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LA LEY ESPIRITUAL DEL AMOR

© 2022 - Athy
Autoría: Sara Gloria Levita
Edición: María Laura Ferro
Diseño de tapa e interior: Silvana López
Corrección: Jezabel Proverbio

Hecho el depósito que prevé la ley 11.723. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la
tapa y las ilustraciones, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por
ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso
previo del editor.

ISBN 978-987-48573-0-9

Impreso en Talleres Trama SA, Garro 3160/70, Parque Patricios, Ciudad Autónoma de Buenos Aires,
en el mes de mayo de 2022.

Levita, Sara Gloria

La ley espiritual del amor: teoría y práctica para transformar la vida cotidiana /
Sara Gloria Levita. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Athy, 2022.
384 p. ; 23 x 15 cm.

ISBN 978-987-48573-0-9

1. Espiritualidad. 2. Psicología. 3. Terapias Alternativas. I. Título.


CDD 158.125
A todos aquellos que me han enseñado,
a lo largo del Camino, a ver el Amor en todo.
A mi hija, en quien la vida continúa.
ÍNDICE
PREFACIO
INTRODUCCIÓN
1. Asentir a lo que es
2. Las dimensiones del amor
3. La pareja como camino
4. Hacia el propio destino
5. Alinearnos con el lenguaje del universo
6. La familia espiritual
EPÍLOGO
AGRADECIMIENTO
BIBLIOGRAFÍA
PREFACIO
Sabiduría compartida
Empieza haciendo lo necesario, después lo posible
y de repente te encontrarás haciendo lo imposible.
San Francisco de Asís

Este libro fue creado con el propósito de acercar y compartir herramientas


espirituales que podemos aplicar en nuestra vida cotidiana, aquí y ahora y en
cada uno de nosotros, así como estamos y así como somos.
Son tiempos inéditos. Estamos siendo protagonistas y testigos de una
transformación sin precedentes. El desafío es grande. A veces, estar en pie se
vuelve un esfuerzo desmesurado. Sostenernos en el bien pensar, en el bien sentir
y en el bien actuar requiere de mucha fuerza espiritual. Hay demasiados procesos
sucediendo en simultáneo, en todos los planos de la existencia.
Mientras muchas reglas, valores y mandatos se empiezan a cuestionar, otros se
refuerzan, se profundizan y se encarnan para que sepamos que hay un fin último
y que la travesía
individual y colectiva, por más desafiante que sea, vale la pena, vale el esfuerzo,
vale el amor y vale la osadía.
A lo largo de la vida, muchos de nosotros hemos adquirido un sinfín de
herramientas. Aprendimos a interpretar los lenguajes simbólicos; meditamos; nos
iniciamos en prácticas espirituales y fuimos modificando nuestra forma de
alimentación. Tomamos conciencia de que nos nutrimos de mucho más que
comida y creamos nuevas rutinas. Supimos cómo protegernos de lo que atentó
contra nuestra estabilidad. Entendimos cómo relacionar un síntoma físico con
una emoción y dónde buscar otras formas de comprensión para mirar lo que nos
sucedía, desde una perspectiva más amplia, desde una frecuencia más elevada.
Viviendo desde esta conciencia, cada gran experiencia y cada pequeño
acontecimiento empezaron a recuperar su multidimensión. Y fuimos recobrando
la alegría y el alivio en la medida en que ampliamos nuestros sentidos, mientras
descubrimos un sentido mayor.
Sin embargo, hay momentos en los que las crisis vitales se precipitan ante
nosotros y nos quedamos desnudos frente a lo que sucede, frente a lo que es. En
momentos así, ninguna de nuestras herramientas puede evitar las experiencias de
dolor que, finalmente, nos obligan a crecer. Cuando logramos rendirnos ante lo
que es y aceptar lo inevitable, aparece el verdadero lenguaje sagrado en la vida
material. Somos capaces de ver la enseñanza, la respuesta y el símbolo que nos
alivia, en la naturaleza, en un libro que se cae de nuestra biblioteca, en el mensaje
inesperado de alguien que nos importa, en una foto que olvidamos, en el eslogan
de un negocio de nuestro barrio, en la cartelera del subte. Advertimos que
estamos siendo acompañados y guiados de muchas formas, que hay un lenguaje
que nos enseña y nos recuerda que, al final, todo saldrá bien. Cuando nos
detenemos y nos silenciamos en el afuera y en nuestro interior, empezamos a ser
capaces de ver el universo manifestado en lo que nos rodea. Emerge, al fin, en el
alma, una nueva certeza, un sentido de pertenencia y una potencia renovada.
La práctica espiritual, la espiritualidad práctica, ya no es una opción. Para
muchos de nosotros, nunca lo fue. Hemos nacido así, sabiendo, recordando,
sintiendo la fuerza y la conexión con lo invisible. Aprendemos a tomar fuerza del
dolor y de cada crisis por la que somos atravesados y nos volvemos cada vez más
resilientes.
Por eso, hacemos práctica espiritual en cada paso y en cada inhalación, en el
mejor estado de conciencia que vamos siendo capaces de sostener. Sabemos que
cada experiencia, por más fallida que sea, es parte del camino que nos trajo hasta
aquí y hasta ahora, de donde ya no podemos volver.
No solo en las crisis vitales lo que es correcto se precipita. Sucede día a día, de
forma permanente. (Aunque gran parte del tiempo estamos muy ocupados y
entretenidos haciendo identidad en otras facetas de nosotros).
Cuando nos reconectamos con nuestros saberes más profundos y volvemos a
sentir, al fin, que somos parte de un todo mayor, perfectamente organizado, la
magia regresa a nuestras vidas.
Este libro fue escrito gracias a un llamado imposible de desoír. Debía ser
manifestado. Tenía un destino de compañía, de guía y de legado.
Es tiempo de poner lo que somos y lo que sabemos al servicio de algo mayor y
al servicio de los otros: los compañeros, los hermanos y las hermanas del camino
y de otros más o menos conocidos, que necesitan profundizar su búsqueda
porque las respuestas dadas ya no son suficientes.
Una madrugada, estaba leyendo algunas reflexiones e información muy valiosa
que Sara comparte y profundiza con quienes estudian con ella. Como siempre,
me sentía privilegiada por acceder a toda esa sabiduría. Una inquietud me volvió
a pulsar... ¿Qué pasaría si toda esa enseñanza pudiera ser leída por muchas
personas más?
Una nueva forma de humanidad, una manera diferente de ser humanos,
necesita ser plasmada desde otro estado de la conciencia. Cada vez somos más los
que compartimos esta certeza.
Muchos de nosotros hacemos prácticas espirituales sin saberlo.
Cuenta la historia que, una vez, le preguntaron a Miguel Ángel cómo se había
inspirado para esculpir el David, y él, con la humildad de los grandes, respondió:
“El David siempre estuvo escondido en ese gran bloque de mármol; lo único que
yo hice fue quitar las partes que sobraban”.
Empezar a quitar de nosotros mismos todo lo que ya no es puede funcionar
como un punto de partida. Animémonos a decir no y retirémonos de todo lo
que ya no es. Démonos el tiempo para andar en tinieblas, hasta que aclare;
permitámonos no saber. Sostengamos las preguntas, aunque las respuestas no
terminen de aparecer.
La fuerza vital y las ganas de hacer también regresan a nosotros cuando
logramos ver lo que sí hicimos y hacemos bien con la capacidad de amor y
servicio que hay en cada uno. Hay algo casi todopoderoso que surge en nosotros
cuando podemos conectarnos con lo bueno, con nuestro don de gente, con lo
esencial. Lo esencial es eso que permanece inalterable, lo que nos permite resistir.
Es urgente volver a recordarnos bien y tomar fuerza de nuestras partes más
luminosas porque habrá mucho por hacer.
Llevar con conciencia todas las cosas que sí somos capaces de hacer muy bien
es también ser un poco más justos con nosotros mismos y, de esta forma, poder
servir mejor a los demás.
Podemos encontrar las respuestas en nosotros mismos si aprendemos a ver y a
vernos a la luz de una nueva mirada. ¿Lo estaremos haciendo bien? ¿Cómo
saberlo? Tal como dice Sara, la vida nos lo cuenta.
El camino no es lineal y, en ocasiones, volveremos a sentirnos mal; seremos
desafiados nuevamente y nos enfrentaremos con sombras aún más profundas.
Caeremos en el sinsentido, en el hartazgo, en la ira y en la soledad. La razón y el
ego buscarán de nuevo atajos para que algo satisfaga las ansias de trascendencia.
¿Cuál es el propósito de nuestra vida? ¿Qué es lo que no estamos haciendo bien?
¿Qué tenemos que modificar? Volveremos a hacer las mismas preguntas, pero
iremos encontrando nuevas y mejores respuestas.
“¿Por qué no hacer que toda esta enseñanza llegue a muchos más?”, nos
preguntamos hace un tiempo con Sara…
He aquí uno de los propósitos cumplidos. Poner a disposición lo que es sabido,
lo que fue practicado, trabajado y ordenado, en palabras escritas con la
coherencia y el amor de quien se atreve a pronunciarlas y a encarnarlas.
Funciona. La vida de Sara es testimonio. Los miles de personas que fueron
acompañadas por ella en los movimientos que ofrecen las Constelaciones lo
saben. Cada paciente, cada consultante que fue guiado por su saber y por su
alma en una sesión o en un taller, puede dar testimonio.
Que este libro sea un compañero en cada proceso que debamos atravesar. Que
las certezas espirituales que propone en cada párrafo ayuden a despertar las
propias.
Hace un tiempo, Sara y yo nos hicimos un espacio en medio del ruido y del
sobreestímulo de la ciudad para tomar un café y para seguir compartiendo la
vida por la sola felicidad del encuentro y del permanecer cerca en la vida de la
otra.
“¿Sabes cómo me siento, Sara? Tan sola y tan acompañada”, le dije. Y,
entonces, Sara agregó: “Y tan guiada, Nati, tan guiada”.
Hay movimientos y tramos del camino que solo podemos transitar en soledad.
Sin embargo, somos acompañados incondicionalmente por la fuerza de la
Hermandad. A medida que nuestra vida se vuelve a desplegar, vamos siendo
capaces de percibir de qué manera hemos sido guiados. ¿Guiados por quién? Por
nuestras partes más sabias, por nosotros mismos, en otras frecuencias; por la
fuerza de nuestros ancestros; por la naturaleza; por los seres más evolucionados
que se ofrecieron a este mundo en misión y por Dios.
Que seamos cada vez más los que nos podamos sentir así. Solos, acompañados
y guiados. Que seamos testimonio de una nueva forma de ser humanos.
Habitemos este mundo y experimentemos la vida que nos toca, con la mayor
conciencia posible, con orden y con amor. Recordemos que, además de
humanos, somos seres espirituales en evolución y que cada uno de nosotros hará
su camino individual y al servicio de lo colectivo, siendo sostenido por la fuerza
del Espíritu.
Que este libro sea guía, compañía, alivio y alegría para muchas y muchos más.
Gracias, Sara, por hacerlo posible. Y gracias a la Gracia que nos unió, nos
desafió, nos cuidó y nos sostuvo en esta manifestación.
Que así sea.

