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SECRETUM TEMPLI

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ÍNDICE
Introducción
Pág. 3
El espíritu de la Cruzada
Pág. 5
El ascetismo monacal
Pág. 9
La Guerra Santa y el caballero cristiano
Pág. 15
Los Pobres Caballeros de Cristo
Pág. 19
Los Caballeros del Templo
Pág. 24
La Orden del Temple
Pág. 29
La crisis
Pág. 35
Bibliografía
Pág. 39
Documentos históricos
Pág. 40

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INTRODUCCIÓN

La vida de la Orden militar del Temple está estrechamente unida a los avatares de las Cruzadas,
tanto en su origen como en su desaparición, y para comprender con exactitud su función es
necesario tener en cuenta la doble vertiente que sustentaba sus ideales: el ascetismo monacal y la
imagen del caballero cristiano.

Como monjes hacían votos semejantes a los benedictinos o a los agustinos: obediencia, pobreza y
castidad; a esos votos añadían los de impulsar el cristianismo y combatir a los enemigos de la fe.

Ya desde el año 1070, antes de la Primera Cruzada, los Caballeros de San Juan, también conocidos
como Caballeros Hospitalarios, Caballeros de Rodas o de Malta, según el devenir de la propia
orden, habían establecido en Jerusalén un hospital para los peregrinos, dependiendo de un
monasterio benedictino, aunque no obtendrían la independencia total y el reconocimiento papal
hasta 1113. Para entonces, la Primera Cruzada (1096-1099) había logrado conquistar gran parte de
Tierra Santa, incluyendo Jerusalén, pero la presencia cristiana era débil y la amenaza turca,
poderosa.

En este ambiente nace en 1119 la Orden de los Pobres Caballeros de Cristo, de los Caballeros del
Temple o Templarios, impulsada por un grupo de nobles franceses entre los que figuraban Hugo de
Payens, Godofredo de Saint Omer, Paien de Montdidier y Archimboldo de Saint Amand, con la
finalidad de defender el Santo Sepulcro, proteger a los peregrinos y combatir a los infieles. El rey
Balduino II de Jerusalén les entregó una casa situada en terrenos del templo de Salomón, y de ahí
recibieron el nombre que les dio fama. Fueron reconocidos por el Papa Honorio II (1127), y San
Bernardo de Claraval les dio su regla un año más tarde. La obediencia directa de la nueva Orden al
Papa estaba en la norma de las tendencias benedictinas; de este modo, los templarios se convirtieron
en un poderoso brazo militar del Papado.

Pronto se vio ondear el beausant, la bandera blanca y negra de los templarios, en numerosos
campos de batalla, en los que perdieron la vida no pocos caballeros: Bernard de Tremelay, maestre
de la Orden, murió en el asedio de Ascalón (1153); Guillermo de Beaujeu, también maestre, cayó en
Acre (1291).

Pero la Orden había crecido con rapidez: en 1260 eran unos 20.000 caballeros y sus posesiones
enormes, pues poseían alrededor de 9.000 castillos o residencias entre Tierra Santa y Europa. En la
Corona de Aragón, el Temple tuvo 36 encomiendas y el rey Alfonso I nombró a la Orden (junto con
los Hospitalarios y los caballeros del Santo Sepulcro) heredera del trono; en Castilla eran 32 las
encomiendas y en Navarra, cuatro.

En 1307, Clemente V ordenó al maestre Jacques de Molay que estableciera la sede de la Orden en
Francia, tras la caída de Acre y de los pocos territorios cristianos que quedaban en Tierra Santa en
manos del sultán mameluco de Egipto. En realidad, el desplazamiento de la Orden podía deberse a

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otras razones más operativas y que Molay no supo ver: el enfrentamiento directo que mantenía el
rey francés, Felipe IV, con el Papa Clemente ya desde los tiempos de Bonifacio VIII, al que había
humillado públicamente en varias ocasiones y, en especial, en Anagni (1303), donde lo hizo
prisionero.

En el contexto de las luchas entre Iglesia y poder real, los Caballeros no tardaron en convertirse en
un elemento más: sus riquezas podían contribuir a sanear las arcas de la Corona y acabar con ellos
equivaldría a asestar un duro golpe al Papa. Así lo debió entender Felipe IV, que emprendió una
implacable campaña contra los miembros de la Orden, acusándolos de herejes y practicar la
homosexualidad; el resultado no se hizo esperar: en octubre de 1307 fueron apresados todos los
caballeros que había en Francia y sus bienes confiscados en beneficio del rey. En Inglaterra ocurrió
otro tanto, mientras que en la Península Ibérica los templarios consiguieron sobrevivir, integrándose
en la orden de los Hospitalarios o pasando a formar parte de alguna de las existentes en el reino de
Aragón y Castilla y Portugal.

Bajo el poder del rey de Francia, el Papa, que residía entonces en Aviñón, suspendió la Orden en el
mes de marzo de 1312, y dos años más tarde enviaba a la hoguera al Maestre Jacques de Molay: al
morir, el Caballero Templario emplazó al Papa y al rey ante Dios antes de que acabara el año.
Clemente V murió el 20 de abril y Felipe IV el 29 de noviembre de 1314.

Los procesos inquisitoriales contra los Caballeros fueron una maniobra política por la que se
buscaba acabar con la Orden a través de las falsas acusaciones habituales de herejía y
homosexualidad; era una forma de justificar ante la opinión pública el ataque al brazo militar de la
Iglesia. Maniobra burda que no llegó a adquirir consistencia en los reinos de España, al margen de
las luchas entre el Papa y el rey francés.

A partir del siglo XVI y sobre todo, desde el siglo XVIII, se empezó a ver en los templarios una
especie de secta secreta que había obtenido su poder gracias a la magia negra y a otras prácticas
ocultas de carácter diabólico.

Luego se les vinculó, a través del Templo de Salomón, con los masones: éstos eran herederos
directos de los pocos templarios (¿una docena?) que habían conseguido escapar de las manos del
rey de Francia, estableciéndose en Escocia donde fundaron la masonería; para dar autenticidad a
unos vínculos que podían ennoblecer a los recién creados masones, no tardaron en falsificar
documentos que acreditarían la continuidad ininterrumpida desde los trágicos sucesos del siglo XIV
hasta la Revolución Francesa y los años posteriores.

Los disparates se han sucediendo, sin el menor atisbo de fidelidad a la realidad o a la Historia:
ficciones literas y cinematográficas presentan a los templarios inmersos en un mundo de sociedades
secretas, con códigos indescifrables y con mensajes cifrados, que distan mucho de los Caballeros
del Temple: violentos en tiempos de guerra (y de paz), imbuidos de ascetismo e ignorantes de los
más elementales principios teológicos, pero unidos para defender los Santos Lugares y proteger a
los peregrinos frente a la amenaza de los infieles; vencidos por los turcos en Tierra Santa y víctimas,
en definitiva, de una guerra que no era la suya, sino del Papa y del rey de Francia.

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El espíritu de Cruzada

A mediados del siglo XI la relativa tranquilidad de los reinos cristianos de Oriente se vio alterada
por el peligro del avance de unos pueblos nómadas que llegaban de Asia. Eran turcos seminómadas,
que no tardaron en entrar en Bagdad (1055), mandados por Toghrul Bey el Seleúcida, que se
proclamó máximo defensor del Islam sunní, y allí fue aclamado como rey de Oriente y Occidente,
con autoridad espiritual sobre todos aquellos pueblos dependientes del califa abasida.

El choque con el Imperio bizantino era cuestión de tiempo, de poco tiempo, pues casi de inmediato
empezaron las incursiones seleúcidas en Armenia, pero la resistencia impedía avances duraderos.

A la muerte de Toghrul (1063), su sobrino Alp Arslan, temeroso de una posible alianza entre los
fatimitas egipcios y los bizantinos, decidió ocupar toda Armenia, lo que le permitiría mantener
alejados a los bizantinos, para a continuación emprender la guerra contra los fatimitas.

Las campañas en Armenia se sucedieron hasta el invierno de 1066. Posiblemente, la muerte de


Constantino X aceleró la crisis del Imperio, pues su hijo (Miguel VII) aún era demasiado joven para
hacerse cargo de las responsabilidades. En esta situación de amenaza, la emperatriz madre,
Eudoxia, se casó con Romano Diógenes, general de los ejércitos bizantinos y lo convirtió en
emperador (Romano IV, 1068).

Ante la amenaza turca, que era grande, y dado que el Imperio ya no contaba con ejércitos poderosos
como antaño, pues Constantino había ido reduciendo los efectivos, el nuevo emperador tuvo que
reclutar de inmediato tropas mercenarias, muchas de ellas europeas: escandinavos, normandos,
francos, eslavos y turcos (pechenegos, cumanos y guzos).

Y así, en los primeros meses del año 1071, el emperador bizantino se puso en marcha con un
ejército improvisado para reconquistar Armenia. Romano IV no debía sentirse muy tranquilo con
sus contingentes: los turcos cumanos eran los más numerosos, pero su parentesco con los seleúcidas
no era la mejor recomendación. Los caballeros normandos estaban bien entrenados y equipados,
aunque sus jefes anteriores habían sido condenados por traición, lo que hacía poco fiables a estos
caballeros. Finalmente, el grueso del ejército estaba bajo el mando de Andrónico Ducas, sobrino del
emperador Constantino y enemigo, como toda su familia, del advenedizo Romano IV, que
conocedor de la situación prefirió llevarlo al frente antes que dejarlo en Constantinopla.

Cerca de la frontera de Manzikert o Malazgerd se estableció el cuerpo del ejército mandado por
Romano; los francos y los cumanos fueron a proteger la fortaleza de Akhlat.

Alp Arslan, con sus tropas seleúcidas, cayó sobre Romano IV sin que éste le diera tiempo de reunir
a todos sus hombres. Su ejército fue aniquilado y el emperador hecho prisionero. Era el 19 de
agosto de 1071. La víspera, los cumanos se habían unido a los seleúcidas; los francos no quisieron

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tomar parte en el combate, y Andrónico Ducas había preferido ir con las fuerzas de reserva a
Constantinopla.

Occidente se conmovió con la noticia de la batalla. Bizancio había sido derrotada y se debía buscar
nuevas formas para defender a la Cristiandad, pues la protectora, el lejano baluarte, ya no cumplía
con la función que todos esperaban.

Y por si fuera poco, los normandos, que llegaron como aliados, se habían convertido en temibles
huéspedes codiciosos de riquezas y poder. Roussel de Bailleul quiso fundar un estado normando en
Anatolia, semejante a los que sus compatriotas habían establecido años antes en Sicilia y el sur de la
Península Itálica. Miguel VII, a la sazón emperador de Bizancio, tuvo que aliarse con los turcos
para frenar el avance normando, pero la alianza suponía, de hecho, la cesión a los seleúcidas de las
provincias orientales de Anatolia. Al margen de los resultados (los normandos fueron vencidos,
aunque la amenaza continuaba), este nuevo episodio acrecentó la desconfianza de los bizantinos
hacia los occidentales, y más concretamente, hacia los franco-normandos.

Y como suele ocurrir tras las grandes derrotas, se sucedieron las deserciones, las deslealtades, los
asesinatos y las rebeliones; las intrigas y la traición se convirtieron en algo habitual, resultado de
territorios ingobernables por haber quedado rotas las comunicaciones y destruidas las fuentes de
ingresos.

Entre los turcos la situación no era mucho mejor, pues la ambición y la indisciplina acabarán
desmembrando el ejército de los conquistadores, pero mientras tanto, avanzaban aprovechando la
división de los vencidos, ocupando ciudades como aliados de unos y otros. Sin mucho desgaste
militar llegaron a Nicea, relativamente cerca de Constantinopla.

Y si los tiempos de guerra eran malos, las desmovilizaciones eran aún peores, pues llenaban los
caminos de salteadores despiadados: la población huía de las ciudades, que ya no ofrecían
seguridad, y el campo tampoco resultaba tranquilo.

Fácilmente se puede comprender que no era una buena ocasión para ir a Palestina como peregrino,
sobre todo si se tiene en cuenta que las peregrinaciones no siempre eran un ejercicio espiritual de
carácter individual, sino que consistían en movilizaciones de contingentes a veces muy numerosos:
basta recordar el famoso caso del conocido obispo Bamberg que fue a Tierra Santa con siete mil
fieles, y eran muchos los peregrinos que tenían que regresar sin ver cumplido su viaje, dadas las
dificultades con que tropezaban y la carestía de desplazamientos y comidas.

