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© 2022 - Athy
Autoría: Sara Gloria Levita
Edición: María Laura Ferro
Diseño de tapa e interior: Silvana López
Corrección: Jezabel Proverbio
Hecho el depósito que prevé la ley 11.723. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la
tapa y las ilustraciones, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por
ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso
previo del editor.
ISBN 978-987-48573-0-9
Impreso en Talleres Trama SA, Garro 3160/70, Parque Patricios, Ciudad Autónoma de Buenos Aires,
en el mes de mayo de 2022.
La ley espiritual del amor: teoría y práctica para transformar la vida cotidiana /
Sara Gloria Levita. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Athy, 2022.
384 p. ; 23 x 15 cm.
ISBN 978-987-48573-0-9
Natalia Carcavallo
INTRODUCCIÓN
El tiempo que nos convoca
Podrás recorrer el mundo, pero tendrás que volver a ti.
Krishnamurti
La Vida te propone, en estos tiempos más que nunca antes, realizar una
travesía consciente, en función de tu desarrollo personal y de tu progreso
espiritual. Es un camino que, cuando lo descubres, te resulta convocante y
deslumbrante.
A medida que vayas reconociendo cómo descifrarlo, contemplando cuáles son
las claves para potenciar la manifestación del Amor en tu vida, podrás colaborar
con el salto cuántico que vienes a dar, junto con toda la humanidad, para
alcanzar una forma de vida renovada y espiritual. Y no estás solo: hay millones de
otros que están haciendo la misma experiencia —tal como tú—, aunque, tal vez,
no lo sepas aún y convivas, por momentos, con la sensación de soledad, mientras
estás siendo parte de esta transición hacia un nuevo despertar de la conciencia.
Siendo parte de un movimiento colectivo, atrás estarás dejando un sinfín de
respuestas que ya no te dan el suficiente sentido a tus experiencias, a tus
aspiraciones, a tus realizaciones. Por eso, tantas veces puedes encontrarte
confundido, o con la sensación de andar sin rumbo, o como si hubieras perdido
la brújula de tu vida, sin ver la salida.
Es una experiencia colectiva lo que estás viviendo. Es un llamado del alma que
golpea a tu puerta y a la de muchos. Saberlo no solo viene a darte esperanza, sino
que te devuelve luz.
Probablemente, ya estés reconociendo con mayor claridad y celeridad que todo
lo que acontece en tu camino, encuentros y desencuentros, aciertos y desaciertos,
concreciones y frustraciones, trae significados y sentidos más elevados y sucede
en un momento adecuado para darle a tu vida un giro inspirador, diferente y
renovador.
¿Para qué? Para hacer espacio a lo que, desde lo más profundo y sagrado, espera
por ti. ¿Y qué espera por ti? Aquello que viene a resignificar tu existencia, a darle
un sentido de trascendencia, para que vivas la vida y no solo pases por ella, para
que recuerdes quién verdaderamente eres y cuál es tu tarea, tu servicio, tu
propósito.
Con frecuencia sucede, y lo plasmado en este libro no es la excepción:
reconoces, tiempo después, que lo experimentado tenía una intención, que,
llegado el momento, se revela y todo cobra sentido.
Sea cual sea la función que desempeñes, eres un eslabón único de este mismo
círculo y, si faltases, el círculo no se completaría. Vienes a recuperar lo que ya
traes: la sabiduría de la diversidad.
Son tiempos en los que habla el corazón. Son épocas para compartir los
propósitos, tanto mundanos como trascendentes; son oportunidades para
responder a los llamados del alma. Y esto sucede cada vez que te retiras a tu
interior, a través de un relato, de una lectura o de una práctica espiritual…
Cuando eres capaz de inspirar las Verdades Universales, tu vida comienza a
fluir como vertiente de agua hacia aquello que has venido a descubrir y a realizar
en ti mismo, a través de los anhelos y las metas que tengas, tanto en el plano
material como en el espiritual. Así, estás disponible a estar en armonía y a ser
abrazado por el Amor más Grande.
Llegó el tiempo en el que tu vida puede ser testimonio de una espiritualidad
práctica. Es decir que, cada día, tu hacer podrá reflejar tu prédica para alcanzar la
coherencia entre tu pensamiento, tu palabra y tu acción.
Un llamado interior
Esta mirada que comparto sobre la vida es el resultado de mi propio camino
hasta este tiempo.
Agradezco todo tal como ha sido, con los encuentros y desencuentros, con los
abrazos y las despedidas, con las alegrías y las tristezas, con el dolor y las
oportunidades que fue trayendo la vida. Todas esas experiencias me condujeron
a entrar en conexión con mi interior desde joven para hallar esas respuestas que
mi alma me impulsó a buscar.
Plasmo en este libro algunas experiencias que, entre otras tantas, fueron
marcando mi recorrido. Tal vez, pueda resultar fuente de inspiración para tu
propio proceso de búsqueda y transformación.
Ahora puedo reconocer que estas páginas comenzaron a gestarse en un sueño,
hace tiempo, justo a mis veintitrés años. Veía a una docente que dirigía su
atención a un cielo color azul noche y, sobre el firmamento, nueve lunas que
giraban en el sentido de las agujas del reloj. Allí escuché como una voz en off que
me decía: “Viniste a transmitir conocimientos del cielo, no de la tierra”.
Ese sueño coincidió con la culminación de la carrera de Psicología, y, a partir
de entonces, todo se precipitó. Comencé una actividad profesional que me
permitió encontrarme con almas que se buscaban a sí mismas, en la asistencia
individual, en grupos, en retiros… Con seres humanos que querían saber
quiénes eran y quiénes son. Desde hace más de treinta y cinco años, me
rodearon, de manera invariable, verdaderos buscadores espirituales, ávidos de
encontrarse con su propia Verdad.
Agradezco profundamente a cada uno de mis pacientes y alumnos por su
valentía para recorrer el camino hacia el interior de sí mismos, para decidir correr
los velos de ilusión y que así, a través de los procesos de transformación, se
hiciera posible el reconocimiento de su propia naturaleza interior. Nada de lo
aquí plasmado hubiera sido concebido sin ellos.
Desde siempre, la certeza de que había algo más, algo que debía reconocer —
mejor dicho, recordar—, latió muy fuerte dentro de mí. Sabía que se trataba de
extender las fronteras de lo que, hasta ese momento, había alcanzado en cuanto a
conocimientos y experiencias espirituales. Algo más Grande me movía hacia ese
lugar dentro de mí.
Cruzar el puente
Estamos todos juntos cruzando un puente.
Cruzar un puente es, además —o ante todo—, un salto de fe y de confianza.
Sin lugar a dudas, es un camino que sabemos dónde se inicia, pero no hacia
dónde nos lleva. Tenemos la oportunidad de aprender a sostener la
incertidumbre y atrevernos a darle permiso al alma. Y, para lograrlo, hay un
camino, que describiremos en las siguientes páginas.
Este libro tiene múltiples propósitos. Algunos de ellos están más allá de lo que
puedo anticipar y enunciar aquí, ya que se completan con lo que tú, lector,
lectora, de acuerdo con tu propia búsqueda y con tu propia visión, reconoces
como propio.
Uno de los propósitos es colaborar con esta nueva conciencia que a todos nos
convoca por igual: ya no es solo un andar individual, sino saberte parte de un
movimiento mayor; ya no es una vida basada en lo que los sentidos ordinarios y
las facultades mentales pueden dar como información, como respuestas, sino un
nuevo umbral de conciencia en donde toda tu vida es alcanzada.
Y es posible vivir en sintonía con el alma, con tu interior, recordando lo
sagrado que te habita y que, en realidad, eres.
Cada uno de diferente manera, a partir de las situaciones limitantes o
conflictivas que van surgiendo en la vida, seamos conscientes o no, estamos
experimentando la urgencia de alcanzar la entrega al camino y a los resultados.
Otro de los propósitos es aprender a ver cómo tu vida se manifiesta en la
sumatoria de pequeñas acciones aparentemente intrascendentes. Al mirar con los
ojos del alma, te vas dando cuenta de que cada palabra y cada acción impacta en
el otro y en lo otro de formas que aún no eres capaz de advertir completamente,
en cuanto al alcance y a la magnitud que tiene.
Estás reconociendo que todos somos parte de un sistema más grande y
compartes un destino colectivo. Más que en otros tiempos, resuena esta frase que
tantas veces quizás has escuchado: “Yo soy otro tú”.
Cuantos más seamos los que estemos al servicio de esta conciencia que ya
despertó y que vamos construyendo como una red de hermandad, y cuanto más
inclinados estemos ante lo más Grande que nos está guiando y sosteniendo,
menores serán los costos, las pruebas y los desafíos que tendremos que atravesar
para el despertar de la conciencia.
En cada capítulo, la invitación es a que reconozcas, a través de reflexiones, de
síntesis, de experiencias, de visualizaciones, de cuentos, de meditaciones, de
frases sanadoras… diferentes dimensiones que te conducirán hacia el encuentro
de aquello que, como conocimiento en el alma, vienes a recordar. Porque todo
ya es en tu interior, y esta es una memoria álmica común en todos.
No importa en qué punto del proceso te encuentres ni cuándo hayas
comenzado una búsqueda personal y espiritual. En cualquier momento, puedes
despertar y encontrarte con nuevas visiones de ti mismo y de la vida; puedes
expandir tu conciencia, ya que todo es en el aquí y ahora, y el universo, más que
nunca, conspira a favor para que así resulte.
En el primer capítulo, te invito a encontrarte con una de las llaves maestras —
según mi entender, la primera y la más importante— que abren los portales
hacia la dicha y la felicidad: el asentimiento a todo tal y como es, que te
permitirá alinearte con la Fuerza de la Vida.
En el segundo capítulo, comparto acerca de las diferentes dimensiones del
Amor que te habita y que puedes desplegar en tu vida. El Amor es uno solo y
tiene diferentes posibilidades de ser experimentado tanto dentro de ti como en
las relaciones que generas en lo individual y en lo colectivo, en el despertar de tu
maestría interior y en la relación con el Amor Espiritual que todo lo mueve. Ya
que la vida es movimiento.
En el tercer capítulo, te propongo profundizar los diferentes niveles de
conciencia que intervienen en la construcción de la pareja. Tal como el juego de
las proyecciones que, desde la personalidad, nos encuentra con la pareja y las
llaves que abren las puertas para que el buen amor fluya en la relación. Es un
abordaje que integra la mirada sistémica que ofrece la filosofía que sustenta las
Constelaciones y otros enfoques terapéuticos para poder pensar esta relación
desde otros encuadres. Si eres de las personas que adhieren a la lectura de las
vidas pasadas, te ofrezco también algunas conceptualizaciones que puedes
integrar. Todas estas reflexiones se alinean hacia la dimensión espiritual que te
encuentra con el otro.
En el cuarto capítulo, te convoco a expandir la mirada hacia una de las Fuerzas
más Grandes que te mueve: el Destino. Para que puedas interiorizarte y revisar la
relación con tu Destino; de qué se trata aquello que sí está en tus manos y
puedes modificar en él. Mirar la relación entre destino y libertad, y cómo puede
conducirte al despertar de tu Propósito y Misión, recordándote el Destino
Divino que tienes como el ser humano que eres.
En el quinto capítulo, te llamo a reconocer cómo puedes llegar a estar en
sintonía con el universo, junto con las Fuerzas Espirituales, para hacer espacio a
que ellas actúen en tu vida a través de las enseñanzas divinas. Poder identificar el
lenguaje sagrado con el cual lo Alto se comunica contigo, por medio de
sincronicidades, de sueños, de revelaciones, de causalidades…
Toda esta asistencia está al servicio del despertar de la conciencia en ti para que
puedas plasmarlo en tus relaciones y, así, reconocer que eres parte de un Todo
Mayor, con el cual estás en permanente interrelación. Para que te sepas parte del
Cosmos, donde diferentes dimensiones de la realidad coexisten en un Todo
Absoluto, Divino y Sagrado.
A medida que decidas hacerle lugar a la expresión del Amor Universal en tu
vida, a través de este entrenamiento consciente, convocarás y atraerás lo que
resulte para tu más Alto Bien, asintiendo y agradeciendo desde un estado de
contento interior.
En el sexto capítulo, te invito a recordar —desde el nivel de la conciencia
espiritual— que eres parte de la familia espiritual y que te encuentras en este
umbral unido por lazos de hermandad con todos los demás, en la Ley Mayor,
que es la Ley del Amor. Y es aquí cuando recuerdas que “Yo soy otro tú. Somos
Uno”.
Cuanto más amor tomemos de la familia de origen, cuanto más agradecidos
seamos, vibraremos en una frecuencia de amor más elevada. Así estaremos listos
para sembrar y cosechar las semillas de amor que luego nos encontrarán con los
demás. Siempre hacia un amor más grande y más impersonal, en comunión y en
unidad con todos.
Toda esta asistencia está al servicio del despertar
de la conciencia en ti para que puedas plasmarlo
en tus relaciones y, así, reconocer que eres
parte de un Todo Mayor.
Un punto de llegada
Cuando nos toca afrontar situaciones difíciles, experiencias de dolor o
circunstancias desafiantes, decirles sí no es algo que suele surgir en forma
inmediata.
Asentir no es resignarse. Cuando nos resignamos, nos acomodamos
pasivamente ante una situación que vivimos como adversa, ya no buscamos
soluciones y dejamos de esforzarnos por superar la prueba o superarnos a
nosotros mismos. Mantenemos en el interior un quantum de ira, de enojo, de
resentimiento, de impotencia, de tristeza.
Asentir tampoco es aceptar. Aceptar es hacerle lugar pasivamente a lo que va
sucediendo o haber llegado a un punto donde no intentamos nada más, sin
emociones reprimidas, pero sin buscar más. Para poder llegar a asentir, la
aceptación puede ser un primer paso. Puede ser una manera en la que podemos
comenzar a mirar con autenticidad aquello que no acordamos o que nos duele en
lo profundo.
Es posible que, a medida que pasa el tiempo, alcancemos la aceptación, que no
significa decirles sí a lo que es y a todo tal como fue. Aceptar es un proceso
consciente que implica hacerle lugar a lo que es, pero no por eso necesariamente
asentimos diciendo sí. En nuestro interior, podemos hacerle lugar y mantener
distancia con lo que no nos representa.
Asentir es decirle incluso sí al desacuerdo y encontrarme con el otro aun en lo
que me diferencia. Así, el amor puede fluir entre los dos con todo tal como es. Es
un movimiento todavía más profundo.
No obstante, a partir de la aceptación, ya podemos mirar el conflicto de
manera diferente; ya no nos enojamos; comenzamos a hacerle lugar y, a partir de
aquí, podemos intentar encontrar un sentido superador, que, muchas veces, es
un sentido inicial, no es el sentido último.
Por ejemplo, ante la pérdida de una pareja, luego del primer momento de
frustración o tristeza, o las emociones que hayan surgido en nosotros, nos
podemos preguntar para qué la situación resultó así, lo que trae las primeras
respuestas.
Este es un sentido inicial que nos va a llevar a bucear en otros más profundos,
que derivarán en nuestra toma de responsabilidad y nos devolverán el sentido
trascendente y el propósito que tiene para revisar nuestras lealtades invisibles,
nuestras implicancias o algún patrón de repetición hasta que, luego de una
profunda elaboración, podamos lograr un verdadero asentimiento de lo que es.
Esto es reconocer la realidad tal como es: a las personas, a los sucesos y a
nosotros mismos. Es decirles sí a nuestras luces y a nuestras sombras, a nuestros
éxitos y a nuestros fracasos, a nuestras alegrías y a nuestras tristezas, a lo que nos
da fuerza y a lo que nos la quita.
Cuando somos capaces de asumir nuestro lugar como adultos, podemos asentir
al fluir de la vida con lo que ella nos trae; permanecer en el vacío, sin intención
alguna, confiando y siguiendo los impulsos del alma —ya que el Espíritu le
susurra a ella— que nos van mostrando el camino.
En cambio, estar paralizados o en shock por una experiencia vivida es estar
llenos de miedos tan intensos que no podemos hacer contacto con nuestro
interior y nos quedamos atrapados en ellos. En esta situación, tenemos que pedir
algún tipo de ayuda profesional.
Permanecer en una conciencia de vacío lejos está de no hacer nada. Muy por el
contrario, es tomar la decisión de vaciarnos de nuestros yoes, de todo aquello en
lo cual hicimos identidad, salir de esos espacios donde nos sentimos seguros y
confiados, y atrevernos a soltar todo y hacer lugar a la nada en nuestro interior.
Desde ese lugar, nos dejamos guiar por algo más Grande
que nosotros, que viene desde el Ser, desde el Espíritu
mismo, y, a través del alma, lo reconocemos.
Y, desde esta sintonía, reconocemos la realidad tal como es: en las personas, en
los sucesos y en nosotros mismos. Y decimos sí a nuestros éxitos y a nuestros
fracasos, a nuestras alegrías y a nuestras tristezas, a lo que nos da fuerza y a lo que
nos la quita, a nuestras luces y a nuestras sombras. Y esta mirada no solo nos va a
posibilitar saber acerca de nuestras facultades y capacidades, sino que podremos
darnos cuenta de aquellos aspectos que tendemos a excluir, como pueden ser los
celos, las mezquindades, la posesividad, el anhelo de control… Reconocer
nuestras sombras, nuestras miserias, como resultado del propio dolor o de ciertas
implicancias ancestrales que están aún sin revelarse y ordenarse en el alma, nos
permite tomar la fuerza y agradecer el haber llegado a este punto del camino. Al
incluirlas junto con nuestras virtudes, nos empoderamos y afrontamos nuestra
vida con una mayor energía y vitalidad. No es una aceptación cómoda, ya que
no nos exime de responsabilidad. Al contrario, es un punto de partida para ir
más profundo dentro de nosotros mismos.
Solo de esta manera podemos darle el mismo respeto a aquello con lo que
acordamos y a lo que no, a lo que tomamos y a lo que no, a lo que nos gusta y lo
que no. Todo tiene el mismo merecimiento y la misma dignidad. Y, cuando esto
es verdad en nosotros, los caminos se abren y nos traen lo nuevo. Es un inicio
para reconocer nuestros aspectos, integrarlos y transformarlos al servicio de la
vida.
Así, alcanzamos nuevas comprensiones y nuevas posibilidades que nos ayudan
a mirar diferente y a tomar la responsabilidad ante los hechos y las relaciones en
nuestra vida. De esta forma, las defensas que construimos ante el dolor pierden
fuerza.
Al reconocer lo que fue y lo que es, comenzamos a inclinarnos ante lo real,
ante la verdad e iniciamos el camino hacia el asentir. El sí es una llave que abre
los portales en nuestra vida.
Y, cuando asentimos a un gran dolor —algo que solo es posible desde un lugar
adulto—, nos liberamos y liberamos a aquellos a través de los cuales nos llegó ese
dolor, y lo entregamos al Gran Destino.
Para muchos, el hecho de ofrecer a los otros lo transitado y lo aprendido como
servicio es una forma de acercarse a la posibilidad de asentir.
Inclinarnos
Asentir es decir sí, y, cuando decimos sí, inclinamos la cabeza. La inclinación
nos remite a reverenciar, a honrar aquello que la vida nos presenta para el más
alto bien de cada uno, más allá de que nos sorprenda con experiencias que, a
veces, no comprendemos, incluso resistimos, y que, con tanta frecuencia, cuando
pasa el tiempo, agradecemos por la transformación que nos permitieron.
Asentir es fluir con lo que va siendo; es incluir a todos, a todas las experiencias
y a todas mis partes tal como son.
Asentir nos permite reconocernos siendo pequeños ante el misterio de la vida,
ante nuestros ancestros y ante lo Grande.
Comenzar a decir sí nos acerca a nuestra propia fuerza; nos trae plenitud y nos
abre los caminos. Nos reconcilia con el pasado y con el presente, y lo resignifica.
Nos reconecta con la humildad.
Cuando alcanzamos este sí, al dejarnos mover por la Conciencia Superior hacia
adelante, recuperamos un estado de bienaventuranza. Y lo sentimos en nuestro
interior. Esto es resultado de recordarnos como Uno con el Espíritu, en una
inclinación que solo es posible a través del amor y la devoción.
El nuevo mundo que tanto anhelamos tiene, entonces, una posibilidad de ser
creado. Son tiempos de transformación y todos los que estamos aquí y ahora
tenemos una tarea fundamental en este proceso porque el salto a lo nuevo lo
venimos a dar todos juntos como Humanidad. Por eso, son tiempos para
recordar y reconectar en nuestro cuerpo y en nuestra alma con la fuerza que trae
a nuestras vidas el asentimiento.