Natalia Carcavallo
INTRODUCCIÓN
El tiempo que nos convoca
Podrás recorrer el mundo, pero tendrás que volver a ti.
Krishnamurti

La Vida te propone, en estos tiempos más que nunca antes, realizar una
travesía consciente, en función de tu desarrollo personal y de tu progreso
espiritual. Es un camino que, cuando lo descubres, te resulta convocante y
deslumbrante.
A medida que vayas reconociendo cómo descifrarlo, contemplando cuáles son
las claves para potenciar la manifestación del Amor en tu vida, podrás colaborar
con el salto cuántico que vienes a dar, junto con toda la humanidad, para
alcanzar una forma de vida renovada y espiritual. Y no estás solo: hay millones de
otros que están haciendo la misma experiencia —tal como tú—, aunque, tal vez,
no lo sepas aún y convivas, por momentos, con la sensación de soledad, mientras
estás siendo parte de esta transición hacia un nuevo despertar de la conciencia.
Siendo parte de un movimiento colectivo, atrás estarás dejando un sinfín de
respuestas que ya no te dan el suficiente sentido a tus experiencias, a tus
aspiraciones, a tus realizaciones. Por eso, tantas veces puedes encontrarte
confundido, o con la sensación de andar sin rumbo, o como si hubieras perdido
la brújula de tu vida, sin ver la salida.
Es una experiencia colectiva lo que estás viviendo. Es un llamado del alma que
golpea a tu puerta y a la de muchos. Saberlo no solo viene a darte esperanza, sino
que te devuelve luz.
Probablemente, ya estés reconociendo con mayor claridad y celeridad que todo
lo que acontece en tu camino, encuentros y desencuentros, aciertos y desaciertos,
concreciones y frustraciones, trae significados y sentidos más elevados y sucede
en un momento adecuado para darle a tu vida un giro inspirador, diferente y
renovador.
¿Para qué? Para hacer espacio a lo que, desde lo más profundo y sagrado, espera
por ti. ¿Y qué espera por ti? Aquello que viene a resignificar tu existencia, a darle
un sentido de trascendencia, para que vivas la vida y no solo pases por ella, para
que recuerdes quién verdaderamente eres y cuál es tu tarea, tu servicio, tu
propósito.
Con frecuencia sucede, y lo plasmado en este libro no es la excepción:
reconoces, tiempo después, que lo experimentado tenía una intención, que,
llegado el momento, se revela y todo cobra sentido.
Sea cual sea la función que desempeñes, eres un eslabón único de este mismo
círculo y, si faltases, el círculo no se completaría. Vienes a recuperar lo que ya
traes: la sabiduría de la diversidad.
Son tiempos en los que habla el corazón. Son épocas para compartir los
propósitos, tanto mundanos como trascendentes; son oportunidades para
responder a los llamados del alma. Y esto sucede cada vez que te retiras a tu
interior, a través de un relato, de una lectura o de una práctica espiritual…
Cuando eres capaz de inspirar las Verdades Universales, tu vida comienza a
fluir como vertiente de agua hacia aquello que has venido a descubrir y a realizar
en ti mismo, a través de los anhelos y las metas que tengas, tanto en el plano
material como en el espiritual. Así, estás disponible a estar en armonía y a ser
abrazado por el Amor más Grande.
Llegó el tiempo en el que tu vida puede ser testimonio de una espiritualidad
práctica. Es decir que, cada día, tu hacer podrá reflejar tu prédica para alcanzar la
coherencia entre tu pensamiento, tu palabra y tu acción.

Cada día, tu hacer podrá reflejar


tu prédica para alcanzar la coherencia entre
tu pensamiento, tu palabra y tu acción.

Lo único que te lo posibilita es ampliar tu conciencia, estar cada vez más


despierto, discernir ilusión de realidad, expandir los sentidos más allá de los
ordinarios, descubrir tus propios recursos y encontrar nuevas comprensiones
para lo que estás experimentando. De esta forma, estarás abriendo tu corazón
para alcanzar tus aspiraciones más altas.
Despertar es el destino de la humanidad. Eres protagonista de un nuevo
paradigma que estamos construyendo entre todos.

Un llamado interior
Esta mirada que comparto sobre la vida es el resultado de mi propio camino
hasta este tiempo.
Agradezco todo tal como ha sido, con los encuentros y desencuentros, con los
abrazos y las despedidas, con las alegrías y las tristezas, con el dolor y las
oportunidades que fue trayendo la vida. Todas esas experiencias me condujeron
a entrar en conexión con mi interior desde joven para hallar esas respuestas que
mi alma me impulsó a buscar.
Plasmo en este libro algunas experiencias que, entre otras tantas, fueron
marcando mi recorrido. Tal vez, pueda resultar fuente de inspiración para tu
propio proceso de búsqueda y transformación.
Ahora puedo reconocer que estas páginas comenzaron a gestarse en un sueño,
hace tiempo, justo a mis veintitrés años. Veía a una docente que dirigía su
atención a un cielo color azul noche y, sobre el firmamento, nueve lunas que
giraban en el sentido de las agujas del reloj. Allí escuché como una voz en off que
me decía: “Viniste a transmitir conocimientos del cielo, no de la tierra”.
Ese sueño coincidió con la culminación de la carrera de Psicología, y, a partir
de entonces, todo se precipitó. Comencé una actividad profesional que me
permitió encontrarme con almas que se buscaban a sí mismas, en la asistencia
individual, en grupos, en retiros… Con seres humanos que querían saber
quiénes eran y quiénes son. Desde hace más de treinta y cinco años, me
rodearon, de manera invariable, verdaderos buscadores espirituales, ávidos de
encontrarse con su propia Verdad.
Agradezco profundamente a cada uno de mis pacientes y alumnos por su
valentía para recorrer el camino hacia el interior de sí mismos, para decidir correr
los velos de ilusión y que así, a través de los procesos de transformación, se
hiciera posible el reconocimiento de su propia naturaleza interior. Nada de lo
aquí plasmado hubiera sido concebido sin ellos.
Desde siempre, la certeza de que había algo más, algo que debía reconocer —
mejor dicho, recordar—, latió muy fuerte dentro de mí. Sabía que se trataba de
extender las fronteras de lo que, hasta ese momento, había alcanzado en cuanto a
conocimientos y experiencias espirituales. Algo más Grande me movía hacia ese
lugar dentro de mí.

Desde siempre, la certeza de que había algo más,


algo que debía reconocer —mejor dicho, recordar—,
latió muy fuerte dentro de mí.

Una tarde, estaba sentada en un bar, estudiando. La mesa se encontraba


cubierta de libros y papeles. Se me acercó un hombre —que recuerdo alto y con
un sobretodo— y se sentó sin pedirme permiso. A continuación, me dijo:
“Dentro de poco tiempo, vas a hacer un viraje en tu vida y comenzarás a conocer
y a integrar conocimientos de Oriente”. Se levantó y se fue.
Nunca supe quién era. Solo en mi alma pude agradecerle cuando me di cuenta
de que aquel encuentro fugaz había marcado el comienzo de una nueva etapa en
mi vida.
En aquellos años, intensificaba mi búsqueda en escuelas de terapias alternativas
y holísticas, y a través de la lectura de libros de contenido espiritual, que me
permitían ahondar en mí misma y encontrar respuestas a ese llamado interior
que no podía desoír. E iba reconociendo que el universo tejía las redes para que,
casi inmediatamente, llegaran las consultas o los requerimientos que me
permitían ofrecer todo lo que había tomado.
Al poco tiempo, otro sueño fue revelador: un camino tenía en el margen un
cartel —de los que aparecen en la ruta indicando las direcciones— que decía:
“To India”, “A India”. Desperté con la certeza de que ese era el paso por seguir.
Y así fue. Comencé a viajar y me encontré con maestros espirituales que me
guiaban en mi búsqueda y me mostraban el camino hacia el despertar de la
conciencia. Me enseñaron que nada estaba afuera, que todo era en el adentro. Y
que el verdadero viaje era hacia el interior. Y todo el resto estaba al servicio de
seguir hacia esa dirección.
No quiero con esto decir que este camino es el único y que es el mismo para
todos: solo ha sido el mío. Ya que la Verdad, lo que Es, está en el interior de
cada uno, y los caminos posibles son múltiples.
Estando en una comunidad espiritual, tuve la primera revelación de lo que iba
a encontrar al regreso de ese viaje. Mientras caminaba, me crucé con un grupo
de hombres y mujeres que estaban cantando canciones de su país de origen. No
pude hacer otra cosa que sentarme en un banco a escucharlos, porque eran,
precisamente, las canciones que había oído a lo largo de mi infancia, en la casa
de mis abuelos. Comencé a emocionarme y a llorar de gratitud a la vida por
recordar el amor que me encontraba con mi familia, en aquellas meriendas, en
esos juegos y en esas canciones compartidos cuando yo era pequeña. Lo
sorprendente fue para mí que, en esos instantes, mientras estaba con los ojos
cerrados deleitándome con los cantos, con las manos juntas apoyadas sobre mi
corazón, que latía con fuerza, escuché en mi interior una voz que me dijo: “Yo
soy tu
Padre y tu Madre”. Así, con esa contundencia y categoría.
Cuando regresé del viaje, casualmente, tuve por primera vez contacto con el
legado del teólogo y terapeuta alemán Bert Hellinger, padre de las
Constelaciones Familiares, quien, a través de ellas, me mostraba el camino para
tomar el amor de mis padres y, junto con ellos, el amor de mis ancestros.
Comenzar a honrar a mis padres, alinearme con mi origen y estar en sintonía
con él. Había encontrado el camino que me llevaba y me preparaba para estar
cada vez más disponible a tomar el Amor más Grande, que desde siempre
esperaba por mí, como espera por todos.
Y fue la semilla sembrada en mi interior para lo que, a través de las
Constelaciones, llegaría tiempo después: reconocer el Amor del Espíritu
expresándose en un campo de información como guía en mi vida. Esa Verdad
revelada representaba mi búsqueda, mi sentir, lo que experimentaba en un lugar
interior muy profundo y sereno, aún más allá de mi corazón. Y que mi alma
sabía.
Al escribir este libro, honro la integridad de nuestra verdadera naturaleza. La
búsqueda de sentido nos encuentra a todos por igual. En algún momento del
Camino, algo sucede que nos motiva a recordar nuestra esencia espiritual. Es la
raíz común a todos. Y la vida se encarga, a través de las experiencias que nos trae
—a veces dolorosas, otras difíciles, pero siempre reveladoras y posibilitadoras—,
de acercarnos a ella.

Cruzar el puente
Estamos todos juntos cruzando un puente.
Cruzar un puente es, además —o ante todo—, un salto de fe y de confianza.
Sin lugar a dudas, es un camino que sabemos dónde se inicia, pero no hacia
dónde nos lleva. Tenemos la oportunidad de aprender a sostener la
incertidumbre y atrevernos a darle permiso al alma. Y, para lograrlo, hay un
camino, que describiremos en las siguientes páginas.
Este libro tiene múltiples propósitos. Algunos de ellos están más allá de lo que
puedo anticipar y enunciar aquí, ya que se completan con lo que tú, lector,
lectora, de acuerdo con tu propia búsqueda y con tu propia visión, reconoces
como propio.
Uno de los propósitos es colaborar con esta nueva conciencia que a todos nos
convoca por igual: ya no es solo un andar individual, sino saberte parte de un
movimiento mayor; ya no es una vida basada en lo que los sentidos ordinarios y
las facultades mentales pueden dar como información, como respuestas, sino un
nuevo umbral de conciencia en donde toda tu vida es alcanzada.
Y es posible vivir en sintonía con el alma, con tu interior, recordando lo
sagrado que te habita y que, en realidad, eres.
Cada uno de diferente manera, a partir de las situaciones limitantes o
conflictivas que van surgiendo en la vida, seamos conscientes o no, estamos
experimentando la urgencia de alcanzar la entrega al camino y a los resultados.
Otro de los propósitos es aprender a ver cómo tu vida se manifiesta en la
sumatoria de pequeñas acciones aparentemente intrascendentes. Al mirar con los
ojos del alma, te vas dando cuenta de que cada palabra y cada acción impacta en
el otro y en lo otro de formas que aún no eres capaz de advertir completamente,
en cuanto al alcance y a la magnitud que tiene.
Estás reconociendo que todos somos parte de un sistema más grande y
compartes un destino colectivo. Más que en otros tiempos, resuena esta frase que
tantas veces quizás has escuchado: “Yo soy otro tú”.
Cuantos más seamos los que estemos al servicio de esta conciencia que ya
despertó y que vamos construyendo como una red de hermandad, y cuanto más
inclinados estemos ante lo más Grande que nos está guiando y sosteniendo,
menores serán los costos, las pruebas y los desafíos que tendremos que atravesar
para el despertar de la conciencia.
En cada capítulo, la invitación es a que reconozcas, a través de reflexiones, de
síntesis, de experiencias, de visualizaciones, de cuentos, de meditaciones, de
frases sanadoras… diferentes dimensiones que te conducirán hacia el encuentro
de aquello que, como conocimiento en el alma, vienes a recordar. Porque todo
ya es en tu interior, y esta es una memoria álmica común en todos.
No importa en qué punto del proceso te encuentres ni cuándo hayas
comenzado una búsqueda personal y espiritual. En cualquier momento, puedes
despertar y encontrarte con nuevas visiones de ti mismo y de la vida; puedes
expandir tu conciencia, ya que todo es en el aquí y ahora, y el universo, más que
nunca, conspira a favor para que así resulte.
En el primer capítulo, te invito a encontrarte con una de las llaves maestras —
según mi entender, la primera y la más importante— que abren los portales
hacia la dicha y la felicidad: el asentimiento a todo tal y como es, que te
permitirá alinearte con la Fuerza de la Vida.
En el segundo capítulo, comparto acerca de las diferentes dimensiones del
Amor que te habita y que puedes desplegar en tu vida. El Amor es uno solo y
tiene diferentes posibilidades de ser experimentado tanto dentro de ti como en
las relaciones que generas en lo individual y en lo colectivo, en el despertar de tu
maestría interior y en la relación con el Amor Espiritual que todo lo mueve. Ya
que la vida es movimiento.
En el tercer capítulo, te propongo profundizar los diferentes niveles de
conciencia que intervienen en la construcción de la pareja. Tal como el juego de
las proyecciones que, desde la personalidad, nos encuentra con la pareja y las
llaves que abren las puertas para que el buen amor fluya en la relación. Es un
abordaje que integra la mirada sistémica que ofrece la filosofía que sustenta las
Constelaciones y otros enfoques terapéuticos para poder pensar esta relación
desde otros encuadres. Si eres de las personas que adhieren a la lectura de las
vidas pasadas, te ofrezco también algunas conceptualizaciones que puedes
integrar. Todas estas reflexiones se alinean hacia la dimensión espiritual que te
encuentra con el otro.
En el cuarto capítulo, te convoco a expandir la mirada hacia una de las Fuerzas
más Grandes que te mueve: el Destino. Para que puedas interiorizarte y revisar la
relación con tu Destino; de qué se trata aquello que sí está en tus manos y
puedes modificar en él. Mirar la relación entre destino y libertad, y cómo puede
conducirte al despertar de tu Propósito y Misión, recordándote el Destino
Divino que tienes como el ser humano que eres.
En el quinto capítulo, te llamo a reconocer cómo puedes llegar a estar en
sintonía con el universo, junto con las Fuerzas Espirituales, para hacer espacio a
que ellas actúen en tu vida a través de las enseñanzas divinas. Poder identificar el
lenguaje sagrado con el cual lo Alto se comunica contigo, por medio de
sincronicidades, de sueños, de revelaciones, de causalidades…
Toda esta asistencia está al servicio del despertar de la conciencia en ti para que
puedas plasmarlo en tus relaciones y, así, reconocer que eres parte de un Todo
Mayor, con el cual estás en permanente interrelación. Para que te sepas parte del
Cosmos, donde diferentes dimensiones de la realidad coexisten en un Todo
Absoluto, Divino y Sagrado.
A medida que decidas hacerle lugar a la expresión del Amor Universal en tu
vida, a través de este entrenamiento consciente, convocarás y atraerás lo que
resulte para tu más Alto Bien, asintiendo y agradeciendo desde un estado de
contento interior.
En el sexto capítulo, te invito a recordar —desde el nivel de la conciencia
espiritual— que eres parte de la familia espiritual y que te encuentras en este
umbral unido por lazos de hermandad con todos los demás, en la Ley Mayor,
que es la Ley del Amor. Y es aquí cuando recuerdas que “Yo soy otro tú. Somos
Uno”.
Cuanto más amor tomemos de la familia de origen, cuanto más agradecidos
seamos, vibraremos en una frecuencia de amor más elevada. Así estaremos listos
para sembrar y cosechar las semillas de amor que luego nos encontrarán con los
demás. Siempre hacia un amor más grande y más impersonal, en comunión y en
unidad con todos.
Toda esta asistencia está al servicio del despertar
de la conciencia en ti para que puedas plasmarlo
en tus relaciones y, así, reconocer que eres
parte de un Todo Mayor.

