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Indice
Introducción 7
Primer viaje a la Sierra=Tayrona 27
En un camino indígena viejo 28 – “Fiesta de Santa Carmen” en la zona de
bananos de la “United Fruit Company” 34
Del lado sur a la Sierra: Chimilas y Arhuacos
38
Por el gran pantano del corriente Magdalena 38 – En el camión por la selva
de Fundación a Valencia 40 – Rancho en el bosque trópico 41 – Sabanas
felices 44 – un pueblo moribundo 45 – el último cura de los Chimilas 46 – el
tesoro de oro de María Angola 50 – con las mulas a las montañas 52 – El
“orfanato” 58 – Una cabalgada a la Caja 61 – Un indio cuenta de la misión 65
– Mamo Adolfo 69
Sobre la cotidianidad de los Arhuacos
74
Sobre el mito de la vida familiar indígena 79 – cinco días de viaje de regreso
en caballo 91
Al reino de los muertos de los indígenas Arhuacos y Cagaba
96
Secretos, encanto y horrores de una sierra nevada tropical 96 – El valle de las
ranas negras 112 – La vieja Nabova – una leyenda del páramo 114 – El
camino de los muertos 116 – La gran soledad 120
Sobre las indígenas de la Guajira
130
Entre Rio Hacha y Valle-Dupar 138 – El árbol venenoso 140 – Los motilones 145 –
Cechvas 150 – Motilones y Arhuacos vuelven enemigos 152 – De vuelta donde los
Arhuacos 154 – Santiago el malapata 158 – Ticocoreba 160 – A Donachui 164 –
“Civilización” y alrededor del imperio Penvo 171 – Santos extraños 175 – El bosque
que se queja 181 – Utanquez 183 – Últimos restos de los Busitanas 186 – La mula
188 – Una reunión misteriosa 190 – Donde el camino de los Trapiche 193 – Una
corte real secreta 197 – En la sabana de Secra Kungi 202 – La génesis 205 – Una
génesis de los Penvos 207 – La repartición de los bienes 208 – El gran aluvión 209 –
Al reino de los templos 211 – Confesión, expiación, jurisprudencia 214 – Piedras
mágicas 216 – Fiestas y bailes en el reino de Mamo Wi 219 – En el reino de las
madres 224 – La leyenda del Lago Urwawika 225 – La montaña quemada 227 – El
tirano (una fábula indígena) 229 – El reino indocumentado 231
El „orfanato“
Nos acercamos al pueblo Pauruba que los misioneros españoles bautizaron San
Sebastian. El “Ophelinat”, la escuela misionera con techo de chapa ondulada, se
ubica poderosamente, ajena y oscura arriba del pueblo que está rodeado por una
muralla de piedras redondas del rio y se parece a las caras reservadas de los indios.
Hace silencio en el pueblito. Las casa están vacías. Ordenados en parejas se nos
acerca un grupo de indios en la edad de cuatro a 14 años, liderado por un hermano
capuchino. Las cabezas rapadas tienen puestos chaquetas y pantalones demasiado
estrechos y amplios, rallados de azul y blanco que parecen ajenos e impersonales.
Algo roto, algo entresacado de su conjunto, de su paisaje está en sus movimientos,
en sus ojos.
¿Qué les han hecho?, pienso yo. Y ya estamos entre ellos, saludamos al monje y
reparto el resto de la chocolatina entre los pequeños.
Uno de los más pequeños que alcé en mis brazos, no me vuelve a soltar. Él se fijó
completamente en mi cara con sus ojos tristes, con sus ojos que parecen pedir:
¡Quiero ir donde mi Mamo! Tengo que abrazarlo otra vez firmemente.
Me llegan las lágrimas, no sé por qué. Y luego seguimos cabalgando hacia arriba
donde mi paisano R. quien nos está esperando. No, ellos no son los indios que quise
visitar, ellos no son los cuales que me encontré en Aguaeil y en camino hacia el
pueblo. Mi paisano me consuela: “Ya mañana si quieren cabalgamos a la Caja muy
profundo a las valles donde tengo mis plantaciones. Allá puede visitar a los indios en
su escondites y ver cómo viven acá abajo en la zona montañosa templada. Y si
quiere conocerlos aún mejor tiene que subir los páramos donde están sus templos.
Pero hasta allá difícilmente alguien le llevará. El sello del secreto está encima de
cada montaña y cada lago y cada valle.”
Algunos colonos de Pueblo-Bello que están de visita donde mi paisano me cuentan
del Orphelinat que significa para ellos una base con sus esporádicas órdenes de
trabajo y posibilidades de ingreso. Eso es el informe de gente que no se ocupan de
los indios o muy poco excepto cuando tiene que ver con sus negocios.
“Originalmente los indios, sugerido por un medio-indio, habían deseado una escuela
misionaria. El mismo había viajado con una delegación de Arhuacos a Bogotá y
había presentado este deseo al presidente. En los primeros años los indios habían
enviado libremente sus niños. Ellos se quedaron hasta que alcanzaron la edad núbil
y habían aprendido todo.
Pero luego los indios comenzaron a quejarse de la escuela. No querían echar de
menos sus hijos que necesitaban en sus plantaciones. Empezó una presión a la cual
los indios no estaban acostumbrados. Desearon cada vez más fuertemente que la
escuela debería desaparecer y no volvieron a entregar niños. Como consecuencia
se eligió una policía entre los civilizados. Se nombró un alcalde del pueblo y se forzó
la indicación de la cantidad de niños. A cada familia se deja dos niños, los demás
van obligatoriamente al Orphelinat.
Se les quita todo de los alumnos de Orphelinat lo que está vinculado a su cultura de
indios y sus costumbres, tienen que quitarse su manta y reciben ropa de los
civilizados. También se corta el cabello a los muchachos.
Primero deben ser enseñados en la Fe católica y aprender los conocimientos
escolares usuales y finalmente en grupos un oficio que ellos eligen: carpintero,
campesino, cortador de tablas (leñador), guarnicionero, arriero, todo lo que se
necesita en la región montañosa.
Las muchachas aprenden donde las hermanas tejer, cocinar, administrar, coser.
Obviamente la misión da mucha importancia a despedir los alumnos como parejas
casadas por la Fe. Luego la misión da a la pareja cerca al Orphelinat una pequeña
cada de barro en el estilo de los civilizados o ayuda con la construcción y da la
comida durante el tiempo de la construcción. La mujer recibe los aparatos culinarios,
una vaca joven, ganado menor (aves, conejos, etc.), un lote pequeño para cultivos
que una vez fue arado y sembrado (por cierto lo que todo no le cuesta ni un centavo
a la misión). Sin embargo en la mayoría de los casos los indios dejan volver a crecer
su pelo negro que curiosamente nunca se pone gris, y vuelven a ponerse la
Cachucha. Se quitan el cristianismo con su ropa civilizado y la cambian por su manta
y todos sus accesorios que son la expresión de su fe y su tradición vieja. Mi paisano
goza una gran confianza entre los indios en comparación con los creoles que suben
para acá. Ciertamente se la ganó honradamente en los años largos de su estancia y
también a menudo fue probada. A su influencia le debo que prontamente yo también
no soy más una extranjera.
Una cabalgada a la Caja
Ahora conocí una de las lugares más fértiles y bonitos de la Sierra. Es el valle de
Caja al suroeste de San Sebastian lo que alcanzamos en cuatro horas en caballo.
Tímidamente se escondieron en las arrugas de las cordilleras “nidos de indios”
aislados, solo reconocibles por las manchas irregularmente limitadas, matizadas del
verde más clarito hasta el más oscuro: agaves, bananos, maíz, plantaciones de
coca.
Pasamos en caballo por la montaña Silihungo que tiene 2.500 metros de altura con
su pared empinada de una roca gris de la cual cae una cascada. Luego la trocha va
lentamente bajando en serpentinas a la valle, hacia abajo por partes profundas con
arroyos que están canteadas con palmeras, lianas, arbustos oliendo a heliotropo y
orquídeas, luego un poco hacia arriba por pastos de flores con árnicas, rosas de los
andes, arándanos y moras, por cuestas pastosas en las cuales de vez en cuando
brillan orquídeas de tierra en tamaño de lirios, de color dorado en la hoja de abajo y
despidiendo un olor suave. También se encuentran orquídeas de pasto de un verde
clarito y de color yema cuyos muchos flores finos se juntan creciendo en la punta del
palito a un ramo.
De vez en cuando aparece una casita de indios en el verde. Bandadas de
papagayos verdes se levantan volando de las plantaciones de maíz, llenando al aire
con sus gritos discordantes. Los espádices ya están llenos de semillas blancas y
dulces. En la sombra de los plataneros se esconden pequeños cafetos – lo más
cerca de las casitas, cuidado con un esmero especial, cubierto con hojitas de verde
primavera, el arbusto de coca.
Sigue la cabalgada por pequeños bosques. El bosque trópico habla con mil voces.
Pájaros cantadores gorjean, pájaros carpinteros martillan, papagayos gritan y algo
más lejos suenan los gritos inquietantes de los monos aulladores. Millones de
cigarras resuenan su canción de amor ensordecedor.
La tarde era magnifica con su juego maravilloso de nubes que suben que brotaron
por las cimas de las montañas como papilla que se rebasa. Pero el juego se volvió
rápidamente muy serio. Las nubes se concentraron pronto para el aguacero tan
típico para la temporada de lluvia entre las 4 a 6 y nosotros nos pudimos retirar a
tiempo en una choza de indio, antes que arrancó un “aguacero” fantástico. Es la
finca del Corregidor (eso es un indio instalado por el gobierno, que tiene que vigilar
el cumplimiento de las ordenes estatales por parte de los indios y presentar y
representar los asuntos de los indios). Apolinar es unos de los indios más
inteligentes, hijo de un viejo blanco Mamo que conoce y guarda muchos secretos de
la Sierra.
Lo interior de la choza ofrece una imagen de un verdadero encanto: Cerca del fuego
está hilando una india viejísima. Una mujer joven está manejando la olla redonda de
barro que está en tres piedras sobre el fuego y hirviendo.
Un pequeño bebe de color café, vestido con una bata hecho de cretona decorada en
color café, está tocando sus palmas, divertido por el aguacero afuera, y cada
momento no vigilado se mueve hacia afuera al canalón de un frío de miedo que está
chorreando del techo debajo lo cual se formó de inmediato lodo suave.
Perseverancia lleva a la meta. Pronto se arrastra como una rana en el lodo,
lanzando gritos de alegría en el baño que viene directamente de la Sierra – hasta
que tuerza la boca y entra llorando de manera lamentable donde la Mamo le guarda
con todo el cariño en su bolsa caliente. La madre se coloca el lazo por la frente y
mece al pequeño en su espalda hasta que se duerma caliente y agradable. Luego la
abuela lo coloca en su “cama” una piel de vaca no curtido que está cerca del fuego.
La madres coge una rama verde y con este barre la choza en honores de los
huéspedes que llegaron con la lluvia y prepara un café para nosotros.
El joven indio nos invita sentarnos cerca al fuego y nos acerca a cada uno un
taburete de leña pesada de hierro hecho de un solo pedazo y por la superficie de
asiento hay una ensenada. Es bastante cómodo.
Cuando salen de mis alforjas tesoros de todas clases que las corazones de los
indios anhelan: una cadena de vidrio, una aguja de zurcir, una pequeña navaja y
cuando la bebe que se despertó se siente como si nada en mi regazo, ya se tendió
un puente muy tímido. La vieja vuelve a coger el huso, la madre sigue
anudando/tejiendo con la nueva aguja la manualidad eterna de las mujeres
Arhuacas, la tutu, y realmente contemplo honestamente con asombro la vieja bonita
muestra de escorpión que sus dedos hábiles crean en color café y verde en la base
blanca hecha de lana color natural como si fuera magia.
Apolinar sube sus manos hacia el techo y saca de una de las tutus que están
colgadas allí un paquete envuelto en hojas de maíz. Dentro hay una decocción
espesa y viscosa de caña (panela). Me regala el paquete y luego empezamos a
charlar. ¡Tengo tantas preguntas! Escuché pedazos de cuentos sin contexto que
quiero complementarlos; vi piedras viejas de los indios sin poder interpretar las
señas y quiero saber mucho sobre las ceremonias antiguas que se celebra en
secreto y sobre las costumbre que existen paralelamente al cristianismo forzado
como los viejos nombres que todos los indios llevan al lado de su nombre español
que les dio el estado.
Las respuestas resultan muy reservadas y es mejor no seguir preguntando! – Me
ocurren los artículos en las revistas colombianas que tratan de la Sierra y sus
habitantes escrito por personas cuales como escuché solo se atrevieron ir al borde
más lejos de la Sierra y que escribieron las tonterías usuales con las cuales un cierto
tipo de escritores les gusta darse tanta importancia. Lo conté a Apolinar y cuales
rumores falsos existen sobre los indios como por el lado católico están esforzados
mostrarlos como inmorales, practicando una idolatría confusa, sucios y salvajes para
justificar todas las medidas de los creoles que en ocasiones llevan muy cerca de la
perdición. Después de esto Apolinar se apasiona. También a él le han llegado varios
de estos apuntes.
Se queja seriamente sobre la explotación y subyugación que tienen que aguantar
permanentemente los indios en pequeñas y grandes medidas por parte de los
intrusos y sobre el daño que genera el aguardiente entre ellos que los comerciantes
les ofrecen de una manera seductora y así obligan que no podrían rechazarlo para
ser engañados suciamente por los mismos cuando están borrachos. Cuenta de un
libro viejo que fue escrito por un padre en los tiempos de los primero conquistadores
que tenía un amor grande hacia los indios. En él están apuntados todos los viejos
mitos y leyendas de los indígenas de las montañas y todas las formas antiguas del
culto, de las fiestas religiosas y los ritos familiares. Los indios lo protegieron y
guardaron como un santuario en su templo principal en el límite de la nieve, muy
cerca al apartamento de Dios, hasta que a un indio “moderno”, para estar muy
seguro, le ocurrió desdichamente en el año 1916 llevarlo a la oficina del alcalde en
San Sebastian que fue nombrado por el gobierno. Allá fue robado inmediatamente
por los “civilizados” codiciosos que nunca respetaron la propiedad y los santuarios
de los indios. Con esto se les perdió a los indios un tesoro infinitamente valioso
porque ahora viven los antiguas historias, fiestas y costumbre familiares solo de
boca a boca (oralmente) y se pierden cada vez más.
Hice de tripas un corazón y salté al centro de lo que nunca habría esperado poder
atrever tan rápidamente.
“A mí me repugna mucho”, dije, “que los Civilizados que difaman su fe, usan su
inteligencia para nada más que engañarles. Estoy convencida que a Dios le gusta
más su vida pacífica y sencilla sin mentira y odio y robo que la de muchos
Civilizados y padres. ¿No quieren que alguien que ama a los indios, cuenta la
verdad sobre ustedes y sobre su miseria a los allá afuera en un libro? No será tan
gordo como el que han perdido pero será diferente que lo que se cuenta sobre
ustedes allá abajo. Pero – si no cuentan a nadie de sus costumbre bonitos e
historias, ¿cómo puedo entenderlos completamente y juzgarles correctamente?”