Asentir es la condición indispensable en el proceso espiritual. Se trata de decir
sí al Espíritu sin cuestionamientos ni objeciones. Conforme vamos pudiendo
hacerle lugar a la vida tal como es y a nosotros tal como somos, va quedando
menos espacio para vivir desde el ego, desde la arrogancia, desde la
confrontación, desde la resistencia y desde la exclusión.
Cada vez que asentimos, empezamos a vivir sostenidos por el Espíritu y
tomados de Su mano, siguiendo ese Amor más grande que nos invita a
inclinarnos ante todo lo que va sucediendo. Nos dejamos guiar para avanzar con
una nueva conciencia. El asentimiento nos devuelve a la Vida.
Amar la incertidumbre
En los tiempos que estamos atravesando, la sensación de incertidumbre
sintetiza muchos de los estados que experimentamos. De pronto, todas nuestras
viejas certezas y creencias necesitan ser cuestionadas en todos los ámbitos de
nuestras vidas: algunos lo vivencian más en las relaciones familiares; otros, en la
relación de pareja; otros, en las relaciones con los amigos; otros, en sus
actividades.
Asentir a la incertidumbre mientras vamos atravesando el proceso es resultado
de una mirada adulta con que afrontamos lo que la vida nos entrega a cada
instante. Hacer lo contrario saca a la luz nuestras pasiones más bajas: la ira, la
violencia, la intolerancia, la impaciencia… Y, si no nos resulta posible aún
asentir, todas ellas se potencian en nosotros mismos o hacia los demás, incluso
son los otros quienes lo pueden traer como espejo de lo que todavía no miramos
en nuestro interior.
¿Cuántas veces hemos podido experimentar una situación dolorosa que se
repite a lo largo del tiempo cada vez con más fuerza, más intensidad, hasta nos
lleva al límite y nos detiene con el solo objetivo de que nos inclinemos ante lo
que es para soltar, para dejar ir, para cambiar y transformar? Una relación, un
ideal, una ilusión...
Si aquello que nos trajo hasta aquí ya no tiene vigencia, ya es pasado, ya no
tiene espacio, necesitamos, para seguir alineados con lo que es —aunque resulte
incierto—, volver a pensarnos, a movernos, a fluir, a confiar en cada pequeño
acto, en cada palabra, en cada decisión que tomemos, aún en este estado en el
que no sabemos nada.
Mientras cruzamos ese puente con vacilación, inquietud y desasosiego, con tan
pocas certezas aparentes —porque la Inteligencia Superior sí sabe—, sentimos
un vacío de identidad: no nos identificamos con lo que ya no somos ni tampoco
con lo que vamos siendo, porque estamos construyendo una nueva identidad.
Sostenernos en este lugar nos exige vaciarnos de intención, de apegos, de
sentimientos, de deseos, de pensamientos, de juicios, de creencias y dar un salto
a lo que podemos percibir como el abismo, con los miedos e inseguridades que,
desde el yo, experimentamos.
Pero ese yo ya no da respuestas ni tampoco certezas; nos marca una dirección
hacia donde no nos sentimos convocados a seguir, y, en ese vacío de identidad,
que sentimos como muerte, ligeros del equipaje de lo que ya no somos, somos
impulsados a lanzarnos a la búsqueda de nuevos caminos, de nuevas respuestas.
En ese instante de vacío, donde la Nada misma nos encuentra, solo allí
hacemos lugar a ser abrazados por el Amor Espiritual, donde lo nuevo es creado
al servicio de la reconciliación y la Vida. Y eso nuevo puede ser una creación, un
vínculo, una nueva forma de relacionarnos, una actividad, un servicio...
En sintonía con ese Amor Omnipresente, Omnisciente y Omnisapiente,
encontramos plenitud. Al principio, son instantes, pero ellos comienzan a
imprimir nuevas huellas, nuevos surcos neuronales donde la información queda
como una nueva memoria en nuestro interior.
A partir de ese momento, solo anhelamos, y hasta con cierta nostalgia, volver a
esa comunión con el Espíritu mismo. Es allí cuando agradecemos todo lo que
nos fue alejando de nuestro centro y llevándonos a nuestros propios límites, a
todos los sinsentidos que intentamos sumar en vano y a todas las falsas creencias
que nos dejaron caer una y otra vez. Gracias a todo ello, en algún momento, nos
atrevemos a decir sí a ese salto al vacío que creemos que es la muerte misma —
solo para el ego— cuando, en realidad, allí está la vida esperando desde siempre
por nosotros.
Este recorrido nos conduce, tal como lo dice el mantra védico Asato Ma:
“Señor, condúcenos de la irrealidad a la realidad, de la ignorancia a la luz y de la
muerte a la trascendencia”. Y, para el ego, resulta muy difícil; quiere vivir con
certidumbre y seguridad, permanecer en un estado conocido y mantener su
ilusión de control; anticiparse a lo que va a ser y tener dominio.
Pero nosotros no somos ese ego: somos el ser; nuestra naturaleza es divina, sutil
y sagrada.
Nuestra tarea es reconocer el ego, diluirlo y transformarlo en carácter: la
construcción del carácter es el propósito de la formación espiritual que propicia
la vida y que vamos desarrollando a lo largo de ella para despertar a la visión
interior y alcanzar la coherencia entre lo que pensamos, sentimos y hacemos. Así,
nuestra vida va dando testimonio de nuestra Verdad, a partir de nuestra
convicción, de nuestros valores, de nuestra esencia. Y requiere dedicación,
devoción, disciplina, discernimiento y determinación.
Cuando, en nuestro diario vivir, esto se traduce, nuestras palabras nos
expresan, nuestros sentimientos nos muestran, nuestras acciones nos reflejan. De
esta forma, nuestros pensamientos, sentimientos y acciones están en armonía;
somos transparentes y honestos en nuestras palabras y conductas, a pesar de las
dificultades y los contratiempos.
Estamos plenos y en paz con nosotros mismos y con el entorno. La coherencia
es un desafío en sí mismo, un impulso a ser quienes somos y nos obliga a la
práctica permanente de vivir en el presente. Es una forma de andar el camino. Y,
en esto, estamos todos juntos para el salto evolutivo que espera por todos
nosotros.
El ego va perdiendo fuerza cuando comenzamos a inclinarnos y a honrar a
nuestros padres junto con sus destinos. Mediante esta inclinación, asentimos a
quienes verdaderamente somos y, así, la personalidad refleja nuestra esencia.
En tanto vamos tomando nuestro lugar como hijos, desarrollamos la
autoconfianza y la autovaloración, y, al mismo tiempo, vamos definiendo
nuestro lugar ante los otros y en el mundo: cada vez menos nuestra identidad
depende de lo que los demás anhelan o esperan de nosotros, sino que va
reflejando quiénes somos. Así, nos vamos posicionando como sujetos, no objetos
del deseo del otro.
Y, a partir de esta conciencia ampliada, nos inclinamos y asentimos con
entrega y devoción a ser tomados por las Fuerzas Mayores, que nos guían —tal
como nuestros padres cuando éramos pequeños—, confiando a cada paso en Su
Amor y benevolencia. Es una dimensión espiritual que todo lo sabe de nosotros.
Decimos sí a los padres y, a partir de allí, podemos decirnos sí a nosotros
mismos y estamos disponibles para decir sí al Espíritu. De este modo, asentimos
desde el microcosmos que somos hacia el macrocosmos de la Vida y del uno al
Todo. Así, el Espíritu es quien nos guía y nos acompaña en el camino.
Estar vinculados
Desde que nacemos, necesitamos estar vinculados; de lo contrario, no
sobrevivimos. Solo podemos sobrevivir y evolucionar a partir de nuestro
encuentro con los otros.
Aunque, a veces, no resulte evidente, lo que subyace en todos los vínculos es el
amor. Por supuesto, no siempre se trata de la misma cualidad del amor. Por
ejemplo, en la relación con los padres, la pareja, los hijos, los hermanos, los
amigos, es fácil darse cuenta de que se trata de un vínculo de amor. Cuando, en
cambio, se trata de relaciones menos estrechas, como una relación laboral,
profesional, educativa, ese amor se expresa a través del reconocimiento, del
respeto, de la admiración.
Desde niños, experimentamos el amor, los juegos y la alegría, más allá del
contexto, del destino y de quienes cumplan la función de padres y familia. Todo
aquello que vivenciamos en estos primeros tiempos de vida nos condiciona y
predetermina nuestra manera de relacionarnos.
La búsqueda del amor es una de las motivaciones que nos encuentran a todos.
No hay persona en esta tierra, más allá de su historia personal, que no necesite
vivir en una conciencia de amor. Desde que nacemos y somos bebés, lo primero
que, como seres humanos, buscamos es este amor en la mirada, en los abrazos,
en la contención emocional, en el intercambio… A medida que vamos
creciendo, necesitamos poder encontrarnos desde esta condición.
Y anhelamos que este mismo sentimiento impregne cada una de ellas a medida
que las vamos construyendo: lo buscamos en la familia, en la sociedad, en
nuestros grupos de pertenencia, muchas veces, en nuestro trabajo… en todas
partes. Muchos, por ejemplo, buscamos encontrarnos con esa fuente de amor
también en la religión, en la espiritualidad, en el propósito o en la vocación. Si,
en esencia, somos amor, no podemos buscar otra cosa que no sea aquello que
nos constituye y que verdaderamente nos da identidad.
¿Cuántas veces hemos estado angustiados y, al encontrarnos con alguien
querido, cambiamos el estado de ánimo? ¿Cuántas veces, ante una circunstancia
difícil, llamamos a nuestra madre y esa escucha nos sana? ¿Cuántas veces hemos
ido a la casa de nuestros abuelos desmotivados y regresamos muy contentos?
¿Cuántas veces necesitamos estar en silencio con la pareja o un amigo y el solo
hecho de estar cerca nos hace mucho bien?
A veces, el otro no tiene las respuestas para nosotros, pero sí provoca que
regresemos al alivio, a la calma, a la paz. A veces, con su sola presencia, con su
escucha, con una palabra, con un gesto…
Estar vinculados es nuestra condición natural como seres humanos. Somos
seres gregarios y necesitamos pertenecer.
Los vínculos preexisten y trascienden las relaciones. Primero, nos vinculamos
con el otro y luego comienza a construirse una relación. Esta puede terminar,
por ejemplo, cuando concluimos la escuela primaria y comenzamos la escuela
secundaria en otro lugar, sin tener la posibilidad de ver o comunicarnos con
nuestros queridos compañeros de la infancia. Sin embargo, lo que nos vincula
con ellos trasciende cualquier experiencia que pudiera suceder, nos
comuniquemos o no. La relación puede diluirse, mas no el vínculo. Siempre
serán nuestros compañeros de la infancia.
Un ser querido puede partir y, así, la relación terminar, pero el vínculo con esa
persona trasciende la vida y la muerte: uno siempre será su hijo, su hermano, su
amigo…
A través del tiempo, vamos construyendo diferentes
tipos de relaciones: familiares, de pareja, amistades, laborales, comerciales,
sociales…
Cuando hablo de vínculo, me refiero a lo que une a dos personas —sea el
parentesco, el tipo de encuentro que tuvieron o cómo se eligieron— y es para
siempre, más allá de los avatares y las vueltas de la vida. Y se sella en el plano del
alma. Por eso, podemos terminar una relación, pero el vínculo subsiste: siempre
serás mi anterior pareja, mi primer amor, mi compañero de jardín, mi primera
maestra, el profesor de Matemáticas del secundario, mi vecina del barrio de la
infancia…
De este modo, podemos ver nuestras relaciones desde otra perspectiva.
Sabemos que lo que vemos es solo una fracción de lo que es en lo profundo y
que el alma, anticipadamente, siempre sabe acerca del propósito y de la razón de
cada encuentro.
Porque lo cierto es que, según sea el nivel de conciencia desde el cual nos
encontremos, serán los propósitos que nos unan: hay relaciones en las que el
propósito es la satisfacción de los deseos mundanos; otras, en las que lo es la
realización de aspiraciones espirituales; otras que se proponen alcanzar ambas
dimensiones andando juntos, cada uno en su propio camino. A veces, nos
encontramos con otros dándole forma a una inspiración en sucesivas charlas,
haciendo una tarea en común, desarrollando una propuesta de cualquier índole,
sin saber el propósito que, desde lo Alto, mueve estas motivaciones… La vida va
contando que una cosa es lo que creemos que nos ha reunido y otra es lo que
termina resultando.
Por eso, uno de mis maestros dice: “Hazte cargo del proceso y entrega al
Espíritu el resultado”.
Muchos de nosotros, hace ya tiempo, a través de nuestras relaciones, no solo
nos preguntamos por qué, sino para qué, con la intención de bucear en nuestro
interior a partir de las respuestas que vamos encontrando, que, a su vez, nos
llevan a reformular nuevas preguntas al servicio del autoconocimiento y de la
búsqueda de sentidos más profundos.
Cuando nos atrevemos a cambiar la pregunta y podemos ampliar la visión,
permanecer en la búsqueda del porqué —una vez encontradas las respuestas
necesarias— genera elucubraciones que nos enredan aún más. Nos obliga a
encontrar razones que nos invaden de pensamientos de otro tiempo y de
justificaciones que explican lo que ya no necesitamos. Y, de esta manera, no
hacemos espacio para que lo esencial emerja desde el lugar más vasto, más
sagrado, más profundo que cada relación nos posibilita. El entendimiento del
porqué nos facilita saber quiénes somos y, en su transcendencia hacia el para qué,
integramos las respuestas y los sentidos que cada relación nos permite. Sentidos
que nos fortalecen en el presente desde lo que fue y lo que es.
Solo aquietando la mente, reconocemos lo que es en el origen y nos
encontramos con esas verdades que se revelan desde el Espíritu mismo. Y,
cuando este conocimiento llega a nosotros, siempre va a estar al servicio de algo
nuevo. Entonces, la pregunta cambia y el porqué comienza a hacer lugar al para
qué.
El para qué nos abre la posibilidad de una nueva información y nos habilita a
alcanzar conocimientos trascendentes que, llevados a la práctica, se llaman
sabiduría. Permite que nos conectemos con la intuición, con la percepción, con
las manifestaciones de nuestro sabio inconsciente y con el susurro del alma que
manifiesta en las formas menos pensadas las verdaderas respuestas.
Y, en esa búsqueda de sentidos, surgen algunas preguntas, tales como ¿para qué
alguien aparece en nuestra vida?, ¿cuál es el propósito de este encuentro?, ¿qué
tipo de personas me rodean?, ¿con qué mensaje vienen?, ¿a qué grupos ya no
pertenezco?, ¿dónde hay una misión cumplida?
Y, más allá de las respuestas que vamos encontrando, tal como lo dice Eckhart
Tolle, el reconocido autor del best seller El poder del ahora, “incluso en las
situaciones aparentemente más inaceptables y dolorosas se esconde un bien
mayor, y cada desastre lleva en su seno la semilla de la Gracia”.
Ser agradecidos: una actitud de vida
La gratitud es una actitud ante la vida, que empodera tanto al que la da como
al que la recibe. Es un nexo que nos vincula desde el corazón con el corazón del
otro.
Cuando estamos en un estado de agradecimiento, el corazón se expande, el
amor fluye y nos elevamos a un nivel de conciencia ampliada y luminosa.
El agradecimiento es un umbral del amor que nos vincula con los otros desde
una dimensión espiritual.
1. Algunas personas no son capaces de agradecer a sus propios padres, para evitar
tomar la responsabilidad como adultos en la vida y así quedar como niños
reclamando y reprochando por el resto de sus vidas.
2. En otros casos, es para no mirar la propia arrogancia. Esto sucede cuando un
hijo está parentalizado, es decir, cuando se posiciona como el grande ante sus
padres, en lugar de ubicarse como el pequeño ante ellos
(independientemente de la edad que tenga). Entonces, el hijo desarrolla el
dar en lugar de tomar y agradecer.
Es probable que, de pequeño, haya desarrollado el dar ante sus padres, con la
intención de cuidarlos, de protegerlos, de salvarlos... Cuando, como niño, en
ese tiempo, le correspondía tomar —el pecho, los brazos de mamá, el
cuidado, la asistencia, el alimento y tanto más— y no dar.
A veces, las relaciones entre padres e hijos están tan contaminadas de dolor
por experiencias extremadamente difíciles que los hijos consideran que
pueden crecer y realizarse sin ellos. Son destinos en donde despertar el amor
hacia ellos es resultado de un trabajo adulto, arduo y profundo, y que se
facilita cuando podemos mirar sus vidas y sus destinos con los ojos del alma,
que tienen un alcance más amplio, más profundo y más revelador de
realidades donde los sentidos ordinarios no llegan.
Pero eso no impide el hecho de agradecerles la vida dada a través de ellos,
reconociéndolos como los grandes, e inclinarnos ante lo sagrado que devino
junto con ellos. Claro que esto nos exige transitar un proceso que, por
momentos, resulta doloroso, ya que mirar aquello que nos aleja del amor es
para el ego una amenaza al tener que inclinarse ante lo esencial y, así, perder
fuerza. De esta manera, tomamos la responsabilidad de hacer algo bueno con
nuestras vidas y con la Vida.
En estos casos, en la vida adulta, la falta de agradecimiento se replica en
todas las relaciones, porque alguien que no sabe tomar atrae a quienes no
pueden dar.
Si, en cambio, ante nuestros padres, tomamos nuestro lugar como hijos,
salimos al mundo y sabremos agradecer; por ende, llegará el agradecimiento
y estaremos listos para tomarlo. Entonces, el dar y el tomar las gracias fluye
recíprocamente.
3. Otras veces, la falta de agradecimiento es resultado de estar implicados con
ancestros que por dolor no agradecieron, por ejemplo, una nueva
oportunidad de quedarse en la vida al ser sobrevivientes de una guerra.
Cuando así sucede, esos lazos invisibles tienen más fuerza que el acto de
agradecer. En estos casos, cito a Hellinger: “Que estés implicado no te exime
de responsabilidad”.
4. También puede suceder que, ante un conflicto o una situación dolorosa entre
dos personas, una pueda agradecer y la otra no. Algunos no pueden
agradecer por estar congelados como una forma de supervivencia, por no
contar con recursos psíquicos y emocionales para tolerar el dolor ante una
situación traumática y extremadamente angustiante.
El dolor no nos inhibe de ser agradecidos, pero sí, tal vez, de poder
expresarlo con palabras, gestos o actitudes.
De todos modos, cuando el sentimiento del agradecimiento genuino existe,
por resonancia, llega al alma del otro. Independientemente de que lo
reconozca, lo tome o no.
5. Así como existe la falta, existe el exceso de agradecimiento. Por ejemplo,
puede ser resultado de una implicancia con un ancestro que no dio su
agradecimiento a quien correspondía. Y, por estar unidos a través de lazos
invisibles con él, en el alma, decimos: “Lo hago en tu lugar”.
Quien recibe el agradecimiento excesivo de esta persona lo rechaza. Esto es
así porque quien lo da, en realidad, no lo está viendo: ve a sus padres, ve a su
hermano, a esa persona con quien quedó algo pendiente de agradecer. Esta
falta de registro, desde el psicoanálisis, lleva a la angustia de muerte a la
persona que no está siendo vista.
6. En otros momentos, el destino, a veces, nos da la posibilidad de superar una
situación límite entre la vida y la muerte —una cirugía de riesgo, ser el único
sobreviviente de un accidente, salir de un estado de coma…—, y compensar
lo que hemos recibido. En estos casos, la compensación puede alcanzarse
cuando todo aquello que tomamos lo ofrecemos al servicio de la Vida.
Por ejemplo, cuando alguien es un adicto recuperado, que ha estado al límite
de perder su vida, y, al poder superar esos tránsitos tan difíciles, se ofrece
como coordinador de grupos de adictos; o cuando alguien supera una
enfermedad y una intervención de máximo riesgo y decide, al sobreponerse,
acompañar a personas en estados críticos y semejantes al vivido. Todo ello en
agradecimiento a la Vida misma, al Amor más Grande, que posibilitó una
nueva oportunidad de quedarse en la vida; así se ofrecen al servicio de la
existencia, a través de los otros, como una forma de compensar lo tanto que
han tomado de la Vida misma.
Tal como lo afirmó el filósofo chino Lao Tsé: “El agradecimiento es la
memoria del corazón”. Y nos encuentra con los otros en un círculo virtuoso.
Al servicio de lo colectivo
“El destino es colectivo; la responsabilidad es individual”, dice Bert Hellinger.
Sepámoslo o no, todos somos parte de sistemas más grandes, aunque no nos
pensemos habitualmente como parte de ellos. Todo lo que en ellos acontece nos
atraviesa y nos condiciona; al mismo tiempo, a nuestros comportamientos y
acciones también los alcanzan.