Es posible que, en algunos párrafos, halles contenidos que resuenen en tu


interior más que otros. Te sugiero que a todo le hagas lugar, ya que es la forma
de integrar aquellos saberes que habitan en ti y a los que ahora es importante
echar luz para tomar de ellos la fuerza y avanzar al siguiente paso hacia tu
despertar y evolución.
En algunos capítulos, me remito a máximas de diferentes religiones y filosofías,
no con la intención de privilegiar unas u otras, sino, por el contrario, con la de
tomar de cada una el sentido profundo y sagrado de las enseñanzas espirituales
comunes a todas ellas. También nombro al Espíritu inherente de diferentes
maneras: la Fuerza Mayor, la Fuente del Amor, la Fuerza Espiritual, lo Grande,
la Conciencia Superior… y remiten a un saber profundo y sagrado que late en
nuestro interior, que trasciende los nombres y las formas que para cada uno
puedan resultar. Ya que el Espíritu se expresa a través de todas las religiones,
filosofías y creencias…

El encuentro que inició este libro


El encuentro con Natalia sucedió —como siempre sucede— con una excusa
que trajo la vida: una entrevista periodística. Los encuentros guiados por algo
más Grande siempre ajustan las coordenadas para que lo que tiene que suceder se
precipite.
A partir de ese momento, fuimos construyendo una relación en la que la
búsqueda de lo trascendente, la mirada en lo Alto y la necesidad de integrar el
cielo y la tierra en la vida cotidiana fueron protagonistas.
Cada pregunta, cada inquietud, cada reflexión volvió a traer la importancia del
vínculo, eso que nos une con los otros y, al mismo tiempo, nos trasciende y nos
transforma. Una fuerza superadora que conspira a favor del encuentro, o quizás
del reencuentro, con una intención determinada que solo el tiempo devela.
Así ha sido en cada ocasión y en todas las conversaciones que fuimos
manteniendo a lo largo del tiempo, cuando reconocí en Natalia esa impronta
que distingue a aquellos que están dispuestos a ofrecer sus vidas al servicio: un
corazón puro, que siente la necesidad de ofrecerse, a través de su profesión de
periodista, como instrumento para el despertar de la conciencia en los demás;
una conciencia de amor sin trazas de egoísmo, sino, por el contrario, hecha de
servicio. El compromiso con la Vida caracteriza su andar, y toma siempre las
oportunidades que el universo le trae para mirar dentro de sí en pos de su
superación y transformación, en un constante y natural movimiento de
compartir lo que tiene y compartirse, como forma de vida.
Juntas, fuimos reconociendo cómo el Espíritu de Hermandad nos asistía en
cada encuentro.
En uno de ellos, Natalia comenzó a motivarme para escribir un libro en el que
compartiera mis experiencias espirituales y mi recorrido profesional. Honrando
el vínculo, y en coherencia con lo que fuimos gestando, le propuse hacerlo
juntas.
Natalia colaboró en todos los capítulos, con su mirada, con su lectura, con sus
preguntas, con los intercambios, con sus aportes, que me llevaron a buscar
respuestas y a reconocer otras profundidades y nuevas integraciones, que se
plasmaron en cada página como un servicio a la vida, en agradecimiento por
todo lo aprendido.
Hay decisiones en la vida que uno no se pregunta por qué; simplemente,
emergen con la fuerza de un rayo e irrumpen en la conciencia. Así fue la
escritura de este libro: se impuso, y ninguna distracción pudo retirarle la
prioridad. Como siempre sucede cuando algo viene desde el alma. Y, cuando
algo es desde esta dimensión, a su tiempo, se precipita y toma forma.

Hacia tu propia verdad


Que la lectura de este libro…
… te invite a seguir conociéndote para conocer el universo entero que vive
dentro de ti.
… te haga recordar los Órdenes del Amor. Y que, al pasarlos por tu corazón, te
alinees con tu propio ser.
… te facilite encontrar nuevas comprensiones para acercarte a la mística de tu
vida.
… colabore con el encuentro de tu armonía interior y felicidad, y te acompañe
para que te sientas en concordancia contigo.
… te inspire a recuperar la conciencia de lo sagrado aún en lo mínimo, en lo
pequeño, en lo cotidiano.
… te acerque a tu propósito divino para que te recuerdes en tu esencia espiritual.
… te motive a construir tu propia realidad, en sintonía con el Amor más
Grande.
… te convoque a percibir que la espiritualidad como camino no es exclusiva de
algunos, sino que está al alcance de todos: tan cerca que vive en ti.
… te transforme. Como hicieron en mí estos saberes al ser aplicados.
… te despierte. Que tu vida sea el reflejo del Amor en Acción.
… te recuerde que tu existencia es una experiencia mística y sagrada.
… te permita, aunque más no sea por instantes, experimentar la algarabía
espiritual cada vez que te recuerdes en tu esencia y seas uno con ella.
… te lleve a casa. Que descanses en la Gracia, en la compasión natural y en un
corazón libre.

Que, en la lectura de este libro, encuentres libertad y alegría.


Que el Amor, como siempre, te traiga beneficio a ti y a todos los seres. Y que te
anime a ir hacia la Vida que, desde siempre, espera por ti.
CAPÍTULO 1
Asentir a lo que es
Entre las orillas del dolor y el placer fluye el río de la vida.
Solo cuando la mente se niega a fluir con la vida y se
estanca en las orillas se convierte en problema. Fluir quiere decir
aceptación, dejar llegar lo que viene, dejar ir lo que se va.
SRI NISARGADATTA MAHARAJ
(Maestro espiritual advaita, 1897-1981)

Hasta hace unos siglos, los conocimientos trascendentes, sagrados, profundos y


espirituales eran legados que se ofrecían de maestro a discípulo o bajo las reglas y
ritos que imponía un hermetismo delicado, en lenguajes encriptados. La
transmisión de ellos estaba prohibida y, en otros casos, era exclusiva para unos
pocos.
Desde siempre, todas las religiones y filosofías nos ofrecieron, a través de
diferentes prácticas espirituales, la posibilidad de recordar, de sellar en nosotros
la comunión entre el hombre y el espíritu, y todas ellas han sido ofrecidas en
distintos nombres y formas: Dios, Buda, Jesús, Cristo, Allah, Zoroastro, Shiva,
Krishna, Rama, Pacha Mama, Tata Inti y tantísimas más.
Muchos de esos ritos siguen teniendo vigencia y, a través de rezos, oraciones,
mantras, repetición del Nombre, japa... continúan siendo la manera en que el ser
humano centra su atención en lo sagrado y controla su mente al servicio de estar
en comunión con las Fuerzas más Grandes.
Hoy, la información está disponible para el que quiera oír. Somos muchos los
que estamos al servicio de que el conocimiento circule de otra manera y cada
uno desde su lugar. Esta disponibilidad no es solo un regalo, sino que nos lleva a
asumir una responsabilidad, la de aprender a discernir, a reconocer y asentir lo
que es y, en consecuencia, posibilitar que el amor fluya en nuestras vidas.
Cualquiera de nosotros que se permita ver y percibir más allá de los sentidos
ordinarios puede reconocer, saber y sentir que hay algo que trasciende la
búsqueda personal y la propia individualidad.
Tenemos la posibilidad de crear el nuevo mundo que tanto anhelamos. Son
tiempos de transformación, y todos los que estamos aquí y ahora cumplimos una
función fundamental en este proceso porque el salto a lo nuevo lo daremos todos
juntos como humanidad.
Para esto, es necesario recordar y reconectar en nuestra alma y en nuestro
cuerpo la fuerza que trae a nuestras vidas el asentimiento. Es una llave maestra
para alcanzar la dicha tan anhelada y la felicidad en nuestro interior. Y, así, estar
en sintonía con la vida.
Nos convoca a rendirnos ante una Conciencia Superior que trasciende nuestro
entendimiento y comprensión. Nos libera del dolor y del pesar, y nos invita a
ejercer la humildad que solo deviene del asentimiento: una práctica que nos
devuelve la paz interior.
Una de las palabras fundamentales para disponernos a transitar una vida plena
es el sí. El sí nos abre las puertas al Amor en todas sus formas y nos invita a
asentir.
Alcanzar el asentimiento no es un proceso fácil; por eso, la recompensa del
Universo es grande. A medida que lo vamos logrando, el camino así lo va
reflejando con todo lo nuevo que trae.
Asentir a lo que es es el resultado de un trabajo interior, sentido y auténtico, que
comienza con el sí ante nuestros padres; a través de ellos, nos llegó la vida con
toda su fuerza y envuelta en todo su misterio.
Estar en sintonía con los padres es estar en sintonía con la Vida.
Decirles sí implica tomar su amor y el amor del linaje que viene junto con
ellos, más allá de cualquier circunstancia. Y es a través de una mirada álmica,
profunda y consciente que podemos acercarnos hacia un movimiento de
inclinación, de gratitud y de honra.
Decir sí a los padres es decirle sí a todo aquello que la Vida nos presenta.
Es allí donde el Amor comienza a manifestarse en nuestras vidas: quien le dice
sí a la madre le dice sí a una pareja, a la salud física, al dinero, al éxito, a la
abundancia, a la relación con los hijos... Quien le dice sí al padre le dice sí al
trabajo, a la profesión, a su lugar en el mundo, a su salud mental, al criterio de
realidad...
Y es resultado de un trabajo consciente que, como adultos, vamos llevando
adelante en la vida cotidiana para alcanzar nuestra realización personal y
espiritual. Y está en nuestras manos, en la medida que tomemos la decisión y nos
dispongamos a transitarlo. Es una buena noticia y, al mismo tiempo, nos da la
responsabilidad.