Un poco con miedo observé el efecto de mi confesión abierta hacia él porque podría
ser que eso era lo menos inteligente lo que pudiera haber hecho! Podría ser que
ahora ya no me enteraré de nada más acá arriba porque Apolinar era Corregidor de
los Indios y su padre uno de los Mamos más prestigiosos que dispone de mucha
sabiduría e influencia fuerte sobre los indios.
Pero Apolinar quedó abierto. Pero de nuevo se despertó la desconfianza, como los
indios no lo están acostumbrados de otra forma que se les da promesas para
sacarles su secretos y luego cuando uno alcanzó su meta egoísta nunca cumple con
lo que ha prometido. Un joven latinoamericano se había dejado enseñar durante
muchos años en el estudio de los Mamos con la promesa acabar con la misión allá
arriba y construirles una escuela como la desearon ellos. La verdadera razón por su
larga estadía allá era para espiar los últimos utensilios dorados de culto y figuras los
que los viejos, iniciados los tienen baja custodia tan estricta que los mismos indios
no saben dónde están escondidos. Muy rara vez en las fiestas muy grandes que
cada vez son menos los sacan porque se dice que tienen fuertes poderes mágicos.
– Gracias a Dios se aburrió el “estudiante de la teología india” y solo se contentó con
el desfalco del dinero que los indios le dieron para la construcción de la nueva
escuela y se lanzó luego al comercio con aguardiente que era muy lucrativo.
“¿Quieres enviarnos muy seguramente lo que escribes?” Lo prometí de nuevo y
aparentemente me creyó. Pero no pudo solo asumir la responsabilidad de lo que le
pedí y no quiso actuar sin el consentimiento y el consejo de los viejos. Revelar
ciertos secretos es allá arriba un pecado mortal. La sugestión tiene acá todavía un
efecto tan fuerte que después de tales infracciones sin violencia ninguna al pecador
toca la muerte, también cuando es desconocido. Se va consumiendo y ningún
médico podría diagnosticar una cierta enfermedad.
“¡Quiero enviarte un viejo indio sabio que sabe más que yo!” prometió Matuna. Y
luego me contó como acá arriba se civilizó y cristianizó cuando él todavía era un
muchacho pequeño.
Mama Adolfo
Cada vez más niños se escaparon del Orphelinat porque la nostalgia volvió
demasiado grande. Y Mamo Adolfo que vivía escondido en su Rossa (¿?) en Uinaca
en las montañas entre Templado y Donachui, les escondió muy bien que los esbirros
no los pudieron encontrar. En la cima del Timicaca está su Santamaría.
(Observación: Los templos de los indios fueron llamados “Casa María” por los
primeros padres durante la conquista de Colombia para volver la madre de las
madres de los indios en la Madre María. Los indios se quedaron con la palabra
“Santamaría”.) – Acá dirigió los cuatros bailes grandes del maíz que ya no se bailan
porque Mamo Adolfo se llevó todos los vestidos que se necesita para ellos, todos las
plumas decorativas y todos los aparatos del templo que había guardado en nueve
canastas grandes, por la indignación sobre la arrogancia de los extranjeros y su
influencia funesta que empezaron de ejercer sobre los indios jóvenes y porque no
reveló a nadie donde los escondió o enterró.
Su esposa Ate y ocho muchachas del templo guardaron acá los cuatro campo
benditos de maíz en los cuales se sembraron cuatro tipos especiales de maíz para
los bailes. Ellos cosecharon y trabajaron la agave fibrosa fina Juache que solo se
utiliza para la producción de bolsos del templo y restregaron/rallaron polvo de piedra
de piedras especiales a suplicas para las fiestas grandes.
Sus hijos le ayudaron con innumerables cosas que una fiesta de indios necesita para
que sea útil para la lucha eficaz en contra de todo tipo de inclemencias del mundo de
las montañas y sus demonios que encarnan las fuerzas naturales: durante lo anudar
de los cinturones de baile, durante los trabajos de la decoración de plumas, de los
instrumentos musicales, los recipientes de barro, durante la preparación del maíz
bendito y durante la dirección de los bailes y cantos. Así vivía y trabajaba Mamo
Adolfo, el cura más importante de los Arhuacos que representaba una gran potencia
entre ellos, en su propiedad cerca de su templo en Uinaca.
Tuvo gran influencia en los indios que a menudo los reunió y enfervorizó estar firme
y leal con su propio y perseverar y aguantar la lucha pasiva contra los nuevos
torturadores los que les amenazaron desfigurar su carácter nacional y su fe.
Finalmente encontraron los esbirros la Santamaría que está casi no visible en el
pasto alto, cubierto por cuestas pastosas. Cogieron al viejo cura, lo ataron y lo
llevaron a San Sebastián a la casa del comisario. Logró huir en la noche. Lo
persiguieron y fue asesinado por una bala de un revolver en una choza cerca del
puente grande de los indios sobre el indio Donachui. El que lo hizo, era un creole de
Atanquez. Por lado de los padres se aseguró que lo que pasó, fue sin querer. El tiro
debería haber ido al aire para mostrar a los otro esbirros que lo encontraron.
Obviamente provocó la muerte del cura más apreciado y del líder más fuerte la
exasperación más grande entre los indios. Nadie creyó en un error.
Aprendieron someterse por fuera más y más a lo inevitable, el Orphelinat volvió
gracias al labor forzoso de los indios una edificación suntuosa, rodeada de rosas,
claveles, violetas y hortensias. Los indios aprendieron el idioma castellano, algo de
conocimiento escolar y rezar mucho. Construyeron campos bien limitados alrededor
del Orphelinat así que uno cuando llega allá como extranjero mira con admiración la
gran obra de civilización. Los niños de los indios aprendieron también algo de los
oficios manuales más importantes con la firmeza silenciosa quitarse todo lo
extranjero cuando los soltaron del cautiverio. Este se acaba, si se puede lograrlo por
parte de la misión, con la boda eclesiástica de los pupilos (el Orphelinat aloja bajo la
dirección de monjas también niñas, a pesar de indios Arhuacos y Guajiros también
creoles huérfanas), con la mezcla más posible de la razas o al menos diferentes
tribus para romper la solidaridad nacional la que causa tantos problemas a la misión.
De recompensa reciben luego un pedazo de campo cultivado y una choza construida
según la muestra creole con un poco de menaje.
Y luego los indios fieles se vuelven a mudar arriba a las montañas, se dejan crecer
el pelo, se ponen el viejo traje tradicional hilado a mano lo que les ordenó según su
mito Dios mismo, se limpian en su lugar de culto de sus Mamos y son otra vez indios
como los demás. No se encuentra nada en sus chozas o en la forma de su
cultivación del campo o sus otros costumbres que recuerda de su formación forzosa.
Solo en un puesto en la Sierra escondida, al borde de los páramos, detrás del
Donachui vi aplicado a la práctica lo que se aprendió en el Orphelinat. Acá vive
Duani el rey no coronado de la Sierra quien dirige los indios con su espíritu
emprendedor infatigable y su talento de organización. Su hijo más grande, uno de
los alumnos más inteligentes de la misión, aplicó allá su arte de ebanista para
construir a los indios una escuela en la cual solo indios capacitados deben enseñar a
los niños. Solo allá deben aprender lo que es necesario para vivir para enfrentarse a
todo con sabiduría e ilustración lo que quiere envenenar y minar su raza y su nación.
El que será finalmente el ganador de esta lucha tan desigual, ya está previsto. Una
trágica conmovedor está en lo inevitable. A mí siempre me pareció si tuviera que
abrazar a este pueblo extraño como una madre a su hijo ingenuo, salvarlo de estos
fauces ciegos y crueles de la civilización que tragan a todo lo peculiar para ayudarle
guardar su imagen de la vida tan harmónica, encantador y homogéneo.
Contando la historia ya se oscureció. Pasamos la noche donde Matuna en pieles de
vaca cerca del fuego. En el amanecer salimos porque el señor R. tiene que ir a su
Finca para ver si todo está en orden. Matuna nos acompaña. Debe cubrir un
almacén junto con otros indios que pertenece a mi paisano – con pasto como acá es
usual. Para esto puso la condición (pidió) una puerta principal bonita y algunos
muebles del taller del señor R. porque acá todo funciona sin efectivo. En el camino
nos cuenta Matuna la historia de la montaña de Silihungo por cuya empinada peña
escarpada pasamos el día anterior con alguna distancia.
La edad de la madurez
El día después de la fiesta del nombre me encontré con Matuna en el pueblo. Tuvo
asuntos oficiales pero se quedó donde la creole que vende aguardiente. Le
convenzo subir donde nosotros con la esperanza al buen “ron” (así se llama el
aguardiente hecho en esta región) al cual probó a menudo donde mi anfitrión
alemán.
Ya sabe que soy desde ayer la madrina de la pequeña María y la comadre de Chia.
“El Mama era mi padre” dice él “y tú lo debes a nuestra amistad que tuviste permiso
asistir. Cuando normalmente se junta un “civilizado” cuando estamos celebrando una
fiesta, se termina la fiesta de inmediata o se la aplaza hasta que se alejó.”
Aparentemente tiene el permiso del viejo padre hablar conmigo sobre el asunto y lo
hace abiertamente como una vez salió de su “oficio” y mi anfitrión ayuda con su
aguardiente para que la ganas de hablar no se termine mientras esté con nosotros.
Pero con buena medida porque él conoce a sus indígenas y sabe cuándo tiene
suficiente.
Me asombra la seguridad con la cual encuentra sus palabras y la educación natural
con la cual sabe hablar. “Hay muchos clanes acá en las montañas” cuenta “cada una
tiene costumbres un poco diferentes. Firmes leyes indígenas ya no hay acá, ellas se
aflojaron mucho por la Iglesia y el estado y malas costumbres frente a cuales somos
inferiores. Quiero contarte como anteriormente lo era donde nosotros por todos
lados y ahora solamente en algunas partes, en las montañas altas donde nos
molestan menos.
Cada hombre joven está obligado a prestar por unos años servicio laboral para la
comunidad antes de casarse. Tiene que construir caminos y trochas en la naturaleza
salvaje y tiene que ayudar a limpiar y a arreglar los viejos caminos. Porque
desprendimientos de tierra y aguaceros los vuelven a menudo inservibles. Los
caminos son una de nuestra principales preocupaciones acá arriba. Mañana al
amanecer puedes ver como se reúne una gran cantidad de indígenas de los
alrededores y bajo mi supervisión empiezan en grupos a arreglar los diferentes
caminos.
El servicio comunitario además consta de hacer leña (talar árboles) y traer rocas
para el mantenimiento de nuestro pueblo de reunión, de cortar al pasto y el arreglo
de los techos. Pero en todos estos trabajos ayudan también los casados, cortando al
pasto y trayendo de las montañas también las muchachas, mujeres y muchachos.”
Como símbolo que volvió hombre, el joven indio se elabora un gorro lo que es un
trabajo muy complejo y artístico y se pone pantalones desde que los padres lo
habían ordenado.
A esta edad tiene que estar especialmente a la disposición del Mama y seguir sus
instrucciones para que los demonios se mantengan lejos de él y que desarrolle sus
mejores fuerzas por el bien de él mismo y también para el tribu. La edad normal para
casarse para el hombre es más o menos 18 años.
La niña pertenece hasta la entrada a la madurez a sus padres. Le ayuda a su madre
en la choza como en la huerta y en la plantación. Cuando tiene la primera vez su
menstruación, tiene que seguir estrictamente las leyes porque en este tiempo está
especialmente puesta en peligro. Sin cambiar sus abrigos se va al Mama el que con
piedras especiales trituradas, que solamente sirven para estos fines, la invoca con
conchas y con hojas de maíz, no puede ingerir sal y tiene que respetar muchas otras
cosas, especialmente la limpieza estricta. Porque ella que está en peligro en este
tiempo con todos sus fluidos pone en peligro su entorno, animales, plantas y seres
humanos. Por los campos por los cuales camina traen fruta mala, animales pueden
tener la consunción por el descuido de la muchacha.
En estos días la muchacha come de una totuma especial y se baña en un lugar
especial.
A partir de este momento la muchacha aprende con la mujer del Mama hacer bolsos
y cinturones para los bailes de la Santamaría, mochilas tejidos con símbolos
mágicos, aprende cantos y bailes de los templos.
Pronto después de la entrada a la madurez se casa. Un matrimonio indio es un
asunto propio y muy complicado y da las miradas más interesantes en la psiquis de
los indígenas.
Alrededor de las chozas de templos y en su entorno están escondidas en los
arbustos y flores muy pequeñas chozas de pasto. Están totalmente de pasto, como
nido al revés con un pequeña puerta de bambú. Estas son las chozas de matrimonio
de los Mamas y sus novicios, también de algunos indios leales a la tradición que no
pertenecen a la casta de los “curas” (chamanes). Sirven para la primera unificación
de la pareja y luego para nada más. La primera unificación es un paso muy grande y
muy amenazado por lo sobrenatural que necesita la asistencia especial del cura.
Nueve días el Mama pasa anteriormente en la choza de boda y prepara el conjuro
con sus “secretos”. Durante el proceso ayuna. También la pareja ayuna nueve días y
no come sal. La novia es juiciosa en el trabajo y hace cosas que nos parecen
bastante raras. Mientras donde nosotros termina los últimos prendas de su ajuar, la
novia indígena está sentada en el piso y tritura piedras, nueve fardos diferentes, con
piedras especiales que las dio el chamán. Cada día hace un fardo. Luego ensarta
semillas negras en cinco hilos de algodón de colores diferentes.
Lo hace con una cara seria y lo hace con oración conmovedor y pasión. Las piedras
de amacui sirven con las fuerzas que deben emitir después de la trituración para
conjurar fuerzas malas y atar buenas que pueden ganar tanta fuerza grande el día
de matrimonio.
Al novio le regaló en el último de los nueve días durante una solemne ceremonia el
Mama el poporo tan importante y una mochila especialmente conjurada para las
hojas de coca. La novia la hizo y la decoró con muestras bonitas. El campo de coca
el Mama lo conjuró y bendijo y la novia cosechó y secó a las hojas. Es este regalo
con todas las cosas antiguas de la fe que se giran alrededor del consumo de la coca
y del cal, un tipo de consagración al hombre. El primer bocado lleno de hojas de
coca masticadas y también después del primer uso de la caja de cal, se guarda con
cuidado en una hoja de maíz y luego en la choza de baile.