Del mismo modo, las relaciones comerciales (especialmente italianas) con el Mediterráneo oriental
se resintieron con la guerra. Los vínculos de Venecia, Amalfi, Génova y Pisa con el Imperio de
Oriente se habían beneficiado de la estabilidad de los fatimitas egipcios y de la riqueza bizantina,
estableciendo redes comerciales sólidas, a las que los gobernantes daban gran valor y suma
importancia: cualquier alteración en el equilibrio de fuerzas podía desencadenar una serie de
dificultades poco deseables: el abastecimiento o la moneda se vieron afectados por la presencia de

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los turcos seleúcidas en la zona, por la inseguridad en las comunicaciones terrestres y por la
inestabilidad general.

En esta situación llegó al trono Alejo I Comneno en 1081, cuando aún no tenía treinta años, pero ya
había acumulado una larga experiencia de combates y de intrigas cortesanas.

Apenas había ocupado la cabeza del maltrecho Imperio, Alejo tuvo que hacer frente a un nuevo
ataque normando, esta vez llegado desde el oeste y encabezado por Robert Guiscard, duque de
Apulia, que en 1073 había conquistado Amalfi, y ahora atravesaba el Adriático impulsado por el
Papa y por su propia ambición. Alejo sufrió varias derrotas y, al fin, tuvo que pedir ayuda a turcos y
venecianos. Fueron cuatro años de guerra, hasta la muerte de Guiscard en 1085, durante los cuales,
los venecianos perdieron sus barcos y los bizantinos se quedaron sin las provincias del Este que
poco a poco habían ido pasando a manos de los turcos, que además conquistaron numerosas islas
del Egeo.

Los normandos se retiraron para completar la ocupación de Sicilia: Mesina había sido conquistada
por Robert Guiscard y su hermano Roger en 1061; Palermo cayó en 1072, y el resto de la isla, junto
con Malta, estaba en posesión de los normandos ya en 1091.

La muerte de los máximos jefes turcos seleúcidas (el sultán Suleiman ibn Kutulmish, 1086 y el emir
Chaka, 1092), fragmentó el poder de los invasores y dio lugar a una situación de debilidad de éstos
frente a los bizantinos de Alejo I.

Mientras tanto, en Occidente el Papado recuperaba protagonismo tras un período marcado por la
dependencia de la Iglesia al Emperador, en el que el nicolaísmo (matrimonio o amancebamiento de
los sacerdotes) y la simonía (compraventa de las dignidades eclesiásticas) eran las normas de
conducta habituales del clero. El Concilio de Pavía (1022) había tomado severas medidas contra
estas actitudes, movido por un espíritu de reforma que llegaba de Cluny, lo que no quiere decir que
las decisiones adoptadas en Pavía se cumplieran estrictamente: el Papa Benedicto VIII murió en
1024; le sucedió su hermano con el nombre de Juan XIX (1024-1032); el sucesor de éste fue su
sobrino Benedicto IX (1032-1044), que debido al descontento que suscitó fue depuesto y sustituido
por Silvestre III, que a su vez fue expulsado en apenas dos meses por los hermanos del destituido
Benedicto IX, que fue rehabilitado y que al fin, a los pocos meses, tuvo que renunciar a favor de su
padrino, Gregorio VI (1045), que también fue depuesto o abdicó, y a quien el emperador Enrique III
sustituyó por un papa alemán, Clemente II (1046-1047), a quien siguió el también alemán Dámaso
II (cuyo pontificado duró menos de un mes). De nuevo Enrique III nombró al sucesor, León IX
(1049-1054), que había conseguido impulsar la reforma del clero en su diócesis lorenesa de Toul.

Apenas cinco años estuvo León IX en la sede papal, y ese tiempo lo dedicó a la reforma de las
costumbres del clero y a luchar contra los normandos, que lo vencieron (1053) y lo tuvieron
prisionero casi hasta su muerte, y a hacer frente al Cisma de Oriente, promovido por Miguel
Cerulario (1053), quien, basándose en elementos litúrgicos, cuestionaba la permanencia del Papa de
Roma sobre el Patriarca de Constantinopla como cabezas visibles de la Cristiandad. De manera que
hubo un nuevo papa, alemán también, Víctor II (1055-1057), aunque las cosas habían comenzado a

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cambiar y el emperador Enrique III ya no fue quien nombró al nuevo pontífice, renunciando a un
derecho que hasta ese momento había ejercido.

El emperador murió en 1056 y apenas medio año más tarde, el papa. El hijo y heredero de Enrique
III, Enrique IV, sólo tenía seis años, por lo que se anunciaba una larga y conflictiva minoría de edad.
El nombramiento del nuevo papa, Esteban IX (1057-1058), no resolvió la situación, porque fue
pontificado breve, aunque suficiente para que se rebelara contra la investidura laica, en la que
cifraba gran parte de los males de la Iglesia.

La imposición violenta de Benedicto X (1058-1059) como sucesor de Esteban tampoco fue


duradera, ya que con rapidez le opusieron a Nicolás II (1059-1061), que de inmediato hizo paces
con los normandos de Robert Guiscard, nombrándolo duque de Apulia. El Papa ahondó más la
independencia de la Santa Sede y de la relación de pontífice frente al emperador y a cualquier poder
laico, lo que no gustó en la corte, de modo que a la muerte de Nicolás II, una alianza de alemanes,
normandos y toscanos nombró a un nuevo Papa, Honorio II (1061-1064), al que la Iglesia no
aceptó, eligiendo por su parte a Alejandro II (1061-1073), que tuvo que enfrentarse con la
resistencia de la aristocracia feudal, hasta que consiguió la deposición de Honorio (1064).

La autoridad del papado iba en aumento y la reforma de las costumbres del clero parecía ya
inevitable cuando ocupó la Santa Sede un monje cluniacense, italiano, de nombre Hildebrando, de
enorme prestigio ya desde tiempos de León IX, hacía casi veinticinco años. Había participado de
forma directa, como consejero, en el nombramiento de media docena de Papas, y su sombra se
apreciaba tras el esfuerzo reformista. Hildebrando recibió el nombre de Gregorio VII (1073-1085).

Los conflictos entre el Papado y el Emperador acerca del nombramiento de Pontífices son
conocidos en los tratados de Historia como “Querella de las Investiduras”, y tienen como base la
preeminencia del poder temporal sobre el espiritual o viceversa.

Gregorio VII se propuso restablecer el orden en la Iglesia combatiendo el nicolaísmo y la simonía,


pero tuvo que enfrentarse con un problema más grave, la investidura laica y, en consecuencia, la
defensa de la primacía de la Iglesia sobre el poder temporal. Con sendos decretos de 1075 y 1078,
estableció que la investidura por laicos era un sacrilegio y, como tal, sería castigado con la
excomunión el clérigo que la recibiera y el laico que la llevara a cabo. La reacción de Enrique IV no
se hizo esperar y en el Concilio de Worms (1076) depuso al Papa. Gregorio VII lo excomulgó y
liberó a todos sus vasallos del juramento de fidelidad que le debían. Enrique acudió a reconciliarse
con el Papa y se encontraron en el castillo de Canosa (1077), aunque el severo Pontífice tardó tres
días en permitirle comulgar de nuevo. La oposición interna en los dominios de Enrique IV
desembocó en guerra, en una nueva excomunión (1080) y en el nombramiento de un antipapa,
Clemente III. Para poder defenderse, Gregorio tuvo que aliarse con los normandos de Robert
Guiscard, que no consiguieron evitar las victorias de Enrique IV. Gregorio VII murió refugiado en
Salerno en 1085.

La Querella de las Investiduras no terminó entonces. Se prolongará aún durante doscientos años.

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Víctor III (1087-1088) sucedió a Gregorio VII y, como su predecesor, tuvo que enfrentarse con
Enrique IV, al que reiteró la excomunión. A su muerte, le sucedió el cardenal Odón de Ostia, con el
nombre de Urbano II (1088-1099), francés, que restableció la presencia papal en Roma (hasta
entonces ocupada por Clemente III) y siguió de cerca los pasos de Gregorio VII, reformando la
Iglesia y afianzando el poder de la Santa Sede: Roma volvía a ser la cabeza de la Cristiandad
recuperando su presencia en la Península Ibérica a través de la reforma cluniacense, primero en
Navarra y, luego, en Castilla. La reconquista de Toledo (1085) y de toda Sicilia daban motivos para
el optimismo.

La fundación de las abadías de Fontevrault (por Roberto de Arbrissel, 1096) y de Císter (Roberto de
Champagne o de Molesmes, 1098) no hacían sino trasponer a niveles inferiores la voluntad de un
retorno a las más estrictas normas religiosas, con un decidido apoyo a las reformas emprendidas por
el Papa y siguiendo en toda su pureza la primitiva Regla de San Benito.

Occidente estaba asistiendo a un gran movimiento de renovación espiritual en todos los estratos de
la sociedad.

En este ambiente, Urbano II predicó la I Cruzada el 27 de noviembre de 1095. El Papa murió el 29


de julio de 1099, catorce días después de la conquista de Jerusalén por parte de los caballeros
cruzados.

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El ascetismo monacal

La segunda mitad del siglo XI se presenta, pues, como un continuo esfuerzo de recuperación
espiritual, de reforma de costumbres, que alcanza a todos los estratos sociales. En este nuevo
ambiente adquiere una importancia esencial el monaquismo, frente a otras formas de religiosidad.

Durante los siglos X y XI, la Regla de San Benito marcaba las normas de la vida en los monasterios
occidentales; era una regla de larga tradición, avalada por una figura tan importante en el seno de la
Iglesia como San Gregorio Magno (h. 540-604, papa desde 590), que dedica el libro II de sus
Diálogos a la vida y milagros de San Benito.

San Benito de Nursia (h. 480-h. 547) comenzó su vida ascética como ermitaño, pero hacia el año
529 se estableció en Monte Cassino, organizando el monaquismo de acuerdo con unos principios de
moderación y equilibrio, muy lejos de las exageraciones de la tradición monástica oriental: la vida
del monje debe repartirse entre el trabajo manual, el trabajo intelectual y la oración; enseña el
respeto a la autoridad del abad y la fraternidad, que contribuye a la obediencia. Humildad,
discreción, moderación con las normas esenciales de comportamiento en el monasterio, espacio que
se concibe como un lugar cerrado al exterior y, para mayor independencia, tiene que ser
económicamente autónomo.

Los benedictinos fueron los monjes más numerosos, sin duda por el equilibrio de la Regla, lejos de
exageraciones y extravagancias monásticas orientales (y del irlandés, iniciado por San Patricio, h.
389-h. 461). Sin embargo, las costumbres de los monjes se fueron relajando y hubo varios intentos
para restablecer el rigor inicial, y en este sentido interesan especialmente los ejemplos de Cluny y
de Cîteaux (Císter).

CLUNY

El monasterio de Cluny fue fundado a comienzos del siglo X por el abad Bernon (909-926), que
pensaba recuperar en él la pureza inicial de la regla benedictina, como ya había hecho en otros
lugares. Será su sucesor, el abad Odón (926-944), quien dará a la abadía el esplendor que la ha
hecho famosa: la convirtió, gracias a la autorización papal, en cabeza de orden y obtuvo la
dependencia directa del papa, sustrayéndose de la autoridad de la Iglesia local y de la nobleza laica.
La orden de Cluny tuvo desde época muy temprana un enorme prestigio, lo que facilitó su
expansión y que obtuviera grandes donaciones y riquezas, llegando a ser una verdadera potencia
económica, cultural y, sobre todo, espiritual: el influjo no tardó en extenderse por todo Occidente.
Los monjes negros, como eran conocidos por el color de su hábito, se habían convertido en un
elemento más de la sociedad feudal.

El crecimiento que tuvo la orden de Cluny obligó a que se realizaran ajustes en el funcionamiento
interno de la misma ya en la segunda mitad del siglo X: aunque se mantenía la Regla de San Benito,
la situación de la abadía era muy distinta a la que se solía dar en otros monasterios, pues abundaban

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los monjes (y en proporción pocos legos para servirles), habían crecido considerablemente los
ingresos con la fundación de otros monasterios dependientes, la liturgia ocupaba un lugar
preponderante y, con frecuencia, los abades tenían responsabilidades fuera de la casa, lo que les
obligaba a ausentarse durante períodos de tiempo que podían ser largos.

En 1027, el papa Juan XIX estableció definitivamente la independencia espiritual de la orden con
respecto a cualquier obispo, y cinco años después, la inmunidad se extendió también a todos los
aspectos materiales o temporales, lo que facilitó las grandes donaciones. Naturalmente, la situación
de Cluny pareció ideal a los papas empeñados en liberarse del control laico.

Cluny vino a satisfacer el ideal monástico y a suscitar una atracción inimaginable entre los
habitantes del occidente medieval. Poco a poco el prestigio de la orden fue imponiendo la idea de la
incompatibilidad entre la vida mundana y la salvación espiritual. Naturalmente, esta idea englobaba
también los distintos aspectos de la crisis religiosa del siglo X, centrada como se ha visto en el
nicolaísmo y la simonía: los cluniacenses defenderán el celibato de todo religioso, basándose
fundamentalmente en la necesidad de la pureza de quien administra el sacramento eucarístico. De
esta forma se impone la castidad como uno de los elementos esenciales para el estado sacerdotal,
junto con la vida en común y el servicio litúrgico.