En principio, la palabra comunidad nos invita a pensar sobre otro término que
es comunión, que contiene dentro de sí un concepto de gran poder: la común
unión.
¿Y de qué se trata lo que tenemos todos en común? ¿Qué es aquello que nos
convoca y nos une a todos por igual?
La palabra comunidad nos invita a pensar en relaciones de cierta cercanía, que
nos encuentran en un espacio físico cercano. Son grupos de personas con quienes
mantenemos relaciones empáticas, aquellos con quienes compartimos un mismo
lenguaje, costumbres, propósitos, horizontes. Si nos damos el permiso de
traspasar nuestras propias barreras y las fronteras externas, podemos pensarnos ya
no como parte de una comunidad, sino como parte de este colectivo mayor, que
incluye a los habitantes de este planeta sin distinción alguna y que llamamos
Humanidad.
Estamos atravesando un tiempo único cuando el despertar de la conciencia se
acelera y se precipita. El presente nos recuerda, momento a momento y sin
descanso, que somos todos parte de este sistema más grande que conformamos
como seres humanos y que, hasta este tiempo, no nos pensábamos desde este
lugar con la premura que sí ahora.
Comenzamos a comprender que estamos todos conectados y aquello que me
sucede a mí impacta en muchos más. Que el entorno afecta a nuestro yo
individual y que ninguno de nuestros actos está libre de consecuencias en lo
propio y más allá. Una conciencia colectiva se vislumbra con más fuerza.
Estamos experimentando cómo el bienestar general afecta lo particular y de qué
forma lo personal impacta sobre lo general. A veces, es un acto individual y, a
veces, es la sumatoria de pequeños actos de cada uno de nosotros.
Como consecuencia, estamos reconociendo un nuevo compromiso en relación
con lo colectivo de responsabilidad y valores. Estos últimos son la cualidad
espiritual inherente a todos los seres humanos.
Estamos viviendo ya en una conciencia de red. Y, en este punto, es válido que
nos animemos a hacernos algunas preguntas: ¿en qué lugar del camino me
encuentra este proceso? ¿Desde dónde me estoy relacionando? ¿Desde una
conciencia personal o colectiva?
Muchas veces, preguntas como estas nos ayudan a dar un salto cuántico en la
conciencia.
Estamos recuperando la certeza de que estamos aquí y ahora con un propósito
individual y uno colectivo que se empiezan a manifestar en simultáneo. Somos
parte de una red mayor, universal, que incluye a todos y al Todo, al servicio del
mismo pulso colectivo. Posiblemente, desde este punto en el espacio-tiempo
desde donde estamos percibiendo la realidad, no lleguemos nunca a la
comprensión de la totalidad de esta idea. Sin embargo, esta visión se va
imponiendo porque ya no hay tiempo ni posibilidad para seguir viviendo,
percibiéndonos y actuando solo desde el yo personal, como si no fuéramos parte
de lo que nos circunda y nos encuentra con los demás. Es necesario recordarlo
una vez más: solo podremos cruzar este puente y en este tiempo todos juntos. El
puente como metáfora nos permitirá pasar, finalmente, de la conciencia del yo al
nosotros, del uno al Uno.
Entregarnos a la Unidad
El Amor del Espíritu trasciende nuestra alma personal y familiar. Bert
Hellinger logró describirlo de una forma acertada y precisa —algo muy difícil, ya
que, en ese plano, no hay palabras sin silencio—:
El Amor del Espíritu es una actitud. Acepta todo tal cual es, simplemente porque
existe. El amor del Espíritu desconoce el juicio que decide si algo debe existir o no.
El hecho de que algo existe significa que fue pensado por un espíritu creador, tal
como es, y así es amado. El Amor del Espíritu, cuando nos abarca, se alegra de
todo lo que existe y cómo existe. El Amor del Espíritu es en el fondo una actitud
que promueve todo tal cual es. Está a favor de todo. El Amor del Espíritu es un
amor creador que permite que todo tome el lugar que le corresponde y que lo
defiende. Quiere que todo esté presente, así tal cual es. El Amor del Espíritu no se
pregunta si algo tiene el derecho de existir. Para él, todo y todos forman parte de
la totalidad, incluidos nosotros, tal y como somos.
El Amor del Espíritu es el amor y el respeto a todo tal como es, en el que nada
hay que agregar ni quitar. Todo es intencionado y creado por ese Amor; todo lo
que circula en nuestras vidas es conducido por ese Amor.
Y lo reconocemos cada vez que somos capaces de desacelerar la marcha y estar
en el presente, en la conciencia del vacío, cada vez que nos retenemos y
esperamos y asentimos a lo que va siendo —como una película en la que somos
protagonistas y, al mismo tiempo, observadores— de lo que va aconteciendo.
Requiere de nosotros un estar sin intenciones, sin imagen, sin expectativas,
asintiendo a lo que va siendo, en el silencio interior, donde todo es quietud,
serenidad… solo vacío. En ese estar en el vacío, somos Uno con el Universo. Y,
en ese lugar, todo puede suceder, ya que la Voluntad Divina inherente en cada
uno de los seres humanos puede obrar con nuestro asentimiento.
Justo allí, podemos percibir a lo más Grande conducir nuestras vidas: es una
fuerza que la percibimos llegando más allá de nosotros, desde otro nivel, desde
otro plano que nos toma y nos mueve.
Los invito a mirar sobre sus vidas cuántas veces así ha resultado, aun cuando
no eran conscientes de ella. Con frecuencia, la reconocemos en situaciones
límites cuando lo ponemos en práctica, rindiéndonos ante lo inevitable: tanto en
la resolución de un tema afectivo, o laboral, o en la apertura de algún camino
que creían muy cerrado, o en una oportunidad única en la cual fueron
afortunados.
Vivir en el Amor del Espíritu nos invita a expandir la conciencia y la visión
para recordar uno de los grandes principios espirituales: la Unidad en la
diversidad. Cuando podemos ser tomados por un Amor más Grande, es posible
trascender la gran ilusión de la separatividad para reconocernos como lo que
somos: Uno. Esta es una Verdad universal que debemos experimentar por propia
voluntad. Ver la Unidad en la diversidad es Divinidad y verdadera espiritualidad.
Esta dimensión del amor podemos, en principio, percibirla en la comunión
íntima de una pareja, al igual que el yin y el yang, el cielo y la tierra, la noche y el
día, lo femenino y lo masculino, el calor y el frío, el cuerpo y el alma, lo personal
y lo espiritual. En algunas religiones, como el hinduismo, aparece como Shiva-
Shakti, Krishna-Radha… Es aquí donde se manifiesta la diversidad, lo
aparentemente distinto y, al mismo tiempo, la Unidad de la cual todo es parte.
Tanto en el ser humano como en la naturaleza, en el planeta, en los aspectos
femeninos y masculinos de la Divinidad misma.
Mientras estamos en el vientre de nuestra madre, todos experimentamos por
primera vez la conciencia de Unidad. Durante los meses de embarazo, lo que es
en el plano del Espíritu lo ha sido en el plano material, en el plano corporal.
Somos uno con su cuerpo; somos uno con nuestra madre; el cuerpo de la madre
es el Todo. Si ella se alimenta, nosotros nos alimentamos; si ella descansa,
descansamos; si ella se cuida, nos cuida. Cuando somos dados a luz, esta
completitud y esto de ser uno con la madre comienza a perderse de forma
inevitable. Así, se crea, por primera vez también, la ilusión de la separatividad,
especialmente, a partir del octavo mes de vida, cuando el psiquismo reconoce
que ya no somos uno con su cuerpo.
Esta huella está presente en nuestra alma, aunque no la recordemos.
Y, desde este plano, a partir de esta impronta que todos vivimos, en algún
momento, podemos comenzar la búsqueda de regreso a lo que somos: a esa
conciencia de Unidad. A medida que vamos creciendo, como portal, nos
conduce al Uno que somos con el Espíritu.
A lo largo del tiempo, se van sumando otros a nuestra vida que nos van
acercando a esta Verdad: mentores, guías, maestros espirituales a quienes
encontramos sin buscarlos… ¿Quién guía nuestras vidas? ¿Quién mueve a
nuestras almas? Es esa fuerza que llamamos el Amor del Espíritu, que trasciende
nuestro cuerpo y nuestra alma.
Uno de mis maestros dice: “Den un paso hacia el Espíritu, y el Espíritu dará
diez hacia ustedes”.
El Amor del Espíritu es el Todo. En este Amor, nos ofrecemos al servicio de la
paz y de la vida. Seamos conscientes o no, Suyos son nuestros pensamientos,
deseos y acciones. La cualidad de Su omnipresencia lo es en todo y en todos.
Cuando le decimos sí, al inclinarnos, permitimos que ese Amor todo lo guíe en
nosotros. En ese Amor, todo está en un constante movimiento. Cuando estamos
en sintonía y nos dejamos mover por ese Amor, ese Amor actúa en nosotros y a
través de nosotros y todo lo crea. Solo necesita de nuestro asentimiento, nuestra
inclinación y nuestra reverencia.
El Amor es el soplo que nos da la vida; es el guía de la vida y la finalidad de la
vida.
Es un Amor inconmensurable, y, ante ello, solo nos resta renunciar a entender
lo que trasciende el intelecto.
Mientras estemos en un cuerpo humano, identificándonos con él y con nuestra
mente, la posibilidad de estar en sintonía la alcanzamos por instantes, durante un
encuentro de amor o una práctica espiritual. No es una constante ni un estado
permanente. Sería muy pretencioso de nuestra parte estar en ese lugar haciendo
identidad siempre, incluso lo es para aquellos que viven en monasterios o
claustros. Salvo para los Maestros encarnados y Avatares que viven en un estado
de conciencia trascendida.
En el camino, advertiremos que, en algunos momentos, entramos en conexión
con la esencia y, en otros, nos vamos a los sentidos ordinarios; o hacemos
contacto con el ser que somos y luego nos vamos a la mente; o hacemos
identidad en el alma o nos definimos a partir del cuerpo. Y, así, vamos
observando cuándo estamos reconociendo lo que es y cuándo comenzamos a
retirarnos de ese estado.
Es un proceso continuo en el que, alternativamente, hacemos identidad en el
afuera que vemos y en el adentro que somos. El entrenamiento nos permite estar
cada vez más despiertos para discernir cuándo es el Amor del Espíritu quien
mueve en nuestras vidas de las ocasiones en las que es el ego quien las conduce.
El Amor del Espíritu nos facilita los medios para que seamos conscientes de
nuestra ignorancia y podamos despertar. Podemos tomar este Amor cada vez que
nos dejamos conducir por lo Grande. Pero ocuparnos del proceso es nuestra
decisión.
Cuando es esta Fuerza la que nos guía, nuestros pensamientos, nuestras
palabras, nuestras expresiones y nuestras acciones están colmadas de lo que este
Amor propicia para ver la manifestación de lo divino y el Amor del Espíritu en
todo.
El Espíritu solo interviene si nos disponemos a una total entrega. Por eso, se
presenta cuando meditamos, cuando rezamos, cuando estamos en concordancia,
cuando confiamos y nos entregamos sin pensar en las consecuencias. Esto es así
más allá de que lo que resulte refleje nuestros deseos. Ese Amor sabe lo que es
necesario para el bien de cada uno y lo más evolutivo para todos.
Bendito sea el poema que viene a través de mí, pero no de mí… porque el
sonido de mi propia música ahogaría la canción del Amor.
RUMI
A un hermano:
“Querido hermano, te reconozco como el
primero por haber llegado antes,
y yo como el segundo por haber llegado después.
Tú eres el grande ante mí, y yo el pequeño
ante ti”.
A una pareja:
“Me inclino ante las Fuerzas de lo Alto
que nos encuentra juntos
y nos guía hacia el amor”.
“Querido Maestro:
Gracias por ser faro de luz en mi vida.
Por enseñarme a ver al Espíritu del Amor
en todo y en todos”.
“Querido Maestro:
Gracias por espejarme
aquello que aún no puedo ver en mí”.
La pareja es una de las relaciones más sagradas que podemos mirar desde el
alma porque allí se posibilita el origen de la vida y, por lo tanto, como relación,
va a ser sostenida y guiada por un movimiento espiritual. Somos resultado de
fuerzas más Grandes que nos toman y nos encuentran al servicio de la Vida, en
todas sus creaciones, sus expresiones y sus posibilidades.
A través de la pareja, tenemos una oportunidad maravillosa para evolucionar
desde lo personal y desde lo espiritual. Nos confronta con lo resuelto y con lo
que aún no miramos en nosotros mismos: a veces, a través de la alegría, otras, a
través del dolor, nos refleja lo tomado y lo que todavía nos resta reconocer y
ordenar en nosotros. Es una oportunidad para unir lo que aún está separado en
nosotros y así integrarnos, en un segundo tiempo, con el otro.
Es una relación tan potente y anhelada por tantos, ya que el amor es parte de
nuestra naturaleza espiritual y amar es nuestra condición humana. Somos amor y
no podemos vivir sin ser quienes somos. La pareja nos permite conocer y
expandir nuestra capacidad de amar y nos posibilita identificar las barreras y
defensas —temores, inseguridades, limitaciones, bloqueos, resistencias…— que
nos alejan de nuestro amor y de la fuente de Amor que somos.
Quien esté a nuestro lado va a espejar el amor o la falta de amor que tenemos
por nosotros mismos, resultado de nuestra historia personal, de nuestros
desórdenes, de nuestras implicancias.
Dicho de otra manera: la pareja soy yo amándome en el otro.
En este sentido, siempre atraemos a aquel que sintoniza con el amor que nos
prodigamos, el cual se propaga como vibración desde el alma y alcanza a otro,
afín a la propia frecuencia de amor que irradiamos.
Desde hace algunos años, hemos comenzado a dejar atrás muchos de los
mandatos que atravesaron a las generaciones anteriores. Ya no necesitamos estar
en pareja para sentirnos realizados. La pareja no nos convierte en exitosos ni a los
solos en fracasados.
Sin embargo, hay tramos en la vida que debemos caminar solos y otros que
corresponde hacerlo de a dos: es parte de nuestro crecimiento y nuestra
transformación. Aquello que experimentamos a través de la pareja o de su falta
nos constituye.
Para que la pareja sea el espacio en donde el hecho de compartir juntos nos
permita crecer, realizarnos, saber quiénes somos y, desde allí, construir de a dos,
es importante recordar que solo con el amor no es suficiente.
En este tiempo fundamental de tanta posibilidad de evolución, nos estamos
liberando de preceptos, de creencias, de reglas y de viejos paradigmas bajo los
cuales se constituían, hasta hace unos años, las parejas, con sus órdenes y
desórdenes.
¿Por qué somos mucho más que dos? ¿Cuáles son las reglas del amor que
permiten que una pareja sea pareja? ¿Cuáles son los comportamientos que hacen
que el amor en la pareja fluya? ¿Qué requiere una pareja de nosotros para estar
disponibles? ¿Qué Órdenes necesitamos respetar para que la relación evolucione
a favor de sí misma y de la vida de cada una de las personas que la constituyen?
¿Qué es aquello que creemos que estamos haciendo bien y, sin embargo, atenta
contra lo que construimos juntos? ¿Nos conocemos o nos reconocemos: qué es lo
que el alma sabe? ¿Puede la pareja ser un lugar de práctica espiritual?
El Orden de la Compensación
Como hemos compartido, según la medida del amor que el hombre y la mujer
hayan sido capaces de tomar de sus padres, será la medida de amor que sean
capaces de dar. El amor va a fluir si somos capaces de tomar del otro como pareja
y brindarle aquello que, como tal, podemos dar.
En este sentido, el Orden de la Compensación es el que va a regir y regular
estas relaciones al servicio de garantizar la paridad: cuando uno le da al otro algo
bueno, se genera un desequilibrio. Entonces, el otro se siente invitado a
recuperar el equilibrio y, así, surge la necesidad de dar. Cuando esto se logra, la
paridad se recupera y también el bienestar. Cuando uno da más de lo que
recibió, no hay que seguir dando, porque se genera una ruptura en la equidad.
Hay que esperar que el otro compense lo que ha recibido para recuperar el
intercambio.
Si no, quien ha recibido más de lo que pudo dar se siente en el alma tan en
falta que quien más brinda pone en peligro la relación. Cuando se logra un
equilibrio entre lo que se da y lo que se toma del otro, hay buenos vientos para la
relación. Una relación de pareja se basa en el amor y la compensación.
Cuando somos capaces de mantener un equilibrio entre lo que damos y
tomamos, el amor nos va a encontrar fluyendo entre los dos. Como vemos,
siempre es necesario que se mantenga una compensación balanceada entre las
partes. Si, en una pareja, no hay un equilibrio entre el dar y el tomar, porque
uno da mucho más de lo que toma, o toma mucho más de lo que da, en el
tiempo, las crisis aparecerán.
Es decir, tiene que respetarse una compensación entre lo que se da y lo que se
toma para que una relación pueda desarrollarse y ser próspera. Lo que se da y lo
que se toma no tiene que ser a través de lo mismo, pero sí tener el mismo valor
para ambos. Por ejemplo: si, para un miembro de la pareja, es valioso viajar y,
para el otro, estudiar, uno puede acompañar amorosamente al otro para que
invierta tiempo y dedicación en estudiar durante unos años y luego tomar su
compensación con viajes.
Lo cierto es que, en una pareja, aunque ambos sean diferentes, si están en el
mismo nivel y pueden respetar el Orden de la Compensación, la relación va a ser
auspiciosa.
Observemos que este Orden no dice que seamos capaces de dar aquello que
recibimos, sino de tomarlo. Porque, si no sé tomar, por más que el otro venga a
ofrecerme un buen amor, solo lo voy a recibir, pero no voy a saber tomarlo.
Tomar implica una decisión; es una posición activa; como dije antes, nos exige
una acción y un movimiento hacia adelante. A diferencia del recibir, que, como
tal, resulta de un lugar pasivo. No es lo mismo recibir un regalo que tomarlo.
Podemos recibirlo, pero, al no tomarlo, no lo disfrutamos, no lo usamos, no lo
valoramos, no lo apreciamos, y, en algún lugar, lo dejamos guardado sin
recordarlo. Si lo tomamos, resulta todo lo contrario.
No es lo mismo recibir la vida que tomarla. Todos recibimos la vida, pero no
todos la tomamos. Quien toma su vida es agradecido; lo irradia; lo transmite;
hay luz en su mirada y alegría en su expresión.
Por lo tanto, no se trata del otro, sino que es un movimiento que empieza y
termina en uno: el dar y el tomar comienzan y terminan en la misma persona.
Tal como lo hemos compartido en párrafos anteriores, en principio, quien
toma el amor de su madre puede tomar el buen amor que le brinde su pareja.
Quien toma el amor de su pareja puede reconocer que un hombre es solo un
hombre y una mujer es solo una mujer y nunca una madre. Al no buscar a la
madre en el par, ¿cómo se siente el otro? Visto y reconocido. Y, de diferentes
formas, nos lo agradecerá.
Con frecuencia, cuando esto no resulta, puede aparecer el reclamo de que el
otro no tiene nada para darnos. Al no encontrar en él lo que buscamos —el
amor que debemos tomar de nuestra madre—, podemos decidir infantilmente
no tomar nada de él o de ella: ni siquiera lo que sí tiene para ofrecer.
El sentido de la infidelidad
La infidelidad puede suceder como resultado de un desorden sistémico en
relación con la pareja de los padres o en relación con la pareja de los abuelos, o
por estar implicados con destinos semejantes de generaciones anteriores… Y es
una oportunidad para poder mirar y reconocer aquello que falta.
Y resulta cuando una o las dos partes no están disponibles.
La primera vez que escuché este concepto de Hellinger, acerca de que los
amores paralelos vienen a sumar amor a la pareja, generó dentro de mí una
suerte de desconcierto. Cuando miramos la vida, podemos darnos cuenta de
cómo, a través de la infidelidad, ese tercero o bien acelera un proceso de
separación o le da a la pareja la posibilidad de que vuelva a mirarse, a
reconocerse, a dialogar, a trabajar sobre sí en la propia responsabilidad. Otras
veces, esta relación sostiene al matrimonio en el tiempo y, en ocasiones, de por
vida, sumando el amor que no fluye naturalmente en la pareja.
El tercero revela una falta. A veces, desde lo adulto, se elige mirar lo que este
deja en evidencia, y luego la pareja comprometida asume la responsabilidad,
según la parte que a cada uno le corresponde y de acuerdo con lo que sus
lealtades les permitan.