Decirle sí a la Vida es reconocerla


y tomarla plenamente, vivirla en toda
su magnitud y posibilidades, y, de esta manera,
honrar a quienes llegaron antes e hicieron
posible nuestra existencia.

Así, de generación en generación, venimos teniendo la oportunidad de


prepararnos por fuera y por dentro para que nuestras vidas sean testimonios para
las generaciones futuras.
Tomar la fuerza que trae el asentimiento es también extender las fronteras de la
conciencia personal y de la conciencia familiar. Es mirar a la Vida, que viene de
muy lejos —más allá de los ancestros—, en su condición sagrada y responde a la
Fuente del Amor que así lo determina. Ante esta Gracia, solo resta inclinarnos
para ser movidos y guiados por ella.
Decirle sí a la Vida es reconocerla y tomarla plenamente, vivirla en toda su
magnitud y posibilidades, y, de esta manera, honrar a quienes llegaron antes e
hicieron posible nuestra existencia.
A continuación, desarrollaremos algunos de los pilares de ese recorrido.

Por qué asentir lo cambia todo


Asentir es una llave magistral que nos exige humildad y el reconocimiento de
nuestro lugar ante nuestros ancestros, ante la Vida misma. El hecho de asentir
abre un portal hacia dimensiones y extensiones inimaginables, que, con nuestros
pensamientos, no podemos alcanzar.
Cuando asentimos en nuestro interior, y decimos sí a lo que fue y a lo que es,
por resonancia todo cambia por dentro y por fuera de nosotros. Y la Vida se
encarga de mostrarnos los nuevos espejos que nos reflejan los otros y las
circunstancias que van a hablar de lo renovado en nosotros.
Y, así, comenzamos a tomar conciencia de que somos co-creadores, junto con
el Amor espiritual, de nuestra realidad.
Asentir nos invita a decirles sí a los padres y a reconocer lo que es, más allá de
nuestra experiencia personal, de los recuerdos que tengamos y de las situaciones
difíciles que, junto con ellos, nos haya tocado vivir. Nuestros padres se
ofrecieron como instrumento al servicio de la Vida para que, a través de ellos,
nuestra vida nos llegara. Por ejemplo, nuestra madre arriesgó su salud y su vida
para que naciéramos; de hecho, muchas mujeres mueren en los partos. Nadie
nos ha dado una prueba de amor tan grande como ella. El acto de darnos a luz,
cuando la vida y la posibilidad de morir se presentan juntas, es sagrado y
espiritual. Eso tan grande y trascendente nos invita en el camino a poder
relativizar los pensamientos y las memorias de dolor que conservamos como
resultado de los recuerdos que siempre son selectivos. Nuestra mente no es capaz
de recordar las tantísimas veces que el amor nos llegó a través de los cuidados
recibidos, las atenciones que nos propiciaron para que podamos crecer y ser
quienes somos. Y, como siempre dentro de sus posibilidades, lo dado ha sido lo
mejor que tenían para brindarnos, como un plus a lo ya brindado para que
lleguemos a la vida; lo más grande... nuestro nacimiento.
Cuando estamos posicionados en un lugar de niños, vamos a encontrarnos
demandando, reprochando y reclamando como una forma de relacionarnos con
los demás. Desde este lugar, siempre la salvación, la respuesta, la solución la va a
tener el otro. Y esto no solo va a resultar demasiado para quien se relacione con
nosotros, sino que es la forma en que intentamos quedar eximidos del
compromiso que tenemos con todo aquello que acontece en nuestras vidas,
como pequeños, ya que la responsabilidad es una pauta madurativa que va
alcanzándose en el tiempo.
Todos estamos invitados a crecer a través de múltiples experiencias a lo largo
de nuestra vida para tomar las riendas de la propia existencia, con sus riesgos y
aventuras. Para esto, es necesario tomar una decisión consciente, voluntaria e
intencional, que es renunciar a nuestra infancia. Cuando hacemos identidad en el
ser niño/a, conservamos ciertos lugares de confort tal como en aquella etapa,
pero también pagamos las consecuencias de lo que solo resulta posible lograr y
realizar en la vida cuando nos ofrecemos como adultos: nuestra autonomía,
nuestra independencia, lograr un buen amor en la pareja, generar nuestra propia
economía, realizarnos en nuestras aspiraciones.
Esto no significa dejar de lado a nuestro niño interior, quien se presentará a lo
largo de la vida cada vez que queramos relacionarnos a través del juego, de la
creatividad, manteniendo la capacidad de asombro, conservando la capacidad de
disfrutar las pequeñas cosas, sino que se trata de dar un paso hacia adelante, de
tomar una nueva actitud ante nuestra existencia y dejar atrás un estadio infantil,
ya que, si permaneciéramos allí, no estaríamos disponibles para tomar la vida
plenamente. De esta manera, nos posicionamos como adultos, reconocemos lo
esencial, asumimos el compromiso con nuestra vida y nos ofrecemos al servicio
de ella.
Renunciar a la infancia es una instancia que podemos decidir conscientemente
en cualquier momento de nuestras vidas, más allá de la edad que tengamos y de
la etapa evolutiva que estemos transitando.
A modo de síntesis —lo profundizaremos en otro capítulo—, dejar en el
pasado nuestra infancia es, en el origen, resultado de tomar el amor de nuestros
padres, de renunciar al anhelo ilusorio de salvarlos y de respetarlos junto con sus
destinos. Seamos conscientes o no, amamos mucho a nuestros padres y así
resulta en lo profundo del alma.
Recién entonces estamos listos para dar un paso hacia adelante y ocupar
nuestro lugar como adultos y hacernos responsables de nuestra propia existencia.

Renunciar a la infancia es una instancia


que podemos decidir conscientemente en
cualquier momento de nuestras vidas.

Cuando tomamos la responsabilidad de crecer, de pasar a ser adultos, miramos


hacia atrás y podemos darnos cuenta de que todo fue verdaderamente perfecto,
con todo el dolor, con toda la desilusión, con toda la desesperanza, con todo el
desamparo, con todo tal como fue para que, desde esos tiempos, hayamos
podido empezar a buscar adentro lo que quizás no había afuera. Y quienes, desde
muy jovencitos —quizás niños—, han empezado a buscar adentro de sí mismos
se descubren y recuerdan quiénes son desde una edad más temprana.
Y este proceso comienza con el sí a los padres. Quien le dice sí a la madre le
dice sí a la relación de pareja, a la propia maternidad, a la relación con los hijos,
a contar con una buena salud física, a la relación con el dinero, a alcanzar el
éxito, a la posibilidad de vivir en abundancia, a estar en armonía con la Vida.
Quien le dice sí al padre le dice sí a la actividad, a los estudios, al trabajo, a la
profesión, a la prosperidad, al lugar en la sociedad, a su inserción en el mundo
exterior, a su sociabilización, al alcance de sus proyectos y propósitos, a su salud
mental, a su criterio de realidad, a tomar con responsabilidad los asuntos de la
vida...
Decir sí a los padres es decirle Sí a la Vida que nos llegó a través de ellos y a
todo aquello que la vida nos presenta. Quien les dice sí a ambos le dice sí a su
vida y a su realización personal y espiritual.
¿Cómo se alcanza este sí? A través de una mirada profunda que nos va
permitiendo acercarnos a un movimiento de inclinación y de honra, al
reconocimiento de los padres como los grandes ante nosotros y a nosotros como
los pequeños ante ellos. Decirles sí implica tomar su amor y el amor del linaje
que viene junto con ellos, más allá de cualquier circunstancia.
Asentimos a nuestros padres; asentimos a nosotros; asentimos al Camino;
asentimos a las Fuerzas más Grandes. Como consecuencia, la vida comienza a
decirnos sí. Y, ante este movimiento, la Gracia es experimentada.
Con frecuencia, la necesidad de asentir comienza con una experiencia dolorosa,
frustrante o angustiante. Ya que, cuando decimos no, la vida nos lo refleja, por
ejemplo, no trayendo estabilidad laboral, una pareja disponible, los
hijos que esperamos, la buena salud que necesitamos…
Pero, cuando comenzamos a mirar con otros ojos, el sentido de esto en lo cual
no nos realizamos siempre va a remitir a una implicancia con los padres o con los
linajes maternos o paternos. Todo lo que no fluye en nuestras relaciones surge de
lo que aún no está ordenado en nuestro sistema de origen, con lo cual estamos
enlazados.
Cuando vamos recordando quiénes somos, encontrando nuevos sentidos,
comenzamos a tener una mirada diferente sobre lo cotidiano, reconocemos que
nada es casualidad, que todo responde a una especie de trama. Ese algo más
Grande determina eso que llamamos causalidad y es para nuestro despertar. Así,
nuestra rutina recupera su sentido sagrado y el diario vivir se transforma en un
camino de ida sin retorno, motivados por esa búsqueda que nos recuerda la
mística de la existencia.
Es entonces cuando comenzamos a reconocer no solo lo bien que lo han hecho
nuestros padres al darnos la vida, sino también lo bien que lo hicimos nosotros al
decidir hacer ese camino que nos llevó a responder la pregunta fundante en la
vida humana: “¿Quién soy?”.
Podemos elegir responder esa pregunta desde tres lugares diferentes: a partir de
lo que los demás creen que somos, a partir de lo que nosotros creemos ser o a
partir de quien verdaderamente somos. Y, a medida que vamos encontrando
estas respuestas, recuperamos la posibilidad de decir sí, sin velos de ilusión.
Desde el momento en que llegamos a la vida, vamos construyendo nuestra
identidad, a través de la familia y el entorno. A lo largo del tiempo, a través de
las crisis, comenzamos a preguntarnos, a bucear en profundidades de nosotros
mismos (quizás antes no tuvimos esa necesidad). ¿Quién soy, quién no soy, qué
quiero, qué me define? Y, cada vez que la pregunta aparece, vamos
encontrándonos un poco más, a partir de las nuevas repuestas que nos van
completando en nuestra verdadera identidad.
Cada vez que el amor vuelve a fluir a través de las despedidas amorosas que
hemos sido capaces de lograr, de las reconciliaciones, de los encuentros, de la
alegría que recuperamos, de las sonrisas que se dibujan en nuestros rostros, de la
paz interior que reconocemos, de la fuerza que retorna, de la confianza que
sentimos en nosotros y en la vida, de nuevos sentidos que surgen y nos
completan… nuevos propósitos resuenan con nuestra búsqueda, los caminos se
facilitan, y hacemos lugar a que la Gracia se precipite. Son señales que van
diciéndonos que estamos diciendo sí, como una especie de guiño que nos brinda
la Vida. Y, de nuestra parte, es una escucha que vamos agudizando desde que
comenzamos a reconocer y a descifrar ese lenguaje, un código entre el Universo y
nosotros, que es intransferible: para cada uno es único y singular.

Un punto de llegada
Cuando nos toca afrontar situaciones difíciles, experiencias de dolor o
circunstancias desafiantes, decirles sí no es algo que suele surgir en forma
inmediata.
Asentir no es resignarse. Cuando nos resignamos, nos acomodamos
pasivamente ante una situación que vivimos como adversa, ya no buscamos
soluciones y dejamos de esforzarnos por superar la prueba o superarnos a
nosotros mismos. Mantenemos en el interior un quantum de ira, de enojo, de
resentimiento, de impotencia, de tristeza.
Asentir tampoco es aceptar. Aceptar es hacerle lugar pasivamente a lo que va
sucediendo o haber llegado a un punto donde no intentamos nada más, sin
emociones reprimidas, pero sin buscar más. Para poder llegar a asentir, la
aceptación puede ser un primer paso. Puede ser una manera en la que podemos
comenzar a mirar con autenticidad aquello que no acordamos o que nos duele en
lo profundo.
Es posible que, a medida que pasa el tiempo, alcancemos la aceptación, que no
significa decirles sí a lo que es y a todo tal como fue. Aceptar es un proceso
consciente que implica hacerle lugar a lo que es, pero no por eso necesariamente
asentimos diciendo sí. En nuestro interior, podemos hacerle lugar y mantener
distancia con lo que no nos representa.
Asentir es decirle incluso sí al desacuerdo y encontrarme con el otro aun en lo
que me diferencia. Así, el amor puede fluir entre los dos con todo tal como es. Es
un movimiento todavía más profundo.
No obstante, a partir de la aceptación, ya podemos mirar el conflicto de
manera diferente; ya no nos enojamos; comenzamos a hacerle lugar y, a partir de
aquí, podemos intentar encontrar un sentido superador, que, muchas veces, es
un sentido inicial, no es el sentido último.
Por ejemplo, ante la pérdida de una pareja, luego del primer momento de
frustración o tristeza, o las emociones que hayan surgido en nosotros, nos
podemos preguntar para qué la situación resultó así, lo que trae las primeras
respuestas.
Este es un sentido inicial que nos va a llevar a bucear en otros más profundos,
que derivarán en nuestra toma de responsabilidad y nos devolverán el sentido
trascendente y el propósito que tiene para revisar nuestras lealtades invisibles,
nuestras implicancias o algún patrón de repetición hasta que, luego de una
profunda elaboración, podamos lograr un verdadero asentimiento de lo que es.
Esto es reconocer la realidad tal como es: a las personas, a los sucesos y a
nosotros mismos. Es decirles sí a nuestras luces y a nuestras sombras, a nuestros
éxitos y a nuestros fracasos, a nuestras alegrías y a nuestras tristezas, a lo que nos
da fuerza y a lo que nos la quita.