Por otra parte, la espiritualidad monástica tuvo como consecuencia de gran importancia el
menosprecio del estado laico: los laicos no sólo son inferiores desde el punto de vista espiritual,
sino que también están por debajo de los religiosos en formación cultural.

Se establece así una triple división de la sociedad, que encierra una jerarquización, como es
previsible en el mundo feudal: los monjes, el clero y los laicos. Se trata de una escala que esconde
también la clave para la salvación eterna, de tal forma que los monjes tienen muchas más
posibilidades que los laicos de llegar al cielo. Esta idea es compartida por los fieles, que no dudan
en entregar a sus propios hijos para que sirvan en los monasterios y, a falta de otras posibilidades,
ellos mismos intentan salvar las distancias mediante grandes donaciones o ingresando en la orden
en los últimos momentos de su vida.

Como vemos, a lo largo del siglo XI la sociedad siente una enorme atracción por el mundo
espiritual y, sobre todo, por el ascetismo monástico: en muchos casos se resuelve esa atracción con
la incorporación del laico a la vida monástica, con una duración parcial, lo que con el paso del
tiempo dará lugar a la creación de las “órdenes terceras”.

La violencia y la inseguridad son dos características del siglo XI que se refleja en todo tipo de
actividades y que, naturalmente, alcanzan también el dominio de la espiritualidad y de la religión: la
vida es un combate continuo para vencer a las fuerzas del Mal, que se manifiestan abundantemente
por todas partes; la oración es una de las armas que posee el cristiano para salir victorioso del
combate.

La idea es fundamental para comprender la importancia de la plegaria (y entre los cluniacenses


también de la liturgia), más aún si se hace en comunidad, pues las batallas se vencen gracias a los

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ejércitos más que al valor individual de los héroes. Pero también es importante para comprender los
esfuerzos y los sacrificios que se llevan a cabo continuamente como forma no sólo de mortificar el
cuerpo, sino también de buscar la salvación a través de la libertad espiritual que se consigue
abandonando el pecado y recobrando la inocencia primigenia. Naturalmente, en los casos
individuales, el combate se plantea con extremada dureza, pues el demonio aparece con facilidad y
hace ver al cristiano su debilidad frente al pecado.

Se puede ejemplificar la imagen del duro combate contra el demonio tomando como base un texto
de San Anselmo de Bec (1033-1109): “Un rey tiene un pueblo en el que hay un castillo con una
torre fuerte y resistente. Alrededor del castillo hay casas de todo tipo. El rey tiene un enemigo que
con frecuencia ataca todo lo que hay fuera del pueblo y, a veces, entra en el pueblo, ocupa las casas
menos protegidas y apresa a los vecinos. Sólo el castillo puede resistir, gracias a que está cerrado
frente al exterior y resulta inexpugnable, por lo que da total protección a cuantos se han refugiado
en él. Ese rey es Dios y su enemigo, el demonio; su reino tiene el cristianismo y el cristianismo, el
monacato, sobre el que sólo queda la vida de los ángeles. En el cristianismo (el pueblo) muchos son
débiles, fáciles presas para el enemigo, aunque hay otros que son fuertes. En el monacato (el
castillo) la fuerza es tal que nadie que esté en él podrá sufrir daño alguno del demonio. Fuera del
cristianismo no hay protección posible y quienes caen en manos del demonio, van directamente al
infierno”.

El sacrificio, la vida de privaciones o incluso el retiro eremítico, con posibilidades no menos duras
(como los emparedados) son algunas de las vías que buscan los laicos para alcanzar la perfección y,
con ella, la salvación. En este conjunto de posibilidades, la peregrinación a Santiago de Compostela,
a Roma o a Tierra Santa se presenta como una alternativa cargada de peligros y, por tanto,
plenamente válida. La misma orden de Cluny será la gran impulsora y protectora del Camino de
Santiago.

Como se puede suponer, la presencia de los turcos seleúcidas en Tierra Santa constituía un motivo
de alarma por las dificultades que se añadían al camino, pero sobre todo por la presencia de los
infieles en el lugar de la mayor veneración cristiana.

La sociedad del siglo XI, formada en el ascetismo y en una concepción religiosa de la vida, no
podía aceptar impasible la situación que se había producido.

CÍSTER

El proceso de reforma espiritual promovido en la segunda mitad del siglo XI, e impulsado por
Gregorio VII, dio lugar a la fundación de la abadía de Cîteaux por Robert de Molesme que, bajo el
deseo de regresar a la pureza de los orígenes benedictinos, encontró un nuevo camino para la vida
religiosa: la sencillez evangélica y la austeridad.

Para lograr esos objetivos, era imprescindible alejarse, física y espiritualmente, del mundo, y por
eso los nuevos reformadores benedictinos buscan lugares solitarios, lejos de toda población, lo que

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les obliga a abastecerse con la ayuda de unos pocos hermanos laicos que no se alejan de las
propiedades del monasterio y que explotan los recursos a los que pueden tener acceso.

Visten hábito de lana blanca, de color crudo, sin teñir; comen una sola vez al día (nunca carne o
pescado) y ayunan con frecuencia. La austeridad y el silencio les deben ayudar en la oración dentro
de monasterios igualmente austeros y silenciosos, sin adornos que distraigan.

La vuelta al rigor de la Regla exigía, además, recuperar algunas costumbres que se habían ido
perdiendo, como el equilibrio entre trabajo físico, el intelectual y la oración: se reduce la abundante
liturgia cluniacense y desaparece toda aquélla que no había sido establecida expresamente en la
Regla de San Benito.

La renuncia del mundo es una forma de acercarse a la perfección espiritual, tomando conciencia de
la propia miseria humana. La mortificación del cuerpo eleva el espíritu y lo lleva a la contemplación
divina, pero se trata de un proceso doloroso, lleno de combates que se vencen a través del
sufrimiento diario.

Es evidente que tan altas exigencias y una voluntad tan grande de renuncia del mundo llevaría a los
monjes blancos a vivir al margen de la sociedad. Por otra parte, el deseo de perfección podía hacer
ver que este mundo (y el resto de la Iglesia) vive en medio de la corrupción, y que habría que
esperar la llegada de una época más espiritual, compuesta de santos y de monjes de observancia
renovada. Tales ideas provocaron que Joachim de Fiore (h. 1135-1202) fundara una comunidad de
ermitaños, aprobada por Celestino III en 1196, que tendría un gran influjo en muchos herejes del
siglo XIII y en los franciscanos seguidores de la estricta pobreza. Pero ése es un asunto del que
ahora no podemos ocuparnos.

SAN BERNARDO DE CLARAVAL

Sí es necesario, sin embargo, hacer una breve referencia a un personaje clave para comprender los
cambios que se están produciendo en la sociedad de finales del siglo XI y comienzos del XII. Se
trata de San Bernardo de Claraval (1090-1153). Hijo de una familia noble de Borgoña, entró en el
convento del Císter con veinte años (1112). Tras un año de novicio y dos como profesor, fue
enviado a Clairvaux (Claraval) en Champaña para que fundara allí un nuevo monasterio de la orden,
del que sería abad durante treinta y ocho años, y que se convertiría en la casa madre de casi la mitad
de los monasterios cistercienses y referencia espiritual de todos ellos.

San Bernardo defendió en todo momento el espíritu del Císter, basándose en la humildad y la
mortificación del cuerpo, siempre dentro de los principios de la austeridad y pobreza más absolutas.
Sin embargo, en contra del espíritu cisterciense, pasó gran parte de su vida fuera del monasterio,
realizando actividades de todo tipo: predicador vehemente, apologeta apasionado, consejero
prudente, defensor de la paz y, a la vez, impulsador de la II Cruzada (Vezelay, 1146). Y, al parecer,
tenía una capacidad de convencimiento poco usual: consigue que todos sus familiares, padre,
hermanos, tíos y primos ingresen en distintos monasterios, y también sus hermanas, a excepción de
una ya casada que se le resiste, aunque al fin consigue convencerla para que haga que su marido le

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dé el consentimiento pertinente para su ingreso en el convento. Así las cosas, no sorprenden las
palabras de su biógrafo, que dice que “las madres escondían a sus hijos, las mujeres encerraban a
sus maridos, los amigos alejaban a los amigos: porque el Espíritu Santo daba a su voz tal impronta
de virtud que a duras penas había algún vínculo afectivo que pudiera resistírsele”. (Miccoli, p. 76).

Fue también un escritor incansable, tanto de obras dirigidas a religiosos como a laicos. Sus
sermones (de los que se conservan al menos 85) y su medio millar de cartas dirigidas a
emperadores, papas, reyes, arzobispos, duques, condes, abades, monjes, burgueses, canónigos,
monjas o condesas, pueden dar una idea de la extensión de su prestigio.

Y aunque estuvo ausente por enfermedad, su presencia se hizo notar en el concilio de Troyes
(1128), en el que se aprobó la Orden de los Pobres Caballeros de Cristo. Fue consejero del Papa
Inocencio II; se enfrentó con Pedro Abelardo (al que consiguió que condenaran por hereje en 1140),
y fue infatigable beligerante contra cuantos se alejaban del dogma.

Para nuestro propósito interesa especialmente una obra de San Bernardo, De laudibus novas militiae
(Elogio de la nueva milicia), dirigida a los Caballeros del Templo, que constituye el punto de
encuentro con la espiritualidad cisterciense y de la religiosidad laica: la idea del combate contra el
Mal adquiere ahora un verdadero enfrentamiento físico. Si antes los milites Christi eran monjes, San
Bernardo extiende la denominación a algunos caballeros: es el resultado lógico de un proceso que
había comenzado a gestarse mucho tiempo antes.

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La Guerra Santa y el caballero cristiano

La Iglesia de los orígenes consideraba toda guerra como un acto violento, casi criminal, pues en ella
se transgredía el quinto mandamiento del decálogo, “No matarás”. Posiblemente, por esta razón los
primeros cristianos se negaban a formar parte del ejército y a combatir, lo que frecuentemente les
acarreaba la muerte.

Ya San Agustín (Agustín de Hipona) admitía que las guerras se hacen por mandato divino (De
Civitae Dei), lo que, de hecho, venía a justificar la violencia en algunos casos; era necesario, a
continuación, saber cuándo se podía buscar la muerte ajena y arriesgar la propia vida.

Lógicamente, la Guerra Santa comenzó con los intereses de la Iglesia (término en el que se unen a
veces la Cristiandad y la Santa Sede), y ya a mediados del siglo XI, el papa León IV dio
consideración de mártires a quienes murieran combatiendo por la Iglesia, con el consiguiente
premio celestial (1053): así, algunos caballeros tenían tan fácil el acceso al Paraíso como los
monjes. Este paralelismo no es superfluo, pues será la base sobre la que posteriormente se
construirá la ética de la guerra, a la vez que abría las puertas a una serie de interpretaciones
belicistas.

Por otra parte, durante mucho tiempo, la guerra había sido la ocupación de los nobles, que en ella
ganaban fama y riquezas, muchas veces atacando las propiedades eclesiásticas y robando sus
bienes, lo que convertía las guerras en actos de pillaje y obligaba a la Iglesia a mantener unas
fuerzas armadas que le permitieran defenderse, y también participar en actividades similares contra
sus vecinos: al fin y al cabo, los más altos representantes de Dios en la tierra eran nobles,
nombrados para sus cargos por otros nobles.

El siglo X fue testigo de abusos y aberraciones innumerables, y por eso no extraña, que en la
segunda mitad del siglo empiece a haber un esfuerzo regulador de la guerra. Parece ser que la
iniciativa surgió en el ducado de Aquitania, promovida por nobles y miembros de la jerarquía
eclesiástica. Y así, en una sucesión de concilios, que comenzó en Charroux (989) y siguió en Puy
(990), Poitiers (1000) y Verdun-sur-le-Doubs (1016), se establecieron unas normas, de acatamiento
voluntario al comienzo, y después obligatorias en los dominios del rey de Francia, por las que las
diferencias de dirimirían mediante la justicia y no con la guerra, y se establecía la inmunidad de las
pertenencias eclesiásticas y la exención de clérigos y campesinos a la hora de portar armas: esta
iniciativa será conocida con el nombre de Paz de Dios. Y aunque al principio la pena era la
excomunión, luego se pasó a castigos menos espirituales, como la destrucción de los castillos de
quienes no respetaran la paz: solución que no parecía muy adecuada para mantener la calma en los
territorios afectados, pues para que se respetaran estas normas se organizaron de forma espontánea
Ligas de Paz, frecuentemente formadas por clérigos y campesinos, que muy pronto demostraron ser
tan destructivas y violentas como los propios nobles.