Esto determinará el futuro de la relación. En otras ocasiones, la relación
comienza a adoptar la dinámica de víctima y victimario, culpable e inocente.
Mirar con los ojos del alma lo que sucede es hacer lugar a que sean revelados
aquellos enredos que nos muestran por qué no estamos del todo disponibles, por
ejemplo, para vivir una sexualidad plena o una relación en la que la
comunicación sea lograda… y todo aquello que, como resultado de nuestras
implicancias e historia personal, nos separa y nos distancia.
Por ejemplo, si, por lealtad a la madre a la que su marido le fue infiel, una hija
se enamora de un hombre que también le será infiel, la relación estará al servicio
de mantener su lealtad y no hacerse cargo de su parte como adulta, por lo que
repetirá, de esta manera, el destino de su madre y lo adoptará como propio.
Sucede que, a veces, son nuestras implicancias las que nos llevan a repetir
ciertos destinos. Y, si tienen más fuerza que el anhelo de hacer algo por la
relación y por nosotros mismos, inevitablemente, se va a repetir el destino de
algún ancestro o se pagará en su lugar.
A diferencia de lo mencionado, recuerdo el caso de una paciente que, hace
unos cuantos años, descubrió la infidelidad de su marido. Ella conocía los
Órdenes del Amor y decidió hacer un viaje con él, una especie de retiro de diez
días. Juntos, se miraron, se escucharon, dialogaron, cada uno desde su lugar
como adultos. La infidelidad fue el disparador de lo que hacía tiempo no fluía
entre ellos como pareja y no se habían detenido a mirar. Y, a partir de esta
situación, decidieron volver a elegirse, con una mayor madurez, más conscientes,
y con otro compromiso sobre sí y sobre la pareja. Cada uno se hizo cargo de la
parte que colaboró en lo acontecido en la relación. Siguen juntos hasta hoy,
gracias al grado de madurez y compromiso que ambos decidieron tomar en la
relación a partir del amor que los encuentra. Y es posible cuando el amor en la
pareja tiene más fuerza que las propias lealtades, que nos llevan, inevitablemente,
a la repetición de historias y de destinos.
Porque, en una pareja, así como nos elegimos de a dos, todo se construye de a
dos y la disolución de la relación es también de a dos, aunque sea uno solo quien
tome la decisión.
Y esto se logra siendo sinceros y honestos con nosotros mismos y, como
adultos, obrando en consecuencia.
Hacernos cargo, en todos los casos, nos exige de un grado de madurez y de
compromiso. Independientemente de cómo el otro actúe, las preguntas ¿qué dice
esto de mí?, ¿en qué colaboré para que sucediera?, ¿qué fue lo que no vi?, ¿a
quién estaba mirando en el alma que no vi a mi pareja? requieren que estemos
posicionados en un lugar adulto. Es menos exigido hacer de cuenta que toda la
culpa la tiene el otro que mirar lo propio.
En ocasiones, la pareja decide separarse sin que se revelen las causas profundas
que se ocultan tras la aparición de un tercero. Hay casos en que quien fue
engañado —al no hacerse cargo de su parte— involucra a los hijos en su enojo y
en su dolor. Así, la figura paterna o materna queda desdibujada delante de los
hijos y pierde fuerza, con las consecuencias que esto traerá en sus vidas.
Por la razón que fuese, la toma de conciencia nos permite —ya sea que
permanezcamos en la relación o nos separemos— darnos una nueva oportunidad
y, así, bendecir al otro y pedirle su bendición para que cada uno siga con su
camino, o bien bendecir la nueva relación que, juntos, estamos dispuestos a
construir, encontrándonos con otro grado de conciencia acerca de quiénes
somos.
Por eso, a veces, las crisis de pareja no son más que oportunidades para que
podamos mirar adentro y, a través del otro, reconocer y ordenar lo que está
pendiente en nosotros, sanar lo que es necesario, devolver y dejar en el pasado lo
que no es nuestro, agradecerlo con amor y girar hacia la propia vida como
adultos. Y de esto se trata: compartir y compartirnos desde un nuevo lugar,
donde todo vuelve a ser posible.
Evolución y felicidad
“Nos volvemos felices cuando servimos —nos decía Bert Hellinger—. En
cuanto alguien sirve a otros, en cuanto se pone a disposición y ofrece algo, se
siente feliz. Donde deja de haber servicio, se acaba el amor. Esto vale también
para la relación de pareja. Donde disminuye el servicio mutuo, disminuye el
amor y disminuye la felicidad”.
Hoy la pareja nos exige mucho más que cubrir nuestras necesidades básicas. Ya
no solo se trata, en algunos casos, de traer hijos a la vida o acompañarnos a costa
de uno o del otro, sino poder superarnos a través del otro y junto con el otro,
crecer e integrarnos como personas, definiendo nuevos nortes, andar juntos
compartiendo el andar y sirviéndonos mutuamente. Y, en otros momentos,
respetar los espacios de la pareja y los propios tal como lo que somos: dos adultos
con una vida propia que elegimos encontrarnos para compartir y compartirnos
hacia el más y no hacia el menos, es decir, sumando vida junto con el otro y no
restándola por el otro.
Esto requiere de nosotros encontrarnos como adultos, en lo que la renuncia al
aspecto egocéntrico, narcisista o egoico es parte del acuerdo con uno mismo.
Porque de eso se trata: somos uno más uno dándole vida a nuestra pareja y
siendo, al mismo tiempo, sostenidos por ella.
En la medida que podamos decir sí a nuestra historia, brindándole un
reconocimiento y una gratitud auténtica y profunda, aun a los momentos
difíciles que nos tocó andar, solos y de a dos, inclinándonos ante esos dolores
que ya no podemos modificar y que, a su vez, han sido parte de lo que nos
permitió llegar hasta acá, construyéndonos y reconstruyéndonos como lo hemos
hecho, la pareja actual va a estar colmada de posibilidades para que, con fuerza,
pueda fluir en el amor.
Todo tal como ha sido en nuestra vida, con los momentos compartidos de
dicha y desdicha, encuentros y desencuentros, alegrías y tristezas, nos posibilitó,
a través de la experiencia, reconocer lo pendiente de iluminar en cada uno.
Incluso todo aquello que se refiere a nuestras relaciones anteriores, todo lo que
podamos honrar y agradecer, dándole a cada uno un lugar en nuestros corazones,
va a dar fuerza a que la relación presente tenga su propio lugar y el mismo
respeto que las que llegaron antes. Y, solo despidiéndolas con amor, nos
disponemos a la llegada de un nuevo amor y estamos disponibles a que nuestros
caminos se entrelacen en el espacio-tiempo.
A veces, sucede que, en el proceso de crecimiento, vamos ordenando esos lazos
que nos unen con el pasado, reconociendo lo que llevábamos sobre nosotros:
dolores, pesares, culpas, destinos difíciles que no nos pertenecían, y damos un
salto cualitativo y nos transformamos. Y, si no lo damos juntos con nuestra
pareja, vamos dejando de ser pares y perdemos el equilibrio necesario en la
relación y nos comenzamos a distanciar. Otras veces, sucede que hay ciertas
experiencias en la pareja, como hijos no nacidos o muerte de hijos, que resultan
tan dolorosas que la separación es una forma de evitar, al ver al otro, recordar lo
insostenible. En otras ocasiones, cuando el amor a primera vista concluye,
cuando ese amor ideal romántico es superado por la realidad que, en el tiempo,
se impone, nos encontramos diciéndole “no” al otro tal como es. Si hemos dado
mucho más de lo tomado, esto nos conduce también a no respetar la
compensación necesaria en la pareja. En otras circunstancias, puede suceder que
el nacimiento de los hijos, si nos encontramos en una modalidad vincular en la
que uno es padre/madre del otro, que toma un lugar como hijo/a ante aquel, es
decir, no nos encuentre como hombres o mujeres adultos, capaces de tomar la
responsabilidad ante lo nuevo que la vida trajo, la relación comienza a
deteriorarse. A veces, no contamos con recursos y capacidades para afrontar las
crisis y los conflictos, y, en vez de comunicarlo y pedir ayuda, incluso
profesional, nos separamos.
Pueden existir múltiples razones para decir adiós, y todas ellas nos posibilitan
bucear en nuestro interior. Lo cierto es que, más allá de cuál sea el motivo
aparente, todas ellas responden a causas mucho más profundas que exigen una
mirada interior tanto en la historia personal como en la memoria sistémica.
Siempre la separación es muy dolorosa, y si no se toma la oportunidad para
transformar el dolor al servicio de nuestro despertar, difícilmente, la separación
se pueda realizar con amor y gratitud, y no solo correremos el riesgo de repetir
las historias en el tiempo, sino que tampoco estaremos disponibles para un nuevo
comienzo, ya sea con la misma persona o con un nuevo amor.
Cuando elegimos mirar y asentir a todo tal como fue, asumiendo la parte de
responsabilidad en todo lo acontecido, agradeciendo los aprendizajes, los
despertares, el crecimiento, honrando el amor que nos encontró,
reconciliándonos con el pasado, este SÍ nos permite recuperar la posibilidad de
darnos un nuevo comienzo.
En mis años de transitar por la Escuela Gestáltica, alrededor del año 1988, me
encontré con unas hermosas reflexiones de Fritz Perls, su creador, que decían lo
siguiente de una manera tan bella y profunda:
Yo soy Yo.
Tú eres Tú.
Yo no estoy en este mundo para cumplir tus expectativas.
Tú no estás en este mundo para cumplir las mías.
Tú eres Tú.
Yo soy Yo.
Si en algún momento o en algún punto nos
encontramos, será maravilloso.
Si no, no puede remediarse.
Falto de amor a Mí mismo
cuando en el intento de complacerte me traiciono.
Falto de amor a Ti
cuando intento que seas como yo quiero,
en vez de aceptarte como realmente eres.
Tú eres Tú y Yo soy Yo.
A la pareja:
“Te veo”.
Alguna vez, a lo largo del camino, muchos nos preguntamos en el diario vivir:
“¿Cuál es mi propósito? ¿Cuál es mi misión? ¿Que vine a ofrecer? ¿Cuál es el
sentido de mi vida? ¿Qué hago con lo que tengo, con lo que tomé y con lo que
soy? ¿Cuál es mi camino?”. Son preguntas que a todos nos encuentran como
parte de nuestro desarrollo personal y expansión espiritual. En este plano físico
de la existencia, ¿cuál es mi parte en el juego de la Vida?
Todo es parte del juego Divino o Lilah, como se lo llama en Oriente, donde el
Destino se encarga de acercarnos a aquellas instancias que es necesario atravesar y
nos guía a encontrar estas respuestas, que ya existen en nosotros.
Conocer de qué se trata lo que va construyendo nuestro destino, reconocer las
implicancias, los patrones de repetición, el karma —para quienes sintonizan con
esta mirada— que son parte de él, junto con el lenguaje a través del cual el
destino se expresa, nos permite ofrecernos a realizar los propósitos que el
Universo así dispone para nosotros. Tantas veces impensables, inimaginables y
superadores a lo que podamos vislumbrar.
Y se manifiesta a través del lenguaje espiritual —por ejemplo, a través de las
causalidades, de las sincronicidades, de las coincidencias, de las señales, de las
convergencias, de los indicios…—, que, una vez reconocido, va orientando
nuestras vidas para que nos encontremos con nosotros mismos y con quienes
vinieron a compartir ciertas experiencias.
Este lenguaje es una guía, un mapa sagrado que se nos revela para forjar
nuestro destino junto con las Fuerzas más Grandes, al servicio de la evolución de
nuestra conciencia.
Cada paso que nos atrevemos a dar, cada decisión, cada cambio de dirección,
nos indica que, en el Camino, se trata de despertar para vivir a partir de lo que,
en esencia, somos y descubrir lo que vinimos a experimentar. Hay períodos en
los cuales la vida nos propone —en el mejor de los casos— o nos obliga con
inevitabilidad a desprendernos de todo lo que nos trajo hasta un punto y que
ahora ya no tiene más significado o ya dejó de ser apropiado para nuestra
evolución. Nuestra personalidad no lo sabe, no lo escucha, no lo comprende y lo
resiste. Por eso, sufrimos por lo que ya no es y, con frecuencia, sin vislumbrar lo
nuevo que trae el Destino cuando nos disponemos a hacer espacio.
Reconocer y asentir a lo que es nuestro destino, aliarnos con él y caminar de su
mano es el punto de partida para que la Energía del Amor, que actúa a través de
nosotros, se torne benevolente, lo que nos permite encontrar sentidos
trascendentes e inimaginables en aquello que esperaba por nuestro
reconocimiento: en principio, para con nosotros mismos y luego para compartir
u ofrecer a otros, ya sea en relación con nuestro propósito de vida o en sintonía
con nuestra misión al servicio del destino colectivo.
¿Qué es el Destino?
Cuando hablamos de Destino, tal como hemos aprendido a pensar sobre él,
asociamos esa gran palabra con algo que viene de afuera, desde lejos. Nos remite
a una Fuerza más Grande, que predetermina nuestras vidas. Sentimos que somos
movidos hacia donde nos indica, aún sin comprender, y, con frecuencia, solo lo
seguimos.
Desde la mirada de las Constelaciones, podemos pensar a nuestro destino
como resultado de nuestras implicancias, tema que profundizaremos en este
capítulo.
Además del propio destino, por haber nacido en este tiempo y en este lugar,
somos parte de un destino familiar, social, colectivo, humano y espiritual…
No podemos pensar nuestro destino individual separado del destino colectivo
ni tampoco el destino colectivo recortado del destino individual. Mutuamente,
se afectan y se transforman. Cada responsabilidad que tomemos ante nuestro
destino, cada pensamiento, cada palabra, cada acción, va a interferir con el
devenir de aquellos campos de información colectivos de los cuales somos parte:
un grupo, una sociedad, un país, la humanidad. Por resonancia, así sucede. De la
misma manera, todo aquello que acontezca como parte de los destinos colectivos
—pandemias, guerras, genocidios, desastres naturales— va a afectarnos y a
condicionar nuestro destino personal.
Y todo al servicio de alcanzar nuestro destino humano, que es despertar, y nuestro
destino espiritual, que es ser felices.
Tal como los pájaros, que necesitan dos alas para poder volar, el amor y el
servicio son cualidades esenciales para que cada uno realice su propio destino.
No obstante, esta conciencia también es limitada y vela por todos aquellos que
son parte del sistema o que pasaron a ser parte de él. Sin embargo, es más
potente y enérgica que la anterior por las consecuencias que trae en nuestras
vidas.
En relación con esta conciencia —retomando lo dicho anteriormente—,
cuando nos diferenciamos de las reglas y los valores de la conciencia familiar
inconsciente, tenemos mala conciencia: se denomina así porque perturba, inquieta
y perdemos la calma. Y la pertenencia se pone en riesgo.
Así, si este movimiento no es resultado de un profundo proceso interior que
nos dispone a estar empoderados como adultos para diferenciarnos y seguir el
propio impulso en aquello que nos representa y nos motiva, nos condiciona a no
efectuar una acción, o a retrotraernos, o a castigarnos por el movimiento
realizado.
Y esto, que debiera ser un movimiento natural, al individualizarnos, nos trae
aparejado un sentimiento de culpa, que, en el plano del alma, se vive
acompañado con un temor a perder la pertenencia. Por ejemplo, cuando
decidimos no trabajar en la empresa familiar como el resto y dedicarnos a tener
una actividad independiente que nada tiene que ver con lo esperado por los
padres; o cuando, siendo parte de una familia tradicional, elegimos a una pareja
que practica una filosofía de vida diferente; o cuando elegimos ser vegetarianos
en una familia en la que todos son omnívoros… Exige de nosotros un
crecimiento y un posicionamiento adultos para poder singularizarnos y
sostenerlo.
En otros casos, el sentimiento de culpa puede resultar como consecuencia
cuando el destino nos privilegia ante un hermano que perdió la vida
prematuramente o no llegó a nacer; o ante una madre que murió en el parto para
que nosotros llegáramos a la vida; o cuando, en un accidente, somos los únicos
sobrevivientes; o cuando, por defensa propia, quitamos la vida a quien expuso la
nuestra. Claramente, podemos distinguir que, en ninguno de estos ejemplos, el
sentimiento de culpa se justifica.
Sin embargo, para sostener nuestra vida, que queda vinculada con aquellos que
perdieron la suya —o alcanzaron umbrales muy altos de sufrimiento, a diferencia
de lo que el destino nos trajo a nosotros—, resulta necesario realizar un trabajo
sobre nosotros para sentirnos merecedores de llevar una vida digna. Esto es lo
que nos va a permitir sostener la mala conciencia y vivir plenamente.
Tal como cada uno de nosotros nos posicionamos desde nuestra conciencia
personal ante la conciencia familiar, eso va a determinar nuestro destino, ante el
cual nada podremos hacer, salvo que lleguemos a conocer las normas que
mueven a esta conciencia, junto con la comprensión que alcancemos de estos
lazos invisibles que actúan a través nuestro y nos unen a ella.
Y, para ello, tenemos que mirarnos a través de los ojos del alma —tal como las
Constelaciones lo posibilitan— y hacer lugar a que se revelen aquellos Órdenes
que, al ser reconocidos y respetados, nos permiten recuperar la posibilidad de
transformar nuestras dependencias en fuerza de acción hacia la Vida.
Una tercera conciencia es la conciencia espiritual, que trasciende los límites de
las dos primeras y nos invita a ir más allá del alcance de las anteriores, sin
diferenciar inclusión y exclusión, sin distinguir entre bien y mal, ni buenos ni
malos. A todos los ve con los mismos ojos y con el mismo amor: a los excluidos,
a los que llegaron antes, a los descendientes, a todos sus destinos... Y vela por este
Amor.
Es un Amor inclusivo e ilimitado, que une lo que está separado, una
conciencia que surge como consecuencia de reconocer al Amor del Espíritu que
todo lo mueve más allá de nuestros deseos y preferencias, de nuestra disposición
o resistencia. Siempre trae lo nuevo y lo crea.
Es aquí cuando nuestro trabajo personal es prioritario para trascender las
fronteras de las dos primeras conciencias e ir acercándonos a ese lugar interior
donde nuestra tarea, una vez reconocida esta conciencia de Amor Espiritual, es
vaciarnos para asentir y solo ahí comenzamos a dejarnos mover y guiar por ella,
cada vez con un poco menos de yo para estar cada vez más disponibles a estar en
sintonía con este Amor. No obstante, no es un proceso lineal ni tampoco un
absoluto. Es el Camino. Y así nuestro destino, gracias a esa Gracia, puede ser
transformado.
Cada vez que asentimos a ella, sensaciones de quietud, serenidad y paz interior
suceden, tanto en el alma como en el cuerpo.
Es una dimensión de la conciencia que no solo nos invita a ampliar los niveles
de comprensión que nos trae la conciencia personal, sino que nos exige darle
nuestro respeto a la conciencia familiar de la cual somos parte.
En esta conciencia, los Movimientos de Reconciliación que son alcanzados
están al servicio de la vida propia y de la Vida, con mayúscula.
Esta mirada está al servicio de sacar a la luz comprensiones espirituales para
dejarnos conducir por ellas a través del alma y ordenar y tomar nuestro propio
lugar.
Nos permite recordar que nuestra trascendencia y el alcance de los propósitos
de nuestras vidas devienen de dimensiones más sutiles, y así contamos como una
posibilidad mayor de despejar los caminos que nos conduzcan hacia la armonía y
la felicidad.
Esto es posible en la medida que nos rendimos ante lo que es, nos entregamos
y le decimos sí —como mencioné en un comienzo—. Así, el Destino puede ser
transformado junto con otras Fuerzas Mayores para el más Alto Bien de cada
uno.
Cuanto más asentimos y nos inclinamos al amor de nuestros padres y del linaje
familiar, cuanto más honremos los destinos de todos ellos, cuanto más
respetemos los Órdenes del Amor en el Alma, más disponibles vamos a estar para
encontrarnos en concordancia con este nivel de conciencia espiritual, para
reconocer al Amor del Espíritu, que es Amor incondicional, que obra en nuestras
vidas.
Reconocemos que estamos en esta conciencia cada vez que la calma, la
serenidad, la confianza, la paz interior, la liviandad, un estado de contento
interior suceden en nosotros. Como si el tiempo se detuviera, como si el espacio
se vaciara. El misterio de la Vida se revela en nuestros caminos, más allá de lo
imaginable para nuestra condición humana.
Cuanto más en sintonía estemos con esta conciencia, más amor reflejará el
destino en nuestras vidas, a través de personas, posibilidades, abundancia y
bendiciones… Ya que el Espíritu que lo mueve es Amor.