Después que los novios comulgaron ampliamente y los diferentes “pecados” en
forma de diferentes tipos de piedras (el termino real del pecado se les metió en la
cabeza la iglesia y no corresponde a su sensibilidad) se enterraron en un puesto
donde Dios los quita, se hace un fuego con Gema, un tipo especial de madera. El
Mama pasa a cada uno de la pareja una antorcha de frailejón. Ellos queman las
puntas de las hojas resinosas y las intercambian. Cada uno mueve ahora su
antorcha por su cuerpo y lo envuelve en un olor rico de resina. La novia se unta su
pecho con las cenizas.
Ahora les lleva un viejo indio digno por la mano a su nido de matrimonio donde las
indígenas colocan en su cama en el piso su “fardo medicinal” de semillas negras y
piedras de amucui y un cristal clarito de la montaña, la piedra de la fertilidad. No
están mucho tiempo a solas, sin para les invoca el viejo que tiene que quedarse
cerca para espantar a los espíritus malos. Luego vuelven a la Santamaria donde
acontecen la última conjuración. Luego superaron lo malo y empiezan con su
sentimiento de seguridad y su poder sobre los espíritus de su matrimonio. Casi
nunca se separan los cónyuges. En todos los pueblos primitivos se encuentra el
miedo del poder del mal durante la desfloración por esta razón entre otras el chamán
donde los Arhuacos está obligado, efectuar esta acto. Es una obligación no un
privilegio.
Que la pareja indígena que sigue a las leyes antiguas, vive en chozas separadas, ya
me había enterado en la sabana de Pauruba. La indígena se escapa de su marido
cuando la llama, a su plantación o hacia arriba a las montañas. Él tiene que atraparla
por la fuerza. Los indígenas creen que todo eso influencia mucho el desarrollo del
niño, que volviera bonito y fuerte por eso.
Tres a nueve meses después de la boda el Mama le acoge a la pareja joven en su
formación y lo enseña la educación de sus hijos que tiene sus raíces en la mágica fe
indígena.
Un niño nace
La indígena tiene su parto al aire libre, en un lugar tranquilo, a menudo sin alguna
ayuda, acuclillada en el piso, el cuerpo apoyando en una roca o un tronco. A veces
tienen apoyo por mujeres más viejas. El cordón umbilical se lo muerde en la mayoría
de los casos y se lo hace un nudo. Luego se seca frotando el cuerpo del niño y de la
madre con hojas de una mata que debe ejercer efectos estimulantes a la piel del
niño. Luego el Mama se preocupa de la madre porque el cuerpo herido de la madre
está en un especial peligro por parte de los demonios. Con cuidado el Mama conjura
la placenta y la entierra con un leño bendito de tumba hecho de madera macana, de
la macaina.
El niño está acostado solo el primer medio día de su vida en un rincón de la choza.
Tres días la madre no puede salir de la casa y evitar comida ajena y sal. En la choza
no debe haber luz durante este tiempo.
Luego el niño conoce a su casa paterna: Después que se volvió abrir la primera vez
la puerta, la madre lo carga desnudo a todos los rincones de la casita, luego
alrededor del mismo, por la escalera a la huerta, por la plantación y deja que vea
todo lo que pertenece a su hogar. Lo hace todo con la devoción conmovedora del
pueblo indígena de la Sierra porque tiene un significado profundo para el desarrollo
del pequeño y su bienestar.
Una mulata que vive hace años en San Sebastián, me narró la valentía con la cual la
pronta mama acá arriba espera el parto que conlleva tan pocas molestias. Se va
sola a la orilla del río de Pauruba; directamente después del parto, después que
cortó con una piedra al cordón umbilical lo que cerró con nudo, baña al niño y a sí
misma en el río (cuya temperatura oscila en los horario del día entre 8 y 18 grados);
porque el baño tiene una fuerza que no solo limpia al cuerpo sino también
espiritualmente y protege de la intrusión de poderes malos. Luego cuelga al recién
nacido en el bolso por la frente y empieza de inmediato lavar su ropa. Luego se
retira en su casa para comer con “ansiedad” (hambre canina?), literalmente “miedo
de alma”, lo que está permitido.
Entierro indígena
Cuando una mañana fui al pueblo, la madre de Chía estaba acostada ante de la
puerta de su choza. Allá estaba flaca, respirando cansada y débilmente en su piel de
vaca y ni podía levantar más la mano. Chía y su hermano manco y algunos
indígenas estaban sentada en la choza, silenciosos y mudos. “¡Va a morirse!” me
dijo tristemente Chía. Un rato estaba sentada muda como ellos entre ellos. Luego fui
al pueblo y seguí por la sabana por el río hasta “templaito”, la propiedad de Matuna.
Me impresionó curiosamente, morirse solo ante de la puerta y el luto silencioso en la
choza. “¿Por qué la colocaron delante de la puerta? ¿Era porque le causa daño el
humo?” “No”, contestó Matuna. “Es nuestra fe: Cuando un indio está muriéndose, se
lo lleva delante de la puerta que le brille el sol y la luna y que Dios lo vea.
El Mama va solo a la Koncurua, se sienta en un puesto determinado que se llama
“Kaducua”, eso es “cielo y tierra se tocan”. Hasta allá va el Mama para hablar con
Dios con la ayuda de sus cantos y su Mainaca.”
“¿Koncurua es lo mismo que Santamaría?” interrumpí a Matuna. Me explica la
diferencia: “La Koncurua está abierta todos los días. Acá se acontecen consulturías,
enfermos entran, buscando al Mama, es lo que ustedes llamarían despacho o cuarto
de reunión. En la Santamaría trabajan los Mamas superiores. Acá bailan los bailes
antiguos, practican los cantos y guardan los santuarios.”
El Mainaca el que le ayuda ver si el muy enfermo va a morirse o quedarse vivo, es
de madera de palmera – macana negra. En la punta superior del palo está tallado la
cruz de la génesis, el símbolo Kacaceocucuis quien era antes que llegó la luz el
“padre de la noche”. Debajo de la cruz están grabados los caminos de los muertos y
los lagos santos.
En la punta superior, sobre la mitad, el Maincaca está envuelto holgadamente con
cordones negros en cuyas puntas colgantes hay semillas negras en hileras.
“Cancuana Ganzin” se llama la borla. Por debajo van los caminos de los vivos. Entre
ellos están tallados puntos que significan sus casas.
El Mama está en la Kaducua, planta su Mainaca delante de él en la tierra y estudia si
el enfermo se morirá o no. Cuando Dios le dice que tiene que morirse, así le prepara
el Mama para la muerte a través de la confesión. (¡precolombino!) Mueve su
antorcha de humo hecho de hojas de frailejón alrededor del moribundo y unta sus
miembros con las cenizas que depuran.
Después que se murió, el Mama prepara polvo de piedras de piedras negras de un
tipo especial y hojas de banano. (“Pedazos muy valiosos de estas piedras contienen
un metal”, explicó Matuna para explicarme mejor las piedras.)
Estos “Bojotes” o “Aburros” y todo lo que le entregó el difunto por la confesión, toma
el Mama y lo lleva a la Kaducua. Escribe signos en el piso que solo entienden los
chamanes y consigue por eso un camino seguro e indiscutido al reino de los
muertos.
Luego el Mama le prepara para el entierro. Le lava la cara y le corta una mecha del
remolino en el cogote en lo cual debe estar escondido también el símbolo de la cruz.
A la mecha guarda en la Koncurua. “¡Todos los sentidos tiene el ser humano en esta
cruz!” me aseguró Matuna.
Después del entierro estudia el Mama con sus conocimientos secretos la mecha. En
ella ve si el muerto era malo, si la familia tuvo la culpa o solo él. Si resulta que la
familia tuvo la culpa, le impone a esta una multa para el desprendimiento del muerto.
Si el difunto era malo y de buena familia, se tiene que introducir conjuraciones
especiales para que su alma suba felizmente el camino de los muertos a la
Chundua.
El entierro del indio sencillo exige ninguna otra ceremonia. Se lo coloca y entierra
con su abrigo, sus mochilas, el poporro, el ambiro, el gorro y todo lo que tenía en el
hoyo rectangular.
28.8.1936
Escarcha se extendió por la mañana por Mamancanaca. Temblando del frío salimos
de nuestras cobijas y trotamos un rato después de habernos lavado en el rio helado.
Luego estamos bien y nos tomamos nuestro café de la mañana. Nuestros indios van
a buscar después del desayuno a los bueyes que están pastando en algún lado de
la sabana. El hijo de Duani Sebastián coge al inmenso fusil de avancarga, lo llena
con polvo, un pedazo abollado de plomo y papel periódico y sale de caza de ganado.
Más tarde le seguimos con los indios que por fin encontraron sus bueyes. Subimos
por una gigante huerta natural de hierbas medicinales que huelen sabroso para
pasar por la escombrera empinada. Nos encontramos con dos indio montados en
caballo y con lazo, fusil y perros. Las caras curtidas, duras, la postura la de reyes.
Son amos de las montañas, todo es de ellos – las ovejas, el ganado, los caballos,
los cerdos, todo lo que atrapan y domestican o sacrifican.
Ellos paran para saludar a sus hermanos del tribu. “¿A dónde van?” nos
consideraron finalmente dignos también de hablarnos. “¡Allá de dónde vienen
ustedes pero hasta algo más alto!”
Con menosprecio uno de ellos mira hacia mi abajo. “¡La voz es de una mujer pero
según la ropa pareces ser un hombre!” Y luego: “¡Sería mejor si no subieran hasta
arriba!” Se fueron cabalgando, subiendo el valle de Mamancana.
De la dirección norte suena un estampido. Subimos por dos cordilleras. En una
pequeña sabana verde está la res disparada. Un buen tiro, directamente en la frente.
Sebastian ya la está despellejando. Los dos indios le ayudan. Pronto toda la carne
está cortada en una franja única casi infinita – como eso es un misterio para mí.
Todo lo necesario se reparte por las cuatro redes hecho de rafia de guayabo y
amarrado en la silla de carga de los bueyes. Lo demás tragarán los pequeños
bonitos perros mechudos que viven en la naturaleza salvaje de las montañas y los
cóndores que están dando giros encima de nosotros.
Ya llegó la tarde. Aplazamos nuestro viaje hasta mañana. Sebastián nos pesa 40
libras de la franja de carne con la balanza de calabaza. Se envuelve la carne por
palos que se construyeron solo para este propósito. No hay moscas acá arriba. Que
se nos pudre algo de la carne en el camino no sucederá a esta altura. Solo la
debemos extender en piedras en cada descanso.
29.08.1936
Los bueyes serán estacados está noche así que no perdemos tiempo en la mañana
buscándolos. Tienen que buscarse su comida en el camino. Así que estamos al
amanecer en camino, hacia las montañas de nieve. Hay un zumbido fuerte en los
oídos y el corazón trabaja a toda. – Tranquilo, sin pausa, sin la más minima señal de
cansancio siguen nuestros indios con sus bueyes. De repente el más joven suelta la
cuerda y desliza como el diablo por un lado a una quebrada, el fusil en el brazo. Lo
vemos subiendo la escombrera al otro lado en un enredo de frailejones. ¿Qué va a
hacer? Como un gato montés pasa por los arbustos. Algo grácil, pequeño salta de la
rocalla. Un tiro, se voltea y rueda hacia abajo. Un ciervo enano, no más grande que
un corcino con una cornamenta pequeñita no más largo que un dedo. “Loche” se
llama en Colombia.
Tranquilamente recoge nuestro indio la cuerda, el pequeño ciervo en la mochila.
Seguimos como no hubiera pasado nada. Solo sus ojos están brillando.
Estamos caminando en la cresta que toca la sabana donde ayer se sacrificó la res.
Nos llega el sonido de gruñidos y graznidos malos. Cuento 17 perros de pelo largo,
su estatura y tamaño similar a nuestro Spitz (lulú) que pelean con los cóndores por
los restos de nuestra res. Los cóndores son mucho más grandes que los perros,
tienen picos brutales y garras inmensas. La envergadura de sus alas mide más o
menos dos metros y medio. Con mucho respeto admiramos los pequeños héroes de
cuatro patas que defienden a su derecho de existencia. ¡Se atreven a todo!
Especialmente en la caza por caballo prestan buenos servicios a los indios, cazan
las manadas hasta que los caballos están totalmente agotados. Vi a los pequeños
satanes atrevidamente volando entre las piernas de los caballos que cocean como
un rayo sin que les pasara algo. Siempre pasaron los cascos por sus cabezas sin
alcanzarles. Los indios cuentan que hasta los “morros”, una raza especialmente
fuerte de leones monteses que ponen acá arriba en riesgo al ganado y cuando están
con mucha hambre hasta humanos, temen a los pequeños guerreros.
Después de unas horas de marcha, la cuesta que subimos nos da libre
inesperadamente la primera montaña de nieve. Apartado que en el oriente, separado
del resto de la cordillera nevada. Es la cima de nieve más bajo.
Subimos una cresta morrena amplia que pasa por un lado de la montaña de nieve.
Las paredes descienden empinadamente al lado de nosotros a un valle profundo y
verde donde pastan caballos al pie de la montaña coronada con la nieve eterna.
Nuestra cresta parece a una amplia carretera nacional, se estrecha tan uniforme y
regularmente. Solo está regado con piedritas agudas y lleva empinadamente cuesta
arriba. – La distancia entre yo y mis compañeros se agranda. E. se voltea más a
menudo para llamarme mientras S. sigue marchando sin preocuparse con el lema
sin piedad: ¡Acá se sigue la marcha! ¡Pero no se puede más rápido aunque lo
hubiera querido! Si no mantengo el ritmo de paso y respiración que me prescribe mi
naturaleza, desgasto la doble fuerza y tengo que hacer pausa. Respirar tranquilo,
lento y rítmicamente – los demás hacen lo mismo pero nacieron en las montañas y
están entrenados. Sin embargo me parece siempre de nuevo como E. se excede
para imitar a S. Los dos son muy diferentes, S. huesudo, musculoso, según lo que
parece indestructible, de 35 años. E. tiene solamente 19 años, grácil, más alto que el
promedio, muy hábil haciendo alpinismo y con un firme sentido de equilibrio pero se
cansa más fácil. Pero su ambición deportiva no le permite admitirlo.
Antes del mediodía estamos arriba. A la izquierda de nuestra montaña de nieve se
amontona una pared de rocas con una desmoronada cresta salvajemente escabrosa
que oculta la cordillera nevada. Rocas escarpadas bloquean la vista hacia atrás. Por
arriba de nosotros y por debajo de nosotros, por todos lados rocas totalmente calvas
desgarradas por las tormentas, reventadas por los helajes. Por todos lados corren
fuentes de agua, algunos se acumulan en pequeños hoyos donde brota algo de
verde, el único consuelo en el gran desierto.
Cóndores gigantes están flotando sobre nuestras cabezas en un vuelo espléndido
en planeador, las alas anchas ampliadas fijamente con el viento ascendiente
levantándose sobre las crestas y con el viento descendiente jalados hacia abajo a
los valles. Hábilmente evitan a las ráfagas entre dos alturas, solo girando y dando la
vuelta con la cola fuerte como timón de profundidad y de mando. A ratos se puede
escucharles muy cerca sobre nuestras cabezas.
