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ANEXOS
LA EDUCACION EJE DE LA MODERNIZACIÓN (1850/80)
El desarrollo de la educación pública en la Argentina tiene la impronta sarmientina. El programa de
Sarmiento sufrió matices a lo largo de las cinco décadas en las cuales la educación fue su obsesión.
No obstante, hay una línea de continuidad indiscutible: el compromiso con la "escuela común" y
pública, destinada a varones y mujeres, donde recibieran la instrucción elemental, moral y buenas
costumbres, que capacitara para ser parte de la vida social y de la comunidad política. Para
Sarmiento, el Estado debía garantizar los fines de la educación y hacerse cargo de su conducción. La
sociedad, desde los municipios, debía contribuir con los medios para hacerla efectiva y controlar su
funcionamiento.
Las ideas educativas centrales de Sarmiento están condensadas en su obra “Educación Popular”.
Como explica en las primeras páginas, la educación pública por una “declaración explícita y
terminante” se había vuelto un “derecho de los gobernados”, “obligación del gobierno” y “necesidad
absoluta de la sociedad”.
El texto fue escrito originariamente como un informe oficial de su viaje a Europa y Estados Unidos
(1846 y 1848), cuando ejercía el cargo de director de la Escuela Normal en Chile. Así, “Educación
Popular” reúne el estudio que Sarmiento realizó de las experiencias y políticas educativas europeas y
norteamericana. La edición original, de escasos ejemplares, reproducía documentos y planos,
información que consideró de interés para definir y diseñar la política educativa en Chile.
A lo largo de las décadas siguientes de su vida, Sarmiento volverá una y otra vez sobre su proyecto
educativo. Su trabajo por implantar la educación común como sustento de un orden político basado en
una sociedad civil activa y de una república ciudadana marcó los debates de su época y las
siguientes.
ALBERDI Y SARMIENTO
El gran desafío que enfrentaron los intelectuales y políticos que consolidaron el estado nacional en la
segunda mitad del siglo XIX, fue crear un orden político legítimo, capaz de imponerse en un extenso
territorio, poco poblado y escasamente integrado. Tanto para Domingo Faustino Sarmiento como para
Juan Bautista Alberdi el progreso material y la estabilidad política eran las cuestiones centrales que tal
desafío requería.
No obstante, si bien ambos coincidieron en la necesidad de cambiar las costumbres y los hábitos de la
población, tuvieron discrepancias sobre el papel de las instituciones educativas.
Para Alberdi, la educación ciudadana ocupaba un lugar relegado frente a la necesidad de mantener el
orden y la estabilidad política, y de formar la fuerza laboral que garantizara el progreso del país, la
producción y las exportaciones. Ante esos problemas a resolver, Alberdi confiaba más en la capacidad
del trabajo y la inmigración, como fuerzas para reformar los hábitos y costumbres, que en las
instituciones educativas.
Sarmiento, en cambio, apostaba al poder eficaz de la escuela primaria obligatoria. Creía que esta
influiría en forma decisiva en la transformación de la Argentina, contribuyendo a moldear a la sociedad
de argentinos e inmigrantes que garantizaría el progreso nacional y que conformarían la república de
ciudadanos con habilidades para garantizar el sistema democrático.
Finalmente, la Ley de Educación Común (1884) significó un reforzamiento a las aspiraciones de
igualdad, mientras se conservaban las prácticas políticas restrictivas de la participación ciudadana.
Entonces, la política educativa convocaba al conjunto de los niños en su calidad de futuros
ciudadanos mientras que se afianzaba un orden político conservador, fundado en la exclusión de la
política de los sectores medios y populares.
LA ESCUELA AL SERVICIO DE LA NACIÓN: EL PROGRAMA DE RAMOS MEJIA (1910/30)
La presidencia de Ramos Mejía significó un hito que dividió aguas en la política del Consejo Nacional
de Educación. Al asumir el cargo en 1908, Ramos Mejía era una de las figuras más reconocidas del
mundo intelectual argentino. En el primer año de gestión se dedicó a realizar un diagnóstico de la
educación primaria en el país. Sus primeras conclusiones, en tono colérico y de denuncia, sostenían
que las escuelas no cumplían su misión de forjar generaciones de argentinos que garantizasen la
grandeza y el progreso nacional.
La preocupación de Ramos Mejía se inscribe en un contexto caracterizado por cierta desconfianza de
las elites intelectuales y políticas ante las consecuencias de la inmigración. Así pues, en el marco de
los festejos de la revolución de Mayo, las apelaciones a la nacionalidad, al patriotismo y al hispanismo
vigentes daban cuenta del temor de estas elites, producto del sentimiento de “amenaza” que los
nuevos sectores sociales surgidos del proceso de inmigración y crecimiento urbano les generaban
(Devoto, 2002). Las obras de Leopoldo Lugones, Manuel Galvez y Ricardo Rojas, dan cuenta de este
recelo.
En este clima, Ramos Mejía observó que las escuelas estaban lejos de educar en el sentimiento
nacional y el amor a la patria, y diseñó un programa para revertir la situación. Su concepción de la
nacionalidad impedía la expresión de las diferencias, y apelaba a la formación de una comunidad
unificada mediante sentimientos patrios, más que por valores compartidos. Asimismo, para este autor,
la escuela era uno de los medios más poderosos para crear el “molde donde se funde el carácter
colectivo en el período en que los cerebros infantiles son fácilmente plasmables y dóciles”. En esta
etapa, los niños deberían aprender a venerar las tradiciones de la patria, sus símbolos y sus héroes.