Pero no siempre nos reconocemos en ese lugar. A veces, los miedos, las
inseguridades, las ansiedades nos bajan de frecuencia y perdemos la sintonía con
lo que deviene del manantial de Amor que somos. Así se nos obnubila la visión;
nos sentimos como entre tinieblas, aislados y sin alegría.
¿Cuántas veces nos reconocemos en esos vaivenes emocionales? ¿Cuántas veces,
quizás, en el mismo día, atravesamos esos estados?
Tomamos de la fe la fuerza para confiar y, a través de la confianza, nos
entregamos.
La fe y la confianza están al servicio de la transformación personal y espiritual.
Confianza significa tener la capacidad de asentir y entregarse a lo que
fenomenológicamente va sucediendo como expresión del Espíritu en nuestras
vidas, como resultado de Su Amor: en lo que nos trae, en lo que nos retira, en lo
agradable, en lo desagradable, en lo doloroso y en lo feliz.
Nada es bueno ni malo: cuando somos pequeños, nuestra madre nos ofrece
alimentos variados; si nos enfermamos, los alimentos son selectivos, e, incluso,
nos dan alguna medicación amarga recomendada por un doctor. Y todo lo que
ella nos brinda, sea agradable o desagradable, tiene un sentido y es para nuestro
bien, al igual que cada vez que nuestro destino nos trae alguna experiencia en
particular o un reto que superar.
Confiar es rendirse a lo que va aconteciendo, como expresión del Espíritu,
sabiendo que siempre son movimientos de Amor. Esto es así, aunque, desde la
personalidad, lo vivamos con resistencias y, como consecuencia, quedemos
atrapados en los mecanismos de control. No podemos sostener la incertidumbre
que traen aparejados los cambios…
Y, en esos momentos de la vida, somos medidos en el alma para ver hasta dónde
nuestra fe y nuestra confianza son tales. La fe y la confianza son indispensables
para poder estar en sintonía y en conexión con la Fuente. Solo desde ese lugar,
podemos escuchar esa voz interior, que algunos llaman guías, o maestros, o
Espíritu… La fe y la confianza nos garantizan la apertura de la conciencia hacia
la luz. Cada vez que reconocemos que hay fe y confianza en nuestro corazón, nos
disponemos a recibir una frecuencia mayor de luz, más abarcadora, más lumínica
y poderosa para ser conducidos y guiados.
La confianza nos permite experimentar y reconocernos a nosotros mismos. Y,
solo estando en la conciencia del presente, podemos sintonizar nuestros
corazones latiendo al unísono con el corazón del Cosmos. En él, todo está en un
permanente movimiento de cambio y transformación. Al igual que en nuestras
vidas.
Confiando, entregando y entregándonos, vibramos tal como el universo, en un
permanente y constante movimiento, tanto en lo que nos retira como en lo que
nos trae. Así, nos disponemos a vivir en la conciencia del Sí… Recordando que
todo es para nuestro más Alto Bien, tal como sea que el destino obre en nuestra
vida.
Hay tramos en la vida en los cuales, para alcanzar esa rendición, tenemos que
pasar por grandes dolores, sufrimientos o penas. La Inteligencia Superior nos
pone a prueba en nuestra fe y en nuestra entrega. Son esos instantes cuando
sentimos que hemos agotado todo lo que está en nuestras manos para afrontar
alguna situación difícil. Sin saberlo, estamos atravesando esa lección.
Que, por momentos, hagamos identidad en el ego no significa que estemos
desconectados de la Fuerza más Grande. Simplemente, es parte del camino de
evolución. Y de esto se trata: ver al Espíritu en todo.
Juntas, la fe y la confianza nos invitan a desarticular viejas estructuras, a
modificar ciertas creencias, a trascender algunas formas. Cada vez que estamos
viviendo un proceso de muerte y renacimiento en nuestras vidas, cada vez que el
cambio se presenta como inevitable, tomar la fuerza de ellas nos permite
entregarnos y estar en sintonía con el devenir de la Vida.
Como ha dicho Hellinger: “Soltar significa seguir el camino transformado”. Y
esto es posible cuando confiamos, tomando la fuerza de la fe, y asentimos a lo
que es.
Esa Fuerza Mayor nos puede guiar de diferentes formas, en diferentes
contextos, por ejemplo, a través de los sueños. Recuerdo, en una oportunidad,
cuando una amiga, que estaba estudiando Ingeniería en la Universidad, una
noche, tuvo un sueño en el que una especie de voz en off le decía que tenía que
cambiar de carrera y estudiar una carrera humanística, que no respondía ni a las
expectativas de su familia, que mantenía, hasta ese entonces, una marcada
rigurosidad en cuanto a seguir estudios tradicionales, ni a sus propias lealtades en
relación con lo proyectado sobre ella.
Sin embargo, su fe y su confianza en esa voz la llevaron a tomar la decisión de
comenzar esa carrera, que modificó el rumbo de su destino.
En otra ocasión, una consultante me comentaba acerca de la necesidad que
tenía hacía tiempo de separarse de su marido y no se animaba; no tenía ni la
fuerza ni el coraje para dar ese paso. Una noche, tuvo un sueño en el que, en un
cartel luminoso desde la nada misma, de pronto, en tonos amarillos de fondo y
letras naranjas, apareció una palabra: “maltrato”. Con eso, fue suficiente para
que, en un acto de fe y de confianza en lo Alto, se atreviera a tomar la decisión y
a alinearse con su destino.
Podemos tener fe, pero no necesariamente confianza en lo Grande: la fe es la
fuerza que nos mueve hacia la confianza. Se trata de hacer lugar para que todo
resulte y suceda. Tal como la metamorfosis, que sucede cuando la oruga se
transforma en mariposa.
La Vida nos invita a confiar en que todo lo que sucede desde el plano del
Espíritu es Amor y Verdad, aunque las cosas parezcan diferentes y no
entendamos nada. Ver la Verdad y el Amor en un plano y, al mismo tiempo,
convivir con el dolor, con las pérdidas, con lo traumático en esta dimensión es
todo un desafío para nuestra conciencia humana.
Cuando trabajas, eres como una flauta a través de cuyo corazón el susurro de las
horas se convierte en música… ¿Y qué es trabajar con amor? Es tejer una tela con
hilos sacados de tu corazón, como si tu amado fuese a vestirse con esa tela…
Realizar el Dharma
Cumplir con nuestro propósito y nuestra misión es cumplir con nuestro
Dharma.
Podemos entenderla como una ley universal de la naturaleza que actúa en los
seres humanos y en el universo entero.
Dharma, como ya mencioné, es un término en sánscrito que, entre sus tantas
traducciones, podemos entender como la acción correcta y, como parte de los
atributos que se le asignan, podemos mencionar la práctica de la verdad, actuar
desde la virtud, el respeto por la naturaleza, el reconocimiento de las leyes
universales… ¿Y qué es practicar la acción correcta desde esta mirada?
Venimos a recordar nuestra esencia divina, tal como lo que somos: seres
espirituales en un cuerpo humano. La ley del Dharma sostiene que todos
nosotros tenemos talentos y habilidades únicas, una manera singular e irrepetible
en el mundo para expresarlos y manifestarlos. Cuando nos disponemos a
recordar nuestra naturaleza espiritual y nos apropiamos de nuestros talentos y
habilidades, al ofrecerlo al servicio de la humanidad, experimentamos la alegría y
el alborozo de nuestro Espíritu; estamos cumpliendo con nuestro dharma.
En una lejana comarca, allí donde el sol aparece cada mañana, vive Long
Ching, un anciano de frágil cuerpecillo y larga barba blanca. Sus modales serenos
y su palabra siempre cuidadosa y amable hacen de él un hombre respetado por
todos los que lo conocen, que incluso afirman que Long Ching fue, en su
juventud, iniciado en los misterios de la antigua sabiduría. Así que su prudencia
y sobriedad es siempre objeto de admiración de todos los que lo conocen,
incluido su propio y único hijo, que con él vive.
Aquel día, los vecinos del poblado de Kariel se encontraban muy apenados.
Durante la pasada tormenta, las yeguas de Long Ching habían salido de sus
corrales y escapado a las montañas, y habían dejado al pobre anciano sin los
medios habituales de subsistencia. El pueblo sentía una gran consternación, por
lo que no dejaban de desfilar por su honorable casa y decir repetitivamente a
Long Ching:
—¡Qué desgracia! ¡Pobre, Long Ching! ¡Maldita tormenta cayó sobre tu casa!
¡Qué mala suerte ha pasado por tu vida! Tu casa está perdida...
Long Ching, amable, sereno y atento, tan solo decía una y otra vez:
—Puede ser, puede ser...
Al poco tiempo, sucedió que el invierno comenzó a asomar sus vientos y traer
un fuerte frío a la región, y, ¡oh, sorpresa!, las yeguas de Long Ching retornaron
al calor de sus antiguos establos, pero, en esta ocasión, preñadas y acompañadas
de caballos salvajes encontrados en las montañas.
Con esta llegada, el ganado de Long Ching se había visto incrementado de
manera inesperada.
Así que el pueblo, ante este acontecimiento y sintiendo un gran regocijo por el
anciano, fue desfilando por su casa, tal y como era costumbre, para felicitarlo por
su suerte y su destino.
—¡Qué buena suerte tienes, anciano! ¡Benditas sean las yeguas que escaparon y
aumentaron tu manada! La vida es hermosa contigo, Long Ching...
A lo que el sabio anciano tan solo contestaba una y otra vez:
—Puede ser, puede ser...
Pasado un corto tiempo, los nuevos caballos iban siendo domesticados por el
hijo de Long Ching, que, desde el amanecer hasta la puesta del sol, no dejaba de
preparar a sus animales para sus nuevas faenas. Podría decirse que la prosperidad
y la alegría reinaban en aquella casa.
Una mañana como cualquier otra, sucedió que uno de los caballos derribó al
joven hijo de Long Ching, con tan mala fortuna que sus dos piernas se
fracturaron en la caída. Como consecuencia, el único hijo del anciano quedaba
impedido durante un largo tiempo para la faena diaria.
El pueblo quedó consternado por esta triste noticia, por lo que uno a uno, al
pasar por su casa, decía al anciano:
—¡Qué desgraciado debes sentirte, Long Ching! —le decían apesadumbrados
—. ¡Qué mala suerte, tu único hijo! ¡Malditos caballos que han traído la
desgracia a la casa de un hombre respetable!
El anciano escuchaba sereno y tan solo respondía una y otra vez:
—Puede ser, puede ser...
Al poco tiempo, el verano caluroso fue pasando y, cuando se divisaban las
primeras brisas del otoño, una fuerte tensión política con el país vecino estalló en
un conflicto armado. La guerra había sido declarada en la nación y todos los
jóvenes disponibles eran enrolados en aquella negra aventura. A poco de
conocerse la noticia, se presentó en el poblado de Kariel un grupo de emisarios
gubernamentales con la misión de alistar para el frente a todos los jóvenes
disponibles de la comarca. Al llegar a la casa de Long Ching y comprobar la
lesión de su hijo, siguieron su camino y se olvidaron del muchacho, que tenía
todos los síntomas de tardar en recuperarse un largo tiempo.
Los vecinos de Kariel sintieron una gran alegría cuando supieron de la
permanencia en el poblado del joven hijo de Long Ching. Así que, de nuevo,
uno a uno fueron visitando al anciano para expresar la admiración que sentían
ante su nueva suerte.
—¡Tienes una gran suerte, querido Long Ching! —le decían—. ¡Bendito
accidente aquel que conserva la vida de tu hijo y lo mantiene a tu lado durante la
escasez y la angustia de la guerra! ¡Gran destino el tuyo que cuida de tu persona y
de tu hacienda manteniendo al hijo en casa! ¡Qué buena suerte, Long Ching, ha
pasado por tu casa!
El anciano, mirando con una lucecilla traviesa en sus pupilas, tan solo
contestaba:
—Puede ser, puede ser...
Frases sanadoras
“Querida/o ancestra/o,
venero tu destino,
con todo tal como ha sido.
Tú también eres parte y perteneces”.
“Honro tu difícil destino
y te doy las gracias
por haber pasado la vida con todo tal como fue”.
Quietud interior
Para poder reconocer y así estar atentos a las múltiples formas en que el
Universo nos habla y se dirige a nosotros, necesitamos contar con una escucha
que solo es posible lograr cuando estamos en contacto con nuestro espacio
interior. Y, en este lugar, en este estado de conciencia pura, en el que no hay
tiempo ni forma, solo es vacío, todo es silencio y quietud. Y ahí reconocemos lo
sustancial.
Y es requisito aquietar nuestra mente. Lo que, en Oriente, se conoce como la
mente de mono loco.
Si, alguna vez, han tenido la oportunidad de ver un grupo de monos e
intentaron seguir con los ojos los incontables y sucesivos movimientos que son
capaces de hacer en poco tiempo —saltando de rama en rama, jugando entre
ellos, buscando frutos, haciendo piruetas—, seguramente, habrán claudicado en
poco tiempo. Es un desafío imposible de sostener sin perder el centro.
Así es nuestra mente: el foco de atención cambia de un instante a otro, los
pensamientos varían, diálogos y ruidos mentales permanentes, lo que genera
estados de confusión, dubitación, indecisión, obstinación, capricho y tanto más.
Esta actividad incesante de la mente nos aleja de la quietud interior y, a través de
ella, solo vemos separación.
En cuanto aquietamos nuestra mente, a través de alguna de las prácticas
espirituales ya mencionadas, como los rezos, las oraciones, las meditaciones, las
meditaciones guiadas, el yoga, las respiraciones conscientes, los mantras y los
sutras —percibimos que todas las prácticas son valiosas, en la medida que
resuenen en nosotros de acuerdo con nuestra religión o nuestra espiritualidad—,
abrazados por el silencio interior que nos conduce a la quietud, al estar en el
presente, recuperamos la conciencia de la Unidad con el Espíritu.
Desde la filosofía oriental, a este estado de silencio mental se lo conoce
también como conciencia sin pensamientos. Es un vacío de sonidos. Y, en esa
conexión, escuchamos en el silencio la melodía del universo que habita en
nosotros.
Como occidentales, muchos hemos crecido conociendo algunas oraciones y
rezos que las religiones nos han ofrecido. Además, desde las religiones orientales,
nos llegan los mantras y sutras que han sido usados desde hace miles de años con
este propósito.
Mantra es un término en sánscrito cuya traducción significa `instrumento de la
mente´. Se trata de una combinación de sonidos que emite una vibración. Son
sonidos sagrados y, en ellos, las vibraciones del universo y de la naturaleza están
contenidas. No tienen un significado particular, pero sí cada uno emite una
vibración en particular. En su repetición, nos inducen a entrar en estados
meditativos.
Sutra es otra palabra sánscrita que significa `cuerda´ o `hilo´. La repetición de
sutras, al igual que los mantras, nos invita a hacer silencio mental y a aquietar la
mente. Trasciende el hecho de que los comprendamos, ya que la meta de sus
prácticas resulta igual de efectiva porque, en el alma, este saber ya es. Son la
puerta de entrada a la conexión con la Fuente. Son formas sagradas que, al igual
que tantas otras oraciones, posibilitan el acceso para escuchar y estar en sintonía
con el lenguaje universal.
Un sutra es un mantra con un significado único y singular y, junto con los
mantras, nos facilita reconocernos en nuestra Verdad primera y suprema en
cuanto a nuestra esencia espiritual y correr y trascender los velos de ilusión de
nuestra mente para que podamos acceder a ella. El recitado de mantras nos
permite recordar y regresar a la conciencia de nuestro origen, y, a través de los
sutras, nos alineamos con una intención y la invocamos a la Energía del Amor.
A modo de introducción, para considerar cómo cada uno de ellos invoca al ser
repetido o recitado a la comunión espiritual que es inherente al ser humano,
comparto algunos de los tantos mantras y sutras que están al servicio de
acercarnos al Ser.
De esta manera, nos disponemos a entrenarnos para alcanzar un estado de
atención más sostenido, más atento, más sutil, para reconocer el lenguaje del
universo expresándose en nuestras vidas.
Uno de los mantras más sagrados y conocidos universalmente es el sagrado
pranava —oración vibrante— Om, que simboliza a Brahman, el principio
creador del Todo,
el universo entero. Es la vibración primera del universo. Representa la unidad
con lo Superior, lo espiritual con lo físico.
Se sostiene que el Om es el sonido naciente del cual luego resultan todos los
otros sonidos. Y, en el hinduismo, se lo considera como el sonido primordial con
el cual se comienza la mayoría de los recitados de los mantras. Es utilizado en
casi todas las prácticas sagradas.
Shanti, en sánscrito, significa `paz´; se repite, al finalizar una práctica
espiritual, tres veces e invoca paz para la mente, paz para el cuerpo y paz en el
corazón: que sea la paz en lo individual, en lo colectivo y en lo universal.
La vida es cambio
Los cambios traen aparejados momentos de incertidumbre, de ansiedad, de
inquietud. Implican atravesar movimientos internos, sostener las transiciones
para atravesar los procesos que nos llevarán a alcanzar nuevos aprendizajes a
través de aquello que queremos alcanzar en pos de nuestro crecimiento y nuestra
evolución. Y siempre nos proponen miradas renovadas a través de desafíos y
retos.
A veces, surgen como resultado de decisiones propias y, otras, como hechos del
Destino.
¿Por qué dudamos ante una coincidencia del Destino que nos abre un camino?
¿Por qué, a veces, ante hechos sincrónicos, cuando sabemos que llegó la
oportunidad de cambio, nos resistimos? Un nuevo amor, una nueva posibilidad
laboral, un cambio de residencia para mejor, una nueva actitud en relación con
nuestro cuidado personal, físico, espiritual…
Lo cierto es que todo sucede en un incesante devenir; nada es inmutable. Si
miramos nuestras vidas, lo único permanente y sostenido en el tiempo es el
cambio. Y cada cambio trae un cierre, un final y, al mismo tiempo, propicia una
apertura, un nuevo comienzo.
Para las filosofías orientales, cada vez que algo culmina, es una liberación. Se lo
celebra, se lo festeja. Incluso a lo que llamamos muerte así se la experimenta. Para
los occidentales, que, en general, crecimos desde el apego a las formas, no es tan
sencillo soltar, sino que exige una elaboración y un conocimiento sobre uno
mismo. Como alguna vez dijo el filósofo Heráclito: “Todo fluye, nada
permanece. Nunca te bañarás dos veces en el mismo río”.
Les propongo abordar desde diferentes dimensiones estos movimientos. Las
miradas psicológica, sistémica y espiritual nos muestran tres distintas facetas de
este tema.
Cada vez que decimos sí a los cambios, nos vamos desapegando y aligerando
esas mochilas, y nos disponemos a reconocernos más en lo sutil, a medida que
vamos recordando nuestra profunda naturaleza y acercándonos a la expresión de
lo que vinimos a manifestar de nosotros mismos.
Y, cuando así sucede, y nos diferenciamos de lo que ya no somos, reconocemos
que no se trata de nuestras resistencias, sino de lo que nuestros movimientos les
reflejan a los otros en cuanto a las suyas propias, que no les permiten fluir hacia
lo nuevo en sus propias vidas. Es ahí cuando agradecemos con amor, ya que
estuvieron al servicio de nuestro crecimiento, y les damos el respeto al otro y a lo
que cada uno haga con su propia vida.
Lo cierto es que estos procesos nos invitan a atravesar las pérdidas, ya sea de
manera concreta, cuando se trata de alguien, o simbólica, cuando se trata de algo
o cuando resulta de un proceso que recorremos en nuestro interior. A veces,
cambiamos de actividad, nos despedimos de un lugar, de compañeros, de una
tarea específica; otras veces, nos separamos, nos mudamos de casa, de lugar,
transformamos hábitos y costumbres en nuestra manera de relacionarnos, y,
otras veces, se trata de cerrar ciclos, etapas, y dejar ir lo que ya pasó. En todas
ellas, renunciamos a algo, ya sea en lo externo o en nuestro interior.
Cuando algo concluye en nuestras vidas, en el plano real o en el simbólico, sea
una pérdida significativa o pequeña, atravesar y experimentar el duelo es
fundamental para soltar lo pasado porque lo que ya no es necesita ser despedido.
Todo cambio implica soltar algo para tomar lo nuevo; dejar ir lo pasado para
tomar lo que es presente; vaciarnos de aquello que ya no nos representa para
hacer lugar a lo que sí habla de nosotros. Y esto implica transitar un proceso de
duelo ante lo que perdemos, ante esa comodidad incómoda que igual sosteníamos.
Si miramos nuestras vidas, podemos concluir que todo lo que resultó fue lo
indicado y adecuado para acercarnos a nuestra Verdad con la intención de que
reflejemos por fuera tal como somos por dentro.