Asentir es decirle incluso sí al desacuerdo y


encontrarme con el otro aun en lo que
me diferencia. Así, el amor puede fluir entre
los dos con todo tal como es.

Cuando somos capaces de asumir nuestro lugar como adultos, podemos asentir
al fluir de la vida con lo que ella nos trae; permanecer en el vacío, sin intención
alguna, confiando y siguiendo los impulsos del alma —ya que el Espíritu le
susurra a ella— que nos van mostrando el camino.
En cambio, estar paralizados o en shock por una experiencia vivida es estar
llenos de miedos tan intensos que no podemos hacer contacto con nuestro
interior y nos quedamos atrapados en ellos. En esta situación, tenemos que pedir
algún tipo de ayuda profesional.
Permanecer en una conciencia de vacío lejos está de no hacer nada. Muy por el
contrario, es tomar la decisión de vaciarnos de nuestros yoes, de todo aquello en
lo cual hicimos identidad, salir de esos espacios donde nos sentimos seguros y
confiados, y atrevernos a soltar todo y hacer lugar a la nada en nuestro interior.
Desde ese lugar, nos dejamos guiar por algo más Grande
que nosotros, que viene desde el Ser, desde el Espíritu
mismo, y, a través del alma, lo reconocemos.
Y, desde esta sintonía, reconocemos la realidad tal como es: en las personas, en
los sucesos y en nosotros mismos. Y decimos sí a nuestros éxitos y a nuestros
fracasos, a nuestras alegrías y a nuestras tristezas, a lo que nos da fuerza y a lo que
nos la quita, a nuestras luces y a nuestras sombras. Y esta mirada no solo nos va a
posibilitar saber acerca de nuestras facultades y capacidades, sino que podremos
darnos cuenta de aquellos aspectos que tendemos a excluir, como pueden ser los
celos, las mezquindades, la posesividad, el anhelo de control… Reconocer
nuestras sombras, nuestras miserias, como resultado del propio dolor o de ciertas
implicancias ancestrales que están aún sin revelarse y ordenarse en el alma, nos
permite tomar la fuerza y agradecer el haber llegado a este punto del camino. Al
incluirlas junto con nuestras virtudes, nos empoderamos y afrontamos nuestra
vida con una mayor energía y vitalidad. No es una aceptación cómoda, ya que
no nos exime de responsabilidad. Al contrario, es un punto de partida para ir
más profundo dentro de nosotros mismos.
Solo de esta manera podemos darle el mismo respeto a aquello con lo que
acordamos y a lo que no, a lo que tomamos y a lo que no, a lo que nos gusta y lo
que no. Todo tiene el mismo merecimiento y la misma dignidad. Y, cuando esto
es verdad en nosotros, los caminos se abren y nos traen lo nuevo. Es un inicio
para reconocer nuestros aspectos, integrarlos y transformarlos al servicio de la
vida.
Así, alcanzamos nuevas comprensiones y nuevas posibilidades que nos ayudan
a mirar diferente y a tomar la responsabilidad ante los hechos y las relaciones en
nuestra vida. De esta forma, las defensas que construimos ante el dolor pierden
fuerza.
Al reconocer lo que fue y lo que es, comenzamos a inclinarnos ante lo real,
ante la verdad e iniciamos el camino hacia el asentir. El sí es una llave que abre
los portales en nuestra vida.
Y, cuando asentimos a un gran dolor —algo que solo es posible desde un lugar
adulto—, nos liberamos y liberamos a aquellos a través de los cuales nos llegó ese
dolor, y lo entregamos al Gran Destino.
Para muchos, el hecho de ofrecer a los otros lo transitado y lo aprendido como
servicio es una forma de acercarse a la posibilidad de asentir.

Inclinarnos
Asentir es decir sí, y, cuando decimos sí, inclinamos la cabeza. La inclinación
nos remite a reverenciar, a honrar aquello que la vida nos presenta para el más
alto bien de cada uno, más allá de que nos sorprenda con experiencias que, a
veces, no comprendemos, incluso resistimos, y que, con tanta frecuencia, cuando
pasa el tiempo, agradecemos por la transformación que nos permitieron.
Asentir es fluir con lo que va siendo; es incluir a todos, a todas las experiencias
y a todas mis partes tal como son.
Asentir nos permite reconocernos siendo pequeños ante el misterio de la vida,
ante nuestros ancestros y ante lo Grande.
Comenzar a decir sí nos acerca a nuestra propia fuerza; nos trae plenitud y nos
abre los caminos. Nos reconcilia con el pasado y con el presente, y lo resignifica.
Nos reconecta con la humildad.
Cuando alcanzamos este sí, al dejarnos mover por la Conciencia Superior hacia
adelante, recuperamos un estado de bienaventuranza. Y lo sentimos en nuestro
interior. Esto es resultado de recordarnos como Uno con el Espíritu, en una
inclinación que solo es posible a través del amor y la devoción.
El nuevo mundo que tanto anhelamos tiene, entonces, una posibilidad de ser
creado. Son tiempos de transformación y todos los que estamos aquí y ahora
tenemos una tarea fundamental en este proceso porque el salto a lo nuevo lo
venimos a dar todos juntos como Humanidad. Por eso, son tiempos para
recordar y reconectar en nuestro cuerpo y en nuestra alma con la fuerza que trae
a nuestras vidas el asentimiento.
Asentir es la condición indispensable en el proceso espiritual. Se trata de decir
sí al Espíritu sin cuestionamientos ni objeciones. Conforme vamos pudiendo
hacerle lugar a la vida tal como es y a nosotros tal como somos, va quedando
menos espacio para vivir desde el ego, desde la arrogancia, desde la
confrontación, desde la resistencia y desde la exclusión.
Cada vez que asentimos, empezamos a vivir sostenidos por el Espíritu y
tomados de Su mano, siguiendo ese Amor más grande que nos invita a
inclinarnos ante todo lo que va sucediendo. Nos dejamos guiar para avanzar con
una nueva conciencia. El asentimiento nos devuelve a la Vida.

Amar la incertidumbre
En los tiempos que estamos atravesando, la sensación de incertidumbre
sintetiza muchos de los estados que experimentamos. De pronto, todas nuestras
viejas certezas y creencias necesitan ser cuestionadas en todos los ámbitos de
nuestras vidas: algunos lo vivencian más en las relaciones familiares; otros, en la
relación de pareja; otros, en las relaciones con los amigos; otros, en sus
actividades.
Asentir a la incertidumbre mientras vamos atravesando el proceso es resultado
de una mirada adulta con que afrontamos lo que la vida nos entrega a cada
instante. Hacer lo contrario saca a la luz nuestras pasiones más bajas: la ira, la
violencia, la intolerancia, la impaciencia… Y, si no nos resulta posible aún
asentir, todas ellas se potencian en nosotros mismos o hacia los demás, incluso
son los otros quienes lo pueden traer como espejo de lo que todavía no miramos
en nuestro interior.
¿Cuántas veces hemos podido experimentar una situación dolorosa que se
repite a lo largo del tiempo cada vez con más fuerza, más intensidad, hasta nos
lleva al límite y nos detiene con el solo objetivo de que nos inclinemos ante lo
que es para soltar, para dejar ir, para cambiar y transformar? Una relación, un
ideal, una ilusión...
Si aquello que nos trajo hasta aquí ya no tiene vigencia, ya es pasado, ya no
tiene espacio, necesitamos, para seguir alineados con lo que es —aunque resulte
incierto—, volver a pensarnos, a movernos, a fluir, a confiar en cada pequeño
acto, en cada palabra, en cada decisión que tomemos, aún en este estado en el
que no sabemos nada.
Mientras cruzamos ese puente con vacilación, inquietud y desasosiego, con tan
pocas certezas aparentes —porque la Inteligencia Superior sí sabe—, sentimos
un vacío de identidad: no nos identificamos con lo que ya no somos ni tampoco
con lo que vamos siendo, porque estamos construyendo una nueva identidad.
Sostenernos en este lugar nos exige vaciarnos de intención, de apegos, de
sentimientos, de deseos, de pensamientos, de juicios, de creencias y dar un salto
a lo que podemos percibir como el abismo, con los miedos e inseguridades que,
desde el yo, experimentamos.
Pero ese yo ya no da respuestas ni tampoco certezas; nos marca una dirección
hacia donde no nos sentimos convocados a seguir, y, en ese vacío de identidad,
que sentimos como muerte, ligeros del equipaje de lo que ya no somos, somos
impulsados a lanzarnos a la búsqueda de nuevos caminos, de nuevas respuestas.
En ese instante de vacío, donde la Nada misma nos encuentra, solo allí
hacemos lugar a ser abrazados por el Amor Espiritual, donde lo nuevo es creado
al servicio de la reconciliación y la Vida. Y eso nuevo puede ser una creación, un
vínculo, una nueva forma de relacionarnos, una actividad, un servicio...
En sintonía con ese Amor Omnipresente, Omnisciente y Omnisapiente,
encontramos plenitud. Al principio, son instantes, pero ellos comienzan a
imprimir nuevas huellas, nuevos surcos neuronales donde la información queda
como una nueva memoria en nuestro interior.
A partir de ese momento, solo anhelamos, y hasta con cierta nostalgia, volver a
esa comunión con el Espíritu mismo. Es allí cuando agradecemos todo lo que
nos fue alejando de nuestro centro y llevándonos a nuestros propios límites, a
todos los sinsentidos que intentamos sumar en vano y a todas las falsas creencias
que nos dejaron caer una y otra vez. Gracias a todo ello, en algún momento, nos
atrevemos a decir sí a ese salto al vacío que creemos que es la muerte misma —
solo para el ego— cuando, en realidad, allí está la vida esperando desde siempre
por nosotros.
Este recorrido nos conduce, tal como lo dice el mantra védico Asato Ma:
“Señor, condúcenos de la irrealidad a la realidad, de la ignorancia a la luz y de la
muerte a la trascendencia”. Y, para el ego, resulta muy difícil; quiere vivir con
certidumbre y seguridad, permanecer en un estado conocido y mantener su
ilusión de control; anticiparse a lo que va a ser y tener dominio.
Pero nosotros no somos ese ego: somos el ser; nuestra naturaleza es divina, sutil
y sagrada.
Nuestra tarea es reconocer el ego, diluirlo y transformarlo en carácter: la
construcción del carácter es el propósito de la formación espiritual que propicia
la vida y que vamos desarrollando a lo largo de ella para despertar a la visión
interior y alcanzar la coherencia entre lo que pensamos, sentimos y hacemos. Así,
nuestra vida va dando testimonio de nuestra Verdad, a partir de nuestra
convicción, de nuestros valores, de nuestra esencia. Y requiere dedicación,
devoción, disciplina, discernimiento y determinación.
Cuando, en nuestro diario vivir, esto se traduce, nuestras palabras nos
expresan, nuestros sentimientos nos muestran, nuestras acciones nos reflejan. De
esta forma, nuestros pensamientos, sentimientos y acciones están en armonía;
somos transparentes y honestos en nuestras palabras y conductas, a pesar de las
dificultades y los contratiempos.
Estamos plenos y en paz con nosotros mismos y con el entorno. La coherencia
es un desafío en sí mismo, un impulso a ser quienes somos y nos obliga a la
práctica permanente de vivir en el presente. Es una forma de andar el camino. Y,
en esto, estamos todos juntos para el salto evolutivo que espera por todos
nosotros.
El ego va perdiendo fuerza cuando comenzamos a inclinarnos y a honrar a
nuestros padres junto con sus destinos. Mediante esta inclinación, asentimos a
quienes verdaderamente somos y, así, la personalidad refleja nuestra esencia.
En tanto vamos tomando nuestro lugar como hijos, desarrollamos la
autoconfianza y la autovaloración, y, al mismo tiempo, vamos definiendo
nuestro lugar ante los otros y en el mundo: cada vez menos nuestra identidad
depende de lo que los demás anhelan o esperan de nosotros, sino que va
reflejando quiénes somos. Así, nos vamos posicionando como sujetos, no objetos
del deseo del otro.
Y, a partir de esta conciencia ampliada, nos inclinamos y asentimos con
entrega y devoción a ser tomados por las Fuerzas Mayores, que nos guían —tal
como nuestros padres cuando éramos pequeños—, confiando a cada paso en Su
Amor y benevolencia. Es una dimensión espiritual que todo lo sabe de nosotros.
Decimos sí a los padres y, a partir de allí, podemos decirnos sí a nosotros
mismos y estamos disponibles para decir sí al Espíritu. De este modo, asentimos
desde el microcosmos que somos hacia el macrocosmos de la Vida y del uno al
Todo. Así, el Espíritu es quien nos guía y nos acompaña en el camino.

