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Sentido y justificación de la pena

Eugenio R. Zaffaroni*

Pedirme que en 20 minutos trate de agotar, o por lo menos esbozar, el sistema de sentido
y justificación de la pena es prácticamente una misión imposible, pues debería en ese
tiempo agotar la crítica a unos 700 años. Porque evidentemente la pena, tal cual la
conocemos en nuestra civilización que se ha planetarizado, aparece en esta forma ya de
modo irreversible hacia los siglos XII y XIII. Antes de eso, la humanidad se las había
arreglado sin el ejercicio de este poder punitivo. Más o menos en esa época es cuando se
le ocurre a los Señores confiscar el conflicto, expropiar a las víctimas y proclamarse
víctimas de todos los conflictos que a ellos se les antoja como tales, agradecerles los
servicios prestados a las víctimas y desentenderse de ellas.
Es a partir de ese momento que los dos modelos de solución de conflictos que había en el
mundo tratan de completarse con un tercer modelo de pretendida solución. Desde que
conocemos al hombre y por ende a la sociedad, siempre, de alguna manera, se han
instrumentado dos modelos de solución de conflictos que hasta hoy continúan y que
tienen por supuesto características de racionalidad.
Un modelo de carácter reparador que hoy se continua en la forma básica o paradigmática
del modelo civil, por ejemplo; y un modelo de carácter policial, que es el modelo de
coacción que se ejerce para detener un proceso lesivo en curso o un proceso lesivo
inminente.
A partir de los siglos XII y XII el señor soberano primero, la señora república opulenta
después, el señor Estado siempre se apodera del conflicto y dice: "la víctima soy yo”,
llama a determinados conflictos “delito “ y, en consecuencia, ya no se le puede discutir
que cuando a uno le rompen la cara, la cara no es del Estado sino de uno, sino que el
Estado se apropió de mi derecho a tener la cara entera y con uno u otro pretexto me dejó,
afuera del juego y, por ende, fuera del mecanismo de solución de conflictos. Si soy la
parte del conflicto que me quedé fuera del mecanismo de solución, eso no es un
mecanismo de solución de conflictos, sino simple y sencillamente un ejercicio de poder
verticalizador, que efectiva-mente es lo que ha usado a partir de ese momento la sociedad
para verticalizarse, para jerarquizarse, para corporativizarse y, por ende, para desarrollar
la revolución mercantil, la revolución industrial y la revolución tecnológica en nuestros
días. Ha sido el más formidable instrumento de poder de que ha dispuesto desde
entonces el soberano.
Desde los siglos XII y XIII hasta hoy, hay dos ámbitos que permanecen totalmente
separados: el ámbito de la realidad, en el que los distintos operadores políticos —señores,
reyes, presidentes, etc.— se han ocupado de seleccionar conflictos que no pueden
resolver, que no saben cómo resolver, que no quieren resolver o de los que quieren
apoderarse para reforzar su poder corporativizante. Así ha funcionado la realidad en estos
700 años y ha cambiado poco.
En el ámbito teórico, naturalmente hubo que hacer los discursos legitimantes,
racionalizantes de este ejercicio de poder verticalizador. Ahí nos llamaron a los
criminólogos y a los penalistas. Desde El martillo de las brajas o el Manual de la
Inquisición de fines del siglo XV, hicimos el primer gran discurso armado hasta hoy. En lo
teórico, el problema fue que cuando hubo que racionalizar ese ejercicio de poder y ese