Todo el camino de la vida nos va guiando y conduciendo para que
aprendamos a vivir en la levedad del ser, que, solo en sintonía con el Espíritu,
podemos reconocer como aquello que, desde siempre, es inmanente y
permanente en nosotros.
• Renunciar a la infancia
Desde la mirada sistémica, disponernos a crecer y transformarnos siempre
requiere de un crecimiento que nos exige
mirar con los ojos del alma para reconocer lo que es en lo profundo, más allá de
nuestras creencias. Esto es pasar de estar situados en un lugar de niños a tomar
nuestro lugar como adultos.
Como sabemos, estamos atravesados por implicancias que nos condicionan a
llevar sobre nosotros ciertas memorias y destinos que no nos son propias. Y todos
ellos atentan contra el hecho de que la vida fluya con todos sus movimientos, lo
que refleja nuestra propia naturaleza.
Cuando somos pequeños, los cambios son impuestos por nuestros padres o por
quienes están a cargo de nosotros en diferentes contextos: como la escuela a la
cual asistimos, el club donde realizamos algún deporte, la congregación religiosa
de la cual somos parte. Si no tomamos la decisión de crecer, podemos
permanecer como niños, a lo largo de la vida. Esto es lo que ocurre cuando, por
ejemplo, dependemos siempre de las decisiones de otros y no somos capaces de
decidir por nosotros mismos; cuando nos sugestionamos con lo que los demás
dicen de nosotros y no podemos creer y confiar en lo que sentimos; cuando nos
cuesta cambiar y seguimos siendo como cuando éramos niños sin que nada se
modifique en nosotros, más allá del desarrollo biológico.
Porque crecer implica, ante todo, renunciar a nuestra infancia. ¿Y de qué se
trata? Renunciar implica soltar, dejar en el pasado, despedir, duelar y tanto más.
Renunciamos a la infancia cuando asentimos al destino de nuestros padres y ya
no pretendemos cambiar nada; cuando decidimos irnos a vivir solos como
resultado de un proceso consciente de crecimiento y dejamos la casa paterna,
asumiendo las responsabilidades que de ello devienen; cuando estudiamos algo
que resulta ser nuestra vocación y, quizás, no responde a las expectativas que
tenían para con nosotros…
Pero nada de ello es posible si previamente no hemos
tomado. Nadie puede soltar lo que no tiene. Como ya vimos, el acto de tomar
comienza con el primer amor disponible en nuestras vidas, el amor de nuestros
padres.
Si no tomamos ese amor, una especie de vacío, de desamparo o desolación es lo
que vamos a sentir cada vez que nos disponemos a dar esos saltos significativos
en nuestras vidas, que implican vaciarnos y hacer lugar. Solo podemos hacerlo
estando ligeros de equipaje, es decir, dejando en el pasado aquello que ya no tiene
razón de ser en nuestras vidas.
Los hijos amamos mucho a nuestros padres, seamos conscientes o no, los
conozcamos o no, hayamos tenido relación con ellos o no, haya sido buena o
mala, o feliz o doloroso aquello que nos encontró. En nombre de esto, lo
sepamos o no, en nuestra alma, convivimos con el anhelo de ayudarlos hasta el
intento de salvarlos, como si fuera posible.
Trascendemos esta ilusión infantil cuando somos capaces de honrarlos porque,
en esa inclinación, reconocemos nuestra pequeñez ante ellos, tomamos la vida
otorgada a través de ellos y, junto con ellos, dejamos lo que no nos corresponde
llevar y, en ese instante, renunciamos a esa pretensión de evitarles lo doloroso o
traumático en sus vidas y, de esta manera, les devolvemos la dignidad con que
llevaron o llevan sus vidas y los miramos en su grandeza. Y, en esa renuncia,
damos un paso hacia adelante, con la guía del Espíritu hacia la propia vida.
A medida que tomamos el amor de nuestros padres, ese amor nos colma por y
para siempre en nuestros corazones y en nuestras vidas, y, entonces, tenemos la
fuerza para animarnos a adaptarnos a lo que la vida nos propone, haciendo
siempre lugar a lo que espera por nosotros y creciendo con fuerza y alegría. Y, en
ese instante, en vez de sentirnos amenazados de encontrarnos con un vacío
interior, nos percibimos colmados de ese amor y fortalecidos para decir sí a lo
que es y a lo que será.
Y el tomar de nuestros padres comienza con una honra, inclinándonos ante
este amor. Es allí cuando tomamos la fuerza del amor de nuestros padres y de la
vida que nos llegó y lo agradecemos a lo largo de nuestra existencia, haciendo
algo muy bueno en ella, tanto para nosotros como para los otros. Es justo allí
cuando comenzamos a decir sí a lo que resulta, tal como resulte en nuestras
vidas, con todo lo que el camino se lleve, con todo lo que el camino nos traiga.
Dice Hellinger: “La reverencia ante los padres es asentir a la vida tal como la he
recibido, al precio al que la he recibido y al destino tal como está
predeterminado para mí. La reverencia siempre va más allá de los padres. Es
asentir al destino propio, a sus oportunidades y a sus limitaciones. Esa reverencia
también es un acto religioso. La persona que ha hecho la reverencia de esa
manera repentinamente está libre…”.
No alcanza la vida para poder honrar a nuestros padres y al don recibido, y
tomar ese amor por completo. Cada día tenemos la posibilidad de tomarlo un
poco más: por ejemplo, cada vez que les decimos a nuestros padres “gracias”;
cada vez que agradecemos algo que la vida nos trae como regalo; cada vez que
sentimos alegría ante la felicidad del otro; cada vez que nos descubrimos
ofreciéndole a la vida algo que suma vida, como un cuidado o algún tipo de
asistencia; cada vez que algo se expande en nuestro corazón y agradecemos a
partir de un recuerdo cuando viene a nuestra mente algo que nos fue brindado,
como cuando mamá nos abrigaba o nos cocinaba algo rico con mucho amor…
Y, a medida que tomamos el amor de nuestros padres, para compensarlo,
podemos hacerlo dándoles nuestra gratitud desde el corazón cuando es auténtica,
genuina e incondicional, diciéndoles: “Gracias; todo salió muy bien”. Gracias es
una de las palabras mágicas.
Cuando los hijos respetamos en nuestras almas este lugar de los padres y, como
hijos, tomamos nuestro lugar ante ellos, el amor fluye y crece en nuestra vida, en
cada lugar que queramos habitar y ante los cambios que nos proponemos
realizar.
Soltarlos, respetarlos junto con sus destinos, asentir a lo que es, ubicarlos detrás
de nosotros respaldándonos, protegiéndonos y bendiciéndonos es resultado de
un camino consciente, de una decisión adulta que debemos tomar. Y así
hacemos espacio a lo nuevo.
Como hijos adultos, tenemos la posibilidad de transformar este sistema de
creencias para hacerle lugar a lo que nuestros corazones saben en lo profundo.
Tomar el amor de los padres es un acto humilde porque es tomarlo con todo lo
que ha venido con ellos. Es un tomar la vida, es un tomar por completo a
nuestros padres, porque nosotros somos el resultado de ellos.
Se trata de un dar y un tomar humildes. Ambos sirven a la Vida. El dar es
humilde porque, como padres, somos instrumentos que, por un instante, nos
alineamos a la fuerza de la vida para dar la vida. Y, como hijos, también es un
tomar humilde porque nos disponemos a tomar la vida con todo lo que ha sido y
no ha sido y tal como ha sido en nuestra historia.
Es por eso por lo que la naturaleza humana es dar y servir. Cada vez que damos
y servimos, vamos compensando en el alma tanto como tomamos. Y ahí
recuperamos la paz. Y, en ese dar y servir, pasamos a ser parte de un movimiento
mayor e incesante que el Universo propicia.
Y es junto con nuestros padres donde este proceso tiene su origen, ya que nos
invita a recorrer un camino consciente en lo personal, en lo álmico y en lo
espiritual.
En lo personal, porque resulta de una decisión que nos tiene que encontrar
conscientes y adultos. En lo álmico, porque requiere que miremos con otros ojos
aquello que no nos permite tomar su amor, como resultado de nuestras propias
implicancias al no respetar los Órdenes del Amor. En lo espiritual, porque
nuestros padres son el vehículo para que podamos llegar a reconocer al Amor del
Espíritu en nosotros. Inclinarnos al amor de nuestros padres es inclinarnos al
Amor del Espíritu, reconocer nuestra unidad con todos, con la fuerza de la Vida
que los tomó a su servicio y con la Fuerza Mayor.
Ante esto tan grande y tan sagrado que habla de la mística de la Vida, lo que
nos tocó vivir junto con nuestros padres, que hayan estado más o menos
disponibles como resultado de sus propias implicancias, de sus duelos abiertos,
de las despedidas que no pudieron alcanzar... desde un lugar adulto, pasa a ser
anecdótico. Los recuerdos dolorosos van perdiendo fuerza, diluyéndose ante este
amor tan grande.
Con el tiempo, el amor que, como hijos, tomamos de nuestros padres también
lo brindamos y, de esta manera, podemos ver una especie de hilo conductor a lo
largo de las generaciones, que es un movimiento continuo y permanente que
sucede en ellas. No todas las personas tenemos hijos, pero, como compartimos
en un capítulo anterior, hay múltiples maneras de ofrecer lo que ya es en
nosotros.
Estamos al servicio de un fluir permanente, en el que todo va transformándose
sostenidamente a lo largo de las generaciones pasadas, en nuestra vida y en las
venideras.
Solo diciéndoles sí a los padres, podemos tomarnos de la mano por la Vida y
dejarnos guiar y conducir por ella. Esa vida que nuestros padres nos han dado
como un gran regalo es una obra maestra, excelsa y gloriosa.
Al caminar con ella en un andar armónico, junto con nuestra disposición a
acompañar esos movimientos ondulantes y transformadores que propone la
existencia misma, nos disponemos a reconocer aquello que debemos transformar
para extraer la mejor versión que de nosotros sea posible.
Ego espiritual
Según sean las culturas o filosofías, las clasificaciones sobre el ego son
múltiples. Pero todas coinciden en que el ego más peligroso es el espiritual.
Aquel que nos puede llevar a creer que tenemos una Verdad Absoluta, la única
posible, que somos poseedores de un saber divino, de conocimientos superiores
que nos hacen únicos y casi exclusivos; un saber que nos ha sido otorgado a
nosotros y a pocas personas más en este universo. Somos los elegidos por nuestras
cualidades, virtudes, sabiduría o por ser buscadores de nosotros mismos desde
hace mucho tiempo.
Aquí estamos atrapados en una especie de soberbia espiritual que nos torna
peligrosos, ya que nos erige en un lugar de descalificación y desprecio por los
demás, por quienes no cuentan con este conocimiento o miran sus propias vidas
a través de otros prismas, teniendo otras visiones o niveles de conciencia.
De la misma manera, esa peligrosidad resulta ser para con nosotros mismos
cuando quedamos identificados con ella, ya que la Vida luego se encarga de
mostrarnos nuestras sombras y sucede, en estos casos, a través de experiencias
dolorosas y, muchas veces, imprevisibles.
Tantas veces me he preguntado por qué, a lo largo del tiempo, la Vida nos trae
relaciones difíciles, maestros del dolor, pérdidas, engaños, estafas,
enfermedades… que nos llevan a limar el ego. ¿Por qué nos obliga a inclinarnos
ante lo que es, más allá de nuestros deseos y voluntad?
Para esto, el Espíritu nos invita a iluminar nuestras sombras: nuestros temores,
rivalidad, ambición, celos, envidia, ira… recordándonos que no somos mejores
que otros, ni estamos por sobre los otros, sino que somos tal como los demás,
con nuestras imperfecciones, nuestras limitaciones y dificultades.
Entre tantas respuestas que sigo encontrando, entiendo que esta es una: para
pulir las aristas de ese diamante que somos en bruto.
El filósofo alemán Friedrich Nietzsche dijo: “Cada vez que escalo, soy
perseguido por un perro llamado ego”.
Así es como la Vida se encarga de acercarnos a una de las grandes virtudes
espirituales: la humildad, reconocer cuán pequeños somos ante las Fuerzas que
nos mueven. Es ley espiritual: cuanto más se nos da, más se nos exige.
Así despertamos y nos acercamos a nuestra verdadera identidad; así vamos
reconociendo aquello que vinimos a ofrecer y a servir, y somos cada vez un poco
más humildes.
Pero también hay otro camino posible, que es el de las caricias que reparan,
que también provocan que salga nuestro genio de la lámpara y que llegan a través
de aquellos que nos aman y, con amor, nos muestran lo que encubre nuestras
virtudes, cuando quedamos atrapados en la máscara del ego. Son esos seres que el
camino nos regala para crecer y transformarnos desde el amor, en la medida que
estemos dispuestos a sumergirnos en aguas profundas dentro de nosotros.
Una cosa es la soberbia espiritual que nos lleva a buscar que nos idolatren, que
nos reverencien y nos veneren, y otra cosa es la grandeza espiritual. Quien tiene
grandeza espiritual se sabe solo un instrumento de algo más Grande y no el
hacedor. Lo recuerda a cada momento porque lo vive y lo respira. Y comienza
cuando somos capaces de ver la grandeza en nuestros padres. Esto nos lleva a
tener respeto y amor por nuestra propia persona y por los demás.
Quien es auténticamente espiritual es simple y generoso. Ve al otro con los
mejores ojos e intenciona el bien para los demás. Es amable y considerado con
los demás, más allá de los roles y funciones. Se sitúa ante el otro en el mismo
nivel, bajo la supremacía del Espíritu, ya que sabe que todos estamos transitando
el mismo viaje a lo largo de la vida. Desde este lugar, lo que se piensa, se expresa
o se hace tiene las cualidades de la humildad y la pureza de corazón.
En esta conciencia del ser, dejamos de juzgar. No evaluamos el estado
espiritual del otro; lo comprendemos, lo acompañamos y también nos
recordamos a nosotros mismos cuando estábamos en ese lugar. De la misma
manera, sucede con los otros que han despertado a ciertas verdades universales
antes que nosotros. Somos parte de un círculo de servicio mutuo. Desde algunas
filosofías, como el budismo, se sostiene que “nadie es malo, sino que está
confundido porque ignora la Verdad”. En este punto, es donde podemos anclar
para que nuestra compasión se despliegue y crezca.
Desde este lugar, podemos ofrecernos a la ayuda y al servicio con humildad,
sin correr el riesgo de creer que somos nosotros quienes ayudamos, sino
recordando la Fuerza Mayor que, a través nuestro, sirve. Esto no nos exime de la
responsabilidad de autosuperarnos cada día para poder ofrecernos como los
mejores instrumentos posibles y ser tomados por el espíritu del Amor al servicio.
Está en nuestras manos pulir nuestro ego, comprometiéndonos con nuestro
camino de transformación para que nuestro accionar sea límpido, con respeto y
humildad. Ahí nos mantenemos serenos, en un estado de quietud interior, y nos
inclinamos a la Fuerza de Amor que lo mueve al otro, que nos mueve a nosotros
y que determina el encuentro. Así, nos ofrecemos cada día un poco más puros de
aquello que, desde la piedra sin pulir, aún contamina y obnubila nuestra visión.
Como dijo Bert Hellinger: “Llevar la cabeza en alto cansa. La felicidad la
encuentra quien se inclina”.
La buena ayuda
Ayudar es una cualidad que nos singulariza como seres humanos. Como tales,
somos dependientes tanto de la ayuda que necesitamos de los otros para
desarrollarnos, crecer y desenvolvernos en una vida en la que todo es parte de un
constante devenir, todo cambia continuamente, como también de la necesidad
de ofrecer nuestra ayuda: un impulso interior al cual necesitamos hacerle lugar.
Por lo tanto, al ayudar a los demás, nos estamos ayudando a nosotros mismos.
Desde las comprensiones ofrecidas por Bert Hellinger para que la ayuda que
ofrezcamos resulte una buena ayuda, respetar el equilibrio entre el dar y el tomar
se hace indispensable.
Para que la ayuda sea efectiva, debe ser recíproca en las relaciones personales
que nos encuentran con los otros en un nivel de pares, entre iguales. Al respetar
la compensación entre lo que damos y tomamos, ese amor en forma de ayuda
circulará, y la relación podrá mantenerse en el tiempo.
Por ejemplo, en una relación de pareja, entre amigos, entre compañeros… si la
ayuda en el tiempo se ofrece indistintamente entre uno y otro cada vez que es
solicitada o la pedimos, la relación tendrá un buen pronóstico. Si, en cambio,
siempre escuchamos al otro cuando lo necesita y, cuando le pedimos su escucha,
habitualmente, no lo encontramos; si, cuando nos piden asistencia en diversas
tareas, cuentan con nosotros, pero, cuando requerimos lo mismo, no obtenemos
respuesta; si, cuando necesitan de nuestro abrazo, lo ofrecemos y, cuando
necesitamos contención, no la encontramos… Inevitablemente, para respetar el
Orden de la Compensación aplicado a la ayuda, comenzaremos a sentir la
necesidad de ayudar menos a esa persona o, directamente, a retirarle nuestra
ayuda.
Necesitamos ayudar para compensar dentro de nosotros la ayuda obtenida
antes en alguna circunstancia. Así, recuperamos la calma interior. Cuando
ofrecemos nuestra ayuda, tenemos autoridad moral para pedirla.
Muchas veces, nos encontramos en situaciones en las que, detrás de la
necesidad de ayudar, se oculta aquello que no somos capaces de pedir.
Cuando recibimos la ayuda en relación con lo que solicitamos, necesitamos a
nuestro tiempo brindar ayuda para, así, recuperar el equilibrio en el alma. En
cambio, cuando recibimos ayuda y no la brindamos, nos arriesgamos a perder lo
tomado. De la misma manera, cuando ofrecemos nuestra ayuda y no es
recíproco, el deseo de seguir dando se debilita.
Todo responde a la búsqueda de una armonía interior en nosotros mismos
para estar en equilibrio entre lo que ofrecemos y lo que brindamos como ayuda.
Alcanzar la armonía con el otro solo es posible si el intercambio entre ambos se
respeta. No tiene que ser lo mismo, pero sí la ayuda tiene que tener el mismo
valor para el que la ofrece y para el que la recibe.
A veces, ayudar es decir no; es retenernos y no ofrecer cuando no tenemos para
dar lo que el otro tiene como expectativa, o cuando queremos ayudar en
ocasiones en que el otro no lo necesita, o cuando ofrecemos más de lo que el
otro puede tomar. De lo contrario, si no nos resistimos, ponemos en peligro la
relación.
Esto no es aplicable a la relación entre padres e hijos, en la que, naturalmente,
se produce un desequilibrio, ya que lo dado por ellos no lo podemos compensar
en la reciprocidad. De lo recibido y tomado de los padres, surge el impulso de
ayudar a otros, tanto como una actitud cotidiana como en situaciones límites.
Además, podemos abordar la ayuda dentro de encuadres profesionales, como
los médicos, psiquiatras, psicólogos y todo tipo de actividad que lleve implícita la
acción de ayudar. Por ejemplo, los médicos y colaboradores que asisten en
lugares de guerras o quienes acuden a lugares donde hubo una catástrofe natural
para ofrecer su ayuda.
En ciertas circunstancias, la ayuda requiere de un saber y de una destreza
especiales: hay quienes son instrumentos del Espíritu —como los médicos—
para obrar sobre la vida y la muerte o quienes asisten a otros en el desarrollo y en
la realización personal.
Cuando los ayudadores nos ofrecemos estando alineados con las Fuerzas más
Grandes, nos inclinamos ante ellas y asentimos desde el respeto ante el destino
del otro, sea en su vida o en su muerte. Solo el Espíritu determina quién llega y
quién se va.
Aquí también se vislumbra el peligro de quedar identificados en el ego
espiritual, cuando se toma en manos propias el destino de una persona. Son
comprensiones que nos vuelven humildes ante el Espíritu que nos mueve. Y, en
esa concordancia, reconocemos hasta dónde estamos autorizados a ayudar,
respetando el alma del otro y la nuestra. Y, a veces, retirarnos es la ayuda que
debemos ofrecer, asintiendo a todo tal como es, inclinándonos ante la Fuerza
Mayor que nos guía.
Ofrecernos al servicio
A través del servicio, el Amor más Grande se expresa. Es el lenguaje universal.
Cuando nos disponemos a servir como resultado de haber integrado los
Órdenes del Amor, que son los Órdenes de la Vida, no como una forma
encubierta de querer salvar al otro, tal como a nuestros padres cuando estamos
en una conciencia infantil y arrogante —o como una forma de pretender evitar
mirar lo que aún está pendiente para ordenar dentro de nosotros—, estamos
listos para dar un salto en la conciencia.