Comenzar a decir sí nos acerca a nuestra


propia fuerza; nos trae plenitud y nos abre
los caminos. Nos reconcilia con el pasado y
con el presente, y lo resignifica.

Esto no invalida que sostenernos en la incertidumbre


—como parte del proceso, sin interferir, sin pretender anticiparnos ni controlar
— es un trabajo diario, resultado de una decisión que debemos tomar como
adultos.
¿A quién decidimos seguir y darle la mano para dejarnos guiar: a nuestra mente
o al Espíritu que somos? Cuando la guía es la mente, invertimos nuestra energía
y nuestro tiempo
en una relación tóxica; permanecemos en una actividad laboral que no nos
satisface por resistirnos a los cambios; por querer garantizarnos seguridades,
seguimos un estudio donde no somos felices... Allí nos debilitamos, perdemos
fuerza y alegría. La vida termina reflejando la naturaleza dual de la mente: no
somos felices, pero permanecemos; no queremos sostener esa relación, pero no la
modificamos. En cambio, cuando el guía es el Espíritu, en cada situación,
relación o circunstancia, tenemos fuerza, certeza y plenitud. Y se manifiesta a
través de la alegría; no hay lugar para las dudas ni para el malestar. Nos define en
nuestras elecciones con asertividad.
Y, en este tiempo que estamos viviendo, el encuentro con lo incierto y lo
inevitable es parte del aprendizaje. La mayoría de las personas piensan lo
inevitable como algo negativo; sin embargo, no siempre es así. Aquello que la
vida nos retira es en función de nuestro despertar, de nuestra evolución y como
sacrificio personal ante un destino colectivo del cual somos parte.
Aunque duela, aunque nos implique renunciar, aunque no refleje nuestros
deseos o simplemente no lo entendamos. Esto, en el lenguaje sistémico, es
reconocer y asentir a lo que es. De esta manera, nos dejamos conducir por las
Fuerzas Universales.
Vinimos a fluir con el ritmo de la vida, como un río fluye desde las montañas
al mar. Solo desde el carácter, que nos invita a actuar con integridad, podemos
reconocer esa fortaleza que nos permite confiar, esperar y asentir a lo que va
siendo. Ser coherentes nos da sentido de trascendencia a nuestras vidas.
El universo se encuentra en constante movimiento. Hasta donde sabemos, el
estado de movimiento del universo es de expansión. Esta teoría indica que, desde
la inmensa explosión que fue el Big Bang, comenzó a expandirse y, en la
actualidad, todavía así sigue siendo. Nosotros somos parte de él y nos regimos
por sus mismas leyes: todo en nuestras vidas es movimiento y cambio.
Por eso, cada vez que nos aferramos a algo —una idea, una emoción, una
persona, una filosofía o lo que sea— con el propósito de tener certezas, las
experiencias externas que nos llegan a través de los otros o de las circunstancias
—en general, dolorosas— van a estar al servicio de que podamos reconocer
nuestro ego, para que el cambio y la transformación sucedan y, tal como dijo
Mahatma Gandhi, “seamos el cambio que queremos ver en el mundo”.
Me surgen las palabras del filósofo Heráclito: “Lo único constante es el
cambio”. El cambio trae incertidumbre. Y, para estar en sintonía con esta forma
de pulsar que tiene el universo, desidentificarnos del ego es la primera condición
para que el salto cuántico de la conciencia sea posible. Por eso, tantas veces, la
vida se encarga de promover situaciones a favor de lo que venimos a modificar y
a hacer lugar, a través de la espera, de la paciencia, del silencio que nos lleva a
convivir con lo incierto, con el mismo silencio que nos posibilita la conexión con
algo Mayor, con lo misterioso, con lo indecible; todo esto al servicio de nuestro
crecimiento y evolución.
Una vez que iniciamos el proceso del asentimiento a todo y a todos tal como
fueron y como son —ya que somos parte de sistemas familiares cuyas
experiencias están impresas en nuestro interior y nos atraviesan, aunque no
seamos conscientes de ellas—, en un segundo tiempo, comenzamos a asentir a
todo lo que hemos sido y lo que somos hoy. Asentir a nosotros mismos es la
consecuencia. Esta mirada nos reconcilia con el pasado y nos reconecta con la
humildad. Y nos muestra el camino hacia la conciencia del Uno con el Espíritu.
El camino de asentir a lo que somos es hacer lugar a desarrollarnos en toda
nuestra potencia al servicio de la Vida.

Darle la bienvenida al dolor


De la misma forma que necesitamos cambiar lo que nuestra mente interpreta
cuando invocamos la palabra incertidumbre y todas las emociones que se nos
precipitan cuando pensamos en la falta de certezas, de horizontes y de
previsibilidad, precisamos también resignificar el dolor.
El dolor es aquello que, con frecuencia, se anida en nosotros a causa de hechos
ajenos a nuestra voluntad, ya que nadie que goce de buena salud mental lo elige
conscientemente. Al parecer, algo llega desde afuera, nos encuentra y nos
enfrenta a las propias sombras, es decir, a nuestros aspectos desconocidos o
rechazados. Solemos llamarlo destino, que profundizaremos en otro capítulo.
Aunque parezca una frase muy redundante, el dolor duele y es necesario
transitarlo. Tenemos que darle la bienvenida porque, solo de esta manera,
podemos transformarlo en fuerza para lo nuevo. En otras palabras, asentir a él.
La racionalización, así como la ira, la negación, la disociación, la proyección, la
represión, son diferentes mecanismos de defensa para evitar el contacto con el
dolor.
El dolor es parte de la vida: no hay alegrías sin dolor; es parte de las polaridades
que nos atraviesan. Hay una imagen muy representativa: uno llega a esta vida
llorando. Entonces, ¿cómo podemos pensar el dolor fuera de la vida? El tema es
cómo nos posicionamos ante él, cómo lo miramos y cómo nos relacionamos.
El primer paso es meter el cuerpo; atrevernos a pasar el dolor por el cuerpo y no
negarlo; no disociarnos del cuerpo; no evitar el dolor; no escaparnos del llanto;
no querer sortear las emociones, que tenemos que elaborar a través de la
racionalización…
¿Qué hacemos cuando algo nos duele, cuando perdemos a personas queridas,
cuando las cosas no suceden como queríamos, cuando nos desilusionamos,
cuando vemos que lo que habíamos construido se empieza a deshacer…?
A veces, la única forma de encontrar nuestro camino es experimentar aquello
que nos hace llegar a nuestros más profundos límites, para soltar y renunciar.
Y esto puede resultarnos, a veces, insoportable, más allá de lo que
humanamente podemos contener, pero se impone y no podemos escapar. En
realidad, solo permaneciendo, a veces, pidiendo ayuda, dejándonos sostener por
nuestros seres queridos, comenzando o profundizando un camino hacia el
interior, podemos dar un giro en nuestras vidas, a partir de la experiencia, del
recorrido que trajo conocimientos y sabiduría a nuestras vidas. Solo termina de
sanar, como veremos unas líneas más adelante cuando lo que tomamos del
camino lo ofrecemos al servicio.
A medida que vamos elaborando un duelo —al principio, se niega; luego se
desmiente; luego nos angustia; luego aparece la tristeza como un reconocimiento
de algo que ya no es, pero algo del orden de la añoranza nos sigue habitando…
—, atravesamos diferentes etapas. Puede ser por la pérdida de un ser querido,
por el duelo de un ciclo, de un tiempo, de lo que ya no es, de esas identidades
que están como pieles transmutando en cada uno de nosotros… Solamente
atravesando esas etapas es como vamos recuperando la vitalidad para que, una
vez elaborado el duelo, estemos listos para dar un salto cuántico en nuestras
vidas.
El dolor nos permite construir la vida desde otro lugar. No nos hace débiles,
sino todo lo contrario: de él tomamos la fuerza y nos posibilita estar en contacto
con nuestra vulnerabilidad. El dolor nos invita a inclinar nuestro ego,
despojándonos de todos nuestros yoes hasta poder recordar lo que somos en
esencia, esta única verdad que nos encuentra a todos, más allá de nuestras
creencias, de nuestras lealtades, de la historia que pudimos construir hasta ahora,
y recordar nuestra Divinidad.
Atravesar el dolor nos hace más humildes porque comprendemos que nuestra
tarea es hacernos cargo del proceso y entregar el resultado. Nos dispone a
practicar la entrega, la confianza y reconocer nuestra pequeñez ante lo Grande. Y
es esa rendición la que permite que esas Fuerzas Mayores puedan intervenir.
Porque, solo cuando nos entregamos completamente, sin pretender anticiparnos
a las consecuencias de nuestras acciones, sin esperar un resultado, y nos hacemos
responsables de cómo andamos nuestros caminos, algo se transforma.
Cuando decimos sí al dolor, hacemos lugar a la incertidumbre y nos
disponemos a lo que es porque sabemos que es la instancia a través de la cual el
Universo se revela y nos trae aquello que es perfecto y va a colaborar con nuestra
evolución.
Por eso, este es un tiempo bendito y, a la vez, muy doloroso. Nuestra tarea es
hacer lugar a lo que sucede; reconocer, incluir y asentir a todo tal como es. Por
momentos, no vamos a poder evitar identificarnos con las emociones y con los
pensamientos caóticos. Sin embargo, sí podemos tomar responsabilidad y acción
para decidir cuánto tiempo vamos a permanecer en ese lugar, ya que el dolor no
es inevitable, pero lo que sí podemos evitar es el sufrimiento que surge como
consecuencia de apegarnos a ese dolor. Como dijo alguna vez Bert Hellinger: “El
pasado es pasado cuando lo dejamos en el pasado”.
Dejar el pasado en el pasado quiere decir incluir el pasado y ubicarlo en otro
lugar dentro de nosotros. Y, cuando esto es logrado, pierde la fuerza, y de allí
tomamos el impulso para lo que continúa, en nuestras decisiones, elecciones,
movimientos.
Podemos pensar la evolución como una espiral, donde todo lo creado sigue a
ese patrón. Es decir, esa información que causó el dolor va a regresar en el
tiempo, a través de nuevas experiencias, para darnos la posibilidad de observar
cómo estamos parados, qué cicatrices aún conservamos, y, según el nivel de
conciencia en que nos encontremos, vamos a observarlo y relacionarnos desde
una nueva perspectiva, desde otra dimensión. Cuando llega el momento en que
del dolor sentimos el ímpetu para ir hacia la Vida, esa memoria se transforma al
servicio del propio camino.
Y, entonces, en lugar del dolor, por ejemplo, experimentamos el amor propio.
Por ejemplo, un modelo de pareja tóxico que, en otro tiempo, nos cautivaba y
ahora ya ni siquiera nos atrae, como resultado del amor que hemos sido capaces
de cultivar en nosotros, y así comenzamos a atraer a parejas que vibren en ese
mismo nivel de amor.
Porque el dolor no tiene que ser tomado como un impedimento para iniciar el
camino por venir, aunque una parte de nosotros todavía sienta tristeza o esté
intentando cicatrizar. Se trata de avanzar, tal como resulte posible, con la fuerza
disponible: continuar, con el dolor, hacia adelante.
Incluir el dolor, hacerle un lugar, no escaparse de él, no excluirlo ni pretender
sortearlo es, precisamente, la forma de comenzar un proceso y un camino que, a
medida que lo vamos recorriendo, permite que la angustia empiece a mermar.
De a poco, la tristeza va quedando cada vez más lejana, mientras comenzamos a
recuperar la energía y la sonrisa. Como siempre, es la vida misma la que nos va a
ir diciendo si estamos regresando a la superficie, si estamos disponibles para lo
próximo y, por añadidura, creando nuevas realidades en nosotros, con los otros,
con el entorno. De a poco, nuestra vida nos empieza a contar y a mostrar de qué
se trata lo nuevo.

