Ella los ignoró y se limitó a mirar al frente.
De pronto, una intensa brisa barrió la bruma, y Liliha contuvo una exclamación de
asombro cuando vio por primera vez la ciudad construida por el hombre blanco.
Ante ella se elevaban los altos edificios de piedra gris y ladrillo manchado de hollín.
Miró desconcertada las torres, y las cornisas. Los edificios se extendían hasta donde
la vista alcanzaba. Cuando la bruma se disipó todavía más, vio que el puerto estaba
poblado por innumerables naves ancladas; además, muchos botes más pequeños, de
diferentes formas, iban y venían entre las naves y los muelles.
—Un espectáculo interesante, ¿verdad, princesa? —dijo la voz de Rudd.
Liliha apenas lo oyó, tan absorta estaba. Sólo cuando se aproximaron al muelle
comenzó a sentir miedo. Los muelles hervían de gente que gritaba, empujaba y
maldecía, y la mayoría de los que allí estaban atendían la carga y la descarga de
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mercancías. Liliha jamás había visto tantas personas en un mismo lugar, y el ritmo de
los movimientos y la agitación le infundía temor.
Se sintió agobiada, y habría huido de ser posible. Como si hubiese adivinado su
reacción, Rudd le aferro firmemente el brazo apenas llegaron al muelle.
A pesar de las muchas maravillas que eslaba viendo, Liliha jamás se había sentido
tan sola y tan extraña. Verse confinada al compartimento de la nave, y tanto tiempo,
había sido una experiencia terrible; pero esto era peor, aunque de distinto modo. La
gente, toda vestida con ropas extrañas para ella, se apresuraba en diferentes
direcciones. Nadie le dirigía ni siquiera una mirada. Y hacía frío, un frío húmedo que
le penetraba los huesos. Acostumbrada al calor tropical de las islas, ella se sentía
helada, pese a que era bien avanzada la primavera.
Con la mayor rapidez posible, Rudd llamó a un coche que pasaba. Empujó a Liliha
al interior del carruaje y gritó al cochero:
—Hacia el sur de Londres, por el camino que va a Sussex. Se le pagará bien, no
tema.
Entró deprisa en el carruaje, en pos de Liliha.
A pesar de que se sentía perdida y fuera de su elemento y de su temor al verse en
ese vehículo extraño y ruidoso, Liliha no pudo menos que mirar furtivamente por la
ventanilla mientras el carruaje traqueteaba por los adoquines. La multitud de
personas en las calles estrechas y sórdidas, y la infinita variedad de tiendas y
vendedores ambulantes ofreciendo todos los tipos concebibles de mercancías
formaban un espectáculo incomprensible para ella. Acurrucada en el rincón para
defenderse del frío penetrante, observaba todo con temor y maravilla crecientes. Esa
ciudad de Londres era enorme; Liliha pensó que debía de ser la ciudad más grande
del mundo. Trató de recordar los fragmentos de información acerca de Londres y de
Inglaterra que había podido obtener de su padre. Podía considerarse afortunada,
porque su padre había poseído los dos libros con imágenes. Por lo menos, ella había
visto dibujos de los vehículos de ruedas y de los enormes animales llamados
caballos, y podía identificarlos. De ese modo, las cosas eran menos terroríficas... en
realidad, apenas, un poco menos.
De nuevo la maravilló el hecho de que estaba en la patria de su padre. Pero, ¿por
qué? ¿Por qué la habían llevado allí?
Se volvió hacia Asa Rudd.
—Otra vez le pregunto... ¿a dónde me lleva y con qué propósito?
El sonrió astutamente.
—Todo a su tiempo, princesa. El misterio no tardará en aclararse.
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—Todavía no, princesa. —Se balanceó sobre los pies muy complacido consigo
mismo.— No pasará mucho tiempo antes de que lo descubras.
Ascendieron los peldaños de la escalera y Rudd movió el llamador de bronce. Un
momento después se abrió una puerta y apareció un criado de librea.
Cuando vio el atuendo elegante, Liliha pensó que debía ser una persona muy
importante.
El criado enarcó el ceño.
—¿Señor?
—Diga a lady Anne que aquí está Asa Rudd con la persona que ella desea ver. —
Rudd sonrió descaradamente.
El criado miró altivo al hombre más pequeño. Con voz impertinente dijo:
—Por favor, espere aquí.
El criado se alejó después de cerrar la puerta. Rudd no se inmutó.
—No te preocupes, princesa. Lady Anne nos recibirá.
—¿Quién es lady Anne? —preguntó Liliha, demasiado fatigada y hambrienta para
preocuparse realmente.
—Ya lo verás, ya lo verás. Caramba, eres una mujer muy impaciente.
Después de prolongada espera se abrió la puerta, esta vez de par en par, y el
criado dijo con cierto acento burlón en la voz:
—Lady Anne los recibirá. Síganme, por favor.
Siguieron al hombre, y de nuevo Liliha quedó muda de temor. Estaban en una
larga galería que corría paralelamente al frente de la casa. Las paredes estaban
revestidas de libros, y los estantes llegaban casi hasta el techo de yeso. Liliha nunca
hubiera creído que podía haber tantos libros en el mundo. A intervalos había sillas
talladas mesas exquisitamente trabajadas, puestas contra las estanterías. En el alto
techo, a cada extremo de la galería, pendían dos candelabros muy grandes, objetos
totalmente ajenos a la experiencia de Liliha. No podía dejar de mirarlos. Pero incluso
temerosa, advirtió que el criado y Rudd caminaban pisando únicamente los dos
senderos escarlatas que cubrían el lustrado suelo de madera dura. Trató de seguir
cuidadosamente los pasos de los dos hombres.
En mitad de la larga galería había una ancha escalera. El criado comenzó a subir y
Rudd y Liliha lo siguieron.
Al final de la escalera, el criado golpeó suavemente a una puerta tallada. Una voz
de mujer contestó:
— ¡Que entren, James!
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El criado abrió la puerta y les permitió entrar, después de saludar con una
inclinación de la cabeza se retiró.
Liliha estaba frente a una mujer recostada en un diván de madera dorada y
terciopelo. Era bastante vieja y delgada, y tenía la piel del color de la porcelana; era
evidente que se trataba de una inválida. Pero los cabellos, recogidos sobre la nuca
eran dorados, y los ojos en aquel rostro angosto eran verdes e intensos. Los ojos,
inteligentes y vivaces, le conferían una actitud imperiosa. Un hecho que desconcertó
a Liliha fue la expresión bastanle familiar de esa mujer, a quien jamás había visto
antes.
Esa mirada imperiosa descansó, ahora sobre la joven y para evitar la penetrante
mirada, Liliha comenzo a mirar el dormitorio.
Aturdida por ese explendor extraño, sin saber realmente lo que estaba viendo, sólo
podía asombrarse ante el techo de yeso, con sus bajorrelieves de pequeños ángeles
que tocaban instrumentos musicales; el hogar de oro y mármol, con un pequeño
fuego que ardía en el centro; las paredes, cubiertas con papel de flores; un alto dosel
circular, y un cubrecama de seda vestían el lecho.
Liliha pensó que, no importase quién fuera, esa mujer sin duda tenía mucho
dinero.
La mujer habló por primera vez.
—Rudd, ¿es ella?
—Lo es, lady Anne. ¡Es la hija de William Montjoy!
—¿Eso es cierto, niña?
Desconcertada Liliha dijo:
—Sí, William Montjoy fue mi padre.
—¿Fue? Entonces, ¿es cierto que William ha muerto?
Liliha asintió.
—Mi padre murió hace dos años.
Un gesto de dolor modificó el rostro de la mujer durante un instante; pero
después, recuperó su expresión anterior.
—Pobre William, siempre tuvo escaso sentido de la oportunidad. Aunque quizá
así es mejor. Ven aquí, niña. —Alzó una mano muy delgada en un gesto de mando.—
Más cerca. Por desgracia, mis ojos no son lo que eran antes.
Siempre desconcertada, Liliha avanzó hacia el diván.
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—¡Santo Cielo, niña! Esas prendas son horrorosas. Y pareces tan delgada como yo.
Rudd, ¿qué ha ocurrido con esta joven? ¡Lo menos que podía hacer era traerla vestida
con propiedad!
—Lady Anne, debe comprender —dijo Rudd a la defensiva—, la joven es una
salvaje, o medio salvaje, y no sabe lo que significa vestirse apropiadamente.
Liliha dijo:
—¿Puedo preguntarle quién es usted?
La mujer irguió la cabeza.
—¿Acaso Rudd no te lo ha dicho?
—Asa Rudd no me dijo nada.
La mujer dirigió a Rudd su mirada orgullosa.
—¿Qué significa esto?
Rudd se movió incómodo.
—Pensé que recibir ahora la noticia sería para ella una sorpresa agradable.
—Ahora que la veo, me atrevo a decir que es más un golpe que un placer, y es fácil
comprender por qué. —La mujer miró a Liliha y se le ablandaron los rasgos.— Niña,
soy tu abuela. Soy la madre de William. Contraté a Rudd para que fuese a esas islas
lejanas y encontrase a mi hijo o a sus descendientes. Muchacha, soy lady Anne
Montjoy. Tu padre nació y se crió aquí, en Montjoy Hall. Era su hogar, como espero
que será el tuyo.
—¿La madre de mi padre? —dijo Liliha asombrada—. Pocas veces hablaba de
Inglaterra, o de su hogar.
Lady Anne asintió con tristeza.
—Lo comprendo. Pese a todos sus defectos, William era orgulloso, y, sin duda, se
sintió profundamente avergonzado por su destierro. ¿Cómo te llamas, niña?
—Liliha.
—Liliha —murmuró lady Anne—. ¡Qué hermoso nombre!
Rudd, que se balanceaba sobre los pies, dijo impaciente:
—Perdóneme, lady Anne. Sé que tienen mucho de qué hablar. De modo que si me
paga lo que me corresponde, me marcharé y las dejaré solas.
—Sí. —Lady Anne lo miró con el ceño fruncido. No lamentaré desembarazarme
de usted...
—¿Puedo hacer una pregunta?
—Por supuesto, niña.
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su cuerpo era delgado y musculoso, pero flexible, y medía un poco más de un metro
ochenta.
Experimentó un gusto desagradable en la boca al mirar a los borrachos, algunos
de los cuales escuchaban absortos la grosera balada de Joe Wells; otros continuaban
absorbiendo su excesiva ración de alcohol: ponche, coñac, ginebra, o jerez con agua; y
otros comían como glotones salchichas y ensaladas; o huevos pasados por agua con
ríñones.
No por primera vez David se preguntó por qué se relacionaba con gente de tan
escasa categoría. ¿Por qué los acompañaba en el juego, la bebida, las fanfarronadas y
las mujeres? Como su padre le había señalado a menudo, ¿ésta era la vida apropiada
para lord Trevelyan, un hombre importante, adinerado, dueño de grandes
propiedades y miembro respetado de la Cámara de los Lores?
David debía convenir en que la respuesta era negativa. Sin embargo, la existencia
ordenada y serena de la nobleza inglesa lo aburría mortalmente; en cambio, la vida
de los hombres a quienes frecuentaba —sin duda, una pandilla depravada— era
excitante; mantenía en movimiento la sangre y aguijoneaba los sentidos.
Volvió los ojos al pequeño escenario donde Joe Wells concluía su canción,
saludaba a los muchos aplausos y ritos de ruidosa aprobación. Inclinandose, el actor
y cantante salió de la sala.
Con un grito, otro hombre ocupó su lugar, era un individuo alto, de unos treinta y
cinco años, con espeso bigote rojo como fuego, vestido a la última moda: sombrero
de copa encasquetado en un atrevido ángulo, abrigo largo hasta los muslos, una
cadena de oro a la altura de la cintura, pantalones gris claro ajustados como guantes
a las piernas esbeltas y botas marrones en los pies tan pequeños que parecían casi
femeninos. Sostenía en la mano un bastón con mango de nácar, y con un gesto del
mismo pidió silencio. Los ojos azules chispeaban alegremente.
Se elevaron varias voces del público.
—¡Hola, Dickie Bird!
—¡Dickie, cántanos una canción!
—¡Que sea nueva!
—¡Que sea atrevida, Dickie!
El hombre era Richard Bird. Calavera, depravado, mujeriego e ingenioso,
aventurero y compositor de canciones de contenido bastante arriesgado. Sonriendo,
David se irguió, ahora más cómodo. Su mirada se encontró con la de Dick, quien
guiñó impúdicamente un ojo mientras continuaba pidiendo silencio. Finalmente, el
público se tranquilizó y Dick esbozó una reverencia.
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La levantaba y la bajaba,
Con su bastón grueso y firme.
El contaba las medidas,
Sobre los pechos grandes y blancos
Y ella le decía que él tenía que insistir
Hasta que ella aprendiese bien.
Y él enseñaba a cada dama entusiasta El modo de hacerlo bien. Y las damas lo
elogiaban exaltadas Y practicaban todas las noches.
Y cuando el maestro de música
Quiso seguir su camino,
Todas las damas de la ciudad protestaron,
Y le rogaron que se quedase,
"Pero no, queridas mías", dijo el maestro
"Todas ya tuvieron lo suyo,
Y hay otras ciudades, y hay otras damas,
Que necesitan aprender."
Y él mostraba a las damas entusiastas
El modo de hacerlo bien.
Y las damas lo elogiaban exaltadas
Y practicaban todas las noches.
El aplauso resonó estrepitoso al final de la canción. Dick se inclinó
profundamente, y con su sombrero de copa rozó el suelo. Le pidieron que repitiese,
pero Dick ignoró las peticiones, y fue a la mesa de David, y mientras se acercaba
saludaba al público con el bastón.
Se sentó frente a David y extendió las largas piernas en un gesto elegante.
—Bien, amigo David... ¿Te agradó la canción?
—Como siempre, Dickie. Es divertida. ¿Dijiste que es nueva?
Dick movió al descuido la mano delicada.
—Sabes que rara vez canto dos veces la misma canción. Me brotan fácilmente,
como la miel de una colmena.
David se echó a reír.
—Dick, jamás nadie te acusará de modestia. —David replicó solemnemente:
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—Mi padre aprueba poco o nada de lo que hago, de modo que su opinión no
importa. —David bebió todo el coñac de la copa.
—¡David, David! —Dick sonrió.— Dios mío, lejos de mí la idea de sermonearte
acerca de la moral o los problemas éticos. Yo mismo no estoy muy firme en eso.
¡Participar en un duelo! Y por un asunto tan tonto como un juego de naipes. —Dick
tocó el pecho de David con la punta de su bastón.— Eres un excelente tirador, amigo
mío, pero uno de estos días la Dama Fortuna estará de mal humor, rehusará
sonreírte. Y entonces, tendré que acercarme a tu tumba. ¿Deseas que componga una
canción atrevida para esa sombría ocasión?
—¡No te burles de mí, Dick! Johnnie Bond me dijo que hacía trampas. ¿Qué
querías que hiciera? ¡Un hombre debe defender su honor!
—¡Honor! — Dick rezongó con escasa delicadeza— . Esa palabra vacía ha sido la
causa de innumerables muertes desde el comienzo de la historia. ¿Puedo preguntar
qué honor hay en la muerte? Pero no hablemos más de esto. Es tu propio pellejo. —
Movió el bastón.— Bebamos y alegrémonos, y vamos a gozar la noche, pues mañana
David Trevelyan quizá esté navegando en dirección al otro mundo.
Los dos hombres estaban bastante bebidos, y descendían por la estrecha calle,
entonando la última canción de Dick. Las casas frente a las cuales pasaban estaban a
oscuras, las puertas y las persianas cerradas, y en ese sector del Londres nocturno
nadie se atrevía a asomar la nariz para quejarse del escándalo provocado por los
transeúntes. Pese a su embriaguez, David sabía que otros hombres acechaban en la
sombra, los ojos relucientes de avaricia ante el espectáculo de dos elegantes que
descendían por una calle oscura; y, sin duda, los rufianes se preguntarían si valía la
pena correr el riesgo de arrebatar las bolsas de David y Dick.
Dick pasó el brazo por los hombros de David.
—Amigo, los cuartos de nuestras muchachas están a la vuelta de la esquina. Son
Jane y Bets. Para demostrarte mi carácter generoso te daré a Bets, que es la mejor de
las dos.
Su risa resonó como un trueno en la calle.
—¡Tu ingenio no me divierte mucho esta noche, Dick!
—¿Qué? ¡Qué ingratitud! —Dick trastabilló, y se llevó a la frente el dorso de la
mano.— ¿Sabes cuántos jóvenes londinenses esta noche se sentirían felices, y aun
digo entusiasmados, ante la perspectiva de acostarse con una doncella elegida por
Dickie Bird?
David prestó escasa atención a las payasadas de Dick. En realidad, esa noche tenía
escaso interés por el amor. Pero como Dick lo había incluido generosamente, no
podía negarse. Durante un momento deseó que una banda de asaltantes los atacase
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en una callejuela lateral. Una buena trifulca le aclararía la cabeza, y quizá después
podría decir que estaba herido para separarse de su amigo.
Pero no apareció nadie, y después fue demasiado tarde. Dick le había indicado
que se detuviera frente a una puerta de calle. Provocó un gran escándalo, ya que
golpeó la puerta y gritó:
—Han llegado Dickie Bird y su amigo, mujeres sin moral. Si estáis acostadas, de
pie, dejadnos entrar para compartir el lecho.
La puerta se entreabrió y una voz femenina murmuró:
—¡Basta, despertarás a la calle entera!
Riendo, Dick abrió del todo la puerta.
— En esta calle nadie duerme. ¿Quién lo sabe mejor que tú, Jane?
—¡Dickie Bird, eres imposible!
—Por supuesto —rugió Dick—. ¿Dónde está Bets? ¿Puedo presentar a mi amigo?
¡Lord Trevelyan! —Su voz tenía el sonido de las trompetas.
—Aquí estoy, Dickie —dijo una voz alegre. Tenía un acento de respetuoso
temor.— ¡Dios mío! ¡De modo que es un lord!
David pensó desengañar a la joven, pero después cambió de idea. Si a Dick le
agradaba que las mujeres creyesen que era un lord, él estaba dispuesto a cooperar en
el engaño.
Oyó cerrarse la puerta, y después sintió el cuerpo cálido y redondo que se pegaba
contra él. Se dejó llevar, pasó el brazo por los hombros de Bets; la acercó más, y su
mano siguió el contorno de un seno. Había una tenue luz al fondo de la habitación, y
David sólo pudo ver una cabellera castaña, un rostro blanco y redondo, y un cuerpo
lleno bajo una delgada prenda de noche. El olor de la mujer era intenso, su carne,
tibia y voluptuosa bajo las manos del joven. Se sentía mucho más reanimado, y ahora
advirtió que su virilidad comenzaba a agitarse.
Sagaz como siempre, Dick gritó:
—Príapo triunfante, ¿eh, David?
Al oír esto, David no tuvo más remedio que reírse, y su risa disipó los restos de la
opresión tan fácilmente como la escoba de un limpiador barre la suciedad de una
chimenea. Gritando alegremente se inclinó, y su boca buscó ansiosa los labios de la
mujer. Halló la boca abierta, cálida e invitadora, y se dejó hundir en la sensación.
Las dos horas siguientes fueron después una especie de punto ciego en su
memoria. Retuvo sólo una serie de imágenes sensuales; pero el interludio erótico
realizó el propósito que, como lo advirtió después, había sido la meta perseguida por
Dick.
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Bets era joven, pero su oficio le agradaba. Y precisamente por eso no era inmune al
placer, pese a que era una unión que ella aceptaba con fines comerciales. No se
encendió otra vela, pero las manos de David enviadas en misión exploradora, le
indicaron la juventud y la belleza de su compañera, la carne que aceptaba, los senos
generosos, el vientre redondo y firme, los muslos fuertes.
Ella recibió con jadeante complacencia la virilidad de David, y éste se zambulló en
un placer profundo y oscuro.
Las jóvenes tenían una sola habitación. ¿Acaso entonces las prostitutas
londinenses podían permitirse más?
Dick se acostó con la llamada Jane, casi al alcance del brazo de su amigo. En otro
tiempo, cuando era más inocente, quizá eso habría molestado a David, pero ahora ya
se había acostumbrado a estas cosas. No era la primera vez que ambos se divertían
con mujeres, todos en el mismo cuarto; y varias veces se habían dedicado al placer en
la misma cama. Sin embargo, pese al refinamiento y la fama de amante de Dick, en él
había una extraña inocencia, y jamás intentaba atraer a David a vericuetos
misteriosos de la carne.
La mayoría de los calaveras que David conocía relataban cuentos extravagantes de
orgías y exploraciones en lo perverso y lo depravado. Pero los apetitos de Richard
Bird, aunque enormes, eran sencillos y sin complicaciones. Por eso mismo David lo
admiraba y le alegraba tenerlo como amigo.
Pasó un momento, y la joven que estaba debajo de él emitió un suspiro, mientras
lo apretaba estrechamente con los brazos y las piernas. Un momento después David
se acostó al lado de la muchacha, y durmió con la cabeza apoyada en el seno
femenino.
Un golpe del bastón en la espalda despertó a David, y oyó la voz fuerte de Dick.
—Es hora de que partamos, David, si quieres cumplir tu cita con la muerte.
David se sentó en el borde de la cama, y en la oscuridad buscó sus ropas. Tampoco
ahora le agradaba la situación en que se había metido, pero tenía que afrontarla. Se
vistió y se calzó las botas. Oyó el ruido de las monedas cuando Dick dejó caer varias
en cada cama.
— Pagaré mi parte, Dick.
— Nada de eso, amigo mío. Aceptaste mi invitación, y yo pagaré. Dios mío, en
vista de las circunstancias es lo menos que puedo hacer.
Salieron y cerraron la puerta. David dijo:
—Debo decir que no haces mucho para aumentar el sentimiento de confianza de
un hombre.
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Habían pasado cuatro días desde que Asa Rudd apareció con Liliha en Montjoy
Hall, y para ella habían sido cuatro días muy extraños. Al principio había reclamado
que la devolviesen inmediatamente a Maui. Sin perder su aplomo, lady Anne había
rehusado de plano, y mantuvo esa actitud incluso cuando Liliha apeló a las lágrimas.
En lady Anne había mucho carácter, la misma firmeza de propósito que Liliha a
menudo había percibido en Akaki, y así pronto comprendió que por mucho que
llorase, o amenazase, sus esfuerzos serían inútiles. Al menos por el momento, tendría
que resignarse a ese exilio involuntario, lejos de Hana Maui.
—No soy insensible, niña —había dicho la abuela—. Sé que esto te impresiona
mucho y te desconcierta; sobre todo en vista del modo en que esa criatura te trajo
aquí. Pero por tus venas corre sangre de los Montjoy, eres mi nieta, y por lo tanto
debes ocupar aquí el lugar que te corresponde.
—¡El lugar que me corresponde está en Maui, con mi propia gente!
—¡Bah! Niña, estás aquí con tu propia gente. ¡Nada tienes que ver con los salvajes!
Lo siento. No debo decir eso. No eres una salvaje, y estoy segura de que tu gente
tampoco lo es. Liliha, haré un acuerdo contigo. —Lady Anne se inclino hacia
adelante, y los fieros ojos se suavizaron.— Si permaneces aquí cierto tiempo,
digamos un año, y tratas de aprender nuestras costumbres y tratas de adaptarte,
estoy segura de que ya no añorarás tus islas. Pero si no es así —la anciana respiró
hondo—, si al cabo de un año deseas regresar a tu isla, no me opondré. Me ocuparé
de que vuelvas.
El corazón de Liliha se sintió presa del desaliento. ¡Un año! Un año entre esa gente
extraña, en ese país frío hostil, parecía una eternidad. Pero, ¿acaso tenía otra
posibilidad? Carecía de fondos —y no veía el modo de conseguir el dinero para
pagar el pasaje—, y por lo tanto no podía salir de allí. De modo que asintió sin
hablar, tratando de disimular su dolor.
Ahora, en plena tarde del cuarto día, preguntó a la mujer acostada en la cama:
—¿Qué le ocurrió a mi padre? ¿Por qué salió de este país?
—Ah, mi pobre William. —Lady Anne suspiró. — Era un joven muy díscolo, no
puedo negarlo; jugaba y bebía demasiado, y tenía aventuras con mujeres. Fue
culpable de muchos pecados. Por mi parte, yo creía que con el tiempo... bien, se
adaptaría a su situación en la vida pero lord Montjoy no opinaba lo mismo. Después
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¿Acaso lady Anne le había mentido? ¿Tendría que ser una prisionera, privada de
ropas para evitar que huyese?
La frustración y la cólera hirvieron en ella, y un grito de furia pura brotó de sus
labios.
Casi inmediatamente se oyó el sonido de pasos rápidos en el corredor. Después, se
abrió bruscamente la puerta y una joven vestida con uniforme de criada entró
corriendo en la habitación. Sin aliento, se detuvo bruscamente. Sus ojos azules se
agrandaron, impresionados, al ver desnuda a Liliha, y la joven desvió la mirada.
—Sus gritos me atemorizaron. ¡Lo digo de veras, señorita!
—¿Quién es usted? —Liliha observó que la muchacha tenía sobre el brazo un
vestido femenino.
—Soy Dorrie, señorita. Lady Anne me dijo que en adelante debía cuidar de usted.
—¡No necesito que me cuiden! —explotó Liliha las manos en la cadera—. ¿Dónde
está mi kapa!
—¿Se refiere a la falda de papel?
—¡No es papel! Es un tejido de la planta wauke. ¿Qué ha hecho con ella?
—Lady Anne ordenó que lo quemasen. —Dorrie arrugó la nariz.— Lo mismo que
las restantes prendas que usted usó.
—¡Lo quemaron! —Liliha sintió que se le llenaban de lágrimas los ojos. La
incineración de kapa le pareció la destrucción del último vínculo con Maui. Con un
gran esfuerzo de voluntad consiguió contener las lágrimas. Se irguió.
— ¡Lléveme inmediatamente ante lady Aune!
—Pero ella todavía está acostada —dijo Dorrie con desaliento.
— ¡Inmediatamente! Si usted no lo hace, iré sola.
—Pero señorita, no puede salir así. Vea... —Dorrie presentó los vestidos que
llevaba al brazo—, he traído estas cosas para usted.
—Iré así. Ella ordenó destruir mi kapa, y me dejó desnuda. Así iré a verla.
Protestando, Dorrie condujo a Liliha por el corredor hasta la puerta del dormitorio
de lady Anne. Llamó tímidamente.
Como no hubo respuesta, Liliha apartó a Dorrie, abrió la puerta y entró. En el
lecho de cuatro postes una figura se movió; parecía un animal en su nido. Asomó la
cabeza, y lady Anne parpadeó para disipar el sueño de sus ojos.
Liliha la miró, muda de asombro. ¡Su abuela no tenía un solo cabello en la cabeza!
Liliha retrocedió un paso.
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—Mi querida Liliha, no sé qué significa esta danza, pero es hermosa. Sin embargo,
creo que no es apropiada para Inglaterra. Si la bailase en una fiesta, los hombres
enloquecerían, y acabarían aullando como lobos, y las mujeres... bien, la
despedazarían después de que hubiera pasado la primera impresión.
Ella interrumpió la danza para mirar asombrada al maestro.
—¿Por qué iban a hacer tal cosa? ¿Qué está mal? Es parte de nuestra cultura de
Maui.
—Quizá, pero... —Se interrumpió en mitad de la frase, meneó asombrado la
cabeza.— ¿De veras no lo comprende?
—No, no entiendo.
— ¡Qué inocencia! ¡Increíble! —Abrió los brazos, elevó los ojos al cielo.— Señorita,
acepte lo que le digo. La danza que usted acaba de bailar inflama los sentidos mucho
más que cualquiera de los libritos que se encuentran en ciertas librerías de la calle
Wych, en Londres. Pero no importa... —Batió el aire con una mano.— Le
enseñaremos las danzas apropiadas, mucho más decorosas. —Suspiró. Lástima.
Otra actividad que complacía a Liliha eran las lecciones de equitación, que recibía
todas las tardes. La sorprendió con cuánta facilidad pudo dominar la técnica
ecuestre. Pero durante la primera lección tuvo que hacer un esfuerzo para permitir
que el lacayo la instalase sobre la alta bestia. La sensación era parecida a la que había
recogido la primera vez que nadó en los Siete Estanques Sagrados de Hana, cuando
aprovechaba las cascadas para pasar de un estanque al otro. Al principio, había
sentido un temor intenso, pero después del primer salto, nunca volvió a tener miedo.
Aunque montar un caballo era por completo distinto, sus temores desaparecieron
después de la primera experiencia, y ahora siempre ansiaba que llegase el momento
de dar la lección siguiente.
Por supuesto, Teddy, el lacayo, había recibido instrucciones severas de lady Anne:
Liliha no debía montar caballos muy briosos mientras no supiese hacerlo bien. Tuvo
que aprender con un viejo caballo jubilado, un animal bastante torpe. Y donde quiera
que iba Liliha, la acompañaba uno de los criados, trotando al costado de la joven en
otro caballo que no se despegaba del lado de Liliha.
Finalmente, llegó el día en que le permitieron elegir uno de los caballos del
establo. Teddy, menudo y nudoso como un gnomo, dijo:
—Lady Anne dijo que puede elegir, señorita. El animal que usted escoja será
definitivamente suyo. No se permitirá que otra persona lo monte.
Liliha ya había elegido el gris moteado que viera desde la ventana del dormitorio
de lady Anne. Fue directamente al establo del caballo gris.
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—Tiene buen ojo para los caballos, señorita —dijo con admiración Teddy—. Esa
yegua es muy briosa. Antes de morir su señoría pensaba inscribirla en las carreras. Se
llama...
—No, no me lo diga. —Liliha levantó una mano. —Yo le daré mi propio nombre.
—Acarició la crin de la yegua, y dijo en su propia lengua:— He ino.
— ¿Cómo dice?
—En mi lengua, he ino significa tormenta. Así se llamará. Tormenta.
—Que así sea, señorita. Tal vez su señoría no hubiese aprobado que le cambiaran
el nombre, pero a lady Anne le importan poco los caballos. Dice que los mantiene
sólo en recuerdo de su marido, y con el fin de que los criados tengan algo que hacer.
Al principio, Liliha pudo cabalgar a Tormenta sólo en el prado, vigilada
atentamente por Teddy. Pero, ¡qué maravilloso era montar el magnífico animal, los
cabellos sueltos y flotantes al viento! Liliha rió estrepitosamente olvidando
momentáneamente el lugar en que se encontraba cuando permitió que la yegua
corriese a todo galope de un extremo al otro del prado.
Teddy la reprendió.
—Señorita, debe ser más prudente, por lo menos hasta que posea más experiencia.
Si llega a caerse y se lastima, lady Anne me regañará muchísimo.
—No necesita preocuparse —dijo riendo Liliha—. No caeré. Montar un caballo es
tan fácil como nadar. Sin advertirlo, en su voz se había deslizado un acento
arrogante.
—Sí, usted es una Montjoy —murmuró Teddy. Después asintió, y elevó la voz—.
Debo reconocer que aprende con rapidez.
Liliha aprovechó la oportunidad.
—Entonces, ¿puedo cabalgar sola en el bosque?
—Eso tendrá que decirlo lady Anne, no yo.
Lady Anne aceptó de mala gana.
—Sí Teddy está de acuerdo, imagino que puedes hacer lo que quieras.
—No me sentiré libre mientras no pueda cabalgar sola e ir donde desee —dijo
Liliha—. No quiero sugerir nada malo, pero la verdad es que aquí todavía me siento
prisionera.
—Prisionera, ¿eh?— Suspiró, lady Anne—. Es evidente que estamos ante la hija de
William. Pero no deseo mantenerte confinada; y ciertamente tampoco me agrada que
aquí te sientas prisionera.
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Y así, a la tarde siguiente Liliha abandonó el prado y se internó entre los árboles.
Vestía el traje nuevo de montar que su abuela le había regalado. Comenzaba a
acostumbrarse al rigor de las ropas extrañas que esa gente usaba, y tenía que
reconocer que las prendas en cuestión ofrecían cierta protección contra el frío.
Aunque ya era verano, y ella estaba más aclimatada, todavía extrañaba la calidez de
las islas.
Los bosques eran distintos de los que había en Maui. Había pocos arbustos, y en
todo caso no existía la jungla espesa de las florestas de Maui. Los árboles estaban
muy separados los unos de los otros, y era fácil cabalgar con Tormenta entre ellos.
Espoleó a la yegua, y buscó ansiosamente la cascada de la cual le había hablado su
abuela. La encontró repentinamente, cuando salía de los árboles para internarse en
una depresión. Sofrenó a Tormenta. A sus pies había un estanque de aguas
luminosas, y más lejos estaba la cascada. Liliha comprendió que había estado
escuchando un rato la caída de agua sin identificar el sonido. El risco tendría unos
diez metros, y la cascada misma formaba una faja estrecha de agua espumosa.
Liliha ató a Tormenta de modo que el animal pudiese descansar, y se sentó en la
orilla, mirando ansiosa la cascada y el estanque. La agobió la nostalgia, el anhelo de
volver a Hana, que era como un dolor en su interior. Se sentó así largo rato,
recordando episodios de su vida en las islas, y las cascadas que allí había, y la vez
que había conocido a Koa, en los Siete Estanques Sagrados.
Cuando advirtió que tenía los ojos húmedos, emitió un sonido irritado y se enjugó
las lágrimas. Se puso de pie, mirando alrededor. Hasta donde podía ver estaba sola.
Sin más vacilaciones, comenzó a quitarse las despreciadas ropas, y casi desgarró las
prendas en su apremio.
Desnuda, se estiró gozosa. Los rayos del sol eran más débiles que en Maui, pero de
todos modos le parecía maravilloso sobre la piel. Descendió corriendo la suave
pendiente, y al llegar a la orilla dio un salto. Se zambulló sin vacilar. El agua estaba
muy fría, mucho más fría que el mar frente a Hana en un día gris de invierno. El
estanque era profundo, pero Liliha descendió hasta el fondo con los ojos abiertos. El
agua era límpida como el cristal, apenas perturbada por el movimiento del cuerpo
femenino, y la joven vio muchos peces que nadaban frenéticamente, asustados por la
presencia extraña.
Subió a la superficie y lanzó un grito de exuberante alegría. Nadó de un extremo
al otro del pequeño estanque varias veces. No se había bañado al aire libre después
de salir de Maui, pero incluso así la desalentó ver con qué rapidez se fatigaba.
Vio una gran roca con una depresión al borde del agua. Era evidente que la habían
puesto allí para que sirviese como asiento. Trepó a la roca para descansar, del cuerpo
chorreaba agua. Se apoyó en las manos, el rostro vuelto hacia el sol, los ojos cerrados.
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Después que el sol la secó, Liliha abrió los ojos y miró el peñasco. Estaba cortado a
pico sólo en el sector en que la cascada caía al estanque. A cada lado del dique, la
tierra formaba una suave pendiente, y era fácil trepar. Sin molestarse en buscar sus
ropas, Liliha subió por la pendiente. Una vez arriba, vio un lago en miniatura,
formado por el dique que retenía las aguas. Los árboles crecían cerca del borde,
alrededor del lago. Liliha exploró el lugar, de pronto consciente de su propia
desnudes. No vio a nadie. Con un suspiro de alivio, se volvió. Entró caminando en
las aguas retenidas por el dique. Con una mirada destinada a calcular la profundidad
del agua luminosa que abajo formaba un espejo, abandonó el dique en una elegante
zambullida que la llevó al fondo del estanque.
Era muy agradable, y por primera vez desde su llegada a Inglaterra experimentó
cierta satisfacción. Era como una catarsis, que depuraba su mente y su cuerpo. Si
podía ir allí de vez en cuando, Liliha lograría sobrevivir el año que había prometido a
lady Anne hasta que llegase el momento de regresar a Maui.
De nuevo nadó hacia la roca y trepó. Se acostó con la cabeza apoyada en las
manos, calentándose al sol. Un rato después, un sentimiento de aprensión la dominó.
Abrió los ojos y miró directamente hacia el dique. Allí, de pie al borde del risco vio la
figura de un hombre. Tenía el sol a sus espaldas, y Liliha no podía verle los rasgos de
la cara, pero supo que él la miraba. Aunque el hombre no había hecho ningún
movimiento, ni le había hablado, su actitud era amenazadora. Un estremecimiento
recorrió el cuerpo de la joven.
Se metió rápidamente en el agua. Cuando volvió de nuevo a la superficie, su
mirada se posó inmediatamente en el risco. El hombre había desaparecido.
Liliha salió del estanque y corrió pendiente arriba, en busca de sus ropas. Mirando
con frecuencia alrededor, comenzó a vestirse. No volvió a ver al hombre, pero un
sentimiento de peligro flotaba en el aire. Recordó la sensación que solía tener en
Maui poco antes de que un tifón se abatiese sobre la isla. No volvió a sentirse segura
hasta que montó a Tormenta y comenzó a cabalgar entre los árboles; incluso
entonces, se preguntó si podría volver a ese lugar.
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nombre—, era eficiente con el cuchillo y la cachiporra, y usaba cualquiera de las dos
armas no sólo sin escrúpulos sino con sádico placer. Tenía los ojos del color de su
apellido, y por sí sola, la mirada de reptil generalmente bastaba para lograr que el
deudor recalcitrante se apresurase a pagar su dinero a Maurice. Si el infeliz no
reembolsaba la deuda después de la primera advertencia, Pizarra trabajaba con la
cachiporra. Si todo lo demás fracasaba, Pizarra recibía la orden de matarlo
clavándole un cuchillo entre las costillas. Después de unas pocas veces, se difundió la
noticia, y Maurice no tuvo inconveniente en cobrar lo que se le adeudaba.
El segundo problema exigía más cuidado. En definitiva, Maurice alquiló una
pequeña oficina en el barrio de Covent Garden, cerca de los clubes elegantes y los
garitos de juego. Con un nombre supuesto estaba en Londres unas pocas horas tres
días por semana, y así practicaba su sórdido negocio. En Londres se lo conocía por el
nombre de Ferret, lo cual le parecía apropiado, pues en la jerga de los bajos fondos
londinenses Ferret era el apelativo asig-nado a "un hombre que vende artículos a los
incautos, cobrando precios excesivos, para luego ostigarlos constantemente
exigiendo el pago de la deuda". Por supuesio el artículo que Maurice ofrecía era
dinero; pero en principio se trababa de la misma operación.
Sus vecinos en el campo nada sabían de la fuente de sus ingresos, y tampoco
Margaret Etheredge estaba enterada. Maurice le decía que obtenía sus recursos de
inversiones inteligentes, y ella aceptaba sin discutir la explicación; la admiración que
sentía por su astuto hijo era cada vez más profunda.
Como no escaseaban los clientes, la actividad comercial de Maurice creció
constantemente, y cuando ya dispuso de fondos suficientes, abordó otro rubro:
comenzó a traficar con mercancías robadas. En Londres abundaban los ladrones. La
mayoría de ellos eran estúpidos, y tenían escasa idea del valor de lo que habían
robado. Mediante el regateo astuto, Maurice generalmente pagaba muy poco por los
artículos robados y en definitiva obtenía una hermosa ganancia.
De este modo prosperó, y poco a poco acumuló un bonito capital. Pero detestaba
su propia actividad, y ansiaba que llegase el momento en que recibiera su herencia y
poder vivir la vida de un caballero.
No tenía escrúpulos de conciencia acerca de su actual modo de vida. Maurice
despreciaba a quienes creían en la conciencia. A su juicio, el mundo pertenecía a los
que tenían la rudeza y astucia suficiente para tomar lo que deseaban. Pero le
desagradaba firmemente la gente con la cual tenía que asociarse; eran canallas.
Después de la muerte de su padre, Maurice y su madre ya no fueron bien recibidos
en las elegantes residencias nobles que se elevaban a lo largo del camino a Sussex. El
único lugar que ahora podían visitar era Montjoy Hall; y esas visitas no eran más que
ritos semanales impuestos por la obligación, y Maurice bien sabía que en realidad allí
no eran recibidos con agrado.
