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c.

El cine

El cine sufre una gran transformación al incorporar el sonido (El cantante de


jazz, 1927). A partir de 1929 se produce el tránsito definitivo del cine mudo al cine
sonoro. La industria cinematográfica de EEUU, que tanta influencia habría de
ejercer en el mundo, se instala en Los Ángeles, cuyo clima templado y seco facilita
el rodaje en exteriores. A principios de los años veinte, el barrio de Hollywood,
donde radican los estudios cinematográficos más importantes, simbolizará el
mundo del cine y de las grandes estrellas mundialmente conocidas, como Greta
Garbo, Marlene Dietrich, Gary Cooper, Clark Gable, etc. Las películas, que ahora
tienen una duración homogénea y se exhiben en teatros y salas específicas que
se multiplican en ciudades y pueblos, llegan a los últimos rincones del país y
cruzan las fronteras hacia Europa y gran parte del mundo, difundiendo unos
valores que tenderán a universalizarse.

El cine norteamericano, respaldado por una poderosa industria, se convertirá en


una gran fábrica de sueños para los ciudadanos y confirmará su dominación
comercial sobre los mercados mundiales, gracias fundamentalmente a
espectaculares películas musicales y a las comedias románticas, que ofrecían una
imagen son rosado y optimista de la realidad. En los tiempos de la Gran Depresión
los géneros “escapistas” gozarán de enorme éxito.

Junto a los musicales estaban las comedias de Frank Capra que ilustraban las
virtudes del sistema norteamericano (Sucedió una noche, 1934; Vive como
quieras, 1938). Dentro de una corriente que podemos calificar de optimismo
crítico, las películas de Capra quieren demostrar la inquebrantable salud del
sistema democrático de EEUU, en el que cualquier ciudadano puede convertirse
en multimillonario o en presidente del país. Así, sólo es infeliz el que quiere,
porque la sociedad está abierta a todos y la corrupción y la injusticia se destruyen
haciéndoles frente.

Aunque no faltaron películas de contenido social y crítico, fueron excepciones; la


mayoría de la producción de Hollywood estuvo dominada, como ya hemos dicho,
por el cine musical, importado de los escenarios de Broadway y por la comedia
sentimental; pero también por las películas cómicas, las de aventuras, las de
gángsteres (género nuevo inspirado por la crónica negra de la prohibición del
alcohol) y las de terror, género que se consolida con títulos
como Frankenstein (1931),Drácula (1931), La parada de los monstruos (1932),
etc. Escapismo, amable evasión, son objetivos prioritarios de unas estrategias
industriales basadas en géneros rígidamente estandarizados y de amplia
aceptación comercial.

Muchas películas parecían desafiar la moral tradicional presentando, por ejemplo,


el modelo de la joven inquieta y desenfadada que huye de un hogar restrictivo
para dirigirse a la ciudad, donde las faldas cortas y los flirteos inocentes se
presentan como la encarnación de la independencia y la libertad, frente a la meta
convencional de encontrar un marido adecuado sin perder la virtud. Pero aunque
estas películas sugerían comportamientos diferentes, en ningún momento ponían
en cuestión la moral tradicional. Por el contrario, mostraban que el hedonismo
urbano era compatible con el orden social establecido. Ni las desigualdades
sociales, ni el trabajo rutinario y alienante, ni el mantenimiento de los roles
sexuales se ponían en entredicho.

Las grandes compañías (Paramount, Metro-Goldwyn-Mayer, Fox, Warner Bros y


RKO) y otras menores (Universal, Columbia, United Artists), vinculadas
financieramente a Morgan y Rockefeller, recibían feroces ataques de las ligas
puritanas, horrorizadas ante las piernas desnudas de Marlene Dietrich o las
canciones de Mae West. En 1934 la industria aceptó el Código Hays de
autocensura, que afectaba no sólo a lo sexual, sino también a lo social y político.
Por ejemplo, uno de sus preceptos (vigente hasta 1956) prohibía mostrar
relaciones amorosas entre blancos y negros. El objetivo del Código era que las
películas presentasen una sociedad justa, ponderada, estable, próspera, aséptica
y tranquilizadora, donde la lacra y el error fueran sólo accidentales, excepcionales
y pasajeros; una sociedad que insuflase a los norteamericanos el orgullo de ser
tales y a los extranjeros la envidia y la admiración por su modelo de vida y la
calidad de sus productos. Esto lo diría con un lenguaje más directo un político al
declarar: «Allí donde penetre una película americana, allí se venderán más gorras,
más automóviles y más productos de nuestro país».