El programa patriótico de Ramos Mejía, estaba vinculado a todas las áreas del conocimiento.
Abarcaba desde los actos escolares, los paseos, la lectura y la escritura, las ciencias naturales y las
aritméticas (utilizando las fechas patrias, los ríos y las características del país en los ejercicios) y, por
supuesto, la geografía, la historia y la moral. A su vez, este programa nacionalista incluyó otros
aspectos como la formación de maestros, la construcción de edificios, nuevas medidas dirigidas a
hacer cumplir a la obligatoriedad escolar, escuelas para “niños débiles” y colonias de vacaciones. Este
programa integral, destinado a moldear a las generaciones futuras, incluyó también, cambios en los
programas y en la organización del tiempo escolar.
LA AYUDA SOCIAL A LA INFANCIA EN LOS AÑOS TREINTA (1930/45)
Los Estados modernos tienen una serie de instituciones destinadas a garantizar que los niños se
conviertan en integrantes plenos y útiles a la comunidad nacional. Esta atribución del Estado ha
significado un recorte del poder del “pater familie” sobre su prole. En forma abstracta, puede hablarse
de dos modalidades diferentes de intervención del Estado. Por un lado, se ubica la injerencia del
Estado en la formación del conjunto de la población infantil, independientemente de sus formas de
vida, experiencias o situaciones específicas. Un ejemplo claro en ese sentido lo constituyen las
potestades del Estado con relación a la instrucción de los niños y la obligatoriedad de la instrucción
pública. Por otro lado, existe otro tipo de acciones e instituciones del Estado que están destinadas a
actuar en los casos considerados “anómalos”, es decir, situaciones que son evaluadas en términos de
conflictos, riesgos o problemas. En esta dirección, puede señalarse la creciente ampliación de las
facultades del Estado para quitar o remover la patria potestad de los padres, uno de cuyos hitos fue la
ley de Patronato de la Infancia (1919) por la cual aumentaron las situaciones en las cuales los padres
perdían el derecho a ejercer su autoridad sobre los niños. Durante las últimas décadas del siglo XIX y
principios del siglo XX, cada una de estas líneas de intervención dio lugar a dos ámbitos separados y
escindidos de intervención del Estado en las dinámicas familiares: la escuela para los niños
pertenecientes a familias concebidas “normales” y las instituciones de beneficencia destinadas a los
“menores”, es decir, los niños cuya vida se desarrollaba por fuera del orden doméstico instituido.
A partir de la década del 20 estas ideas comenzaron a sufrir ciertos cambios. En primer término, las
tragedias y muertes provocadas por la primera guerra mundial condujeron a resaltar los efectos de la
violencia en la vida de los niños, reforzando el movimiento a favor de los derechos de la infancia
(Scarzanella, 2003). Estos fueron promovidos por distintos organismos internacionales que actuaron
con renovada importancia en Europa pero también en América Latina. En segundo lugar,
paralelamente a este proceso por el cual los niños crecientemente fueron concebidos como sujetos de
derecho, se reforzó el valor otorgado al núcleo familiar en la crianza de los niños. En particular, se
creó un nuevo consenso que rechazaba la posibilidad de que las instituciones públicas o privadas
sustituyeran al hogar y la vida familiar. Por el contrario, se creía que sólo la familia podía garantizar la
formación de individuos equilibrados, maduros y adaptados socialmente (Guy, 1998).
En Argentina, al igual que en otras regiones, con la recesión de los años 30, ciertos sectores sociales,
intelectuales y políticos vieron en la acción del Estado un paliativo a las dificultades económicas y
sociales. Al mismo tiempo, las élites nacionales enfrentaban la erosión de la legitimidad del sistema
político, visto también en crisis. Esto condujo a una revaloración del papel de la familia en la vida
social y política. En particular, se consideró que la familia podría ser una institución capaz de suturar
la conflictividad social, un espacio donde las nuevas generaciones se socializaran en el acatamiento a
la autoridad, integradas a un orden doméstico inamovible y estático. Al mismo tiempo, se ampliaron
las medidas del Estado destinadas al conjunto de los niños con la intención de contribuir a su
bienestar en situaciones normales y sin que esto significara separar a los niños de su entorno familiar
o retirarle a los padres la patria potestad (aunque esto, por supuesto, no dejó de suceder). En otras
palabras, se crearon ciertos mecanismos que erosionaban la existencia de dos líneas de acción
escindidas en torno a la infancia, unificando las acciones destinadas a los niños comunes y las
medidas tendientes a protección de la infancia. De este modo, se creó la Comisión Nacional de Ayuda
Escolar que estuvo integrada por el Ministerio de Justicia e Instrucción Pública, el Consejo Nacional
de Educación, El Departamento Nacional de Higiene y Patronato Nacional de Menores. Los objetivos
eran atender la asistencia social directa a los niños en edad escolar, esta consistía en alimento
(mediante la organización de comedores escolares) y provisión de ropa, guardapolvos y otros útiles
escolares. Se trató entonces de un organismo para la ayuda social destinada a colaborar con los
padres al sostenimiento de los niños. Más adelante, la Comisión sumó los servicios médicos que
incluían asistencia médica, odontológica, distribución de medicamentos y control sobre la higiene de
los niños y las familias. De esta forma se montó un importante engranaje mediante el cual el Estado
aumentaba sus injerencias en el ámbito de la familia, cumpliendo ciertas obligaciones del padre, y
garantizaba, a la vez, que el control de la “salud” y la moral de los niños, sin necesidad de apartarlos
definitivamente de sus progenitores.