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En todo caso, quedaba de manifiesto el cansancio por las continuas guerras y actos de pillaje y los
deseos de la Iglesia y de una parte de la población por acabar con este estado de cosas.

La tendencia pacifista no tardó en buscar otros cauces. Y fueron de nuevo las jerarquías de la Marca
Hispánica (territorios entre los Pirineos y el Ebro) y Sur de Francia las que establecieron unas
normas más estrictas, que marcarán la pauta durante algún tiempo.

El abad Oliba, obispo de Vich, prohibió la guerra los domingos y festivos (1027); luego serán los
obispos de Provenza los que pedirán que la tregua se respete también el Viernes y Sábado Santos y
el día de la Ascensión, idea que siguieron los obispos de Aquitania y parte de Italia. En Borgoña, la
tregua se amplió a media semana, incluyendo los jueves y los lunes, y otros períodos más largos (las
Navidades y Semana Santa).

Poco a poco la Tregua de Dios fue ampliándose a otras festividades y períodos, de tal forma que el
siglo XI parecía estar bajo el signo de la Paz y la Tregua de Dios. Sin embargo, las normas no
siempre eran seguidas y las prescripciones eclesiásticas tampoco se convirtieron en leyes eficaces,
pues frecuentemente se combatía en días prohibidos y en los combates participaban eclesiásticos,
sin mayores preocupaciones.

La belicosidad no estaba controlada aún y era necesario encauzarla de forma adecuada para los
intereses de la Iglesia y de los propios nobles. La guerra contra los infieles podía suministrar los
alicientes necesarios. Una conjunción de factores facilitará el desarrollo de nuevas perspectivas en
el siglo XI. La amenaza de los árabes en la Península Ibérica (Almanzor muere en 1002), la
implantación de la orden de Cluny en Navarra con Sancho III y en Castilla con Alfonso VI, el
apoyo extranjero a la guerra contra los musulmanes, la reforma emprendida por Cluny en la
Península y la obediencia de esta orden al Papa…

Las excelentes relaciones entre los reyes hispánicos y la orden de Cluny, y entre los monjes
cluniacenses y el Papa, permitieron que se estableciera una protección sobre las empresas militares
de la Reconquista, de modo que la guerra contra los árabes en la Península Ibérica adquirió el
carácter de Guerra Santa, y como tal, contaba con las bendiciones eclesiásticas. No tardarán en
llegar los caballeros del otro lado de los Pirineos, que participarán en la reconquista de Barbastro
(Huesca, 1064), impulsados por el papa Alejandro II, y Toledo (1085), convocados por Gregorio
VII.

El Papado se había convertido en el promotor y máximo responsable de la Guerra Santa. El éxito de


las diferentes convocatorias se vio favorecido por la escasez de tierras en gran parte de Europa, que
hizo que muchos miembros de familias nobles tuvieran que abandonar sus lugares de origen en
busca de dominios en los que establecerse.

Pero una cosa es que las guerras se hubieran convertido en “justas y santas” a lo largo del siglo XI y
otra muy distinta es que los caballeros que participaran en ellas se sintieran plenamente de acuerdo
con las nuevas doctrinas impartidas por la Iglesia. Durante siglos, los caballeros habían sido
denostados por su modo de vida por las jerarquías eclesiásticas: no sólo matan, y además ponen en

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peligro sus propios cuerpos, sino que también roban (sin contar otros pecados y faltas que suelen ser
consecuencia del mundo violento en el que se mueven); es evidente que el daño alcanza a las almas,
alejando cualquier atisbo de salvación.

Sólo hay una posibilidad para estos caballeros, entrar al servicio de Cristo, no como monjes (cosa
que muchos hacían al final de sus vidas), sino como combatientes, formar parte del ejército que el
papa quería que se organizara para combatir contra los infieles y recuperar el Santo Sepulcro.

Emprender esta guerra convocada por Urbano II en 1095 significa distanciarse del mundo terrenal y
acercarse al espiritual, abandonar cualquier codicia de bienes y riquezas con el pensamiento puesto
en la redención de los propios pecados y en la recuperación de los Santos Lugares. El premio que
espera a quienes participen es el perdón de todas sus penas y de todos sus pecados: la I Cruzada se
convierte en una mezcla de peregrinación y de guerra, con los alicientes de la redención y de la
conquista del Cielo. La guerra -la Cruzada- es una penitencia posible para todo caballero, sea cual
sea el pecado cometido. Es el nuevo ejército de Cristo, son los milites Christi.

La misma denominación que se empleaba para hablar de los mártires y de los monjes benedictinos
es ahora la que se utiliza para designar a los caballeros que emprenden la Cruzada. La misma
expresión: -Caballeros de Cristo- no tardará en identificar a los hospitalarios y a los templarios, los
únicos que aceptaron el reto pontificio en su plenitud, poniendo su espada al servicio del
Cristianismo y de los cristianos, y defendiendo los nuevos dominios en Tierra Santa.

Es significativo que los primeros testimonios de las literaturas en lenguas románicas, que ahora
están naciendo, sean vidas de santos (Secuencia de Santa Eulalia, Vida de S. Alexis, ambas en
francés) y, sobre todo, poesía épica: el Cantar de Roldán, también en francés, es un ejemplo
elocuente del nuevo espíritu de los héroes y caballeros, o al menos es un testimonio claro de cómo
deseaba la Iglesia que fueran esos milites Christi.

Según cuenta el Cantar, que se fecha a finales del siglo XI, los caballeros de Carlomagno cayeron
en Roncesvalles víctimas de una emboscada urdida por Ganelón con la ayuda de los árabes de
Marsilio. Regresaban de España, donde habían combatido contra los sarracenos durante siete años
(liberando el Camino que llevaba a Santiago, añadirá la Crónica de pseudo-Turpín). Queda clara la
defensa de los intereses cristianos y no hay dudas del enfrentamiento con los musulmanes: los
nobles francos muertos en el combate son considerados mártires de la fe. Roldán, al morir, se
comporta como vasallo de Dios y caballero de Cristo, alaba las virtudes de su espada Durandarte, y
luego tiende el guante a su Señor, en acto de fidelidad: el cielo se abre y de él descienden los
ángeles a recoger el alma del héroe y llevarla al Paraíso.

La Iglesia ha conseguido, al menos en parte, su propósito de apaciguar a los belicosos caballeros


medievales poniéndolos al servicio de una causa considerada justa. Es el final de un largo recorrido
que ha durado más de cien años, con titubeos y diversos intentos que resultaron soluciones parciales
y poco efectivas, pero que a pesar de todo se mantienen, como la Tregua de Dios, con continuas y
reiteradas prohibiciones eclesiásticas, que ponen de manifiesto el poco éxito de tales iniciativas.

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Al lado de los caballeros, frecuentemente denostados por las autoridades eclesiásticas por su
comportamiento soberbio y por su actitud violenta, hay otro grupo de caballeros que reciben el
nombre de “pobres” y que son, quizá, quienes mejor representan la penetración de las reformas
impuestas por el papa Gregorio VII en el seno de la sociedad. En efecto, se trata de caballeros que
han asumido la nueva espiritualidad, en la que la austeridad constituye uno de los requisitos
fundamentales (es la iniciativa que viene de los cistercienses), pero que mantienen su estado
caballeresco, laico.

Muy posiblemente, a ese grupo de pobres caballeros pertenecían los que se reunieron en torno a
Hugo de Payns ya entrado el siglo XII, dispuestos a defender los territorios conquistados a los
turcos seleúcidas, en especial Jerusalén, a proteger a los peregrinos que fueran a Tierra Santa, a
ayudar a los menesterosos.

Fue así como nacieron las órdenes militares, o mejor dicho, religioso-militares (o monástico-
militares), resultado en gran medida de los distintos avatares que se habían ido sucediendo a lo
largo del siglo XI en el seno de la Iglesia y en la sociedad laica. Son, sin duda, ejemplos claros de la
nueva ética caballeresca, basada en los deseos del restablecimiento de la paz y de la reforma
eclesiástica, y también de la identificación de la caballería terrenal con un nuevo sistema de valores
que la convierte en caballería celestial.

Pero no sería comprensible esta identificación si no se hubiera producido en el ámbito de toda la


sociedad una importante transformación moral, inducida por el ejemplo del Papa (especialmente
Gregorio VII), de los cisterciences y de algunos destacados miembros de la nobleza.

El pueblo llano también se identificó con el nuevo sistema de valores, y por eso, cuando Urbano II
predicó en Clermont la I Cruzada (1095) el éxito de la convocatoria fue absoluto, alcanzando tanto
a grandes como a pequeños, a ricos como a pobres, que no dudaron en ponerse en marcha hacia
Tierra Santa con el espíritu decidido de inaugurar una nueva era en la historia de la Iglesia: había
llegado el momento de que los pobres, los que carecían de recursos, recibieran el reino que se les
prometía en el Evangelio a los humildes (y a los puros, como añadían también los cistercienses).

La Cruzada no hacía sino colmar las expectativas de una sociedad que ya había recuperado la
conciencia de su propio destino.

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Los Pobres Caballeros de Cristo

La I Cruzada no comienza con la predicación de Urbano II en Clermont-Ferrand el año 1095. Al


menos, no se puede decir que surja de pronto, gracias a la elocuencia del Papa. Hemos visto en las
páginas anteriores cómo se va formando un clima propicio en muchos aspectos, pero es sin duda la
nueva espiritualidad la que hace que la convocatoria tenga un enorme éxito.

Los excesos del poder laico y la relajación eclesiástica del siglo X habían dado lugar a las reformas
de la centuria siguiente. El ejemplo de los cluniacenses y, sobre todo, de los cirtencienses no tarda
en difundirse, con su vuelta a la pobreza, a la austeridad, a las exigencias rigurosas de rectitud y
pureza; es un modelo que no tarda en ser imitado por nobles y por el pueblo llano, y una corriente
de espiritualidad renovada recorre el Occidente europeo. La “pataria” milanesa es un buen
testimonio: este movimiento de recuperación espiritual y de exigencia a las jerarquías eclesiásticas
surge de los niveles más bajos del clero, impulsado por Anselmo da Baggio y el presbítero Arialdo,
con la colaboración de algunos nobles; su insistencia y el apoyo papal hicieron que lograran poner
fin al nicolaísmo (el concubinato del clero, 1057) y que sus exigencias fueran cada vez mayores,
reclamando la pobreza evangélica en los ministros de la Iglesia. Unos años más tarde, en 1075, el
propio Papa tuvo que prohibir sus actividades y las de otras cofradías similares, pues con facilidad
se desviaban desde la exigencia de dignidad y de desinterés por los bienes materiales hacia la
heterodoxia.

La pataria es uno de los muchos casos similares, y del mismo modo surgieron también cofradías de
caballeros que abrazaban la pobreza como forma de vida. Y si es cierto que la Cruzada resultó del
impulso de Urbano II, no es menos cierto que otros predicadores (clérigos y laicos) surgidos del
pueblo, como Robert de Arbrissel, Pedro el Ermitaño, Walter Sans Avoir (Sin Bienes) y otros
muchos contribuyeron a difundir la idea de recuperar los Santos Lugares, partiendo de la pobreza
evangélica y de cierta visión apocalíptica: fueron los promotores de la Cruzada popular, que se
adelantó algunas semanas a la de los nobles, arrastrando a varios miles de personas hacia Tierra
Santa, y quedó prácticamente aniquilada por los turcos en los alrededores de Civetot.

La corriente de espiritualidad modelada sobre la idea de la pobreza evangélica encontró en Oriente


nuevas posibilidades, ya antes de la I Cruzada. En efecto, el año 1070 unos mercaderes de Amalfi
obtuvieron autorización para establecer en Jerusalén un albergue que se ocupara de los peregrinos
enfermos o pobres, y que quedaría a cargo de los monjes dependientes de la regla benedictina. Con
la conquista de la Ciudad Santa, la orden aumentó en efectivos y muy pronto dejaron la severa
obediencia benedictina, obteniendo su propio estatus independiente y de cualquier regla religiosa,
pero directamente adscritos a la autoridad papal. A partir de este momento recibieron el nombre de
Orden de los Hospitalarios, bajo la advocación de San Juan el Limosnero, en honor de un caritativo
patriarca alejandrino (siglo VII). El papa Pascual II no tardó en reconocerla (1113).