Nuestros indios descargaron a nuestras cosas en un nido de rocas sin viento. Ahora
nos dan las espaldas después de un corto saludo y están tragados en un momento
por el desierto de rocas. Estamos solos.
E. y yo recogemos manojos de hierba muerta y arbustos muertos de Ceybumbuci,
montamos una estufa de tres piedras y preparamos café. S. ya armó las carpas en
dos pisos estando uno encima del otro porque para más no hay espacio. Era un arte
fijarlas porque no hay tierra para sujetar las cuerdas. Se amarró las cuerdas de las
carpas en rocas pesadas y púas que resaltan. Cubrimos los pisos de nuestras
carpas con un colchón grueso de pasto seco. Hace calor. Luego estamos sentados
con una satisfacción total en nuestra “cocina” y estamos desayunando. Cocinamos
de verdad solo una vez al día.
Después de una siesta corta hacemos una vuelta exploradora a la cresta de la
cordillera que nos tapa con su anchura y altura la cordillera nevada. En algunos
sitios miramos hacia arriba por las paredes rocosas sin saber qué hacer; no hay
camino. Luego nos devolvemos y buscamos nuestra suerte por otro lado. Un rebaño
de ovejas salvajes se mueve arriba de nosotros en un camino arriesgado. Pequeños
arroyos de granito desmoronado vienen bajando, de vez en cuando se nos acerca
una piedra seguida por otras que llevó consigo en el camino. Pasan por la cresta.
Nos mostraron un buen camino para subir.
Arriba estamos sentados en un pequeño saliente de una roca, las piernas colgando
sobre el abismo y discutiendo la ruta. Nos dimos una pequeña idea del viaje
agotador que nos queda por delante – ¡con equipaje! Delante de nosotros quedan
las montañas de nieve con su belleza encantadora y una consecución en etapas de
lagos azules, uno fluyendo al otro, conectados por arroyos o cascadas y finalmente
lo más arriba alimentándose con agua del glaciar. Detrás de la nieve tiene que estar
Santa Marta y el mar.
Un poco después de las 5 ya desaparece el sol. Una maravilla encantadora sucede
en la pared rocosa al frente de nuestras carpas. De repente la cresta empieza a
arder en un fuego rojo subido. Como si fueran de lava liquida, así arden las raras
púas escabrosas del derrocadero. Un cielo ya casi oscuro hay detrás. Irreal de una
majestuosidad ajena es ahora el paisaje. Pero el arder de los andes no dura por
mucho. Inmediatamente siguen la oscuridad y el frio fuerte. Cada uno se come un
consomé de carne fuerte con arroz y lo tiene como un horno y un ladrillo para
calentarse los pies en la carpa.
10.08.1936
La primera noche en la carpa era casi como donde la mama. Ningún rastro de frio en
el heno caliente. El techo de mi carpa está cubierta por dentro con escarchas en
forma de flor. Y cuando abro la cremallera de la entrada y mira hacia afuera, todo
está lleno de escarchas. La charca debajo de nosotros está congelado. Pero pronto
el sol descongela todo. Estamos montados elegantemente acá arriba. Cada uno
tiene su baño con agua corriente.
Después de un desayuno corto se empaca rápidamente, para cada uno según
previsión sabia y según las experiencias que hicimos ayer. Más o menos 25 libras
para mí, más que el doble para mis compañeros – equipamiento de montañista para
la nieve, dos carpas, ropa caliente para la noche, alimentos. Solo es lo más
necesario, calculado para más o menos una semana. La carpa más grande de
nuestras tres se queda como depósito de alimentos. Ladrones no hay acá arriba,
ningún indio robaría nuestras pertinencias y los así llamados “Civilizados” no se
pierden hacia acá. Los animales pueden entrar difícilmente a nuestra carpa.
Una subida rigurosa empieza, lento con una respiración regular, sin pausas hasta el
descanso en común. ¡Nuestro equipaje pesa al menos cinco veces más en esta
altura! Como un peso enorme nos presiona hacia arriba con cada paso. Vamos
apretándonos contra las paredes de rocas con muy poco espacio para los pies,
cerca al abismo. Si esta mochila no me tirara y pusiera en peligro el equilibrio.
Finalmente lo logramos. ¡Estamos arriba! Todo lo pesado se desvaneció yendo
hacia abajo. Solo llegamos siempre de nuevo a rocas grandes que hacen necesario
desviarse del camino.
30.08.1936
Pero cuando nos despertamos ya es mañana. ¡Así se duerme acá arriba! Estamos
cubiertos de nieve. ¡La pared de nieve nos mantuvo caliente! Por terrazas con una
amplitud de más de 30 metros que se volvieron lisos por el agua marchamos hoy.
¡Que cascada tan magnifica tiene que ser el arroyo montés durante el deshielo!
Subimos hasta su origen, un lago de un tamaño de más o menos 800 a 500 metros.
31.08.1936
En la madrugada nos lleva una pista de ovejas alrededor de la orilla empinada del
lago, pasando por rocas que bajaron de la montaña, escombreras y cuestas de
pasto seco. Tenemos que tener cuidado que no nos resbalemos en el lago profundo
con sus paredes empinadas. Sin estos caminos de ovejas casi no es posible pasar
por el lago. Cuando casi se perdió la pista de oveja en la grava, resbalé con cada
paso tres o cuatro metros hacia abajo, generando un granizo de piedras que cayeron
con mucho ruido al lago. Con los dedos rotos y las rodillas ensangrentadas attericé
finalmente por suerte en otro camino de ovejas un poco más abajo.
Lentamente subimos por la cuesta al lado del valle. Debajo de nosotros queda el
segundo lago de alrededor de 200 por 150 metros y delante de nosotros ya muy
cerca sobresale el límite de las nieves, cerrando en una curca amplia el valle rocoso.
Elegimos el últimos lugar que está protegido contra el viento muy cerca debajo del
glaciar de la Chundua para instalar nuestro campamento principal. En un nicho
formado por dos bloques gigantes tendemos las carpas. Una de las piedras forma
por la parte de abajo una cueva espaciosa. El pasto está bajado y hay mucho
estiércol de oveja. A menudo puede servir la cueva a los animales como refugio
cuando hace mal clima. Muy cerca pasa balando un rebaño de ovejas, animales
maravillosos con mechones gruesos. Rebaños de ovejas se encontraron con mis
compañeros de viaje hasta debajo de los glaciares más altos. Saltaron hendiduras
hasta de cinco metros. Nos encontramos también pequeños ciervos monteses de
pelo largo hasta al otro lado del límite de las nieves.
El campamento queda una hora de la nieve eterna. Por todas partes se puede ver
que la nieve baja significativamente más en otras temporadas. Así que hemos
elegido un tiempo afortunado para nuestro viaje. Cada vez vuelve más pesada la
subida. Empieza a ser una tortura. Necesitamos mucha y honda respiración. ¡Casi
se nos vuelan los pulmones! Nos sentimos flojos. Todos sufrimos por un dolor de
cabeza horrible. A pesar de haber nos engrasado preventivamente ya desde
Mamancanaca tenemos una sensible quemadura de sol. Nos vemos totalmente
desmoronados. Lavarse con agua está prohibido. Solo nos podemos empapar con
grasa. Esta cosa ya no sale del cuerpo.
Se pone mascaras blancas y gafas oscuras, la luz con sus reflejos de la nieve tortura
a los ojos. Leña ya no hay acá arriba. Por nuestro susto nos damos cuenta que
nuestra estufa no funciona. Lo intentamos con paja pero genera demasiado gas para
dar una llama que calienta. Tenemos que ver como quedar satisfecho. Comemos
carne cruda, algunos nueces y arroz sin cocinar.
Los dos suizos hacen ahora una caminata exploradora en el glaciar. Un poco antes
de su regreso me dormí delante de la carpa, medio narcotizado por la falta de
oxígeno y el sol. En este momento me despierto por los aletazos de un cóndor que
me cree aparentemente muerta o para muy indefensa. Le observo un rato con mis
ojos medio abiertos. Dando sus giros cada vez más bajo, las garras dobladas listas
para agarrarme. Sobre él planean otros dos de estos gigantes. Mi amigo allá arriba
se atrevió acercarse hasta casi cinco metros, en este momento prefiero levantarme
de repente y gritarle. Estos muchachos realmente no son inofensivos. Ha pasado
que atacaron a indios en las empinadas paredes rocosas y les hicieron caer con
aletazos. Ponen mucho en peligro los pequeños terneros y corderos. Presienten
cuando uno nace y lo asesinan de una manera cruel si pueden apropiarse de él;
primero le arrancan la lengua para que no pueda llamar a la madre y luego le
picotean los ojos así queda totalmente desamparado. Por la cuenca del ojo recibe
luego la golpe de gracia. También viejos animales enfermos no están seguros.
Después de aproximadamente cuatro horas vuelven mis dos compañeros medio
ciegos y totalmente agotados. E. una hora más tarde que S. S. ya está durmiendo
profundamente cuando también E. se arrastra hacia el campamento, apoyándose
fuertemente en su piolet. Él hace el esfuerzo preparar café con el últimos resto de
nuestro petróleo y pasto seco. “¿Todavía quiere subir?” pregunto mientras soplamos
en el humo. “Si”, es la respuesta. “Es tan cerca desde acá, un viaje de medio día,
¡no más! No dejo ir a S. solo.” “¿Pero porque ahora no volvieron juntos?” Un silencio
avergonzado. “Mire, yo me quedo porque no pienso conseguir algo por obstinación
para lo cual mis fuerzas no me dan. Usted es un ser totalmente diferente que S.
¡Deberá verlo el mismo y ya solo el sentimiento de responsabilidad por su
compañero más joven debería prohibirle comportarse de esta manera!” E. reacciona
molesto y no hablamos más del tema.
01.09.1936
Como en la próxima noche hay luz clara de la luna, los tres se deciden partir a las 3
de la noche para evitar al sol alrededor de mediodía. Las cimas se tiene que tomar,
cueste lo que cueste. Y como acá arriba no podemos cocinar y solo nos quedan muy
pocas conservas, tiene que suceder con precipitación más grande. Después de las
exploraciones – hechas en la mañana – estiman estar de vuelta a las 3.
Me quedo atrás con gran preocupación por E. quien me pareció en la tarde anterior
que está terriblemente sufriendo. Pero las cimas ya no los sueltan a los dos.
Una vez me levanto de un susto: ¡Un estruendo tronando muy cerca de mí! De la
cresta arriba de la carpa se soltó una roca y rodeó dando golpes con un sonido
sordo hacia la profundidad, seguido por un granizo de piedras pequeñas. Se acabó
el reposo nocturno. Hay mucha actividad acá arriba debajo de la agrietada cuesta
desmoronada en cuyas grietas se congela cada noche el agua y vuela cada vez un
poco más. ¡Es una locura acampar en la mitad de la escombrera de desprendimiento
diario de piedras!
Con el amanecer hago una excursión por mi propia cuenta a los glaciares. Donde
está el límite entre las montañas calvas y la nieve eterna se encuentra como en la
entrada de un país de las maravillas. Acá se amontonan paredes hasta de 15 metros
que parecen fortificar el reino de los muertos. Crecen de vieja nieve que tiene un
color café del polvo y portan una cobija sobresaliente de nieve nuevo. Junto con
calamocos gruesos como vigas hasta del delgado de un dedo forman salones
columnarios y grutas con ornamentos bizarros. Se escucha tintineando y sonando
los calamocos saltando y algo más lejos resuena y habla y susurra – dependiendo
del viento que trae el sonido – una cascada que se tira de una cueva de hielo. Las
rayas de sol se quiebran en lo interior del glaciar y permiten brillar en azul y verde
los superficies de fracturas y las grietas, los calamocos y la nieve nueva.
Un portal glaciar recibe el agua de un lago para transmitirlo debajo de su capa de
hielo al otro lado hacia abajo al mar. De una blanca cuenca ventisquero, cubierto del
brillo purpuro del sol de la mañana, corre un arroyo glaciar a lo caliente, a lo claro.
Pasa por amplias terrazas de granito, sobre musgo amarillo que parece que consta
de cabecitas de siempreviva y pequeñas blancas plantas compuestas que estimulan
las piedras húmedas hasta la nieve.
Un estallido suena desde el glaciar y causa un echo múltiple en las montañas. El
hielo glaciar allá arriba se rompió en algún lugar.
Me tomo el tiempo recoger pruebas de piedras para consultar expertos allá abajo.
Me parece que hay grandes riquezas en minerales, piedras y filones lo muestran y
charcos que están en hendiduras rocosas sin salida. Están tinturados
fantásticamente por óxidos que están flotando en opalescentes nubes verdes o
cobrizos en el agua claro. Alrededor de estos lagos enanos se establecieron todo
tipo de liquen y musgos, flores blancos salen de allí que casi recuerdan de nuestras
margaritas silvestres y pequeños colchones de bolsas de pastor en blanco y morado.
– Chundua – ¡a un reino ameno trasladó la fe de los indígenas a sus muertos!
Hacia mediodía vuelvo a nuestro campamento, ordeno las carpas, abro algunas
conservas para el regreso de mis compañeros de viaje – duermo un rato y luego hay
que esperar lo que vuelve cada vez más insoportable.
Detrás de las cimas de nieve se acumulan tormentas. Estoy acostada en el pasto y
observo un rato al fascinante juego de las nubes. Un monstruo crece del otro, una
forma devora a la otra, lo de allá arriba cada vez más parece más muecas. – Con
una tranquilidad constante los cóndores están dando sus vueltas sobre la Chundua.
¡No me puedo quedar en mi lugar! ¡Es insoportable! – La razón dice: Se
programaron mucho para el día. ¡El camino es largo! – Pero la sensación responde,
testarudo como un niño: ¡Pero querían estar de vuelta temprano por la tarde! Si les
coge la tormenta en la peña escarpada…
A las cinco de la tarde se acabó la espera. Aturdido con la cara agitada viene S.
corriendo por las rocas al campamento: “¡E. se cayó! ¡100 metros hacia abajo! ¡Está
vivo! ¡Rápido los vendajes, alcohol, cobijas!” Y ya estamos en el camino hacia él.
Sucedió más o menos dos horas lejos de las carpas en un derrocadero al cual se
puede ver muy bien sobre la superficie del glaciar la cual había pisado hoy, debajo
de la cima nevada del centro de las tres de la Chundua.
La oscuridad total que hay a partir de las cinco y media se nos impidió pasar sobre
rocas apiladas, grietas de glaciar y sobre una pared de hielo. Tuvimos que dejar a
solas nuestro compañero hasta la salida de la luna. S. se sube por la pared de hielo
que mide unos quince metros por la cuerda hacia la superficie de nieve en la cual
está E. S. me avisa que está inconsciente pero está vivo. Desde afuera solo puede
diagnosticar que nuestro compañero digno de lastima se rompió la mandíbula, la
cadera, un brazo y una pierna.