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ejercicio de poder no tenía un discurso propio, era una tercera forma pretendida de
solución de conflictos que venía a insertarse en medio de las otras dos que sisón
racionales.
¿Qué fue lo que se hizo? Se pidió el discurso prestado a una o a otra. Se pidió el discurso
policial primero y se dijo: "Bueno, no se trata del mal que hace la bruja sola, sino que acá
están los demonios tan malignos. Si no paramos esto desaparece la humanidad.
Entonces todo lo que se le puede hacer a la persona no se agota por el daño que hizo la
persona, no es en razón del daño que hizo la persona, sino en razón de que esto no es
más que un grano de arena en un mar de daño que se nos viene encima. Entonces, esto
es una fuerza policial, una fuerza militar para detener el daño del cual esto no es más que
un síntoma, no es más que un capítulo pequeño, despreciable".
Esto dio lugar al discurso de carácter inquisitorio. En otro momento se pide prestado,
cuando así conviene al momento político, el discurso reparador, entonces se dice que no
tengamos en cuenta que la pena tiene un contenido retributivo en la reparación del daño
social, etc., etc., etcétera.
En uno o en otro momento hemos pedido prestado el discurso al modelo reparador o al
modelo policial, pero nunca hubo un discurso propio. Se lo trató de inventar recortando y
combinando pedacitos de uno con pedacitos de otro, de forma más o menos anárquica a
veces, más o menos ingeniosa otras. Pero siempre nos hemos movido entre pedirle
prestado el discurso para explicar el fin de la pena al contractualismo o al peligrosismo.
Pedírselo prestado al modelo reparador o al modelo de coacción policial.
Esto sigue hasta hoy. Un derecho penal metafísico que pretende estar retribuyendo una
culpabilidad si lo extremamos no nos lleva, en definitiva, más que a un juez que asume un
papel de retribuir un uso de la libertad. Esto proyecta a la persona a considerar que su
función es cuasi divina, lo cual es un signo de omnipotencia muy peligroso desde el punto
de vista de la salud mental.
Por el otro lado, el peligrosismo —es decir, aquello de que la función de la pena es la
eliminación del germen patógeno de la sociedad, etc.— nos lleva a un complejo que no es
menos peligroso. Quien razona de esta manera es que se encuentra con un complejo de
leucocitos. De un lado o de otro, vemos que esto es bastante deteriorante, no sólo para el
que sufre las consecuencias sino para el operador que cae en alguno de estos tipos de
complejo, que estoy ironizando, pero en el fondo sí existen, aunque nadie los mencione
de esta manera.
Frente a esta razón histórica de que la pena nunca tuvo una racionalidad que la
legitimase, ha habido una respuesta de carácter ideológico en el sentido negativo, es
decir, hubo una respuesta que dice: “si no tiene legitimidad tiene que desaparecer el
poder punitivo”. Son algunas respuestas o algunos extremos de discursos abolicionistas,
aunque más bien caricaturizados. La respuesta es ideológica en el sentido negativo,
porque sería una respuesta que está prescindiendo del esquema de poder real. Habría un
paralelo acá entre el pacifismo y la enemistad con la guerra. La circunstancia de que el
pacifismo sería una respuesta ideológica que pasaría por alto la realidad de la estructura
de poder frente a la cual nos encontramos, la enemistad a la guerra sería una actitud que
sí sería cuestión a sostener, enfrentar y sustentar: frente a cada realidad de poder
concreto ver cuál es la conducta que conviene dentro de esa determinada realidad de
poder.
Evidentemente, hay un paralelo bastante grande entre la guerra y el poder punitivo: la
guerra es un ejercicio de poder que está deslegitimado incluso normativamente a nivel