Será a partir de 1118 cuando el gran maestre Raimundo del Puy (quizá influido por un lejano
modelo cluniacense) decidió que los miembros de la orden debían tener entre sus obligaciones la de

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mantener abiertas las rutas de peregrinación hacia los Santos Lugares, los que suponía, de hecho, no
sólo ocuparse de las necesidades de los peregrinos, sino también protegerlos y combatir en su
defensa, si era necesario: surgía así la primera orden religioso-militar, pues sus miembros eran
caballeros que hacían votos de pobreza, castidad y obediencia, como si se tratara de monjes, pero
añadían, además, la obligación de luchar en defensa de la Cristiandad. Con el paso del tiempo,
sustituirían a San Juan el Limosnero por San Juan Evangelista, y los avatares de la historia los
llevaría a Chipre tras la caída de Jerusalén (1187), y con la pérdida de la isla, a Rodas (1306-1309),
de donde pasaría a Malta (1517), de modo que fueron recibiendo la denominación del lugar en el
que se encontraba la casa principal. En los tiempos de las cruzadas se distinguían por ostentar una
cruz blanca sobre capa negra y cota roja.

Pero posiblemente, Raimundo del Puy, el maestre de los Hospitalarios en 1118, se hacía eco de una
idea de un caballero “pobre” de Champagne, Hugo de Payns, que el mismo año había pedido al rey
de Jerusalén, Balduino II, la autorización para alojarse en el recinto de Haram esh-Sharif, junto a las
mezquitas de la Cúpula de la Roca y de al-Aqsa, que los cruzados consideraban que eran el
Templum Domini y el Templum Salominis, con el objetivo de defender el Santo Sepulcro y a los
peregrinos que acudieran a él.

En un principio, Hugo de Payns y sus compañeros se llamaron pauperes milites Christi (pobres
caballeros de Cristo), pero su asentamiento en la zona de los templos hizo que fueran considerados
muy pronto como caballeros “templarios”.

El acontecimiento era recordado muchos años más tarde (pero antes de 1184) en la Historia rerum
in partibus transmarinis gestarum, de Guillermo de Tiro (h. 1130-1186), considerado como el mejor
cronista del reino latino de Jerusalén y uno de los testimonios más destacados para el conocimiento
de lo ocurrido en los estados cruzados de Tierra Santa:

Algunos nobles con rango de caballeros, devotos de Dios, piadosos y temerosos de Él,
hicieron votos de vivir perpetuamente en castidad y obediencia y sin propiedades, bajo la
autoridad del señor patriarca, a la manera de los canónigos regulares, entregándose al servicio
de Cristo. Entre ellos, los más destacados eran Hugo de Payns y Godofredo de Saint-
Adhemar. Como no tenían iglesia ni sitio en el que vivir, el rey les otorgó temporalmente un
lugar en su palacio, debajo del Templo del Señor, hacia el mediodía.

Con algunas condiciones, los canónigos del templo de Nuestro Señor les cedieron un terreno
que tenían cerca de allí para que lo emplearan para sus necesidades.

También el rey y sus nobles, y el patriarca y sus prelados, les otorgaron ciertos beneficios de
sus propiedades con carácter temporal o perpetuo para que pudieran comer y vestirse.

Su primera empresa, que les fue encargada por el patriarca y los otros obispos para le
remisión de sus pecados fue, especialmente, que se ocuparan de la protección de los
peregrinos, custodiando con todas sus fuerzas las rutas y los caminos de los ataques de
ladrones y bandidos.

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El prestigio de Guillermo de Tiro, arzobispo de la ciudad libanesa posiblemente desde 1175, dio una
gran difusión a su crónica, escrita en latín: muy pronto tuvo una continuación en esta misma lengua
y, hacia 1220, distintas versiones, adaptaciones y elaboraciones en francés, de modo que estuvo
“viva” por lo menos hasta cien años después de su primera redacción. Luego vendrían otras
traducciones al inglés, al italiano y al español (Gran Conquista de Ultramar).

En todo caso, resulta claro el carácter militar de la orden, y también sus votos monacales de
filiación benedictina y su dependencia directa del patriarca de Jerusalén. La pobreza parece que fue
la razón por la que les cedieron un lugar para establecerse y que tuvieran ciertos beneficios para
poder sobrevivir (“comer y vestirse”). Por último, resulta evidente el carácter penitencial (“para la
remisión de sus pecados”).

Años más tarde, Jacques de Vitry (h. 1165.1240) redactó una Historia Hierosolimitana abbreviata,
de la que interesa especialmente el libro dedicado a la Historia Orientalis en la que lleva a cabo una
breve relación de las tres primeras cruzadas y de otros acontecimientos destacables, hasta el año
1212, pero la obra es ante todo una guía histórico-geográfica de Tierra Santa, que el autor conocía
bien porque era obispo de San Juan de Acre (desde 1216) y había participado en las campañas de
Egipto (1218-1221) y en la conquista de Damieta.

A Jacques de Vitry tampoco se le escapan los momentos iniciales de la Orden del Temple:

Mientras que de todas las partes del mundo acudían ricos y pobres, muchachos y muchachas,
viejos y niños a Jerusalén para visitar los Santos Lugares, bandidos y ladrones llenaban los
caminos, tendían emboscadas a los peregrinos que iban despreocupados y despojaban a
muchos de ellos y daban muerte a otros.

Eran caballeros amables y entregados a Dios, llenos de sentimientos caritativos, que habían
renunciado al mundo y se habían consagrado al servicio de Jesucristo, mediante profesión de
fe y votos solemnes ante el patriarca de Jerusalén, jurando defender a los peregrinos frente a
los bandidos y a los salteadores criminales, proteger los caminos y luchar por el Rey
Supremo, viviendo como canónigos regulares en la obediencia, en la castidad y sin
posesiones. Los principales entre ellos fueron dos nobles respetados, Hugo de Payns y
Godofredo de Saint-Adhemar.

Al comienzo fueron sólo nueve los que tomaron tan santa decisión. Llevaban las ropas que los
fieles les daban como limosna, y durante nueve años vivieron como seglares.

Como no tenían una iglesia suya, ni un alojamiento fijo, el Rey les cedió temporalmente un
albergue en una parte de su palacio, cerca del Templo del Señor. El abad y los monjes del
mismo templo les dieron también una plaza junto a casa del Rey. Y como desde entonces
estaban establecidos cerca del Templo del Señor, los llamaron hermanos caballeros del
Templo.

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También la Historia Orientalis tuvo una extraordinaria difusión; bastará indicar que de ella se
conservan unos ciento cincuenta manuscritos. Sin duda, el éxito se debió a la curiosidad que había
en Occidente por los hechos de Tierra Santa, pero también a la gran fama de su autor, predicador
incansable, que ha dejado alrededor de cuatrocientos sermones, amenizados con gran cantidad de
cuentecillos (exempla) que les dan un extraordinario interés para los medievalistas.

Sorprenden las analogías entre los dos relatos, los que indica que o Jacques de Vitry utilizó la
Historia de Guillermo de Tiro, o que ambos bebieron en la misma fuente. Y aunque la evidente
relación de los dos textos resta novedad e interés al relato de Vitry, sin embargo, en él se puede
apreciar la ambientación y la habilidad del narrador.

Tanto Guillermo de Tiro como Jacques de Vitry escribían cuando la Orden del Temple ya gozaba de
una reputación bien merecida, y después del Concilio de Troyes (1128).

Otros testimonios, como la llamada Crónica de Ernoul son menos fieles. Ernoul, en efecto, es el
autor de una narración sobre la caída de Jerusalén, con la intención de culpabilizar del desastre de
Hattin al rey Gui de Lusignan, exonerando de este modo a su señor, Balian d´Ibelin. Pero el texto de
esa Crónica no se conserva y se conoce a través de una continuación de la Historia de Guillermo de
Tiro en francés (Eracles) y por una reelaboración de Bernard, tesorero de Saint-Pierre de Corbie (h.
1231), que abrevia el texto de Ernoul y añade un resumen sobre los comienzos del reino de
Jerusalén. Esta versión de Bernard es la que se suele denominar abusivamente Crónica de Ernoul, y
parece lógico pensar que la información transmitida por ella, tras las reelaboraciones y el paso del
tiempo no es muy exacta.

En todo caso, las informaciones que suministran los cronistas parecen referirse a la situación de la
Orden cuando fue “oficializada” y recibió la Regla en el Concilio de Troyes. Y así, parece ser que
acompañaban a Hugo de Payns, que fue nombrado primer maestre de la Orden, otros ocho
caballeros: Godofredo de Saint-Amand, André de Montbard, Godofredo de Bisol, Hugo conde de
Champagne y Payens de Montdidier. Posiblemente, no todos se incorporaron a la vez: el conde
Hugo de Champagne, por ejemplo, se unió a los demás en 1125, dando lugar a una carta (epístola
XXXI) de San Bernardo de Claraval en la que alababa tan sabia decisión:

Si, por Dios, que de conde vos habéis hecho simple soldado, y pobre, de rico que vos erais, yo
os felicito de todo corazón, y rindo gloria a Dios, porque sé que este camino se debe a la
diestra del Altísimo.

No obstante, estoy obligado a confesaros que no acepto aún con resignación el que Dios me
haya privado de vuestra gozosa presencia por su misterioso designio, y de no veros nunca
más, a vos, con quien ya habría querido pasar mi vida entera, si ello hubiera sido posible.
¿Podré de algún modo olvidar nuestra vieja amistad y los favores con los que vos habéis
colmado abundantemente nuestra casa?.

Rezo a Dios, cuyo amor os ha inspirado tanta munificencia por nosotros, que lo tenga en
cuenta escrupulosamente.

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Por mi parte, conservaré un reconocimiento eterno; quisiera poder daros pruebas. ¡Ah!, si se
me hubiera dado vivir con vos, con qué diligencia habría atendido las necesidades de vuestro
cuerpo y las necesidades de vuestra alma.

Pero puesto que eso no es posible, no me resta más que aseguraros que, a pesar de nuestro
alejamiento, no cesaréis de estar presente en mi espíritu y en mis oraciones.

Non nobis, Domine, non nobis, sed nomini tuo da gloriam.

La cláusula de despedida (“No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a la gloria de tu nombre”,


Salmo 115,1) será utilizada después por los Pobres Caballeros como divisa.

Las órdenes de los Hospitalarios y de los Templarios fueron muy bien acogidas por el rey Balduino
II de Jerusalén, a pesar de que no dependían de él, sino que se vinculaban a las autoridades
eclesiásticas. Sin duda, constituían unas fuerzas armadas permanentes y estables, de caballeros bien
equipados y acostumbrados a combatir. Los objetivos de la órdenes militares y los del rey
coincidían, al menos en parte: mantener alejados a los infieles. Y además, se trataba de guerreros
que habían hecho voto de pobreza, con lo que cualquier forma de codicia personal quedaba alejada,
lo que también podría ser motivo de tranquilidad para los gobernantes de Tierra Santa, que contaban
con muy pocos apoyos efectivos en los territorios recién conquistados.

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Los Caballeros del Templo

Poco más se sabe de los orígenes de la Orden del Temple. Algunos aspectos se pueden intuir; el
resto no es más que especulación.

Así, sorprende el éxito y la enorme repercusión que tuvo la fundación de Hugo de Payns, que no
tendría por qué haber sido mayor que la trascendencia adquirida por los Hospitalarios. Que apenas
nueve caballeros encontraran tan rápido apoyo por parte del rey de Jerusalén y del patriarca de la
misma ciudad no se justifica sólo con las necesidades de protección que sentían los cristianos de los
Santos Lugares, y tampoco se explica por la piedad que mostraban. Por otra parte, ninguno de los
caballeros de los comienzos era un gran señor, cuya repentina entrega a la Iglesia hubiera podido
servir de modelo ejemplar a otros de menos condición.

En realidad, la existencia de caballeros-monjes no era una novedad stricto sensu, pues no faltaron
clérigos belicosos y laicos entregados a la oración, aunque posiblemente se sintiera como novedosa
la nueva estructura, que repetía los planteamientos cistercienses añadiendo el matiz militar.

En principio, nada explicaría el éxito que hace que la hermandad de Caballeros creada en 1118 fuera
aprobada en el Concilio de Troyes apenas diez años más tarde (el papa Eugenio III completó el
proceso mediante bula Omne datum optimum, en 1139): la aprobación canónica del Císter tardó casi
el doble de tiempo, y planteaba problemas de menos envergadura.

Me parece indudable que los Caballeros del Temple gozaron desde su nacimiento de una serie de
avales que les permitieron avanzar con rapidez: la vinculación de los fundadores con el condado de
Champaña debió facilitarles el trabajo inicial y permitirles vencer cualquier reticencia entre las
autoridades laicas y eclesiásticas de Jerusalén, y después entre las de Occidente.

Quizá no sea ocioso recordar que el conde de Champaña, Hugo, habría impulsado la fundación del
monasterio de Clairvaux pocos años antes (1115) y que uno de los primeros compañeros de Hugo
de Payns, André de Montbard, era tío materno de San Bernardo de Claraval. Es fácil comprender
que la creación de una orden monástico-militar como el Temple no hacía sino poner en marcha los
deseos de los más ardientes reformadores de la Iglesia. Se entiende así la carta de San Bernardo al
conde de Champaña, por su ingreso en la Orden (1125), la defensa que el mismo hizo de los nuevos
milites Christi en el Concilio de Troyes (1128) y el opúsculo que les dedicó en alabanza de su
actividad unos años más tarde.