La gran soledad
02.09.1936
Subir este glaciar con sus grietas de varios metros y paredes lisos sobrepasa mis
fuerzas. Apenas son suficientes las fuerzas de S. quien las entrena desde su niñez.
Así que le ayudo, hasta donde puedo subir, llevar todo lo necesario hacia arriba.
Solo existe una posibilidad y esa es que S. se va donde su compañero accidentado
porque S. lo rechaza categóricamente tocar al infeliz con sus miembros rotos y
pasarlo por los lugares que ya son muy peligrosos para una persona sana. Quiero ir
para conseguir ayuda. Pero – ¿ya no sería muy tarde? ¿Encontraré el camino de
vuelta? No importa – no hay otro camino porque todavía está respirando nuestro
compañero. Cojo la otra carpa, una olla, un poco de arroz, carne y frutos secos y voy
bajando. Toda la pesadez corporal a estas alturas enormes ya no hay cuando uno
va bajando. Es como volaría sobre las piedras y escombros. También
desaparecieron los dolores de cabeza y de corazón y se detienen los terribles
dolores de los ojos en cuanto de la espalda a la nieve. Algo como salvación me
acomete – a pesar de todo el horror que queda detrás de mí ¡aunque lo tengo vivo
delante de mis ojos! No me reconozco – de repente me gustaría cantar – me parece
tan feliz vivir y bajar de estas montañas, cada vez más lejos de esta altura cruel que
hace de la vida una tortura que a pesar de toda su belleza está alojando la muerte.
Pero me voy para volver.
De repente me parece que por la gran paz de las montañas solas como no estuviera
sola. Algo está venteando alrededor mío que se relacionó conmigo de alguna
manera. Me quedo quieto – no se escucha ningún sonido. Rocas, arbustos de
geybumbuci, crestas con pasto seco – y debajo mío un lago callado, nada más. De
todos modos se queda una vibración silencioso que indica algo, algo que acecha,
observa, sigue. ¿O es la gran vastedad salvaje que vuelve uno hipersensible?
Piso con silenciosa intranquilidad la escombrera plana de rocas trituradas al final de
la cual era nuestro penúltimo campamento: Allá sale de su escondite, se agacha
ariscamente detrás de rocas para volver aparecer tan pronto como siga. Un ente
suave, rojo-café e hirsuto medio zorro, medio chacal mirándome con oscuros ojos
bastante vivos. La pequeña nariz respingona flexible que está doblada un poco hacia
arriba se estira hacia el viento que viene desde mi dirección. ¡Una magnifica cara
expresiva! ¡Si uno tuviera algo así en casa! ¡Pero eso sería lo mismo como uno
quisiera cazar la belleza de un caballo salvaje en su establo! ¡O trasplantar un indio
a la civilización – ¡con la cabeza tonsurada y una chaquete de rayas azules!
Parece que el pequeño siente mi afecto por él. Ya no desaparece cuando me volteo.
Cabizbaja mirando atentamente desde abajo hacia arriba pero todavía con la
disponibilidad de escapar está siguiendo mi pista, presionando su barriga muy cerca
al camino. Ni con pedazos de carne ni con llamadas se deja atraer más cerca. Está
allí, una pequeña criatura amigable que la soledad de las montañas se me juntó pero
se queda a una distancia apropiada, salvaje, arisco, extraño.
Paro no hasta nuestro segundo campamento en el rio de manantial del Donachui. La
luz de la tarde alcanza apenas para montar la carpa. Cuando preparo mi cena ya es
noche desde hace rato.
Unos veinte metros lejos del fuego desde la oscuridad están ardiendo los ojos de mi
pequeño amigo. No pierde ninguno de mis movimientos. Lo atraigo pero no se acera
más, no le importa cuántos pedazos de carne están alrededor mío. Entonces le
vierto el resto de mi comida lejos de la carpa en una piedra plana.
03.09.1936
Cuando estoy desayunando en la mañana siguiente, ya está esperándome. Hasta la
noche está conmigo como un espíritu de la guarda un momento acá, pronto allá
desapareciendo en la naturaleza.
¡Hoy tengo que alcanzar Mamancanaca cueste lo que cueste! A mediodía encontré
a duras penas nuestra carpa de reserva. Está allá casi invisible en su color de
protección. Nadie la ha tocado. Después de una pausa corta se va de paso por la
primera montaña nevada en la calle sin asfaltar, luego por la quebrada en la cual
corre un arroyito. La cuesta está muy empinada cerca al agua que es bastante
profundo y fuerte. En este momento se me cruza un jabalí el camino. No puedo
hacerle sitio. Desapareció detrás de un bloque por lo cual tengo que pasar. Mucho
tiempo me quedo indeciso. No me siento muy bien cuando finalmente sigo. Mi buen
jabalí se había acostado mientras tanto.
Cuando ya se vuelve crepuscular no sé más donde estoy. Hace rato debería haber
aparecido una pequeña plantación de papas con cercado de piedras cerca al agua –
estoy en una zanja equivocada. Entonces a la derecha o a la izquierda pasando por
una de las empinadas cuestas de pasto por el río. - ¿Cuál es la correcto? Si el rio
desemboca en el rio Mamancanaca, Mamancanaca tiene que estar a la izquierda.
Porque detrás de las chozas de los indios, el río tiene su lago de manantial sin
afluente de otros ríos. ¿Si el río ahora corre a una dirección totalmente diferente? – ¡
El paisaje acá tiene rasgos tan similares que se puede confundirlos!
Desde el amanecer no he comido nada más. La percepción de estar perdido y la
preocupación de la noche que está cayendo están colgados como plomo en mis pies
cuando subo al azar la cuesta izquierda con una elevación de 35%. 150 metros se
sube desde el río. Manos y pies están destrozados por las rocas duras. ¡Pero tengo
que alcanzar mi destino hoy! ¡Quién sabe si los indios en este momento no están
cuando llego mañana por el amanecer! ¡Para armar la carpa ya es demasiado
oscuro! ¡Allá en el valle corre un río más grande! ¡Si fuera el de Mamancanaca!
Corro lo más rápido que pueda al valle, camino por el río – allá – un muro redondo
de piedras con un campo, una cueva a dentro. ¡No es Mamancanaca! ¡De pronto
estoy en una región totalmente diferente! Hay tantos fuentes y ríos acá que no están
registrado en ningún mapa.
Me controlo con última fuerza para que no me ataque otra vez el demonio de la gran
soledad como en el valle de las ranas negras. ¡Pero esta vez me protege mi tarea!
En estos meandros corre el río por rocas grandes. Volvió una noche negra. – En
este momento se amplía el valle. Dos terraplenes formados regularmente,
construidos como por humanos se levantan por ambos lados del valle. Olor a humo
está en el aire – escucho ladridos de perros – veo un débil resplandor de fuego por
una grieta – las rodillas casi me fallaron por la excitación y la alegría: ¡Estoy en
Mamancana! ¡Y los indios siguen allá! ¡Humanos! ¡Ayuda para nuestro compañero!
¡Si arrancamos mañana, podemos estar ya en tres días arriba – a más tardar en
cuatro días!
Los perros me capturan gruñendo. Sebastián sale de la choza. Ya sabe que es uno
de nosotros porque a los indios no les gruñen.
Cinco viejos están sentados al lado del fuego sobre el cual está hirviendo la caldera
de hierro. Tienen grandes pedazos de carne en la mano y están comiendo.
Atentamente observan los perros de alguna distancia cada uno de sus movimientos
y esperan su parte de la comida.
Sebastián me pasa una piel de oveja caliente. Muerto del sueño me siento encima e
informo. Los ojos de los viejos me miran con una rara indiferencia. Y luego hablan
entre ellos en su idioma, en esta extrañeza completa enfrente de lo extraño – no se
puede leer nada bueno ni malo de sus caras. Es como no estuviera en su fuego.
De su conversación escucho siempre de nuevo la palabra española “negocio”, esta
palabra desdichada que no existe en el idioma indígena que les enseñó primero la
civilización: “¡hacer negocios!” – En este momento me coge una rabia enorme, una
rabia que al mismo tiempo es una liberación después de la fuerte tensión de los
últimos días. Les grito como nunca hubiera creído poderles gritar, a este pueblo
tranquilo que en el fondo amo tanto: “Este hombre que está allá arriba desamparado
con miembros rotos, no es mi hermano ni mi amigo, lo conozco apenas diez días y
puse en juego morirme en alguna parte de la soledad montañosa donde de prono
nadie nunca me hubiera encontrado – solo porque es un humano que necesita
urgentemente ayuda. Y ustedes están allí sentados como piedras y hablan de sus
“negocio” que de pronto salen de esto. Miren mis dedos, están sin piel por las
piedras filosas en las cuales me agarré en mi marcha forzada hacia abajo donde
ustedes y mis pies están cortados porque no me tomé el tiempo sacar de mis
zapatos las filosas esquirlas de granito de las escombreras. Y luego finalmente los
encuentro – ¿saben lo que significó eso para mí encontrar finalmente humanos?
Y ustedes están allí sentados como piedras ni me ofrecen algo de su comida y
hablan de nada más que de sus negocios!”
Esto tuvo su eco, lo veo perfectamente. Pero estoy completamente acabado.
Recojo todos mis trastos y salgo de la choza caliente a la noche fría, anudo, lo mejor
que puedo, las cuerdas de la carpa en los palos de la primera choza a medio hacer,
me quito las medias que están pegados con sangre de los pies y me pongo medias
blancas, me enrollo en mis cobijas y lloro a moco tendido. ¡Se siente bien!
Es como una lluvia tormentosa que libera la atmosfera tensionada. Dejo correr las
lágrimas como quieran sin que me de vergüenza ni frente a mí misma ni cualquier
otro. ¡Es mi buen derecho y una liberación como tal!
En este momento alguien me está llamando. Sebastián está afuera. “Vuelve con
nosotros adentro al fuego. ¡Hoy por la noche se congelará!” Pero ya no quiero
moverme de mi lugar ni ver a nadie más hoy.
Luego se va y vuelve. Tiene un recipiente hecho de calabaza en la mano con buena
sopa de carne que huele deliciosa y es caliente. “¡Tienes que comer ahora porque
pasaste un día difícil y tu camino no se acabó!” Su preocupación tranquila se siente
demasiado buena para no aceptarla. Obedientemente como con una cuchara de
calabaza mi sopa. Sebastián está al lado mío y desarrolla su punto de vista sobre
todo lo que ahora debe suceder: “Los indios que encontraste acá, son Mamas de los
templos en los páramos. Ellos esperaban la desgracia de lo que contaste porque
saben por los padres de los padres que no se puede pisar la Chundua. También
sabían por su don de ver que a tus dos compañeros les llevaron sus negocios hacia
arriba. Interpretaste mal la palabra “negocio”. Los Mamas van ahora a Donachui
donde mi papa. No te van a ayudar. Pero en San Sebastian donde está el colegio de
los curas blancos, posiblemente encuentras indios que te acompañan. Tu paisano
que tiene muchos ahijados entre los indios, te aconsejará mejor. Al menos necesitas
a seis indios que se turnan cargando y tienes que alimentarlos por diez días.
¿Pensaste en todo eso? Si quieres, te mato mañana una res y preparo la carne para
cuando vengan. Quiero prestarte mi mula para que tus pies pueden descansar.”
Ya estaba durmiendo profundamente y no sé cuánto tiempo más me hablaba ni
cuando se fue.
Antes del amanecer mi animal está ensillado delante de la carpa. Un poco antes de
medianoche me desperté por el frio intenso porque en mi carpa faltaba el piso
caliente de pasto. Pronto puse desesperadamente mi cabeza debajo de las cobijas.
Interminablemente pasaron las horas hasta el amanecer.
04.09.1936
Me caliento un poco en el fuego y tomo café caliente. Los Mama ya se han ido.
Sebastián me atiende otra vez y luego me monto.
¡Desde ahora es como todos los buenos espíritus me hubieran abandonado!
Cabalgo por el río, arriba al terraplén de morenas, al valle desgarrado con sus flores
y sus lagos y rocas regadas. Delante mío se levanta la cordillera desgarrada que
lleva a la sabana alta. Cien trochas de caballos salvajes desaparecen y aparecen
por los bordes de los pantanos. Con dificultad sube mi mula por una trocha
pedregosa – termina delante de la cresta fuertemente escabrosa sin salida al
altiplano. Cabalgo de un lado al otro, perseguido por las miradas curiosas de los
caballos salvajes. Finalmente decido devolverme y pedir ayuda Sebastián. Muy lejos
le veo en una cresta, con fusil y perros. Viene saltando hacia abajo, liviano y sin
problemas como solo se puede mover un indio de las montañas en su montañas y
me acompaña hasta el otro lado de la puerta de Cungucaca un pedazo hacia
adentro de la sabana de Aduriameyna. Me indica una montaña que queda muy muy
lejano. “Esta montaña seguirá indicándote el camino porque no puedo acompañarte
más en caso contrario vuelve demasiado tarde para sacrificar a la res. A ratos se
tiene que buscar medio día antes de que se pueda ver una res salvaje en los valles
amplios. Toma el camino más arriba de los dos que llevan alrededor de la montaña,
luego verás pronto a San Sebastián en el valle.” Le agradezco y sigo cabalgando. El
sol brilla y el camino queda despejado delante de mí. Así me va bien por tres horas.
Ya se alcanzó los campos de flores lleno de colores de Siminchiqua cuando brotan
velos de niebla por las montañas. En próximo instante todo es un mar de neblina
lleno de lluvia. Mis ojos ya solo se enfocan en el camino, ya no veo nada más del
paisaje. El gris impenetrable dura horas. Empezó una tormenta helada empujando
delante de sí mismo cada vez nuevos pedazos de neblina. Granizo de tamaño de
cerezas me golpean en la cara. Tengo que ponerme mi bufanda delante de mi nariz
y girarme en contra de la dirección de viento para poder tomar aliento. ¡Es una
verdadera lucha! Luego se rompe la cobija pesada de neblina y de nubes y el sol
brilla de nuevo sobre lupino montés, rosas de los andes y ( otras plantas (cardamine
pratensis) como no hubiera pasado nada. Debajo de mí en el valle causa estragos
una tormenta. Golpe por golpe suena el trueno hacia arriba donde estoy y centellea
el reflejo de relámpagos. Me parece el mundo puesto raramente patas arriba.
Desapareció mi montaña indicadora. En una colina empinada desaparece el
sendero. Me dejé confundir por un sendero de animales. A mi mula sensible se le
pasa la desorientación cansada de su jinete. Cada vez más fuerte tengo que pegarle
los talones en los lados. Cuesta más fuerza que si caminara. En la elevación más
alta en los alrededores busco con la vista. Muy lejos pero seguro en la dirección
equivocada hay una choza de indios en la sabana. Un gallo escarba y canta por allí.