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internacional. Sin embargo, existe. Existe como un dato de la realidad, como un hecho
político, como un hecho de poder. Naturalmente, se pueden hacer esfuerzos normativos
por contener su violencia, por reducirla un día para que desaparezca, pero, de momento,
no puede desaparecer, no tenemos el poder para hacer desaparecer la guerra como
fenómeno de poder. Quizá con el poder punitivo podamos empezar a pensar lo mismo: el
poder punitivo no está legitimado y nos hemos ocupado de legitimarlo y con eso hemos
separado el discurso de la realidad durante ocho siglos.
Creo que llega el momento de reunir discurso y realidad y ponernos de cara al poder.
Terminar con la esquizofrenia de que la realidad que cambió muy poco funciona por un
lado y el discurso que cambia todos los días funciona por otro. Realmente, ha habido una
enorme dinámica discursiva en el ámbito del ejercicio del poder punitivo en estos siete
siglos. Hay una avidez de tragarse todo lo que se inventa en el campo ideológico o en el
campo filosófico. Prácticamente, es un discurso que como es consciente de su enorme
pobreza argumental, de su enorme pobreza legitimadora, fago- cita todo invento que
aparece. Sin embargo, el campo de la realidad en estos siete siglos, en sustancia, no ha
cambiado mucho.
Si nosotros tratásemos de salir de la esquizofrenia secular, casi milenaria, y tratar de unir
discurso y realidad, tendríamos que llegar a la conclusión de que hay un ejercicio de
poder punitivo verticalizador. Que este ejercicio de poder punitivo no está legitimado pero
que, sin embargo, hay una estructura de poder ante la cual tenemos que rendirnos como
dato de la realidad. Que frente a esa estructura de poder lo único que nos queda es la
posibilidad de reducir el ejercicio de poder punitivo como manifestación de una violencia
no legitimada. De esta manera, podríamos hoy, a 200 años, recuperar el viejo discurso del
penalismo liberal. Reivindicar el viejo discurso de los maestros liberales en el sentido de
que en realidad fue el momento de mayor contenido pensante, de mayor nivel de
pensamiento por el que pasó el discurso jurídico penal.
Podríamos reivindicarlo, pero no ya con la semilla de su auto- destrucción, no ya desde el
punto de vista de limitar el poder punitivo a través de una justificación legitimadora del
poder punitivo, sino de limitar o reducir el poder punitivo a través de una radical
deslegitimación y de un radical reconocimiento de la naturaleza de fenómeno político, de
fenómeno de poder que tiene la pena. Por eso cuando planteamos esto, y se nos
interroga acerca de la cuestión de las alternativas a la pena privativa de libertad, la res-
puesta debe darse claramente en dos niveles: ¿alternativas a la pena privativa de
libertad? Sí, porque todas las alternativas propuestas en este momento son menos
violentas que la propia pena privativa de libertad, que tiene un efecto deteriorante muy
poco evitable. Pero cuidado, porque antes de planificar una alternativa a la pena privativa
de libertad o junto con ella, tenemos que tener en claro que, en la medida de lo posible,
de lo que se trata es de agotar las alternativas al modelo punitivo de decisión de los
conflictos. Es decir, reducir el ámbito de conflictos sometidos al modelo punitivo. Esto
significa, desde otro ángulo, encontrarle soluciones efectivas a los conflictos y no caer en
la fijación legitimadora del poder verticalizante de la solución punitiva. Esto, naturalmente,
tendría un efecto de dignificación de las personas. Y cuando me refiero a dignificación de
las personas no me estoy refiriendo solamente a dignificación de la persona del
condenado, sino que me estoy refiriendo a dignificación de todas las personas
intervinientes. comenzando fundamentalmente por la víctima. Pues si nosotros sacamos
un conflicto del ámbito punitivo de ejercicio de poder punitivo y lo llevamos a alguno de los
otros modelos de solución de conflictos, le devolvemos a la víctima la dignidad de persona

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real, concreta, de carne y hueso. La sacamos de esa entelequia que la redujo a la
condición de un ente al que se cita solamente como prueba o como referencia, pero que
pierde la condición de verdadero protagonista de un conflicto, porque es necesario
hacérselo perder para decidir el conflicto sin lomarla en cuenta. Entonces, volvemos a
colocar a la víctima como protagonista y, por ende, como pieza clave para la decisión y
solución real del conflicto.
Por otra parte, sacamos al juez, y con él, a todos los operadores del sistema penal.
Estamos sacando al operador de la decisión del conflicto de alguna de estas
legitimaciones más o menos delirante de carácter patológico que hemos venido
fabricando a lo largo de estos ocho siglos. Es decir, no sólo se dignifica al infractor, sino
que fundamentalmente se dignifica a la víctima y se dignifica como personas a los
operadores del sistema penal, que, operando con una coacción mucho más racional y
mucho más legitimada, obviamente también sufren un deterioro menor.
Sintetizando, para la pregunta por el fin de la pena, tengo una respuesta que creo que a
estas alturas del siglo y del milenio es necesario asumir. La pena es un fenómeno político,
no tiene absolutamente ninguna finalidad de carácter racional. La hemos inventado
nosotros como necesidad para legitimar el ejercicio de poder político verticalizador y
corporativizador de la sociedad. Como decía, según creo, el penalista más creativo del
siglo pasado que ha tenido América Latina, el brasileño Tobías Barreto: si alguien cree
que ha encontrado el fin de la pena, es porque ya también ha encontrado el fin de la
guerra.
Caracterizada la pena como un hecho, un dato político, un dato de poder: ¿qué podemos
decir del fin de la ejecución de la pena? Creo que esto nos permite sincerar el fin de la
ejecución de la pena. El fin de la ejecución de la pena se ha cubierto, se ha anestesiado,
se ha pretendido anestesiarlo —para que los operadores de la ejecución de la pena no
tengan mala conciencia— con un discurso re-socializador, re-personalizador, re-educador,
todas las ideologías “re” que se han inventado. Esto ha llevado al absurdo, por supuesto.
Como se suele decir, enseñarle a vivir en libertad a alguien privado de libertad es como
enseñarle a jugar fútbol a alguien adentro de un ascensor, o sea, el resultado obviamente
lo tenemos a la vista y mucho más en las cárceles latinoamericanas. Entonces, esto, en
vez de anestesiar la mala conciencia, realmente ha sido un discurso generador de una
mala conciencia que por momentos se ha vuelto en los operadores directamente
insoportable y, por ende, se ha vuelto altamente deteriorante para la función. Creo que
esto es algo que hay que sincerar de una vez por todas. Este es un acto de poder.
Saquémonos de encima todas las ideologías "re” que. en definitiva, son ideologías
autoritarias. Si yo postulo una ideología “re” es porque me estoy poniendo en un plano de
superioridad a la persona que tengo que "re” socializar, "re” personalizar, "re” educar,
porque yo soy el socializado, el educado, etc., y el otro es el que no está ni socializado, ni
educado y lo tengo que "re”, “re” no sé qué cosa. Evidentemente, esto es una
discriminación. Es un claro pensamiento penal que es meridianamente discriminatorio,
cuando no directamente racista o, por lo menos, un hijo dilecto (o directo) del racismo y de
la discriminación biológica.
Creo que a partir de considerar a la pena como un hecho de poder, como un hecho
político, es que podemos reducir el ámbito del poder punitivo, postular la reducción del
ámbito de poder punitivo como un objetivo político sumamente claro.
También permite a los operadores de la ejecución de la pena sincerar su función, actuar,
de una vez por todas, conforme a un discurso real y decir: “Bueno, estamos cumpliendo