Así se comprende también que Guiges du Chastel, prior de la Gran Cartuja, fundada unos años
antes por San Bruno (1084) mandara una carta de apoyo y reconocimiento a Hugo de Payns:

A nuestros señores y amigos muy queridos y muy venerados en Cristo. A Hugues, prior de de
la santa milicia, y a todos ésos que son conducidos por sus pareceres, los hermanos de la

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Chartreuse, sus servidores y amigos, desean plena victoria sobre los enemigos espirituales y
corporales de la religión cristiana y la paz por Cristo Nuestro Señor.

Como ni a vuestro regreso ni a vuestra marcha hemos podido disfrutar del placer de conversar
de viva voz, nos ha parecido bien dirigiros al menos algunas palabras por carta. No queremos
en modo alguno exhortar nuestra caridad en los combates visibles y en la guerra que ataca al
cuerpo; deseamos, a pesar de que nosotros no seamos aptos, daros al menos nuestro parecer
concerniente a las luchas espirituales a las que estamos expuestos cada día. Es en vano que
ataquemos a los enemigos de fuera si antes no vencemos a los de dentro. Es cosa del todo
vergonzosa e indigna querer someternos a no importa qué ejército si antes nuestros cuerpos no
están sometidos. ¿Quién soportaría, en efecto, que quisiéramos extender a lo lejos nuestra
dominación, y que sufriéramos la esclavitud bajo la tiranía de los vicios en un pequeño rincón
de la tierra, es decir, en nuestros cuerpos?. Es por eso que, hermanos bien queridos, debemos
hacer la conquista de nosotros mismos a fin de ir con seguridad enseguida a atacar a los otros;
purifiquemos nuestra alma de los vicios primero y, a continuación, purguemos la tierra de los
bárbaros que la manchan.

Que el pecado no reine entonces en nuestro cuerpo, para no tener que obedecer a sus deseos;
no mostremos nuestros miembros como armas de iniquidad para servir al mal; mostrémonos
al Señor como vivos después de haber estado muertos, y hagamos de nuestros miembros
instrumentos de justicia para honrar a Dios, a pesar de que la carne codicie contra el espíritu,
sin poder ser amansada. “Esos dos principios”, dice el Apóstol, “están en lucha entre ellos: no
hagáis todo eso que os place”. Quisiéramos, en efecto, si eso pudiera hacerse, estar exentos de
toda concupiscencia. Pero si en esta vida, que es una excitación continua, no podemos estar
totalmente libres, al menos no seamos sus esclavos. Para obtener ese resultado, porque
nosotros no tenemos las fuerzas suficientes, fortifiquémonos en el Señor y, en el poder de su
fuerza, revistámonos con la armadura de Dios, a fin de poder resistir a las trampas del
demonio. Pues continua el texto sagrado: “no tenemos que luchar contra la carne y la sangre,
sino contra los príncipes y los poderes, contra los conductores de tinieblas de este mundo;
contra los poderes espirituales de la maldad en las alturas”, es decir, contra los vicios y contra
los malos espíritus que nos excitan. Si ellos no dominan sobre nosotros (como David le pide
al Señor), nosotros estaremos sin mancha y purificados de los más grandes excesos.

Tengamos entonces los costados ceñidos por la verdad, y los pies calzados en la preparación
del Evangelio de la paz; tomando en todas las cosas el escudo de la fe, por medio del cual
podemos apagar todas las palabras inflamadas del espíritu perverso, llevando sobre la cabeza
el casco y teniendo en la mano derecha la espada de la salvación. Corramos, no por
casualidad; combatamos, no como si golpeárais el aire; castiguemos nuestro cuerpo y
reduzcámoslo a servidumbre, pues ése es el estado más elevado del hombre creado a imagen
de Dios, cuando la carne está sometida al espíritu, y el espíritu, al Creador. En el combate, ése
que se esfuerce en ser más humilde de todos será más robusto, y conseguirá, bajo la dirección
y la protección de Dios, un triunfo tanto más glorioso sobre sus enemigos derribados en gran
número a sus pies; al contrario, será más débil y más inconstante en todo bien aquel que
pretenda ser más soberbio y elevado. Dios, en efecto, resiste a los orgullosos. Por tanto, no es

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necesario que busquemos en otra parte a otro adversario para combatir a ésos contra los que
se alza Dios. David dice contra ésos: “El Señor guarda a los que son más pequeños”. Y
después de haber hecho la experiencia en él, añade: “Yo estaba humillado y Él me ha
liberado”. Imitemos pues su ejemplo si queremos aprovechar parecido remedio. Imitemos su
conducta si esperamos el bien que él recibió; humillémonos, a fin de ser liberados de todos los
males. El Apóstol dice así de Nuestro Señor Jesucristo: “Él mismo se humilló rindiendo
obediencia hasta la muerte y la muerte de la cruz”. Eso no fue en vano. En efecto, en razón de
eso, confirma la Sagrada Escritura: “Dios lo ha exaltado y le ha dado un nombre que está por
encima de todos los nombres, de tal manera que en nombre de Jesús, todos los pueblos se
dobleguen tanto en el Cielo como sobre la Tierra y en los infiernos, confiesen que el Señor
Jesucristo está en la Gloria de Dios Padre”. De ese modelo, saquemos algo que nos motive a
imitar ese abatimiento si deseamos alcanzar la recompensa. Hagamos lo que ha hecho
Jesucristo, con el fin de seguirlo al lugar donde Él nos ha precedido. Sigamos el camino de tan
gran humildad para llegar a la gloria de Dios el Padre. “Pues quienquiera que se humilla será
elevado y aquel que se exalta será humillado”, en testimonio del mismo Jesucristo Nuestro
Señor que, con el Padre y el Espíritu Santo, vive y reina, Dios, por los siglos de los siglos.
Amén. Que la todopoderosa misericordia de Dios os haga combatir felizmente y triunfar
gloriosamente en los combates, sean espirituales, sean corporales. Os deseamos una excelente
salud; os pedimos, hermanos muy queridos, muy relevantes y llenos de méritos, que hagáis
memoria de nosotros en vuestros rezos en los Santos Lugares que protegéis. Os haremos pasar
estas cartas por enviados diferentes, por temor (no lo quiera Dios) que un obstáculo las impida
llegar hasta vos: os pedimos que las comuniquéis a vuestros hermanos.

Tampoco es accidental que Hugo de Saint-Victor (1096-1141), uno de los más famosos filósofos
medievales escribiera otra carta de apoyo a la “nueva milicia”, lo que hace pensar en un claro
movimiento de creación de una opinión pública favorable, en vísperas de la reunión de Troyes
(1128):

A los soldados de Cristo que, por su religioso comportamiento en el Templo de Jerusalén, se


aplican con fervor a su santificación, Hugues peccator (pecador). Combatir y vencer y ser
coronado en Cristo Nuestro Señor.

[…] Ved, hermanos: si todos los miembros del cuerpo realizaran una sola función, el mismo
cuerpo no sabría subsistir entero. Escuchad al Apóstol: “Si el pie dice: puesto que yo no soy el
ojo, yo no soy del cuerpo, ¿por tanto, no sería del cuerpo?”. A menudo lo que es menos noble
es lo más útil. El pie toca la tierra, pues lleva todo el cuerpo. No os equivoquéis vosotros
mismos: cada uno recibirá su recompensa según su trabajo. Los tejados de las casas reciben la
lluvia y el granizo y el viento, pero si no hubiera tejado, ¿qué haría el artesonado cubierto de
pintura?.

Si proponemos estas reflexiones, hermanos, es porque hemos oído decir que algunos de
vosotros estáis trastornados y confundidos por algunas gentes de pocos conocimientos, como
si la profesión por la que habéis consagrado vuestras vidas a llevar armas contra el enemigo
de la fe y de la paz para la defensa de los cristianos, como si vuestra profesión, digo, fuera

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ilícita o perniciosa, dicho de otra forma, como si ella constituyera un pecado o impedimento
de un gran progreso.

Eso es lo que os decía: el diablo nunca duerme. Sabe que si quiere persuadiros de pecar,
vosotros no lo escucharéis y no se lo consentiréis. Es por lo que no os dice: embriagaos,
cometed impurezas, denigraos. Vosotros habéis hecho vano su primer esfuerzo rechazando los
pecados. En su segundo esfuerzo vosotros habéis aplastado al adversario. En tiempos de paz
efectivamente combatís vuestra propia carne por los ayunos y por las abstinencias y cuando
en las obras de virtud, él os sugiere el orgullo, vosotros resistís y sois vencedores. En tiempos
de guerra, vosotros combatís con las armas contra los enemigos de la paz que os perjudican.

Pero ese enemigo invisible, que siempre tienta y se ensaña cruelmente, se esfuerza en
corromper el buen trabajo que vosotros cumplís con un celo razonable y justo. Como él
trabaja en corromper la acción exterior por la intención, os sugiere el odio y el furor cuando
matáis; os sugiere la codicia cuando levantáis los despojos. Vosotros rechazáis por todas
partes sus trampas porque, cuando matáis, no es injustamente que odiáis y cuando despojáis
no es injustamente que ansiáis. Yo digo: no es injustamente que vosotros odiáis, porque no
odiáis al hombre sino la inquinidad: no es injustamente que vosotros ansiáis, porque
conseguís lo que justamente de ser despojado, por sus pecados, y, por vuestro trabajo, es
justamente merecido. […]

En realidad, las preocupaciones expresadas en la carta de Hugo de Saint-Victor podrían reflejar


dudas espirituales de los Caballeros, o simplemente adelantarse a las posibles críticas que podrían
surgir relacionadas con su actividad ante un reconocimiento religioso de la Orden, que hasta la
asamblea de Troyes se denominaba fraternitas y no religio, es decir, hermandad y no orden.

Del mismo modo, que Balduino II enviara una carta a San Bernardo de Claraval pidiéndole el
apoyo para el reconocimiento de los “hermanos del Temple”, no hace sino insistir en el interés
existente en el reino de Jerusalén por el mantenimiento de estas fuerzas, que además no resultaban
gravosas para las arcas del Reino Latino.

Balduino, por la misericordia de Jesucristo, rey de Jerusalén, príncipe de Antioquía, al


venerable padre Bernardo, viviendo en el reino de Francia, digno de todo respeto, abad del
monasterio de Clairvaux, homenaje de buena voluntad a su disposición.

Los hermanos del Temple, que el Señor ha creado para la defensa de esta provincia y que ha
conservado de una forma admirable, desean obtener la confirmación apostólica y poseer una
regla de vida precisa; a causa de ello no os enviamos Andreas y Godemar, hombres ilustres
por sus actividades guerreras y por el origen de su raza, para obtener del [soberano] pontífice
la aprobación de su Orden, y para inclinar su espíritu a otorgarnos subsidios y ayuda contra
los enemigos de la fe, que todos unánimemente y de igual acuerdo se sublevan para suplantar
y derribar nuestro reino. Y porque no se me escapa de qué peso es vuestra intercesión tanto
ante Dios como ante su vicario, y ante otros príncipes de Europa que están en la verdadera fe,
hemos estimado deber confiar a vuestra prudencia uno y otro de esos quehaceres, cuya

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realización nos contentará grandemente. Establezca las constituciones de los templarios de tal
manera que no se aparten del estrépito y del tumulto de la guerra y que ayuden útilmente a los
príncipes cristianos. Haga de tal manera que podamos ver en nuestra vida el dichoso fin de
este asunto. Exprese a Dios rezos por nosotros. Cuídese bien.

Está claro que había grandes intereses en Oriente y en Occidente para que los “hermanos del
Temple” mantuvieran su estatus.

La reunión de Troyes de 1128 no hizo sino interpretar la voluntad de las jerarquías eclesiásticas y de
los poderes laicos.

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La Orden del Temple

El 13 de enero, fiesta de San Hilario, se reunió en Troyes la asamblea cisterciense. Entre los asuntos
que tenían que tratar se encontraba el de los “Pobres Caballeros de Cristo” (vulgarmente conocidos
como Templarios), a petición del maestre Hugo de Payns, “en el noveno año después de la
fundación de la antes mencionada Orden”. De la asamblea levantó acta Jean Michel como humilde
amanuense, “por orden del concilio y del venerable padre Bernardo, abad de Claraval”, y gracias a
su celo sabemos que asistieron el legado pontificio, dos arzobispos, diez obispos, ocho abades,
varios maestres y Teobaldo VIII conde de Champaña, Guillermo II conde de Nevers y algunos
laicos más.