¡Allá viven humanos a los cuales se puede preguntar por el camino! Me dirijo hacía
allá, ¡mi montura no quiere más! No está acostumbrado caminar tan sin sendero por
arbustos, pantano y ríos. Por un arroyo profundo se para. Dobla las patas delanteras
y luego las patas traseras. Lo trato con patadas después que de toda la buena
persuasión no surgió ningún efecto y latigazos con las fustas que se encuentran por
acá se perciben aparentemente como caricias – finalmente se levanta. Lo jalo, hasta
el cinturón en el agua, por el agua. Finalmente llegamos a la choza. Está vacía. La
puerta atrancada. ¡No hay nadie! Entonces seguimos subiendo la cuesta oriental.
¡Allá muy abajo en el valle, varias casitas de indios, un río más grande, un pueblo!
¡Es San Sebastián! dentro de mí doy gritos de júbilo. En serpentinas se extiende
también debajo de mi un camino, un camino hecho por humanos, marcado por
hombrecitos de piedras (pequeño torre de piedras apiladas). Primero lleva a una
dirección contraria pero puede llevar solo al pueblo, gastado como está. Respiro
profundo y de repente me siento otra vez fresco. Rápidamente va cuesta abajo.
Reconozco los arboles de rosas de los andes con su carga de parásitos en forma de
agaves; las primeras plantaciones de los indios adelanto, campos de maíz,
plantaciones de coca, pastos. Por la tarde estoy en San Sebastián. Caras curiosas
por todos lados, preguntas dónde están los demás.
No hablo con ninguno, cabalgo lo más rápido que pueda, solo paro cuando la
esposa de Sebastian pasa con sus dos hijos en el camino y le digo lo que sucedió y
que su esposo todavía está ocupado allá arriba.
Consternadamente escucha el señor R. mi informe y sale de inmediato al pueblo a
buscar indios.
¡Es horrible pensar que podemos estar como muy temprano en una semana donde
mis lamentables compañeros de viaje! ¿En qué estado los encontraremos? ¿Podría
ser que E. sigue vivo?
La señora R. se ocupa de mí con un conmovedor sentimiento maternal, me prepara
un baño caliente, trae hierbas indígenas, ungüento y vendas para sanar de mí hasta
mañana lo que más pueda cuando vuelve a comenzar el viaje de nuevo. Como a un
pájaro enfermo me da de comer con lo mejor lo que puede ofrecerme y luego hornea
y frita y empaca y se preocupa hasta muy tarde en la noche para que no nos haga
falta nada en nuestro viaje. Rompe una docena de huevos crudos que busco por
todo el pueblo, en una botella para el enfermo, consigue crema de leche y fécula de
maíz y una botella de miel silvestre.
El señor R. contrató a siete indios en el pueblo que quieren ir con nosotros. Pero no
viven en el pueblo y tienen que ir primero a su plantación para proporcionar por
cobijas calientes y algo de provisiones. Así cabalgamos delante por la mañana
porque los indios nos alcanzarán rápidamente.
Al mediodía estamos en Siminchiqua. Allá nos vuelve a coger la neblina. En seis
horas deberíamos haber llegado a Mamancanaca. Cuando después de tres horas se
rompe la niebla para dar por un momento una vista libre al paisaje, nos encontramos
donde estuvimos hace 3 horas y media. En este momento tenemos que rendirnos
para el día de hoy porque la niebla se vuelve cada vez más densa. Montamos
nuestro alojamiento para la noche con las sudaderas de nuestras monturas al lado
de una roca protegido por el viento y esperamos hasta el amanecer, intranquilos
hasta la desesperación. Por desvíos alcanzamos Mamancanaca. Tres indios
aparecieron. Por el camino a la primera montaña nevada está la res preparada,
escondida debajo de piedras, que Sebastián no pudo llevar solo a la choza. Pesa a
cada indio su parte de la carne y luego vamos a recoger la gran carpa para los indios
que nos sirvió para almacenar los alimentos. Cuando llegamos, sale S. de la carpa,
enfermo con los labios reventados, febril, desfigurado por la insolación que le
produjo el glaciar. Informa que nuestro compañero se murió a causa de sus heridas
diez horas después de me fui. Hubiera sido imposible amar la carpa en la superficie
de nieve. La tormenta la arrancó de inmediato. Luego S. puso las cobijas debajo la
carpa por encima de él y el moribundo que se murió sin recuperar la conciencia.
Tuvimos que dejarlo profundamente enterrado en la nieve, debajo de la cima central
de las tres más altas, en una media luna de halles glaciares de color verde de vidrio.
Ninguno de nuestros indios se dejó convencer subir más con nosotros. Quién sabe
si tal vez hubiera costado más víctimas de los vivos. Por eso nos despedimos en
silencio de nuestro compañero muerto desde lejos, de dónde pudimos verlo.
De vuelta donde los Arhuacos
Una imagen de actividad laboriosa ofrece el pueblo cuando llegamos. Desde lejos
podemos ver mucha gente en las colinas alrededores como fueran hormigueros
gigantes. Rápidamente saltan las mujeres y muchachas las serpentinas hacia arriba
donde en las crestas los hombres están trabajando. En otros caminos se va bajando
balanceando, totalmente escondido debajo de una carga gigante de pasto cortado.
Los fardos son mucho más grandes que las pequeñas indígenas que van bajando
deslizándose, trepando y saltando sin agarrarse por las cuestas peligrosamente
empinadas. En partes muy empinadas se hicieron unos huecos en las cuales pisan,
derecho, seguro, abrazando con ambos manos los fardos.
El corregidor llamó a la reparación del pueblo. Era urgente. Algunos techos ya se
pudrieron y están colgados desordenados, por la mitad adentro de las casas. De una
forma chistosa se crecieron allá los agaves y cactus. Más o menos treinta indígenas
están sentados en el techo de la iglesia indígena en la cual los indios civilizados
predican a si mismo su nuevo culto, mezclado con sus antiguas creencias. (La
iglesia verdadera, en la que celebran los capuchinos está arriba en el Orphelinat.) En
las manos tienen herramientas de madera dura con las cuales meten a la fuerza los
nuevos fardos de pasto debajo de los viejos o por partes renuevan al pasto por
completo. Abajo están sentados en grandes pilas de pasto que siempre se renuevan
mujeres y niños, amarrando pequeños manojos y los tiran hacia arriba donde los
hombres que los cogen.
De vez en cuando uno que otro baja por la escalera que solo consta de un palito que
está recostado contra la casa en lo cual colocaron entalladuras para los pies y
desaparecen en una de las casas para tomar a escondidas del aguardiente
prohibido que no se puede durante las horas de trabajo. Le multan si le pillan. Sin
embargo todos están tan llamativamente alegres, hablan y se ríen y cantan que
normalmente ocurre raras veces entre los indios tan dignos – y el más alegre es mi
amigo Matuna, el comisario.
Cuando el sol indica una hora antes del mediodía, todos bajan y van a la gran casa
de reuniones en el centro del pueblo para comer. Encima de una gran cobija de lana
en el centro del cuarto está todo regado lo que los indios trajeron de sus
plantaciones. Naw, la manzana harinosa indígena con pequeñas pepas de castaños,
bananos verdes cocinados, Perico, Yuca, Cebollas. Todos los indios están sentados
alrededor de la cobija y están comiendo.
El señor R. necesita carne. A las tres de la mañana a la luz de las estrellas, subimos
a la sabana desde Mamon donde tiene que exigir un cerdo gordo de un indio.
Andamos a tientas por la sabana de Santa Fé por el Cerro Figueroa donde la fe
indígena aloja sus demonios de la lluvia. En su cima se decide sobre lluvia y sequía.
Incontables fajitas de hojas de maíz con piedras de lluvia y tales que llaman a la
sequía, los indios enterraron en sus cuestas durante los siglos.
Saltando de piedra en piedra, a ratos pisando al lado, atravesamos el río helado que
por partes es desagradablemente muy profundo y luego subimos a las montañas. Se
despega oscuramente del cielo crepuscular la “cima del oso hormiguero” de 2.500
metros de altura, el Cerro Chuchu. Pronto amanece el sol e ilumina la grieta
misteriosa que ya tantos “civilizados” ávidos de oro buscaron en vano – detrás de la
cual descansan en alguna parte en el derrocadero empinado los “monecos de oro”,
los símbolos de la madre de las madres y del primer hombre. Debe ser renunciado a
los civilizados alcanzarlos nunca. Una tormenta que saldría de la montaña, les
empujaría por la roca o les mataría. Los Mamas viejos cuentan de un santuario
importante que había estado acá antes de la llegada de los extranjeros.
Enfrente del Cerro Chuchu están las chozas del viejo chaman Frain Perez y de su
hijo. El señor R. me dijo que guardaría muchos secretos y parecía ser el guardia del
Cerro Chuchu. Acá se debe sacrificar al cerdo. Rápidamente camina la joven mujer
con su lactante en la espalda al granja vecina para que le presten una gran olla.
Luego busca por toda la sabana por el cerdo que por algún lado desentierra
tubérculos y raíces no sabiendo nada de su pronto fin. Finalmente lo encontraron y
lo atraen con un recipiente grande hecho de tortuga lleno de comida. Con cuidado la
inda le pasa un lazo por el cuello y lo amarra en un poste.
Mientras todos están ocupados miro alrededor de la choza. Adicional a las típicas
herramientas de los indios, jarras de calabazas, abanicos para atizar al fuego,
ruecas etc. me llaman la atención unas pequeñas bolsas que están escondidas en el
rincón más oscuro. Ya su formato indica a algo especial. Seguramente pertenece al
viejito. Una contiene semillas rojas y negras, fajas de hojas de maíz, conchas, casas
de caracoles, piedritas de todos los colores la otra y la tercera está llena de perlas
de piedra y tumas! Al lado están colgados flautas de Pan acabadas y no acabadas,
palos de bambú que pertenecen a la Gaida, la flauta larga y que se puede armar,
calabazas de una forma rara cuyo significado no puedo adivinar – y debajo del
techo, subido con cuerdas fuera del alcance de manos curiosas, una canasta
cubierta, tejido de hojas de palmera.
Secretos, muchas cosas santas, para hacer sol o lluvia, para curar enfermedades, la
fuerza para conjurar, liberar del mal – para limpiar de actos reprochables, para que
los demonios no obtengan el poder sobre el maleante y a través de él sobre todo el
tribu.
Me hace calor por toda el entusiasmo que por fin tengo algo real del mundo
misterioso de los indígenas en mis manos. Ciencia significa todo esto para el indio,
ciencia que prueba su eficacia real y prácticamente en su forma de pensar que está
tan absolutamente contrario a la nuestra porque su fe está relacionado inalterable y
firme con esto. El método de curación del Mama sana al indio, la confesión frente al
chaman lo absuelta, las conjuraciones conjuran los espíritus malos de la choza y de
los animales y del propio cuerpo y lo dejan caminar con el sentimiento de seguridad
y de la fuerza soberana sobre los demonios por los peligros del mundo de las
montañas que muchas veces es tenebroso y afectado por tormentas terribles.
El secreto del mundo interiorizado de imaginación de los “pueblos primitivos” que
está lleno de imágenes, no está resuelto con un compasivo acogimiento de hombros
de la ilustración.
¡Que nadie se dé cuenta de mi curiosidad! ¡Eso sería mucha mala suerte! Todo se
tuviera que coleccionar de nuevo, abajo en la playa del mar, viajes de muchos días
muy arriba en la nieve, en cuevas y arroyos y en los lagos santos de la madre de las
madres en los páramos, “donde la vida tiene su origen”.
“Porque las manos de los extranjeros vuelven todo eso inefectivo.” Silencioso e
inocente le parezco a la india, sentado en mi taburete de madera de hierro,
absorbida por las arepas las que me empacó madre Toni para el desayuno. Coge
recipientes de calabazas y un cuchillo largo; porque ahora vuelve cosa seria afuera
la matanza del animal.
De nuevo me doy cuenta que tan bueno los indios manejan los animales. Un único
golpe fuerte manda el cerdo al piso y una buena cuchillada al corazón lo mata. Casi
no tenía tiempo para hacer un ruido. La india recoge en sus recipientes de calabazas
la sangre. Luego se acuesta el cerdo en la “tina” que está hecha de piel de vaca y
que resta en un óvalo de piedras. Luego se lo riega con agua hirviendo de cenizas y
se lo raspa con el machete grande. Ahora se desguaza en otra piel de vaca, al
contrario como lo hacemos nosotros pero limpio e impecable: Acostado en la barriga
se lo corta en franjas por la espalda que van en paralelo con las vértebras de la
espalda, luego se quita la columna con la cola, con cuidado se “desglosa” los filetes
y los riñones y luego saca el indio con una cuerda las tripas que están ligadas por
debajo, quita el corazón, colón e hígado y todo lo demás que es aprovechable.
Luego se descuartiza lo demás después que se sacó un último resto de sangre y la
india lava en el arroyo las tripas.
Con una paciencia firme como si fuera de su condición el indio empuja a un lado a
los cachorros y perros grandes que siempre de nuevo corren entre las piernas y
manos de los indios. Ningún regaño, ninguna piedra se les tira ni les pegan como
uno está acostumbrado por los civilizados.
Por último, después que el señor R. puso un buen pedazo de carne a un lado para el
indio, se sala todo y repartido en dos bultos se los carga al buey. Se va para la casa
donde la madre Toni.
Santiago la malapata
Sin embargo nos desviamos un poco por Templaito (eso significa sol creciente)
donde sospechamos que esté Santiago, uno de los indios que más conocen los
caminos, a quién me recomendó el sr. R como acompañante en los páramos y
donde los Peyvos. Conoce toda la Sierra porque caminaba por mucho tiempo con
encargos y mensajes secretos entre Santa Marta y los indios. Que lo que había
tenido que caminar realmente, no lo sabía decirme el sr. R. En todo caso era una
persona inteligente, sabía leer y hasta incluso mecanografía y sabía más que todos
los indios juntos.
Solo que no hablara con extraños de esto. Siempre se comporta como no supiera
nada de lo que se le pregunta. Es un carácter propio pero confiable me lo aseguró el
sr. R. “El año pasado acompañó a un alemán hasta el límite de la nieve. Allá tuvo
mala suerte el pobre. Su buey de carga se murió arriba por el cambio climático.
Nadie se lo reemplazó.”
Estamos frente a la choza de Templaito. En el borde de la casa hay un tronco de
palmera hueco con heno. Cuis tienen allá dentro su nido. Al otro lado de la casa está
colgado el gallinero que está hecho de la misma manera. Están colgado pegados
colas de reses ahumados sobre la entrada de la choza. ¡Cuanto más colas, más
prestigio! Cerca al fuego está sentada una indígena viejísima con ojos medio ciegos
y piel de cuero, la abuela de Santiago, Prisila. Está murmurando palabras
inentendibles y nos mira temerosamente que nos vamos rápidamente otra vez para
no asustarle. En el camino a Pauruba, Santiago va al encuentro de nosotros, un
sombrero de paja puesto encima del largo pelo negro. Un cara rara como un
campesino tolstóico, pensativo profundamente, lleno de apasionamiento silenciosa,
dividido, una cara que causa un fuerte pésame. Al principio rechaza nuestra solicitud
para acompañarme. Pero aparentemente se siente obligado frente a su paisano y
acepta vacilando mucho. No sospecho la lucha que le cuesta y le tengo firme su
palabra. Promete arrancar el viaje conmigo en tres días cuando el trabajo
comunitario en el pueblo se acabó. Mientras tanto le veo más a menudo en el
pueblo, siempre borracho.