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esto, sabemos que toda institucionalización es más o menos deteriorante. Nuestro
objetivo es tratar de neutralizar al máximo posible el efecto deteriorante de esta particular
forma de institucionalización. No nos pidan más porque esto es institucionalización y
nosotros no podemos hacer que lo que es no sea. Si en esta neutralización del efecto
deteriorante tenemos la oportunidad de ofrecerle a este sujeto que sabemos que esta acá
preso, no por lo que hizo sino porque lo hizo mal —y además ha sido seleccionado por la
cara, como sucede siempre por el efecto selectivo necesario de la estructura de poder del
sistema penal—; si tenemos la oportunidad de ofrecerle los elementos para que aumente
su nivel de invulnerabilidad frente al ejercicio del poder punitivo del sistema penal lo
vamos a hacer”.
Ése sería el discurso orientador del fin de ejecución de la pena sin pretensiones que son
imposibles, sin pretensiones que son utópicas en el peor sentido de la palabra.
Cuando realizamos este análisis, da la sensación de que estamos hablando de un
ejercicio de poder de siete, ocho siglos, de una enorme conspiración cósmica. No, no hay
tal conspiración cósmica, esto es un dato de poder, es un ejercicio de poder que resulta
de una serie de intereses sectoriales. La mayoría de ellos son intereses agenciales,
corporativos, mezquinos, es cierto, pero no existe una conspiración maléfica que esté
manejando todo este mecanismo de poder. Pensar en eso es como pensar que existe una
conspiración maléfica que está manejando lodo el poder del mundo. Admito y respeto a
quienes pueden sostener eso, pero no me parece muy racional.
Si tratamos de modificar el ejercicio de poder real es conveniente que miremos un poco
cómo se va construyendo de a pedacitos ese poder que, de repente, entra en un equilibrio
dinámico. Darle la forma de una conspiración sería una hipótesis tranquilizante. Pero, en
la realidad, no existe ninguna conspiración de esta naturaleza.
Termino manifestando lo siguiente: un mínimo de realismo político me hace ver que,
evidentemente, este discurso que trata de unir realidad con teoría legitimante, o realidad
con teoría penal, o realidad con teoría criminológica, es un discurso a contramano del
poder mundial de este momento, del poder mundial y de los poderes locales. En nuestra
región es un discurso a contramano de los 1.200.000 presos de los que estaba hablando
Baigún hace un momento. Es un discurso a contramano de la picana eléctrica, del
submarino húmedo, o del pica bargainmg con el cual se lo reemplaza. No tengo porque
aplicar ninguna de esas cosas, porque entonces le digo: “viejo, venís acusado de
violación"; “Pero yo no hice nada"; “Bueno, arregla conmigo así te acuso por estupro y si
no arreglas te mando al jurado que te va a meter 10 años más".
No tengo necesidad de tocarle un pelo, entonces tengo el 1.200.000 presos con una Corte
Suprema que legitima el secuestro como fuente legítima para presentar un señor a
tribunales y otras preciosidades análogas, siguiendo la vieja tradición conforme a la cual
legitimó la esclavitud, provocó la guerra de secesión, hasta hace treinta y pico de años se
había olvidado de declarar la inconstitucionalidad de las leyes que prohibían los
matrimonios entre negros y blancos, etc., y que hoy nos la presentan como modelo de
estructura judicial. Estamos a contramano de los jueces sin rostro, de los testigos sin
rostro, del padre sin rostro. Estamos a contramano de que se condene a alguien
encerrado adentro de una caja de cristal e interrogado por jueces que no sólo tienen
miedo de meter la cara sino también la voz y entonces hay un aparató que se la deforma
y los interrogan como si fuera la voz de Mickey Mouse o del Pato Donald doblado al
castellano. Es la gran genialidad tecnológica que se ha inventado últimamente. Vamos a
caminar por la calle en cualquier momento con una pulsera para que el juez de instrucción