A Hugo de Payns lo acompañaban algunos hermanos suyos (Roldán, Godofredo, Godofredo Bisol,
Payen de Montdidier y Archambaut de Saint-Armand): “El mismo Maestre Hugo con sus
seguidores relató a los antes mencionados padres las costumbres y observancias de sus humildes
comienzos”.

La asamblea cluniacense aprobó las reglas presentadas por el maestre y “junto con el acuerdo de los
Pobres Caballeros de Cristo del Templo que está en Jerusalén” decidieron que fueran puestas por
escrito: ese conjunto de normas de vida se conoce con el nombre de Regla primitiva.

Sin duda, en la decisión de aprobar los estatutos pesarían las palabras que todos “elogiaron
profusamente” de San Bernardo, ausente por culpa de unas agudas fiebres; seguramente las palabras
del abad de Claraval servirían para allanar los obstáculos de conciencia de quienes se oponían a
cualquier derramamiento de sangre.

La dificultad no debía ser pequeña, dada la tradición eclesiástica, y Hugo de Payns debía estar bien
informado al respecto cuando pidió a Guiges du Chastel, prior de los cartujos -más severos aún que
los cistercienses en su actitud ascética- y a un pensador de reconocida fama, Hugo de Saint-Victor,
sendas cartas de apoyo. Pero cualquier reticencia quedaría soslayada con el respaldo “in absentia”
del respetado y venerable abad de Claraval.

Jean Michel, el amanuense de la asamblea, nos transcribe el testimonio de San Bernardo, pero es
lógico pensar que dicha intervención quedaría desarrollada en el tratado en alabanza a la nueva
milicia (De laudibus novae militiae Jhesu Christi), cuya fecha de redacción se establece entre 1128
y 1136. En Principio, la Regla primitiva, escrita en latín naturalmente, contaba con setenta y dos
artículos, subdivididos en epígrafes, pero con el paso del tiempo fue necesario hacer algunas
añadiduras.

Es obvia la inspiración cisterciense de la Regla, y el deseo de los primeros Caballeros de acogerse a


la rigidez monástica de los benedictinos reformados por Robert de Molesme. No sólo las normas
que rigen la convivencia y la oración derivan del Císter, sino que también otros aspectos, como la
prohibición del ingreso de niños en la Orden, respetan el mismo modelo (cap. LXII). No extrañará,

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pues, que la capa que se imponen sea de color blanco y de este mismo color deben ser los hábitos, si
se puede encontrar la tela en el lugar en el que estén, “pues el blanco significa pureza y completa
castidad” (cap. XX a XXII). En algunos aspectos, sin embargo, se alejan de las exigencias
cistercienses, especialmente en los relativos a las comidas, mucho más copiosas y mejor surtidas
entre los Templarios, que aceptan la carne tres días a la semana (cap. X-XIII).

La aprobación de la Regla en el concilio cisterciense de Troyes, ante tantos dignatarios eclesiásticos


y en presencia de algunos laicos, tuvo una repercusión inmediata entre la nobleza y los caballeros
de toda Europa: no tardaron en llegar donaciones, muchas de ellas provocadas por la presencia de
los Templarios en diversas cortes francesas, inglesas y escocesas. Con frecuencia, las donaciones
iban acompañadas por la adhesión de nuevos miembros, de forma que la Orden creció con rapidez.

Pero será el tratado De laude novae militiae de San Bernardo de Claraval el texto que, escrito a
instancias de Hugo de Payns, acrecentará la fama de los Templarios, dándoles un apoyo definitivo.

Tras justificar las ocasiones en que un cristiano puede dar la muerte a otro hombre, apoyando su
argumentación en textos del Antiguo Testamento, San Bernardo censura a los caballeros que sólo
luchan por su propia honra o por su provecho material.

“Corrió por todo el mundo la noticia de que no ha mucho nació una milicia precisamente en la
misma tierra que un día visitó el Sol que nace de lo alto, haciéndose visible en la carne. En los
mismos lugares donde él dispersó con brazo robusto a los jefes que dominan en las tinieblas,
aspira esta milicia a exterminar ahora a los hijos de la infidelidad en sus satélites actuales,
para dispersarlos con la violencia de su arrojo y liberar también a su pueblo, suscitándonos
una fuerza de salvación en la casa de David su siervo.

Es nueva esta milicia. Jamás se conoció otra igual, porque lucha sin descanso combatiendo a
la vez en un doble frente: contra los hombres de carne y hueso, y contra las fuerzas
espirituales del mal. Enfrentarse solo con las armas a un enemigo poderoso, a mí no me
parece tan original ni admirable. Tampoco tiene nada de extraordinario -aunque no deja de ser
laudable- presentar batalla al mal y al diablo con la firmeza de la fe; así vemos por todo el
mundo a muchos monjes que lo hacen por este medio. Porque una misma persona se ciña la
espada, valiente, y sobresalga por la nobleza de su lucha espiritual, esto sí que es para
admirarlo como algo totalmente insólito.

El soldado que viste su cuerpo con la armadura de acero y su espíritu con la fuerza de la fe,
ése es el verdadero valiente y puede luchar en todo trance. Defendiéndose con esta doble
armadura, no puede temer ni a los hombres ni a los demonios.

Siempre tiene su valor la muerte del Señor delante de sus santos, tanto si mueren en el lecho
como en el campo de batalla. Pero morir en la guerra vale mucho más, porque también es
mayor la gloria que implica. ¡Qué seguro se vive con una conciencia tranquila!.

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Más los soldados de Cristo combaten confiados en las batallas del Selir, sin temor alguno a
pecar por ponerse en peligro de muerte y por matar al enemigo. Para ellos, matar o morir por
Cristo no implica criminalidad alguna y reporta una gran gloria. Además, consiguen dos
cosas: muriendo sirven a Cristo, y matando, Cristo mismo se les entrega como premio. Él
acepta gustosamente como una venganza la muerte del enemigo y más gustosamente aún se
da como consuelo al soldado que muere por su causa. Es decir, el soldado de Cristo mata con
seguridad de conciencia y muere con mayor seguridad aún.

Si sucumbe, él sale ganador; y si vence, Cristo. Por algo lleva la espada, es el agente de Dios,
el ejecutor de su reprobación contra el delincuente. No peca como homicida, sino -diría yo-
como malicia, el que mata al pecador para defender a los buenos. Es considerado como
defensor de los cristianos y vengador de Cristo en los malhechores. Y cuando le matan,
sabemos que no ha perecido, sino que ha llegado a su meta. La muerte que él causa es un
beneficio para Cristo. Y cuando se la infieran a él, lo es para sí mismo”. (San Bernardo, Obras
completas, vol. I, 1983).

Y a continuación dedica un largo capítulo a la vida de los Caballeros de Cristo, que no es sino una
glosa de la Regla.

“Digamos ya brevemente algo sobre la vida y costumbres de los Caballeros de Cristo, para
que los imiten o al menos se queden confundidos los de la milicia que no lucha
exclusivamente por Dios, sino para el diablo; cómo viven cuando están en guerra o cuando
permanecen en sus residencias. Así se verá claramente la gran diferencia que hay entre la
milicia de Dios y la del mundo.

Tanto en tiempo de paz como en tiempo de guerra, observan una gran disciplina y nunca falla
la obediencia, porque, como dice la Escritura, el hijo indisciplinado perecerá: Pecado de
adivinos es la rebeldía, crimen de idolatría es la obstinación; van y vienen a voluntad del que
lo dispone, se visten con lo que les dan y no buscan comida ni vestidos por otros medios. Se
abstienen de todo lo superfluo y sólo se preocupan de lo imprescindible. Viven en común,
llevan un tenor de vida siempre sobrio, sin mujeres y sin hijos. Y para aspirar a toda la
perfección evangélica habitan juntos en un mismo lugar sin poseer nada personal,
esforzándose por mantener la unidad que crea el Espíritu, estrechándola con la paz. Diríase
que es una multitud de personas en la que todos piensan y sienten lo mismo, de modo que
nadie se deja llevar por la voluntad de su propio corazón, acogiendo lo que les mandan con
toda sumisión.

Nunca permanecen ociosos ni andan merodeando curiosamente. Cuando no van en marchas -


lo cual es raro-, para no comer su pan ociosamente se ocupan en reparar sus armas o coser sus
ropas, arreglan los utensilios viejos, ordenan sus cosas y se dedican a lo que les mande su
maestre inmediato o trabajan para el bien común. No hay entre ellos favoritismos; las
diferencias son para el mejor, no para el más noble por su alcurnia. Se anticipan unos a otros
en las señales de honor. Todos arriman el hombro a las cargas de los otros y con esos cumplen

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la ley de Cristo. Ni una palabra insolente, ni una obra inútil, ni una risa inmoderada, ni la más
leve murmuración, ni el ruido más remiso queda sin reprensión en cuanto es descubierto.

Están desterrados el juego del ajedrez o el de los dados. Detestan la caza y tampoco se
entretienen -como en otras partes- con la captura de aves de vuelo. Desechan y abominan a
bufones, magos y juglares, canciones picarescas y espectáculos de pasatiempo por
considerarlos estúpidos y falsas locuras. Se tonsuran el cabello, porque saben por el Apóstol
que al hombre le deshonra dejarse el pelo largo. Jamás se rizan la cabeza, se bañan muy rara
vez, no se cuidan del peinado, van cubiertos de polvo, negros por el sol que los abrasa y la
malla que los protege.

Cuando es inminente la guerra, se arman en su interior con la fe y en su exterior con el acero


sin dorado alguno; y armados, no adornados, infunden el miedo a sus enemigos sin provocar
su avaricia. Cuidan mucho de llevar caballos fuertes y ligeros, pero no les preocupa el color
de su pelo ni sus ricos aparejos. Van pensando en el combate, no en el lujo; anhelan la
victoria, no la gloria; desean más ser temidos que admirados; nunca van en tropel,
alocadamente, como precipitados por la ligereza, sino cada cual en su puesto, perfectamente
organizados para la batalla, todo bien planeado previamente, con gran cautela y previsión,
como se cuenta de los Padres.

Los verdaderos israelitas marchan serenos a la guerra. Y cuando ya habían entrado en la


batalla, posponiendo su habitual mansedumbre, se decían para sí mismos: ¿No aborreceré,
Señor, a los que te aborrecen; no me repugnarán los que se te rebelan?. Y así se lanzan sobre
el adversario como si fuesen ovejas los enemigos. Son poquísimos, pero no se acordaban ni
por su bárbara crueldad ni por su multitud incontable. Es que aprendieron muy bien a no
fiarse de sus fuerzas, porque esperan la victoria del poder del Dios de los Ejércitos.

Saben que a Él le es facilísimo, en expresión de los Macabeos, que unos pocos envuelvan a
muchos, pues a Dios lo mismo le cuesta salvar con unos pocos que con un gran contingente;
la victoria no depende del número de soldados, pues la fuerza llega del cielo. Muchas veces
pudieron contemplar cómo se perseguía a mil, y dos pusieron en fuga a diez mil. Por esto,
como milagrosamente, son a la vez más mansos que los corderos y más feroces que los
leones. Tanto que yo no sé cómo llamarlos, si monjes o soldados. Creo que para hablar con
propiedad, sería mejor decir que son las dos cosas, porque saben compaginar la mansedumbre
del monje con la intrepidez del soldado. Hemos de concluir que realmente es el Señor quien lo
ha hecho y ha sido un milagro patente. Dios se lo escogió para sí y los reunió de todos los
confines de la tierra; son sus siervos entre los valientes de Israel que, fieles y vigilantes, hacen
guardia sobre el lecho del verdadero Salomón. Llevan al flanco la espada, veteranos de
muchos combates”. (San Bernardo, Obras completas, vol. I, 1983).

Tras el opúsculo de San Bernardo los acontecimientos se suceden con rapidez: en 1136 muere Hugo
de Payns y es elegido como maestre Robert de Craon (1136-1147), que modificó la Regla primitiva,
haciendo que la Orden pasara a depender directamente del Papa y no del Patriarca de Jerusalén
(aprobado por Inocencio II en 1139, con la bula Omne datan optimum). A partir de ese momento, la

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Orden quedaba exenta de pagar diezmos a las diócesis en las que estuvieran establecidos sus
conventos-castillos, a la vez que podía cobrar en nombre del Papa los diezmos en los territorios que
de ellos dependieran. Además, en la misma bula el Papa confirmaba a la Orden y, con la
confirmación, legitimaba la existencia de los Templarios.

En 1143, una nueva bula, Milites Templi, el Papa -posiblemente necesitado de apoyos armados
leales en una situación de continuos conflictos en Italia y fuera de ella- concede un aumento de
indulgencias a los caballeros de la Orden y hace otras concesiones acerca de la validez de los
sacramentos impartidos por los capellanes de la Orden. Roberto de Craon conseguía de este modo
una independencia casi absoluta de la Orden, que al ser de carácter internacional no dependía de
monarca alguno y con las nuevas concesiones papales apenas un hilo mantenía su dependencia de la
Santa Sede, que además iniciaba un delicado período de luchas cismáticas.