El cine, como los deportes de masas, simbolizaba la sociedad democrática.


Penetró por todas partes; no había pueblo por modesto que fuera que no contara
con una sala de cine. En las ciudades había enormes y lujosas salas que pasaron
a ser las catedrales de la nueva sociedad. Las salas de cine de los centros
comerciales de las grandes ciudades exhibían impresionantes fachadas,
decoradas con motivos exóticos, semejantes a inmensas vallas publicitarias que
por la noche se iluminaban con llamativos efectos eléctricos. Solían tener un
vestíbulo grande y fastuoso donde los asistentes podían ver su propia imagen
entre candelabros reflejada en los espejos.

A pesar de su magnificencia, las salas de cine, con el estilo arquitectónico y el lujo


de las mansiones y los hoteles caros, se preciaban de ser un lugar al que todos
tenían acceso por igual. Según Fox, “el cine respira el espíritu con el cual se
construyó la nación: libertad e igualdad. En las salas de proyección no hay
separación de clases (...) el rico y el pobre se rozan los codos y así es como debe
ser. El cine es una institución americana típica”. Como el fútbol en Gran Bretaña,
el cine era uno de los pocos ámbitos en que se mezclaban las clases.
b. La revolución de la radio.

La radio, utilizada ya con fines militares en la 1ª GM, se convierte, en los años


veinte y treinta, en un elemento fundamental de la comunicación de masas. Por
primera vez, un hecho ocurrido en cualquier parte del mundo podía ser
inmediatamente conocido por millones de personas. Pero además de
proporcionar información y entretenimiento, por su capacidad para entrar en todas
partes, era un instrumento de incalculables posibilidades para influir sobre las
masas en las ideas, las costumbres y el gusto. Aunque fue en los regímenes
autoritarios donde se utilizó de modo sistemático con fines de propaganda,
también en las sociedades democráticas jugaría un papel político importante
(como también lo haría el cine) por su enorme poder de persuasión y su capacidad
para transmitir los valores dominantes.

Hoy día, cuando lo que la radio inició forma parte de nuestra vida cotidiana (el
boletín informativo, el programa deportivo, las entrevistas, etc.), no es fácil hacerse
una idea del cambio que supuso su desarrollo en los años veinte y treinta. La
cultura radiofónica de masas que se creó entonces logró estructurar la vida
conforme a un horario riguroso, que no sólo regulará la esfera del trabajo, sino
también la del ocio de millones de personas. Aunque centrada sobre todo en el
individuo y la familia, la radio creó su propia esfera pública. Por primera vez en la
historia, gentes que no se conocían de nada sabían, sí se encontraban, lo que el
otro había oído la noche anterior: el concurso, el show humorístico, el discurso del
primer ministro, el boletín de noticias, etc.

El inicio de la radio como comunicación de masas se produce en Gran Bretaña en


1920, con la emisión de un recital de la soprano Nenie Melba, patrocinado por
el Daily Mail y captado por oyentes de toda Europa. Ya en 1919 había empezado
a emitir desde La Haya la que quizá fue la primera emisora regular. En 1920
iniciaba sus emisiones regulares la KADA de Pittsburgh, Pennsylvania,
reivindicada por los norteamericanos como la primera emisora de la historia. En
1921 se inauguraba la primera emisora francesa (en la Torre Eiffel) y en 1923 la
BBC emitía, por primera vez en Gran Bretaña, una obra de teatro, sugiriendo a los
oyentes que apagaran las luces para que pudieran imaginar mejor las escenas. En
ese mismo año aparecía en España Radio Ibérica, especializada en la
retransmisión de conciertos desde el Teatro de la Ópera de Madrid.