Se trata de avanzar, tal como resulte posible,


con la fuerza disponible: continuar,
con el dolor, hacia adelante.

Y llega un punto donde podemos agradecer; encontramos la sabiduría y las


fortalezas que, en ese dolor, a modo de semilla, están contenidas esperando que
las reconozcamos, porque, sin ese dolor, no seríamos quienes somos; no
reconoceríamos nuestras virtudes, nuestras capacidades y nuestros recursos… A
veces, es el dolor lo que va determinando aquello que vinimos a hacer a esta vida.
Por ejemplo, es frecuente que muchos, como resultado del esfuerzo que tuvimos
que hacer para sanar nuestras heridas tan profundas, nos convirtamos en
testimonio, en maestros para que otros sanen lo suyo propio a través de nosotros.
Nuestro pasado, muchas veces, es el aval que autentifica lo que predicamos.
Al hacerle lugar al dolor —al verlo, al incluirlo, al agradecerle—, podemos
transformarlo y pasar a estar disponibles para alinearnos con el flujo de la vida.
Deja de ser un pesar y se transforma en fuerza de acción.
La vida nos muestra —por medio de personas o experiencias— que, por
ejemplo, nos hemos vuelto muy racionales, como un mecanismo de defensa, y
que, tal vez, eso nos impide dar el próximo paso. Y esta situación puede resultar
muy dolorosa si no tenemos el hábito de mirar dentro de nosotros y observar de
qué se trata aquello que necesita ser mirado y sanado, sin necesidad de que el otro
lo provoque a través de una situación muy dolorosa que traiga a nuestra vida —
aún sin saberlo— para que abramos nuestro corazón y comencemos a despertar a
una nueva conciencia. De esto dependerá que lo padezcamos o lo agradezcamos.
Desde la autoobservación, podemos identificar nuestros puntos ciegos: miedos,
ansiedades, sentimientos de culpa, autoestima baja, depresiones, lealtades
invisibles, parentalización… Y decidir, por ejemplo, abandonar una relación
tóxica; dejar de conformarnos con una remuneración escasa; renunciar a una
actividad que no es digna; no resignarnos a una salud precaria…
Si elegimos ser conscientes, no siempre es necesario llegar a instancias de dolor.
A través del carácter, vamos tomando decisiones que nos llevan a ser coherentes
con nosotros mismos en pos de nuestra propia evolución y, así, de a poco, ir
despidiéndonos de las situaciones limitantes como la única manera de progresar.
Por medio de una decisión consciente y adulta, podemos reconocer el dolor;
tomar nuestra parte de responsabilidad y decir basta, decir no, corrernos a
tiempo, agradecer
y, en algún momento, llegar a soltar con amor, que es el fin último. De esta
forma, hacemos espacio a todo lo que la vida nos va trayendo como parte del
aprendizaje, aunque sea un salto al vacío lo que tenemos que dar. Tomándonos
de la mano de la incertidumbre, decimos sí a lo que va siendo. Todos estamos
motivados a despertar y evolucionar, a recordar quiénes somos y ofrecernos al
servicio de la existencia misma.
Cada uno de nosotros podemos reconocernos como un faro de luz, si
recordamos que portamos una llama de amor en nuestros corazones, a través de
la cual podemos ayudar a otros a despertar, así como otros nos ayudarán a través
de la suya.

La noche oscura del alma


La noche oscura del alma es una metáfora que se utiliza en diferentes tradiciones
espirituales y escrituras sagradas. Representa esas instancias en las que todo
parece conspirar contra el bienestar, la alegría, la fuerza, la vida misma. Son esos
tramos del camino en donde somos invitados a hacer contacto con lo que nos
duele, con lo que nos retiene, con aquello que debemos soltar y transformar al
servicio de nuestra propia evolución. Son esos momentos cuando toda la
estructura se desploma, se desvanece y solo se ve delante la oscuridad. Todo es la
nada misma, vacío, inseguridad, tristeza, soledad, desolación. Es una falta de
sentido, una crisis espiritual, un vacío existencial que, a veces, surge de una
pérdida de un ser querido, la culminación de un amor de pareja, de un fracaso
laboral o profesional, de un síntoma, de una enfermedad…
Otras veces, es resultado de una crisis existencial que surge desde el interior,
con una fuerza que nos impone dar un salto cualitativo, sin motivo aparente. Es
igualmente desoladora porque ya nada es como antes. Parece que nada ha
cambiado y, sin embargo, todo se está modificando: ya no disfrutamos las cosas
de siempre; las conversaciones con ciertos amigos no nos interesan; la rutina se
vuelve un tedio y la vida se vuelve gris.
Esos momentos son un llamado del alma que no podemos ignorar. La vida nos
exige que asintamos. Es el inicio de un camino de búsqueda en el interior
individual, y, con certeza, de ese proceso saldremos transformados. Tal como lo
ha dicho el mitólogo y escritor Joseph Campbell: “La cueva oscura donde temes
entrar es donde está tu tesoro”.
Mientras la atravesamos, somos despojados de todo aquello que no somos;
dejamos de compartir con otros que ya no pueden formar parte de nuestra vida;
muchas partes nuestras se van desintegrando y nos quedamos sin poder hacer
más que entregarnos a ese proceso sostenidos por la valentía u obligados por ella.
Se siente como la muerte misma, ya que es la culminación de una identidad. En
esa rendición, está la energía vital para crear y dar vida a aquello que refleje
quiénes somos, qué vinimos a ofrecer.
A través de este tiempo de recogimiento, alcanzamos la máxima profundidad
en nosotros. Esto hace lugar para que el Espíritu despliegue en nosotros Su
Sabiduría y Amor, y nos haga reconocer la Verdad, lo esencial.
Este proceso es solo un eslabón en la vida, un movimiento: no
permaneceremos allí para siempre. Una vez que se atraviesa esta crisis, que
iluminamos y hacemos conscientes esos aspectos de nosotros mismos que
también forman parte de lo que somos y que habíamos negado, podemos
empezar a sanar dolores profundos. Así iniciamos la transformación y la
liberación. Así damos un paso hacia la realización personal y espiritual.
En algunos casos, es necesario pedir asistencia a personas que hayan atravesado
ya ese lugar y hayan alcanzado cierta expansión de conciencia. También es
importante tener presente que todos estos pensamientos, emociones y
sensaciones —angustia, desolación, soledad, desesperanza, tristeza, abulia,
desgano, máxima vulnerabilidad— se deben a que el ego se siente amenazado de
perder presencia ante una identidad nueva que está comenzando a emerger, una
identidad más auténtica, más esencial, más espiritual.
A imagen y semejanza de la oruga cuando está dentro de la crisálida para
convertirse en mariposa, aparentemente, por fuera no pasa nada, no hay
movimiento, pero, por dentro, se está gestando toda una vida que, en tiempo y
forma, romperá el capullo y emergerá transformada en mariposa.

Discernir para despertar


Desde hace miles de años, Oriente viene ofreciendo múltiples prácticas con
este propósito: el control y el aquietamiento de la mente para que no nos
alejemos de nuestra naturaleza primordial. Somos seres espirituales que
realizamos una experiencia humana, como tantos buscadores y maestros ya lo
han dicho repetidamente. Cada uno de nosotros lo sabemos, lo recordamos y
encarnamos este saber un poco más, día a día. Con una mente en armonía y al
servicio de nuestra esencia, podemos dar un paso más: ¿cómo reconocemos lo
que es? ¿Cómo distinguimos aquello a lo cual venimos a asentir? A partir de estas
preguntas, podemos reflexionar sobre cuántas veces la vida nos encontró
soñando despiertos. ¿Cuántas veces construimos castillos en el aire?
El discernimiento nos permite diferenciar entre ilusión y realidad; distinguir la
verdad de la falsedad; identificar la acción correcta. De esta manera, nuestras
decisiones, palabras, conductas y comportamientos estarán a la altura del
conocimiento que cada uno tenga de nosotros mismos.
Desde la mirada sistémica de las Constelaciones —como
profundizaremos más adelante—, esto es posible en nosotros a medida que
vamos ordenando en el plano del alma; transformando nuestras lealtades
invisibles e implicancias en respeto y restitución de lo suyo a cada ancestro, junto
con su destino. De esta manera, vamos recuperando la libertad para tomar solo
lo propio y así, paulatinamente, asentimos a todo tal como fue y a todo tal como
es. Tanto en lo pequeño como en lo grande, en lo cotidiano como en lo
trascendente: con qué elegimos alimentarnos, cuántas horas descansamos por
día, quiénes son nuestros compañeros de ruta, si dedicamos nuestro tiempo a
compartir con quienes amamos, si hacemos lugar a lo que nos colma y nos da
plenitud...
Discernir no es excluir o dejar afuera; es reconocer lo que es para asentir a ello
y hacerle lugar.
¿Qué lo posibilita? La expresión que tanto se está escuchando en estos tiempos:
el despertar de la conciencia. Es, precisamente, ir ampliando nuestros puntos de
vista, ir alcanzando nuevas comprensiones, ir expandiendo nuestro corazón a
partir de la reformulación que podamos hacer en nuestro sistema de creencias.
La conciencia es la capacidad que tenemos los seres humanos de reconocernos
a nosotros mismos, de percibir nuestra existencia propia y el entorno que nos
rodea. La conciencia nos posibilita el conocimiento y el acceso al mundo en
busca de la Verdad. Permite que nuestros pensamientos, sentimientos y acciones
alcancen la armonía para poder reconocer si aquello que es resuena con nuestro
interior o no.
Muchas veces, no podemos modificar lo que sucede, pero sí podemos, a partir
del discernimiento, definir la manera de relacionarnos y posicionarnos ante esto.
Todos juntos, como colectivo de la Humanidad, estamos atravesando un canal
de parto. Hacerlo de forma conjunta no significa que sea menos doloroso y
menos traumático.
Sin embargo, aunque la conciencia todavía no lo reconozca, el alma sabe que
todo este movimiento y este proceso personal, colectivo y espiritual tiene que ver
con un salto cualitativo en nuestras propias vidas. Cualquiera de nosotros que se
permita ver y percibir, no solo con los sentidos ordinarios, sino con los ojos del
alma, puede reconocer, saber y sentir que hay algo que está trascendiendo lo
personal.

Todos estamos invitados a alcanzar la sintonía


con el Espíritu, ya que el salto al nuevo
tiempo lo daremos entre todos, al servicio de
un Propósito Mayor, que deviene del
Espíritu mismo.

Todos estamos invitados a alcanzar la sintonía con el Espíritu, ya que el salto al


nuevo tiempo lo daremos entre todos, al servicio de un Propósito Mayor, que
deviene del Espíritu mismo.
Ese Espíritu a todos nos incluye, a todos nos hace lugar, a todos nos ve con
buenos ojos y con el mismo amor. Al ir logrando esta sintonía, nos dirigimos
hacia una vida más plena y llena de sentido.
El nuevo conocimiento —o, como dicen algunos, el que estamos recuperando
— está sucediendo en nosotros y a través de nosotros. Y venimos a compartirlo
para que, en algún momento, todos colectivamente confluyamos y alcancemos
una expansión en nuestra conciencia que tiene que ver, en principio, con
conocernos a nosotros mismos y luego reconocernos como parte de una red, de
un sistema más grande que llamamos Humanidad.
Esta red está al servicio de un propósito individual y colectivo. Comienza con
nuestra capacidad de discernimiento para el despertar, el crecimiento y la
realización personal y espiritual.
Es tiempo de respetar, de aplicar, de incluir y de estar alineados, más que
nunca, con los Órdenes del Amor, con los Órdenes de la Ayuda —que veremos
más adelante— y con las Fuerzas que todo lo mueven. Así alcanzaremos una
dimensión espiritual en nuestra vida cotidiana, en la cual el cielo y la tierra se
integrarán en cada uno.

¿Qué es estar al Servicio de la Vida?