Mientras, Edessa era conquistada por los musulmanes de Imad al-Din Zangi (1144), con la lógica
conmoción en Occidente, donde se veía la paulatina pérdida de los territorios cobrados en la I
Cruzada con profunda preocupación.

En 1147, Eugenio III concedió a la Orden el derecho a que sus caballeros lucieran una cruz paté roja
sobre el manto blanco y su túnica y la utilización de un estandarte blanco y negro, el Beausant, que
representaba la inocencia infantil con los cristianos y la
extrema dureza con los infieles. Eran tiempos de la II
Cruzada, autorizada por Eugenio III y predicada con la
vehemencia que le era característica por San Bernardo, que
veía en los Templarios un apoyo decisivo para cambiar el
rumbo de los acontecimientos.

Y no les faltaba razón a quienes pensaban en la potencia


militar de la Orden, perfectamente adiestrado y equipado,
con una organización interna jerarquizada y definida: a la
cabeza de los Caballeros del Templo se encontraba el
maestre, con mando sobre los 19 maestres provinciales y los
priores; el grueso del ejército lo constituían los caballeros
(frates milites) y los escuderos (frates armigeri); la
intendencia quedaba asegurada a través de los menestrales y
agricultores (frates famuli y frates oficii). Del cuidado
espiritual, y dependientes de los priores, se ocupaban los
capellanes (frates capellanes), que podían combatir llegado
el caso.

Esta estructura se fue complicando con el paso del tiempo,


dando cabida a “suboficiales” y tropas auxiliares formadas
por mercenarios (los temibles turcopliers o turcopolos).

En 1153 los Templarios conquistaron Ascalón, aunque la

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importante plaza, clave para el control de Asia Menos, se perdería de nuevo medio siglo más tarde.
La formidable maquinaria bélica funcionaba perfectamente, y en Occidente lo sabían.

Apenas habían transcurrido treinta años desde que Hugo de Payns inició su empresa ascético-militar
y los Pobres Caballeros de Cristo del Templo se habían convertido en una organización poderosa, la
vulgarmente conocida como la Orden del Temple.

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La crisis

La Orden del Temple consiguió a lo largo del siglo XII importantes exacciones tributarias, a la vez
que su patrimonio se iba incrementando con importantes aportaciones; pero en éstos y en otros
aspectos no había gran diferencia entre unas órdenes y otras. El elemento diferenciado en el caso
del Temple venía marcado por sus objetivos en Tierra Santa, que exigían notables sumas para
mantener este ejército lejos de sus fuentes de ingresos. La situación se fue agravando a medida que
se iban perdiendo plazas del Reino Latino: los suministros tenían que llegar cada vez en mayores
cantidades desde el Occidente europeo, lo que no produjo graves quebrantos, pues habían
conseguido organizar un práctico sistema de explotación de recursos, basado en unidades
autónomas formadas por los dominios de un gran territorio o por la suma de muchos
emplazamientos pequeños. Estas unidades se denominaban encomiendas. La unión de varias
encomiendas formaba un priorato y la suma de varios prioratos, una provincia, al frente de la cual
había un maestre provincial. Las provincias occidentales eran Sicilia, Apulia, Italia, Mallorca,
Aragón, Castilla, León, Portugal, Auvernia, Francia, Inglaterra, Irlanda, Escocia y Alemania; y las
orientales, Jerusalén, Trípoli, Antioquía, Chipre y Rumanía. El Maestre despachaba los asuntos
importantes con los Maestres provinciales.

La expansión de la Orden por toda Europa (en el siglo XIII eran más de 20.000 miembros y poseían
más de 9.000 castillos) aseguraba una producción continua de materias diversas, cuyos excedentes
eran enviados a Oriente o se vendían en los mercados del lugar de origen y se enviaba el dinero en
grandes cantidades a Tierra Santa. Para el transporte, llegaron a formar una considerable flota
propia, que podía ser alquilada para otros menesteres, como el transporte de peregrinos a los que se
protegía a lo largo del todo el viaje.

La red de puertos y establecimientos dependientes de los Templarios a lo largo del Mediterráneo


facilitaba la navegación y servía, además, como referencia para los viajeros. Muy pronto, y gracias
a la confianza en un sistema que funcionaba con ciertas garantías, los peregrinos o quienes tuvieran
que ir a Oriente les confiaban sus bienes y depositaban en la casa templaria más cercana el dinero
que necesitarían para tan largo viaje: el viajero recuperaba los bienes al regresar, pero la Orden se
quedaba con los beneficios que se hubieran obtenido durante la ausencia; en cuanto al dinero, el
viajero lo percibía casi en su totalidad al llegar a su destino con la presentación del correspondiente
pagaré.

Es obvio que el sistema sólo podía funcionar si los Templarios gozaban de prestigio como monjes y
guerreros honrados. Los beneficios podían llegar de forma indirecta, si sobrevenía la muerte del
viajero, aunque los grandes beneficios de la Orden llegaban de los diezmos que cobraban en sus
dominios y que se centralizaban en las distintas Casas de cada reino, que llegaron a reunir grandes
riquezas.

La abundancia de dinero y la posibilidad de una liquidez inmediata, pues se reunía para su envío y
sufragar los gastos de Tierra Santa, facilitó en ocasiones la utilización de esa riqueza para aliviar las

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exhaustas arcas regias o para resolver problemas económicos de la nobleza, a un precio que nada
tenía que ver con el de los prestamistas habituales (judíos en su mayor parte), pues los Templarios
no podían cobrar intereses, sólo gastos. Y, además, con la ventaja de su independencia de cualquier
poder material, de modo que si llegaba el caso apoyarían económicamente a dos reinos en litigio…
La independencia de la Orden facilitó que la nobleza depositara en ella la confianza, y gran parte de
sus riquezas para que fueran custodiadas lejos de la codiciosa mirada de los reyes, siempre deseosos
y necesitados de dinero, que intentaban adquirir mediante un continuo incremento de impuestos y
alcabalas, que no afectaban a la Orden del Temple por las exacciones de que había sido objeto desde
su origen. Los servicios económicos de los Templarios eran recompensados frecuentemente con
nuevas donaciones o prebendas.

Sin embargo, la pérdida de capacidad guerrera de los Templarios tras la batalla de Marj Ayyun
(1179) y de Hittin (1187, en la que Saladino ejecutó a 200 Caballeros del Temple y del Hospital, e
hizo prisioneros al resto), con la pérdida de Jerusalén, agravó la situación, pues cada vez eran
necesarios más mercenarios, que no siempre resultaban leales.

Pero será más tarde, con la caída definitiva de Jerusalén en 1224 (recuperada pacíficamente en 1228
por Federico II), cuando quedarán vacías de contenido las órdenes militares que se habían fundado
en la Ciudad Santa: tanto los Hospitalarios, como los Templarios, tuvieron que replegarse hacia
Occidente. Ya no tenía sentido el movimiento económico de las décadas anteriores, y las campañas
en la Península Ibérica exigían cantidades mucho menores que frecuentemente salían de las
encomiendas locales.

La disciplina de la Orden se relajó a medida que aumentaba la riqueza, lejos de las preocupaciones
iniciales y de los peligros de Tierra Santa. Fue el inicio del fin.

Para comprender lo ocurrido desde finales del siglo XIII es necesario recordar los violentos
enfrentamientos del rey de Francia, Felipe IV, con el Papa Benedicto VIII (h. 1235, papa entre
1294-1303). En 1296 los cistercienses de Francia protestaron por los impuestos que tenían que
pagar al rey y pidieron el apoyo papal. Bonifacio VIII, pontífice hábil en buscarse complicaciones,
contestó con una bula (Clericis laicos) mediante la que prohibía cualquier tipo de impuestos al clero
sin la aprobación de la Santa Sede. El rey francés interrumpió la exportación de oro y plata, lo que
causaría un grave perjuicio a la economía papal. Ante los problemas internos, especialmente con los
Colonna, Bonifacio VIII decidió hacer las paces con Felipe IV, permitiéndole cobrar los impuestos
y canonizando a su abuelo el rey Luis IX. Pero la situación estuvo relativamente tranquila sólo
algunos años (que coinciden con el Jubileo de 1300 y el inicio de la Divina Comedia). El arresto del
obispo de Pamiers acusado de traición por parte del rey francés llevó al Papa a una dura respuesta
(Ausculta fili, 1301), con la que de nuevo suspendía la autorización del cobro de impuestos al clero,
a la vez que levantaba a los obispos franceses contra Felipe IV, en lo que era un nuevo capítulo de la
Querella de las Investiduras.

Las reuniones y asambleas de apoyo a la política regia o a los intereses papales se sucedieron,
llegando a destituir a Bonifacio VIII como “usurpador hereje de la Sede papal” y apresándolo con la

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ayuda de los Colonna, en el conocido episodio de Anagni (1303). El papa, liberado pocos días más
tarde, no tardaría en morir.

Benedicto XI sucedió a Bonifacio, pero su pontificado apenas duró un año, e inmediatamente


después fue elegido un papa francés, Clemente V (1264, 1305-1314), entregado por completo a los
intereses de Felipe IV, hasta el punto de anular las bulas de Bonifacio VIII (Rex gloriae) y alabar el
celo puesto por sus enemigos, en leal defensa de la Iglesia.

Felipe IV necesitaba llenar de nuevo las arcas, agotadas por las guerras contra Flandes e Inglaterra.
La llegada de Clemente V al pontificado significaba la recuperación de la calma y el dominio del
rey francés sobre la Iglesia, lo que quedó de manifiesto muy pronto, con el nombramiento de nueve
cardenales franceses, lo que dejaba en minoría a los opositores. El establecimiento de la residencia
papal en Avignon en 1309 corroboraba la dependencia del Papa a Felipe IV, aun cuando la ciudad
francesa perteneciera a los dominios pontificios (y al conde de Provenza) desde la cruzada contra
los albigenses.

Felipe IV no sólo mantuvo el impuesto sobre el clero, y los Templarios formaban parte del mismo,
sino que además decidió incautar los cuantiosos bienes de la Orden como mejor medio de subsanar
las dificultades económicas por las que pasaba el poder real. En principio, no pudo contar con el
apoyo de Clemente V, pero encontró la inestimable alianza de la Inquisición.

El 14 de septiembre de 1307 ordenó que los Caballeros del Temple fueran desarmados por el
ejército, que se confiscaran sus bienes y que fueran puestos a disposición del Santo Tribunal.

Hemos sabido recientemente […] que los hermanos de la Orden de la Milicia del Temple,
ocultando al lobo bajo la apariencia del cordero […] insultan miserablemente a la religión de
nuestra fe […]; cuando ingresan en la Orden y profesan, se les presenta su imagen y, horrible
crueldad, le escupen tres veces al rostro […]; esta gente inmunda ha renunciado a su gloria
por la estatua del becerro de oro e inmolado a los ídolos […]; el comendador le conduce
secretamente detrás del altar […], le hace despojarse de sus ropas y el receptor lo besa al final
de la espina dorsal, debajo de la cintura, luego en el ombligo y luego en la boca, y le dice que
si un hermano de la Orden quiere acostarse con él carnalmente, tendrá que sobrellevarlo
porque debe y está obligado a consentirlo […]; se disponen en torno al cuello de un ídolo que
tiene la forma de una cabeza de hombre con una gran barba, y que esta cabeza se besa y adora
en los capítulos provinciales […]; después de esto, se abrirá una investigación especial.

Un mes más tarde eran apresados todos los miembros de la Orden en Francia y a continuación
comenzaron los interrogatorios bajo tortura. Felipe IV no se conformó con emprender el ataque
contra los Templarios en territorio francés, sino que pidió a los demás reyes de Occidente que
obrasen del mismo modo; pero tuvo poco éxito en su petición, pues las acusaciones eran
insostenibles con carácter general. Como vía de escape se les permitió que se integraran en alguna
de las órdenes militares locales existentes (Hospitalarios, Calatrava, Santiago, Alcántara, Montesa,
etc.).

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El Papa convocó el concilio de Vienne (1311) para decidir quién y dónde se debía juzgar a los
Caballeros, pero hasta 1314 no quiso firmar la sentencia que condenaba al Maestre Jacques de
Molay y a otros cuarenta altos dignatarios de la Orden a morir en la hoguera.

Fueron ejecutados el 18 de marzo de 1314 a la vista de Notre-Dame de París.

El terrible final de los Templarios a nadie convenció de su culpabilidad, y sí a la codicia y la


arbitrariedad del rey francés y a la estupidez y mediocridad del papa.

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Documentos históricos

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