El mundo acogió alborozado el maravilloso invento. En sus comienzos, facilitado


por la escasa complejidad técnica y el precio asequible de las primeras
instalaciones, proliferaron las emisoras particulares fundadas por estudiantes,
sindicatos, grupos religiosos o políticos, etc. Es una época caótica y creadora que
durará unos pocos años antes de que los gobiernos empiecen a legislar
disposiciones más o menos restrictivas sobre el uso del nuevo medio.
Los inicios de la radio estuvieron sembrados de conflictos entre las primeras
empresas radiofónicas, los periódicos, las agencias de noticias, los Estados, las
sociedades de autores, etc. Todo el mundo quería tomar posiciones, todos querían
estar presentes en un sector que se preveía como definitivo en el mundo de la
comunicación de masas. De tales tensiones saldrán dos diferentes modelos de
radiodifusión: uno norteamericano y otro europeo. Mientras en EEUU la radio
queda en manos privadas, en Europa la radio terminará siendo paraestatal (como
la BBC) o estatal, concebida en todo caso como un servicio público. Poco a poco
las pequeñas emisoras independientes de los comienzos irán desapareciendo,
pasando la radio a estar controlada, bien por los Estados, bien por grandes
intereses económicos.

En España, la primera normativa sobre la radio es de 1923, en la dictadura de


Primo de Rivera. Se definía la radio como “un servicio público, monopolio del
Estado, que podrá ser explotado directamente por la Administración pública o por
concesionarios particulares”. En EEUU, el Congreso no intervendrá hasta 1927,
con la Radio Act, menos restrictiva que otras leyes europeas. No obstante, las
emisoras acabarán siendo controladas por los intereses de las grandes empresas
eléctricas, como Westinghouse. En 1927 la transmisión estaba dominada por tres
cadenas que proporcionaban paquetes de programas para las estaciones locales.

La venta de receptores (normalmente fabricados por los mismos propietarios de


las emisoras) subió sin parar. En 1924 se habían vendido en EEUU 2 millones de
aparatos y en 1930 más del 40 % de los hogares tenían radio: 13 millones de
receptores que, en 1939, eran ya 27 millones. La radio había pasado a ser un
artículo de primera necesidad y un poderoso instrumento de la cultura del
consumidor. Sin embargo, el boom de la radio afectó sobre todo a los países más
prósperos. En Italia, por ejemplo, el número de aparatos no logró superar al de
automóviles hasta 1931. En vísperas de la 2ª G.M. la mayor densidad de aparatos
de radio se hallaba en EEUU, Gran Bretaña, países escandinavos y Nueva
Zelanda. En estos países avanzó a un ritmo tan espectacular que incluso los
pobres pudieron permitirse su compra.

La radio transformó la vida de las gentes modestas, en especial, la de las amas de


casa pobres, como nada antes lo había hecho. Logró que el mundo penetrara en
su hogar, ya que todo lo que se podía hablar, cantar o expresar mediante sonidos
podía llegar a través de la radio. La producción de receptores baratos hizo posible
que, a principios de los años treinta, la mayoría de la población escuchase
habitualmente programas de radio ya que aun los que no tenían un aparato propio,
la escuchaban, en la calle, en cafés y tabernas o incluso en el trabajo. La radio se
convirtió en el más poderoso instrumento de persuasión de masas.
c) La Publicidad

La publicidad adquiere en la sociedad de consumo una extraordinaria importancia.


La prensa, las revistas ilustradas, los carteles (cuya presencia es masiva en las
ciudades), la radio y el cine, incitan constantemente al consumo, bien mediante la
publicidad directa bien ofreciendo modelos de comportamiento y de estilos de vida
y, por tanto, creando en las masas aspiraciones a una vida más confortable en la
que el ocio ocupaba un importante lugar.

Los fabricantes encargaban estudios de mercado con el fin de estimular la


demanda. Los primeros trabajos de marketing o investigación científica del
mercado son de los años treinta: realizados en cientos de universidades por miles
de científicos sociales, influirán en las estrategias de marketing, en el mundo de
los negocios y de la industria y, sobre todo, en relación con el consumo. La
publicidad se alimentará de las conclusiones de esos trabajos.

El lenguaje publicitario tenía mucho de irracional: los publicistas (que, a diferencia


de los magnates del cine, pertenecían a las minorías cultas) lo justificaban
alegando que no era posible vender algo de forma racional. Por ello llegaban a
defender la necesidad de manipular a los consumidores: “Si gracias a las
exageraciones se cepillan los dientes cada mañana un millón de personas que (de
otro modo) no lo harían, entonces el fin justifica los medios”.