Al ir tomando el amor de nuestros padres, comenzamos a vibrar en una
frecuencia de amor que irradiamos al universo y respetamos naturalmente los
Órdenes del Amor con los otros con quienes nos relacionamos. Y ya no es algo
que resulta de un proceso de reflexión, sino que es su consecuencia natural. Es
ahí cuando comenzamos a extender las fronteras de nuestro yo, y surge el
impulso desde el alma de ofrecernos al servicio como una forma de vida, como
un estilo de vida.
Y todo comienza a cobrar nuevas dimensiones en el Amor que nos encuentra
con los otros, al mismo tiempo que nos eleva a una dimensión más impersonal,
hacia donde todos somos conducidos para recordar que somos Uno, más allá de
la aparente diversidad.
Recuerdo las palabras del físico alemán Albert Einstein: “Solo una vida vivida
al servicio de los demás merece ser vivida”.
Hay relaciones en las que, sin conocer al otro, decidimos ofrecer nuestro
servicio a través de nuestro tiempo o de nuestros conocimientos, como, por
ejemplo, en las causas sociales o colectivas.
Esto que donamos pasa a ser parte de un movimiento más Grande que nos
toma a Su servicio junto con el otro, sin que sea necesaria una compensación en
la relación misma, sin que tengamos que respetar naturalmente la reciprocidad.
Y no esperamos nada del otro a cambio; solo servimos al otro, servimos a la Vida
y somos felices.
Cuando, en la conciencia espiritual, nos encontramos con los otros, algo más
Grande nos toma y nos entregamos a esa Fuerza Mayor. Sabemos que, en esa
relación, no somos ni tú ni yo. Es el Espíritu en nosotros. Es un pasaje del yo al
nosotros y del nosotros al Uno.
Es la más alta disciplina espiritual y tiene un doble efecto: por un lado, nos
permite diluir el ego cada vez que servimos, por la transformación que genera el
servicio en nosotros, y, por el otro, nos colma de alegría, de bendiciones y revela
lo esencial en nosotros: nuestra naturaleza Divina.
Cuando nos ofrecemos al servicio de la Vida, somos los primeros servidos por
ella.
Lo que ofrecemos como servicio no es comparable con lo que el servicio hace
por nosotros.
El servicio nos vuelve más desapegados, más humildes, más compasivos, más
puros de corazón y más amorosos. Nos recuerda que, a través de él, nos
encontramos unos con otros.
El servicio es amor. Como seres humanos, amamos, porque somos Amor.
Servimos al semejante; servimos al Espíritu mismo. Y, en esta conciencia, nos
ofrecemos al servicio y entregamos a lo Grande los frutos de nuestras acciones.
Nuestro cuerpo, como templo del alma que es, nos fue dado para servir a los
otros y a nosotros mismos.
En el Antiguo Testamento, por ejemplo, se ofrecía como servicio el lavado de
pies a los viajeros que llegaban desde tierras lejanas para darles la bienvenida y
aportarles limpieza, frescura y bienestar.
En el Nuevo Testamento, durante la Última Cena, Jesús lava los pies a sus
doce apóstoles, con total humildad y al servicio, como modelo y testimonio de la
igualdad que nos encuentra a todos. Él, como servidor, nos muestra la pureza de
corazón desde la cual venimos a servir.
Hemos nacido para servir, no para dominar. En este sentido, todos servimos al
mismo Espíritu a través de los otros. A través de él, tenemos la posibilidad de
progresar en nuestra evolución. Él nos invita a elegir ver lo bueno, hacer lo
bueno y ser lo bueno como parte de nuestro despertar. Y estamos recuperando
colectivamente la memoria.
Todas las acciones que ofrecemos al servicio tienen, entre otros, el objetivo de
purificar nuestros pensamientos, sentimientos y emociones. A través del servicio,
nos entrenamos en ofrecernos en causas que no dañen a los otros ni a nosotros
mismos. Vamos alcanzando pensamientos edificantes, palabras que alivian y que
confortan y actos que ayudan.
A veces, no estamos dispuestos a servir. En esos casos, evitar causar daño es una
forma de hacer un buen servicio.
El amor se pone en acción a través del servicio. En ocasiones, es suficiente una
palabra, un abrazo, una mirada, una sonrisa, una actitud amorosa. Como dijo la
Madre Teresa de Calcuta: “No podemos hacer grandes cosas, pero sí cosas
pequeñas con un gran amor”; “Lo más importante no es lo que damos, sino el
amor que ponemos al dar”.
Y, a medida que vamos ampliando nuestro nivel de conciencia espiritual, una
catarata de Amor en acción, Amor a través del servicio, otorgado por lo más
Grande, sucede como resultado de un agradecimiento incondicional a la vida
recibida y a la Vida misma.
Lo tomado, que, a través de nuestros padres, como regalo nos llegó, fue
intencionado por la Fuerza Creadora. A través del servicio, nos ofrecemos a ella
en ese mismo amor y con la misma gratitud. Y, así, vamos compensando tanto lo
otorgado en la Tierra como en el Cielo dentro de nosotros. El Espíritu reside en
nuestros corazones y, a través del servicio, realizamos esta Verdad como lo que
es: el camino ideal para alcanzarlo.
Percibo que, en el tiempo, como Humanidad, iremos logrando esta amplitud
de conciencia, en la que la visión se expande hacia el Todo y hacia todos.
Como mencionó el poeta bengalí Rabindranath Tagore: “Dormía y soñaba
que la vida era alegría; desperté y vi que la vida era servicio; serví y vi que el
servicio era alegría”.
Cuando nos ofrezcamos de manera tal que lo personal esté cada vez más
integrado a la espiritualidad; cuando la compensación sea alcanzada no solo
cuando el otro nos brinde lo que necesitamos, sino cuando, además —o por
sobre todo— el bienestar, la alegría, la realización del otro, a través de lo que
pudimos ofrecer como instrumentos, sume bienestar, alegría y felicidad a nuestra
existencia, esa será nuestra compensación más profunda. Es un despertar que ya
iniciamos.
En uno de los grupos de meditación que coordiné, una amiga muy querida —a
quien le agradezco que me permitiera compartir su historia— comentó que, en
estado meditativo, se le había presentado una imagen en la que había visto, a su
izquierda, a un monje franciscano girando sobre sí en el sentido de las agujas del
reloj, y había aparecido la imagen del rostro de Jesús mirándola amorosamente.
Al concluir el encuentro, me comentó qué le había llamado la atención de lo
que se le había mostrado durante la meditación, en la que se había preguntado
acerca del tiempo que había llegado, sin tener respuesta aún. Cuando llegó a su
casa, recibió la noticia de que una de sus amigas, que vivía en España, esperaba a
su primera hija. Graciela sintió una alegría enorme por la buena nueva y,
además, algo muy especial que no supo descifrar hasta unas semanas después...
Lo que sí decidió a partir del estado interior en el que se encontraba fue seguir
su impulso y cambiar de planes. Suspendió los compromisos que tenía y se
dedicó el resto del día a ella misma. Unos días más tarde, al regresar de un viaje
con su pareja, supo que su propio hijo estaba en camino. El tiempo había llegado
y el Universo se lo había anticipado.
Corría el año 1992 y comencé a buscar una casa a donde mudarme porque las
circunstancias así lo ameritaban. Con algunas resonaba, pero sin tener la certeza
de que una de ellas era la indicada. En una de esas búsquedas, llegué a una casa
donde me sentí bien al comenzar a recorrerla hasta que, de pronto, me encontré
con aquello que hizo latir fuerte mi corazón: una parra.
Por mis historias familiares, las parras siempre han tenido una importancia
particular. Me conectan con el amor familiar, con la infancia, con el recuerdo de
los encuentros durante mi niñez, cuando compartíamos la vida bajo su cobijo y
su sombra... Ese encuentro causal, esa coincidencia significativa que me
sorprendió gratamente, me llevó, de manera instantánea, a tomar la decisión.
Supe que era mi próximo hogar. Y comparto con alegría que así resultó; el
tiempo contó que se trató de la decisión adecuada. Gracias a lo Alto, Gracias a lo
Grande, Gracias a la Vida.
Frases sanadoras
Desde hace mucho, me pregunto hacia dónde somos llevados por la gran
expansión de la conciencia que estamos viviendo en relación con las memorias
espirituales, que esperan ser reveladas y recordadas en cada uno de nosotros y
más allá de nosotros mismos.
Mientras experimentamos este tiempo de transición, muchos ya hemos
reconocido —y otros lo están percibiendo— la importancia de sabernos parte de
nuestra familia de origen y hemos tomado conciencia acerca de lo que habita en
nuestra alma debido a nuestra pertenencia a ella y que imprime nuestras vidas,
junto con lo propio que traemos.
También muchos hemos hecho lugar —y otros lo están haciendo— a las
Fuerzas más Grandes que nos guían y que nos encuentran siendo parte de una
red más abarcativa que la propia familia. Ya no sentimos solo el amor familiar,
sino que empezamos a ser capaces de conectarnos con el Amor más Grande, la
Fuerza Creadora misma.
A partir de las comprensiones compartidas y de todos los movimientos que
fuimos haciendo de forma individual y junto con todos los otros que están
comenzando con sus propias búsquedas, esas inquietudes se hicieron más
presentes.
Tanto amor se nos ha dado en la Vida: nuestros padres, nuestra familia de
origen, nuestros maestros, nuestros amigos y compañeros, nuestras parejas…
¿Para qué? Sin ninguna duda, entre otros propósitos, para ofrecerlo al servicio de
nuestras vidas y a los demás, oportunamente.
¿Cuál es el próximo paso? Responder al llamado es una decisión que tenemos
que tomar, una responsabilidad y un compromiso con la vida que venimos a
asumir, y contamos con toda la asistencia. Porque el Espíritu nos ama a todos
por igual.
Desde siempre, sentí esa voz interior que me invitaba a alcanzar una conciencia
más abarcativa, una puerta de entrada a lo trascendente, a lo excelso y a lo
sublime que todavía, en esos momentos, no había podido nombrar.
A ese llamado, en algún momento de la vida, de una manera u otra, todos
somos convocados a responder y, así, iniciar el viaje hacia nuestro propio
interior, donde solo es el Ser, y cada uno a través de sus experiencias. De este
modo, somos invitados a recordar la Divinidad inherente en nuestros corazones.
Porque solo podemos reconocernos en nuestra humanidad si ella está
sustentada en algo Mayor.
Para este despertar, el Camino, el Tao, nos propone dar pasos, atravesar etapas,
recorrer procesos, cerrar y abrir nuevos ciclos que vamos transitando a su tiempo
para recordar la sabiduría de nuestra naturaleza espiritual. Al reencuentro de la
Luz que somos en esencia y, así, ser guiados por ella.
Mi propio recorrido
A partir de mis treinta años, estas experiencias comenzaron a ser parte de mi
vida. A través de algunas actividades de servicio de las cuales, en aquellos años,
participaba, percibía que las formas de relacionarme y encontrarme cobraban un
matiz diferente al conocido; se hacían cada vez menos personales. Esas relaciones
se impregnaban de una impersonalidad sagrada. El yo quiero, el yo deseo, lo que a
mí me gustaría iba perdiendo fuerza y el nosotros empezaba a tomar cuerpo.
Había una identidad nueva gestándose en esa vivencia que transformaba lo
singular en plural.
Era un estadio de conciencia nuevo para mí: el plural nos encontraba en un
propósito común que se manifestaba a través de una actitud de servicio mutuo y
de cooperación. Todo sucedía dentro de un grupo que tenía como objetivo el
desarrollo espiritual y el servicio a la comunidad.
La tarea que compartía me llevaba a practicar este pasaje del yo a ser en la
conciencia del Uno con los demás todo el tiempo. ¡Era maravilloso! Resultaba
posible darme cuenta de qué manera todo fluía naturalmente hacia la solución
cada vez que una diferencia sucedía, si miraba hacia mi interior cuando mi ego
aparecía priorizando el bien común o si este último se imponía en mi conciencia.
Al mismo tiempo, cuando algo aportaba desde mí, los demás también hacían el
mismo trabajo sobre sí. Desde ese bien común, lo que me volvía y retornaba
estaba al servicio de mi evolución.
Fueron años de muchísimo aprendizaje. Los transité sostenida por algo más
Grande que me invitaba, todo el tiempo, a mirar mis propios aspectos egoicos,
mientras, en simultáneo, comenzaba a potenciarse una búsqueda interior hacia lo
que nunca imaginé que iba a descubrir y encontrar.
La práctica del servicio, como actitud, como amor en acción, me iba invitando
a alejarme de la mirada que separaba, que fragmentaba y que solo veía dualidad,
tal como sucedía cuando la mente dirigía nuestras apreciaciones. En cambio, me
proponía observar y contemplar los acontecimientos y sucesos con otros ojos,
con los ojos del Espíritu, que solo veía el amor, que solo veía Unidad. Estaba
recordando que la vida era servicio. Y, ante eso que se revelaba, lo cambiaba
todo.
Durante esos años, en ese andar, algo en relación con la reverencia y con la
devoción que conducía todo aquello comenzaba a crecer en mi interior.
Por primera vez, empezaba a reconocer y a asentir que los lazos que iba
construyendo con los otros me permitían experimentar lo que, desde siempre,
venía escuchando como familia espiritual y en lo que el espíritu de hermandad se
iniciaba en mí con plena conciencia de ser parte de una misma red.
Con el tiempo, comprendí lo fundamental e imprescindible que era ordenar el
amor en relación con nuestro sistema de origen; tomar el amor y agradecer
incondicionalmente la vida recibida.
Fui experimentando que los desórdenes que manteníamos en nosotros mismos
nos encontrarían con los otros para poder ordenar lo pendiente en relación con
el sistema familiar primario. Y, así, lo ordenado en este extenderse e impregnar
las nuevas redes que íbamos construyendo en el camino.
Ser conscientes de nuestro propio lugar en relación con nuestros padres y
ancestros, es decir, de nuestra primera red, que es la familiar, es prioritario. Así,
nos disponemos a no trasladar los desórdenes sistémicos a los lazos que nos
encuentran con los demás.
En esta conciencia de red universal, todos somos iguales ante las Fuerzas
Superiores que nos guían como lo que somos en esencia: una sola familia.
Las Constelaciones Familiares, en todo su desarrollo hasta el presente, hicieron
un aporte fundamental para que yo pudiese hacer cada uno de estos
movimientos con la mayor conciencia posible que se me fue permitiendo en cada
paso. Me posibilitaron integrar lo aprendido en el alma y, así, estar cada vez más
disponible para la Vida. Este recorrido me invitó a reconocer otras dimensiones y
sentidos que traen plenitud, y a lograr un estado de contento y una comprensión
que me permiten, día a día, seguir integrando el cielo y la tierra dentro de mí.
A diferencia de las relaciones personales cuando están atravesadas por los egos
y, por ende, hacemos identidad en el yo, en estos lazos, no hay trazas de dolor o
sufrimiento; no hay especulación, conveniencias ni manipulación. Para esto,
disponernos a mirar hacia nuestro interior es parte de nuestro diario vivir para
que el discernimiento y la conciencia nos permitan reconocer qué es propio y
qué es del otro. Lo vemos y lo integramos porque sabemos que lo que viene del
otro siempre es desde su mejor intención.
Cuando nos encontramos con los demás en la conciencia de hermandad, el
asentimiento —es decir, el decirle al otro sí— es una experiencia cotidiana que
brota desde el alma y, de esta manera, la vida empieza a volverse más fácil. Y
nunca es a costa de uno, sino, por el contrario, el intercambio, la reciprocidad
natural que sucede, suma dicha y bienestar a nuestras vidas. El SÍ nos abre las
puertas hacia una vida mejor para un mundo mejor.
Todos los que hayamos empezado a conectarnos con otros a quienes
reconocemos como hermanos del alma sabemos que nos encuentra la
colaboración, el estar disponibles, el cuidado, el hacernos el bien y la disposición
permanente de servir al otro. Los caminos empiezan a despejarse porque el otro
soy yo y así lo vivimos. Cuando le hacemos lugar a la necesidad del otro,
también se nos facilita reconocer la de uno; el descanso del otro facilita que sea
más fácil el propio; el bien del otro es el bien de uno.
Tenemos el impulso de hacer por el otro lo que hacemos por nosotros y,
quizás, más. Y ahí descubrimos cuánto más somos capaces también de hacer por
nosotros. Porque, en esta conciencia, el otro soy yo, y yo soy el otro. Amamos al
otro porque, al amarlo, nos amamos y, al amarlo, respetamos su libertad y nos
damos el respeto; la felicidad del otro suma felicidad a la mía.
Practicamos el amor en acción. Es mutuo. Son roles de sostén intercambiables.
Compartimos un código de valores. Cuando uno se pierde, el otro lo mira.
Relajamos, confiamos y experimentamos ese lugar. La comunicación es abierta y
transparente. Es una apertura en la que la confianza y las motivaciones puras nos
encuentran. El aprendizaje de uno es el aprendizaje del otro. Y, así, la vida se
hace mucho más fácil.
Cuando nos reconocemos atravesados por este sentimiento, sabemos que ya no
puede ser de otra manera. A veces, es a uno que le toca abrir la puerta, y tenemos
la certeza de que el hermano del alma está a nuestro lado y en la retaguardia. Y
podemos dar ese paso. Nos sostenemos: es recíproco.
Mientras cada uno hace su propio camino, ahí estamos. Solo saber que el otro
existe nos alivia, hace mucho bien. Escuchamos su silencio y lo respetamos
naturalmente. Y sentimos permanente gratitud por estar presente aun estando
lejos.
En la hermandad, somos conscientes de que cada uno es una especie de
antorcha de luz. Nos recordamos que venimos a encender la lámpara del amor
en nuestros corazones para que, cada día, brille más y con más esplendor, como
dice uno de mis Maestros. Somos portavoces del mismo Espíritu, del Mismo
Amor. Servimos al mismo propósito. Cada uno desde su propio proceso de
transformación, a su tiempo, vibrando, irradiando y encontrándonos en el amor.
Somos, simultáneamente, unos testimonios de los otros. Para que, a través del
camino del amor, nos encontremos con nosotros, con los otros, como hermanos
del alma que comparten el camino de la Vida.
Como parte de la familia espiritual que vamos construyendo, nos espejamos
para ser cada vez mejores seres humanos, mejores servidores de la Vida, tanto
para reconocer nuestras virtudes como los aspectos que aún nos alejan de nuestra
esencia. Y los que llegaron antes sembraron estas primeras semillas para que esta
conciencia colectiva trascendiera un espacio físico y estuviera disponible para
todos.
Flor de Loto
Cuando estamos siendo parte de esta conciencia universal, el camino del
despertar y del crecimiento espiritual se facilita y se potencia.
La Flor de Loto simboliza nuestro desarrollo como seres humanos partiendo de
los niveles inferiores de conciencia hacia los niveles más elevados. Así como, a
través del apogeo de su crecimiento, se convierte en una hermosa flor, como
seres humanos, nuestro desarrollo y progreso nos lleva hacia la autorrealización y
al encuentro con nuestra esencia.
Y esto sucede a medida que vamos despertando y reconociendo quiénes somos
en todo nuestro potencial, tanto personal como espiritual.
Cada uno de nosotros venimos a reconocernos como la Flor de Loto, que crece
en el fango en el cual nace y despliega sus pétalos cuando el sol se eleva al cielo,
tal como nosotros, a lo largo de la vida, tenemos la posibilidad de ampliar y
elevar nuestros estados de conciencia.
Tomando el fango o el lodo como metáfora, lo reconocemos en nuestro
interior cada vez que nos conectamos con nuestros dolores, nuestros apegos,
nuestros sufrimientos, nuestros pensamientos contaminantes y todo aquello que
represente nuestros aspectos egoicos. A partir de allí, podemos hacerles lugar y
transformarnos. Así estaremos disponibles para resurgir hacia una vida plena y de
elevación espiritual.
Esto es aprender a estar en el mundo sin dejar de reconocer nuestra verdadera
identidad, que no es material, sino espiritual.
La flor pasa por el barro, por el agua y por el aire hasta llegar a atravesar la
superficie de los estanques o las lagunas. Se dirige hacia el sol y es iluminada en
su totalidad. Así, partimos de la ignorancia y, a través del trabajo interior, con
esfuerzo y siguiendo nuestros propósitos y anhelos más profundos, nos dirigimos
hacia nuestro desarrollo, hacia nuestro despertar.