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—Buen hombre, me llamo Ferret, de modo que temo que usted ha cometido un
error...
—No hay error, Etheredge —dijo con expresión burlona el intruso—. Sé que usted
presta dinero a muchos inf¬lices de esta ciudad, y que lo hace usando el nombre de
Ferret, y que además su oficina se ocupa de comprar mercancías robadas; también
allí utiliza el mismo nombre. Pero sé también que su verdadero nombre es Maurice
Etheredge. Cuando cierra esta oficina y termina su día de trabajo vuelve a su casa,
esa hermosa mansión que está en el camino a Sussex, y allí se da aires de señor de la
propiedad.
Maurice no se había sentido tan conmovido desde la muerte de su padre, cuando
supo que prácticamente era un hombre pobre. ¡Lo habían descubierto! Su vida doble
había quedado expuesta. La impresión fue tan intensa que Maurice estuvo a un paso
del desmayo. Pero consiguió reunir fuerzas suficientes para graznar:
—¿Cómo sabe todo eso?
—Sé muchas cosas, señor Etcheredge. También sé que usted espera heredar la
fortuna Motjoy. —La voz del hombrecito se parecía al cacareo de las gallinas, y pasó
un tiempo antes de que Maurice comprendiese que el sonido que estaba oyendo
correspondía a la risa del intruso. Al fin se tranquilizó, y el hombre continuó
diciendo:
—Jefe, no se preocupe, no pienso revelar su secreto. Estoy aquí para hacer un trato
que puede beneficiarnos a ambos. —Se adelantó, y extendió la mano.— Yo soy Asa
Rudd.
Maurice no aceptó la mano que se le ofrecía. Recobró su aplomo y comenzó a
irritarse. A juzgar por la apariencia, ese Rudd no era mejor que el resto de la resaca
que acudía a la oficina a pedir ayuda. Dijo con voz dura:
—¿Cómo es posible que usted obtenga algo que nos beneficie a ambos?
Rudd emitió su risa parecida a un cacareo.
— Creo que usted todavía no conoce la noticia. Hace mucho que ansia apoderarse
del dinero de la familia Montjoy, porque cree que usted y su madre serán los
herederos. Piensa que excepto la vieja dama todos los Montjoy han muerto. Bien, está
equivocado.
Maurice endureció la expresión del rostro, y miró aprensivo a su interlocutor.
— ¿Qué quiere decir?
—Quiero decir que la vieja perra me contrató para ir a esas islas y asegurarme de
que William había muerto.
—¿Sugiere que William Montjoy todavía vive?
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—No, no. William ha muerto, pero tenía una hija. ¿Qué le parece eso, señor
Etheredge?
Maurice sintió que un frío extraño le atravesaba el corazón como una daga.
—¡Miente, Rudd!
—No es así, jefe. —Rudd sonrió muy divertido.— La traje precisamente ayer. Está
viva y sana, y ahora protegida por la vieja perra. Y es una bonita muchacha. Según
están las cosas ahora será la heredera, y usted no recibirá ni un penique.
Maurice no atinaba a aceptar la situación. Sentía las manos pegajosas y sudadas, y
la figura de Rudd bailoteaba ante sus ojos.
—¿Por qué ha venido a decirme esto? Me parece que usted ha concebido alguna
estafa.
—No, nada de eso. De ningún modo. —La sonrisa de Rudd se esfumó, y su voz
trasuntó amargura.— Vine a verlo porque la vieja perra me echó de su casa, y se
nego a pagarme. No quiso pagarme lo que había prometido que me daría si traía a
William o a alguno de sus descendientes.
Ahora Maurice estaba pensando. Consiguió dominar el desaliento y exploró la
posibilidad de una solución. Juzgó sagazmente a Rudd: sin escrúpulos, vengativo y
codicioso. Dijo:
—Aún no me ha aclarado cómo podemos cooperar para mutuo beneficio.
—Es muy sencillo, jefe. Si esta muchacha continúa aquí, usted no recibe la
herencia que le pertenece, y yo pierdo mi dinero. Ahora bien... —Rudd sonrió.— Si
muriese repentinamente, usted retornaría al punto en que estaba antes de que yo la
trajese a Inglaterra. Es probable incluso que la impresión mate a la vieja perra,
porque ya está bastante mal de salud. Usted tendría su dinero y yo el mío. Por
supuesto en este caso, yo reclamaría una recompensa un poco mayor en vista de que
la idea es mía...
Maurice fingió que estaba conmovido.
— ¿Propone que asesinemos a la muchacha?
—Vamos, jefe. No se haga el virtuoso conmigo. —Rudd rió groseramente.— Lo
conozco bien. Usted mataría a su propia madre si de ese modo pudiese obtener unas
pocas libras.
Maurice se irguió.
—Un momento, buen hombre...
—Jefe, le repito que no se haga el virtuoso. —Rudd esbozó un gesto.— Si vamos a
hacer negocios, no juguemos el uno con el otro. Si usted no desea obtener lo que le
corresponde, idearé otro modo de conseguir lo mío.
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—Pero allí me perdería. ¡Lo juro! Aquí, puedo hacer cualquier cosa. —De los
pliegues de su ropa, Pizarra extrajo un cuchillo y la hoja centelleó como la lengua de
una serpiente.— Pero allí, en el campo, ¿qué puedo hacer? ¿Cómo me acerco lo
suficiente para usar esto?
—¡Idiota, no es más que una muchacha! ¿No sabes manejar a una muchacha?
Además... —Maurice sonrió burlonamente— bastará que te vea para que caiga
muerta. Ahora mismo pareces un cadáver.
Pizarra meneó la cabeza y quiso hablar. Maurice se lo impidió alzando una mano.
—Escucha lo que te digo, Pizarra. Eres mío en cuerpo y alma... en el supuesto de
que tengas alma. Te compré y pagué. Poseo pruebas suficientes para enviarte a la
horca dos veces si digo dos palabras ante las autoridades. ¿A cuántos hombres has
asesinado hasta ahora?
Pizarra dijo obstinadamente:
—Maté porque usted me lo ordenó.
— ¿Y a quién creerán? ¿A ti o a mí? —Maurice se inclinó hacia adelante. Como
calculó que ya había amenazado bastante al individuo, suavizó la voz:— Pizarra, has
trabajado bien para mí. Ya no necesitas rebuscar los chelines en el bolsillo. Haz esto
para mí, y serás bien recompensado. Te daré mucho dinero.
El rostro frío de Pizarra mostró una expresión más viva que de costumbre, y
Maurice comprendió que ya lo tenía.
— Ante todo tendrás que vigilar de cerca Montjoy Hall hasta que aparezca la
joven. —Se frotó las manos. Más tarde o más temprano la verás. No podemos hacer
nada hasta que ella no salga de la casa. Cuando la veas, no hagas nada antes de
informarme. No podemos cometer errores. Habrá que planear el asunto hasta el
último detalle.
Pizarra informaba semanalmente en la oficina de Maurice en Londres. Los dos
primeros informes fueron desalentadores. Mucha gente entraba y salía de Montjoy
Hall, pero Pizarra no había visto a la joven. Lo que determinaba que la situación
fuese incluso más ingrata era el hecho de que Maurice no había podido entrar en
Montjoy Hall y ver por sí mismo a la muchacha. Las visitas semanales de Maurice y
su madre habían sido postergadas indefinidamente; lady Anne había enviado un
mensaje para informarles que ahora estaba demasiado ocupada para recibirlos. El
mensaje no aludía en absoluto a la hija de William. Maurice había contemplado la
posibilidad de ir a la casa sin invitación, pero conocía muy bien los accesos de
indignación de lady Anne. De nada serviría provocar su desagrado en ese momento
crucial. De modo que sólo restaba esperar y fastidiarse.
De pronto, Pizarra avisó que había visto a la joven. Estaba aprendiendo a montar.
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—Me alegro mucho de conocer a mi primo inglés. En Maui tenía muchos primos.
Pero eso fue antes de que me llevasen de allí. —Se le entristeció el rostro. — Me
preparaba para contraer matrimonio con mi primo Koa. Lo mataron ante mis propios
ojos.
La madre de Maurice contuvo una exclamación.
—¿Casada con tu primo? ¡Santo Dios! ¡Eso no se hace en Inglaterra!
—Vamos, querida hermana —dijo lady Anne—. Muchas familias reales de
Inglaterra han practicado ese tipo de matrimonio. Y Liliha me dice que ella y su
madre tienen sangre real.
— ¿Sangre real, los salvajes? —dijo despectivamente Margaret Etheredge.
—Basta ya, madre —dijo Maurice ásperamente—. Liliha no es una salvaje.
—Sí, querida hermana, esa es una observación que no aprecio. Te conviene
recordar que Liliha está emparentada contigo —dijo lady Anne con sequedad—. Y
que es mi nieta.
—¿Puede disculparme, abuela?
—Por supuesto, niña.
Liliha se inclinó para recibir el beso de lady Anne, saludó fríamente a Maurice y su
madre, y salió de la habitación.
—La muchacha está aprendiendo a montar.
Margaret Etheredge dijo:
—Debo reconocer que me sorprende su dominio del inglés.
Lady Anne dijo:
—Mi pobre William le enseñó y además recibe lecciones diarias...
Maurice no escuchaba. Se había acercado a la pared de cristal, y miraba a Liliha
que caminaba hacia el establo. Comprendía perfectamente el deseo que había
despertado en Pizarra. En cierto modo, Maurice también hubiera deseado tener su
oportunidad, antes de que Pizarra la matase.
Hoy era el día. Había ordenado a Pizarra que asesinase inmediatamente a la joven.
Maurice estaría en la casa, con la tía y la madre. Nadie sospecharía de él. Se
regocijaba íntimamente, y con dificultad mantenía el control de sus nervios. En muy
poco tiempo Liliha estaría muerta, ya no sería una amenaza para él, y ahora que veía
qué estrechos vínculos la unían con lady Anne, era probable que el cálculo de Rudd
acertase... La impresión provocada por la muerte de Liliha bien podía desencadenar
la muerte de su tía.
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Liliha guió a Tormenta hacia el interior del bosquecillo. Ahora era una amazona
hábil, y sin riesgo podía pensar en otras cosas mientras cabalgaba.
Pensaba en Maurice Etheredge, sobrino de lady Anne... ¡y su propio primo!
Le pareció repulsivo; era una naturaleza fría y calculadora. Liliha tenía la
sensación de que ningún sentimiento —excepto quizá la avaricia— era muy
profundo en Maurice. Lady Anne le había explicado que la codicia era la pasión
dominante en su sobrino; y que la ansiedad por controlar la fortuna de los Montjoy
era como una enfermedad para ese hombre.
Ella lo había impresionado profundamente; Liliha estaba acostumbrada a suscitar
ese efecto en los hombres, y conocía todos los signos. Pero incluso así, aunque los
ojos de Maurice ardían de deseo, Liliha tuvo la sensación de que era una sensualidad
sin pasión, una sensualidad fría.
Liliha había prestado escasa atención a la madre de Maurice. Margaret Etheredge
le había parecido una mujer sin espíritu ni inteligencia, y Liliha se asombraba de la
diferencia entre las dos hermanas. Lady Anne tenía fuego y decisión, una voluntad
de hierro y un ingenio y un humor maravillosos; en cambio, Margaret Etheredge no
poseía ninguno de estos atributos.
Olvidó a los Etheredge y continuó cabalgando. Las primeras veces que había
regresado a la cascada, después de descubrir al hombre que la espiaba, Liliha se
había mostrado muy cautelosa; temía correr peligro. Pero cuando pasaron los días y
nada extraño había ocurrido, poco a poco bajó la guardia. Aunque estaba más
adaptada —por lo menos resignada— a la vida que llevaba en Inglaterra, el tiempo
que dedicaba al estanque era muy valioso para ella. Después de descansar allí,
regresaba a Montjoy Hall renovada y más capaz de afrontar los trabajos cotidianos.
Como era verano, prevalecía una temperatura más cálida que el día de su llegada,
y esta vez pudo zambullirse en el estanque sin sentir frío.
Dejó descansar a Tormenta, rápidamente se despojó de sus ropas y se zambulló en
el agua. Como siempre, la impresión del agua fría la obligó a reaccionar. Nadó de un
extremo al otro muy complacida. Ahora podía nadar y zambullirse todo lo que
deseaba sin fatigarse, y permanecer sumergida mucho tiempo, desplazándose en el
fondo del estanque, y examinando los diferentes peces. Los peces estaban
acostumbrados a su presencia, y nadaban cerca de ella sin alarmarse demasiado.
Después de un buen rato trepó a la roca y durante media hora se calentó al sol.
Más tarde, subió la pendiente hasta la cima, y se acercó al borde de la cascada.
Permaneció así unos instantes, con la cabeza echada, hacia atrás, los ojos cerrados. El
sol le acariciaba los párpados.
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Ni por un instante el hombre del rostro grisáceo dejó de apretar el cuello de Liliha,
y comenzaron a hundirse en el agua, unidos como un par de amantes. Tocaron el
agua con los pies y comenzaron a sumergirse, cada vez más. Liliha pensó asombrada
que su atacante continuaba estrangulándola, pero por lo menos había aflojado un
poco el apretón y ella pudo aspirar un poco de aire antes de sumergirse.
Cuando el agua se cerró sobre las cabezas de ambos, el atacante sucumbió al
pánico que experimenta el individuo que no sabe nadar. Sus manos pasaron del
cuello a los hombros de Liliha, y después a la cabeza, y sus piernas trataron de
apoyarse en el torso de la joven. Intentaba literalmente trepar por el cuerpo de Liliha,
para llegar a la superficie.
Con los pulmones que parecían estallarle, Liliha sentía su propio pánico. Había
visto ahogarse así a uno de sus primos; se había hundido con un marinero a quien
había intentado salvar. Comprendió que el único modo de salvarse era dejar
inconsciente a su atacante. El hombre era mucho más corpulento que ella, y mucho
más fuerte, pero el miedo lo había aturdido por completo. Cuando volvieron a la
superficie un instante, ella respiró hondo y de nuevo apeló a todas sus reservas de
fuerza. Cuando el agua comenzó a cerrarse sobre las cabezas de ambos, unió las dos
manos y las dirigió contra la mandíbula del atacante.
Un dolor agudo le recorrió las manos y las muñecas pero el hombre, aturdido,
cayó hacia atrás. Liliha se apartó del cuerpo de su enemigo y subió a la superficie, y
comenzó a llenar de aire los pulmones hambrientos.
Manteniéndose lejos del lugar donde él se había hundido, esperó hasta que el
cuerpo del hombre emergiese, con la cara hacia abajo.
Con movimientos prudentes se acercó, aferró de los cabellos al hombre y lo llevó a
la orilla. A pesar de su delgadez, era un individuo pesado, y las fuerzas de Liliha
estaban agotándose cuando consiguió retirarlo parcialmente del agua.
Cuando él comenzó a moverse y a demostrar que recobraba la conciencia, ella
volvió nadando hacia el lugar más profundo del estanque.
Lo observó con calma mientras el vomitaba agua y comida, y se incorporaba con
movimientos vacilantes. Agobiado por su propia incomodidad y sufrimiento, no la
miró una sola vez, y en cambio comenzó a caminar hacia el interior del bosque.
De pronto, Liliha se sintió impresionada por la ironía de la situación: ella había
salvado la vida del hombre que la atacara, probablemente con intención de matarla.
Comenzó a reír y su risa sonora se elevó en el aire quieto del bosque. El hombre que
se alejaba se volvió para mirar hacia atrás, por encima del hombro, y después huyó
corriendo.
Liliha salió del estanque sólo cuando él ya había desaparecido. Allí, en su
elemento, se sentía capaz de afrontar todas las amenazas. Pero, ¿qué haría si él la
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atacaba en suelo firme? Comenzó a desear que sus instintos hubieran sido menos
humanos. Tenía la sensación de que hubiera sido mucho más conveniente para ella
permitir que el hombre se ahogase, y reflexionó con tristeza que ciertamente el
episodio no era motivo de risa.
—Hice todo lo posible, Ferret —dijo Pizarra— Ya le dije que no sé nada de las
costumbres del campo.
Rudd reía, y Maurice lo miró hostil.
— ¿De qué se ríe, Rudd?
Rudd, siempre emitiendo esa risa que parecía un cacareo, miraba divertido a
Pizarra.
—¿Trató de ahogar a esa muchacha?
—Nada de eso. Ella me enojó, y nada más —dijo Pizarra en tono ofendido—, y yo
estaba estrangulándola. Entonces ella consiguió que los dos cayéramos al agua. En
mi vida yo había estado en el agua. Casi me ahogué. —Los rasgos generalmente
inexpresivos de Pizarra mostraban un gesto de absoluto desconcierto. — Ella me
salvó la vida... sí, ¡y yo había intentado matarla!
Rudd tenía el cuerpo doblado, y casi no podía hablar a causa de la risa.
Maurice rezongó:
— ¡No veo nada divertido en esto!
Rudd al fin consiguió hablar.
—Usted no entiende, jefe. Las mujeres de esas islas se mueven como peces en el
agua. Caramba, la he visto nadar en aguas tan agitadas que un hombre se hubiese
ahogado. —Meneó la cabeza. —No, el modo de matar a esa muchacha no es
ahogarla.
Maurice miró hostil a Pizarra.
— ¿Por qué no usaste el cuchillo?
—Pensé que no tendría inconveniente con la muchacha, que era suficiente utilizar
las manos.
Maurice se inclinó hacia adelante, y sus manos aferraron los bordes del pequeño
escritorio.
— ¿Querías acostarte con ella, verdad?
Pizarra dijo con expresión hosca:
—Usted me dijo que podía tenerla.
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Ca p í t u l o 7
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— ¡Por Dios! ¡Siempre hay que escuchar a los inocentes y los niños! —Descargó un
golpe resonante sobre su rodilla.—¡Ciertamente, es un tema apropiado!
Dick echó hacia atrás la cabeza y cerró los ojos. David, que otras veces había visto
a su amigo en el proceso de la creación, esperó silencioso, con una sonrisa de
expectativa en el rostro.
— ¡Ya lo tengo! —gritó Dick, y bruscamente se puso de pie.
Se encasquetó un sombrero imaginario, batió el aire con un bastón también
imaginario y comenzó a cantar al son de una melodía popular:
En las lejanas Islas Sandwich Donde soplan los balsámicos vientos alisios, Vive
una doncella de piel morena y ojos pardos, El busto pleno, los muslos suaves.
Oh, la conocí bajo un cocotero, Y me la llevé a la arena, Y yo os digo, amigos y
camaradas, que mis sensaciones fueron infinitas...
Dick se interrumpió casi en mitad de la frase, con una expresión de desaliento. Se
llevó la mano a la frente y gimió:
— ¡Las Musas me abandonaron!
Se derrumbó en la silla, levantó la copa de jerez y la vació de un trago.
David lo miró, muy divertido. El relato de Dick ace¬ca de su visita a las islas y la
canción lo habían afectado da un modo inexplicable. Pero había decidido una cosa:
encontraría el modo de conocer a Liliha Montjoy, y muy pronto.
Ahora, Liliha se había resignado a los profesores que debía soportar día tras día, y
en realidad se sentía bastante orgullosa de la rapidez con que había mejorado su
conocimiento del inglés. No era que estuviese menos decidida que antes a regresar a
Maui; pero el sentido común le decía que el año que debía pasar en esa casa sería
más fácil y llevadero si ofrecía menos resistencia.
Todos los días se acercaba al estanque, aunque el placer que sentía allí ahora era
menor. Pero aunque en efecto percibía la amenaza de un peligro cada vez, que se
acercaba, el temor no era tan intenso que olvidara su necesidad de bañarse allí, y de
gozar de la paz y el descanso del lugar.
Ese día, después de la hora que solía pasar en el estanque, y después de la última
zambullida desde el borde de la cascada, se extendió sobre la roca para permitir que
el sol le secase el cuerpo. Después, su propósito era vestirse.
Se aproximó al gigantesco árbol, al que ataba a la yegua. Tormenta dejó de
mordisquear la hierba, elevó la hermosa cabeza y emitió un relincho. Liliha le
acarició el cuello, y comenzó a hablarle en voz baja. Había acabado por querer con
todo el corazón a Tormenta.
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Liliha extendió la mano para desatar las riendas, aseguradas a una rama baja, pero
se inmovilizó cuando oyó el ruido de pasos cautelosos. Con el corazón que le latía
aceleradamente se volvió en redondo. A pocos pasos de ella estaba el mismo hombre
de piel grisácea que la había atacado antes.
Esta vez sostenía un cuchillo en la mano, pegada a la cadera derecha. No había
hacia dónde huir; el hombre le cerraba el paso, y atrás estaba Tormenta.
—Ríete de mí, ¿eh? —rugió el hombre—. ¡Veamos cómo te ríes de esto!
Sé abalanzó mientras levantaba el cuchillo. En el último momento Liliha se apartó.
El cuchillo atravesó la tela del vestido y la joven oyó el ruido de un desgarrón. El
atacante cayó sobre la yegua. El animal relinchó, y se movió inquieto.
El hombre gritó encolerizado:
— ¡Condenada bestia! —Alzó el cuchillo para herir a la yegua.
Liliha, que había estado dispuesta a huir, confiada en que podía aventajar a su
enemigo exclamó:
— ¡No!
Se arrojó sobre él y con ambas manos golpeó el brazo qué descendía. El golpe tuvo
fuerza suficiente para desviar el cuchillo. Incluso así, la afilada hoja rozó a la yegua, y
apareció un hilo de sangre.
El pensamiento de la huida se esfumó de la mente de Liliha ante su preocupación
por Tormenta; Liliha golpeó con las puños los hombros de su atacante. Los golpes
fueron ineficaces. El asesino se volvió hacia ella; en sus labios se dibujó una sonrisa.
El rostro parecido a una calavera era horrible: dientes amarillentos, los ojos hundidos
en las órbitas ardientes como los fuegos del Infierno.
Adelantó una mano y aferró la muñeca de Liliha. La arrojó contra el tronco del
árbol, y e lgolpe le cortó el aliento. Aturdida, buscó apoyo en el tronco. Sacudió la
cabeza, tratando de aclararse las ideas. Percibió un sonido extraño y zumbante, pero
no tuvo tiempo de averiguar qué era. Cuando se le aclaró la visión, vio que su
atacante avanzaba otra vez, siempre sonriendo. El cuchillo brillaba al sol. No tuvo
fuerza para esquivarlo. Se encogió contra el tronco del árbol, completamente
confundida, y en su mente la idea de que moriría en pocos instantes fue como un
grito silencioso.
El atacante alzó el cuchillo y comenzó a descenderlo hacia el pecho de la joven.
De pronto se oyó un estampido, y el individuo retrocedió un paso gruñendo. Se le
volvieron los ojos en las órbitas. La mano que sostenía el cuchillo cayó inofensiva a
un lado del cuerpo y el hombre comenzó a desplomarse.
Liliha miró incrédula el cuerpo caído. Un momento antes había estado a un paso
de la muerte, y ahora...
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Lady Anne se inquietó mucho cuando supo lo ocurrido. Golpeó el suelo con su
bastón.
— ¿Por qué no me hablaste la primera vez que este hombre, sea quien fuere,
intentó atacarte?
—Abuela, no deseaba preocuparte —dijo Liliha con un encogimiento de
hombros—. No pensé que volvería a ocurrir.
—Lo que me inquieta es precisamente que él haya regresado. Cuéntame, niña, qué
ocurrió exactamente. Quiero decir, la primera vez. Oh, David... discúlpame.
Lady Anne se inclinó hacia adelante para tocar la mano de David.
—He contraído contigo una deuda eterna por haber ayudado a Liliha.
—Lady Anne, fue un placer y un privilegio. —David habló sin apartar los ojos de
Liliha. Desde que la había visto en el estanque, había tenido dificultad para apartar
de ella la mirada. — Tiene una hermosa nieta, una muchacha muy hermosa.
—Coincido totalmente —dijo lady Anne, sonriendo, y después volvió los ojos
preocupados hacia Liliha—. Ahora, niña, relátame detalladamente el primer
episodio.
—Bien, yo estaba en la cascada. No lo vi hasta que subí al dique para zambullirme
en el estanque...
— ¡Un momento! —Lady Anne alzó una mano. Tus ropas, muchacha... ¿qué tenías
puesto?
—Bien, nada—dijo Liliha—. Me había desnudado por completo. ¿Cómo es posible
nadar vestido?
David experimentó una profunda impresión.
—Usted estaba... bien, en estado natural.
—Por supuesto. —Ella lo miró.— ¿Qué sucede, David? En Maui a nadie se le
ocurriría zambullirse vestido en el agua.
El joven tragó saliva y advirtió avergonzado que el rostro se le había puesto rojo.
— ¡Pero esto no es Maui! ¡Es Inglaterra, y esas cosas no se hacen!
Una risa sonora provino de lady Anne.
— ¡Vaya, David! No perturbes a la muchacha. Es una hija de la naturaleza, y no ve
nada malo en lo que hizo. Tampoco yo. Lo considero encantador, y la envidio. Ojala
hubiera poseído el valor necesario para impresionar a unas pocas personas en mi
juventud.
David guardó silencio. Su turbación se acentuaba todavía más a causa de las
imágenes que atravesaban veloces su mente... vividas imágenes de la joven desnuda.
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No creía ser un mojigato, pero ¡había límites! Ni siquiera una prostituta londinense
soñaría desvestirse en público, aún en un lugar presuntamente privado del bosque.
Lady Anne continuó diciendo:
—Por lo menos, ahora entiendo por qué regresó este rufián. Sin duda, es una
criatura de baja calaña, y sus apetitos bestiales se inflamaron. Gracias a Dios ha
muerto; no te molestará más. Y eso me recuerda una cosa... habría que notificar a las
autoridades, de modo que retiren de mi propiedad el cadáver de este individuo. —
Golpeó el suelo con el bastón. — Niña, no les diremos una palabra de tu desnudez.
No será necesario y sólo conseguiríamos provocar rumores. No deseamos eso, sobre
todo si tú quieres preservar tu refugio. Estoy segura—en su voz había un matiz de
burla— de que no necesitamos preocuparnos por David. Es un caballero y no dirá
una palabra. ¿Verdad, David?
—No, no, claro que no —balbuceó este.
Las dos mujeres lo miraban... lady Anne con gesto divertido, y Liliha con franca
curiosidad y desconcierto.
David estaba profundamente molesto, y se sentía como un escolar sorprendido en
un acto prohibido. Ansiaba salir inmediatamente de la casa. Lo salvó la aparición de
James.
—¿Sí, señora?
Lady Anne le explicó rápidamente la situación, y le ordenó que enviase a un
hombre para traer al condestable más próximo.
La noticia no conmovió en lo más mínimo a James.
—Señora, me ocuparé de eso inmediatamente. David aprovechó la oportunidad.
—Esperaré en el establo al condestable. Sin duda me pedirá que lo acompañe.
Así consiguió salir de la habitación. Se sentía un perfecto idiota. Estaba
convencido de que lady Anne se reía de él y que Liliha lo creía estúpido, de modo
que probablemente no desearía volver a verlo nunca.
En la habitación, lady Anne en efecto se reía de David, pero no era una risa cruel.
Sentía mucha simpatía por Trevelyan y escuchaba con agrado los relatos acerca de
sus diferentes aventuras. Por eso la divertía ahora el desconcierto del joven calavera.
Un hombre tan mujeriego, y ahora había encontrado la horma de su zapato. Para la
dama era evidente que David se sentía muy atraído por Liliha... No, más bien podía
decirse que estaba desconcertado.
Este pensamiento le devolvió la calma. Si podía conseguir que Liliha permaneciera
en Inglaterra —y ella no dudaba ni un minuto en que tendría éxito en su empresa—
llegaría el momento en que la joven tendría que casarse. ¿Acaso podía concebirse una
unión más conveniente que con David Trevelyan? Sí, era un joven salvaje y
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temerario, pero de buena pasta; y ella estaba segura de que como solía ocurrir en esos
casos, la impetuosidad terminaría agotándose. El padre era en cierto modo un tonto,
pero la madre era una mujer excelente, de inteligencia vivaz y buen linaje. Sí, una
alianza con la familia Trevelyan sería conveniente.
Lady Anne advirtió que Liliha estaba hablando.
— Lo siento, niña. Estaba distraída. ¿Qué has dicho?
—Te he preguntado si este joven tendra problemas por haberme ayudado.
—¡Problemas! Por Dios, muchadia, ¿eso es posible? Por matar a un rufián como el
hombre que te ataco, deberían armarlo caballero. —Examinó atentamente a Liliha. —
¿Por qué te preocupa David?
—No me agrada que nadie sufra por mi causa.
—No te preocupes, nada le ocurrirá. ¿Te agrada David?
— ¿Si me agrada? —Liliha pareció sorprendida. — No he pensado en ello. Por
supuesto, le agradezco lo que hizo. Es simpático, tiene un hermoso cuerpo y es
apuesto: Pero hace un momento pareció incómodo. ¿Es un joven tímido?
— ¿Tímido? ¡De ningún modo! —Lady Anne rió de buena gana. — Tímido no es
la palabra aplicable a David. Tiene reputación de mujeriego. —Entrecerró los ojos.
Seguramente no eres tan inocente que no sepas por qué estaba incómodo, como tú
misma dijiste.
—Oh, sé que le agrado. —Liliha se encogió de hombros. — Pero estoy
acostumbrada a eso.
—Ah, ¿de veras? — Lady Anne se sintió divertida e irritada al mismo tiempo. En
muchos aspectos la joven era del todo inocente; una auténtica hija de la naturaleza.
Pero en otros era tan refinada como cualquier belleza admirada por los hombres. Y
en este refinamiento se mostraba arrogante. Consideraba sobreentendida la
adulación de los hombres, y jamás intentaba ocultar el hecho. Lady Anne llegó a la
conclusión de que la relación entre hombres y mujeres donde había nacido Liliha era
completamente distinta de la que prevalecía en Inglaterra. Durante un momento
deseó no ser tan vieja. Un viaje a las islas sin duda habría sido muy interesante.
Lady Anne desechó el pensamiento como la fant¬sía casi senil de una anciana.
Dijo:
— ¿No sentiste nada por David? ¿No te atrajo en lo más mínimo?
Por primera vez Liliha pareció sentirse insegura.
Frunció él ceño:
—Yo... imagino que sí. Pero no pertenece a mi raza ni a mi pueblo de modo que no
puede haber nada.
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—¡Dios mío, qué mal estás! Creo que deberías prepararte para nuevas
impresiones, si te propones cortejar a la doncella. El choque de dos culturas tan
diferentes será una verdadera tortura. ¿Crees que podrás afrontar la situación?
—Si Liliha puede superar el inconveniente, yo no haré menos.
—¡Bravo! ¡Palabras muy valientes! —Dick batió palmas. — Entonces, ¿estás
decidido a cortejarla?
—Así es —dijo David con gesto sombrío. Vio a la criada que se acercaba hacia
ellos por el sendero trayendo una pequeña bandeja. Se irguió en el asiento. — Sí,
Clara, qué ocurre?
—Señor, ha llegado este mensaje para usted. —Clara acercó la bandeja.
Sobre ella había una hoja de papel doblada. David la recogió, esperó que la joven
se retirara y desplegó el papel. Era un mensaje de lady Anne Montjoy. "Mi querido
David, como nos prestó un importante servicio, y le estaré eternamente agradecida
por haber salvado la vida de mi nieta, consideré que era apropiada una nota
personal. Dentro de dos semanas, el veintiuno de junio, ofreceré un baile de disfraces
para presentar a Liliha en sociedad. Considere esta misiva su invitación personal.
También incluiré a su amigo y compañero de andanzas, Richard Bird. No he tenido
el placer de conocer a ese caballero, pero he oído hablar mucho de sus... ¿podemos
llamarlas hazañas? Sus estimados padres recibirán a su debido tiempo la
correspondiente invitación. Espero expectante que usted acepte, y les deseo bien a
usted y los suyos. Lady Anne Montjoy.
David dijo exuberante:
—¡Una feliz noticia, Dick! Ambos hemos sido invitados al baile que te mencioné
antes.
Leyó rápidamente a Dick la nota recibida.
Dick sonreía.
—Esta lady Anne parece un personaje bastante original para tratarse de un
miembro de la nobleza. ¿No sabe que Dickie Bird no tiene buena acogida en muchos
hogares?
—Tiene un sentido bastante liberal del humor, probablemente le agrada oír los
rumores que tú originas.
—Quizá debería disfrazarme de Casanova para honrar mi propia reputación de
mujeriego. —Dick arqueó el ceño. Amigo mío, por lo menos ya tienes resuelto tu
problema. Muy pronto podrás ver nuevamente a Liliha.
David de nuevo se mostró caviloso.
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—No es muy pronto. Dos semanas es una eternidad. No sé cómo podré esperar
tanto.
—¡Dios mío! ¡Realmente te muestras muy apasionado ! Por mi parte, yo diría que
la situación es divertida. Después de compartir tantas aventuras amorosas contigo, se
diría que al fin has encontrado la horma de tu zapato.
—Tienes razón, y me propongo verla otra vez, y no al mismo tiempo que al
centenar de invitados de un baile.
—Mis condolencias, David. He afrontado muchos asuntos del corazón. Felizmente
siempre he salido indemne. —El rostro de Dick cobró una expresión grave.— Sólo
puedo abrigar la esperanza de que tú, amigo mío, no salgas incinerado por este ardor
que te consume.
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—Claro —dijo ella con expresión inocente—. En este lugar no estoy en su país.
Aunque sólo sea con la imaginación aquí regreso a Maui, y me comporto como lo
haría allí.
Casi sin quererlo; Liliha había comenzado a provocarlo y el ejercicio le parecía
encantador. Recordó la conversación con la abuela, y comprendió que en efecto
consideraba muy atractivo a este hombre. Al principio lo miraba con cierto respeto,
intimidada por su refinamiento, su cabal conocimiento de las costumbres del mundo
y sobre todo de este país; y especialmente por su conocimiento de las mujeres. Pero
ahora advirtió algo que hubiera debido percibir antes: frente a ella, desaparecía el
refinamiento de David y vacilaba su seguridad en sí mismo. Ella no sabía muy bien
por qué era así, y no dudaba de que duraría poco; pero mientras prevaleciera esa
situación era absurdo no aprovechar la ventaja que ella tenía.
Dijo con aire inocente:
—¿Lo impresiono, señor? ¿Se opone a que yo nade en... —lo imitó a la
perfección—, en estado natural?
David se sobresaltó.
—¿Si me opongo? ¡Claro que no! ¿Qué derechos tengo a oponerme? —Hizo una
pausa y sonrió.— Ya lo veo. Se burla de mí, y lo merezco. Debo confesar, Liliha, que
nunca antes había conocido a una joven como usted. Sólo le pido que tenga paciencia
conmigo, pues me he formulado el firme propósito de llegar a conocerla.
En un gesto atrevido, ella dijo:
—Quizá un modo de lograrlo es que usted nade conmigo. Abrevié mi baño a
causa de su inoportuna llegada. ¿Le agradaría acompañarme, David?
El pareció sobresaltado, y de pronto se dibujó en su rostro una expresión de
desaliento que era muy ridicula. Tragó saliva.
—¿Quiere decir... ahora?
—Sí —dijo ella sin vacilar.—. A menos que usted tema avergonzarse. Pienso
regresar al agua. Si no quiere acompañarme, le agradeceré que se marche.
Sin más trámites, Liliha dejó caer la falda que le cubría el cuerpo.
David permaneció inmovilizado durante lo que pareció una eternidad, paralizado
por la visión del cuerpo magnífico y la piel morena dorada por la luz del atardecer.
Era una delicia ambarina, acentuada por la oscura cascada de cabellos que le llegaba
hasta la cintura; y que se repetía en el tenue triángulo púbico.
Bruscamente se quebró el encanto y él avanzó unos pasos hacia su caballo, y
después se detuvo confundido.
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Jamás había conocido a una mujer tan irritante como ésta. Intuyó que ella le había
lanzado un desafío sutil. Si ahora él se alejaba, jamás volvería a ser bien recibido por
la joven. Rechinando literalmente los dientes, David se volvió y comenzó a
desvestirse; pero sin mirar a Liliha. Mientras se quitaba las ropas pensó que, pese a
todas sus aventuras amorosas, nunca se había desvestido frente a una mujer a plena
luz del día... con ninguna clase de luz. Siempre había sido en una habitación a
oscuras. Antes que terminara de desnudarse oyó el golpe de un cuerpo contra el
agua, y comprendió que Liliha se había zambullido.
Finalmente, reunió todas sus fuerzas y se volvió. Liliha nadaba y atravesaba el
estanque para acercarse a la orilla donde estaba David. Cuando llegó a un lugar poco
profundo, la joven se puso de pie y se acercó a David como una ondina que emerge
de las aguas. La piel lisa y reluciente chorreaba y el agua caía también de los largos
cabellos negros. David contuvo el aliento. Rechazó el ansia intensa de cubrirse con
las manos. Después, fue demasiado tarde. A pesar de todos sus esfuerzos, estaba
excitado, inequívocamente excitado. Para decirlo con las palabras de Richard Bird,
Príapo había triunfado.
Al ver el estado de David, Liliha comprendió que había cometido un error. Como
estaban acostumbrados a la desnudez femenina, los hombres de Hana no tenían esa
reacción; pero aquí era diferente. Ella ya lo sabía muy bien. Su primer impulso fue
volver rápidamente al agua, y ocultarse lo mejor posible. Pero eso induciría a David a
creer que ella se avergonzaba. Permaneció de pie, en un gesto orgulloso, sin moverse.
Entonces, él comenzó a acercarse a Liliha. Cuando el agua le llegó a las rodillas,
David se zambulló con un gran chapoteo. Se dejó hundir un momento, y después
emergió su cara que chorreaba agua. David sonrió a Liliha; ahora de nuevo había
recobrado el dominio de sí mismo.
—Señora, si espera una disculpa puede desechar la idea. Su belleza encendería la
sangre de una estatua de piedra, y creo que usted debe sentirse complacida por ello.
—Lo estoy, David —dijo Liliha sin vacilar. Despues, se echó a reír y se zambulló
en el agua.
David nadó hacia ella. El frío entumecedor del agua se había ocupado de resolver
la ingrata situación de su cuerpo... al menos por el momento. El se sintió más cómodo
mientras nadaban a lo largo y ancho del estanque. Hacía muchos años que no
practicaba ese deporte. En su niñez, con otros muchachitos, había aprendido a nadar
en los ríos y estanques, y había llegado a dominar bastante este arte; pero hacía
tiempo que no practicaba placeres tan inocentes y había perdido la destreza. Muy
pronto comenzó a recobrar sus viejas cualidades, y pudo desenvolverse mejor.
Lo asombró la habilidad de Liliha en el agua. Nadando se sentía tan cómoda como
un pez, y fácilmente superaba a David. Un rato después ella se puso de pie en un
lugar en que el agua le llegaba hasta la cintura, y llamó a David.
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acariciaban la espalda del hombre con creciente urgencia, Liliha le besaba el rostro y
los hombros, y le mordisqueaba la piel.
De pronto, David endureció el cuerpo.
—¡Liliha, mi dulce Liliha!
—¡Sí, David!
Ella se irguió, y hundió las uñas en los hombros de David, y su propio éxtasis
culminó. Cuando retrocedió la ola de placer ella relajó el cuerpo. Después del último
espasmo, David la besó suavemente en la boca y movió el cuerpo para acostarse al
lado de la muchacha.
Liliha yacía con los ojos cerrados, el pecho agitado. David levantó la cabeza para
mirarla. Ahora que había pasado el impulso más ciego de su propia pasión, su mente
era un tumulto de emociones contradictorias. Jamás había conocido una mujer que
expresase un placer tan franco y sincero en el acto del amor. Era cierto que muchas
de las trotonas de Londres no rehusaban participar rendidamente, ni se negaban a
expresar su propio éxtasis; pero aunque educada en el paganismo, Liliha pertenecía a
la nobleza. Por mucho que lo deseara, David no podía impedir que la duda se
insinuase en su mente. ¿Qué clase de dama podía actuar así, como una prostituta?