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vaya monitoreando que no nos escapemos. Estamos a contramano de todo eso, a
contramano de los muertos en las cárceles, de que se felicite a la policía porque se mata
más gente, etcétera.
Un mínimo de realismo político me hace dar cuenta de que todo este discurso está a
contramano de todo ese poder. Pero, en definitiva, somos unos cuantos que ya nos dimos
cuenta de que los' penalistas y los criminólogos no podemos seguir siendo los empleados
mal pagos de la gran tienda en la cual el poder vende ilusiones. No podemos ser los
últimos empleados de la tienda de las ilusiones. Y, sin embargo, hay una gran tendencia a
continuar siéndolo.
Pero unos cuantos nos estamos dando cuenta de que no, nos vamos dando cuenta de
que la tienda de venta de ilusiones tiene que cerrar porque ya va a entrar en quiebra
dentro de muy poco. Hay un límite y éste está a punto de ser tocado. Cualquiera que
recorra un poco los Congresos Internacionales, etc., se da cuenta de que el límite está al
alcance de la mano, virtualmente, porque el límite es, en este momento, el nuevo discurso
tutelar a través del ejercicio de poder punitivo, el nuevo pretexto que está encontrando el
poder punitivo para legitimarse.
A lo largo de toda la historia —empezaron con las brujas, siguieron con todos los
problemas sociales— todo el derecho penal y todo el discurso de lucha a través del poder
punitivo es la historia de todos los fracasos, evidentemente ni siquiera las brujas pudieron
eliminar todavía siguen, es decir, todo ha seguido hasta el día de hoy y si se ha resuelto
se ha hecho por otra vía que no ha tenido absolutamente nada que ver con la pretendida
solución punitiva.
Y ahora va a caer por una u otra vía. Se va a ir empalideciendo el discurso de la droga y
va a ir subiendo necesariamente el discurso de la ecología, es decir, con el poder punitivo
vamos a evitar que se destruya el Amazonas. Con el poder punitivo vamos a reponer
todos los árboles que se están sacando. Con el poder punitivo vamos a hacer oxígeno.
Con el poder punitivo vamos a limpiar los mares. Con el poder punitivo no sé lo que
vamos a hacer, pero todo lo vamos a lograr con el poder punitivo y ahí sí va a ser un
nuevo fracaso.
Pero el problema es que —¡cuidado! — si acá fracasamos directamente no queda
ninguno de nosotros, quedan sólo las cucarachas.
Y tengamos mucho cuidado, que quedarían las cucarachas sin que para ello haya sido
necesaria ninguna conspiración de cucarachas. Ésa es la clave.

• Profesor Titular de Derecho Penal y Procesal Penal de la Universidad de Buenos Aires. Exdirector del
Instituto Latinoamericano de Naciones Unidas para la Prevención del Delito y el Tratamiento del Delincuente.
Actual director del Departamento de Derecho Penal de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la
Universidad de Buenos Aires.

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