Cuántas veces nos preguntamos acerca de ciertas experiencias dolorosas vividas;
por qué tener que atravesar situaciones difíciles; por qué sostener el sinsentido en
algunas relaciones; por qué la vida se pone por momentos tan compleja; cuántas
veces nos preguntamos por qué tenemos que transitar lo que no queremos o no
entendemos, que, tal vez, hasta trae dolor y nos causa daño… Y también
podríamos hacernos cada una de estas mismas preguntas reemplazando por qué
con para qué.
Lo que sí sabemos es que no seríamos quienes somos, ni podríamos llegar a ser
quienes potencialmente somos, si no hubiésemos pasado todo ese tiempo
sumergidos en el lodo interior intentando salir a la superficie como ella,
reconociendo nuestra fuerza interior para elevarnos en un camino de ascensión
espiritual.
De esta forma, progresivamente, vamos reconociendo aquello que es parte de
nuestro ego, iluminando nuestras sombras, haciendo consciente lo inconsciente y
recordando nuestro origen espiritual.
Se la valora en su pureza porque puede crecer en medio
de aguas estancadas y mantenerse totalmente libre de impurezas, con toda su
belleza y perfección. Por eso, representa la pureza —tanto física como espiritual
— y se la considera sagrada. Al igual que así lo somos en nuestra esencia.
Como dice el soneto de Francisco Luis Bernárdez: “Porque después de todo he
comprendido que lo que el árbol tiene de florido vive de lo que tiene sepultado”.
La Flor de Loto crece, habitualmente, en la India y en la China, y, por sus
características y significado espiritual en el camino de la vida, podemos
encontrarla en muchos dioses y diosas del hinduismo asociada con ellos. Por
ejemplo, en Ganesha, el Dios de la sabiduría que otorga discernimiento,
protección y libera los obstáculos del camino del aspirante espiritual, que porta
una Flor de Loto en uno de sus brazos, o en Lakshmi, la Diosa de la abundancia
y la prosperidad, que está sentada sobre una Flor de Loto totalmente abierta, al
igual que en la Diosa Gayatri, la Gran Madre, o en el Dios Brahma, que es el
Dios de la Creación…
Sabernos como la Flor de Loto es una invitación a desarrollar en nosotros el
conocimiento, la sabiduría que ya es en nosotros, a reconocer nuestros dones y
virtudes del alma y del corazón: el amor, la piedad, la compasión… A
reencontrarnos con el anhelo humano más puro y profundo de elevación
espiritual.
La fuerza de la devoción
Todo lo que existe es una Gracia. Somos resultado de una Gracia. Nuestra vida
es una Gracia porque lo esencial y todo lo que viene y es junto con ella nos es
regalado.
Reconocer la Gracia es uno de los caminos para despertar a la devoción, que
también se nos es regalada.
De niños, así mirábamos a nuestra madre. Un sentimiento de devoción nos
unía a ella, cada vez que nos abrazaba, nos alimentaba, nos arrullaba… Esa
huella nos habita, más allá de nuestros recuerdos. Alguna vez, todos sentimos ese
amor devocional y nos hallábamos en el paraíso mismo. Y es esa huella, esa
memoria, la que nos mueve a buscar nuevamente esa conexión que, alguna vez,
al crecer, perdimos.
La devoción trasciende las filosofías y las religiones; sin embargo, es inherente a
todas ellas. A veces, despertamos a la devoción a través de una revelación, de un
milagro, de una resolución inesperada, de un encuentro impredecible, de una
sanación, de una Gracia… y allí reconocemos al Espíritu obrar en nuestras vidas.
Y, otras veces, es su consecuencia.
En el espíritu de la devoción, todas son Uno. Y, junto con la entrega, nos
permite trascender este mundo de ilusión y fundirnos —aunque más no sea por
unos instantes— con la Fuente de Amor.
Podemos experimentar las Constelaciones como una práctica espiritual; ellas
hablan el lenguaje del amor. Revelan el camino hacia la reconciliación y la Vida,
y nos muestran cómo sintonizarnos con esta Fuerza Mayor. Y muchos ya hemos
experimentado cómo el alma lo celebra cuando así resulta en nuestro interior. Es
uno de los caminos —como la meditación, la respiración consciente, el yoga…
entre otras prácticas espirituales como las que existen— que nos permiten
despertar a la devoción y, así, poder experimentarla con conciencia en tantísimas
ocasiones cuando, en el silencio interior, en la quietud de la mente…
conectamos con ella.
Con la actitud devocional y la entrega, nos dejamos mover
por lo más Grande hacia la orilla, donde lo que resulta es para nuestro más Alto
bien. Y, cada vez que inspiramos ese Amor, reconocemos obrar a la Divinidad en
nuestras vidas. La devoción nos permite experimentar la entrega a aquella
Instancia Superior que nos ama y encontrar la felicidad solo en la Unidad:
primero, con nosotros mismos y luego con los demás.
La devoción es el camino más fácil para obtener la Gracia. Porque el Amor no
busca recompensa; es la recompensa misma.
¿Por qué tenemos sed del Amor del Espíritu? Porque todo y todos somos Sus
creaciones y no podemos existir sin Él. Este Amor reside en nuestros corazones, y
nuestro deber es realizar esta Verdad en nuestras vidas. Por ejemplo, a través de
la compasión que podamos desarrollar hacia todos, irradiamos la devoción al
Espíritu en cada uno.
Como dicen los Maestros: “Donde hay devoción, hay entrega; donde hay
entrega, hay amor; donde hay amor, está el Espíritu, y donde está el Espíritu,
hay bendición”.
Cuando nos encontramos con los hermanos del alma, compartimos una
actitud devocional al Ser del otro, a la Vida, al Propósito y a la Misión: cada uno
en la suya propia, que, al mismo tiempo, convergen en la Unidad que a todos
nos encuentra. Y se nos es facilitado entrar en coherencia con lo Superior.
Recuerdo, en una oportunidad, estando en una comunidad espiritual en la
India, ser parte de un grupo de miles de personas que pertenecían a diferentes
países, practicaban distintas religiones, con diferentes niveles socioculturales,
hablaban diferentes lenguajes, eran parte de diferentes castas… y todas con una
actitud devocional al Maestro, ante quien, más allá de las diferencias personales,
nos reconocíamos unidos por la devoción. Y cada uno tomaba su lugar y
realizaba su proceso espiritual en la vida, al mismo tiempo que, en este nivel
devocional, nos sabíamos Uno.
Esa imagen la conservo en mi alma como un fractal, tal vez, de lo que espera
para la humanidad de vivir en una conciencia sagrada: recordarnos como seres de
luz, semillas estelares en este concierto cósmico.
Sat-Chit-Ananda:
nuestra naturaleza divina
Somos expresiones del mismo Espíritu; encarnamos el principio Divino Sat-
Chit-Ananda: somos Ser-Conciencia
-Bienaventuranza.
Todos nuestros pesares y sufrimientos devienen de la ilusión de la separación entre
unos y otros y con la Fuente Divina.
Al reconocernos como la Flor de Loto, tantas de nuestras preguntas
existenciales en cuanto al Camino, la forma de transitarlo, por dónde nos
encontramos, podemos responderlas a través de la repetición o meditación con
los mantras. Así, podemos despejar nuestras creencias sobre nosotros mismos
para acercarnos y recordar progresivamente nuestro origen sagrado. El Sat-Chit-
Ananda es uno de los mantras a través del cual se nos recuerda nuestra naturaleza
Divina.
La Divinidad que somos está presente en todos, tanto en forma manifestada
como no manifestada; quiero decir tanto en el mundo visible como no visible.
En cada ocasión en que despertamos a una nueva visión sobre nosotros
mismos, cobramos la posibilidad de recordar que, en la esencia del Ser, somos
Amor, sabiduría y felicidad plena.
Cada vez que hacemos identidad en una dimensión inferior al Ser (Sat),
quedamos atrapados en la incertidumbre, en la inseguridad, en los temores, en
no saber quiénes somos; nos sentimos perdidos, confusos, atrapados en la ilusión
de la separatividad.
Cada vez que no recordamos que somos conciencia pura (Chit), fácilmente,
caemos en los cuestionamientos y en las interpretaciones de la mente y nos
encontramos juzgando, criticando, señalando, proyectando… y vamos como
tumbos por la vida, sin saber por qué las cosas no son como creemos, por qué el
otro no reacciona como esperamos, por qué los demás se ofenden, se enojan, nos
dan vuelta la espalda…
Y, cada vez que no asumimos que somos Ananda (Bienaventuranza), nuestra
verdadera naturaleza, ante cualquier resultado que contrariara al ego, el disgusto
y el abatimiento y el sentirnos desdichados se apropian de nosotros. La
Bienaventuranza es nuestra verdadera naturaleza.
Solo en el silencio de la mente, acallando el monólogo interior, la voz de
nuestra sabiduría más profunda puede ser reconocida.
El camino de la vida nos posibilita, permanentemente, poner en práctica el
conocimiento y aprender de la experiencia junto con las dificultades y obstáculos
que nos trae para completar el proceso de purificación de todo aquello que
contamina y nos aleja de nuestra esencia espiritual. No hay rosas sin espinas.
En nuestra propia vida, en nuestro comportamiento a través de la búsqueda
personal y espiritual, estamos despertando a la Verdad, en la que vamos
recordándonos como chispas del mismo Espíritu Divino, trabajando cada uno
desde su propio lugar en Amor y Unidad, sostenidos por la misma red.
Poder mantener esta mirada nos permite, aun en los desafíos y conflictos de la
vida, no perder de vista la oportunidad que se nos está dando para recordar
nuestra naturaleza Divina y reconocer la Unidad en la diversidad.
Del yo al nosotros
Más allá de las creencias o juicios que tengamos sobre nosotros mismos, cada
uno es una semilla fundamental en este proceso en el que estamos despertando.
Y muchos hemos comenzado a reconocer, en retrospectiva, todo aquello que
aprendimos a través de los retos y los obstáculos que fuimos encontrando en el
camino. Todos ellos nos impulsaron a ir hacia la propia Verdad para estar, así,
disponibles para este tiempo.
Esta conciencia, que viene ya desde hace un tiempo emergiendo y que a cada
uno nos viene llamando a nuestro tiempo y forma, nos compromete a ser quienes
verdaderamente somos, con el vértigo que implica hacerle lugar a lo desconocido
en nosotros y a lo nuevo que experimentamos.
Resulta así cuando vamos soltando esos aspectos en los que hicimos identidad
y hacemos lugar a lo que aún no sabemos: acontece cada vez que dejamos
nuestras zonas de confort. Cada vez que, en eso desconocido, nos atrevemos a
hacer espacio a lo nuevo. Porque, si algo tenemos, es la certeza de seguir el
camino.
Este tiempo nos encuentra despertando a una sensibilidad colectiva. Es una
inteligencia vincular en la que estamos cruzando un puente en la conciencia del
yo al nosotros, a través de los lazos existentes, y, muchas veces, sutiles, que nos
ligan. Es una apertura a otro nivel. No solo se trata de los cambios y
transformaciones que, en lo personal, estamos haciendo, sino de un cambio en el
sistema de valores, en el que la cooperación y la asistencia se imponen. Es un
despertar espiritual y cultural, en el que está emergiendo una visión del mundo
totalmente nueva, renovada.
Sabemos que el Todo es algo más que la suma de las partes, como sostiene la
escuela de la Gestalt. Cada vez que somos capaces de reconocer lo que es más allá
de las formas o de lo visible, vamos recuperando la visión de lo esencial que nos
encuentra con los otros: en síntesis, el reconocernos como espejos, el recordarnos
como Uno, el estar junto con los otros en conexión con lo Grande ofreciéndonos
al servicio del Propósito Mayor y compartiendo valores y la espiritualidad como
camino.
Como parte de este cambio de paradigma, reconocemos cómo las relaciones de
la familia espiritual facilitan el despertar natural y amoroso a las propias
capacidades, potencialidades y habilidades; nos posibilitan recordar nuestra
naturaleza más sensible, amorosa, compasiva y nuestras cualidades divinas que
laten en nuestro interior. Esta visión de caminar junto con otros nos fortalece,
nos integra, nos devuelve a la Verdad.
Siempre están basadas en el propósito genuino. Y, así, nos vamos preparando y
disponiendo a nuevas formas de encuentro, en un nuevo entramado que
atraviesa toda nuestra vida: en lo personal, en lo social y en lo colectivo.
Esta red, al pulsar al unísono con los latidos del Universo, está en un constante
proceso de cambio y transformación. Y lo sabemos. Y asentimos. Soltamos las
certezas, ni siquiera las buscamos, ya que la evolución es lo primordial, tanto la
propia como la de los otros. Es un nuevo paradigma que está en constante
movimiento.
Juntos, comenzamos a hacer espacio a dejarnos sorprender por la Vida y
hacemos lugar a lo que ella nos brinde como lo nuevo.
Estamos atravesando un tiempo de metamorfosis que nos propicia recuperar la
memoria de nuestra naturaleza espiritual, que nos pide morir para renacer, diluir
el ego para trascender, soltar los apegos para hacer espacio al buen amor y
reconocernos como instrumentos del único Amor.
En el nuevo paradigma del Amor, cada uno de nosotros va despertando a su
tiempo. Somos invitados a mirar con otros ojos, con los ojos del alma, que nos
invitan a ver el Amor en todo. Tenemos la posibilidad de recuperar la
autoconfianza —a partir del amor a nosotros mismos— creyendo cada vez más
en nosotros para atravesar esta transición con una visión renovada, reconociendo
los nuevos recursos y nuevas herramientas al servicio de la elevación de las
personas, de los acontecimientos y de las sociedades de las cuales somos parte. Es
un pasaje hacia la reconciliación y hacia la práctica del Amor.
Todo puede ser elevado —nuestras emociones, nuestras relaciones— desde una
frecuencia más baja hacia una frecuencia más alta, cuando escuchamos y
obramos con el corazón. Así, nuevas percepciones son alcanzadas y una mayor
capacidad de discernimiento se obtiene desde un espacio de libertad interior.
En la frecuencia del Amor, el amor disuelve toda negatividad, toda ilusión y
recordamos a esta Fuente como la fuerza más potente que cualquier otra cosa.
Cada uno vibramos según nuestros niveles de conciencia. Cada decisión que
tomamos debe estar en sintonía con nuestro amor, con nuestra capacidad de
amor, con el respeto a nosotros mismos, a nuestra energía y a nuestra esencia. Así
estaremos en paz y en armonía con todo y con todos. Y, de esta manera,
progresivamente, nos vamos ofreciendo al servicio de los movimientos evolutivos
personales, de la humanidad y del universo entero.
La verdad está en nuestro interior. Lo cierto es que, si lo que hacemos lo
realizamos con amor, eso nos transforma, transmutamos y, así, lo que irradiamos
alcanza a quienes nos rodean.
Cada vez que nos elevamos, ayudamos a que las sociedades tengan mayores
alcances en cuanto a su progreso y evolución. Estamos siendo protagonistas de
un nuevo despertar colectivo, en el que el propósito es el Amor y es amar.
Somos polvo de estrellas; el amor del Cosmos nos recorre y lo reconocemos
como vibrante en nuestro interior. Y nos colma de paz y armonía. Mientras,
somos guiados en nuestros procesos y nuestros avances.
Rumi, un poeta místico, alrededor del año 1200, dijo: “Somos estrellas
cubiertas de piel. La luz que tú buscas ya está dentro de ti”. Y, en esta red de
hermandad, en esta concepción de familia espiritual, la Verdad es revelada.
Al Amor del Espíritu nos sentimos convocados como abejas al panal; es una
especie de imán al cual nos sentimos llamados, ya que somos el mismo Amor.
Cada célula de nuestro cuerpo, cada rincón de nuestro organismo está colmado
de amor. Nos sentimos atraídos por el amor y sentimos afinidad según la
frecuencia de amor que irradiemos. Y está presente en todos.
El amor que es en el microcosmos está presente en todo el universo. Como está
escrito en el Bhagavad Gita: “Un fragmento Mío está presente en cada uno en el
cosmos”. Esta ley todo lo atraviesa, ya que, sin ella, no podemos alcanzar la
plenitud.
Somos llamados a vivir en la conciencia de estos lazos que a todos nos unen y
nos encuentran; en el intercambio y en la reciprocidad del amor compartido; con
la entrega plena a la Ley del Amor que a todos nos mueve y nos transforma en
pos de ser cada vez más autoconscientes y responsables de nuestro desarrollo y
progreso espiritual.
Visión anticipatoria
Hace tiempo, en una meditación, tuve una visión acerca de la conciencia a la
cual estamos despertando.
Vi un corazón muy luminoso, que latía con fuerza frente a mis ojos. Su
vibración era tan intensa que hacía vibrar el mío.
Y ese corazón entraba en cada cuerpo humano. Los cuerpos de los hombres y
de las mujeres cobraban otra postura, otra presencia. Irradiaban alegría y luz.
Los vi a todos con la mirada distendida. Con el entrecejo abierto y la sonrisa
amplia.
De pronto, las personas comenzaban a tomarse de las manos y a formar
pequeños grupos.
Tantos pequeños grupos veía en las imágenes que no había lugar para uno más.
Entonces, a través de un soplo que llegó desde el universo mismo, todos
pasaron a conformar solo un grupo, un único grupo.
Y vi a la humanidad dibujando un círculo tan grande, tan amplio que apenas
cabía en la tierra. Y todos miraban hacia el cielo.
Levanté la cabeza, dirigí los ojos a esa cúpula de un azul intenso y percibí a las
estrellas buscándose unas a otras, del mismo modo que habían hecho los
hombres y las mujeres en la tierra, como si ellas quisieran reflejar la realidad de
abajo.
Un hermoso y enorme círculo en el cielo también se había formado.
Y todas las personas observaban el firmamento, sin dejar de sonreír. Todas, sin
excepción alguna, no dejaban de asombrarse, no dejaban de maravillarse… Yo
tampoco. Nunca había visto algo semejante.
Súbitamente, vi cada estrella descender a la Tierra y entrar en cada corazón
humano.
Cada estrella correspondía a una persona. Era todo tan preciso, tan perfecto,
tan sublime…
Vi al Cielo y la Tierra siendo uno en cada hombre, en cada mujer.
Y, en ese momento, una conciencia de Amor ilimitado, una fuente inagotable,
brotaba en cada uno, en forma de corazones, en forma de estrellas…
PRÁCTICA MEDITATIVA:
El Cielo en la Tierra
Te doy las gracias por hacerle lugar al Camino que te convoca a descubrirte
para que resulte la mejor versión de ti mismo. Porque lo que es mejor para ti es
lo mejor para todos.
Te doy las gracias por estar ofreciéndote en este tiempo bendito a ser parte de
este salto cuántico en la conciencia, abriéndote a lo nuevo, abriendo a lo Grande.
Porque lo que es en ti nos alcanza a todos.
Te doy las gracias por caminar juntos al servicio del Amor porque, en el
Espíritu que nos encuentra, somos Uno.
AGRADECIMIENTO
Junto con mis padres, hubo una persona que me enseñó, desde pequeña, a ver
cómo algo más Grande guiaba nuestras vidas. Era una de mis tías maternas,
quien cumplió la función de abuela para conmigo y con quien compartí
momentos inolvidables hasta que partió; una mujer especial.
Con mucha frecuencia, la veía moviendo los labios, como balbuceando,
mientras hacía alguna tarea. Siempre le preguntaba: “¿Qué estás haciendo?”. Y
ella me respondía: “Pido”. En otras ocasiones, me contestaba: “Rezo”. Yo le
volvía a preguntar: “¿Por quién pedís, por quién rezás?”. Y ella me decía: “Eso no
importa; siempre hay alguien que necesita”. Para ella, era una práctica habitual,
natural, como el aire que respiraba. Estar en conexión con el más Alto Bien, con
Todo y con todos era lo importante.
De ese modo tan simple, me hizo ver que la vida se trataba también de esto, y
hoy me animo a decir que, ante todo, se trata de esto.
Así transcurrió mi infancia y mi adolescencia, mientras mis padres me daban
instrucción religiosa. Gracias a ellos, la fe y la confianza en el Espíritu fueron los
compañeros de ruta que guiaron mi desarrollo y crecimiento. Tenían la virtud de
ser siempre agradecidos, disfrutar de lo familiar y reunirse a festejar con cualquier
excusa, más allá de las circunstancias, que no siempre eran con viento a favor.
Eso marcó, desde siempre, una búsqueda de sentido porque todo lo vivido y
experimentado estaba atravesado por esta visión.
Hoy les agradezco a ellos y a todos aquellos que la Vida me acercó y fueron mis
maestros, que me permitieron reconocer la unidad en la diversidad y la
comunión con todos y con el Todo.
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