—David...
El se sobresaltó inquieto.
— ¿Sí, querida?
Liliha se apoyó en un codo y se inclinó sobre él. La cascada de cabellos sobre el
rostro era como una red perfumada.
—Ahora que te he encontrado y que conozco tu amor, no me siento tan sola en
este país extraño. —Lo besó suavemente.— Y te lo agradezco.
—Me alegro de que así sea.
Sosteniendo con una mano la cabeza de Liliha, él le acercó el rostro a su propio
pecho, temeroso de que ella leyese la expresión de su cara. Se sentía avergonzado de
sus propios pensamientos, pero no podía evitarlo. Era el resultado de su educación,
el concepto del modo en que una dama decente debía comportarse había sido
asimilado casi desde el nacimiento. Lo sabía muy bien, pero la conciencia del hecho
no contribuía a atenuar su vergüenza.
Lo peor del asunto, pensó con desagrado, era que sus sentimientos no impedirían
que retornase una y otra vez a ese lugar, y a los brazos de Liliha. Ansiaba volver con
la mayor frecuencia posible.
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Maurice Etheredge nunca había cortejado debidamente a una mujer, de modo que
pidió consejo a su madre.
—Madre, deseo que Liliha Montjoy sea mi esposa. ¡Si llegamos a eso, ejerceremos
el control absoluto de la fortuna Montjoy!
Margaret se mostró asombrada.
—Maurice, ¿pretendes casarte con una salvaje? ¡Recuerda que eres un Etheredge!
Si lo supiera, tu pobre padre saldría de su tumba.
—Mi pobre padre —se burló Maurice— dejó a su esposa y su único hijo en la más
absoluta pobreza, de modo que creo que nada tiene que decir en este asunto. Y sí
estoy dispuesto a desposar a una salvaje, o a quien fuere, si eso ayuda a mejorar
nuestra situación. Además, madre, difícilmente puedas afirmar que Liliha es salvaje.
Por sus venas corre sangre Montjoy, es decir sangre noble. Es una mujer hermosa y
deseable, y cuando lady Anne haya completado su educación será tan refinada como
las mejores damas de nuestra sociedad.
—Santo Dios, Maurice. Jamás habría creído esto de ti. Que uno de mis hijos, un
Etheredge, descienda a un matrimonio de conveniencia. ¡De veras te lo digo, estoy
asombrada!
—Puedes estar segura de que no será del todo un matrimonio de conveniencia.
Esta joven me ha encendido la sangre. —Sus labios finos se entreabrieron en una
sonrisa sensual.—Creo que incluso el mejor partido entre los jóvenes de la región no
se opondría a que Liliha le caliente la cama.
—Maurice, acuéstate con ella si es necesario. Creo que te sería bastante fácil
lograrlo. Cerraré los ojos a eso, pero el matrimonio es inconcebible.
—Mi querida madre, ya lo tengo decidido —dijo Maurice con voz suave. Miró a
Margaret Etheredge, a esa mujer floja y regordeta que había vivido siempre en el lujo
y la ociosidad; y el recuerdo de lo que él tenía que afrontar en Londres todas las
semanas para mantener el estilo de vida de su madre lo irritó.
—¿Qué harías, madre, si te vieses obligada a renunciar a la vida que llevas aquí, si
te vieses forzada a traspasar a nuestros acreedores esta hermosa casa? ¿Qué dirías si
te informase que es necesario que yo concierte este matrimonio para evitar tan
desagradable desenlace? ¿Qué dirías en ese caso, querida madre?
Ella retrocedió con una exclamación ahogada.
—¡Maurice, no hablarás en serio! —Madre, hablo con absoluta seriedad. —Pero,
¿cómo es posible tal cosa? —La dama agitó las manos.— Has realizado buenas
inversiones.
—¿Inversiones, madre? Te hablaré de mis inversiones. En Londres poseo otra
identidad. Allí me llamo Ferret. Madre, soy prestamista...
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—¡De ningún modo! ¡No quiero que los bombones y las flores vayan a parar a
manos de una criada! Lo entregaré personalmente a Liliha.
—Muy bien, señor —dijo desdeñosamente James.
Se dirigió hacia la sala.
Maurice estaba todavía de mal humor cuando lady Anne lo saludó batiendo
palmas.
—¡Bien, sobrino, flores y bombones! Has cambiado mucho. Y qué me dices... —Lo
miró de arriba abajo.— Si la naturaleza hubiera sido más generosa con tu rostro, casi
podríamos considerarte presentable.
—Las flores y los bombones son para Liliha —dijo Maurice con voz dura.
—¡Liliha! —Lady Anne se echó a reír. Pero un momento después consiguió
dominarse.— En verdad, me alegro de que Dios me haya dado vida para ver esto. —
Elevó la voz.— ¡Liliha! Ven, niña. ¡Ven a saludar a tu nuevo pretendiente!
Liliha, que ya estaba vestida con ropa de montar, entró en la habitación.
— ¿Sí, abuela? —preguntó. Su mirada se volvió hacia Maurice.
Lady Anne señaló con el bastón, y volvió a reír.
—Tu primo ha venido a cortejarte.
— ¿Cortejarme? —La mirada asombrada de Liliha se posó en Maurice.
El se adelantó e hizo una torpe reverencia.
—Para ti, querida prima. —Presentó las flores y los bombones.
Liliha los recibió con un gesto vacilante, y aún más desconcertada.
— ¿Para mí? Me temo que no entiendo...
—Niña, tu primo ha venido á cortejarte. ¿No te sientes muy honrada?
Liliha miró insegura las flores y los bombones, y después volvió los ojos hacia
Maurice.
—Todavía no comprendo. ¿Por qué tú...?
Maurice intuyó que las cosas habían llegado a un punto de equilibrio inestable.
Por primera vez en su vida tomaba la iniciativa con una mujer. Con un gesto que
esperaba fuese apropiadamente humilde y afectuoso dijo:
—Prima, tu belleza me abruma. ¿Aceptarás bondadosamente mis pretensiones?
Comprendo que sabes poco de mí, y es todo lo que pido, la oportunidad de que me
conozcas mejor.
Liliha no supo qué hacer. Fijó los ojos en ese hombre repulsivo —y los modales
pretendidamente afectuosos lo hacían todavía más desagradable—, y no supo qué
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mirar con ojos más afectuosos ese país; pero no era tan tonta que no comprendiese
que su nueva visión de Inglaterra era consecuencia de su amor por David. Sin él, sin
su amor, se habría sentido más desolada que nunca.
¿Qué ocurriría entonces cuando se completase el plazo, o lady Anne muriese y ella
pudiese regresar a su patria? ¿Qué sería de ella y David? Ese interrogante agobiaba
su mente día tras día, y ahora, como había hecho otras veces, Liliha trató de desviar
su atención hacia otros asuntos.
—¡Bien! —Lady Anne apartó a Liliha y se irguió en el asiento, de nuevo imperiosa
y dominante.— No te arrancaré la promesa de que rechaces a Maurice. ¡Imagino que
tienes sensatez suficiente para hacerlo por tu propia cuenta!
Casi todos los días de la semana siguiente, Maurice Etheredge visitó Montjoy Hall.
Después del segundo día, dejó de traer flores y bombones. Había advertido que
Liliha demostraba poco interés en ambas cosas. Por lo tanto, ¿para qué hacer gastos
innecesarios?
Después de la segunda visita, lady Anne no estaba en la habitación cuando él llegó
para ver a Liliha. Maurice agradecía que se le ahorrase la risa cruel y las bromas
irónicas. Liliha siempre esperaba vestida con su traje de montar. No le demostraba
particular simpatía, y se mantenía lejana y fría; de todos modos, siempre lo recibía
cortésmente. Como Maurice había tenido muy escasa experiencia en el galanteo, no
le parecía que la conducta de Liliha revelase nada extraño. Sabía por su madre que
para las mujeres el matrimonio era un asunto serio.
A esta altura de las cosas, Maurice estaba tan enamorado de la impresionante
belleza de Liliha y tan dominado por el deseo sensual que nada lo arredraba. En todo
caso, hacía lo posible para controlar su ardiente pasión. En general, después de las
breves visitas se sentia torturado por febriles visiones, y se imaginaba arrancando las
ropas de Liliha poseyéndola en el suelo de la habitación. Tan febriles eran sus
pensamientos durante el tiempo que pasaba con Liliha, que recordaba poco o nada
de lo que ambos vivían. Lo cual quizá era más conveniente. Como carecía de gracia y
elegancia, y no tenía habilidad para la charla intrascendente, Maurice balbuceaba
acerca de lo primero que le venía a la mente.
Gran parte de lo que Maurice decía interesaba poco a Liliha. Muchas de las frases
de ese hombre eran absolutamente incomprensibles, y Liliha conseguía mantener la
seriedad realizando un gran esfuerzo. Su abuela tenía razón; Maurice Etheredge era
terriblemente aburrido. Ella no concebía la posibilidad de pasar el resto de su vida en
compañía de este hombre, y la sola idea de que él pudiese tocarla en el acto del amor
le provocaba un estremecimiento. Cuando él la rozaba casualmente, ella disimulaba
dificultosamente su repugnancia.
Lo único que le permitía tolerar las entrevistas con Maurice era la expectativa del
encuentro con David en la cascada. No había hablado a David del galanteo de
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—Ejecutaremos el plan como dije antes. El baile se celebra dentro de tres días.
Iremos ambos, disfrazados y enmascarados. Nadie nos reconocerá. No somos tan
conocidos por el resto de los invitados. La única persona que quizá me reconozca es
lady Anne, y en vista de su escasa salud no circulará mucho entre los invitados.
Rudd dijo con expresión hostil:
—Jefe, hace días que no lo veo. Pensé que había renunciado a la idea y quería
alejarse de mí.
Maurice desechó las objeciones.
—He estado muy ocupado trazando planes. No he olvidado nada. Deseo tanto
como usted ver muerta a esa perra.
—No me agrada mucho su plan. Se lo aseguro. ¿Cómo conseguiremos matarla
habiendo tanta gente alrededor?
—Eso nos favorecerá en lugar de perjudicarnos —argumento Maurice. Después de
sufrir el desprecio de Liliha, y cuando comenzó a pensar seriamente en la posibilidad
de asesinarla durante el baile, Maurice se había devanado los sesos buscando un plan
viable. Se inclinó hacia adelante.— La esperaremos fuera de la casa, en los jardines. Si
no sale por propia voluntad, encontraremos el modo de atraerla. Montjoy Hall tiene
un verdadero laberinto de setos en el prado que se extiende frente a la casa. Allí
podemos hacer la faena, volver al salón y mezclarnos con los invitados, sin que nadie
advierta nada...
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Ca p í t u l o 9
Los días eran cada vez más cálidos y ahora el aire de la tarde en el refugio secreto
de Liliha estaba cargado con la fragancia del verano.
Liliha, que descansaba en los brazos de David, emitió una exclamación de alegría
cuando su placer se acentuó. Levantó una mano y hundió los dedos en los cabellos
abundantes y relucientes, que brillaban como oro puro a la luz del sol.
—Te amo, David —murmuró al oído del joven, mientras los cuerpos de ambos se
tensaban en el momento culminante de la pasión.
Se habían reunido allí todos los días después del primer gozoso encuentro.
Mientras cada uno conocía mejor el cuerpo del otro, el acto del amor aumentaba en
intensidad y pasión; hasta que ahora los idilios vespertinos los dejaban excitados y
cansados al mismo tiempo, tan absortos en sus propios sentimientos que apenas
tenían tiempo en pensar en los detalles de la vida cotidiana.
Pero ahora estaban calmados y somnolientos, y Liliha recordó la escena de la
víspera con Maurice. La proposición de su primo le había parecido ridicula, y sin
embargo, la joven experimentaba un impreciso sentimiento de peligro y de temor. Se
estremeció levemente.
David se movió.
— ¿Qué ocurre, Liliha?
Ahora que el galanteo de Maurice había terminado Liliha pensó que podía hablar
a David. El la escuchó inquieto, murmurando irritado en ocasiones. Dijo:
—Siempre pensé que Maurice era un tonto, pero nunca había soñado que tuviese
el descaro de cortejarte.
—David, la culpa fue sobre todo mía. No debí otorgarle mi permiso. Lady Anne
me advirtió, pero no la escuché. Lo compadecí, y pensé que debía mostrarme más
bondadosa. Hubiera debido saber que los ingleses siempre se las arreglan para
interpretar mal mis motivos, y que para el caso poco importa lo que yo haga.
— ¿Los ingleses? ¡Espero que no me incluyas en la misma categoría que a Maurice
Étheredge!
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—Está claro que no. Yo alenté tus pretensiones, ¿verdad?—Besó el pecho del
joven, le mordió levemente la piel, y después lo acarició con dulzura.— Te aseguro,
David, que si me propusieras matrimonio no me reiría de ti.
El se puso rígido. Después de un momento la apartó suavemente y se sentó, los
ojos fijos en el estanque, en el rostro una expresión grave.
Inquieta, Liliha también se sentó.
—¿Qué ocurre, David? ¿He dicho algo malo?
—No, querida. —Se volvió hacia ella con una sonrisa y le acarició la mejilla.—
Liliha, quiero que sepas que te amo.
—Yo también te amo, David. —Lo miró, y examinó atentamente el rostro de
David. A pesar de que él lo negaba, Liliha comprendió que algo de lo que ella había
dicho lo había perturbado mucho; y eso sólo podía ser el comentario juguetón acerca
de su buena disposición ante una propuesta de matrimonio.
Esa tarde mientras volvía cabalgando a su casa, David se sentía muy inquieto. Se
encontraba vapuleado por dos sentimientos contradictorios: su amor por Liliha y la
perspectiva de desposarla. La amaba desesperadamente, tanto como bien sabía jamás
amaría a otra mujer; pero el matrimonio era asunto muy distinto. Había contemplado
la posibilidad en distintos momentos, y había preferido elegir el camino del cobarde;
negarse a pensar en ello. Ahora, ya no podía ignorar el asunto. Aunque ella había
hablado medio en broma, el tema estaba planteado, y David sabía que volvería a
surgir en el curso de la conversación.
En su casa, después de dejar a Trueno en el establo, caminó hacia la residencia en
busca de su madre. La encontró en la terraza bebiendo una copa de jerez. David supo
aliviado que su padre no estaba.
Mary Trevelyan lo recibió con una sonrisa afectuosa.
—¡David, qué agradable! ¿Quieres beber un sorbo de jerez?
El joven ocupó una silla frente a la dama, se sirvió una copa y bebió.
—¿Cómo estás, madre?
—Muy bien, querido, muy bien. David... —Se inclinó hacia adelante para dar unas
palmadas en la mano de su hijo.— Me has hecho muy feliz estos últimos días
quedándote en casa.
El respondió secamente:
— ¿Tan feliz que no te preguntaste el motivo?
—Oh, pensé en ello, pero no me atreví a investigar demasiado nuestra buena
suerte. Tu padre también está complacido.
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—Por favor, no me interpretes mal. —Se inclinó hacia adelante para tomar entre
las suyas la mano de su hijo. Eres mi hijo, y lo que te haga feliz será también mi
felicidad. Tendré afecto por la esposa que elijas, como lo tendría por mi propia hija, si
la tuviese. Pero pienso en ti, hijo mío, y en tu futuro.
David sonrió con dureza.
—Sé lo que piensas, madre, y aprecio tu comprensión. —Se puso bruscamente de
pie.— Creo que iré a Londres a visitar a Dick Bird.
Mary Treveiyan pareció desalentada, pero se apresuró a ocultar sus sentimientos.
—Pero el baile de lady Anne... se celebra dentro de dos días. Tu y tu amigo habéis
sido invitados.
—Oh, madre, iremos al baile. Te lo prometo. Puedes estar segura de que iré, y no
dudo de que también Dick asistirá.
David Treveiyan y Dick Bird estaban borrachos, y avanzaban trastabillando por la
estrecha calle. Dick cantaba a gritos una canción. Era bastante después de la
medianoche, y se dirigían a una cita con Juicy Jane y Bosony Bets. Habían cenado
bien y recorrido los clubes de juego, donde David había ganado fácilmente todas las
veces que se acercó a las mesas. Se habían demorado bastante en el Goal Hole, donde
Dick había ofrecido una de sus mejores representaciones.
David realizó un esfuerzo decidido para mantener a Liliha apartada de su
pensamiento. No había tenido verdadero éxito; ni siquiera la asombrosa cantidad de
alcohol que había consumido impidió que el recuerdo de la joven lo agobiase. Le
parecía irónico que las apuestas temerarias, que infringían todas las normas de la
prudencia, le hubieran aportado ganancias más jugosas que en cualquier ocasión
anterior.
Dick interrumpió su canción y pasó el brazo por los hombros de David.
—No tuviste éxito, ¿eh, amigo?
David volvió hacia Dick la miraba turbia.
—No sé qué quieres decir.
—Oh, lo sabes. Aunque esta noche bebiste mucho, a menudo vi en tu rostro una
expresión melancólica. Crees que no sé que intentabas borrar el recuerdo de tu joven
isleña, ¿eh?
David intentó ordenar sus pensamientos confusos. No había dicho a Dick por qué
había regresado a Londres después de dos semanas de ausencia. Ni siquiera estaba
seguro del motivo de su regreso, excepto que se relacionaba con Liliha, y ciertamente
el joven calculaba que Dick miraría con burla un motivo de ese carácter. Ahora
parecía que con su habitual agudeza, Dick había adivinado la razón de la conducta
de su amigo.
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—En esencia se trata de eso. Imagino que es mezquino de mi parte, pero no puedo
dejar de sentir que para Liliha casarse con un inglés y verse obligada a vivir en
Inglaterra será tan desagradable como podría serlo para mí.
Dick dijo:
—Me temo que los ingleses estamos sometidos a nuestra herencia y nuestra
educación. Por desgracia, incluso yo, que me complazco en pisotear todas las
costumbres, tengo argumentos de arrepentimiento. A menudo me pregunto si no me
sentina más satisfecho de mí mismo ajustándome a los moldes establecidos, en lugar
de vagabundear libre como los pájaros. Felizmente, esos pensamientos melancólicos
no me molestan mucho tiempo. Pienso en las mujeres con quienes no me habría
acostado, en las canciones que no habría compuesto y cantado, en las copas y los
buenos amigos que no habría tenido, y entonces esas absurdas preocupaciones
desaparecen. —Se inclinó hacia David, echándole en la cara el aliento cargado de
alcohol.— Y con respecto a ti, David, dije cierta vez que abrigaba la esperanza de que
el ardor de tu corazón no te calcinase. Aparentemente lo ha hecho. Pero ten valor,
querido amigo.
Dio unas palmadas en el hombro de David.
—Mi experiencia feliz ha sido que el mejor modo de olvidar las dificultades con
una doncella es copular cálidamente con otra. Y eso es lo que haremos. Tal vez no
calme el dolor del corazón, pero hace maravillas para apuntalar la dignidad de un
hombre, y sospecho que la tuya en este momento se encuentra en un punto bastante
bajo.
Los esfuerzos de David por recobrar la sobriedad durante la conversación se
habían debilitado, y los efectos del coñac se manifestaron nuevamente en su cerebro.
Masculló:
—Por otra parte, estoy completamente borracho.
David se echó a reír.
—Bets excitará tu ardor, puedes estar seguro de ello. Tiene experiencia en la
materia.
David no se sentía tan seguro, pero no hizo comentarios. Ahora estaban frente a la
puerta de calle de las muchachas, y Dick descargó fuertes golpes en la hoja de
madera, anunciando su presencia a gritos.
La puerta se entreabrió, y una voz femenina dijo en un murmullo indignado:
— ¡Dickie Bird, no es necesario que despiertes a los muertos! ¡Se te oye a varias
manzanas de distancia!
Dick empujó la puerta y obligó a David a entrar.
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—Ah, mi dulce Jane, cuando Dickie Bird va al encuentro de una mujer no lo hace
en secreto, sino que lo anuncia orgullosamente al mundo entero.
Jane rió.
—¡Sí, de eso una puede estar segura!
La puerta volvió a cerrarse y David sintió la cálida redondez de Bets contra su
propio cuerpo. Ella se puso de puntillas y le cubrió de besos el rostro; su lengua
pequeña le lamía la piel; esa lengua tenía la textura áspera como la de un gato. Las
manos de la muchacha lo tocaban aquí y allá. David trató de aclararse la mente,
desechando todas las preocupaciones, y concentró la atención en el cuerpo generoso
que tenía entre las manos. Entretanto, ella lo guiaba hacia la cama donde ambos se
habían acostado antes.
Cuando llegaron allí él retrocedió y comenzó a manipular los botones de su ropa.
—No, no, Su Señoría —dijo ella con voz, ronca—. Bets lo hará por ti.
—Sí, Su Señoría —Se oyó la voz, divertida de Dick desde el fondo de la
habitación—. ¡Que Bets se ocupe de todo!
Se oyó un ruido sordo cuando la otra pareja cayó en la cama, y de nuevo la risa de
Dick. Casi inmediatamente comenzó un movimiento rítmico.
Los dedos ágiles de Bets, actuaron hábilmente en la oscuridad, y poco después
David quedó desnudo. Bets retrocedió un paso y comenzó a quitarse su propia ropa,
David cerró los ojos y sintió su mente colmada de imágenes de esas tardes soleadas a
orillas del estanque, con Liliha, ambos desvergonzadamente desnudos a la luz del sol
y complacidos en su propio estado.
Se estremeció, y sintió que se encogía en la oscuridad y la atmosfera enrarecida de
la habitación. En lo que estaba haciendo había algo furtivo y vergonzoso. Se
preguntó desesperado si su propio cuerpo respondería a las necesidades de la
situación.
Bets lo tocó, y descubrió que el joven no reaccionaba.
—Oh —dijo con voz que era un arrullo—. ¡Mi amigo no está dispuesto! ¿Quizá
Bets no le parece deseable?
—Tu amigo está borracho —dijo ásperamente David.
De pronto, se sintió disgustado consigo mismo, disgustado con su presencia allí, y
con su aceptación del placer sin amor. ¡Cómo había cambiado! Apenas dos semanas
antes se había complacido en la relación con esa mujer, exactamente como le ocurría
a Dick con Jane.
"Liliha, ¿tengo que agradecerte esto?"
Emitio una risa seca, y Bets retiró las manos.
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Los días que precedieron al baile fueron cada vez más agitados, y cuando llegó el
día mismo, Liliha vio que el ritmo adquiría un carácter casi frenético. Entrada la
mañana, Dorrie la despertó, y Liliha apenas tuvo para sí misma un minuto el resto
del día.
Montjoy Hall era como una colmena; la gente se apresuraba frenética de un lado
para otro realizando los preparativos de último momento para la celebración de la
noche.
Dorrie llevó el desayuno a la cama de Liliha.
—Señorita, es mejor que permanezca en su habitación la mayor parte del día. Si
sale de aquí, los sirvientes tropezarán con usted a cada momento.
Los pensamientos de Liliha se orientaban menos hacia el baile que hacia David.
Después de la tarde en que él había reaccionado de un modo extraño cuando ella
comentó risueñamente la posibilidad del matrimonio, no había acudido a las citas en
el estanque. Liliha volvió a buscarlo en vano y se había sentido cada vez más
deprimida. Esperaba por lo menos un mensaje o cualquier otro tipo de
comunicación. Quizá había ocurrido algo malo. Sintió la tentación de enviar un
criado a preguntar en la casa de David, pero si procedía de ese modo el rumor se
difundiría como un incendio en Montjoy Hall, y ciertamente lady Anne sabría a qué
atenerse. Esa reflexión y el propio orgullo de Liliha la indujeron a evitar cualquier
iniciativa.
Después del desayuno, Dorrie estuvo en la habitación realizando arreglos de
último momento en el vestido que debía usar Liliha. El disfraz había sido idea de
lady Anne, y Liliha se sintió horrorizada la primera vez que se lo probó.
La prenda pretendía ser el atuendo de una pastora, pero cuando Liliha vio la
ancha falda de satén, adornada con racimos de flores, y la alta peluca empolvada que
debía usar, no supo si reírse o llorar. Seguramente, ninguna pastora verdadera
hubiera podido cumplir sus obligaciones con ese atuendo tan complicado y elegante.
Completaba el disfraz un alto y blanco báculo, adornado también con flores y hojas.
Ahora Liliha estaba de pie frente a lady Anne, y se sentía muy incómoda. Dijo
desalentada:
—Abuela, ¡con esta ropa ni siquiera puedo sentarme!
Lady Anne sonrió.
—Niña, vas a asistir a un baile. A menos que yo me equivoque mucho, bailarás la
noche entera: y no tendrás tiempo de sentarte. ¿Por qué crees que contraté a un
maestro de baile para ti? —Lady Anne estaba más animada que lo que Liliha la había
visto jamás. Completamente absorta en los preparativos de la fiesta, demostraba
mucha energía y tenía las mejillas arreboladas. Se inclinó hacia adelante.— Liliha, la
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coñac tiene el gusto agrio del vinagre! ¿No ordené que fuese una salsa espesa y
sabrosa para que las damas presentes se pusiesen verdes de envidia?
El cocinero jefe dijo:
—Es el coñac, Su Señoría. La culpa no es mía. El coñac está mal.
—¡Bah! Les enviaré más coñac. ¡Inmediatamente!
Lady Anne golpeó el suelo con el bastón. Se balanceó repentinamente y parpadeó.
El rostro palideció bruscamente.
Liliha se apresuró a sostener a la mujer antes que cayese al suelo.
—Abuela —dijo con voz severa—, no debería estar aquí.
—Y si yo no vengo, ¿quién se ocupará de vigilar las cosas? —Lady Anne abrió los
ojos.—¿Y qué haces en la planta baja, niña? Deberías estar en tu cuarto preparándote
para la fiesta.
—Hay mucho tiempo para eso. Vamos, abuela.
Pese a las protestas no muy sinceras de lady Anne, Liliha la ayudó a salir al
vestíbulo, la llevó a la sala y la acercó al diván.
Cuando Liliha se enderezó, vio a James en la puerta; su rostro generalmente
inexpresivo tenía un aire de preocupación.
—James, creo que mi abuela necesita una copa de coñac.
Lady Anne se movió.
—Con tal que no sea ese brebaje que usaron en la salsa.
—Inmediatamente, señora.
Lady Anne sonrió débilmente a Liliha.
—Lo siento, muchacha. Admito que me esforcé demasiado.
—Sí, abuela, eso hiciste —dijo Liliha con voz severa—. Contrataste a varios criados
más. Ellos se ocuparán de todo.
—Liliha, es lamentable sentirse viejo y débil. —Buscó la mano de Liliha.— Pero
mira, nunca tuve tanta expectativa como ahora. Quiero que todo salga bien.
Naturalmente, lo hago por ti, pero también por mí. Y la servidumbre en los tiempos
que corren es muy irresponsable menos que se la vigile rigurosamente.
—Abuela, tu bienestar es más importante. Si insistes en que se les vigile, yo me
encargaré.
—¡No! Lo prohibo. —Lady Anne apretó la mano de Liliha.— Tú no debes hacer
otra cosa que prepararte para la fiesta.
Liliha trató de disimular su exasperación.
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El amplio salón era un agitado mar de personas, hombres y mujeres ataviados con
disfraces fantásticos y deslumbrantes. Todos estaban demasiado absortos en la
diversión, la comida y la bebida y no prestaron mucha atención a la joven. Liliha se
sintió agradecida de que todos usaran máscara, incluso ella. Por supuesto, eran
desconocidos, pero las máscaras les conferían un aire más impersonal.
La música llenaba con sus sones el salón entero. Cuando Liliha llegó al pie de la
escalera y dobló en esa dirección vio a lady Anne en la puerta, apoyada en el bastón.
Su abuela era la única persona que no estaba disfrazada ni tenía antifaz, Lady Anne
la vio y sonrió. Un párpado descendió en un guiño subrepticio.
Liliha entró en el salón de baile. Un cuarteto de cuerdas brindaba música al fondo
de la enorme habitación. Grandes candelabros colgaban del techo; las paredes
revestidas de espejos y el suelo bien encerado reflejaban los colores y el movimiento
de los bailarines.
El salón estaba colmado de gente y hacía mucho calor. Incluso los ventanales
abiertos al balcón poco contribuían a aliviar el calor generado por tantos cuerpos.
Liliha habría jurado que nadie había advertido su entrada; sin embargo,
inmediatamente se vio rodeada por jóvenes que exhibían una desconcertante
colección de disfraces muy extraños; y todos le pedían el honor del baile. Sonriendo
detrás de la máscara, Liliha aceptó a uno de ellos, un hombre alto disfrazado de
demonio.
Cerró los ojos mientras se deslizaba por la sala. La música era seductora, y la
joven se entregó al placer de la danza. Formuló en silencio una expresión de gratitud
para lady Anne que había insistido en que Liliha aprendiese a bailar. Su cuerpo se
movía casi sin voluntad propia, balanceándose al compás de la música, al unísono
con su compañero. El hombre era un soberbio bailarín, y Liliha de pronto se sintió
muy reanimada. El baile y los muchos invitados ya no la intimidaban, estaba
pasándolo muy bien.
Volvió los ojos hacia su compañero cuando éste le dijo algo al oído.
—Disculpe, señor, ¿qué me ha dicho?
—Le he preguntado su nombre, señora. No dudo de que es la bailarina más
maravillosa que he conocido jamás. Me agradaría conocer su nombre.
—Qué vergüenza, señor —dijo ella riendo—, para saberlo tendrá que esperar
hasta medianoche, del mismo modo que yo tendré que esperar para conocer el suyo..
—Pero estoy más que dispuesto a decírselo. Yo soy...
Liliha apoyó los dedos en los labios de su compañero.
—Por favor, señor. Debemos observar las reglas.
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—Ahora usted ha avivado mi curiosidad —dijo él—. Las horas que faltan hasta
medianoche para mí pasarán muy lentamente.
—Quizá usted crea que no valió la pena esperar —dijo ella con picardía—, cuando
sepa quien soy.
Liliha estaba sorprendida de su propia conducta.
¡Estaba coqueteando, y le agradaba!
En ese momento la música cesó ytooos los bailarines se detuvieron. En la breve
pausa, un murmullo de voces asombradas partió de la entrada del salón. Liliha y su
compañero se volvieron.
En la puerta había dos hombres de impresionante presencia. Uno tenía un notable
disfraz completamente blanco, con ribetes dorados; se cubría los cabellos con una
peluca empolvada, y tenía un sombrero emplumado y la correspondiente máscara.
Pero el segundo de los dos hombres atrajo la atención de Liliha. Comprendió que
también era la causa de los murmullos de la gente que se sentía impresionada. El
hombre era alto, y tenía un hermoso físico: anchos hombros, caderas estrechas, y
piernas musculosas. Estos atributos se ofrecían a la vista de todos, por la sencilla
razón de que el recién llegado usaba sólo dos cosas: una máscara negra que la cubría
la mayor parte del rostro, y un kapa alrededor de las caderas. ¡Era David Trevelyan!
La primera reacción de Liliha fue de ofensa. ¡David había elegido ese disfraz para
burlarse de ella!
El hombre que se había disfrazado de diablo dijo con desagrado:
—¡Ese disfraz es vergonzoso! ¿Quién se atreve a venir en ese estado de desnudez?
¡Creo que lady Anne debería expulsarlo de la casa!
Liliha se echó a reír inesperadamente. Sí, era cómico, incluso si David había
elegido el kapa para burlarse de ella. El joven usaba una peluca negra, para ocultar
sus propios cabellos claros. La piel, antes pálida, ahora se había bronceado gracias a
los rayos del sol, y tenía casi el mismo tono que ostentaban los hombres de Hana. El
hecho de que las largas tardes dedicadas al amor, a orillas del estanque, fueran la
causa de ese estado, acentuaba aún más la diversión de Liliha.
El hombre que estaba al lado dijo:
—Señora, ¿por qué se ríe así?
Ella contuvo una exclamación.
—Me temo que usted no entendería...
Liliha vio que David paseaba la mirada por la habitación. Como sabía que él
estaba buscándola, la joven irguió orgullosamente la cabeza. Finalmente, la mirada
de David la encontró. Ella devolvió fríamente su mirada.
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En ese momento se reanudó la música, y Liliha vio que David se acercaba a ella. Se
apresuró a decir:
—¿Bailamos, señor?
—Con mucho gusto, señora.
David vio que Liliha se alejaba en brazos del hombre disfrazado de demonio y
aminoró el paso y miró impotente alrededor.
Dick se había acercado y murmuró:
—¿De modo que ésa es tu Liliha? Parece que tendré que esperar hasta la
medianoche antes de contemplar su belleza. Con ese disfraz, podría ser fea como la
muerte y nadie lo sabría.
—Sí, ésa es Liliha. Aunque no me hubiese dicho qué disfraz usaría, la hubiese
reconocido.
Permaneció observando el baile de Liliha, y recordó que jamás había danzado con
ella. Era una bailarina maravillosa. Incluso ataviada con el disfraz de pastora, no
podía disimular los movimientos flexibles de su cuerpo. Ella lo había identificado; la
mirada fría que le dirigía lo demostraba. No por primera vez, David se sintió
aprensivo ante su propio disfraz.
Había sido idea de Dick.
—¿Acaso puedes concebir mejor disfraz, amigo mío, que las prendas que usan los
hombres de las islas? Por supuesto, no podemos comprar ropa así en Inglaterra, pero
recuerdo muy bien como es un kapa. Lo vi muchas veces. Diseñaremos algo parecido
para ti.
Después de ponerse el pedazo de tela, que le cubría sólo el bajo vientre y parte de
los muslos, David se sintió turbado.
—Dick, si aparezco vestido así en el baile de lady Anne me expulsarán. ¡Las
mujeres se escandalizarán y los hombres me evitarán como la peste!
—¿Y qué? Siempre me agradó escandalizar a la nobleza. ¿Por qué tienes que
mostrarte tímido? Por lo que me dijiste de lady Anne Montjoy, tiene mucho sentido
del humor. Y tu Liliha se sentirá halagada y divertida. Ya lo verás.
Ahora, David dudaba todavía más. Liliha no parecía halagada ni divertida. Desde
luego, estaba irritada con él a causa de su ausencia. Había pensado varias veces
enviarle un mensaje disculpándose porque no iba a verla, pero sabía que sus excusas
serían muy débiles, y así había dado largas al asunto. Esa misma tarde había
cabalgado hasta el estanque y esperado a Liliha. La joven no había aparecido. David
sabía que no iría, porque era el día de la fiesta.
—David Trevelyan —dijo una voz al lado—, su disfraz es absurdo.
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dejó de escuchar la charla de la anciana y Dick. Su mirada rara vez se había apartado
de Liliha. Ahora, al ver que se apartaba de los brazos de Satán, atravesó el salón en
dirección a ella.
Dick dijo:
—Espérame, David.
David apresuró el paso. Ya los caballeros se reunían alrededor de Liliha y pedían
que los favoreciese con la siguiente pieza. David irrumpió rudamente entre ellos. Los
hombres retrocedieron y miraron con desagrado el escaso vestido del joven. David
tomó la mano de Liliha y se inclinó sobre ella mientras murmuraba:
—Señora, ¿puedo pedir la próxima pieza?
Liliha apartó la mano. Dijo fríamente:
—Señor, usted es muy grosero. Otros caballeros se han anticipado.
—De ningún modo. —La tomó del brazo y comenzó a empujarla hacia los
ventanales.— Mi pretensión tiene prioridad. —Agregó al oído de Liliha:—Liliha,
deseo hablar contigo.
Liliha trató de apartarse, pero él le aferraba firmemente el brazo. David vio
complacido que el balcón estaba vacío. Soltó el brazo de Liliha.
—Querida, deseo disculparme por no haber cumplido la cita en el estanque. Yo...
—Vaciló.—Tenía asuntos apremiantes en Londres.
Ella inclinó la cabeza.
—Señor, ¿por qué se disculpa? Es libre de ir y venir como le plazca.
Picado, él replicó con aspereza:
—Es cierto, soy libre. Y como sabes, tengo otras preocupaciones.
— ¿Por ejemplo los clubes de música de Londres?
El recuerdo de Bets todavía vivido en su mente, David retrocedió. Liliha presionó
aún más.
—Si eso es todo, señor Trevelyan, regresaré con mis invitados...
—No, ¡eso no es todo! —Aferró de nuevo el brazo de la joven.— Fue grosero de mi
parte irme así. Pero necesitaba separarme de ti para pensar con claridad. —Esbozó
una sonrisa.— En ti, Liliha, hay algo de bruja. Enturbias el pensamiento de un
hombre.
Ella emitió un breve grito.
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—David, ¿acaso no pensaste que podía preocuparme por ti? Cuando estuviste
ausente dos días enteros, temí que te hubiese ocurrido algo. Por lo menos podrías
haber enviado un mensaje. ¡Estaba muy inquieta por ti!
El dijo agobiado:
—Perdóname, querida Liliha, yo...
—¡Ah, amigo David aquí estás. —Era la voz de Dick. David murmuró por lo bajo
una maldición y se volvió. Dick se acercó a ellos. Tenía ojos sólo para Liliha.
—Esta debe ser la doncella isleña de quien he oído hablar tanto.
Se quitó el sombrero emplumado y besó la mano de la joven.
David dijo torpemente:
—Liliha, este es mi amigo Dick Bird. —Después sonrió, más tranquilo.— Dickie
Bird, enamorado de las mujeres, autor de... bien, baladas bastante atrevidas.
Dick dijo perversamente:
—Y ya estoy enamorado de usted, Liliha, y eso sin haberla visto bien ni una sola
vez.
Olvidada su irritación, Liliha dijo con cierta ansiedad:
—¿Usted es el amigo de David que visitó Maui?
—No fui a Maui, lamento decirlo. Pero estuve en sus islas. Y fue una visita
maravillosa.
—Entonces usted... —Conteniendo apenas la risa señaló a David.— ¿Fue suya la
idea de vestirlo con un kapu?
—Así es —dijo gravemente Dick—. Una de mis mejores ideas, si me permite. ¿No
le parece que nuestro David está sumamente atractivo?
—¡Oh, sí! Muy atractivo —dijo Liliha, tratando de ocultar su burla.
David dijo maliciosamente:
—Liliha, Dick compuso una canción sobre tus islas. Es decir, comenzó a
componerla. Pero por una vez las Musas le fallaron y no la terminó.
— ¡Oh! —Liliha dio palmas.— ¿Puedo oírla, señor? ¿Por lo menos la parte que ya
terminó?
Dick dirigió una mirada enfurecida a David. De¬pués, se dominó y dijo:
—Con muchísimo gusto, querida amiga. Y para que lo sepas, amigo David,
compuse estrofas adicionales. Aún no he terminado la canción. Como Liliha es mi
tema, es posible que a medida que la conozca desee agregar versos. Un compositor
de baladas debe conocer bien el tema.
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—Entonces, ¿no tengo razón? —La voz de Liliha se quebró, y ella se volvió, hacia
los ventanales. David avanzó un paso hacia ella.
—Liliha, querida... permíteme explicar este asunto.
Ella entró en el salón. Cuando David quiso seguirla, Dick apoyó una mano en el
hombro de su amigo.
—Amigo, te aconsejo que esperes. Está enojada, y razonar con una mujer enojada
es completamente inútil. David le apartó la maño.
—No creo que hasta ahora me haya ido muy bien, después de seguir tus consejos.
En adelante, Dick, te agradeceré que guardes para ti mismo tus opiniones.
Dick se limitó a mirarlo, e hizo un gesto de impotencia con las manos.
Maurice no había previsto que se vería en dificultades para identificar a Liliha,
pero lo cierto era que él y Asa Rudd llevaban en el baile más de una hora y no habían
podido reconocerla en la multitud desconcertante de disfraces e invitados.