Adoptando ideas de los reformadores sociales y grandes dosis de paternalismo,


todo ello unido a la finalidad esencial de aumentar ventas y beneficios, los
publicistas a menudo se presentaban pretendiendo mejorar la situación de las
masas, su nivel cultural y su calidad de vida. En 1927 John Benson, Presidente de
la Asociación Norteamericana de Agencias de Publicidad, opinaba que “a veces es
necesario engañar a la gente por su propio bien. Los médicos, e incluso los
predicadores lo saben y lo ponen en práctica. El nivel de inteligencia media es
bastante bajo (...) se deja guiar más por sus impulsos e instintos subconscientes
que por su razón”. Los publicitarios, sabiendo que la gente prefiere lo frívolo antes
que lo serio, la huida en lugar de la realidad, lo divertido más que lo significativo,
obraban en consecuencia.

Cada vez más, la publicidad se dirigía a sus lectores/oyentes, como si fuera un


amigo, un consejero cercano y experimentado. Las empresas inventaban
personajes de ficción para personalizar sus productos y recomendar su uso. A
través de la radio se adoptaba un tono íntimo y confidencial que contradecía el
carácter de comunicación masiva, creando la ilusión de una comunicación
individualizada entre hablante y oyente. La publicidad por correo, dirigida de forma
personalizada al consumidor, contribuyó a desarrollar un amplio mercado de
objetos como cocinas, lavadoras, neveras, etc., llevando esas novedades al
mundo rural.
La venta a plazos (“compre hoy, pague mañana”) es un factor clave del
crecimiento económico de EEUU en los años veinte. Ese sistema favoreció que la
gente desarrollara sus hábitos de consumo por encima de sus posibilidades,
cambiando las actitudes hasta entonces centradas en el ahorro para dirigirlas al -
gasto. En 1925 los consumidores compraron a plazos más de 2/3 de los muebles
de la casa y cocinas de gas y al menos el 75% de los coches, pianos, lavadoras,
máquinas de coser, neveras, fonógrafos, aspiradoras y radios.

Hay que tener en cuenta, no obstante, que el boom de los años veinte no afectó
por igual a toda la población ni a todas las regiones. La miseria persistió entre los
negros, sobre todo en el Sur, y en ciertos sectores de población blanca, por
ejemplo en los Apalaches del Sur. En los años veinte y treinta, cuando lujosas
revistas ilustradas y Hollywood mostraban a las amas de casa "liberadas" gracias
a los electrodomésticos, las trabajadoras negras del tabaco de Durham (Carolina
del Norte) lavaban la ropa de su familia en barreños en el patio con excusados
compartidos en el exterior. Y no hay que olvidar la grave crisis que padecían los
agricultores en esos años. En general los barrios bajos de cualquier ciudad
contrastaban fuertemente con los nuevos suburbios que imitaban las elegantes
casas inglesas. En estos años los ricos tardaban menos en enriquecerse que los
pobres en salir de la pobreza.

d. La nueva prensa.

En estos años, en que la prensa se siente amenazada por la competencia de la


radio, tuvo lugar una verdadera guerra entre los periódicos por la conquista de
lectores. La prensa diaria no lo tenía fácil después de la guerra. Mantener el ritmo
expansivo de las décadas anteriores era casi imposible, no sólo por la
competencia de los nuevos medios, sino porque, como resultado de la
propaganda abusiva que se desarrolló durante la contienda, en que se
manipularon sentimientos y odios, la gente había perdido su fe en los periódicos.
Los diarios de masas, conscientes de esa dificultad, llevaron a cabo una auténtica
guerra por el lector.

En primer lugar los periódicos adoptan la forma de “tabloide”, esto es, un tamaño
equivalente a la mitad del formato de antes de 1914, con lo que resultan más
compactos y manejables. Al mismo tiempo, se acude a toda clase de medios para
ganar lectores. Desde 1920 el Mail y el Expres introdujeron nuevas formas de
propaganda, gastándose por ejemplo (en 1928) grandes cantidades en pólizas de
seguros como regalo a sus lectores.