Puntualmente se presenta en la mañana del tercer día, borracho, cansado, con ojos
vidriosos se deja caer en una silla: ahora estaría listo para viajar. El señor R. nunca
le ha visto de esta manera. “Tiene algo especial, no sé qué es – ¡está como
posesionado! Normalmente es la persona más confiable que conozco acá!” Siento
un olor terrible saliendo de él – es como si la ebriedad fuera solo un pretexto. Sin
embargo – no se ha encontrado a nadie más quién me acompañaría en este viaje
hacia los Kagabas y los templos. Uno tuvo este pretexto, el otro otro. Así que impuse
a Santiago con algunos regalos la promesa, venir la otra mañana en la mañana con
un mula de carga. La mula para montar con la cual llegué desde el Valle alquilé por
un mes. Por la tarde aparece de nuevo con su esposa y su hijo de seis años. El
pequeño debe ir también, no quiere dejar a solas a su papa. Su comida la trae el
mismo. Entonces están puntuales presentes la otra mañana. El pequeño carga su
bolsa de víveres colgada por la frente. Dentro hay un poco de té de Tosilago y
algunos bananos cocinados, eso es todo. ¡Calculamos al menos diez días de viaje!
Así que cargamos los víveres encima de mi mula y monto el pequeño caballo bonito
de los páramos el que trajo Santiago. Santiago anda con un genio melancólico. Se
siente enfermo y miserable. Me burlo de él y le recomiendo como la mejor medicina
un viaje en la cual no hay aguardiente. En este momento le da vergüenza.
Alrededor de mediodía atravesamos el río. Al otro lado vive su cuñada. Enferma y
débil está acostada delante de la puerta principal. Acá empieza la mala suerte: Para
acá está esperando Santiago de su choza en Mamon ropa caliente, su machete y
algo de víveres. Estamos esperando y esperando – finalmente viene un indio con el
mensaje que anoche se quemó la casa con toda la ropa, herramientas y frutas.
Nadie sabe cómo sucedió y quién lo causó. Totalmente deprimido dice Santiago:
“Ves, el año pasado llevé a uno de tus paisanos hacia arriba a nuestro imperio, en
este entonces se murió mi buey de carga. Ahora estoy en camino contigo y se me
quemó mi casa con todo lo que necesito para viajar. Sabía que no es bueno llevarlos
hacia arriba y que no deberíamos hacerlo.” Tanto que lamento su perdida pero esto
va demasiado lejos. Sin embargo no acepta mi propuesta devolvernos. Mientras
seguimos nuestro camino, intento sin cesar disuadirle de su miedo desdichado que
atrae hacia él por mí la enemistad de los Dioses. No lo logro dispersar sus
depresiones.
Dejamos por un lado al Cerro Chuchu y subimos el Cerro Burro que mide más o
menos tres mil metros. Acá crecen las mismas flores alpinas como en Siminchicua.
Algo de bosque lleno de riachuelos que son absorbidos por el denso musgo. Toda la
madera está cubierto con liquen. Tiene que llover mucho acá arriba. Perlas rojas
transparentes en piel de musgo pinnado finamente pueblan a las rocas. Cuanto más
arriba, más salvaje, más pedregoso se vuelven las montañas: Cuevas de tierra
formadas por aguas que se precipita, raíces raros, helechos, pedazos de niebla que
rodean a la cima.
Ticocoreba
En la quebrada muy debajo de nosotros al pie del Chuchu queda, rodeado por un
claro pequeño, la Ticocoreba, un santuario de los indios. En secreto serpentean
algunas trochas por el bosque y los arbustos. Luego lleva una pasarela estrecha por
el agua a una quebrada. En la entrada de la quebrada vive un Mama antiguo que es
el guardia del santuario. Él sondea in casos dudosos por una posición especial de
sus manos que tienen algo desconocido encerrado, si a Dios le agrada la visita que
está delante del agua.
Una huerta grande de hortalizas se extiende detrás de la quebrada para los
huéspedes de la fiesta Tanicana que será pronto y dura nueve días. En la plaza se
esparció arena blanca en lo cual están acostados figuras de piedras. En la mitad
está el templo, cónico, con un único techo hecho de pasto que llega hasta la tierra.
Las paredes interiores son tejidos de paja fina. Un tipo de silla para los espíritus,
tejido de bambú está adentro en lo cual se pone los “Bojotes”. Ollas grandes hechas
de barro con motivos de flores en las tapas, un viejo libro español y cajas
misteriosamente cerradas y cestas se encuentran en el santuario. Matuna acompañó
a su compadre hace unas semanas, el sr. R., hacia allá e incluso fue capaz, como
hijo de uno de los chamanes más respetados, mover al Mama abrir las cajas y
mostrar los vestidos de fiestas. Siempre de nuevo salió vestido con otro vestido,
decorado con otro plumaje. Para la conjuración de cada uno de los demonios se
necesita otro vestido y otra mascara que vence solo este demonio.
Antes estaba esta Santamaría en San Francisco, una de las sabanas en el camino
hacia Valle. Cuando los civilizados molestaron a los indios, cada uno cargó un
pedazo del santuario en la espalda y así se lo mudaron a la clandestinidad del
bosque de Mamon. Otra pequeña casa se queda enfrente del templo, la casa de
reuniones de las mujeres, la casa de la esposa del Mama. Los otros tres son
almacenes para alimentos y chozas de depósitos para los aparatos del templo.
Guardados en cajas y cestas están colgados debajo del techo – subidas de tal
manera que los no enterados no las pueden tocar.
Santiago que está inquieto se gira hacia mí. Le molesta que estoy mirando tanto
hacia la Ticocoreba donde están caminando algunos indios. Delante de la puerta de
la Santamaría está arrimado un fardo misterioso de lo cual todos están ocupándose.
No puedo ver qué están haciendo. Ya se acerca el típico castigo divino acá arriba en
las montañas: Antes de que logremos llegar a la cima, nos alcanzan las nubes y
caemos en una tormenta fantástica con granizo, lluvia y tempestad. El pequeño anda
a pasos cortos con frío y quejándose silenciosamente detrás de mi mula de carga.
Lo subo a mi silla, saco una chaqueta de lana para él de mi alforjas que le cubre
como un abriguito y lo envuelvo con mi ruana. En este momento resplandece y está
completamente cambiado. Es raro, el niño era para Santiago como un espíritu
protector. La confianza de su niño hacia mí lo dejo olvidar por momentos lo oscuro
que pensó que se interpuso entre él y yo. Más tarde me enteré que en la tarde antes
de nuestra partida se murió un Mama. Los capuchinos vigilaron sobre el muerto y
que lo enterraron con la bendición de la iglesia dentro de siete horas como es
prescrito por la ley. En la noche siguiente los indios lo desenterraron, lo volvieron en
cobijas y lo llevaron en su hamaca colgada en un palo de agave en toda la
clandestinidad para mostrarle todos los honores de chamanes que se merece y
tomar todas las medidas que le dejan pasar felizmente al país de sus ancestros.
Porque por nueve días el alma está cerca al cuerpo y necesita un cuidado especial
para que no sea engañada por los espíritus malos. Cuando pregunté a Matuna por el
sentido del número nueve, me contestó: “Hay nueve secretos, nueve oraciones de
Dios.” No me pude enterar de más. Matuna me había descrito la muerte de un Mama
y el sr. R. que había vivido en 1918 las ceremonias de entierro de los indios en el
pueblo donde la iglesia de los indios, me confirmó la descripción en todos los puntos.
Cuando se muere un Mama, así se cree que su alma se queda nueve días cerca de
su cuerpo. Por eso se lo sientan la tercera parte de estos nueve días frente la puerta
de su casa, cosido en su cobija o un pedazo de algodón. La forma de la cabeza se
dejó libre (acá no estoy seguro). Allá está sentado, lleno de moscas, ya
descomponiéndose. Al lado de él se cocina y se prepara guarapo – todo una canoa
llena. Un Mama prepara polvo de piedras de un cierto tipo de piedras que se sopla a
las direcciones del viento y que deben espantar los espíritus malos. Se come la
antigua comida de los indios, carne salvaje, verduras nativas sin sal y se toma
mucho guarapo en honor de los muertos. Luego lo colocan en posición sentada en
una bolsa grande hecho de rafia y un indio carga al Mama muerto en su espalda a
su Santamaría, acompañado por todos los demás (en el caso que había vivido el sr.
R. delante la iglesia de los indios en el pueblo). En este entonces se utilizaba mucho
la campanita, los hombres estaban sentados llorando y lleno de guarapo y luego se
bailaba un baile bonito y triste, el baile de haya. Hombres y mujeres lo bailan, las
mujeres con paso lento, cogidos por las manos, caminando suave y
agradablemente. Los hombres más fuertes, con paso duro, subrayando el ritmo con
el talón, cantando haya-haya.
Una hasta dos horas sin cesar. Luego se cava una tumba cerca de su Santamaría,
un hueco rectangular cuyas capas superiores se quita con una leña de tumba
especial que fue bendecida solamente para este fin. Más abajo la tumba vuelve
redonda porque al Mama lo entierran sentado con su Poporro, su bolsa de coca y su
caja de sirope de tabaco. Delante de él se coloca totumas con guarapo y carne
salvaje, maíz cocinado y perico que no le haga falta nada en su viaje a la Chundua.
Ahora si entiendo porque Santiago adelantó tan inquieto y su miedo cuando nos
cogió la tormenta. ¡Pobre Santiago! ¡En qué problemas te metió mi afán de
investigación!
Totalmente mojado con un viento helado bajamos al otro valle. Lentamente se
condensan las nieblas hasta que la Ticocoreba y todo en nuestro alrededor se
envolvió en un denso gris. Podemos ver lejos hasta la Sierra Perija – la cordillera de
los andes – donde viven los indígenas motilones y Quechua (Cechva). Crestas
calvas que se quemaron, grietas de valles fértiles con arroyos y cascadas
susurrando quedan debajo de nosotros. En la tardecita viajamos en una de estas
grietas por el curso del Templadito. Arboles de mango, aguacates, bananos y yuca
se cultivan acá y un cantero con calabazas en lo cual maduran las jarras de agua y
los recipientes de los indios.
Debajo del techo abierto de palmeras de una choza llama un fuego caliente. Una
india sucia con tres niños igual de sucios llenos de mango – indígenas de la selva
(me parece raro) bastante pobres – miran desde el interior de la choza para ver
quien les visita en su soledad. Están decorados con cadenas de semillas y dientes
de nutria. Perros flacos, esqueletos de gatos pequeños, pollitos todos camina por el
fuego con la esperanza poder coger algo para el hambre. Colgamos todas las cosas
mojadas para secarlas y cosechamos algunos mangos para la continuación del
viaje. Atiendo todos los seis estómagos hambrientos. Cambio perlas bonitas de
vidrio de color rojo y una peinilla por cadenas de semillas y dientes de nutria. Muy
difícil se separa acá la gente de sus cosas. En Valle me contaron que los indios
cuando traen las cebollas y el ajo que están muy solicitados, se dejan rogar
venderlos por un buen precio. Si pudieran, los llevarían de vuelta hacia arriba. (Lo
que más les gustaría, es llevarlos de vuelta hacia arriba.)
Nos preparamos para la noche. Santiago en su pequeño chinchorro (hamaca hecho
de rafia de agave) en lo cual las piernas y la cabeza no tienen espacio y quedan
encima de la cuerda con la cual amarró la chinchorro, la mujer, niños y yo cerca al
fuego entre perros, gatos y pollitos. Es cierto que coloqué una sábana encima de la
piel y me cubrí con ella pero toda la noche el sentimiento dominó mis sueños medio
despiertos como si me hubieran regado sobre mí una bolsa de pulgas. El otro día
por la mañana durante el baño abajo en el arroyo veo luego también un puntico
rosado al lado de otro – desde la cabeza hasta los pies. Pero es más urticaria. Tres
días tenía fiebre y sufrí de rasquiña dolorosa. Las noches eran casi insoportables.
De dónde vino no lo sé. ¿Lo eran los mangos que había comido? ¿Lo eran el mugre
y la ceniza o el contacto con los perros y gatos flacos?
A Donachui
Arrancamos muy temprano. Hoy se debe montar en caballo y marchar diez horas
hasta Donachui donde viven los primeros Peyvos de los cuales los Arhuacos hablan
con tanto desprecio e igual con tanta esquivez misteriosa hasta de temor – a los
cuales nadie me quiso acompañar, sin decir las verdaderas razones de su negativa.
Hora por hora subimos, nuestros animales atados, por las extracciones de barro rojo
y las laderas pastosas para arriba y para abajo, cada vez más alto. Cada vez se
extiende más la vastedad alrededor de nosotros. Que tantas cosas desconocidas se
ocultan en el abrigo arrugado de la Sierra Nevada y de las cordilleras que se pierden
en los rayos azules del sol en la distancia. Tan inexplorado es el país de los
indígenas de Colombia y Venezuela.
Santiago se baja a la quebrada para buscar parientes y una de sus plantaciones.
Espera enterarse de algo más concreto sobre el incendio. El pequeño coge la mula
por la cuerda y yo el caballo. Debemos esperarle en una vacía choza de barro en el
paso a otro valle. Debajo de nosotros relincha un caballo. El mío aguza el oído y
lanza un grito de alegría. Por el despeñadero sube saltando impetuosamente la
yegua semi salvaje que pertenece probablemente a las posesiones de Santiago. Los
ojos de los dos brillan. Mi caballo se comporta locamente. Sus ollares tiemblan. ¿Si
se suelta y corre con la pequeña mujer de caballo (yegua) a los cuatro vientos?
Estoy muerta de miedo. Con intención baila la yegua alrededor de nosotros y no se
deja espantar. No con lanzamientos de piedras y tampoco con garrotazos. ¿Debo
soltar al caballo que se está rebelando? Intenta subir, cocea – el pequeño va detrás
de la yegua como el diablo y la bombardea con piedras hasta finalmente desiste y
vuelve a bajar la montaña, volteándose hacia nosotros por mucho tiempo. Mi
semental vuelve otra vez razonable.
Arriba preparamos té de tosilago que huele maravillosamente fuerte y refrescante y
extendimos nuestras delicias: panela, queso, pan, carne ahumada, chicharrón.