Maurice y Rudd se habían disfrazado de piratas. El atuendo de bucanero les
ofrecía una excelente excusa para portar armas. Maurice llevaba un machete a la
cintura, y ,Rudd, Un puñal.
—No creo que tengamos que usar estas armas —explicó Maurice a Rudd—, pero
pueden ser útiles si hay dificultades. Matar a Liliha con un machete o un cuchillo
después que las dos armas habían sido vistas por un centenar de testigos hubiera
sido el colmo de la estupidez. Maurice sabía a qué atenerse en ese sentido. En el
bolsillo llevaba un cordel tejido con hilos de seda, fuertes como el acero, un arma
excelente en manos de un estrangulador.
Además de la máscara, Maurice se había puesto una barba negra, y Rudd se había
cubierto la cara con una capucha perforada únicamente a la altura de los ojos. La
barba y la máscara era útiles para los fines de Maurice. Ninguno de los invitados, y
tampoco lady Anne, lo habían reconocido.
Mientras las agujas del reloj se desplazaban inexorables y se acercaban a la
medianoche, el momento en que todos deberían quitarse los antifaces, la frustración
de Maurice se acentuaba. ¿Tanto trabajo sería completamente inútil? Tendrían que
retirarse discretamente antes de que llegase la hora.
— ¡Caramba, vea eso! —dijo Rudd.
Maurice siguió la dirección indicada por el dedo de Rudd. A la entrada del salón,
conversando con lady Anne, estaban dos recién llegados, un hombre tocado con un
sombrero de plumas, y otro que tenía un lienzo asegurado a la cintura.
Rudd murmuró.
—Eso, jefe, es la ropa que usan los isleños.
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Maurice había apartado un momento los ojos de Liliha. Ahora miró, y vio que la
joven atravesaba las puertas del jardín, esta vez sola.
—Sigámosla —dijo en un murmullo tenso.
Los dos hombres se abrieron paso entre las parejas, y salieron del salón.
Alcanzaron a ver a Liliha que descendía la escalera que conducía a los jardines.
—¡Magnífico! —exclamó jubiloso Maurice—. Se propone un paseo en el
laberinto... exactamente lo que yo deseaba. ¡Esta es nuestra oportunidad, Rudd!
Salieron al balcón y descendieron la escalera. Liliha ya había desaparecido en el
laberinto de setos. Los arbustos tenían tres metros de altura en la mayoría de los
lugares, y formaban dibujos inesperados. No había luna, y la única luz provenía de
los faroles encendidos sobre los postes, bastante distanciados unos de otros.
Maurice extrajo el cordel y lo envolvió alrededor de la mano derecha. Con pasos
cautelosos él y Rudd avanzaron por el estrecho sendero entre los setos. En cada
esquina Maurice detenía a Rudd con un toque en el brazo, y espiaba las avenidas
laterales, finalmente, se vio recompensado. Allí, en un pequeño claro, Liliha estaba
de pie bajo un farol. Se mantenía perfectamente inmóvil, de espaldas a los dos
hombres. Maurice hizo un gesto a Rudd y ambos avanzaron con suma cautela. En el
último momento, los pies de Rudd movieron los guijarros del sendero.
Liliha se volvió y lanzó un grito. Los dos hombres estaban casi sobre ella. La joven
alzó el cayado de pastora y lo descargó sobre los hombros de Maurice. Este apartó el
cayado con las manos y gritó:
— ¡Agárrela, Rudd!
Rudd ya estaba sobre ella. Liliha medio se volvió para huir, pero Rudd le cerró el
paso. La aferró con ambos brazos y la inmovilizó. Liliha comenzó a debatirse
desordenadamente, usando las rodillas y los pies, Rudd no aflojó el apretón y para
protegerse hundió la cabeza en el pecho de la joven.
— ¡Venga, jefe! —dijo con voz ahogada—. ¡ No puedo sostener mucho más a esta
perra!
Maurice aseguró el otro extremo de la cuerda alrededor de la mano izquierda, y se
puso detrás de Liliha. Ella lanzó un grito agudo, un instante antes de que la cuerda
de seda se cerrase sobre su cuello, ahogando el sonido de la voz.
La sensación que Maurice tuvo cuando cerró la cuerda mortal alrededor del cuello
fue de carácter sexual. Cerró los ojos con éxtasis, y apretó cada vez más la cuerda.
Sintió humedad en las manos, y comprendió que estaba sangrando.
Como jamás había usado antes ese instrumento de muerte, lo manejaba con
torpeza.
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Sin embargo, sabía que todo lo que tenía que hacer era apretar con más fuerza,
cada vez con más fuerza.
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Capítulo 10
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David apartó suavemente las manos de la joven y vio una fina línea de sangre
alrededor del cuello, donde la tensa cuerda había quebrado la piel.
—No es muy grave. Pero si no hubiese intervenido a tiempo... —Volvió los ojos
hacia el hombre caído— ¡ Un asesino! ¡Debí matarlo mientras estaba en eso!
—El más bajo huyó —dijo Dick—. Mientras yo atendía a Liliha desapareció entre
los setos.
David dijo con gesto sombrío:
—Bien, tenemos al que apretaba la cuerda, y me ocuparé de que pague caro lo que
intentó hacer.
El grito de Liliha y los ruidos de lucha habían atraído la atención de los invitados,
que ahora salían de la casa y se internaban en el laberinto. Y finalmente llegó lady
Anne, que imperiosamente ordenó a los huéspedes que se apartasen del camino.
Apoyada en el bastón, con el rostro pálido, miró a Liliha. Su voz tembló al hablar.
—David, ¿qué ha ocurrido aquí?
David se incorporó.
— ¡Liliha fue atacada! Ese canalla, el que esta ahi —hizo un gesto en dirección a la
figura del pirata caído— intentó estrangularla.
—¿Quién es ese canalla? —preguntó lady Anne—. David, arráncale la máscara.
Liliha se sentó con cierta dificultad.
—Abuela, no deberías estar aquí.
—Muchacha, no te preocupes. Estoy bien. David, haz lo que te pido. Quita la
máscara a este asesino.
David se acercó al hombre caído en el suelo, arrancó la máscara y la barba postiza,
y miró el rostro pálido y laxo de Maurice Etheredge.
— ¡Maurice! —exclamó lady Anne. Se había inclinado al lado de David, y buscó el
apoyo del brazo del joven. —¡Dios mío, mi propio sobrino! Debí imaginarlo.
¡Naturalmente! Así se explican los anteriores ataques. —Tenía el rostro escarlata de
cólera. En ese momento Maurice comenzó a moverse.—David, ¿traerás a este hombre
a la sala? Dick, ayude a entrar a Liliha. —Miró a los invitados y dijo en voz alta—
Discúlpenme, queridos amigos. Este trágico episodio significa el final de la fiesta. Mi
nieta no puede continuar, y yo no estoy de humor. Abrigo la esperanza de que todos
comprenderán y perdonarán. Quizá, si las circunstancias lo permiten, muy pronto
vuelva a invitarlos.
En la sala, la pálida y conmovida lady Anne se recostó en el diván, mientras Liliha,
cuyo cuello había sido atendido, se sentaba cerca. David aferraba firmemente al
atemorizado Maurice, y Dick vigilaba la puerta.
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Lady Anne golpeó el suelo con el bastón y dijo con una expresión sombría:
—Ahora, sobrino, quiero que digas la verdad.
Las palabras de Maurice fueron pronunciadas con sonidos casi ininteligibles.
—Fue el plan de Asa Rudd, yo no quería, pero él me obligó...
— ¡He dicho que no aceptaba mentiras! De modo que Asa Rudd está
comprometido en esto, ¿eh? Hubiera debido imaginarlo. Lamento el día que lo
contraté. Pero tú, un hombre de mi propia sangre. Creo que sé lo que había en tu
mente... —Se inclinó hacia adelante.— Creíste que yo estaba al borde de la muerte y
que la propiedad Montjoy sería tuya. Después, apareció Liliha. Conspiraste con ese
asesino a quien David mató y quisiste asesinar a mi nieta. Cuando fracasaste en eso
intentaste desposarla. Un nuevo fracaso, y esta noche quisiste resolver
definitivamente el problema. ¿Esa es la verdad, sobrino? —El bastón golpeó el
suelo.— ¡No mientas otra vez, porque lo lamentarás!
Maurice retrocedió ante la fiera mirada de la anciana. Dijo con expresión hosca:
— ¡Sí! —Miró enfurecido a Liliha.— ¡La fortuna me pertenece y así estaban las
cosas hasta que apareció esta perra!
David levantó una mano para golpearlo, y Maurice se apartó.
—Sobrino, la propiedad Montjoy no te pertenece—dijo lady Anne—. Quizá habría
sido tuya, pero ahora no, porque has demostrado ser un villano. Ordenaré llamar a
mi abogado, mañana mismo, y nos ocuparemos de que jamás recibas un chelín de mi
fortuna... al margen del destino que Liliha y yo corramos.
Maurice se pasó la lengua por los labios, y miró alrededor furtivamente.
—Tía, ¿qué será de mí?
— ¡No me llames tía! —El bastón golpeó de nuevo el suelo.— Ya no nos une
ningún parentesco. Debería entregarte a las autoridades, y que te ahorcaran por lo
que intentaste hacer; y lo haría, si no fuese por el escándalo. Después de todo, hay
que tener en cuenta los sentimientos de tu pobre madre. Creo que sufrirá bastante
sabiendo que tu absurda conducta ha determinado que yo te desherede. ¡Y ahora,
fuera de aquí! No quiero verte nunca más. —Movió el bastón.— Si vuelves a
acercarte a esta casa, me ocuparé de que sufras el castigo que impone la ley.
¡Márchate!
Maurice avanzó hacia la puerta, pero Dick le cortó el paso y dirigió una mirada a
David.
David dijo:
—Lady Anne, ¿está segura de que esa actitud es la mejor? Si este asesino atentó
contra la vida de Liliha, quizá haya nuevas agresiones.
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—Es demasiado cobarde, sobre todo ahora que conocemos su villanía. —Lady
Anne se recostó en el respaldo del diván y suspiró con expresión fatigada.— Dejadlo
ir. Envenena el aire que respira.
—Por favor, David —dijo Liliha con voz ahogada—. Esta noche ya hubo bastante
violencia.
David asintió de mala gana y Dick se apartó a un lado. Maurice salió disparado
por la puerta.
Lady Anne emitió un gemido de dolor. Un momento después Liliha estaba al lado
de la anciana.
—¿Qué ocurre, abuela?
—Esta noche ha sido muy dura para una anciana.—Lady Anne hablaba con voz
débil.— Dios mío, siento un dolor muy agudo en el corazón.
—David... —Liliha volvió el rostro hacia el joven. —Ordena a James que envíe un
hombre en busca del médico de la abuela.
—Iré yo mismo. Esta noche vine montado en Trueno. Así llegaré antes. —Se
volvió hacia la puerta, pero se detuvo un instante para quitarse la máscara. La dejó
en una mesita, con una sonrisa renuente, y miró su propio cuerpo.— Este atuendo es
razón suficiente para provocar mi detención. Con la máscara fácilmente podrían
considerarme un salteador de caminos.
Meneó la cabeza y salió. Dick se acercó al diván.
—Aunque no soy médico, inevitablemente he acumulado bastante experiencia en
una serie de dolencias durante mis viajes a países extranjeros.
Tomó el pulso de lady Anne, y después puso su oído al pecho de la anciana. Se
enderezó y dijo con leveza.
—El corazón está muy débil.
Lady Anne abrió los ojos.
—Soy una anciana, estúpido. ¿Esperaba oír el latido de una mujer de veinte años?
Niña... —buscó la mano de Liliha.— Di a James que me traiga una copa de coñac.
Liliha miró dubitativa a Dick Bird. El joven asintió.
—Ciertamente, no le hará daño. El alcohol mejorará su estado.
Liliha se acercó a la puerta y llamó a James. Cuando este apareció, la joven le
ordenó que trajese una botella de coñac. Lady Anne había cerrado nuevamente los
ojos, y yacía inmóvil, con el rostro muy pálido.
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Liliha fue a la sala. Era la habitación de la casa donde se sentía más cómoda. Quizá
ello se debía a las plantas medio tropicales, o tal vez porque a esa hora, las tres de la
madrugada, era el lugar más cálido de la mansión, puesto que retenía el calor
acumulado durante el día.
La joven se volvió suspirando hacia David.
—Me siento impotente. La abuela se está muriendo y nada puedo hacer. Y me
considero culpable, porque sé que, hace apenas unas semanas, habría dado la
bienvenida a su desaparición... en efecto, eso habría significado que yo era libre, libre
de regresar a Maui.
—Consuélate con la idea de que diste felicidad a su vida durante todos estos
meses. Lady Anne estaba muriendose cuando tú llegaste. Si no hubiera sido por tu
presencia, probablemente hace mucho que habría fallecido. Tu le infundiste nueva
vida.
—David, ¿lo crees realmente?
—Sí, lo creo. —Abrió los brazos y esperó conteniendo el aliento. Después de una
brevísima vacilación, ella aceptó. Apoyó la cabeza en el pecho del joven, que le
acarició los cabellos.— Querida, cuentas con el amor de esta anciana. Y también con
el mío.
Después de un momento ella retrocedió y clavó la mirada en el rostro de David.
—David, la abuela exigió que le prometiese algo.
—¿Qué fue?
—Me obligó a prometer que a su muerte regresaría a las islas.
David la miró sobresaltado.
—Liliha, ¿te propones cumplir esa promesa?
Ella dijo con expresión grave:
—Eso dependerá de ti.
Lady Anne se debilitó gradualmente. Liliha veía con el corazón oprimido cómo la
anciana decaía inexorablemente, acostada en el enorme lecho. La joven tenía la
sensación de que la mujer ya había pasado al otro mundo, de modo que sólo restaba
su espectro. Yacía sin moverse, y comía muy poco. El médico la mantenía casi
constantemente en estado comatoso gracias al suministro casi permanente de
láudano.
Liliha pasaba la mayor parte del tiempo con su abuela; después del baile, no había
regresado a la cascada. David iba a visitarla todos los días, pero Liliha estaba tan
preocupada por la situación de lady Anne que disponía de escaso tiempo para él. El
propio David parecía bastante deprimido, y se hubiera dicho que estaba librando
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una batalla íntima. Varias veces Liliha lo miró y advirtió que David tenía los ojos fijos
en ella; y en esos ojos había una mirada que expresaba sufrimiento.
Hacia el cuarto día después de la fiesta, lady Anne reaccionó. Esa mañana le
habían dado una cucharada de láudano y desde entonces dormía profundamente.
Liliha estaba muy fatigada, y dormitaba en un sillón, cerca de la cama.
— ¿Niña?
No fue más que un murmullo, pero bastó para despertar a Liliha. Se inclinó hacia
adelante para tomar la mano de lady Anne. La sintió liviana como una pluma.
— ¿Sí, abuela? ¿Sufres? ¿Te doy una cucharada de medicina?
— ¡No! —La voz era más firme, y en los ojos había reaparecido parte del antiguo
fuego. Hizo un gesto con la mano.— Liliha, ayúdame, quiero sentarme.
Liliha la acomodó con varios gruesos almohadones detrás de la espalda y la
cabeza.
—Ese médico idiota... ¿ha estado dándome láudano?
—Abuela, dijo que debías descansar, y que el láudano alivia el dolor.
— ¡Bah! Estoy muriendome, niña, y no soy tan estúpida que no lo sepa.
— ¡No digas eso, abuela!
Lady Anne no hizo caso de la interrupción.
—Y me propongo morir con cierta dignidad, no con el seso aturdido por el
láudano. Liliha, quiero que me prometas... ¡No permitas que ese idiota me administre
más láudano!
Resignada, Liliha dijo:
—Lo prometo, abuela.
—La otra promesa que te arranqué hace unos días...
—La mano de lady Anne aferró la de Liliha, y lo hizo con fuerza sorprendente.—
¿Lo recuerdas?
—Lo recuerdo.
—Deseo que después de mi muerte regreses a tu isla. Me equivoqué cuando
ordené que te trajesen aquí. El otro día, cuando vino mi abogado y arreglé el
testamento, desheredé a Maurice, le informé acerca de todo esto. Se ocupara de la
administración de la propiedad, y arreglara con tigo todos los asuntos legales.
—Abuela, no deseo aceptar la propiedad —dijo Liliha con voz ahogada—.
Solamente quiero que sanes.
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la bienvenida, y no te mirarían con malos ojos porque eres pobre. Mi padre hizo
precisamente eso.
—Entonces, ¿querrías que me convirtiera en un vagabundo de las playas, como
William Montjoy?
Liliha irguió orgullosamente la cabeza.
— ¡Mi padre fue un hombre excelente!
—Estoy seguro de que así era, Liliha. Te ruego me perdones. No quise mostrarme
despectivo. —Respiró hondo.— Liliha... todo lo que pido es un poco de tiempo.
Estoy seguro de que podré convencer a mi padre de que apruebe nuestra boda.
—No me casaré con tu padre, David. Y poco me importa su opinión.
— ¡Pero a mí sí me importa! —exclamó David—. No puedo proceder de otro
modo. En Inglaterra respetamos a nuestros padres.
—En Maui también reverenciamos a la madre y al padre. Y sin embargo, mi
madre no se opondría si yo eligiese a un hombre que no tiene sangre real —dijo
Liliha—. ¿Por qué tu padre se opone a mí? Yo tengo sangre real.
—Pero no se te considera así en Inglaterra, ¿entiendes? —dijo David, y después
pensó que hubiera sido mejor morderse la lengua.
—Entiendo —dijo ella fríamente—. Sí, comprendo. Aquí me creen una salvaje.
¿Esa es la verdad, David? Quizá quien se opone no es tu padre, sino tú.
—Eso no es cierto. Y tú lo sabes.
—No, no lo sé.
—No debí decir lo que dije —observó deprimido David—. Perdóname, Liliha.
Pero ella no estaba dispuesta a perdonar.
—David, creo que ahora deberías marcharte.
—Está bien, me iré. Pero te ruego que no hagas nada apresurado. Dame tiempo
para convencer a mi padre.
—Consideraré tu propuesta. Es todo lo que puedo prometer.
David pronto comprendió que era inútil discutir con Charles Trevelyan. La
discusión se prolongó dos días con sus noches, y el único resultado fue que lord
Trevelyan se afirmó cada vez más en sus conclusiones.
En la tarde del tercer día David se sentó frente a la mesa de la terraza, con su
madre, mientras lord Trevelyan se paseaba de un extremo a otro como un
paquidermo enfurecido. David estaba harto del asunto, y completamente disgustado
consigo mismo porque había accedido a mantener esa discusión.
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No había visto a Liliha desde el día del funeral de lady Anne, y un sentimiento de
urgencia de pronto lo dominó. Se irguió en el asiento.
—Padre, esto no nos lleva a ninguna parte, y ya estoy cansado de discutir.
Lord Trevelyan volvió hacia su hijo el rostro enrojecido.
—Ah, ¿al fin comprendes lo absurda que es tu actitud?
—No, comprendo que es absurdo discutir contigo el problema. Jamás entenderás
lo que vale Liliha. Eres un hombre mezquino, con una mente estrecha y yo me estoy
rebajando a tu nivel cuando mantengo esta discusión.
Lord Trevelyan quedó mudo de asombro. Sólo pudo mirar fijamente a su hijo con
la boca abierta.
La madre dijo:
—David, debes mostrarte más respetuoso con tu padre.
— ¿Más respetuoso, madre? No lo creo. Me debo a mí mismo más respeto. No soy
un niño quejica que debe obtener el permiso de su padre para casarse. Soy un
hombre adulto y hace mucho que me comporto como tal. —Se puso de pie.— Iré
inmediatamente a Montjoy Hall para rogar a Liliha me perdone esta demora
injustificada. Nuevamente le declararé mi amor, y me propongo desposarla si ella me
acepta.
—Si haces eso, David, serás desterrado de esta casa. ¡Jamás daré la bienvenida en
mi casa a esa mestiza! —Ahora, lord Trevelyan gritaba.
—Puedes repudiarme, si así lo deseas —dijo tranquilamente David—. No lo
lamentaré demasiado. Y dudo que Liliha se preocupe si le impides entrar en la
residencia Trevelyan. —Inclinó la cabeza hacia su madre.— Adiós, madre.
Mary Trevelyan dijo compungida:
—Te deseo suerte, hijo mío. Yo siempre daré la bienvenida a tu Liliha.
—No hará tal cosa, señora —rugió Charles Trevelyan—. Me ocuparé de ello.
—Oh, cállate Charles —dijo ella contrariada—. Estás haciendo el papel del tonto.
David ya caminaba hacia la casa. Su padre le habló a gritos. El joven no le hizo
caso y continuó su camino. Ensilló a Trueno y cabalgó fuera de la casa; ahora se
sentía impaciente. El sentido de urgencia lo apremiaba. Obligó a Trueno a galopar
hasta Montjoy Hall. El animal estaba casi agotado cuando David llegó a la mansión.
James contestó a la puerta. David dijo:
—Vengo a ver a Liliha.
—Señor, la señorita Montjoy no está —dijo altivamente James.
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—Entonces la esperaré.
David intentó entrar, pero el mayordomo no le cortó el paso.
—Señor, me temo que será una espera muy larga —dijo secamente James—. La
señorita embarcó en una nave que esta mañana salió del puerto de Londres en
dirección al país natal de la señorita.
—¡Pero eso es imposible! —David sintió que su cor¬zón era un bloque de hielo en
el pecho.— ¿Se marchó definitivamente?
—Eso me temo, señor.
—Seguramente dejó un mensaje para mí—dijo esperanzado David.
—No, señor. No hay mensaje.
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Capítulo 11
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construyesen un alto muro alrededor de la propia aldea. Era usual que los nativos
levantasen muros que limitaban las pequeñas aldeas, las granjas y los heisus, es
decir, los templos. Sin embargo, este muro era mucho más alto que lo normal, y
Akaki había encomendado a una serie de hombres la tarea de patrullarlo. De todos
modos, si no se contaba con el apoyo sincero de los guerreros de Hana, el ataque de
una fuerza enemiga ocuparía la aldea sin mucha dificultad.
—Nahi, los hombres no me toman en serio —dijo Akaki una tarde en la choza de
Nahi—. No creen en la amenaza de Lopaka. Sé que cuando no los veo se ríen de mí.
Se ríen y murmuran: "Akaki es una vieja que teme a las sombras." —Suspiró.— No
respetan el gobierno de una mujer.
—Akaki, quizá no te respetan tanto como deberían hacerlo —dijo Nahi. Había
envejecido en el último año, y estaba tan enfermo que rara vez salía de su choza. —
Están confundidos y no les agrada la abolición de los antiguos kapus.
El rey Kamehameha había fallecido durante la ausencia de Liliha. El nuevo moi,
llamado Liholiho, exhortado por Kha—ahumamu, la favorita del finado rey
Kamehameha, había ordenado que los sacerdotes y los jefes de las familias quemasen
las imágenes simbólicas de las tribus, los clanes y la familia, y la orden se había
cumplido en todos los lugares públicos y privados.
Pero aún más inquietante era el hecho de que el nuevo rey había abolido los kapus
que influían sobre los alimentos y la condición de las mujeres. Hasta donde los
isleños podían recordar, las mujeres y los niños estaban obligados a comer apartados
de los hombres, y las mujeres que menstruaban estaban aisladas de los hombres.
Akaki aprobaba las nuevas normas, pero se veía obligada a reconocer que habían
sido impuestas con bastante brusquedad.
Ahora, ni los hombres ni las mujeres ni los niños sabían a qué atenerse en relación
con el orden, la jerarquía o la autoridad de la casa. Los isleños no sabían quiénes eran
sus jefes y Akaki comprendía que era natural que los molestase el gobierno de una
mujer, y sobre todo de una mujer que había asumido la jefatura incluso antes de la
abolición de los kapus.
Nahi continuó diciendo:
—Necesitarán tiempo para habituarse a las nuevas costumbres. Además, se
acostumbraron demasiado a la paz y olvidaron las virtudes guerreras. No desean
creer que Lopaka los amenaza.
—Es necesario obligarlos a creer —dijo desesperadamente Akaki—. Si no resisten,
Lopaka arrasará la aldea como una terrible tormenta venida del mar, y matará a
todos los que se crucen en su camino. Y no se satisfará sólo con Maui. Conozco bien a
ese individuo tan perverso. Su propósito es convertirse en rey de todas las islas.
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Hana será sólo el comienzo. Si no lo detenemos aquí, la sangre correrá como agua en
todas las islas.
—Quizá tienes razón. —Nahi se pasó una mano fatigada sobre el rostro pálido. —
Pero un pez que ha nadado en un lago sereno toda su vida no teme al tiburón asesino
hasta que es demasiado tarde.
—Tienes que ayudarme a convencerlos. —Akaki tomó entre sus manos la de Nahi.
—Lo intentaré, pero soy viejo y estoy cerca de la muerte. Tal vez se rían también
de mí. —Quizá —vaciló—... quizá debamos dar la bienvenida a los misioneros
blancos que ahora están en Lahaina. Afirman que su dios es el dios de la paz. Tal vez
si les permitimos entrar en Hana podrán detener a Lopaka. Y si él se convierte a esa
religión, es posible que elija el camino de la paz.
Akaki rezongó:
— ¿Qué pueden hacer ellos que no pueda hacer el hombre Jaggar? Este sacerdote
blanco ayudó a Lopaka a matar a Koa y a secuestrar a Liliha. Oí decir que este
sacerdote del dios del hombre blanco ahora ayuda a Lopaka en su refugio secreto.
—Quizá el es kapu entre los misioneros blancos, lo mismo que Lopaka para el
pueblo de Hana. A mis oídos llegaron rumores que afirman que los misioneros que
llegan a Lahaina están imponiendo allí un nuevo orden. Enseñan a los habitantes,
curan sus enfermedades y les explican el modo de gobernar y ordenar sus hogares.
—De todos modos, les enseñan un modo diferente, el modo del hombre blanco —
dijo Akaki—. Obligan a nuestra gente a vestirse, y enseñan que sus cuerpos son
motivo de vergüenza. Ese gran dios blanco mira con malos ojos las alegrías de la
vida. Tienen mucho más kapus que nuestros antiguos dioses, y los isleños están
atemorizados por la amenaza del castigo eterno. No, Nahi, mientras yo sea alii-nui de
Hana no se los recibirá bien aquí. Si vienen, gobernarán a nuestro pueblo, y éste
jamás podrá gozar de la vida.
—Pero quizá si vienen se opongan a Lopaka —dijo esperanzado Nahi—.
Podríamos aprovecharlos para rechazar a Lopaka. Una vez logrado eso, cerraríamos
nuestros hogares y evitaríamos que nuestras familias los escuchen.
—No creo que eso sea posible. Nahi, nuestros dioses me hablaron. Si permitimos
la entrada de los sacerdotes blancos, jamás nos libraremos de ellos. No, no deben
venir aquí.
—Entonces, ¿qué harás con respecto a Lopaka?
—Nos defenderemos cuando llegue aquí. Conseguiré que los hombres se
organicen para pelear por la aldea.
—Se puso de pie y su figura de elevada estatura se inclinó sobre el anciano.
Con voz suave dijo:
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—Ahora descansa, Nahi. No debí traerte mis problemas, pero eres el único a quien
puedo pedir consejo.
Nahi había vuelto a acostarse en su estera. Con voz débil dijo:
—Amiga mía, si yo fuera un hombre entero para combatir a tu lado...
Su voz se apagó y ya estaba dormido cuando Akaki salió.
El sol, un disco de vivo color, descendía detrás de Haleakala. Como acostumbraba
a hacer desde el día que Liliha había sido arrancada de Maui en el velero, Akaki
descendió a la playa y se sentó en la arena. Su mirada recorrió el mar abierto, en la
permanente búsqueda de las velas que podían significar el regreso de su hija. Akaki
no había renunciado; en el fondo del corazón sentía que Liliha regresaría y no había
permitido que el lento transcurrir de los días amortiguara su esperanza.
Cerró los ojos y entonó una plegaria a los dioses de Hana pidiéndoles el regreso de
su hija.
Pero el retorno de Liliha a Maui no sería anunciado por las velas desplegadas en el
horizonte.
Al anochecer, diez días después de su conversación con Nahi, Akaki mantenía su
vigilia en la playa cuado oyó el sonido de los tambores. Su oído no era tan agudo
como en otro tiempo y no pudo entender el mensaje, pero percibió la urgencia de la
llamada. Temiendo que fuese la advertencia de un ataque inminente por Lopaka, ya
se ponía torpemente de pie cuando un aldeano se acercó deprisa.
Sin aliento, con una ancha sonrisa en el rostro, el hombre transmitió el mensaje:
— ¡Liliha regresó a Maui!
— ¿Dónde? —En un gesto involuntario Akaki miró hacia el mar.
—No está aquí, aún no llegó a Hana. ¡Los tambores hablan de la llegada a
Lahaina! —El aldeano comenzó a alejarse, y dijo por encima del hombro:
—Difundiré la buena nueva.
Después de que el hombre desapareciera, Akaki volvió el rostro hacia Haleakala y
murmuró una plegaria de agradecimiento.
El mensaje trasmitido por los tambores alcanzó a Lopaka en el valle que era su
escondrijo, al sur de Hana.
Con los brazos cruzados, miró primero a Asa Rudd y después a Isaac Jaggar.
Contempló malévolo a Rudd.
— De modo que Liliha ha regresado. Me mentiste, Asa Rudd. ¡Me dijiste que la
habías enviado a la patria de su padre blanco y que allí había muerto!
Rudd retrocedió un paso:
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—Caramba, Lopaka, creí que había muerto. Lo juro. La última vez que la vi,
Maurice Etheredge estaba estrangulándola. ¿Es posible que los tambores se
equivoquen?
—Los tambores nunca se equivocan. —Lopaka volvió la mirada hostil hacia Isaac
Jaggar.— ¿Qué piensas, sacerdote blanco?
—Liliha, la hija del pecado, no debe gobernar Hana—canturreó Isaac Jaggar—.
Lopaka, ella corromperá a tu pueblo.
—Eso no ocurrirá jamás. Yo me ocuparé de impedirlo —dijo ásperamente
Lopaka—. Liliha nunca gobernará Hana.
Se apartó de los dos hombres y abandonó el pequeño claro donde habían instalado
el campamento. Ascendió por el accidentado sendero que permitía salir del valle.
Llegó a la cima, y caminó hacia el promontorio que dominaba el mar. Allá abajo, la
marejada se rompía espumosa e irritada contra las rocas.
Con los brazos cruzados sobre el ancho pecho, Lopaka miró impasible el mar. De
nuevo reflexionó acerca de la conveniencia de mantener a los dos blancos. Asa Rudd
era un cobarde, y a juicio de Lopaka, el pastor Isaac Jaggar estaba loco, obsesionado
por la idea de convertir al pueblo de Hana a la religión del hombre blanco. Pero
Lopaka era un hombre previsor, y si su grandioso plan de conquistar todas las islas
se realizaba, era evidente que más tarde o más temprano tendría que tratar con el
blanco. Tener a dos blancos de su lado ahora le ofrecía la oportunidad de
familiarizarse con el pensamiento de esos individuos tan distintos y con sus
costumbres extrañas. De ese modo estaría mejor preparado para lidiar con otros de la
misma raza.
Incluso en el aislamiento del valle donde organizaba lentamente su ejército,
Lopaka estaba enterado de lo que ocurría en el resto de Maui, y también en las demás
islas. Sabía que habían llegado muchos misioneros blancos a Lahaina. Llegaría el
momento en que tendría que afrontarlos. Precisamente por eso Issac Jaggar sería
valioso. En cuanto a Rudd regresó a Maui, fue directamente a ver a Lopaka y le rogó
que le permitiese unir sus fuerzas a las del jefe indígena. Lopaka al principio se
mostró renuente, y al fin, consintió; si Asa Rudd dejaba de serle útil, no tendría el
más mínimo escrúpulo en matarlo.
Pero primero debía ocuparse de Liliha...
Pronto sería tan fuerte que podría desencademar el ataque contra Hana. Lopaka
tenía espías en la aldea y sabía que Akaki no era una jefa popular. Pero Liliha podía
modificar la situación, era joven, bella, y valerosa, y podía agrupar alrededor de sí a
los aldeanos.
Jamás debía llegar viva a Hana.
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— ¡Señor, pagué mi pasaje a Maui! —dijo ella irritada—. No pagué el pasaje para
perder tiempo aquí mientras ustedes matan ballenas. ¡Capitán, exijo que continúe el
viaje inmediatamente!
— Señora, no haré tal cosa mientras sigamos a la vista de este grupo de ballenas —
dijo secamente el capitán—. Mi nave es un buque ballenero, y en general, no lleva
pasajeros. Si la aceptamos fue sólo porque se trata del viaje inaugural. La tripulación
y el barco son nuevos y necesitan practicar. Sí, nuestro trabajo es la pesca de ballenas
y nada nos aparta de eso. Si usted es tan delicada, le sugiero —agregó con una
sonrisa— que permanezca en su camarote hasta que reanudemos el viaje hasta las
islas.
Pese a su desagrado, Liliha aceptó la sugerencia, y permaneció en su
compartimento hasta que la nave desplegó de nuevo las velas; los marineros lavaron
la cubierta, y limpiaron los restos de sangre y huesos de las ballenas. Cuando al fin
Liliha retornó a cubierta no había signos de lo que habían hecho allí durante la
semana precedente. Pero a veces se elevaban olores desagradables de la bodega
donde se había acumulado el aceite de las ballenas.
Además de su disgusto ante la matanza, Liliha estaba irritada por la demora. Se
sentía fatigada de pasar tanto tiempo en el mar y ansiaba ver tierra, ver nuevamente
a su amada isla de Maui. Todas las tardes permanecía largo rato en cubierta, mirando
hacia el oeste, mientras el sol descendía en el horizonte.
Finalmente, su vigilia se vio recompensada. Apareció la primera de la larga
cadena de islas. Después un promontorio oscuro en el horizonte; cuando a la mañana
siguiente subió a cubierta, apenas se puso el sol, la isla se extendía verde y lujuriosa a
la izquierda. La nave pasó a pocos kilómetros de la isla, pero no entró en la bahía.
Liliha se alegró de que la primera escala de la nave fuese Lahaina, y mentalmente
agradeció el carácter firme del capitán. Aunque la nave ya tenía poca agua dulce y
escasos alimentos, el capitán había seguido imperturbablemente el curso fijado de
antemano.
Reinaba un tiempo cálido cuando entraron en el puerto de Lahama. Durante unos
días habían navegado lentamente, impulsados por una brisa balsámica tan grata para
Liliha después de su larga permanencia en el clima frío de un país extranjero.
Experimentó la firme tentación de quitarse las incómodas prendas de una dama
inglesa, y regresar a la isla vistiendo solamente un kapa.
Mientras el bote la llevaba a la orilla, Liliha miraba ansiosa alrededor. La
impresionó el cambio sufrido por Lahaina. Por supuesto, habían pasado más de tres
años desde la última vez que viera la aldea y el puerto, pues cuando la secuestraron
hacía más de un aflo que no visitaba el sitio. Entonces no era más que una aldea
somnolienta con chozas comunes, y aquí y allá un barco extranjero anclado.
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con tal velocidad que Liliha apenas podía comprender la situación. Vio que uno de
los hombres de Lopaka se ponía de pie y descargaba un garrote sobre Moke. El arma
alcanzó a Moke en el cuello y los hombros y lo arrojó al agua.
Después, varias manos quisieron atrapar a Liliha. Ella las esquivó, y se deslizó por
un lado de la canoa y cayó al agua. Con fuertes brazadas nadó bajo el agua en
dirección a Hana, siempre manteniendo un curso paralelo a la costa. Nadó hasta que
sintió que los pulmones le estallaban. Emergió un instante, y después de respirar
varias veces miró hacia atrás. Las canoas de guerra estaban a varios centenares de
metros, y los hombres al parecer no sabían dónde buscarla.
Liliha se sumergió nuevamente y nadó en la misma dirección, pero esta vez enfiló
hacia la costa. Comprendió que no podía nadar todo el trayecto hasta la bahía de
Hana. Finalmente sintió el fondo bajo los pies, y decidió incorporarse. Miró de nuevo
hacia atrás y advirtió que las ranuras de guerra habían desaparecido.
De pronto, una enorme ola la atrapó. Agotada, se sintió casi impotente. Permitió
que la marejada la empujase más y más llevándola hacia la costa. Se lastimó los
brazos y las piernas al rozar el coral, y al fin el agua la arrojó a una estrecha franja de
arena. Antes de que otra ola pudiese atraparla se incorporó y caminó hacia la línea de
vegetación que comenzaba a pocos metros de distancia. Poco antes de llegar allí,
tropezó y cayó. Estaba arrodillada; cuando elevó los ojos vio a Lopaka sobre ella.
Ataviado solamente con un kapa se le veía majestuoso y dominante. Con los brazos
cruzados sobre el pecho, la miró altivo, sin sonreír, y Liliha sintió que el miedo le
formaba un nudo en la garganta.
De pronto, apareció Asa Rudd. Brincó alegremente y sonrió sensual.
— ¡Bien, princesa! ¡De nuevo nos encontramos!
Otro hombre emergió de la jungla. Era Isaac Jaggar, con su fúnebre traje negro.
También él se acercó y aproximó las manos a la cabeza de Liliha. Canturreó:
—Niña, mientras estás arrodillada debes aprovechar para pedir el perdón por tus
pecados.
La parálisis del miedo cesó, y Liliha trató de echarse a un lado en un intento de
incorporarse y huir. Con la rapidez de un animal salvaje, Lopaka le aferró el brazo y
la sostuvo.
—No es el momento oportuno, Isaac Jaggar. —La sonrisa de Lopaka era cruel y
burlona.— Liliha nos acompañará. Ya tendrá tiempo de rezar con ella antes de que
yo le quite la vida.
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Capítulo 12
Fue un largo viaje hasta el valle secreto de Lopaka, al otro lado de Hana. Los
hombres que habían capturado a Liliha inevitablemente tuvieron que hacer un rodeo
para evitar la aldea. Atravesaron las laderas que formaban la base del volcán
Haleakala, y después siguieron a lo largo de la costa, entrando y saliendo de los
muchos valles.
Gran parte del tiempo avanzaron entre espesos matorrales, y antes de que
hubiesen transcurrido muchas horas, Liliha se tambaleaba de fatiga. Muchas veces
cayó, pero siempre alguno de los dos hombres encargados por Lopaka de vigilarla la
obligaba rudamente a incorporarse y la empujaba hacia adelante. Cayó la noche
mucho antes de que llegaran a destino, pero Lopaka insistió en continuar la marcha.
El comienzo del viaje Lopaka le advirtió:
—Liliha, si intentas escapar morirás. ¡Conviene que no pongas a prueba mi
paciencia!
Liliha lo miró imperturbable.
— ¿Importa si muero ahora o después?
La expresión de Lopaka no varió.
—Creo que la vida debe ser preciosa para una mujer como tú, eres fuerte; no
renunciarás a la esperanza hasta el fin mismo.
Y Liliha comprendió que Lopaka decía la verdad. Mientras ella creyese que había
una oportunidad, no renunciaría a la esperanza, y ahora, aunque fatigada y
golpeada, su mente no dejaba de buscar un medio para fugarse antes de que llegase
al campamento de Lopaka.
Pero no se le presentó ninguna oportunidad, ya que los dos guardias siempre la
vigilaban de cerca. Momentáneamente resignada avanzó a tropezones, concentrando
la atención en poner un pie delante del otro.
Poco antes del amanecer llegaron a destino. Liliha estaba demasiado fatigada y
aturdida como para prestar atención al lugar. El campamento estaba sumido en
sombras, y Liliha fue empujada con tal violencia al interior de una choza que cayó de
rodillas.
