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Cuando una etapa de la vida se cierra, lo más común es realizar algún tipo de
balance, un recuento de los pasos perdidos y de los ganados, una confirmación de las
heridas recibidas y de las dadas; una revisión de nuestras pesadillas y de nuestros
sueños. Pero honestamente, no sé hasta qué punto pudieron, ustedes chicos, procesar
por completo todo lo que les pasó en este año. En lo personal, yo no pude todavía, así
que voy a aprovechar esta ocasión para intentar hacerlo junto con ustedes.
Nuestra vida cotidiana está compuesta por una serie de ritos establecidos, de
ceremonias silenciosas e invisibles, de un conjunto de prácticas más o menos reguladas
que configuran la lógica interna de la vida; lo que llamamos comúnmente rutina. Es,
justamente, la regularidad que nos ofrece la rutina, la que nos permite sentir que
controlamos, más o menos, nuestra vida; la que nos da alguna certeza frente a la
incertidumbre que es vivir. Todos los días nos levantamos, nos duchamos,
desayunamos, nos cepillamos los dientes, nos vestimos, salimos a trabajar o al colegio,
o para hacer algún trámite, en fin… y lo hacemos con gestos repetidos, con
movimientos automáticos; preparándonos, de esa manera, para enfrentar con más
certezas, una temporalidad vacía, un futuro inmediato que es, esencialmente, una
incógnita, pero que necesitamos llenar de sentido.
Pero además de estos ritos diarios, necesarios pero personales, están los ritos
sociales, como el que nos junta a todos nosotros ahora, en este momento: la
ceremonia de graduación, que simboliza algo así como el paso a la adultez, a la
autonomía, a la inevitable ampliación de nuestra responsabilidad social. Para todos los
que pudimos sobrevivir y superar esta etapa (alguno con más y otros con menos
dignidad, no viene al caso), sabemos que ese paso no suele darse inmediatamente,
porque lo que media entre el adolescente y el adulto, lamentablemente no es un
“paso”, sino más bien una serie incontable de pasos que se empiezan a dar de modo
muy inseguro en algún momento, y que nunca queda claro cuándo se terminan de dar.
Algunos avanzan con paso seguro, otros ansiosa pero desordenadamente, y algunos
más bien parecen arrastrarse perezosamente hacia ese umbral en el que los esperan la
independencia y la responsabilidad.
¿Pero qué pasa cuando, de golpe, nos vemos obligados a suspender muchos de
esos ritos que organizaban nuestro universo de sentido? ¿Qué queda de nosotros,
cuándo el duelo queda detenido, indefinidamente, en el tiempo? ¿Cómo
reconstruimos nuestra experiencia y representación del mundo, de nuestro mundo?
Interrogantes que, imagino chicos, habrá desvelado a más de uno.
La cuarentena indefinida que se instaló en marzo los puso a ustedes (nos puso a
todos) en un lugar de incertidumbre, que se sumó a la incertidumbre natural de la
edad. Se encontraron con la necesidad de redefinir sus rituales y ceremonias diarias;
de procesar de otro modo el duelo inevitable del cierre, de inventar nuevas maneras
de encontrar sentido allí donde ya parecía no haber más. Por ejemplo, entendí y
acepté la decisión de no conectarse a clase durante la semana en la que debían estar
en su viaje de egresados. Esa decisión fue, por lo menos así lo pensé, un modo de
resistir la borradura del sentido, de atravesar también el duelo de esa otra pérdida que
fue el viaje suspendido. Inventaron un sentido nuevo que, si bien no iba a poder
reemplazar el viaje, sirvió para procesar esa pérdida. Inventaron.
Espero también, que todo lo vivido este año, haya servido para entender que
los hábitos, los ritos, las ceremonias diarias nos ayudan a organizar y estructurar
nuestra visión del mundo; pero que esa visión es susceptible al cambio, y con ella
también nuestros hábitos, nuestros ritos y nuestras ceremonias. Que no deberían
naturalizar, ni automatizar, ni dar por sentado la experiencia que tienen de las cosas,
porque todo está sujeto al cambio. No le tengan miedo al cambio. Aprovéchenlo para
reinventarse. Una y otra vez.
El año que vienen no van a volver al St. John´s, y eso va a alterar decididamente
nuestra rutina diaria. Pero aun en esa ausencia, en esa distancia obligada y necesaria
en la que la que se van a encontrar; les aseguro que, para nosotros, siempre van a
estar cerca.