Santiago no supo nada del incendio. Nadie puede explicar cómo se prendió porque
en la noche no había estado nadie allá y la choza estaba cerrada. ¡Tampoco
estaban quemando superficies de pasto en la región! “¿Tienes enemigos?” le
pregunté. Él no lo creía. Él es el confidente y comisario secreto de los indios que
estaba completamente al servicio de su idea del pueblo, siempre dispuesto cuando
lo llaman. Lo rechaza hablar más conmigo del asunto. Ahora subimos más por
quebradas, franjas de bosque y pérgolas de bambús enano por crestas peladas – no
nos encontramos ni con un indio, ni una choza estaba por el camino.
A la izquierda del camino indica Santiago a una quebrada detrás de la cual se elevan
otras colinas. Allá queda la Negragaka, la Santamaría de Mama Adolfo Torres. “¡Lo
nos han matado de un tiro porque era demasiado poderoso para los curas blancos!”
– Eso es realmente lo primero lo que me cuenta Santiago voluntariamente de su
país. Eso es un cuchillada contra la raza blanca, entonces también en contra mí! Sin
embargo ya volvimos mitad y mitad amigos. Seriamente escucha lo que le cuento de
Europa y la posición de Alemania en ella – que donde nosotros se vuelve a celebrar
las fiestas antiguas y saca los antiguos trajes nacionales de las arcas que se
defiende con toda la energía contra lo ajeno, lo dañino al carácter nacional y que se
lo sacaba del país. “¡Uno no sabe tantas cosas!” dice pensativamente. “¡A nosotros
nos hacen falta libros! Todo lo mantienen lejos de nosotros y solo nos dan lo que les
gusta a los padres – correo, periódicos, escritura.” “Te quiero enviar nuestro libro
que escribió nuestro líder, en lenguas española, en lo cual puedes leer todo lo que te
conté. Entenderás mucho en él y encontrarás que otros pueblos tienen que aguantar
igual que ustedes.”
Bajamos al valle ancho del río Donachui. Vegetación exuberante marca su curso
debajo de nosotros entre las cuestas pastosas. Como una cinta fresca verde oscura
se serpentea por la sabana con palmas chingalé y maquenqui, plantas, palmas
reales maravillosas y arboles gigantes de hoja caduca con líquenes que están
colgadas hasta los aguas espumosas.
Allá abajo se tiende el puente de Donachui en un arco llamativo que Duano
construyó hace un año. Es más grande que todos que vi más tarde por el río
Guatapuri en el reino de los Peyvos pero construidos de la misma manera. Su parte
principal consta de un único tronco amplio que se talló planamente con el machete.
En la orilla fortificada con piedras sobresalen muchos tronquitos que con sus puntas
bifurcadas apoyan a la “tabla” gigante. Vigas también apoyadas con pequeños
puntales conectan a la viga del puente con la tierra por ambos lados por una
superficie inclinada suavemente. En forma de una escalera se colocó encima
tronquitos. Hasta bueyes de carga se pueden llevar por este puente que es el orgullo
total de los Arhuacos y realmente un trabajo maravilloso. El próximo año debe recibir
incluso un techo para que la leña no sufra en esta región tan lluviosa. Por los lados
el puente está asegurado por una barandilla. Nada está hecho con clavos en este
puente. Todo está amarrado y tejido con lianas.
El hijo de Santiago se está quejando hoy todo el día. Una vez es el estómago, una
vez la cabeza, la otra vez son los pies que duelen. Santiago se queja de nuevo que
se siente enfermo. Me doy cuenta que le asalta de nuevo la vieja inquietud y que
esta vez cree que su niño será arrastrado al ámbito de los espíritus de la venganza.
Esta vez me intranquiliza también su preocupación y decido buscarme para el viaje
donde los Peyvos en Donachui otro guía.
Algunas horas arriba del puente atravesamos el río y vamos un buen camino por la
vegetación que parece a un parque del Donachui. Nos encontramos con niños.
Tímidamente alzan la vista hacia el huésped blanco.
Santiago me lleva a la casa del cacique del pueblo Juan Anoceno Mejía. Está de
viaje al Valle. Posee una mansión impresionante en la mitad de amplios campos de
caña, plantaciones de hayo y otras plantaciones. Debajo de un techo redondo amplio
cubierto con hojas de palmera hay una prensa de caña que está muy sólidamente
construida y que funciona con bueyes. Debajo del amplio techo cuadrado de la casa
abierta de vivienda está empotrado la caldera de azúcar que mide dos metros y
delante de la misma está ardiendo entre las típicas tres piedras el fuego del hogar.
Con una postura orgullosa casi un poco exagerada que parece que está imitando un
poco al criollo español, me recibe el yerno de Mejía Salvador, un nuevo tipo de indio
para mí, excelente en su manera de moverse y hablar – un pequeño hijo de un
príncipe, vestido y bañado impecablemente. Saludo a la esposa de Salvador que
está acostada cerca al fuego y su madre con un pequeño regalo que me reciben
benévolamente y les pido alojamiento por la noche. Salvador le ayuda a Santiago
descargar y ahora está sentado mi indio con su hijo y espera que me preocupo por
la cena. No moviera ni un dedo para un trabajo que es asunto de mujeres.
La esposa de Salvador que estaba acostada sufriendo en su piel de vaca cerca al
fuego con un forúnculo malo en la cara, se levanta y me trae de su pequeña casa
cerrada lo que necesito para acompañar a mi arroz y carne seca: plátanos verdes
(que se utiliza como papas), cebolla y yuca. Luego envuelvo a Miguelito en todo de
lo que se puede privar. El pequeño ya está dormido antes de que le cubro. Su carita
se ve satisfecha, ya hace rato están olvidado todos los esfuerzos del viaje, ¡borrada
la fuerte y de vez en cuando peligrosa influencia del padre! De una vez lo sé
exactamente con seguridad: La enfermedad de Miguelito era la sugestión
inconsciente del padre. Era aquella fuerza que los Mamas tuvieron que haber
poseído en el pasado por sus ejercicios secretos en la soledad de las montañas en
una medida aún más fuerte cuando todavía nada ajeno les molestó, aquel “aluna”
que es capaz traer la muerte y la vida, la sanación y la enfermedad. Solo acá
funcionó en contra de la voluntad del padre y él era lleno de presentimientos malos
cuyo cumplimiento causó el mismo sin poder volver dueño de ellos. Estaba lleno de
fuerzas fuertes sin poder utilizarlas para algo positivo. De un viejo pañuelo cosí dos
bolsitas y las llené con arroz cocido caliente para tratar con ellas a Eluiza que está
lamentado. Con el comentario que soy una gran doctora y que estas bolsitas
ayudarían en contra de los malos espíritus de enfermedad si las mantiene calientes
y las coloca por turnos durante la noche en su frente enferma, le entregué las dos
bolsitas que todavía estaban calientes. Lo hizo juicioso en su miseria, el calor alivió
aparentemente sus dolores. Y vea, ¡le ayudó! Al otro por la mañana le salió lo malo
de su frente con todo el fiebre y todos los dolores. – Y Salvador se deja convencer al
viaje donde los Peyvos. No hasta mañana salimos porque la urticaria todavía me
está agotando.
Santiago promete esperarme hasta que vuelva de los Peyvos donde su hermana en
el pueblo y acompañarme de vuelta por los páramos hasta Pauruba.
Cerca de la casa corre un agüita sobre amplias terrazas de rocas lijadas por
cascadas hasta muy abajo al Donachui. Allá llenan las mujeres sus totumas en la
fuente que no es nada más que una hoja de agave sujetada con piedras que junta el
agua como un cauce y lo transforma en un chorro y lo levanta de la piedra para que
uno pueda recogerla cómodamente con las totumas. Porque ahora en la sequía el
arroyito que en otros meses podría ser una cascada que se cae con estruendo, es
solamente un riachuelo escaso en su cauce demasiado amplio. La esposa de Mejía
viene cargando en la frente una carga de fibras de agave recién peladas, deja que el
agua pasa por los haces y los pega en las piedras hasta que salga todo lo verde de
las hojas. Luego los deja sobre las piedras planas en el sol para blanquearlos. Bajé
más donde escondidas entre piernas y lianas se formó una tina de rocas llena de
agua que entra y sale de a chorritos. ¡Una tina de verdad!
Sol y agua clara de las montañas y luego ropa limpia – ¡eso si tiene que ayudar!
Mañana el fiebre tiene que haberse ido, pienso yo y me meto. Algunas flores violetas
de las lianas se caen al agua y flotan silenciosamente por la rendija estrecha por la
cual el agua toma su camino pero se enredan en una pequeña bahía donde ya se
acumuló una coronita de flores.
Sobre mí en la cuesta mira por las ramas una cabeza de un niño con cabello negro.
Con dificultad separa doblando los arbustos y se abre paso. Suavemente sonriendo
hacia mí abajo como solo lo puede hacer una muchachita indígena, sus grandes
ojos oscuros reflejan todo lo misterioso, lo enigmático inusitado del mundo indígena
de las montañas para lo cual uno nunca encuentra la expresión correcta en palabras
– lo que uno nunca alcanza, nunca entiende, tan cerca que sea.
Un cochinillo anda a pasos cortos por el lado de la pequeña que lo tiene amarrado
con una cuerda y luego viene adicionalmente un macho cabrío blanco por la maleza.
Despreocupado curiosos se bajan los tres deslizándose. La pequeña persona se
sentó con su cochinillo atado en una piedra y allá se queda sin moverse y muda
como un pez y solo está sonriendo una sonrisa indescriptiblemente simpática y
silenciosa. Cuando pienso en nuestros niños en la patria con su alegría llena de
risas, así que este no me parece a un niño en nuestro sentido. Más bien como una
cosita que no existe como una ninfita de un fuente de un libro de hadas.
¡Paz paradisiaca se extendió por la hora y una suerte rara soltada de toda la
pesadez!
Por la noche cuando ya estaba medio dormida en la estufa encima de unas granzas
de caña exprimida, suena trápala de caballos. Delante de la choza todavía están
sentados los hombres, alumbrados por el brillo de su fogata. Llegaron tres jinetes.
De un tirón fuerte se paran muy cerca de la fogata, saltan e intercambian el saludo
de hayo y luego el saludo de ambiro con la caja de tabaco. ¡Cuánta – casi uno
quiere decir en nuestra lengua moderna – actitud (serenidad) social, cuánta
autoestima hay en esta ceremonia de saludo! ¡Quién quiere denominar este pueblo
que está tratado con tanto desprecio y explotado por la sucia población criolla de las
aldeas vecinas, como “salvajes”, como inferiores!
El primero de los tres jinetes se me presenta a primera vista como el dueño de la
casa y el cacique de la aldea Juan Mejía. Un cacique como se puede imaginar
cualquier niño de su libro de Karl May1: Con postura de amo, juvenil a pesar de su
edad de abuelo, lleno de tal dignidad orgullosa que siempre de nuevo provoca
asombro en los Arhuacos que todavía no fueron esclavizados – en un caballo blanco
bien ensillado que honra a su jinete por su vivacidad apasionada – detrás en
1
https://fr.wikipedia.org/wiki/Karl_May
sementales de color café sus dos jóvenes acompañantes – alumbrados por la fogata
flameante.
Mejía suelta dos ejemplares maravillosos de iguanas verde-grises de su silla de
montar que trajo de los bosques de la tierra caliente. Pronto se tuestan sobre las
brasas del fuego la estufa donde las mujeres se volvieron de nuevo activas.
Nuevos leños se empujan al fuego de los hombres delante de la choza. Mucho más
tiempo están sentados teniendo una conservación silenciosa y seria. Al silencio
entre sus charlas martillean los palitos húmedos de la saliva cubiertos con cal de
coca verde en el borde de sus poporos. “Baile del sol” se llama la costra amarillento
que se forma alrededor del borde de la totuma (poporo) por limpiar continuamente el
palito. Entonces también este acto mientras se aconsejan y conferencian es culto,
manteniendo permanentemente el contacto con el donante de fuerza, el sol que
impide las enfermedades! El palito baila en honores del sol, el sol crece en el borde
de sus poporos, la fuerza del sol se multiplica dentro de sus dueños!
El otro día por la mañana saludo al dueño de la casa con un trago de mi botella de
ron que realmente está destinada a casos de enfermedades. “¡En Atanquez que
alcanzaremos en unos días, hay el mejor y el más barato ron de toda la Sierra!” me
asegura Salvador. Media botella se acaba con el “sorbo” del cacique, la otra hace la
vuelta por los otros hombres. También a la esposa del cacique el viejo se le permite
una gota. Y luego nos alistamos Salvador y yo.
Cabalgamos en la frescura de la mañana por plantaciones ricas y exuberantes con
frutas, caña y maíz. Por todos lados suena el canto matutino de los pájaros coloridos
al ruido del río que queda a nuestra izquierda. Luego se va el camino en serpentinas
hacia arriba por cuesta empinada de la montaña Achtikunzarscheyna. Hacía muy
arriba nos llevaron nuestros animales y ahora va la mirada muy lejos por la tierra
desde la ensillada. En el noreste se extiende el valle del Guatapuri con dos pueblos
criollos pequeños Tschemkemeyna y Guatapuri; entre los dos en el valle que se
extiende más hacia el este, tiene que ser el pueblo Atanquez que hace unos años
todavía era un pueblo de indígenas Busintanas. Hasta acá venden los indios de
Donachui sus ladrillos de azúcar y sus productos de huertas. – Más o menos dos
horas detrás de Guatapuri, no visible de nuestra posición, se esconde en los
pliegues de la sierra San José, el pueblo de entrada al reino de los Peyvos
(Kagaba), nuestro destino del día de hoy. Mirando hacia atrás vemos otra vez el
curso en serpentinas del río Donachui, escondido debajo de una vegetación
exuberante de árboles, palmas y lianas. – Por acá y por allá pastan vacas y caballos,
está como perdida una choza en la cuesta.
Nos acoge un sombrío bosque caducifolio. Salvador llama al eco que vive al otro
lado en la montaña La Lucía con su hermano. Son demonios me explica que son
azules desde la cabeza hasta los pies, también adentro son azules – su carne, sus
huesos, su sangre. Un indio de Donachui vio hace poquito uno de los dos en la
montaña enfrente a la hora del atardecer. Cuando uno los llama, en la mayoría
contesta el mayor. En ocasiones el menor llama luego después. Cabalgamos en una
gran serpentina hacia abajo a la quebrada La Macana. Plantaciones exuberantes
crecen acá en su pliegue de montaña donde están protegidas del viento y con
mucha agua. Un indio está sentado frente a su casa y gira y talla y martilla en un
cilindro de una prensa de caña. Todo eso se hace sin una torno para madera, la
única herramienta es el machete que parece a una espada que es la herramienta
universal de la población sencilla de Suramérica. Con él se corta el pasto y tala los
árboles, con él se abre camino por la selva, con él se labra puertas, talla pilones y
cilindros de prensa de caña, con él se corta su queso y su panela para el desayuno
en la caminata y se defiende con él cuando sea necesario contra leopardos a quien
la población acá llama tigre.