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algunas frutas: dos mangos y medio coco. Después, introdujeron un cuenco lleno de
agua. A Liliha se le hizo la boca agua al ver la fruta, y recordó que no había comido
desde el día anterior por la mañana.
Esperó hasta que cerraran la puerta y después se arrodilló junto al alimento. Bebió
un poco de agua, y después comió los mangos. No le habían traído utensilios para
comer, y era difícil extraer la pulpa del coco. Imaginó que temían que cualquier
instrumento con filo le permitiera abrir un boquete en la pared de bambú.
Usando las uñas, consiguió desprender de la cascara parte de la pulpa blanca del
coco. Como aún estaba cansada, se tendió en el suelo duro y dormitó inquieta; se
despertó de vez en cuando, cuando los sonidos del ejercicio de combate realizado
fuera cobraron mayor volumen.
Nadie se acercó a la choza hasta el atardecer. Entonces, la puerta se entreabrió e
introdujeron un cuenco medio lleno de poi. Ahora habían encendido fuego para
cocinar, y Liliha olió el aroma de la carne asada. Parecía que no le ofrecerían
alimentos más sustanciosos, reservados para aumentar la fuerza de los guerreros.
Liliha vació con los dedos el cuenco de poi, y pensó cuánto había pasado desde la
última vez que había ingerido ese plato tan apreciado por su pueblo. De tanto en
tanto espiaba por las rendijas que dejaban los bambúes. Ahora, los hombres estaban
comiendo.
Una cosa atrajo su atención. La comida era la ocasión apropiada para charlar y
reír, una ocasión festiva; pero esos guerreros se mostraban sombríos; ominosamente
silenciosos. No se oían risas, ni la acostumbrada charla masculina. Liliha observó
atentamente, y vio que Lopaka se paseaba entre los hombres sentados alrededor del
fuego. Y comprendió que la presencia del jefe impedía que los hombres demostrasen
su alegría.
Vio también que los fuegos fueron apagados antes del oscurecer, y llegó a la
conclusión de que Lopaka temía que la luz de las llamas revelase la ubicación del
campamento. Liliha se acostó a dormir y de nuevo pasó una noche inquieta.
A la mañana siguiente, cuando se abrió la puerta, pensó que como antes, sus
carceleros se limitarían a dejarle un cuenco de comida; pero esta vez la puerta se
abrió del todo y ella se sintió tensa e inquieta. Entró un joven de cuerpo armonioso,
trayendo un cuenco con agua y una fuente con pescado, frutas y poi.
Liliha lo reconoció y apenas pudo contener una exclamación.
— ¡Kawika !
—Salud, Liliha—dijo tímidamente el joven. Le ofreció la bandeja.— Pensé que te
agradaría un poco de pescado en lugar de la fruta que fue tu única comida ayer.
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Ella lo miró con expresión preocupada, Kawika era un joven de la aldea de Hana;
el hijo mayor del mejor pescador del pueblo.
— ¿Por qué estás aquí? ¿Has vuello la espalda a nuestro pueblo?
—Lopaka pertenece a nuestro pueblo —afirmó obstinadamente el joven.
—Lopaka es kapu. Es un animal, y ya no se le reconoce como uno de los hombres
de Hana. ¿Por qué, Kawika? ¿Por qué haces esto?
Los ojos oscuros centellearon.
—La paz es aburrida. Lopaka dice que hemos llegado a ser un pueblo perezoso, y
que nos limitamos a pescar en el mar. Bajo la dirección de Lopaka los hombres de
Hana de nuevo serán individuos orgullosos. ¡Gobernaremos en todas las islas!
Liliha escupió el suelo en un gesto despectivo.
—Esto es lo que opino de tu Lopaka y sus guerras. Masacrará a nuestras mujeres y
nuestros pequeños, y no sólo los hombres.
—No, él lo ha prometido. Matará sólo a los hombres, y además únicamente a
quienes se le opongan. No dañará a nuestras mujeres.
—Entonces, ¿por qué me tiene cautiva?
—Tú eres diferente, Liliha. Tienes sangre real. El te retendrá aquí hasta que nos
apoderemos de Hana. Me dijo que temía que tú convencieras a los hombres de Hana
de la necesidad de resistir, y me dijo que, en definitiva, eso significaría más muertes
inútiles.
—Kawika, si te dijo eso, miente. Su intención es matarme. El mismo me lo confesó.
—No, Liliha—insistió tercamente Kawika—. Intentas volverme contra él. Me
advirtió que eso podía ocurrirme. Yo te respeto, Liliha, a causa de tu madre, que es la
reina de Hana. Pero no lograrás que te ayude. Aquí tienes. Come.
Dejó la fuente en el suelo y fue hacia la puerta, negándose a escuchar a Liliha. Con
un suspiro, orientó su atención hacia el alimento.
El resto del día permaneció sola. Abrigaba la esperanza de que Kawika le trajese la
comida esa noche; pero en su lugar apareció otro hombre que introdujo la fruta y el
poi después de entreabrir apenas la puerta.
Le costó dormirse; acurrucada en un rincón de su prisión; recordaba que estaba
muy lejos de los blandos lechos y las comodidades de Inglaterra.
Despertó sobresaltada; durante un momento se sintió completamente confundida.
Después recordó dónde estaba. De nuevo oyó el sonido que la había despertado, un
ruido furtivo en la puerta de la choza. Un rayo de luz de luna penetraba a través de
las rendijas de bambú. El corazón comenzó a latirle desordenadamente cuando vio
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—Esa decisión es sólo mía. Es una alii. Por lo tanto, es necesario respetarla. —
Dirigió una mirada irónica a Liliha.— ¿No es así, mi señora?
Liliha se sintió orgullosa.
—Lopaka, no soy tu señora. Para el pueblo de Hana es un proscrito, ya nada tiene
que ver con nosotros.
Lopaka silbó entre dientes.
—Muchos de los guerreros que ahora me siguen son hombres de Hana y pronto,
no sólo regresaré allí, sino que gobernaré al pueblo. Liliha, no estás en condiciones de
impedirlo, y los hombres de Hana carecen de coraje para oponerse a mis guerreros.
—Se apartó de ella con un gesto despectivo.— Y usted, Asa Rudd, no vuelva a entrar
en esta choza. ¿Entendido?
—Entendido—dijo Rudd con gesto hostil. Isaac Jaggar intervino.
—Asa Rudd, es pecado codiciar la carne de una mujer. Debe arrepentirse o sufrirá
el castigo eterno.
— ¡Ah, acabe reverendo! Si el deseo es pecado, usted está condenado. ¿Cree que
no sé cómo se arroja sobre las mujeres nativas cada vez que tiene una oportunidad?
Lo he observado, ¡vaya si lo he visto!
Jaggar palideció a causa de la ofensa. Rudd pasó frente al religioso. Lopaka movió
una mano y el hombre que sostenía la antorcha salió. Lopaka empujó a Jaggar hacia
la entrada. En la puerta se volvió.
—Kawika, hiciste bien en impedir que el hombre blanco atacase a Liliha. ¡Pero no
lo olvides! No cometas tonterías. Recuerda que yo soy tu jefe, no Liliha. Cierra bien la
puerta al salir.
Kawika esperó hasta que los hombres se alejaron, y después dijo en voz baja a
Liliha:
—Oí lo que te dijo el hombre blanco cuando mencionó que Lopaka quiere matarte.
Ella preguntó ansiosa:
— ¿Entonces, ahora me crees?
—Te creo, Liliha. —El joven habló con voz saturada de tristeza.— Lopaka es como
tú dijiste. Traicionó mi confianza.
—Debo huir de este lugar, Kawika, y llegar a Hana. ¿Me ayudarás?
—Te ayudaré. Ahora té seré fiel. Pero no creas que lo conseguiremos fácilmente.
Lopaka me vigilará. Debemos esperar la oportunidad.
—No podemos esperar mucho tiempo. Sospecho que Lopaka ordenará muy
pronto mi muerte.
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guerreros escalonados a lo largo del camino. De modo que come todo lo que puedas,
pues necesitarás fuerzas para hacer el viaje.
Después que Kawika saliera de la choza, Liliha siguió su consejo y comió todo lo
que el nativo le había traído. Más tarde, se sentó en el suelo, cerca de la puerta,
intentó descansar, pero estaba demasiado nerviosa y no pudo conciliar el sueño.
¿Volvería a ver Hana? ¿Había viajado tanto e iba a morir cuando estaba ya tan cerca
de su hogar? Inclinó la cabeza y la apoyó contra la pared de bambú; durante un
momento se entregó a la desesperación que hasta entonces había logrado controlar.
Después, se enderezó y apeló a toda la fuerza de su carácter. No se entregaría;
mientras viviese tendría esperanza, y la muerte era preferible a la unión con Lopaka.
Las horas se sucedieron lentamente, y el silencio se extendió por todo el
campamento. Tensa, Liliha esperó el sonido de los pasos que se aproximaban, y se
preparó para hacer cara a Asa Rudd o al falso sacerdote Jaggar; pero nadie fue.
Estaba segura de que en su propia choza Lopaka sonreía pensando en el miedo que
ella experimentaba.
La noche avanzó, y Liliha comenzó a temer que tampoco Kawika llegase. Quizá
temía ayudarla, incluso era posible que hubiese ido a ver a Lopaka para revelarle
todo.
Poco antes del amanecer, la alertó subitamente un sonido que provenía de un
lugar, sonaba a un gruñido. Trató de oír mejor, pero volvió a escuchar el sonido.
Después, un débil roce en la puerta. Se puso rapidamente de pie y se sintió muy
aliviada cuando oyó un debil murmullo:
— ¿Liliha?
— ¡Kawika! ¡Alabados sean los dioses!
—Vamos. Deprisa.
La puerta se abrió para permitir que ella pasara y Kawika la tomó de la mano y la
guió. Había luz suficiente para ver la forma del guardia en el suelo.
— ¿Está muerto?
—Sí. No podía permitir que viviese. Habría dado la alarma al campamento. De
este modo, nada sabrán hasta el amanecer. Vamos, toma esto.
Puso algo en las manos de Liliha. Liliha palpó el bulto que Kawika le había
entregado, y comprendió que era un par de sandalias tejidas, del tipo que los isleños
usaban para protegerse los pies cuando recorrían largas distancias sobre suelo
desigual. Se las ató rápidamente alrededor de la cintura, utilizando los largos
cordeles que servían para asegurar las sandalias.
Liliha no tenía la más mínima idea del lugar donde estaba el campamento, ni la
dirección que debía seguir para llegar a Hana; por lo tanto, tenía que depender de la
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estanque de agua fresca y fría; la hierba crecía abundante y alta. Había un solo
bananero, y la fruta madura col¬gaba formando racimos dorados. Mientras Kawika
recogía bananas para la comida, Liliha alisó la hierba para formar un lecho y
amontonó plantitas para que fuese más cómodo.
Cuando Kawika regresó, los dos jóvenes se sentaron y devoraron la fruta. Después
de concluir la sencilla comida Liliha dijo :
—En el campamento todos los fuegos se apagaban al oscurecer. Supuse que
Lopaka no deseaba mantener encendidos los fuegos durante la noche por temor de
que indicaran la ubicación del campamento. Sin embargo, los guerreros que ahora
nos persiguen parecen despreocuparse del asunto.
El tono de Kawika fue muy amargo.
—Yo diría qué Lopaka no se preocupa por unos pocos hombres. Lo único que le
interesa es un ataque por sorpresa contra su ejército.
Liliha se sintió conmovida por la desilusión que expresaba la voz de Kawika. Dijo
amablemente:
—Es mejor que sepas qué clase de hombre es. Si ejecutase su plan, lo sabrías
demasiado tarde y entonces tus manos ya estarían manchadas con la sangre de tus
hermanos.
—Lo sé, Liliha. Agradezco la oportunidad de saberlo ahora, y la posibilidad de
haberte ayudado a reconquistar la libertad, aunque aún no podemos considerar que
nos hemos salvado.
—Creo que saldremos bien de esta aventura.
La joven tocó la mejilla de Kawika. Era un gesto destinado a reconfortarlo, pero
sin que Liliha lo advirtiese, al principio se convirtió en una caricia.
Kawika tomó la mano de Liliha, la volvió y le besó la palma. Una oleada de
sensaciones recorrió el cuerpo de Liliha, la joven se acercó más, y uno de sus pechos
rozó el hombro del nativo. Cuando sintió el contacto, Kawika se volvió y abrazó a
Liliha. El tenía la piel lisa y tibia. En lugar de besarla, como ella había esperado, se
limitó a sostenerla con sus fuertes brazos, y durante un momento, ella descansó allí,
extrayendo fuerza y tibieza del contacto de los cuerpos; después, Liliha elevó
lentamente la cabeza y apretó sus labios contra los de Kawika. El respondió
instantáneamente con una suerte de fiera ansia.
Durante el tiempo anterior a su brusca salida de Hana, Liliha había prestado
escasa atención a Kawika. Lo conocía desde que ambos eran niños. Lo había visto a
menudo, era como un miembro de su familia, y jamás había tenido pensamientos
románticos en relación con él. En el campamento de Lopaka ella se había sentido
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—Sí, querido Kawika. Ahora tenemos que descansar. Sea lo que fuere, lo
hablaremos por la mañana.
Pero lo que Kawika había deseado comentar no fue discutido por la mañana.
Liliha fue la primera en despertar. Había dormido profundamente, y en los primeros
instantes después de despertar experimentó una perezosa satisfacción. Sin embargo,
ese estado de ánimo no perduró, pues lo reemplazó un intenso sentimiento de
peligro, el mismo que la había despertado. Miró alrededor y vio que hacía rato había
amanecido. ¡Habían dormido demasiado!
Se incorporó de un salto, se puso el kapa y las sandalias, y se acercó hacia los
árboles; con la mirada exploró la ladera de la montaña. Lo primero que vio fue una
larga línea de guerreros que avanzaban deprisa. Habían cubierto bastante terreno, y
seguramente estaban marchando desde las primeras luces del día.
Liliha volvió deprisa donde dormía Kawika, y lo sacudió.
—Despierta, Kawika. Hemos dormido demasiado, ¡Se aproximan los hombres de
Lopaka!
Kawika se sentó, y extendió la mano hacia su propio kapa. Se lo puso y se
incorporó en un solo movimiento.
—Lo siento, Liliha, no debí dormir tanto. Pero anoche...
Se interrumpió, y avergonzado desvió la mirada.
Ella se echó a reír y quebró la tensión.
—Kawika, no te preocupes, todavía no nos han atrapado. —Se inclinó para besar
al joven.— ¡Ahora, en marcha!
Tornados de la mano salieron del bosquecillo y reanudaron la ascensión. Los
guerreros estaban ahora mucho más cerca, pues un coro de gritos se elevó en el aire
cuando fueron vistos por sus perseguidores.
Bien descansados, marcharon con la mayor rapidez posible; corrían cuando el
suelo lo permitía y caminaban cuando no tenían otra alternativa. A veces la ladera
era tan empinada que debían arrastrarse, utilizando todos los puntos de apoyo
posibles.
Cuando el sol comenzó a recorrer su curso descendente, hacia el oeste, alcanzaron
a ver la cúspide. Arriba y alrededor se extendía un páramo de arena y lava, un
paisaje tan desolado y extraño como el Infierno cristiano.
Los enormes peñascos se erguían oscuros y amenazadores a la luz cada vez más
débil del sol, y Lililia se estremeció cuando la temperatura comenzó a descender.
Junto a los pies de ambos, la montaña rezongaba, y Liliha sintió que la tierra
temblaba apenas.
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Lopaka hervía de cólera y frustración. Por mucho que amenazara y exhortase a sus
guerreros, estos rehusaron seguir a Liliha y al traidor Kawika a través del cráter.
— ¡Sois todos niños, niños miedosos! —gritó Lopaka—. No hay nada que temer.
Los dioses no se enojarán. En este cráter no hay dioses hostiles, ¿entendéis?
Los hombres rehusaban encontrar la mirada de Lopaka, y se volvían y
comenzaban a descender la ladera de la montaña.
Lopaka consiguió controlarse. En efecto, eran niños y de nada servía reprenderlos.
Les volvió la espalda con un gesto despectivo y miró a Liliha y Kawika. Se
desplazaban deprisa a través del fondo del cráter.
Lopaka contempló brevemente la posibilidad de perseguirlos solo; pero decidió
que no valía la pena. No por temor, pues confiaba en que podría matar fácilmente a
ambos. Pero no convenía que un jefe se rebajase de ese modo. Era una tarea
reservada a sus guerreros, y si estos no estaban dispuestos a ejecutarla, había que
aceptar que la pareja de fugados obtenía así un respiro.
—Sólo un respiro, Liliha —dijo en voz alta—. Recuérdalo bien.
En ese momento decidió que haría todo lo que estuviese a su alcance para
apresurar el momento del ataque a Hana. No podía darse el lujo de permitir que
Liliha dispusiera de tiempo para fortalecer la voluntad de resistencia de los aldeanos.
—Pronto, Liliha. Pronto morirás, y me ocuparé de que tu muerte sea dolorosa y
degradante.
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Capítulo 13
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No pasó mucho tiempo sin que David se preguntase si no había cometido una
enorme tontería al llevar los caballos. David se ocupaba solo de atender a las bestias,
pues no creía que fuera apropiado encomendar a Dick ninguna de las pesadas
obligaciones del caso; en efecto, Dick no había aprobado la iniciativa.
A medida que pasaron los días, comenzó a sentirse cada vez más preocupado por
los animales. El confinamiento bajo cubierta, el movimiento constante del barco, la
falta de ejercicio, todos estos factores contribuían a agravar la situación. Los caballos
enflaquecieron y perdieron vivacidad, a la vez que el pelaje cobró un matiz opaco. El
único ejercicio posible era el que realizaban en el estrecho corredor que había frente a
las cuadras improvisadas. David pasaba mucho tiempo con ellos. El corredor era tan
corto y estrecho que incluso era difícil lograr que Trueno volviese grupas, y además
sólo podía avanzar unos pocos pasos en cada dirección. David les suministraba agua
y comida, les cepillaba el pelaje y les hablaba; pero temía que los caballos muriesen
mucho antes de terminar el viaje.
La monotonía y el tedio de la travesía y los cuidados que dispensaba a los
animales, comenzaban a producir su efecto en David y a agriar su humor.
Un día dijo a Dick:
—Siempre he oído hablar del romance y la aventura del mar. Bien —escupió al
agua—, hasta ahora lo único que he visto es el agua rancia, la comida en mal estado,
el mareo y el tedio. ¡Dios mío, qué monotonía!
—Amigo mío, el romance y la aventura que tú mencionas provienen de los lugares
que uno visita. Los países extraños y exóticos. Te concedo que el tiempo invertido en
el viaje hasta esos lugares a menudo puede ser muy aburrido.
—Aburrido es una palabra suave— murmuró David.
—Por supuesto, si por casualidad nos atacasen los piratas —dijo burlonamente
Dick— podrías encontrar la excitación y la aventura que tanto anhelas.
David miró a su amigo.
— ¿Eso es probable?
—Probable quizá no, pero sí posible, —Dick se encogió de hombros.— Las aguas
que surcaremos dentro de poco están infestadas de piratas... por lo que sé
especialmente las aguas del Caribe.
—Dick... ¿por qué no dijiste una palabra mas acerca de mi idea de traer los
caballos? Me lo advertiste, y tenías razón. Fue un error.
Dick se encogió de hombros.
—David, rara vez censuro las locuras de un hombre, Yo mismo cometo muchas.
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—Me temo que no sobrevivirán a este largo viaje —dijo David con acento de
desconsuelo.
—Creo que tendrás que modificar un poco los planes. Los animales necesitan
ejercicio, y por lo tanto tendrás que decir al capitán que entre en uno de los puertos
del trayecto. Quizá convenga una escala de una semana en cada uno. Así podrías
descender a tierra con tus preciosos caballos para ofrecerles el ejercicio que tanto
necesitan.
David meneó la cabeza.
—Eso significaría un considerable retraso. Deseo llegar cuanto antes a donde está
Liliha.
—Amigo David, creo que tendrás que elegir. Un encuentro más cercano con tu
doncella isleña o el bienestar de tus animales. Y agregaré que son los mismos
animales cuyo transporte te ha exigido mucho dinero y grandes esfuerzos.
David guardó silencio y reflexionó. Sabía que Dick tenía razón en un aspecto: los
caballos no sobrevivirían, y se le oprimía el corazón cuando pensaba en la
posibilidad de perder a Trueno. Ocupaba un lugar especial en su afecto. Por otra
parte, la idea de retrasar el encuentro con Liliha lo desalentaba.
Con su habitual sagacidad Dick dijo:
—David, Liliha no partió mucho antes que nosotros. No puede llevarnos una
delantera considerable. ¿Qué importan unas pocas semanas más?
David lo miró y vio la sonrisa expectante en los labios de su amigo.
—Sé lo que piensas. Las mujeres que conocerás en todos esos puertos a los cuales
aludes.
—Cierto. Muy cierto —dijo imperturbable Dick—. No lo negaré. En efecto, este
prolongado viaje llegaría a ser más grato.
David suspiró y dijo de mala gana:
—Tienes razón. Lo comprendo perfectamente.
—En ese caso, sugiero que ordenes al capitán Roundtree cambiar el rumbo, y
enfilar hacia Charleston, en las Carolinas, con el rumbo actual, nuestra primera escala
será en el Caribe, y no puedes esperar tanto tiempo. —Agregó:—He oído decir que el
puerto de Charleston, en Carolina del Sur, es un lugar famoso por sus mujeres y sus
tabernas.
—¡Señor, soy capitán del Promesal —tronó Roundtree—. ¡No cambio mi rumbo
por el capricho de un pasajero!
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Dick suspiró.
—Tú y tus condenados equinos. ¿Cuántas dificultades nos acarrearán?
Ahora que tenía un plan de acción, parte de la cólera de David se calmó y el joven
pudo sonreír.
—Dick, hablaste de aventuras. Ahora me parece que habrá algo de eso.
—Seguir la pistas de ladrones no es el tipo de aventura que me atrae.
Con un gesto dirigido a su compañero, David comenzó a caminar. Fue muy fácil
seguir las huellas de los caballos. Salían del bosquecillo de robles y llegaban al
camino principal. Incluso allí, donde había que distinguirlas de las huellas dejadas
por las ruedas de los carros y de otros animales, no fue demasiado difícil seguir el
rastro de Trueno y Tormenta, porque sus pisadas eran mucho más recientes.
Además, a causa del tamaño y del peso de Trueno, sus cascos se hundían más
profundamente en la tierra del camino que los cascos de los caballos que habían
pasado antes.
—Creo que nos conviene vigilar la posibilidad de que las huellas se aparten del
camino. Ocúpate de un lado y yo haré lo mismo con el otro. No pueden estar muy
lejos.
Con la cabeza inclinada, caminaron uno a cada lado de la estrecha huella. Aunque
hacía mucho que el sol había sobrepasado el cénit, y ahora descendía hacia el oeste,
el calor aún era muy ingrato. David tenía que secarse a menudo la transpiración que
le enturbiaba la vista. Pero continuaba obstinadamente la marcha.
Habían estado caminando más de dos horas, casi siempre en silencio, cuando Dick
dijo.
—David, creo que salieron del camino aquí mismo.
David se acercó deprisa. Las huellas profundas de Trueno era inconfundibles.
David se enderezó y miró a lo lejos, en la dirección seguida por las huellas. Un
estrecho sendero se internaba entre palmeras y robles; la vegetación era tan densa
que no podían ver qué había más allá.
David desenfundó su pistola.
— ¡Adelante, Dick!
Marchando al frente, comenzó a internarse por el sendero. La tierra aún estaba
blanda a causa de las lluvias, y no era difícil seguir las huellas. David se detuvo
bruscamente, y Dick chocó contra él. Aferró el brazo de su compañero y lo obligó a
ocultarse detrás de un árbol.
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Los dos atacantes de las mujeres estaban tan absortos en lo que hacían que
ninguno había prestado atención a los recién llegados. David guardó la pistola bajo el
cinto, atravesó corriendo el vestíbulo en dirección al hombre de cabellos largos y
grasientos, y después de hundir los dedos en la larga cabellera pegó un fuerte tirón.
El hombre gritó; no intentó resistirse. Los pantalones, desabrochados, cayeron hasta
los propios tobillos. David lo obligó a volverse y descargó un puñetazo en el rostro.
El golpe envió al hombre contra la escalera. Tenía la cara de un caballo, con
dientes grandes y amarillentos, una barba descuidada le cubría el rostro.
El individuo se enderezó, miró con odio a David y se agachó para levantarse los
pantalones. David volvió los ojos hacia Dick y su contrincante, enzarzados en un
combate implacable. Mientas David miraba Dick consiguió librarse de las garras del
villano, y comenzó a descargar fuertes golpes, una verdadera lluvia de izquierdas y
derechas. Bajo el efecto de la descarga de puñetazos, el hombre retrocedió hasta la
pared, tratando vanamente de cubrirse el rostro con las manos.
La mirada de David volvió hacia las dos muchachas. Ambas se habían sentado y
con movimientos frenéticos trataban de alisarse las faldas. Ambas eran jóvenes y
bonitas, y se parecían mucho. Eso fue todo lo que pudo observar, pues la muchacha a
quien había salvado, miraba detrás de David con expresión de temor. Alzó un dedo
tembloroso y señaló.
David volvió los ojos hacia el hombre a quien había arrojado contra la escalera.
Casi fue demasiado tarde. El hombre de la cara de caballo seguramente tenía un
cuchillo escondido entre las ropas. Lo había desenfundado, y avanzaba para atacar a
David. La punta del cuchillo resplandecía malignamente. David rebuscó la pistola en
su cinto. ¡Había desaparecido! En la pelea seguramente se le había caído.
No se atrevió a buscarla. Sin apartar los ojos del hombre que se acercaba, comenzó
a describir un círculo. Los ojos de su enemigo eran grises y fríos, tan inexpresivos
como los de una muñeca.
Mientras retrocedía, el pie de David chocó contra el primer peldaño de la escalera,
y el joven perdió el equilibrio. El hombre del cuchillo emitió un grito de triunfo y se
arrojó sobre David. Al advertir la situación, David se dejó caer del fondo. Rodó con la
mayor rapidez posible, hasta que chocó contra las piernas de su enemigo. La fuerza
del impacto fue suficiente para derribar a su antagonista.
El hombre de la cara de caballo cayó pesadamente al suelo. Con la velocidad del
rayo, David volvió a rodar sobre sí mismo y esta vez cayó sobre su contrincante.
Estaba boca abajo y trataba de incorporarse. Lo sujetó contra el suelo, y cerró las dos
manos sobre la muñeca del individuo. Alzó el brazo del bandido y lo golpeó contra
el borde del primer peldaño. El hombre aulló de dolor, y contorsionó el cuerpo, pero
el cuchillo saltó de su mano, y fue a aterrizar fuera de su alcance.
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De nuevo David hundió los dedos en los cabellos lacios. Alzó la cabeza del
hombre y la golpeó contra el peldaño. Se oyó un fuerte ruido, y el cuerpo se movió
una vez y después quedó paralizado.
David se puso de pie cautelosamente, pero el hombre no se movió. El joven miró a
su amigo. Dick había vencido a su adversario. Sujetaba los brazos del hombre detrás
de la espalda. Sonriendo Dick dijo:
—Este canalla ha perdido la voluntad de luchar. ¿Qué hacemos con ellos, David?
Después de reflexionar un momento David miró a las dos inquietas mujeres, que
ya estaban de pie.
—¿Las hirieron?
Una se adelantó.
—Gracias a usted, no cometieron... el ultraje definitivo pero unos instantes más y...
—se estremeció.
—Deberíamos ahorcarlos —dijo David al hombre a quien sujetaba—. No sólo por
lo que intentaron hacer aquí, sino por robar nuestros caballos; pero eso podría
ofender todavía más la sensibilidad de las damas. ¡De modo que márchense! —
Indicó con un gesto al hombre tendido en el suelo que ahora mostraba signos de que
estaba recobrando el conocimiento.— Llévese a su amigo, y nunca vuelva a aparecer
por aquí, ¿entendido?
El hombre asintió ansiosamente. Dick lo soltó y el individuo corrió hacia su
compañero.
—Vamos, ven. ¡De pie! —dijo con voz tensa—. ¡Nos dejan libres !
Ayudó a incorporarse al caído. Aturdido y sin entender lo que ocurría, el cómplice
comenzó a caminar hacia la salida. David los siguió hasta el porche, y los vio alejarse
deprisa. Esperó hasta que desaparecieron, y después regresó al interior de la casa.
Las dos mujeres habían recobrado el dominio de sí mismas, y conversaban con
Dick. La que había hablado antes dirigió una sonrisa agradecida a David.
—Señor, les estamos eternamente agradecidas... y eso vale para usted y su amigo.
Yo soy Caroline Bradewell y ella es mi hermana menor, Louise.
—David Trevelyan, a sus órdenes, señora. —Inclinó la cabeza— y éste es Dick
Bird.
Dick también saludó con una reverencia más profunda y después acercó los labios
a la mano de cada una de las jóvenes y las besó, mientras formulaba cumplidos
extravagantes en elogio de la belleza de las muchachas. Caroline no apartaba la
mirada de David, pero Louise evidentemente seducida por las atenciones de Dick, se
sonrojó bellamente.
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Ambas jóvenes tenían largos cabellos rubios, ojos muy azules, y el cutis sonrosado.
David preguntó :
—¿Viven solas aquí?
Caroline asintió.
—Salvo la compañía de la servidumbre y los esclavos del campo. Cuando esos
hombres entraron, estaban aquí sólo las criadas.
— ¿No hay hombres en la casa? Caroline meneó la cabeza.
—Nuestros padres fallecieron el año pasado a causa de la fiebre. Louise y yo
hemos tratado de administrar la plantación, y como pueden ver, no hemos tenido
mucho éxito. —Con un gesto indicó el decaimiento de la casa.— Todavía no somos
muy eficaces, pero poco a poco aprendemos. —Irguió orgullosamente la cabeza.—
Estamos decididas a salir adelante y no nos declaramos derrotadas.
—Estoy seguro de que tendrán éxito —dijo amablemente David.
—Perdone nuestra descortesía, señor. —Caroline esbozó un gesto con la mano.—
¿Puedo ofrecerles refrescos?
—Claro que puede, señora —se apresuró a decir Dick—. Y de ese modo merecerá
mi eterna gratitud.
David dijo:
—Esa pareja maltrató a nuestros caballos. Veo que los castigaron con látigos.
Señorita Bridewell, ¿puedo pedirle agua y forraje para los animales?
—Encontrará establos detrás de la casa; allí hay forraje y agua. Puedo llamar a un
esclavo de los campos, y se ocupará de atender a los caballos.
—No es necesario. Puedo arreglarme solo. Los caballos seguramente no desean
que se les acerquen otros desconocidos.
Cuando David regresó, después de atender a los animales, encontró a Dick
instalado cómodamente frente a una mesa, al fondo del porche, mientras las dos
mujeres escuchaban muy atentamente el relato del viaje de los dos amigos.
Sobre la mesa había altos vasos llenos de bebida. Dick se interrumpió y levantó su
vaso.
—Una tradicional bebida sureña, según me informan las damas. Un jarabe. Con
coñac, y quién sabe cuántos ingredientes más. Pero es deliciosamente refrescante.
Mis cumplidos, estimadas señoras.
Louise se sonrojó nuevamente y bajó los ojos. Caroline se limitó a asentir, y volvió
la mirada a David mientras éste se sentaba y dijo:
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—Me agradaría que aceptaran —dijo Caroline. Se inclinó hacia adelante para tocar
la mano de David. El joven sintió que la piel le ardía donde ella lo había tocado y al
ver los cálidos ojos azules de Caroline comprendió que hacía mucho tiempo que no
estaba con una mujer.
—Por lo menos, ¿se quedarán a cenar?
David asintió sin hablar.
—Bien, —sonrió alegremente. Se puso de pie.— Hablaré a la cocinera. —
Desapareció en el interior de la casa y después de dirigir una mirada dé adoración a
Dick, Louise fue en pos de su hermana.
Dick se estiró lánguidamente.
—Sería agradable hacer la vida de un dueño de plantaciones, ¿eh, amigo David?
—Dudo que dijeses lo mismo después de un tiempo —replicó David—. Creo que
es necesario trabajar mucho pese al elevado número de esclavos.
Dick hizo una mueca.
—La esclavitud es una institución bárbara. Aunque soy un hombre perezoso, la
desapruebo enérgicamente. —Después sonrió.— Pero abrigo la esperanza de que
aceptes permanecer aquí esta semana. ¿Por qué necesitamos vagabundear por la
campiña cuando podemos descansar tranquilamente?
—Creo que Louise te ha echado el ojo como presunto marido.
— ¡Dios mío! ¿Crees eso? —Dick se incorporó con una expresión alarmada.—
Entonces, debo desengañar a la joven, es hermosa pero conviene desalentar la idea
del matrimonio.
David aún reía cuando Caroline apareció en la puerta. La joven dijo:
—Caballeros, la cena estará lista en unas dos horas. Louise y yo descansaremos
hasta ese momento. ¿Desean hacer lo mismo? Siempre tenemos cuartos preparados
ante la posibilidad de recibir huéspedes inesperados. —Insinuó una sonrisa sin
alegría.— Caballeros, ustedes tienen el honor de ser los primeros.
David se puso de pie con movimientos un tanto inseguros.
—Creo que es una sugerencia espléndida. Esos jarabes que nos han servido, han
provocado cierto efecto.
Cenaron en un comedor deslumbrante a causa de la cristalería y los manteles
blancos como la nieve.
Del techo colgaba un candelabro cuyas luces arrancaban reflejos al fino cristal. La
cena consistió en muchos manjares desconocidos para David y Dick. El plato
principal fue pollo frito, suave y delicioso, pero otros platos representaron una
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Patricia Matthews Amor Pagano
novedad absoluta para los dos jóvenes, y con su insaciable curiosidad, Dick preguntó
acerca de ellos.
Muy divertida, Caroline aceptó explicar.
—En el Sur cultivamos mucho maíz. Por ejemplo, el pan es de maíz. El guiso ha
sido preparado con maíz molido; primero se blanquearon con lejía las vainas de
maíz, y después fueron hervidas. Las otras verduras — señaló sucesivamente cada
una— son ocras, guisantes y habas americanas.
Dick miró con desconfianza los platos, pero probó de cada uno, y finalmente
declaró que eran excelentes. La comida a bordo del Promesa había sido espartana, de
modo que ambos hombres comieron con buen apetito. Hn lugar de sentirse renovado
después de la siesta, David descubrió que tenía aún más sueño cuando terminó la
comida pesada aunque nutritiva.
Ni siquiera la belleza de sus anfitrionas consiguió disipar su pesadez. Era evidente
que ambas mujeres habían dedicado gran parte del tiempo antes de la cena a mejorar
su apariencia en lugar de dormir.
En Inglaterra, David había oído hablar de la notable belleza de las sureñas, y ahora
comprendió que no le habían mentido. Bajo el suave resplandor de las velas, las
hermanas Bridewell exhibían una belleza seductora. Se habían puesto vestidos
diferentes para la cena. Louise tenía una prenda azul de ancho escote, y el vestido de
Caroline era rosa pálido. Las rubias trenzas habían sido cepilladas, y ahora emitían
reflejos dorados; por otra parte, el cutis de ambas mostraba un color más intenso,
fuese por la excitación o porque se habían pintado. También se habían aplicado un
suave perfume que flotaba en el aire y embriagaba los sentidos.
Mientras Caroline hablaba, tenía los ojos fijos en el rostro de David, y sus labios
rojos entreabiertos mostraban unos dientes blancos y parejos:
David no podía negar que experimentaba cierra inquietud. Sin embargo, sentía
pesadas las piernas, como si lo hubieran drogado; y precisamente en medio de una
frase que Caroline estaba diciendo, el joven bostezó sin disimular.
Avergonzado dijo:
—Mis disculpas, Caroline. Le aseguro que no se trata de que esté aburrido.
La risa de Caroline resonó en el comedor.
—Tuvieron un día largo y difícil, y oí decir que los extranjeros en el Sur a menudo
sufren ataques de languidez, porque no están acostumbrados a nuestro calor. Venga.
—Se puso de pie y le ofreció la mano,— lo escoltaré hasta su dormitorio. Se sentirá
mucho más descansado después de dormir la noche entera.
David murmuró una protesta, pero ella lo obligó a callar con un gesto majestuoso.
El joven se sometió, y se puso de pie para tomar la mano de Caroline. La sintió
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blanda y cálida sobre la suya. Volvió los ojos a la mesa para despedirse de Dick y
Louise; pero ambos estaban tan absortos el uno en el otro que David dudó que ni
siquiera hubieran advertido que él salía del comedor.
Caroline retiró una vela de una mesa del vestíbulo, la encendió acercándola a la
llama de otra que ardía en un soporte unido a la pared, y después, ambos
comenzaron a subir la escalera. Ella no le había soltado la mano. Caroline dobló hacia
la izquierda cuando llegó al final y se dirigió al cuarto que habían reservado para
David unas horas antes.
—Mi cuarto es éste, al lado del suyo —dijo Caroline señalando una puerta cerrada.
El dirigió una rápida mirada a la joven, pero ella mostraba un rostro inexpresivo,
y, por lo tanto, él no supo si las palabras que ella había pronunciado eran una sutil
indirecta. Frente a la puerta de la habitación de David, ella se detuvo, y la abrió. Una
vela ardía frente a un escritorio.
—Que descanse, David Trevelyan —dijo Caroline en voz baja—. De nuevo le
agradezco haber salvado hoy nuestro honor. Y espero que pueda arreglar las cosas
de modo que nos acompañe entera la semana.
Extendió la mano para tocar la mejilla de David. Los labios de la joven, tenían una
expresión blanda y anhelante, por lo que él pensó besarle la mano; pero se abstuvo.
—Prometo que pensaré en ello. Buenas noches, Caroline —dijo formalmente
David: Después de murmurar las buenas noches; ella se volvió.
Una vez que entró en su cuarto; David cerró la puerta y escuchó un momento; oyó
abrirse y cerrarse la puerta del cuarto contiguo.
Sonriendo para sus adentros, comenzó a desvestirse. Había una palangana con
agua tibia sobre el escritorio David se lavó, y después terminó de desvestirse, apagó
la vela y se deslizó entre las sábanas. Un débil raya de luz de luna entraba por la
ventana. La cama era muy cómoda y David se estiró con un suspiro de satisfacción,
lisiaba medio dormido, y pensaba en Caroline. Pistaba seguro de que sus instintos no
le habían engañado, y de que ella le había formulado una sutil invitación. Se sintió
tentado de ir hasta la puerta contigua. Pero al mismo tiempo temía comprometerse
en un asunto sentimental. Abrigaba la esperanza de que Liliha estuviera
aguardándolo al linal del largo viaje, y una aventura amorosa ahora, sólo contribuiría
a embrollar sus sentimientos. Por esa razón, quizá era mejor salir de allí, alejarse
apenas despuntase el día. Sabía que Dick no miraría con buenos ojos la idea.
Oyó un ruido en la puerta y levantó la cabeza. Se abría casi sin ruido, y una voz
llegó hasta el joven.
— ¿David, puedo entrar?
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—Sí, Caroline, entre —dijo David y rió en silencio para sí mismo. ¡Vaya, de qué
valían las buenas intenciones! Ella se deslizó hacia el lecho, y pasó frente a la ventana
iluminada por la luna. Vestía un camisón casi transparente, y David adivinó los
perfiles voluptuosos de su figura.
Caroline se detuvo frente a la cama y buscó la mano de David. Casi sin aliento
dijo:
—Confío en que no pensará que es una actitud muy atrevida de mi parte, pero
tenía la sensación de que si yo no tomaba la iniciativa, nadie lo haría. Si desea que me
marche inmediatamente, dígamelo y me iré.
David suspiró.
—No, Caroline. Quédese. —Oprimió la mano de la joven, y la obligó a sentarse en
la cama.