Pero lo que rompió las barreras en esta guerra fueron las prácticas introducidas en
1929 por el Herald, que llegó a ser el diario de mayor tirada de Londres. Para
conseguirlo no reparó en medios: organizó un amplio equipo de agentes que,
puerta a puerta y a comisión, convencían a la gente de que se suscribieran al
periódico. La oferta se acompañaba de regalos y de concursos con premios, en
dinero o en seguros. Bastaba suscribirse por diez semanas para obtener un
regalo. Otros, como el Express, pusieron de moda las quinielas de fútbol y más
tarde las de carreras de caballos, ofreciendo premios a quien acertase el orden de
llegada de los primeros. Más tarde el Herald ofrecerá libros populares a precio
reducido, acompañando las suscripciones. La oferta de mayor éxito fueron las
obras completas de Dickens en 16 volúmenes encuadernados en imitación a piel.
Los demás periódicos hicieron lo mismo y se vendieron más de 11 millones de
ejemplares de las obras completas de Dickens, seguidas de otras muchas
colecciones de obras clásicas.

Esta exuberante actividad de ventas iba unida a constantes adaptaciones de los


diarios a lo que sus editores consideraban el gusto de los lectores. En realidad, no
importaba perder dinero con las suscripciones si el aumento del número de
lectores atraía a la publicidad. Así, en los años treinta, muchos diarios adoptaron
las formas de hacer y las técnicas de llamar la atención propias de los tabloides
americanos, ante el desprecio de la prensa de calidad.

Los tabloides eran herederos de una prensa popular más antigua, la prensa
amarilla. Aparte del formato, se caracterizaban por el sensacionalismo, tanto en la
presentación como en los contenidos. Su éxito se basaba en provocar intensas
reacciones emocionales (desde el odio a la ternura) en el lector. Las dosis de
crímenes, escándalos, sexo, deportes, cuestiones de salud y enfermedades de
alcance masivo, eran cuidadosamente reguladas, como revela una frase de Hearst
referida al Daily Mirror, según la cual los diarios deben dedicarse “en un 90% al
entretenimiento, en un 10% a la información, siempre que no sea aburrida”.

Los tabloides generalizaron el uso de la fotografía. El fotoperiodismo era una


novedad importante. La fotografía ya no se limitaba a ilustrar el texto, sino que
actuaba como un lenguaje con valor expresivo propio, a veces sostenida por un
somero texto a pie de foto que cumple la función de orientar la lectura del conjunto
de fotografías. Al contrario de lo que ocurría tradicionalmente, el texto llega a
ponerse al servicio de las imágenes. Otro capítulo dentro de la prensa, lo
constituyen los cómics, que amplían en esos años el mercado de las viejas
novelas populares y crean un mercado nuevo para lectores infantiles.

En la sociedad de consumo, la gente no sólo consume productos manufacturados,


sino también, y en grandes cantidades, películas, revistas ilustradas, programas
de radio, etc., así como espectáculos deportivos de masas. Todos son vías de
escape de la realidad cotidiana. Al provocar emociones más o menos fuertes,
logran alejar al consumidor de sus problemas cotidianos, sustituidos por
problemas y ansiedades ajenas. En el caso de la prensa, el Evening Graphic lo
decía con claridad en 1924: “Intentamos entusiasmarles colectivamente,
intentamos dramatizar y sensacionalizar la noticia y algunas historias que no son
noticias (...) Queremos un periódico que sea humano en primer lugar y en todos
los demás lugares”.

Aventuras de héroes como Lindbergh, romances o escándalos de las estrellas de


cine o de la elite, se ofrecen para consumo de las masas y antídoto contra la rutina
y las frustraciones diarias. Mediante esas historias el público puede vivir
momentos excitantes sin romper con la moral aprendida. Así, identificándolas
constantemente con lo humano, la prensa, la radio, el cine... legitiman las
emociones y el placer y poco a poco su acción amplía imperceptiblemente los
márgenes morales del comportamiento privado. Esto explica, por ejemplo, las
presiones, ya referidas, que sufrió Hollywood de sectores puritanos y
ultraconservadores.

Por último, los medios de comunicación también cumplen la función de organizar


el entusiasmo colectivo, no sólo en los regímenes autoritarios, donde serán el
soporte básico del poder, sino también (aunque de forma menos evidente) en las
sociedades democráticas. Un ejemplo fueron, en la Gran Depresión, las charlas
radiofónicas del presidente Roosevelt, que tanto contribuyeron a restablecer la
confianza de los norteamericanos en el sistema.

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