—David, no le pido promesas de amor —dijo ella—. Pero este último año lo he
pasado muy sola y sé que usted también debe de sentirse así en vista de su
prolongado viaje. Imaginé que podríamos complacernos el uno en el otro...
—Calla, Caroline —dijo él amablemente—. No necesitamos palabras. Eres una
hermosa mujer, y yo tuve conciencia de tus encantos desde el instante en que te vi.
—También tú, David Trevelyan eres un hombre apuesto...
David la besó, y de ese modo cortó el nervioso flujo de palabras. Ella devolvió el
beso, y su cuerpo flexible comenzó a moverse bajo las manos de David.
—Espera, David —murmuró. Se apartó de él para quitarse el camisón, y después
regresó a los brazos del joven.
Tenía los pechos llenos y firmes, y su piel poseía la frescura de la seda tibia bajo
las manos masculinas que la acariciaban. El se sintió instantáneamente atraído,
apenas la vio a la luz de la luna. Cuando Caroline exploró el cuerpo de David
comprobó el hecho.
Caroline se aferró al hombre, y él comenzó a acariciarla con movimientos lentos y
lánguidos. Cosa extraña, aunque estaba excitado y la deseaba, todos sus
movimientos parecían los de un sueño, quizá como consecuencia de su fatiga y del
vino que había bebido durante la cena.
Caroline murmuraba al oído de David palabras casi incomprensibles de aliento y
afecto. Después, ella se volvió, y aferró al hombre con frenético empeño. Cuando él
sintió debajo de sí el cuerpo blando, su propia necesidad lo abrumó. Con un
sentimiento ciego de compulsión la poseyó, llegando al centro cálido del cuerpo de
Caroline, mientras ella se movía ansiosa para responder al impulso; la pasión de
Caroline acentuó la de David, hasta que al fin la culminación desencadenó el
espasmo ciego de la liberación.
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Cuando los cuerpos de ambos se aquietaron, David se sintió abrumado por una
profunda ola de ternura y gratitud. Suavemente apartó los cabellos húmedos de la
frente de Caroline y la besó. Mientras estaba en eso, los brazos de la mujer le
rodearon el cuello y lo apretó con fuerza. David sintió la necesidad de su compañera
—otra necesidad no sexual— y comprendió que ella no le facilitaría la despedida.
Un rato después, Caroline se separó de David, que estaba medio dormido.
Abandonó el lecho y se inclinó para besar la frente de su amante.
—Que descanses, David Trevelyan. Buenas noches.
David yació en un estado de semiconciencia varios minutos después que ella
saliera de la habitación. Estaba casi dormido cuando oyó una risa masculina frente a
su puerta, y como respuesta un grito regocijado, que se apagó casi inmediatamente.
Sonrió en la oscuridad: su amigo y Louise se dirigían al cuarto de Dick para
responder a los mandatos de Eros, como habría dicho Dick.
David comprendió que había decidido permanecer allí hasta el día del regreso a
Charleston, y al Promesa. El último pensamiento antes de dormirse definitivamente
fue que Dick Bird se sentiría complacido, sumamente complacido.
Los días siguientes fueron un intermedio pacífico.
—"Un interludio de amor," como dirían los franceses —observó Dick con su
sonrisa más sensual.
David se sentía un tanto inseguro de su propia actitud. Estaba descansando; los
caballos mejoraban a medida que pasaban los días, y las noches eran episodios de
amor con Caroline. Esto último era lo que lo turbaba. Percibía que ella estaba cada
vez más unida a él. Cada vez que abordaba el tema de la partida, ella hablaba
intencionadamente de otra cosa. Cuando llegase el momento, Caroline afrontaría una
situación muy difícil: David estaba decidido a continuar su viaje... nada podía
apartarlo de eso.
Durante el día, Caroline se atareaba administrando la plantación y preparando la
cosecha de algodón, un acontecimiento que debía iniciarse dos semanas después.
Pero aunque durante los días prolongados, cálidos y pere¬zosos ella se mostraba
muy activa, no permitía que David o Dick hiciesen nada más fatigoso que descansar
en el porche, bebiendo y combatiendo el calor con abanicos de pluma de pavo. El
único ejercicio que David realizaba todas las mañanas era la salida con los caballos.
Caroline incluso quiso que uno de los esclavos se ocupase de esa tarea, pero David se
mantuvo firme.
—Aprecio tu preocupación, pero soy el responsable de los caballos. A Trueno no
le agrada que lo monte un desconocido, y después de todo continuarán a mi cargo
cuando partamos.
—Ella lo miró inquieta.
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Se interrumpió cuando vio al jefe del puerto, un hombre de aspecto rudo a quien
había visto un momento mientras descargaban los caballos.
—Señor, quizá usted no nos recuerde.
El jefe del puerto sonrió.
—Sí, los recuerdo. No es probable que olvide a dos hombres que descargan un par
de caballos en mi muelle.
—El Promesa... el barco que nos trajo desde Inglaterra. ¿Dónde está?
—¿El Promesa? —El jefe del puerto escupió al agua. —Caramba, partió de aquí
hace cuatro días.
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Capítulo 14
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"Pele y su familia solían viajar entre las islas, y permanecían un tiempo en cada
uno de los grandes fuegos. Cierto día, salieron de sus impresionantes cámaras de
Haleakala y descendieron a la bahía de Hana, precisamente donde estamos ahora,
para bañarse, chapotear en el agua y divertirse sobre la arena. Esa vez adoptaron
formas humanas, de modo que tenían apetitos humanos".
"Mientras sus hermanos y sus hermanas se divertían, Pele, que se había disfrazado
de anciana, descansaba a la sombra de un árbol hala. Bien, la hermana favorita de
Pele se llamaba Hiiaka, y era más joven que ella. Había acompañado a Pele y
descansaba a la sombra de un árbol; sentada al lado de Pele la refrescaba con un
abanico de hojas de palmera".
"Pele estaba fatigada, y ordenó a Hiiaka que no permitiera que nadie la despertase,
sin importar las circunstancias, y por mucho que ella durmiese".
"Pero apenas hubo cerrado los ojos, oyó el rumor lejano de un tambor. El sonido
venía de lejos, pero era insistente, y despertó la curiosidad de Pele".
"La diosa abandonó el cuerpo adormecido y con su forma espiritual buscó el
origen del sonido. Lo persiguió de lugar en lugar, a través de las islas, hasta que al
fin encontró en la playa Kaena al hombre que tocaba el tambor".
"Planeó sin ser vista sobre la playa y vio que el sonido provenía de un pahu-hula,
o tambor, y que lo tocaba Lohiau, el joven y apuesto príncipe de Kauai, famoso por el
esplendor de sus fiestas, y por su atracción personal como bailarín y músico".
"En la playa había muchas personas divirtiéndose y Pele adoptó la forma de una
hermosa mujer y se presentó , ante la feliz multitud. Como era más hermosa que las
mujeres terrenales, inmediatamente atrajo la atención, y Lohiau se sintió tan
fascinado que dejó de tocar el tambor y se alejó de la multitud acompañando a la
diosa".
"Pele pensaba que el joven era hermoso y fuerte, y a su vez él no pudo negar nada
a la diosa, y sólo deseaba que fuese su mujer".
"Y así Pele y Lohiau se casaron. Durante varios meses vivieron en armonía y
felicidad, una felicidad mayor que la que cualquier mortal tuvo jamás".
"Pero llegó el momento en que Pele debía volver a Maui, y la diosa obligó a
Lohiau a jurar fidelidad, y regresó en alas del viento, hasta el cuerpo que aún yacía
durmiendo bajo el árbol hala".
"Lohiau la lloraba, y todos los días esperaba que ella regresara. Pero ella no volvió,
y desesperado Lohiau se debilitó y murió. Era muy amado por su pueblo, y los
habitantes envolvieron el cuerpo en muchos pliegues de kapa y lo mantuvieron en el
palacio real".
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ambas mujeres fuesen asesinadas inmediatamente, y decidió que haría lo mismo con
Lohiau".
"Hiiaka comprendió lo que había ocurrido, pues también ella era diosa, pero como
tenía menos poder que su hermana, no pudo evitar el destino de Lohiau. Con los
brazos rodeó al príncipe, a quien había llegado a amar con sentimiento puro, sin
ofender a su hermana, y lo besó y le reveló el destino que le esperaba".
"Pele, que presenció este gesto, se encolerizó aún más, y ordenó que un río de lava
líquida separase a Hiiaka de Lohiau; después, ordenó la instantánea destrucción del
príncipe por el fuego".
"Mientras las hermanas de Pele ascendían los muros del cráter para cumplir sus
órdenes, Lohiau entonó un canto a la diosa, explicándole su inocencia y pidiéndole
compasión; pero Pele, terriblemente ofendida, hizo oídos sordos a los ruegos del
joven".
"Compadecidas de Lohiau, las hermanas de Pele apenas lo rozaron, pero Pele lo
advirtió y les ordenó que consumieran el cuerpo de su amante".
"Gracias al poder que ejercía, y del que aún no estaba privada, Hiiaka consiguió
que el cuerpo de Lohiau fuese insensible al dolor, y por lo tanto el joven no padeció
cuando se convirtió en piedra por la acción de las hermanas de Pele".
Una niñita elevó los ojos que ya se llenaban de lágrimas.
— ¿Y el hermoso príncipe quedó así?
Akaki se inclinó hacia adelante.
—Ah, no, mi pequeña. ¿No os he dicho que Pele es una diosa imprevisible? Al
final, se enfrió su cólera, y comprendió que había actuado sin motivo. Devolvió la
vida a Lohiau, y bendijo la unión entre él y Hiiaka. Después, Hiiaka se reconcilió del
todo con su hermana, pero mientras Lohiau vivió, Hiiaka pasó gran parte de su
tiempo en Kuai...
Cuando Akaki concluyó el relato, vio que Liliha se había acercado en silencio y
estaba sentada entre los niños con una expresión absorta en el rostro. Akaki
preguntó:
—Liliha, ¿ahora está todo bien?
Liliha se sobresaltó, como si despertase de un sueño, y asintió. Akaki dio palmas.
—Venga, niños. Id a jugar.
Los niños se incorporaron y dispersaron, y algunos regresaron a la aldea y otros se
acercaron al agua. Liliha se puso de pie y se aproximó a su madre..
Teníalos ojos llenos de lágrimas.
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—Akaki, mientras escuchaba tu relato mi mente volvía a otra época, cuando yo era
pequeña y me encantaba oír tus historias. Me agradó escucharte otra vez.
—Me alegro de ello, hija mía —dijo solemnemente Akaki.
Liliha suspiró.
—La leyenda de Pele es muy apropiada en este momento. Estoy segura de que
necesitaremos su bendición.
— ¿Los hombres te escucharon?
—Me escucharon.
—¿Les infundiste valor para oponerse a Lopaka?
—Creo que sí. Pero temo por ellos, madre. Cuando terminé de hablarles, pensé en
la posibilidad de que muriesen a causa de mis palabras. Y ese pensamiento fue como
una nube negra sobre mi cabeza.
—Me alegro de que hayas regresado a tiempo. A mí no me hubieran escuchado. Es
cierto que quizá algunos mueran. Pero así son las cosas, hija mía. La carga del
gobierno es muy pesada. En otro tiempo, los reyes de las islas ordenaban a los
hombres que entrasen en batalla y muriesen, y a menudo lo hacían por razones
perversas. Tú pides a los hombres de Hana que combatan por una buena causa.
—Eso me digo, madre. —Liliha se había sentado al lado de Akaki en la arena. Se
estremeció.— Pero las dudas persisten... —Se interrumpió, y miró las olas iluminadas
por los rayos del sol. Después agregó con firmeza:
—Pero es cierto. Lopaka, el hombre-tiburón, debe ser derrotado.
—Sí, hija mía —dijo en voz baja Akaki. Después, para apartar del presente la
mente de Liliha agregó :
—No me has hablado mucho del tiempo que pasaste en la patria de tu padre.
Una expresión de dolor se dibujó en el rostro de Liliha.
—Me agobia recordarlo.
—Entonces, ¿fue muy malo?
Liliha dijo con expresión reflexiva:
—Sí, fue malo. Pero también hubo cosas buenas.
Con la mirada fija en el mar, Liliha comenzó a relatar sus aventuras en Inglaterra.
Al principio habló con frases entrecortadas y muchas pausas, pero después pareció
entusiasmarse y reveló a su madre todo lo ocurrido, incluso el episodio con David.
Abrigaba la esperanza de que, como Akaki también había amado a un inglés,
pudiera entender.
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Akaki dijo :
—Este David... ¿lo amaste mucho?
—Sí, madre.
—Y ahora, ¿todavía lo ansias?
—Yo... —Liliha vaciló.— No lo sé. Tengo el corazón muy herido, y hago lo posible
para evitar el recuerdo de David. Me duele mucho.
—Se parece a mi William. —Akaki tenía una expresión soñadora en el rostro.
Después, miró a Liliha con una actitud al mismo tiempo comprensiva y bondadosa.
Tomó la mano de su hija y la acarició.— Es mejor que supieses a tiempo que él no te
amaba bastante, hija mía. Con el correr del tiempo el dolor de tu corazón se calmará.
—Imagino que tienes razón —dijo Liliha con voz neutra. Continuó contemplando
las aguas de la bahía. Creía que ya había olvidado a David, pero al hablar de él con
Akaki había evocado toda la angustia que experimentara anteriormente. Permaneció
sentada largo rato cavilosa. Akaki respetó la reserva de su hija, y permaneció
silenciosa e inmóvil.
Finalmente, Liliha dijo con voz áspera:
—Bien, David es cosa del pasado, y debo olvidarlo. —Se puso de pie.— Voy a
nadar.
Se despojó del lienzo kapa y entró en el agua. Cuando el agua le llegó a la cintura,
se zambulló y nadó hacia el mar, más allá de la entrada de la bahía. Era la primera
oportunidad que se le ofrecía para nadar después de su regreso. Amaba
apasionadamente el mar, y como siempre, podía olvidar el resto, incluso la
permanente amenaza de Lopaka, cuando experimentaba el placer del agua.
Se internó en el mar y después nadó a lo largo do la costa durante un corto trecho
hasta el lugar donde podía descansar flotando de espaldas. Cuando una enorme ola
la llevó hacia la playa y arrojó su cuerpo sobre la arena, la joven rió alegremente.
Después, yació sobre la arena húmeda hasta que recuperó el aliento.
Oscurecía cuando al fin emprendió el regreso hacia la aldea. Mientras caminaba
por la playa, vio una figura que se acercaba. Durante un momento sintió temor,
después vio que era Kawika.
La cólera que Lopaka le inspiraba la dominó. Nunca antes había existido motivo
para sentir terror o miedo mientras uno caminaba por los alrededores de Maui.
Kawika se acercó con paso rápido.
—Liliha, estaba preocupado por ti. Akaki me dijo que habías ido a bañarte en el
mar, pero ya es tarde.
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—Lo siento, Kawika.—dijo ella, arrepentida—. Me agradó tanto el agua que olvidé
el paso del tiempo. —Tocó el rostro del joven con un gesto acariciador.— ¿Cómo han
ido las cosas esta tarde?
—Será difícil. —Los anchos hombros mostraban una expresión de desaliento. —
Ahora los hombres tienen firme voluntad de lucha, pero hace mucho tiempo qué no
han utilizado las armas; se muestran torpes, y yo tengo apenas más experiencia que
ellos. Quizá sea mejor que des el mando a otro hombre.
— ¿A quién? No hay otra persona. Por lo menos tú practicaste algo con los
guerreros de Lopaka. —Agregó con cierta amargura.— Estoy segura de que a él le
agrada entrenar a los hombres para matar. —Tomó del brazo a Kawika.— Ven, ya es
hora de cenar.
Se alejaron de la playa y caminaron entre las palmeras. Habían caminado apenas
unos metros cuando Kawika se detuvo y obligó a hacer lo mismo a Liliha.
—Liliha, desde que regresamos a Hana no hemos tenido tiempo de estar solos.
La sonrisa de Liliha fue luminosa.
—Lo siento, querido Kawika. He estado muy atareada.
Lo besó tiernamente, y el rostro de Kawika se iluminó.
—Temí que aquí, en nuestro pueblo, ya no tuviese tu favor.
—Calla. —Puso un dedo en los labios de Kawika. —Te dije que las cosas no serían
así.
Más audaz, él la abrazó. La pasión que ambos habían descubierto en la ladera de
Haleakala se encendió de nuevo. Esta vez no fue el apremio nacido del peligro, sino
un lento y cálido incremento del deseo, hasta que poco después cayeron sobre la
arena blanda, con los cuerpos desnudos y entregados a las mutuas caricias.
Liliha yació lánguidamente mientras Kawika le besaba la boca y los pechos, y sus
dedos y sus labios acariciaban gentilmente el cuerpo femenino, hasta que el cuerpo
de la joven latió impulsado por sensaciones que se elevaban hasta el frenesí del
deseo. Ella cerró las manos sobre los brazos de Kawika, exhortándolo a la posesión, y
con un grito él unió su cuerpo al de la amada.
El prolongado preludio había despertado del todo a Liliha, y el éxtasis se inició
casi inmediatamente. Durante algunos instantes los sonidos del placer que ella
experimentaba se difundieron en el bosquecillo y Kawika la abrazó con la fuerza de
su propia pasión, originada en su pecho y transmitida a Liliha. Así permanecieron un
instante, en la cumbre del goce. Después, la cabeza de Kawika yació en los pechos de
Liliha, y ella le acarició los cabellos húmedos, murmurando palabras dulces a su
oído.
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—¡No!—Liliha se sentó.— Prometí a mis hermanos que lucharía con ellos. ¿El
hombre-tiburón está atacando con todas sus fuerzas?
—No lo sé. Llegó la noticia de que querían entrar por el lado sur del muro.
Liliha se puso de pie.
—Entonces, Huko, llévame allí. ¡Deprisa, antes de que sea demasiado tarde!
—Kawika juró que me desterraría si no te protegía bien.
—Kawika no es tu jefe. Yo, Liliha, soy tu alii, te ordeno que me obedezcas.
Llévame al lugar donde los guerreros de Lopaka intentan asaltar el muro. ¡Ahora
mismo!
Huko obedeció. Con Huko y el segundo guardia, uno a cada lado de Liliha,
caminaron sin antorchas hasta el lugar del ataque. Mucho antes de llegar allí Liliha
oyó los gritos defensores. Tenían antorchas encendidas en el alto muro y se percibían
los ruidos del combate. No había luna, pero los defensores tenían antorchas
encendidas en el alto muro y su luz iluminaba claramente la zona. Incluso desde lejos
Liliha vio que la fuerza atacante no era muy numerosa, por lo que se tranquilizó.
Astuto como siempre, Lopaka había enviado una fuerza destinada a comprobar la
capacidad de respuesta de los aldeanos, así como su voluntad y su decisión. En cierto
modo, esa actitud de su enemigo sorprendió a Liliha. Ella había previsto que Lopaka
volcaría toda la fuerza de sus guerreros en el ataque con la esperanza de triunfar
gracias a la sorpresa y a la fuerza misma del número. Después recordó el día de la
muerte de Koa: ese día Lopaka había arriesgado todas sus fuerzas y perdido la
batalla...
En ese momento vio una lanza emplumada que volaba por el aire y venía
directamente hacia ella y Huko. Huko la vio en el mismo instante. Con un grito se
arrojó sobre ella, derribándola y cubriendo con el suyo el cuerpo de la reina. Liliha
miró hacia atrás. La lanza había pasado de largo, y se había enterrado en el suelo a
pocos metros de distancia.
Una voz que expresaba tremenda cólera dijo:
—Huko, ¿no te ordené que apañases un refugio a Liliha?
Huko se incorporó deprisa. Antes de que el pudiese responder, Liliha también se
puso de pie y dijo fríamente.
—Kawika, no reprendas a Huko. Yo le ordené que me trajese aquí y él obedeció,
como tenía que hacer.
Ante la cólera de Liliha, Kawika retrocedió, y trató de justificar su actitud.
—Pero ese lugar no es seguro. Si esa lanza hubiese encontrado el blanco, habrías
muerto.
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Liliha lo miró fijamente; cada vez más desalentada, porque tenía inteligencia
suficiente para saber que él estaba en lo cierto. No importaba cuál fuese la nueva
jerarquía de las mujeres en las islas, pero lo cierto era que estar a la cabeza de un
grupo de guerreros no correspondía a su posición.
—Tienes razón, Kawika. —Su voz trasuntaba profunda amargura.— Parece qué
no sólo nada tengo que hacer, sino que también estorbo.
—Eso no es cierto, Liliha. Sí, durante el combate estorbas. Pero tienes una función,
una función mucho más importante.
—¿Y cuál ¿s?
—Eres alii-nui. Como dijiste, eres nuestra inspiración. —Hizo una pausa, pero
como ella no formuló ningún comentario Kawika continuó diciendo.—Y por esa
razón debes huir a un refugio seguro, a Hawai, hasta que hayamos triunfado...
—¡No! —dijo firmemente Liliha.— Ya hablamos de eso, Kawika. Mi lugar está
aquí.
El meneó la cabeza. En el rostro había una expresión obstinada.
—Tienes que irte, Liliha. No pienso sólo en tu seguridad sino en nuestros
guerreros. Si estás aquí, habrá que utilizar hombres para protegerte. Si te vas de
Hana, y mientras los guerreros sepan que esperas segura en otro sitio, que esperas
ansiosamente nuestra victoria para regresar triunfante, lucharán mucho mejor.
Ella se limitó a mirar a Kawika. Si quería ser sincera tenía que reconocer que él
estaba en lo cierto.
Kawika continuó diciendo:
—No sólo tú sino también las mujeres y los niños deben huir. Sólo así podremos
consagrar todos nuestros pensamientos a combatir contra Lopaka.
Liliha meneó la cabeza.
—Pero, ¿por qué debemos ir a Hawai? Tenemos nuestro propio santuario.
Durante centenares de años nuestras mujeres y niños encontraron seguridad allí
mientras se libraban las batallas.
Kawika apretó los labios.
—Porque nuestro santuario quizá no esté a salvo de Lopaka. A pesar de las
antiguas prohibiciones, temo que ni siquiera allí puedas evitar su furia. El no respeta
las leyes del santuario, a pesar de que las aprovechó para salvarse. No, tienes que ir a
otra isla. —La miró intensamente.— ¿Estás de acuerdo, Liliha? Si te opones, tendrás
qué buscar otro jefe.
—Parece que tengo pocas alternativas —dijo Liliha con amargura—. Puesto que
me presentas un ultimátum.
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Capítulo 15
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—Tengo una sugerencia, amigo David. En la isla poca gente habla nuestra lengua.
Sé que Liliha habla inglés, y muy bien, pero mientras la buscas tropezarás con
muchos que no pueden hablar nuestro idioma. Por lo tanto, sugiero que contrates los
servicios de un intérprete antes de continuar el viaje.
David frunció el ceño, desconcertado.
Liliha estará allí. No veo la necesidad de un intérprete.
—Quizá no esté. O por lo menos no podamos encontrarla inmediatamente.
Perdóname, amigo mío, pero tú no has viajado a través de pueblos que hablan una
lengua desconocida, como yo ya he hecho.
David tuvo la suerte de encontrar en Laliaina un hombre que podía servir como
intérprete y como guía para dirigir al Promesa hasta la bahía de Hana. Peka era un
isleño pequeño y enjuto, que no sólo hablaba las lenguas de las islas, sino que
también conocía bastante el inglés. Además, era pariente lejano de Liliha.
Ante la expresión sorprendida de David, el rostro de mono de Peka se arrugó en
una mueca.
—No te sorprendas, inglés. Aquí en las islas muchas personas están emparentadas
unas con otras.
—¿Cómo está Liliha? —preguntó ansiosamente David—. Seguramente llegó bien
de Inglaterra...
Peka adoptó una expresión grave.
—Llegó, inglés. Fue a Hana en canoa con otro primo, Moke. Los tambores dicen
que la apresó ese demonio de Lopaka, y que Moke fue asesinado.
David sintió que palidecía.
—¿Apresada? ¿Quieres decir que la tienen cautiva?
—Se fugó y regresó a Hana, pero el pueblo de Hana está en guerra con Lopaka.
Hace muchas noches dicen los tambores que hubo un ataque contra la aldea de
Hana. Después, los tambores callaron. Peka no sabe si ahora Liliha está bien.
—Entonces, debo llegar cuanto antes a Hana. ¡Vamos, Peka!
David caminó deprisa con el pequeño isleño por las calles atestadas de Lahaina, y
se detuvo sólo para retirar de una caberna a Dick, que protestaba enérgicamente. Los
obligó a embarcar en la lancha de la nave y regresar al Promesa. Había pedido al
capitán Roundtree que mantuviese a bordo a sus marineros, con la esperanza de
partir para Hana tan pronto fuese posible. De modo que, en definitiva iniciaron el
viaje poco tiempo después.
David pasó carcomido por la impaciencia las horas que duró el viaje hasta la bahía
de Hana. Se censuraba de nuevo por las vacilaciones que había demostrado en
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Inglaterra. Si hubiese desafiado a su padre y aceptado por esposa a Liliha, ella aún
estaría en Inglaterra, sana y salva. Ahora, sólo Dios sabía en qué aprietos se
encontraba.
Incluso era posible que ese Lopaka hubiese asesinado a todos los habitantes de la
aldea. Recordaba muy bien lo que Liliha le había dicho de Lopaka, por ejemplo, que
él había sido parcialmente responsable de su secuestro y la muerte de Koa.
Evidentemente Lopaka era un hombre sin escrúpulos, capaz de todo.
Estaba sobre cubierta cuando anclaron frente a Hana. Al lado, Dick murmuró:
—Qué extraño. Ni un alma en la playa para recibirnos.
—¿Por qué te parece tan extraño?
—Siempre que me he acercado en barco a las aldeas de estas islas, los nativos se
reunían en las playas para recibirnos. Aquí ocurre algo, amigo mío.
Cada vez más aprensivo, David esperó impaciente mientras descendían la lancha.
El capitán Roundtree, que estaba cerca, dijo:
—Señor Trevelyan, si los nativos se muestran hostiles, como parece creer su
amigo, quizá sea mejor que envíe con usted un contingente armado.
—No. —David meneó la cabeza.— ¿Por qué querrían hacernos daflo? Y si Liliha
me ve llegar a la costa acompañado por hombres armados, se enojará. No, capitán,
sólo dos hombres para los remos, Peka y Dick... —Miró a su amigo.— Si lo deseas
puedes permanecer a bordo. Quizá haya peligro, de modo que tu actitud me
parecería perfectamente razonable.
Dick rió y esbozó un gesto despectivo.
—Nada de eso, amigo David. Hasta ahora el viaje ha sido tan aburrido que ansio
un poco de diversión.
Descendieron por la escala y en el bote remaron hasta la costa. David se sentía
menos confiado que lo que había demostrado ante el capitán Roundtree, pues si
Hana había sido capturada por Lopaka, era muy probable que encontraran fuerzas
hostiles. Finalmente, desechó la posibilidad en cuestión.
La playa permanecía desierta y silenciosa hasta que descendieron del bote. De
pronto, detrás de las palmeras apareció una línea irregular de nativos, que se
extendía hacia los dos extremos de la playa. Avanzaban en silencio; todos estaban
armados, con garrotes de guerra o lanzas emplumadas.
Uno de los marineros que estaba en los remos dijo con voz tensa:
—Señor, tal vez sea conveniente regresar al Promesa. Ese grupo tiene malas
intenciones.
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A pesar de las seguridades ofrecidas por Kawika, Liliha no recibió una cálida
acogida en la corte del rey Liholiho en Kailua. A causa de la destrucción de los kapus
reinaba el caos. Como la cosa había empezado ahí, su efecto era mucho más
inmediato que en otros sitios; en vista del escaso tiempo transcurrido aún no había
sido posible afirmar el nuevo orden impuesto por el rey Liholiho.
Además, la llegada de Liliha no fue vista con buenos ojos por Ka'ahumanu, la
favorita del fallecido rey Kamehameha. Por insistencia de la favorita se habían
anulado los antiguos kapus. La ambiciosa Ka'ahumanu, miró suspicaz a otra mujer
allí, temerosa de que Liliha pudiese tratar de usurpar parte del poder que ella ejercía
gracias a su influencia sobre Liholiho, que según decían todos era un gobernante
débil.
Para empeorar la situación, la corte de Liholiho desbordaba de alü y subjefes de
todas las islas, y todos pedían audiencia al moi para protestar contra el nuevo orden.
Las mujeres y los niños de Hana fueron bien recibidos en Kailua, pero no ocurrió lo
mismo con Liliha cuando se supo que ella era alii-nui de Hana. En definitiva, la
ignoraron totalmente. Liliha había abrigado la esperanza de que, cuando explicase
que Hana estaba amenazada por Lopaka, el rey enviaría guerreros en auxilio de la
aldea.
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Pero por mucho que se esforzaba, no obtenía audiencia con el rey. Sólo después
supo que todas las peticiones de audiencia pasaban por Ka'ahumanu, y que ella
autorizaba sólo las audiencias de las personas que gozaban de su simpatía.
Gracias a la obstinación y la tenacidad de Liliha finalmente le otorgaron un breve
encuentro con la propia Ka'ahumanu. La reina recibió a Liliha en su choza real. La
choza era grande y estaba muy adornada. La decoración incluía algunos lujos
propios del hombre blanco. La reina, que medía más de un metro ochenta y era muy
gruesa, estaba ataviada con las vestiduras reales y descansaba en un trono de madera
tallado a mano, un mueble tan grande que podía abarcar a su voluminosa ocupante.
La reina estaba comiendo cerdo —antes prohibido a las mujeres— con los dedos.
Miró con el ceño fruncido a Liliha y dijo con voz dura:
—Eres una joven descarada, pues insistes en ver al rey. Está ocupado con asuntos
importantes, y no puede dedicarte tiempo.
—Soy la alii de Hana —dijo serenamente Liliha—. Por lo tanto, tengo derecho a
una audiencia con el rey.
Ka'ahumanu emitió un rezongo despectivo.
— ¡Tienes derecho a nada! Todavía ni siquiera eres una mujer.
La cólera de Liliha se acentuó.
—Exijo verlo.
La mujer corpulenta se inclinó hacia adelante.
— ¡Muchacha, no me hables así! Por tu descaro podría desterrarte de la isla.
—No creo que comprendas. —Liliha trató de domina su cólera.— En Maui hay un
hombre llamado Lopaka que intenta apoderarse de Hana, y después de Maui entera,
apelando a la fuerza. Si no se le detiene allí, caerá sobre todas las islas como una
tormenta destructora. Amenaza el trono de Liholiho. Quiere convertirse en moi de
toda la cadena de islas.
—Ese Lopaka... no hemos oído hablar de él —dijo secamente Ka'ahumanu. —No
puede atemorizarnos.
—Pero lo hará. Lopaka es tan peligroso como el tiburon asesino del mar.
Ka'ahumanu hizo un gesto con la mano.
—Creo que esto es algo que inventaste en tus sueños de adolescente.
—¡Eso no es cierto! Incluso ahora nuestra aldea corre peligro. Está sitiada.
Necesitarnos ayuda. Si el rey enviase a sus guerreros antes de que fuese demasiado
tarde...
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de aclararse las ideas. Ahora sus ojos ardientes la miraron con fijeza y su voz resonó
en la pequeña choza.
—¡Liliha, tú eres la perversa! Tientas a los hombres con tu cuerpo y apelas a sus
instintos más bajos. —Su mirada recorrió el cuerpo de Liliha y ella tuvo que resistir el
ansia de encogerse, en un intento de evitar la mirada de aquellos ojos.— Te exhibes
casi desnuda ante los hombres.
Eres tan corrupta como Eva en el Paraíso. Induces al hombre a pecar contigo, y te
ríes de él cuando él sufre la condenación eterna. Tu contacto es semejante al de un
leproso, que contamina todo lo que toca. Exijo que ahora vengas conmigo, porque
quiero rezar por ti y salvar tu alma de la condenación eterna.
Avanzó un paso hacia ella. En ese momento una sombra apareció en la puerta, y la
voz de Akaki dijo:
—¿Qué ocurre aquí? —Akaki entró en la choza. —Liliha, ¿qué hace aquí este
hombre?
Jaggar se volvió bruscamente. Cuando vio a Akaki pareció encogerse. Emitió una
sorda exclamación y salió disparado de la tienda; en su prisa casi derribó a Akaki.
Akaki lo miró desconcertada antes de volverse hacia Liliha.
—¿Ese es un sacerdote blanco, verdad? Oí decir que estaba con Lopaka. ¿Qué...?—
Su rostro expresaba preocupación mientras se acercaba a Liliha.— ¿Te atacó?
—No. Estoy bien. —Liliha se estremeció y abrazó a su madre.— Pero es un
hombre muy perverso.
Jaggar encontró a Asa Rudd esperándolo en la playa, a cierta distancia de la aldea.
Cuando llegó al lugar donde estaba Rudd, el misionero había recobrado parte del
dominio de sí mismo.
Rudd avanzó al encuentro de Jaggar con una expresión de ansiedad en el rostro.
—Reverendo, ¿liquidó a la perra?
Jaggar hizo una pausa antes de contestar. En otra ocasión, el atuendo de misionero
de Rudd lo habría divertido. No importaba lo que usara, Rudd parecía siempre lo
que era, un hijo del Demonio. Era un chacal enviado desde las profundidades del
infierno para devorar a sus semejantes, del mismo modo que Liliha era una tentadora
enviada por Satán para inducir a los hombres a cometer los pecados de la carne, y
por lo tanto, para llevarlos a sufrir la condenación eterna. Pero Liliha no triunfaría
frente a Jaggar. ¡Por Dios, que no lo lograría!
Jaggar cerró los puños y hundió las uñas en las palmas de las manos. El dolor lo
calmó; ayudaba a rechazar el recuerdo del episodio, del modo en que casi había sido
tentado a perder la gracia.
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Cuando al fin comprendió que sus intentos para que el rey Liholiho le concediera
audiencia eran inútiles, Liliha se sintió muy deprimida. Era lamentable, pero tenía
que aceptarlo: los isleños que vivían lejos de Hana poco se preocupaban por lo que
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Capítulo 16
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"A la mañana siguiente muy temprano, los cazadores regresaron trayendo consigo
gran número de aves; juraron que todas habían sido cazadas en las montañas".
"El perverso rey señaló las aves y dijo al sumo sacerdote: "Todas estas aves fueron
atrapadas en las montañas. Por lo tanto, te condeno a morir como falso profeta, como
hombre que se separó de los dioses y como engañador del pueblo."
"El sacerdote se apoderó de una de las aves y declaró serenamente: 'Estas aves no
provienen de las montañas. Aún tienen el olor del mar".
"Pero los cazadores afirmaron enérgicamente que las aves habían sido atrapadas
en las regiones altas, y Hua declaró que la palabra de esos hombres demostraba que
el sacerdote mentía".
"Sabiendo que estaba condenado y que los cazadores habían recibido del rey la
orden de mentir, Luahoomoe decidió demostrar al pueblo de Hana que él no era un
falso profeta. Pidió permiso para abrir tres de las aves. De mala gana, el rey lo
autorizó".
"El sumo sacerdote abrió los buches de las tres aves y todos estaban repletos de
peces pequeños y trozos de algas marinas. De modo que el sacerdote exclamó:" ¡Estos
son mis testigos!' y mostró los buches abiertos a todos los presentes".
"Encolerizado, Hua se apoderó de una lanza, y la hundió salvajemente en el
corazón de Luahoomoe, matándolo en el sitio mismo. Un grito brotó de los que
presenciaron el crimen, pues la violencia contra un sumo sacerdote era inconcebible.
Pero el rey Hua no se inmutó. Serenamente le entregó a un servidor el arma
sangrienta, y se alejó caminando. Mandó llamar a Luuana, y le ordenó que quemase
la casa del sumo sacerdote muerto y que ejecutase a todos los miembros de la familia
de Luahoomoe".
"Orgulloso del honor que representaba su condición de sumo sacerdote de Hana,
Luuana cumplió las órdenes del rey, y después se dirigió al helau con el cuerpo de
Luahoomoe. Cuando se aproximó a la entrada, el alto pea, la cruz de madera que
indica la santidad del heiau, cayó al suelo. En el interior del recinto la tierra comenzó
a temblar, brotaron gemidos de las imágenes talladas de los dioses, y el altar cayó al
suelo, y formó una abertura de la cual brotaron fuego y humo. Luuana y sus
servidores dejaron caer el cuerpo del sumó sacerdote y huyeron temblando de
miedo".
"El informe de Luuana acerca de lo que había ocurrido suscitó escaso temor en
Hana; hubo hechos incluso más temibles. La tierra temblaba leve pero
constantemente; del sur venía un viento cálido y sofocante; se oían extraños sonidos
en el aire; el cielo mostraba el color de la sangre; e incluso gotas de sangre caían de
las nubes. Lo que era peor, de todos los rincones de Hana llegaban informes de que
los arroyos y las fuentes estaban secándose".
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—¿Rudd? ¿Asa Rudd? ¿Cómo es posible? ¡Ese villano trató de matar a Liliha en
Inglaterra! ¡No es posible que esté aquí!
—David Trevelyan, él regresó a Maui —dijo Akaki—. Cuando volvió de
Inglaterra, Liliha fue apresada por los hombres de Lopaka incluso antes de llegar a
Hana. Cuando se fugó, me dijo que los dos hombres blancos estaban con Lopaka.
—Liliha me habló del misionero, el hombre llamado Jaggar. —David frunció el
ceño, en actitud reflexiva. —Si esa pareja está con Lopaka, ¿es posible que hayan
apresado a Liliha para llevarla donde está él?
—Tampoco puedo contestar a esa pregunta, —Akaki estaba muy deprimida.— La
intención de Lopaka era matarla. Si le entregaron a mi hija, podemos darla por
muerta.
—¡No! —dijo enérgicamente David—. Me niego a creerlo.—Si eso fuera cierto, yo
lo sabría. —Como Dick y Akaki lo miraron asombrados, David dijo en actitud
defensiva:—Sé que eso puede parecer extraño; pero créanme, lo sabría. De un modo
o de otro sabría a qué atenerme. ¡Estoy seguro de que Liliha todavía está viva!
Akaki dijo en voz baja:
—Le creo, David Trevelyan.
Aquí intervino Peka:
—Inglés, puedo saber si Liliha regresó a Maui.
Akaki dijo secamente:
—Peka, los guerreros de Hana no deben saber que ella ha desaparecido.
Debilitaría su voluntad de luchar contra Lopaka si supieran que su alii-nui ha sido
secuestrada o corre peligro. No debemos permitir eso.
—Akaki, lo descubriremos sin necesidad de llegar a eso. —Sonrió.— Peka
encontrará el modo de saberlo. Y ahora me marcho.
Después de saludar con un gesto de la cabeza, Peka se volvió y comenzó a alejarse
por la playa.
—Akaki, la noticia de que ahora Liliha es la reina de Hana me sorprendió —dijo
David—. ¿Qué pasó?
—Venga, David, venga a nuestra choza —dijo Akaki—. Comeremos y beberemos,
y yo le explicaré lo que usted desea saber.
En la choza, los hombres satisficieron su apetito y su sed, mientras Akaki relataba
por qué Liliha era alii-nui de Hana.
Finalmente, David dijo:
—Y Kawika... me dijo que Liliha sería su esposa.
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—Es la promesa que ella formuló —dijo Akaki. Al ver la expresión dolorida del
joven agregó—. David, mi hija me dijo que usted la ofendió mucho, y que destruyó el
amor que ella le tenía. No esperaba volver a verlo. Liliha es ahora nuestra alii-nui, y
no está bien que gobierne Hana sin tener marido.
David asintió.
—No niego que provoqué el sufrimiento de su hija. Fui un tonto. Pero abrigaba la
esperanza de enmendar mi conducta. Por eso realicé el largo viaje hasta aquí.
Su rostro adquirió una expresión de riego:
—Akaki ¿cree que ella se mostrará dispuesta a perdonar?
Akaki sintió que simpatizaba con David. Le agraciaba ese inglés; le recordaba
mucho a William. Ansiaba abrazarlo y consolarlo, pero no manifestó sus
sentimientos y se limitó a decir:
—David, no sé qué ocurre en el corazón de mi hija, y no puedo hablar por ella.
David suspiró.
—Bien, debo encontrarla primero. Entiendo que ésta es una isla muy grande. Dick,
descargaremos los caballos y descansaremos mientras esperamos noticias de Peka.
Quizá Liliha esté escondida en algún lugar de esta isla.
Dick comenzó a menear la cabeza para expresar su escepticismo, pero cambió de
idea.
—Lo que tú desees, amigo mío —dijo.
Durante los pocos días que siguieron, David y su amigo recorrieron a caballo la
isla de Hawai. David consideró fascinante el lugar, y comprendió que lo que
observaba le habría interesado más si no se hubiese sentido tan preocupado por
Liliha. Los caballos no provocaron tantos comentarios como él había esperado.
Akaki explicó la causa de esa actitud.
—En esta isla ya han visto caballos. Y no sólo los caballos sino también esos
extraños animales del blanco, los vacunos. Creo que los llaman... Bien, el pueblo de
Hawai los ha visto en distintas ocasiones. No ha ocurrido lo mismo en las restantes
islas. Estoy segura de que en Maui estas extrañas bestias provocarían muchos
comentarios.
Dick dijo asombrado:
—¿Hay ganado vacuno en esta isla? ¡Me parece increíble!
Akaki sonrió ante la reacción del joven.
—Un hombre que vino en un barco, llamado Vancouver, lo trajo como regalo para
el rey Kamehameha... eso fue hace muchos años. El pueblo los miraba con
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palacio ahora hay mucha agitación a causa de los jefes de las islas que a cada
momento piden ser recibidos por el rey.
Dos días después Akaki dijo a David que se había concertado una audiencia para
ellos. Ataviados con sus mejores prendas, los dos jóvenes se acercaron a la residencia
real.
Dick incluso llevaba el bastón que solía usar en sus representaciones. Se echó a
reír.
—Parecemos un par de elegantes que recorren los mejores clubes de Londres, y
ciertamente estamos fuera de lugar aquí. —Movió el bastón. —David, ¿crees que
podría divertir a Su Majestad con una canción atrevida?
—Dick, este no es momento para bromas. Trata de que tu conducta no origine
reproches.
David vio asombrado una serie de cañones distribuidos alrededor de la gran casa
del rey Liholiho. La residencia no tenía ventanas, y la puerta medía apenas un metro
de altura. Después de informarse de la identidad de los visitantes, el guardia que
defendía la entrada dio un paso a un lado y los invitó a pasar.
Se inclinaron y entraron en la amplia sala. David con dificultad aceptó el
testimonio de sus propios ojos. Sobre una estrella estaba sentado un hombre que
según supieron después era el rey: un joven de piel oscura y ensortijados cabellos
negros, labios gruesos y nariz ancha. Como Akaki lo había preparado, David no se
asombró al ver a las mujeres que rodeaban al joven, sus cinco esposas. Sus ropas eran
todavía más asombrosas.
Hasta allí, todos los varones hawaianos a quienes David había visto usaban la
sencilla prenda que ellos llamaban kapa. No era el caso del joven rey. Tenía en la
cabeza un tricornio británico, y bajo la capa real vestía un uniforme rojo y oro. David
comprendió lo que había querido decir Akaki con su observación acerca de la
simpatía del rey Liholiho por los blancos. El rey y sus esposas comían poi, cerdo
asado y patatas dulces.
David se sintió aliviado cuando supo que el rey hablaba bastante inglés, de modo
que eran innecesarios los servicios de un intérprete. Después que los ingleses se
presentaron, el rey los invitó a sentarse y dijo:
—¿Desean comer con nosotros?
David rechazó amablemente; y dijo que habían comido poco antes. Los labios
gruesos del rey esbozaron un mohín caprichoso y en adelante los ignoró y se
consagró a la comida; David temió que su rechazo pudiera haberlo ofendido. Pero
poco después Liholiho pidió que un criado trajese una calabaza de agua. Se lavó las
manos y se las secó utilizando varias hojas. Después, consagró toda su atención a los
visitantes y adoptó una actitud cordial. Con voz profunda y agradable preguntó:
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Sobre las chozas se levantaba una elevada estructura de estacas. De acuerdo con
Akaki, esa era la torre del oráculo, donde se depositaban las ofrendas de alimento
para los dioses. Akaki dijo en voz baja:
—Cuando el kahuna desea comulgar con los dioses, sube a la torre del oráculo.
Después de que entraron en el recinto los recibió un servidor del templo, que
habló severamente a Akaki. Ella replicó en la lengua nativa, animadamente y durante
un buen rato. Finalmente, el ayudante entró en una de las chozas.
David dijo:
—¿De qué han hablado?
—Pedí una consulta con el kaula, el profeta.
Impulsado por la curiosidad, Dick preguntó:
—¿No hemos venido para ver al kahuna, el sumo sacerdote?
—Hay muchos kahunas con muchos títulos diferentes —replicó Akaki—. El sumo
sacerdote está por encima de todos, y él sirve únicamente al rey, cuando el monarca
viene a consultarlo.
El servidor regresó, y les indicó que entraran al templo. Los detuvo frente a un
pequeño recinto de mimbre, y les indicó que esperasen. Los muros externos estaban
adornados con amuletos e imágenes sagradas. Las grandes imágenes talladas tenían
expresiones fieras y severas; suscitaron un sentimiento de aprensión, incluso en
David, que ciertamente no compartía las creencias nativas.
Akaki dijo:
—Este es el anu, el templo interior del profeta. No podemos entrar.
Un hombre alto, ataviado con vestiduras sacerdotales salió del recinto de mimbre
y habló a Akaki. Conversaron largamente, y David comprendió que Akaki estaba
rogando al sacerdote. Finalmente, el profeta los invitó a sentarse, y los tres se
acomodaron en el suelo. El kahuna alzó los brazos y comenzó a cantar.
Akaki murmuró:
—Es un canto dirigido a Kane, el primero de nuestros dioses, el creador de nuestra
tierra y nuestro pueblo. La plegaria es un canto a la creación y un ruego a Kane,
solicitándole que dispense su divina orientación.
Akaki tradujo una parte del canto:
Kane, el de la gran Noche
Ku y Lono de la gran Noche,
Hika-po-loa, el rey
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mostrases tanta temeridad que desembarcases en la isla. No, David. —Dick apoyó la
mano en el hombro de su amigo.— Debes aceptar el hecho lamentable de que has
perdido definitivamente a Liliha.
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una mujer. No podía ayudar a los dos náufragos, y la mujer sería arrastrada
nuevamente al mar antes de que Liliha rescatase al hombre y acudiese nuevamente
para auxiliarla.
De pronto, Liliha vio al lado la figura de un hombre que se arrodillaba.
—Vamos, la ayudaré —dijo mientras se inclinaba y aferraba de la muñeca a la
mujer.
Sorprendida y agradecida al mismo tiempo, Liliha concentró sus esfuerzos en la
tarea de llevar a lugar seguro al hombre. Poco después, el hombre y la mujer yacían a
salvo en la arena. Ambos eran hawaianos, y Liliha vio con una repugnancia que
intentó disimular que mientras el hombre no mostraba los efectos de la lepra, la
mujer estaba gravemente dañada por la enfermedad.
El hombre que había acudido a ayudar a Liliha se había arrodillado y atendía a la
mujer agotada, y ahora Liliha pudo examinarlo con más calma. ¡Era un blanco, no un
isleño! De pronto cobró conciencia de que él había hablado en inglés; pero ella había
estado tan absorta en la tarea de salvar a los náufragos que no había prestado
atención al hecho.
Era un hombre de elevada estatura, con un mechón de desordenados cabellos
grises que le caían sobre los hombros y una barba descuidada. Vestía sólo un par de
pantalones cortados a la rodilla. Tenía la piel bronceada por el sol; pero parecía que
la terrible enfermedad no lo había afectado, aunque estaba tan delgado que se le
veían claramente las costillas.
Liliha se preguntaba qué hacía allí un blanco, y además, un hombre que no era
leproso; cuando se incorporó con un suspiro se volvió hacia ella con una sonrisa
melancólica. Tenía muy hundidos los ojos grises.
—Creo que reaccionarán... aunque no sé si la palabra puede aplicarse a las pobres
almas arrojadas a este agujero infernal... Disculpe, señora. ¿Habla inglés?
Ella asintió en silencio.
El hombre volvió a suspirar:
—Me alegro de ello. Todavía no domino bien la lengua de las islas. —Inclinó la
cabeza.— Señora, soy Caleb Thornas, antes de la costa de China, y aún antes de
Nueva Inglaterra, en América del Norte.
—Yo soy Liliha. Antes de... —Por primera vez desde el día de su llegada quiso
hacer una broma.— Londres, Inglaterra, y aún antes de Hana Maui.
Las cejas espesas se arquearon, y los ojos grises mostraron cierta diversión
sardónica.
—Entonces, usted es una joven viajera. Me agradaría saber cómo esa ruta tan
complicada la trajo a este lugar trágico. Pero ante todo —volvió los ojos hacia la
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en China cuando la pobre Mary se contagió. Por eso vinimos aquí. Pero usted,
Liliha... —Sin acortar el paso la miró.— A juzgar por lo que veo, no está enferma.
—No, no estoy aquí por esa razón. —Suspiró. —Es una larga historia y la relataré
en otra ocasión. Llegué hace apenas cinco días, y he estado muy atareada tratando de
mantenerme viva. ¿Hay mucha gente aquí? Todavía he visto muy poco la península.
—Más o menos un centenar de personas, y probablemente las dos terceras partes
son enfermos. El resto es como yo... está sano, pero permanece en este lugar para
atender a sus seres queridos. En su idioma los llaman ko-kuas... no leprosos.
—Es una actitud admirable, y seguramente exige mucho valor... arriesgarse a
contraer una enfermedad tan terrible por acompañar al ser amado.
—Yo pensé que no había muchas alternativas. Mary es para mí la vida entera —
dijo sencillamente el hombre—. Además, si yo no estuviera, ¿quién aliviaria sus
sufrimientos?
Liliha recordó a todos los blancos a quienes había conocido durante el último año:
Maurice Etheredge y Asa Rudd en Inglaterra, y Asa Rudd e Isaac Jaggar en las islas...
Todos hombres sin conciencia. ¡Qué distintos eran de CalebThomas!
¿Y qué podía decirse de David Trevelyan? El recuerdo provocó en ella una
punzada de dolor.
No debía pensar nuevamente en él. Tanto David como Kawika no estaban a su
alcance; no sólo estaba condenada a permanecer allí, sino que su propio cuerpo se
hallaba contaminado. ¡Con cuánta eficacia había razonado el cerebro perverso de
Jaggar! El destino al que la había condenado la convertía en una proscrita para su
propio pueblo.
Caleb hablaba nuevamente. Liliha dijo:
—Discúlpeme. ¿Qué decía, Caleb?
—Estaba pensando en la ironía de la situación —dijo Caleb—. Cuando era niño
deseaba convertirme en médico. Mi pobre madre estaba muy enferma, y no podía
abandonar el lecho; finalmente, después de muchos años murió. En mis fantasías
infantiles yo soñaba que era un gran médico y descubría una cura milagrosa que le
devolvía la salud. Pero eso nunca se convirtió en realidad. Ahora afronto la misma
situación con Mary, pero ya es demasiado tarde...
Se interrumpió cuando vieron aparecer a varios hombres que llevaban un cadáver
por el lateral de la colina que estaban atravesando.
Liliha preguntó:
—Qué están haciendo?
Caleb suspiró.
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nativas. Mi carácter yanqui me induce a desear algo más sólido alrededor, y como
estoy condenado a pasar aquí el resto de mi vida, incluso después del fallecimiento
de Mary, decidí tener una casa tan cómoda como fuera posible.
Una tosca baranda corría a lo largo del frente de la casa, y con la mujer enferma en
los brazos, Caleb ascendió los pocos peldaños de la escalera de acceso. Liliha lo
siguió al interior, fresco y luminoso, y vio un conjunto de muebles, sin duda, hechos
a mano. Era una habitación amplia, de aspecto cómodo. A cada lado había ventanas
largas y angostas, con persianas de madera que estaban abiertas y que dejaban pasar
la fresca brisa.
Al fondo de la habitación había un camastro, y detrás un estante de libros. Caleb
se acercó al camastro para dejar a la mujer. Ahora la enferma había recobrado del
todo la conciencia, y gemía, Caleb se volvió hacia uno de los estantes y retiró un
frasco de la colección de recipientes y botellas que allí había.
—Es uno de mis preparados —dijo—. Contribuye a aliviar el dolor.
Vertió en una taza un poco del líquido, y lo dio a beber a la mujer. Cuando miró
alrededor, Liliha vio que el hombre, completamente agotado, se había derrumbado
con la espalda apoyada contra la pared y dormía.
Mientras Caleb atendía a la mujer, Liliha examinó los títulos de los libros de los
estantes. Todos eran libros médicos de diferentes clases. Liliha retiró el más grande y
lo hojeó. Era una enciclopedia médica.
Caleb dijo:
—Cuando supe cuál era la enfermedad de Mary y comprendí que nos traerían
aquí; compré todos los libros que pude hallar acerca de esta maldita dolencia. Los
envolví en seda encerada y logré que llegasen flotando lo mismo que los escasos
artículos que nos permitieron traer. Me asombró, mejor dicho me desconcertó, qué
poco se ha escrito acerca de esto. Parece que están aterrorizados no sólo los enfermos
de lepra, sino también los médicos... Tan aterrorizados que no se atreven a tratar el
tema.
Se enderezó.
—Bien, esto calmará un poco los sufrimientos de la pobre mujer. Enfrente hay una
choza vacía. Apenas la mujer haya descansado un poco, los instalaré allí. Debo
confesar que incluso yo —emitió una risa breve y dura— me resisto un poco a tener
demasiado cerca a los enfermos. Por otra parte, se sentirán más cómodos en su
propia choza.
—Y yo —preguntó Liliha—, ¿dónde viviré?
—Puede permanecer aquí. No está enferma, y ojalá continúe así. Puede ocupar mi
cuarto. —Indicó una puerta cerrada detrás del camastro.— Y yo ocuparé el camastro.
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Por otra parte, casi siempre duermo aquí... de ese modo puedo oír a Mary si me
llama. Ella tiene su propio cuarto, detrás de esa puerta.
Indicó otra puerta cerrada al fondo de la habitación.
Liliha quiso protestar, y decir que era una molestia injustificada que imponía a
Caleb, pero al final no dijo nada. Estaba cansada y deprimida, y dudaba que pudiera
sobrevivir mucho tiempo en esa isla si no tenía compañía. Se limitó a responder:
—Acepto su ofrecimiento, Caleb.
—Esta mañana obtuve una buena pesca —dijo él—, y enseguida prepararé la
comida.
—Dice que su esposa ocupa esa habitación. ¿Tal vez yo podría hacer algo por ella?
Con mucho gusto le prestaré los servicios que me solicite.
—No, no, eso no es posible —dijo Caleb con expresión alarmada—. Lo siento,
Liliha, no quise mostrarme duro, y de verdad aprecio su bondad. Pero Mary no
quiere que nadie, salvo yo, la vea en el estado en que está ahora. Se encuentra en las
últimas etapas de la enfermedad, y se ha aislado del mundo. Dice —el rostro de
Caleb adoptó una expresión melancólica— que sólo yo sé cómo era antes, y por lo
tanto, soy la única persona que todavía puede vería. Y yo debo respetar sus deseos.
—¡Cuánto lo lamento! —dijo involuntariamente Liliha—. Pero comprendo su
actitud, y también me atendré a sus deseos.
Caleb recogió a la enferma y la retiró de la casa. El marido se puso de pie y los
siguió.
Liliha miró hacia afuera y vio un fuego detrás de la casa. Había trapos y una toalla
colgada de un soporte fijado a la puerta del fondo. Llevó al interior de la casa una
palangana de agua caliente y comenzó a lavarse. Estaba secándose los pechos
desnudos cuando Caleb regresó.
El evitó mirarla y habló con cierta timidez.
—Por favor, créame, Liliha, si le digo que no experimento deseos carnales en
relación con usted. Pero aunque no estoy en la flor de la juventud soy hombre, y me
facilitaría las cosas que usted se cubriese. Puedo ignorar a las restantes isleñas, pero
si usted vive en la misma casa... —Su sonrisa era forzada.— Perdone que se lo pida,
Liliha, pero lamentablemente hace mucho que estoy acostumbrado a ver el cuerpo de
una mujer vestida, excepto en el dormitorio.
—Está bien, Caleb. Entiendo.
—Me parece que usted y Mary tienen aproximadamente las mismas medidas. Le
traeré uno de sus viejos vestidos... Oh, no necesita temer el contagio. Hace mucho
que ella no los usa, y además todos fueron lavados con agua hirviendo.
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—Nunca volverán a recibirme bien —dijo Liliha con voz fatigada—. Sobre todo
después que sepan que he estado aquí. La enfermedad los aterroriza.
—Pero tal vez no lleguen a saberlo.
—Aunque no lo sepan no me arriesgaría a contagiarlos después de haber vivido
un tiempo en contacto con los enfermos. Representaría un grave peligro para mi
pueblo.
Caleb meneó apenas la cabeza:
—Liliha, hay muchos mitos en relación con la lepra. Dicen que es muy contagiosa,
pero míreme —señaló su propio cuerpo—, ha pasado mucho tiempo, y no he
enfermado, lo mismo ocurre con muchos habitantes de la península. Pero ahora no
hablemos más de esto. Debo llevar la comida a Mary.
Sirvió un plato, y desapareció en el interior de la casa. Liliha oyó el murmullo de
las voces. Como no deseaba escuchar la conversación de los esposos fue a su cuarto.
La cama la atraía, después de varios días de dormir al raso. Se desvistió, se acostó, y
pronto concilio el sueño.
Durante los días siguientes, el terror de Liliha a la lepra se debilitó cada vez más.
Se relacionó con muchos enfermos, y ayudó a Caleb a asistirlos. La mayoría eran
amables, y agradecían a Caleb la atención que él les dispensaba. Liliha observó que
en efecto los toscos remedios contribuían a aliviar el sufrimiento. En general, Caleb
acudia solamente a los que vivían en el pequeño número de chozas levantadas
alrededor de su casa, pero de vez, en cuando iba algún hombre de otro lugar de la
península y le solicitaba ayuda. Caleb jamás se negaba. Recogía sus frasquitos y
acompañaba a todos los que le pedían ayuda.
Liliha se ofreció acompañarlo, pero Caleb rehusó.
—Liliha, sería peligroso. Como le dije, algunos habitantes de la península se han
convertido en bandidos. Usted es una mujer hermosa, y alguno de estos individuos
depravados podría atacarla. Estará a salvó en la aldea. No se atreverán a venir aquí.
Durante las largas tardes, cuando no había nada que hacer, Liliha solía sentarse
cerca de las rocas, frente al mar, y contemplaba las olas, y volvía soñadora los ojos en
dirección a su amada Maui. ¿Cómo estaba el pueblo de Hana? ¿Kawika habría
podido rechazar los ataques de Lopaka? ¿O habría sido asesinado y la aldea de Hana
estaba ahora dominada por el enemigo? La idea de que se hallaba confinada allí,
impotente, sin saber lo que ocurría, era profundamente ingrata.
Por mucho que lo deseara, Liliha ni siquiera podía nadar. La marejada era
demasiado violenta, y las olas rompían en las rocas que parecían dientes afilados.
Caleb le informó que en toda la costa de la península no había una sola zona de agua
serena donde se pudiese nadar.
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—¡Ya lo veo! ¡Dios mío! —De un salto Caleb pasó a la estrecha franja de arena, en
el mismo instante en que el mar turbulento arrojaba a la tierra una figura inerte.
Antes de que el mar pudiese recuperar su presa, Caleb la había agarrado por los
brazos y la arrastraba a lugar seguro. Todo lo que Liliha pudo ver era un blanco,
vestido únicamente con pantalones, porque Caleb trataba de retirar al hombre de la
playa, y con su propio cuerpo le impedía ver bien. Ahora, cuando Caleb se volvió y
dejó el hombre en el suelo, Liliha alcanzó a verle el rostro y experimentó una
impresión que le provocó un temblor en todo el cuerpo.
Caleb había extendido el cuerpo del hombre, y con sus manos poderosas intentaba
obligarlo a soltar el agua que tenía en los pulmones. El hombre tosió y escupió, y su
cuerpo se retorció.
—Ah, así esta bien —dijo Caleb—, ahora, veremos si puede sentarse. Ayudó al
hombre a incorporarse, y Liliha exclamó:
—¡David!
Caleb la miró.
—¿Conoce a este hombre?
Incapaz de contestar Liliha se arrodilló en el suelo.
—¿David? ¡Eres tú!
David abrió los ojos, trató de sonreír, y dijo con voz apagada.
—¿Liliha? ¡Dios mío! Después de tanto tiempo... al fin te encuentro.
Se estremeció súbitamente y cerró los ojos. Comenzó caer, pero Caleb lo sostuvo
antes de que se desplomara. Caleb dijo:
—Tenemos que llevarlo a la casa y atenderlo.
Ayudó a David a incorporarse, y lo sostuvo todo el trayecto hasta la casa. Liliha lo
siguió, todavía aturdida, tratando de asimilar el hecho de que David estaba allí.
Sentía que se le henchía el corazón porque veía que él la había seguido de un
extremo al otro del mundo. Pero después se deprimió profundamente, y recordó
dónde estaba y todo lo que había ocurrido. No había motivo para alegrarse. Hacía
mucho que había decidido cortar todos los vínculos con David Trevelyan, y ahora él
había venido voluntariamente a ese lugar tan terrible, el lugar de donde nadie
regresaba.
¿Acaso no sabía lo que era Kalaupaka? ¡Tenía que estar loco para haber llegado
allí!
Como no deseaba ver a David cuando él comprendiese en qué aprieto se había
metido, Liliha pensó alejarse de la aldea, y esconderse en algún rincón de la
península. Tuvo que obligarse a entrar con ellos en la casa. Se sentó al lado de la
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ventana, con los ojos fijos en el mar, profundamente deprimida, mientras Caleb
tendía a David en el camastro y lo atendía.
Finalmente, Caleb se acercó.
—Vivirá —dijo con voz ronca—. Pero ha tenido mucha suerte. La mayoría no
sobrevive a la marejada. —La miró con curiosidad.— Como es evidente que afrontó
tantos peligros para verla, seguramente la ama, Liliha.
Antes de que ella pudiese contestar, David llamó con voz débil desde el camastro.
—¿Liliha?
Como aún se resistía a hacerle frente, Liliha avanzó unos pasos y se detuvo a cierta
distancia del joven.
Ahora el color había retornado al rostro de David. Se sentó y buscó el rostro de
Liliha.
—¡Al fin! Un día te contaré todo lo que he pasado para encontrarte.
Ella retiró la mano.
—David, ¿no sabes dónde estás?
—Me dijeron que es el lugar donde están confinados los leprosos.
—¡Sí! Todos los que vienen aquí están condenados a pasar en este territorio el
resto de sus días.
—Si así están las cosas, sea. —David trató de sonreír.—Por lo menos estaremos
juntos.
Ella contuvo las lágrimas.
—¡Oh! ¡Eres un tonto, David Trevelyan!
—Liliha, descubrí demasiado tarde que mi vida nada significa sin ti. Te amo con
todo mi corazón. Sé que te ofendí, y por eso te pido perdón.
—No es el momento del perdón. —Meneó la cabeza.— Esto no es Inglaterra. Es un
lugar para los enfermos, los seres a los cuales espera una muerte terrible.
Sin conmoverse él la miró atentamente.
—Liliha, no veo en ti los efectos de la enfermedad.
Ella replicó secamente:
—Quizá es demasiado temprano.
—Y tu amigo... se llama Caleb. ¿Verdad? Tampoco está enfermo.
—¡Oh! ¿Por qué intento hablar contigo?
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Comenzaban a brotar lágrimas de sus ojos, y ella se volvió para ocultarlas. Salió de
la casa, sin hacer caso de David, también ignoró la advertencia de Caleb acerca del
peligro que podía correr su persona, y se alejó bastante de la pequeña aldea. Oh,
tenía que reconocer que la presencia de David suscitaba intensos sentimientos en
ella.
Después de tanto tiempo, ella había creído que David era cosa del pasado; pero
ahora comprendía que no era así, los intensos sentimientos que él suscitaba se
manifestaban tan vivos como siempre. Se debatía entre la alegría de tenerlo cerca otra
vez y la cólera de los absurdos riesgos que él había afrontado, recorrió la península, y
regresó a la casa sólo después de atardecer.
Ahora, David se había recobrado por completo, y los dos hombres la reprendieron
por haberse alejado. Ella no prestó atención a lo que le decían, e intencionadamente
ignoró a David, y rehusó hablar con él. Un instante después de comer entró en su
habitación y cerró la puerta. Evitaba especialmente el hecho de que Caleb y David
parecían entenderse muy bien.
A la mañana siguiente, Liliha salió temprano de la casa, decidida a mantenerse tan
lejos de David como fuese posible. Durante el paseo de la víspera no había visto a
nadie, pero esa mañana se había ausentado de la casa hacia menos de una hora
cuando oyó un crujido en los matorrales, a cierta distancia del lugar donde ella
estaba. Recordó la advertencia de Caleb y se preparó para huir.
Una voz conocida llamó.
—¡Liliha, espérame!
Se tranquilizó y esperó. Un momento después David apareció en el claro. Ella dijo
contrariada:
—¿Qué deseas de mí?
El rostro de David demostró su enojo.
—Quiero hablarte. Desde que llegué estás evitándome.
—No tenemos nada de que hablar.
Ella se volvió para seguir su camino, y él le aferró firmemente el brazo.
—Maldita sea. ¡Me escucharás! No he viajado tanto, ni soportado tantas cosas para
permitir que me menosprecies.
—No te pedí que vinieses.
—Pero he venido. ¡Y por lo menos podrás concederme una audiencia!
Ella capituló con un suspiro.
—Está bien, David. Parece que me dejas pocas alternativas.
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—No veo razón que lo impida —dijo sensatamente Caleb—. Si estáis decididos,
esta noche es tan apropiada como cualquier otra. Y no hay luna. —Se dio una
palmada en el muslo, también él entusiasmado.— ¡Será esta noche!
La ausencia de luna podía ser una bendición, pensó Liliha mientras subían por el
sendero sinuoso; pero también dificultaba más una tarea de por sí ardua.
Habían salido de la casa de Caleb casi inmediatamente después de adoptar la
decisión. Aunque Liliha todavía no estaba segura del acierto del plan; no había
formulado más objeciones.
Caleb, que conocía bastante bien el sendero, marchaba delante. Liliha estaba en el
medio, con los dedos enganchados al cinturón de Caleb, y David iba atrás, con la
mano sobre el hombro de la joven.
Liliha pensó que estaban perdiendo mucho tiempo, y temió que amaneciera antes
de llegar a la cima. Caleb, que al parecer temía lo mismo, les había concedido escaso
respiro, y Liliha se tambaleaba de cansancio. Más de una vez la joven tropezó y
habría caído si David no hubiese estado detrás para sostenerla.
Finalmente, Caleb se detuvo. Liliha tropezó con él cu la oscuridad, y Caleb se
volvió para sostenerla. Hablando en voz muy baja dijo:
—El final del sendero está a pocos metros de aquí. Yo me adelantaré. Cuando
llegue allí, pasaré corriendo junto al guardia y trataré de alejarlo. Mientras él esté
ocupado conmigo, vosotros dos debéis aprovechar la oportunidad para huir.
—Pero Caleb, ¿no es muy peligroso para usted? —dijo Liliha alarmada—. ¿Si él lo
hiere?
—Rara vez hacen eso. Son supersticiosos y no quieren dañar a los leprosos. En la
mayoría de los casos se limitan a rechazarlos.
—Caleb... ¿volveré a verlo? ¿Se marchará cuando...?
—¿Cuando mi Mary se haya ido? —preguntó Caleb—. No, querida Liliha.
Terminaré aquí mi vida, haciendo lo que pueda por estas pobres almas condenadas.
No me importa. Me satisface ayudar lo poco que puedo.
—Querido Caleb. Gracias por todo lo que ha hecho por mí. —Extendió la mano y
en la oscuridad encontró el: rostro de Caleb y después lo besó tiernamente.
—Liliha, tu presencia aquí ha sido recompensa suficiente. —En su voz se
adivinaba una sonrisa.— Ahora me iré. Esperad hasta oír la conmoción. Después,
marchaos deprisa, pero con el menor ruido posible.
Desapareció, y la oscuridad se lo tragó. Liliha aferró con fuerza la mano de David
y ambos esperaron. Pocos momentos después un grito resonó en la cima.
—¡Vamos, Liliha! —Sin soltarle la mano, David echó a correr.
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Capítulo 18
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Lopaka aún no estaba preparado para un ataque en gran escala; el recuerdo del
primer intento estaba fresco en su mente. Deseaba alcanzar una adecuada
preparación, de modo que el asalto general no pudiese fracasar. Sabía que después
que se hubiese apoderado de Hana, los gobernantes de las restantes islas se
alarmarían y comenzarían a prepararse. Por los informes que había recogido fuera de
Maui, otros jefes no lo consideraban por ahora una amenaza; todos creían que era un
conflicto local. Pero en cuanto Hana fuese suya, esa situación cambiaría, y Lopaka
deseaba estar preparado para desencadenar un ataque con éxito contra una isla tras
otra.
Pero ahora sabía que tendría que acelerar el ritmo; el retorno de Liliha a Hana
modificaría la situación. Ajuzgar por los informes de sus espías en Hana, Liliha
representaba un tactor unificador de la aldea, y su presencia allí acentuaría la
decisión de los hombres. Tendría que alistarse para la última y definitiva batalla poco
después del regreso de Liliha.
Lopaka contempló la idea de decir a sus espías que Liliha había estado con los
leprosos en Molokai. Sabía poco de la lepra, pero conocía bien el terrible temor que
los isleños tenían a la enfermedad y a quien hubiese estado cerca de un contaminado;
sin embargo, también conocía el temor infantil de los nativos a todo lo que no
comprendían. Si se hablaba a los aldeanos de la posibilidad de que Liliha estuviese
afectada por la enfermedad, podían rechazarla; pero también cabía considerar la
perspectiva de que, si se enteraban, los propios guerreros de Lopaka rehusaran
atacar Hana mientras Liliha estuviese allí; del mismo modo que se habían negado a
perseguir a Liliha y Kawika cruzando el valle del volcán por temor a los dioses.
Después de sopesar ambas posibilidades, Lopaka decidió que era mejor ocultar la
estancia de Liliha con los leprosos. Reuniría a todos los guerreros y los lanzaría
contra la aldea. Esta vez marcharía a la cabeza de sus hombres. Esta vez tendrían
éxito, y durante el combate Liliha moriría.
Una ancha sonrisa se dibujó en el rostro de Lopaka, pues le agradaba la
perspectiva de encontrar a Liliha en, la aldea. Esta vez la liquidaría personalmente,
de modo que pudiera reunirse con los dioses a quienes los aldeanos tanto amaban y
temían.
Liliha permaneció de pie, sola, apoyada en la baranda del Promesa mientras la isla
de Maui se dibujaba en el horizonte. La nave se dirigía a la bahía de Hana, y Liliha
sintió que se le llenaban de lágrimas los ojos al ver el paisaje tan conocido.
Cuando la nave entró en la bahía, vio que David y Dick Bird subían a cubierta.
David la miró, pero Liliha desvio los ojos. Lo había evitado todo lo posible después
de salir de Molokai. El había intentado convencerla de que representaba un grave
riesgo para ella regresar a Hana, pero Liliha no había hecho caso de los argumentos.
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Estaba decidida a retornar a su hogar y permanecer allí hasta que Lopaka fuese
derrotado.
La alivió comprobar que David había advertido la actitud de rechazo que ella
adoptaba, y que no se acercaba demasiado. Con respecto a David, Liliha se sentía
agobiada por sentimientos contradictorios. Su cuerpo mili respondía al contacto de
David; incluso ahora lo deseaba. El breve episodio en brazos del joven inglés, allá en
Molokai, había reavivado la pasión dormida, y el ansia de un nuevo contacto ahora
era para ella como una fiebre.
Sin embargo, cuando podía dominar sus sentimientos y pensaba racionalmente,
Liliha comprendía que eso nunca podría ser. Pertenecían a dos razas y a dos culturas
diferentes, cada una ajena a la otra. A pesar de su sangre inglesa, ella era
completamente hawaiana, aunque dijese lo contrario. David jamás se sentiría
satisfecho de vivir mucho tiempo en las islas. Con el tiempo exigiría que regresara
con él a Inglaterra, a su pueblo y su país. Y ella jamás haría tal cosa, aunque eso
significara perder a David y rechazar su amor.
Pertenecía a este lugar. Las islas eran su hogar, el pueblo era su pueblo. Y sobre
todo era la alii-nui de Hana; su jerarquía real le imponía fidelidad a su pueblo. En
adelante, el bienestar de la gente debía ser su principal preocupación. No, en cuanto
Lopaka fuese derrotado y se restableciera la paz en Hana, ella se convertiría en
esposa de Kawika.
Sabía que Kawika se enojaría al ver que regresaba a Hana, y que su cólera sería
aún más profunda porque volvía con David. Temía lo que ocurriría cuando los dos
hombres se enfrentasen. Por eso no había querido que David desembarcara en Maui;
sin embargo, no veía el modo de impedirlo. El la había salvado de los leprosos con
grave riesgo personal, y ella retornaba en su barco. Una actitud semejante no sólo
sería cruel y grosera; además, ella sospechaba que también sería inútil. Si la amenaza
de contraer la lepra o de sufrir horrible muerte destrozado por las rocas frente a
Kalaupapa no lo había disuadido, ¿acaso podría lograr el mismo propósito nada de
lo que ella dijese o hiciera?
Sus cavilaciones concluyeron cuando el ancla descendió y se hundió en el agua.
Liliha exploró ansiosa la costa de la bahía y comprobó decepcionada que allí no había
un alma.
Se volvió cuando oyó el relincho de un caballo. Trueno, el corcel de David, estaba
subiendo la rampa improvisada para salir a cubierta. El animal relinchó, y apoyó con
tal fuerza una pata delantera que la cubierta tembló bajo los pies de Liliha. Detrás del
caballo apareció Tormenta. Liliha estaba conmovida ante el gesto de David de traerle
su yegua, y por supuesto, amaba tanto como siempre al animal. Lamentaba que aun
no hubiese tenido oportunidad de cabalgar.
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conmovió profundamente el testimonio de Dick acerca del amor de David; pero eso
no impedía que estuviese decidida a evitar que los sentimientos de David influyesen
en ella.
Con una sonrisa traviesa Liliha dijo:
—Estoy lista, Dick Bird. ¿Tal vez usted desee convertirse en trovador de mi corte?
—Sería más propio hablar de bufón de la corte —Hizo una burlona reverencia.—
Después de usted, Su Majestad. —Riendo, Liliha descendió la escala y pasó al bote.
Su risa se apagó cuando los hombres comenzaron a remar hacia la costa, pues al
frente vio a David que se acercaba a tierra con los caballos y a unos diez guerreros
que se adelantaban para cortarle el paso. Todos llevaban lanzas, Liliha vio en el
centro la alta figura de Kawika.
Temiendo por la seguridad de David, dijo con voz premiosa:
—Más rápido, por favor. ¡Remen más deprisa!
Pero al parecer, Kawika había recibido el mensaje de los tambores, y sospechaba
que ella estaba en el Promesa. Alzó una mano, ordenando detenerse a sus guerreros,
avanzó solo hasta la orilla y permaneció de pie, esperando. Cuando el bote llegó a la
playa, Kawika no intentó ayudar a descender a Liliha, y en cambio permaneció de
pie, con los brazos cruzados. Un gesto de enojo se dibujaba en el rostro bronceado.
Dijo severamente:
—De modo que has regresado, Liliha, contrariando mis deseos.
—He regresado. Nunca debí salir de aquí —replicó la joven—. A este lugar
pertenezco, y nada de lo que digas me llevará a cambiar nuevamente de idea.
Con voz cargada de desaprobación, Kawika dijo :
—Entonces tu deberás dirigir a los guerreros en la batalla.
—Kawika, no digas tonterías —dijo fríamente Liliha—. ¿Deseas parecer menos
hombre a los ojos de los varones de Hana? Te designé jefe de guerra, y debes retener
ese cargo. Estoy aquí porque soy tu alii-nui, no un guerrero. No interferiré en tus
órdenes, y tú no volverás a mencionar mi regreso. No volveremos a hablar de esto.
Ahora... ¿Todavía estamos resistiendo los ataques de Lopaka?
—Lopaka no ha conseguido pasar los muros de Hana, aunque ha hecho varios
intentos. Lo hemos rechazado.
Kawika continuaba enojado con ella, pero no pudo impedir que el orgullo
suscitado por la hazaña se expresara en su voz. Liliha asintió.
—Me alegro de que así estén las cosas.
—Pero creo que aún no ha lanzado contra nosotros toda su fuerza.
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Kawika no cedió.
—Hace apenas un momento me dijiste que aún soy el jefe de los guerreros.
—En la batalla sí, pero no con respecto a quien es kapu en la aldea. Yo decidiré
eso. ¿Por qué no diriges tu cólera contra Lopaka? Ahora, reúne a los guerreros —hizo
un gesto— y devuélvelos a sus puestos. Si Lopaka eligiese este momento para atacar,
nuestras defensas estarían debilitadas. ¡Te lo ordeno, Kawika!
Kawika afrontó sin inmutarse la mirada de Liliha, pero después de un momento
cedió. Se volvió, y con voz dura impartió órdenes a sus guerreros; pero su
indignación aún se manifestaba en su actitud general. Los guerreros se dispersaron, y
Kawika los siguió. Un rato después Liliha estaba sola con David, Dick y los caballos.
David dijo a los marineros del bote que podían retornar al Promesa.
—Pero informen al capitán Roundtree que todavía está bajo mis órdenes. En
ningún caso podrá zarpar si yo no se lo digo.
Retiró del bote sus pertenencias personales y las de Dick, incluso una camisa para
él mismo, botas y dos pistolas. Entregó una pistola a Dick, guardó la otra bajo el
cinturón y se puso la camisa.
Después se volvió hacia Liliha; tenía los ojos fijos en la dirección en que Kawika
había desaparecido.
—Liliha, confieso que siento una renuente admiración por tu Kawika, pero el odio
que me tiene es tan profundo que parece casi una bofetada en el rostro.
—David, tú y tu amigo sois aquí los intrusos —dijo ella con voz serena—. Son
momentos difíciles para nuestra aldea, y Kawika no desea que nada distraiga a los
guerreros.
—¿Por qué nuestra presencia ha de distraerlos?
—Cuando Lopaka ataque, puede ser necesario usar hombres para proteger a los
dos invitados.
—Dick y yo no necesitamos protección —dijo David—. Podemos arreglarnos muy
bien.
—¿Por qué habríais de hacer esto, David? Es una cuestión que no os interesa.
—Lo que te concierna, querida, me concierne.
Intentó tomarle la mano. Ella lo evitó.
—¡No deseo oír tus palabras de amor!
—Las oirás, salvo que ordenes a tu jefe de guerra que me elimine. —Sonrió sin
alegría.— ¿O quizá prefieras oírlas de su boca?
—David Trevelyan, lo que ocurra entre Kawika y yo no te importa.
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—No te he dicho una cosa —afirmó—. Liliha, escasean los alimentos. No podemos
enviar grupos de cazadores porque los hombres de Lopaka esperan cerca de la
muralla. No podemos distraer hombres en la pesca. Lopaka observaría el hecho y
enviaría sus guerreros contra la aldea aprovechando nuestra debilidad. Muy pronto
tendremos el vientre vacío. Incluso se agotarán las frutas y las nueces que crecen en
la aldea.
Liliha se inquietó ante la noticia. David advirtió la expresión de la joven y
preguntó:
—¿Qué ocurre, Liliha?
Con gesto hosco ella explicó que comenzaban a escasear las provisiones de
alimentos.
David concibió un modo de ayudar a la defensa.
—Ordenaré al capitán Roundtree que vaya con el Promesa a Lahaina, a recoger
comida y otros objetos necesarios.
—Te lo agradecería, David. —Después, frunció el ceño.— Pero para comprar
comida en Lahaina se necesita dinero, el dinero del blanco. Aquí no tenemos nada
parecido. —Rió secamente.— Ahora veo que fue una tontería de mi parte rechazar la
herencia de la abuela. Precisamente en esta ocasión sería muy útil.
El rechazó la objeción.
—No hay motivo para preocuparse. Yo solventaré los gastos, y con mucho gusto
prestaré ese servicio. No sólo por ti, Liliha, sino —se le endureció el rostro— para
contrariar a este agresor, porque deseo que sufra por lo que te hizo. Eso me
recompensará. Iré inmediatamente a ordenar que el Promesa cumpla esta misión.
Vamos, Dick.
Los dos hombres salieron y fueron hasta la bahía, entonces el irritado Kawika
preguntó:
—¿Qué te han dicho esos dos?
Liliha se lo explicó. El rostro de Kawika se ensombreció todavía más, y dijo:
—Liliha, no quiero deber nada al inglés.
—A mí me interesa una sola cosa: la supervivencia de Hana y el bienestar de
nuestros guerreros.
Se volvió bruscamente, y Kawika la llamó.
—¡Espera, Liliha! Ordenaré que un guerrero te acompañe. No estarás segura si te
alejas sola.
Ella se volvió y dijo con gesto agrio:
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—¡Kawika, deseo estar sola! No soy una niña que necesita que la cuiden. Dedica
tus preocupaciones a Lopaka y no te inquietes por mí.
Se alejó deprisa hasta que desapareció de la vista de Kawika. Después caminó con
paso más sereno, sumida en sus pensamientos. De pronto oyó el relincho de un
caballo y miró en esa dirección. Tormenta se había acercado a la empalizada de
piedra del recinto y agitaba la cabeza.
Corrió hacia la yegua. Tormenta relinchó de nuevo y refregó el hocico en la mano
de su ama. Liliha le acarició el cuello y pronunció palabras afectuosas. Experimentó
un profundo anhelo. Miró alrededor furtivamente, sabiendo muy bien que lo que
deseaba era absurdo, y al mismo tiempo sabía que eso era precisamente lo que quería
hacer. De pronto recordó vividamente los gratos paseos a caballo en Inglaterra,
montada en Tormenta. Entonces obtenía casi tanto placer cabalgando como nadando.
Después de todo lo que había soportado y de lo que aún tenía que afrontar,
merecía un poco de placer. Sin más trámites, entró en el recinto y dejó abierta la
salida. Al fondo, Trueno irguió la cabeza y la miró con ojos vivaces. Por lo que Liliha
sabía, las sillas todavía estaban a bordo del Promesa. Bien, se arreglaría sin montura.
Después de recoger las riendas, retiró del recinto a la yegua, volvió a cerrar la
salida y montó de un salto. Recogió las riendas y espoleó a Tormenta en dirección al
norte, hacia el límite de la aldea. En ese momento Liliha se alegró de que la aldea
estuviese desierta, porque de ese modo nadie podría verla.
Se desvió hacia la orilla del mar, y después comenzó a cabalgar por la arena.
Pronto llegó al alto muro. El muro llegaba casi hasta el mar, pero la marea estaba baja
y aún había una faja de arena húmeda.
Mientras pasaba con Tormenta frente al muro, Liliha oyó un grito, y comprendió
que uno de los guardias la había visto. Liliha se inclinó sobre el cuello de Tormenta,
clavó los talones desnudos en los flancos del animal y gritó al oído de la yegua:
"¡Vamos, Tormenta!"
Tormenta respondió instantáneamente. Después de cobrar impulso durante unos
pocos metros, comenzó a volar sobre la faja de arena. Liliha sostenía las riendas, sus
cabellos flotaban al viento, y gritaba palabras ininteligibles de puro placer. Se sentía
limpia, como si la aldea y sus dificultades hubieran quedado muy atrás.
No temía encontrar a los hombres de Lopaka. Y aunque tuviese que enfrentarlos,
podría distanciarse fácilmente gracias a la velocidad de su montura.
Después de un rato sofrenó a la yegua, que continuó avanzando al paso. Habían
recorrido bastante distancia desde la aldea, y Liliha no deseaba fatigar a Tormenta,
no fuese que se viera obligada a huir de las guerreros de Lopaka. No se alejó de la
playa ni se internó entre los árboles, donde sus enemigos podían acechar;
constantemente se mantenía alerta explorando la playa con los ojos. La playa estaba
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Capítulo 19
Durante tres días Lopaka había desplegado astutamente a sus guerreros alrededor
de la aldea de Hana, manteniendo el cuerpo principal a cierta distancia del muro,
disimulado por los árboles y los matorrales, con el fin de que los aldeanos no
advirtiesen que se disponía a lanzar un ataque general.
Todos los hombres disponibles estaban preparados para avanzar cuando él lo
ordenase. Había encontrado un lugar en un promontorio que dominaba la bahía, y
allí se apostó para vigilar personalmente, pues no deseaba atacar antes del regreso de
Liliha.
Cuando vio las velas del barco del hombre blanco en la bahía, y observó que el
navio anclaba frente a la costa, Lopaka se sintió desalentado, pues al principio creyó
que Liliha había obtenido ayuda del hombre blanco. Sabía que los cañones y las
armas de fuego más pequeñas del blanco eran mortales; sus guerreros, armados
únicamente con lanzas y garrotes de guerra, jamás podrían tomar la aldea si tenían
que enfrentarse a las armas de fuego. En ese caso, poco importaría la superioridad
del número.
Se sintió aliviado cuando vio que Liliha se acercaba a la orilla en un bote,
acompañada sólo por unos pocos blancos. Estaban demasiado lejos para comprobar
si venían armados, pero eso no importaba; ese número, incluso con armas de fuego,
no representaba una amenaza muy grave. Lo sorprendió ver a un blanco que nadaba
hacia la costa con dos grandes animales. Aunque nunca había visto uno, Lopaka
había oído hablar de los caballos, "los perros de orejas largas", como los llamaban los
isleños. Lopaka había oído decir que los blancos habían llevado esos animales a
Lahaina muchos años antes.
Desde su atalaya, Lopaka esperó con estoica paciencia. Ya había decidido que
ordenaría el ataque poco después de oscurecer. Cuando vio a Liliha conversar con
Kawika y el blanco en la playa, el odio de Lopaka a la mujer le provocó una cólera
tan violenta que tuvo que realizar un esfuerzo para abstenerse de ordenar
inmediatamente el ataque. Sería prematuro y absurdo, de modo que esperó.
Aproximadamente una hora antes del oscurecer, vio que el blanco de cabellos
dorados se dirigía al barco. Poco después el mismo hombre regresó a la costa. En
cuanto el bote volvió al barco, los marineros izaron las velas; el viento las hinchó, y la
nave salió majestuosamente de la bahía en dirección a Lahaina. Lopaka esperó hasta
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volvió para ver muchas lanzas que atravesaban el aire, y los guerreros trepaban el
muro. Los hombres de Lopaka volvían al ataque.
Esta vez el número era más elevado, pero los guerreros de Hana luchaban como
poseidos. Una y otra vez rechazaron a los atacantes. Liliha pensó que en un sentido
podían considerarse afortunados. Los hombres de Lopaka no atacaban
concentradamente en un sitio, en cambio estaban distribuidos, de modo que cada
guerrero de Hana tenía que enfrentar a lo sumo a dos contrincantes
simultáneamente. Si Lopaka modificaba su táctica y embestía el muro en un solo
lugar con una fuerza concentrada, sus hombres conseguirían irrumpir en el recinto,
pues Kawika no tenía más remedio que desplegar a sus guerreros por todo el muro.
David y Dick Bird estaban en el centro de la batalla. David cabalgaba en Trueno y
trotaba de un extremo al otro disparando su pistola. Incluso Liliha recogió el garrote
de un guerrero caído, y montada en Tormenta acompañó a sus hombres. Cuando un
guerrero conseguía atravesar la delgada línea de defensores, Liliha se dirigía hacia él,
alzando el garrote. Nunca necesitaba descargarlo; tan pronto el atacante veía que la
yegua se le venía encima, alzaba las manos y huía aterrorizado.
La ferocidad del ataque disminuyó, y después los hombres de Lopaka se retiraron,
dejando detrás muchos muertos y heridos. Liliha se detuvo para recobrar el aliento, y
vio que David cabalgaba tras uno de los guerreros en fuga, utilizando su pistola
como una cachiporra. Se inclinó hacia adelante y golpeó al fugitivo. La pistola golpeó
en el hombro. El individuo vaciló un momento, recobró el equilibrio y continuó
corriendo. David detuvo el caballo.
En ese momento David parecía parte del caballo, y Liliha pensó que nunca había
visto nada tan elegante y bello como el caballo, que se alzaba sobre las dos patas, y el
hombre que lo montaba. Ahora sentía su propio amor como un dolor muy profundo
e íntimo.
David volvió grupas al caballo y al trote se acercó a Liliha. Reía, y los dientes blancos
relucían en el rostro ennegrecido por el humo.
Una rápida mirada alrededor indicó a Liliha que de nuevo sus guerreros se habían
mantenido firmes contra las fuerzas de Lopaka. Kawika estaba con ellos,
pronunciando palabras de aliento y elogio.
David sofrenó el caballo al lado de Liliha.
—Ya no tengo pólvora, y el resto de mis balas y la pólvora están a bordo del
Promesa. Fue una estupidez de mi parte no prever esta situación. Dick, ¿todavía
tienes algo?
—Amigo, mi situación es la misma—dijo Dick, que se había acercado . Agregó con
gesto pesaroso:—Ojalá no hubiese regalado mi espada al rey Liho-Hho. Ahora
podría utilizarla.
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que estas Islas Sandwich serán un próspero centro del comercio mundial, una región
dedicada a la exportación de alimentos. ¡Imagino lo que sería si las frutas y las
nueces que ahora crecen naturalmente, por ejemplo las bananas y los cocos, pudieran
cultivarse! En Inglaterra jamás hemos saboreado estos productos exóticos. Uno de los
tripulantes del Promesa, un hombre que vivió mucho tiempo en estas islas, me dijo
que ahora cultivan la caña de azúcar en Maui. Entiendo que se cultiva en cantidad
limitada, y de un modo bastante primitivo.
"Dick, piensa lo que sería si un hombre tuviese muchas hectáreas de esta tierra
fértil para cultivar la caña de azúcar. Imagino un mercado mundial ilimitado para el
azúcar producido de ese modo. ¿Qué dirías de una plantación de caña de azúcar, en
lugar de las hectáreas cultivadas con algodón que vimos en el sur norteamericano?
Una vez alcanzado el nivel de la producción plena, un hombre podría llegar a ser tan
adinerado como Creso, y vivir una vida distinta de todo lo que podría concebirse en
América o Inglaterra. ¿Eh, Dick?"
Liliha miró a Dick Bird. Estaba profundamente dormido.
David se echó a reír.
—Dick es el hombre más imperturbable que conozco. Al principio la gente cree
que es un joven frivolo y haragán, pero se trata de una impresión falsa. ¿Sería posible
encontrar otro individuo capaz de dormirse en medio de una batalla? Es uno de los
pocos hombres que he conocido que en verdad no temen a nada.
—David, ahora yo también simpatizo con tu amigo —dijo Liliha—. Cuando lo
conocí, en Montjoy Hall, me desagradó, pero estos últimos días, desde que partimos
de Molokai, he cambiado de idea.
—Liliha, él no quiso burlarse de ti con esa canción. Bajo la apariencia cínica, tiene
un corazón bondadoso.
—Ahora lo sé.
David tomó la mano de Liliha y la sostuvo amablemente. A la luz de las antorchas
en su rostro se dibujó una sonrisa.
—Y yo, querida Liliha... ¿simpatizas conmigo?
Ella retiró la mano.
—¡David, qué pregunta absurda!
—No tan absurda. Últimamente has conseguido esquivarme. ¿Has reencontrado
tu amor por mí?
—¡Ahora no quiero hablar de amor!
—¿Y cuándo lo harás? —dijo David obstinadamente—. Si es necesario, continuaré
preguntando hasta la eternidad.
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—Debemos afrontar ese riesgo. De lo contrario, los pocos guerreros que tenemos
aquí no podrán sostenerse.
Kawika asintió, y después volvió deprisa al foco del combate. Liliha vio que
aferraba del brazo a dos isleños y los apartaba, y que hablaba y gesticulaba. Los dos
guerreros partieron inmediatamente, corriendo en direcciones contrarias. Kawika se
zambulló inmediatamente en la pelea, blandiendo el garrote de guerra con furia
salvaje.
Liliha, que se sentía impotente, retornó a un lugar desde el cual podía ver toda el
área. Los guerreros de Lopaka continuaban desbordando el muro. Miró hacia
derecha e izquierda, y advirtió complacida que sus propios hombres acudían al lugar
del peligro e intervenían inmediatamente en la batalla.
Formuló una plegaria silenciosa a Pele, pidiéndole que diese a los hombres de
Hana la fuerza necesaria para sostenerse, pero la situación no parecía favorable.
Pronto se vieron abrumados por la superioridad del número.
Su mente buscó frenéticamente una estratagema astuta que diera la victoria a los
guerreros de Hana. Pero no se le ocurrió nada.
Sintió detrás una presencia, y comenzó a volverse. Un brazo le rodeó la cintura,
sujetándole los brazos a los costados, y de pronto Liliha sintió algo frío y agudo en el
cuello.
—No grites, princesa, ni trates de huir. Si hablas, este cuchillo te degollará ahora
mismo. Vamos, retrocedamos en silencio, y encontremos un lugar un poco más
íntimo. Finalmente me pagarás lo que debes. ¡Princesa, ahora serás mía!
Cuando Issac Jaggar desapareció, Asa Rudd pensó que Lopaka tendría un
estallido de cólera.
Pero le sorprendió comprobar que Lopaka simplemente se encogía de hombros y
decía:
—No es ninguna pérdida. El sacerdote blanco de nada me sirve. En poco tiempo
más lo habría matado. Tú, Asa Rudd... —Volvió hacia él una mirada cargada de
fiereza—, no te atrevas a abandonarme, porque ordenaré a mis guerreros que te
apresen y te maten. Necesitaré contar con un blanco a mi lado cuando Hana sea mía.
Eres cobarde como un perro de aldea, y de nada sirves en la batalla. Lo sé bien, pero
a su debido tiempo podrás serme útil.
Asa Rudd continuó al lado de Lopaka; no tenía otra alternativa. ¿Adonde ir si salía
de allí? Carecía de dinero para pagar el pasaje en un barco, y aún lo alentaba la firme
esperanza de que Lopaka lo convirtiese en un hombre rico si permanecía a su lado.
Como sabía con cuanta intensidad Lopaka deseaba la muerte de Liliha, Rudd
concibió el modo de demostrar su lealtad al futuro rey de Hana. Si podía matar a
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Liliha, si por así decirlo podía presentar a Lopaka la cabeza de la joven en una
bandeja, el jefe nativo ciertamente se sentiría muy complacido.
De modo que cuando comenzó el ataque definitivo a Hana, Rudd desapareció
discretamente. Sabía que Lopaka atareado con sus planes de batalla, no advertiría la
ausencia. Y por otra parte, Rudd no tenía estómago para arriesgar la vida atacando el
muro. Esperó hasta que Lopaka reunió a todos sus guerreros para descargar un
ataque concentrado, y se deslizó a lo largo del muro hasta el lugar en que comenzaba
el mar. Como había sospechado, los defensores de Hana habían acudido todos al
lugar donde los hombres de Lopaka atacaban, dejando sin defensa el resto del muro.
Rodeó el extremo de la pared y avanzó en silencio a través de la aldea desierta.
Cuando los ruidos del combate cobraron más intensidad, pasó de un tronco de árbol
a otro evitando ser visto. Finalmente, llegó al último árbol y se ocultó, y espió
cuidadosamente desde el lugar en que se había refugiado.
La escena, iluminada por las antorchas, le pareció terrible. Los hombres, chocaban
unos contra otros, las lanzas volaban por el aire y los garrotes de guerra caían sobre
las cabezas y los cuerpos. El estrépito era temblé, y se mezclaba con los gritos de
cólera y los alaridos de los heridos. Era suficiente para atemorizar a un hombre
valeroso, y Rudd, que estaba muy lejos de serlo, se sintió tentado de renunciar a su
plan y buscar un lugar seguro, hasta que los hombres de Lopaka conquistaran la
victoria.
De pronto vio algo que lo indujo a cambiar de idea. Liliha estaba a menos de
veinte metros de distancia. Se encontraba sola, de espaldas a Rudd, absorta en la
batalla. Rudd bailoteó alegremente, riendo en una actitud de silencioso regocijo.
Había dudado un poco, pues recordaba la vez que él y el reverendo habían
arrojado al agua a la perra, y los relatos que había escuchado acerca de la lepra. Pero
ahora Liliha medio se volvió y Rudd pudo verla bien. No estaba afectada por la
enfermedad; parecía tan hermosa y seductora como siempre.
La mano de Rudd se deslizó hasta el cinturón, y extrajo el letal cuchillo. Recorrió
con los ojos la escena de la batalla y vio que todos estaban demasiado absortos en el
combate para advertir otra cosa. Respiró hondo y se acercó a Liliha de puntillas.
Cuando dio el último paso, Liliha hizo un movimiento y comenzó a volverse. Rudd
le rodeó la cintura con un brazo y delicadamente apoyó la punta del cuchillo en el
cuello vulnerable. Dijo:
—No grites, princesa, ni trates de huir...
El terror invadió el corazón de Liliha, y la joven necesitó toda su fuerza de
voluntad para evitar un grito, pues sabía que estaría muerta mucho antes de que
nadie viniese a ayudarla. Esperó a que Rudd cesara de hablar, y entonces dijo:
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—Asa Rudd, jamás me tendrá. Estuve en la morada de los leprosos y por mucho
que temí el contacto con los enfermos, jamás me parecieron tan repugnantes como
usted.
Se oyó la risa perversa de Asa Rudd.
—Me parece que no tienes muchas alternativas. Con esta joyita apoyada en tu
cuello, harás lo que te diga, ¡te lo aseguro!
Rudd comenzó a retroceder lentamente, y obligó a Liliha a seguirlo.
Liliha se mantuvo alerta, esperando la más mínima oportunidad de liberarse.
Cuando estuvieran fuera de la zona de combate y Rudd pudiera consagrarle toda su
atención, las posibilidades de Liliha valdrían muy poco.
Paso a paso se alejaron de la batalla. De pronto, Rudd tropezó y cayó. Lanzó un
grosero juramento y la punta del cuchillo se apartó del cuello de Liliha. La joven
movilizó toda su fuerza, se apartó, se liberó de la mano de Rudd y giró bruscamente.
Rudd recobró el equilibrio y avanzó hacia ella, apuntándola con el cuchillo.
Liliha estaba segura de que era mucho más ágil que Rudd y podía ganarle en la
carrera; pero no deseaba huir de ese individuo repulsivo que la había perseguido
durante tanto tiempo. Su mente evocó el amargo recuerdo de las muchas veces que él
había intentado ofenderla. La frustración que ella sentía en vista del curso negativo
de la batalla ahora pareció concentrarse en Asa Rudd.
Mientras Rudd avanzaba, ella retrocedía cautelosamente, pero sólo lo necesario
para mantenerse fuera del alcance del hombre cada vez que él blandía el arma.
Cuando Rudd comprendió que Liliha no deseaba huir, su rostro adoptó una
expresión gozosa y triunfante. Cuando oyó un sonido seco al lado, Liliha arriesgó
una mirada hacia la derecha. Una lanza había venido desde el centro de la batalla y
se había clavado en la tierra, al alcance de la mano. Todavía vibraba, y las plumas se
movían como agitadas por un fuerte viento.
Cerró las dos manos alrededor del mango y arrancó del suelo la lanza. Todavía
sosteniéndola con ambas manos, Liliha se volvió. El miedo deformó el rostro de
Rudd, y el hombre movió nerviosamente los ojos. Después, sus labios esbozaron una
mueca salvaje.
—Princesa, tú no eres guerrera. ¡No tendrás valor para usar esa lanza!
Liliha no dijo nada, pero el arma que sostenía en las manos no vaciló. Rudd
avanzaba y retrocedía, e intentaba herirla con el cuchillo. Liliha seguía todos los
movimientos del hombre con la punta de la lanza, defendiendo bien su terreno,
mientras continuaba la danza mortal. Rudd, que estaba cada vez más impaciente,
comenzó a demostrar más audacia, y una vez se acercó tanto que la punta de la lanza
le tocó la ropa:
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Otro temblor sacudió la tierra, y la mirada de Lopaka se volvió hacia las laderas
del Haleakala. El resplandor rojizo parecía más grande, pero Lopaka tampoco ahora
tuvo miedo; sólo experimentaba un sombrío sentimiento de derrota.
Su mirada recorrió de nuevo la zona de la batalla. Incluso los hombres de Hana
huían. De pronto, Lopaka vio a Liliha, de pie a cierta distancia del lugar del combate,
con los ojos fijos en Haleakala. La joven parecía no temer, y se mantenía
orgullosamente inmóvil, con la cabeza erguida. El odio explotó en Lopaka, y fue una
erupción más violenta que la del volcán. Su odio le recorrió la sangre como un
veneno; allí estaba la causa de su derrota y su vergüenza, y en un instante los
restantes pensamientos se borraron de su mente.
Sin pensarlo más, cruzó el claro con grandes zancadas. Al oír el ruido de los pasos,
Liliha miró alrededor, y agrandó los ojos cuando vio a Lopaka. El la rodeó con sus
brazos y se la puso al hombro antes de que ella pudiera moverse. El guerrero se
volvió y comenzó a cruzar la aldea. Sosteniendo contra él la figura que se debatía,
usó el segundo brazo para trepar el muro. Permaneció de pie sobre el borde sólo un
momento, mirando la ladera, y tratando de calcular la dirección del río de lava. Pero
no había modo de saberlo. De pronto, dos manos fuertes aferraron el hombro libre de
Lopaka. Lopaka miró al rostro furioso de Kawika. De una ojeada comprobó que el
otro no tenía lanza ni garrote de guerra. Kawika gritó:
—¡Déjala!
Lopaka rió brutalmente.
—Kawika, no acepto órdenes de un traidor. —Sin la más mínima advertencia,
Lopaka movió el brazo y lo descargó como un garrote de guerra. El antebrazo duro
como una roca golpeó el rostro de Kawika y le aplastó la nariz. Kawika retrocedió
tambaleándose, y movió desesperadamente los brazos en un intento de recobrar el
equilibrio. Lopaka volvió a golpearlo, y Kawika cayó del borde del muro. Golpeó con
fuerza el suelo, y yació inmóvil.
Lopaka volvió a reírse, apartando de su pensamiento al adversario. Miró hacia el
sur, y saltó al suelo por el lado externo de la pared. Conocía mejor ese lugar del
muro, ya que su campamento estaba en esa dirección.
No era que temiese la persecución, por lo menos inmediatamente. Incluso con
Liliha al hombro, fácilmente podía distanciarse de los hombres de Hana. Lo único
que necesitaba era delantera suficiente para matar a Liliha del modo más cruento y
doloroso posible. Una vez que lo lograse, se preocuparía del futuro.
David estaba tan comprometido en la batalla que tampoco prestó atención a los
primeros temblores de tierra. Sólo advirtió que ocurría algo extraño cuando de
pronto vio que no había combatientes alrededor. Había estado cabalgando en Trueno
y esgrimiendo el garrote de guerra, tenía que reconocer que con escasa eficacia.
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Probablemente la única razón por la cual aún estaba vivo era porqué los isleños
temían al caballo.
Detuvo a Trueno en un lugar libre de enemigos. Miró alrededor, desconcertado, y
sólo pudo ver guerreros que huían. Entonces oyó el retumbo y sintió temblar la tierra
bajo las patas del caballo. Trueno relinchó y se alzó sobre las patas traseras mientras
las delanteras batían el aire. David lo sofrenó, y se inclinó hacia adelante para
murmurar algo al oído del animal. Después, volvió los ojos hacia la ladera de la
montaña y vio el resplandor rojo en el cielo.
Una voz gritó exaltada:
—¿David?
Se volvió y encontró el rostro de Dick. El joven dijo:
—¿Qué demonios está ocurriendo? Todos huyen, y el suelo tiembla...
—Amigo mío, el volcán está activo. Hacia allá. —Dick indicó la montaña que se
dibujaba confusamente en la noche.— Es una erupción. La lava ardiente brota de las
entrañas de la isla, y sale por las grietas de la corteza terrestre. Ya está derramándose
hacia el mar. Abriguemos la esperanza de que el flujo de lava no venga en esta
dirección.
David recordó a Liliha, y miró rápidamente alrededor. No la vio. Después miró
hacia el muro. Vio dos hombres a la luz de las antorchas moribundas. Uno era
Kawika, y el otro tenía a Liliha sobre el hombro.
Antes de que David pudiera reaccionar de su asombro, vio que el hombre que
sostenía a Liliha golpeaba una y otra vez a Kawika y éste caía del muro y aterrizaba
en el suelo.
David comprendió que el hombre que tenía a Liliha debía de ser el guerrero
Lopaka. Un instante después la pareja desaparecía, oculta por el propio muro.
David espoleó a Trueno, y se acercó al lugar donde los había visto por última vez.
Utilizando como apoyo al caballo, trepó al muro, y tuvo tiempo de ver a Lopaka que
desaparecía en la jungla. Se dirigía hacia el sur, en una línea que tendía a acercarlo a
la costa.
David comenzó a descender con el propósito de iniciar la persecución. Después,
vaciló. A pesar de la carga de Liliha, el jefe nativo corría con notable velocidad, y
David comprendió que jamás lo alcanzaría a pie.
Volvió a montar en Trueno, volvió grupas al caballo y enfrentó de nuevo el muro.
Pensó saltarlo con Trueno. Pero vaciló nuevamente. En Inglaterra había salvado
vallas con el caballo, que solía actuar bien; pero nunca había saltado un obstáculo tan
alto. De acuerdo con su cálculo el muro tenía una altura aproximada de tres metros.
David sabía que Trueno era un animal valiente; por lo menos intentaría hacer lo que
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se le pidiese. Pero si fracasaba era muy probable que muriese en el intento. En ese
caso, David tendría que iniciar la persecución a pie, y sería responsable de la muerte
de un magnífico animal. De mala gana, obligó girar a Trueno, y en ese momento Dick
se acercó corriendo.
Sin aliento, Dick dijo:
—¿Se ha apoderado ese bandido de Liliha?
—Así es. Voy tras ellos —dijo David con gesto sombrío. Movió la cabeza cuando
llegó desde lo alto un estampido aún más fuerte que los anteriores. Contempló el
resplandor cada vez más intenso.— Dick, será mejor que vayas a la bahía, no sea que
el río de lava llegue aquí. No sé qué más podría sugerirte.
—¿Y tú?
—Si no salvo a Liliha de Lopaka, mi destino poco importará. —Se inclinó hacia
adelante, y aferró las riendas del caballo.— ¡Ahora, Trueno!
En pocos segundos Trueno corría a la mayor velocidad posible. David lo guió
hacia la playa; era el único camino que él conocía para evitar el muro. Se alegró de
que el recinto interior estuviese relativamente libre de matorrales, porque de ese
modo podía dar rienda suelta a su cabalgadura. Para el caballo era bastante fácil
esquivar los arbustos muy distanciados unos de otros.
El caballo salió de la aldea y David enfiló hacia el sur. La arena húmeda apagaba
el ruido de los cascos. David agradeció el resplandor de la erupción; emitía una luz
pálida y rojiza que le permitía ver los obstáculos en el camino. Después, advirtió que
no toda la luz provenía del volcán; comenzaba a amanecer.
Al frente vio el perfil del muro. Formuló una plegaria silenciosa, porque podría
rodear el extremo de la pared. Después, llegó al extremo de la construcción, y hasta
donde podía ver, el muro terminaba en el agua. El mar golpeaba su base.
Detuvo a Trueno y se aproximó más lentamente. Cuando una ola se retiró, vio una
faja de arena húmeda que tenía anchura suficiente para permitir el paso del caballo.
Cuando la ola siguiente rompió, retrocedió David y espoleó al animal. El caballo se
adelantó inquieto, y antes de que hubieran dejado atrás el muro, apareció la ola
siguiente, que rozó los flancos de Trueno. Se movió inquieto, y el pánico lo habría
dominado si David no le hubiese dicho al oído palabras tranquilizadoras.
Después, dejaron atrás el muro y comenzaron a remontar la orilla. David detuvo
un momento al caballo, y exploró la playa con la mirada. No vio a Lopaka; hasta
donde alcanzaba la vista, la playa estaba desierta. Como no deseaba demorarse,
David decidió avanzar hacia el sur, y obligó al caballo a iniciar un galope rápido.
Después de recorrer varios kilómetros de playa, aún no había visto a nadie.
¿Quizá Lopaka había huido en dirección contraria? ¿O se había internado en la isla?
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buscó algo que pudiera usar como arma. No había nada, ni siquiera un pedazo de
madera.
Cuando volvió los ojos hacia los combatientes, la sobresaltó ver que se habían
puesto de pie. Ambos estaban peligrosamente cerca del borde del abismo. Siempre
abrazados, se balanceaban hacia adelante y hacia atrás, mientras los brazos
poderosos de Lopaka apretaban el pecho de David. David tenía el rostro enrojecido y
pugnaba por respirar; pero aun así luchaba gallardamente.
Liliha se acercó, tratando de encontrar el modo de ayudar. Entonces vio que David
separaba los pies calzados con botas. Pareció encogerse a causa del apretón de
Lopaka y de pronto abrió los brazos y golpeó los bíceps del nativo. Cuando Lopaka
tuvo que aflojar el apretón, David apoyó los brazos en el pecho del guerrero y
empujó. Lopaka perdió el equilibrio, y se acercó trastabillando al borde del arrecife.
Después, comenzó a caer, pero al hacerlo extendió una mano que parecía una gran
garra y aferró el hombro de David.
Lopaka cayó, llevándose consigo a David, y los dos hombres desaparecieron.
Liliha corrió y gritó, y se arrodilló al borde del vacío. Tenía los ojos enturbiados
por las lágrimas, y como a través de una bruma vio el cuerpo de Lopaka golpear las
rocas, allá abajo. Gritó:
—¡David! ¡Amor mío!
Una voz gritó:
—¡Liliha!
Era la voz de David. Ella se enjugó las lágrimas. ¿Estaba oyendo voces,
imaginando algo que no existía?
—Aquí, Liliha. Aquí abajo.
Se inclinó hacia adelante, peligrosamente, y vio aliviada la figura de David. Había
una estrecha saliente rocosa unos tres metros más abajo. David estaba acostado allí,
aferrado a un arbusto que crecía entre las rocas.
—¡David! ¿Estás bien?
—Creo que no tengo nada roto, sólo que estoy sin aliento. —Tenía la voz débil.
Miró hacia arriba.— Pero no tengo espacio para permanecer de pie, y aunque
pudiera, el borde está muy alto y no logro alcanzarlo.
—No te muevas. Quédate así. Regresaré en un momento.
Liliha se apartó del borde y se puso de pie. A poca distancia había un árbol, y
sobre él crecía una gran enredadera. Liliha se acercó rápidamente al árbol. Los
zarcillos de la enredadera eran gruesos y sólidos. La joven dio un salto y arrancó un
extremo de la planta, y continuó su trabajo hasta que tuvo casi diez metros
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—Reverendo Jaggar —gritó Liliha—. Salga de aquí. ¡La lava lo quemará vivo!
Durante un momento Liliha pensó que no la había oído. Después, volvió la cabeza
hacía ella. Esos ojos negros, generalmente iluminados por el fanatismo, ahora estaban
apagados e inertes.
—Eres tú, Liliha. Perdóname por todo lo que te he hecho...
—¡Maldito sea, hombre! —rugió David—. ¿No oye lo que ella dice? Es hombre
muerto si continúa aquí. ¿Es tan estúpido que no lo entiende?
—Es la suerte que merezco —murmuró Jaggar—. El Todopoderoso descarga su
cólera sobre mí. Desea que yo expíe mis pecados. Sólo puedo desear que él me
perdone antes de descargar su cólera sobre mi cabeza.
—Reverendo, su actitud es absurda —dijo Liliha. Involuntariamente miró hacia la
ladera de la montaña. La lava estaba más cerca, mucho más cerca, y Liliha vio que se
movía más velozmente.— No niego que usted ha hecho cosas terribles, pero su
muerte nada resolverá. Creo que su Dios será más bondadoso con usted si continúa
trabajando por El.
—No soy digno —dijo Jaggar, pero Liliha creyó ver una luz de esperanza en los
ojos hundidos.
—Si le perdono lo que me hizo y prometo ayudarle, ¿reconsiderará su absurda
actitud?
Jaggar se puso de píe; en su rostro se dibujó una expresión ansiosa.
—¿Haría eso, Liliha? ¿Perdonaría todas las ofensas que yo le he infligido?
—Lo intentaré —dijo Liliha, y casi enseguida comprendió que decía la verdad. Ya
no sentía animosidad contra él, y en Hana ya habían muerto muchos hombres... la
muerte de este ser lamentable no sería útil para nadie.
David desmontó.
—Cabalgue con Liliha. Vamos, hombre, no hay tiempo que perder.
Sobresaltada, Liliha preguntó:
—David, ¿crees que...?
David hizo un gesto.
—No te preocupes, querida —dijo. Jaggar avanzó vacilante, y David tomó de la
cintura al ministro y lo montó sobre el caballo, detrás de Liliha. David descargó una
palmada sobre la grupa del caballo, y Trueno comenzó a trotar.
David corría al lado, con las riendas en la mano. Corrieron un trecho
paralelamente al río de lava, pero de pronto treparon una pendiente que pasaba al
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¿cómo les explicaré la suerte que corrieron los hombres a quienes enterramos ayer?
¡Temo mirarlos a la cara!
—Pero eso es absurdo, Liliha—protestó Kawika—. Fue necesario para defender la
aldea contra Lopaka, y Lopaka ya no existe.
—Siempre puede aparecer otro Lopaka, y deseo no verme otra vez en la
obligación de decretar la muerte de nuestros hombres. Mi último acto como alii-nui
será ordenar que derriben el muro y que arrojen las piedras al mar.
—Entonces, ¿quién será alii?
—Mi madre, Akaki. Ahora que se ha restablecido la paz, la aceptarán y respetarán,
y yo le hablaré de tu valentía, Kawika. —Sonrió.— Se sentirá agradecida, como lo
estamos todos, y puedes tener la certeza de que utilizará tus servicios.
Kawika le dirigió una mirada inescrutable, miró un instante a David y se alejó.
David dijo en voz baja:
—Lo compadezco, al mismo tiempo que experimento un sentimiento de triunfo
porque al fin te he conquistado.
—No es necesario que lo compadezcas. Amará a otra mujer. —Adoptó una actitud
pensativa.— Es lamentable, pero muchas mujeres hermosas no tendrán marido ni
amante a causa de las muchas muertes que sufrimos en combate.
Ella calló cuando los tambores y las calabazas comenzaron a sonar, y las voces
entonaron un coro. Con alegres gritos varios hombres se pusieron de pie y
comenzaron a bailar. Todos callaron alrededor del fuego mientras los bailarines
explicaban con los movimientos de las manos y el cuerpo la historia del triunfo de los
guerreros de Hana sobre el perverso Lopaka.
Liliha miraba, pero sólo una parte de su mente prestaba atención a los bailarines.
Sus pensamientos se ocupaban sobre todo de David y de la vida que él había
planeado para ambos. David ya había explorado la isla en busca de tierras que
fuesen aptas para el cultivo de la caña de azúcar. La tarde de la víspera él la llevó a
un hermoso promontorio que se elevaba sobre la costa sur de Hana; allí proyectaba
levantar la casa donde habitarían. Liliha nunca lo había visto tan entusiasmado; ella
compartía ese entusiasmo, pues sabía que poco importaba si el plan de cultivo de la
caña terminaba en nada. Liliha se sentiría feliz mientras ella y David estuviesen
unidos, mientras compartiesen el resto de sus vidas.
Su atención retornó al fuego cuando cesó el repiqueteo de los tambores. Vio que
Dick Bird se ponía de pie. Estaba resplandeciente con sus prendas más elegantes, e
incluso se había puesto el sombrero de copa. Había bebido bastante, y tenía las
mejillas sonrosadas y los ojos brillantes. Los bailarines y los músicos permanecían
quietos y callados, lo miraban asombrados.
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Al final del verso, Dick se inclinó y casi perdió el equilibrio. Aunque los isleños no
habían entendido una palabra, manifestaron a gritos su aprobación, y Liliha aplaudió
entusiasmada. Extrañaría a Dick; partiría al día siguiente en el Promesa. David y
Liliha habían intentado convencerlo de que se quedara por lo menos hasta la boda,
pero Dick había rehusado, diciendo:
—Hay muchas aventuras que todavía no he vivido, muchas canciones que aún no
he compuesto. No, reanudaré mis viajes. Pero os aseguro que un día regresaré.
La mirada de Liliha se volvió hacia el reverendo Jaggar, temiendo que el religioso
desaprobara tan pecaminosa frivolidad; pero el sacerdote aplaudía como los demás,
sus labios dibujaban una leve sonrisa. El misionero había cambiado mucho. Pronto
viajaría a otras islas para cumplir lo que consideraba su misión; pero había aceptado
permanecer en Hana con el fin de celebrar el matrimonio cristiano de David y Liliha,
una ceremonia que, como bien lo sabía Liliha, complacería mucho a su amado, a
pesar de que él se había abstenido cuidadosamente de mencionar el hecho.
Con una sonrisa, ella se inclinó para murmurar algo al oído de David. El asintió, se
puso de pie y ayudó a incorporarse a la joven. Tomados de la mano se alejaron del
fuego, mientras los tambores volvían a sonar.
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Patricia Matthews Amor Pagano
Había luna llena, y sus rayos iluminaban la playa. Continuaron caminando hasta
que ya no pudieron ser vistos por los hombres reunidos alrededor del fuego; pero
aún podían oír la pulsación rítmica de los tambores.
Finalmente, Liliha pidió a David que se detuvieran. Dijo:
—No es costumbre de nuestro pueblo que las mujeres bailen el huía, aunque estoy
segura de que eso cambiará muy pronto. Pero las mujeres conocen bien el huía.
Bailamos en secreto la danza, o a veces —agregó sonriendo— para nuestros hombres,
en la intimidad de las chozas. Ahora, David, quiero danzar para ti.
Liliha se apartó de David, y se despojó de la falda kapa. Con los ojos fijos en
Liliha, David se sentó para mirar.
Al principio, lentamente, Liliha comenzó la antigua danza, y las manos y el cuerpo
hablaron un lenguaje que era elocuente y universal.
David, que observaba atentamente, se sintió conmovido casi hasta las lágrimas,
pues sin palabras ella estaba explicándole su amor, un amor que vencía todos los
obstáculos, un amor que jamás moriría.
Cuando la danza terminó, David abrió los brazos:
—Ven querida —dijo.
Liliha se acercó, casi con timidez, y él la acostó a su lado sobre la arena que aún
estaba tibia por el calor del día.
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