Estar al servicio de la Vida es un impulso que va creciendo en nosotros, que
nos permite aprender a ver lo sagrado en todo, reconociendo que, en lo pequeño,
siempre hay un sentido mayor, que, cuando ofrecemos servicio, somos los
primeros servidos y que no se trata, necesariamente, de grandes obras, sino de
una actitud, de una forma de vivir.
Cuando sentimos el impulso de brindar lo que tomamos, cuando sanamos
nuestras heridas y, desde ese proceso, nos ofrecemos como instrumento para la
sanación de otros… decimos sí a la Vida.
Todos nosotros somos hijos, resultado del encuentro que, alguna vez, nuestros
padres han consumado, en sintonía con la Fuerza de la Vida. Es un acto místico,
sagrado, espiritual.
El hecho de haber recibido la vida nos da la posibilidad de elegir tomarla. Una
cosa es recibir: nos remite a una actitud pasiva, de espera, receptiva. En cambio,
tomar nos invita a la acción, a realizar un movimiento hacia adelante que resulta
de una decisión y nos posiciona en un lugar activo y de responsabilidad adulta.
A medida que vamos diciéndole sí a la vida y miramos con los ojos del alma,
vamos reconociendo que, en esta dimensión álmica, no toleramos tomar más de
lo que damos, ya que no estaríamos respetando el Orden de la Compensación o
Equilibrio —que explicaré más adelante—, y, cuando los Órdenes no se
respetan, en el alma, se pierde la paz. En cambio, cuando sí los respetamos,
logramos un estado de calma interior. Cuanto más amor tomamos, más
necesitamos ofrecer.
La necesidad de tomar comienza a construirse en la gestación misma, cuando
tomamos de nuestra madre el alimento, el cobijo para nuestro desarrollo y tanto
más. Lo cierto es que no podemos compensar tanto de lo dado por nuestra
madre y nuestro padre —más allá de cualquier circunstancia—, ya que nos han
regalado algo tan inconmensurable como es nuestra propia vida. Aunque nos
sacrifiquemos, renunciemos a nuestros objetivos y metas, pongamos en riesgo
todo lo propio, nunca vamos a poder equilibrar lo que nuestros padres nos
otorgaron. Por lo tanto, la compensación solo será posible hacia adelante, hacia
los otros, cada vez que ofrezcamos aquello que tenemos, porque previamente lo
tomamos.
La naturaleza humana es dar y servir, ya que, cada vez que damos, estamos
equilibrando un poco más ese obsequio tan grande que se nos fue dado en
nuestro nacimiento.
En principio, desde los Órdenes del Amor —patrones universales que rigen en
el alma humana sin distinción alguna, más allá de las diferencias religiosas,
filosóficas, sociales, culturales—, esta es la razón por la cual tenemos el impulso
vital de brindarnos al servicio de la vida, es decir, hacia adelante, ese lugar donde,
como alguna vez dijo Bert Hellinger, “la Vida siempre espera”.
Y se manifiesta en todo lo que hacemos. Desde lo personal, tener hijos propios;
adoptarlos; cuidar a niños, ancianos; expresarse a través del arte… En lo social,
ofrecer ayuda a los demás; ser parte de organizaciones cuyos propósitos y
finalidades sean nobles; contribuir en servicios comunitarios; cuidar la
naturaleza; asistir a los animales y a las plantas, al planeta... Y, en lo
interpersonal, observar si ayudamos o dañamos con lo que expresamos; si
nuestras intervenciones suman al desarrollo del otro o le quitan dignidad; si
nuestros aportes son constructivos o destructivos; si pensamos el bien, decimos el
bien y hacemos el bien.
Es, por lo tanto, un punto de partida que comenzamos a desarrollar cuando
nacemos y empezamos a tomar y también es, al mismo tiempo, un punto de
llegada que resulta de un proceso personal y espiritual.
Desde siempre, las Constelaciones estuvieron al servicio de ella, más allá de las
transformaciones que tuvieron a lo largo del tiempo por las propias
investigaciones, profundizaciones y evoluciones que Bert Hellinger nos ha legado
y compartido.
Esto que, en principio, fue una herramienta y hoy pasó a ser una filosofía de
vida nos invita a ver que todo en nuestra cotidianeidad tiene un sentido mucho
más grande y trascendente: recordar la fuente y la esencia de nuestra naturaleza
espiritual para que vivamos en sintonía con lo que somos desde nuestro origen,
energía de Amor.
Cada vez que somos capaces de reconocer y de decir sí a lo que fue tal como
fue, decir sí a lo que es tal como es, de reconocer por dónde estuvo el amor —tal
vez, desordenado, sin dejar de ser amor—, de devolverle a cada uno su lugar en
el sistema familiar de origen, sin distinción alguna, en concordancia con el Amor
Espiritual, tal como lo dijo Bert Hellinger, estamos ofreciéndonos al servicio de
la reconciliación y de la Vida.
La reconciliación es resultado de un movimiento espiritual —del que hablaré
más adelante—, altamente sanador para todos; es un movimiento de entrega a
todo tal como es; es una instancia donde ya no hay buenos ni malos, ni víctimas
y perpetradores, ni bien, ni mal.
Es una mirada que nos propone reconocer que todo lo que sucede en nuestro
diario vivir es en aras de la reconciliación para la vida. A partir de esta visión,
podemos alinear nuestra mente y nuestras emociones en concordancia con este
movimiento superador. Ya que solo es posible cuando elevamos nuestro amor
personal —que separa, que distingue, que diferencia, que juzga, que excluye, a
través del ego, a través de los apegos, de las lealtades invisibles— a un Amor
Espiritual que nos guía y crea lo nuevo.
Este Amor trae las soluciones más allá de nuestras creencias, apegos
imaginarios, posibilidades, lealtades invisibles… Y siempre nos propicia ir hacia
el alcance de los movimientos de la reconciliación y de la Vida.
Los Movimientos de reconciliación comienzan con el sí a nuestros padres, con
verlos tal como son: una unidad como padres, son mis padres, más allá de cómo
sea la relación junto con ellos —en otro capítulo, profundizaremos este tema—.
Y, a partir de la reconciliación lograda con ellos, así serán las relaciones que
vamos construyendo a lo largo del tiempo con las parejas, con los amigos, con
los compañeros de trabajo, con los hermanos, con los hijos y con todos aquellos
con los cuales nos relacionemos en nuestro camino. Solo desde ese lugar,
podemos alcanzar la reconciliación con el Espíritu, con la vida misma,
ofreciéndonos a su servicio. Y, cuando decimos sí al Espíritu, el Cielo y la Tierra
lo celebran.
Meditación:
Sí a lo que es

• Cierra los ojos; toma contacto con la respiración.


• En esta observación, te invito a que te aquietes unos instantes.
• Acompaña el ritmo de la respiración, atento cada vez que inspiras y cada vez
que exhalas. En cada inspiración, inhalas el prana, la energía vital, y, cada vez
que exhalas, sueltas los excesos y las impurezas de tus pensamientos y
emociones.
• A todo lo que va siendo por fuera y por dentro vas diciendo sí, sin juicios, sin
resistencias, sin oponerte a lo que es.
• Vas reconociendo la paz que surge en ti cada vez que dices sí.
• Solo dices sí; el sí nos trae sintonía, calma, quietud y paz. Sigues respirando
conscientemente en el sí. Sí a todo tal como va siendo aquí y ahora.
• Continúa atento y consciente a tu respiración. En el sí, te alineas y, desde ese
lugar, ahora te ofreces al servicio de tu ser y al Todo. Tomas la fuerza del
asentimiento y te reconoces Uno con ella.
• Ahora, te invito a que revises si algún pensamiento o creencia interior está
generando un conflicto con lo que es en tu vida, un asunto de cualquier
índole, que está sucediendo ahora con algo o con alguien. Y hazle lugar.
• ¿Puedes reconocer el costo que es para ti decir no? Pierdes energía, fuerza,
claridad, dirección… Te tensas; tu corazón se cierra; el movimiento hacia la
solución no aparece… Nada resuelves… No tiene sentido y es en vano.
• Dirige justo allí tu respiración de manera consciente… y suelta. Suelta todo
aquello que se opone a tu rendición, a tu entrega a lo que es. Pensamientos,
creencias, prejuicios, emociones, ansiedades, miedos… Suéltalos y
entrégalos.
• Cada vez que dices sí a lo que está siendo, reconoce cómo tu ego pierde
fuerza; la ilusión de control se desvanece y te fortaleces junto con tu Ser.
• Cada vez que dices sí a lo que es, recuperas la conexión con una dimensión
espiritual que es paz en tu interior. Allí todo es imperturbable e inalterable.
• Trasciende cualquier circunstancia externa y cualquier pensamiento o
emoción interna que están en un movimiento de permanente oscilación.
• Suelta las expectativas sobre ti y sobre los demás.
• Renuncia a pretender comprender y acepta el no saber. Solo acompaña lo
que está siendo y sucediendo dentro de ti, tal como es.
• Asientes a la imperfección y a lo efímero de todo y de todos en este plano.
• Comienzas a reconocer un estado mayor de serenidad y calma interior a
medida que las resistencias de la mente cesan.
• Y ahora dices sí al Amor más Grande, a esa Conciencia Superior que, a través
tuyo, toma tus asuntos y se ocupa de ellos y que, en este plano, eres tú
mismo.
• Asiente a lo que es tal como es.
• Dices sí y te rindes a tu Ser, que es imperecedero e inmortal. Y es Uno con el
Todo y a todo lo imanta y a todo lo impregna.
• Y, justo allí, la Inteligencia Superior obra a través de ti y te asiste
completamente. Ella solo espera de tu entrega para intervenir y ser guiado.
Haz espacio a que la Gracia sea cada vez que dices sí y te inclinas ante lo
Grande.
• Permite que la vida fluya a través de ti y sé Uno con ella.
• Permanece en el silencio de la mente y en vacío interior unos instantes.
• Desde ese lugar, haz tres respiraciones profundas, inhalando por la nariz y
exhalando más pausadamente por la boca.
• Y, a tu tiempo, comienza a abrir los ojos suavemente.
Frases sanadoras

“Querida mamá y querido papá:


digo sí a todo tal como fue,
con lo dado y lo no dado.
A partir de ahora,
el resto lo busco dentro de mí
y, en su honra, tomo mi vida en plenitud”.

“Querida mamá y querido papá:


ahora los respeto junto con sus destinos y les digo sí.
Les pido me bendigan
si lo hago diferente a ustedes”.

“Digo sí a mis padres; digo sí a mi vida”.

“Tomo mi parte de responsabilidad


y dejo en tus manos tu parte.
Digo sí a todo lo que nos encontró
y a todo lo que nos distanció;
digo sí y te doy las gracias”.

“Te prometo hacer algo muy bueno con mi vida,


honrando tu dolor.
Digo sí a tu destino y digo sí al mío”.

“Digo sí a todo tal como ha sido


y los llevo junto con sus destinos en mi corazón”.
“Lo hicieron muy bien.
Todo salió muy bien.
Lo hice muy bien y
lo hago muy bien.
Y a todo digo sí”.

“Asumo mi proceso con responsabilidad.


Entrego el resultado al Espíritu que me conduce
y digo sí”.

“Me inclino ante lo Grande y digo sí”.

“Me entrego a las Fuerzas


que todo lo mueven en mi vida y digo sí”.

“Asiento a la realidad tal como es


y me ofrezco al servicio de la Vida”.

“Digo sí al movimiento del Espíritu


que todo lo conduce”.

“En sintonía con la Vida,


me ofrezco al servicio de ella”.

“En mi asentir, me libero


y libero a todos los que llegaron antes
y a las generaciones futuras”.

“Digo sí a todo, tal como ha sido y como es,


en los otros y en mí,
con todo lo bueno y lo malo,
con lo cierto y lo incierto,
con la dicha y la desdicha,
con la alegría y el dolor.
Y me inclino ante el Propósito Mayor”.
CAPÍTULO 2
Las dimensiones del amor
El amor es la única realidad y no un mero sentimiento.
Es la verdad última que yace en el corazón de la Creación.
RABINDRANATH TAGORE
(Poeta bengalí, 1861-1941)

En este capítulo, compartiré mi mirada acerca del Amor y algunas de sus


dimensiones. No con el propósito de hacer una clasificación, sino para alcanzar
comprensiones más amplias.
El Amor es el Manantial; el Amor es el Camino; el Amor es el Propósito.
El Amor es la fuerza de atracción que todo lo magnetiza.El Amor es uno solo;
es la Fuente Única; es el Todo; es lo sutil; es lo intangible… Trasciende todas las
formas y, al mismo tiempo, impregna a todas ellas. Podemos, desde nuestra
conciencia humana, aproximarnos al Amor a través de sus manifestaciones y
revelaciones: se lo reconoce a través de nuestros pensamientos, de nuestros
sentimientos, de nuestras intenciones, de nuestras acciones, de nuestros
comportamientos y se traduce en las relaciones con uno mismo y con los demás.
Y, en algunas ocasiones, solo por unos instantes, como resultado de una
Gracia, podemos reconocer a ese Amor como manifestación pura latiendo en
nuestros corazones.
Para poder acercarnos a las diferentes dimensiones del Amor, necesitamos de
una mirada más amplia que nos permita reconocer aquello que pertenece al
mundo de lo invisible. De lo contrario, nos quedamos con sus formas y
expresiones, que no son más que la punta del iceberg de su verdadera magnitud.
Comenzamos a saber acerca del amor con nuestros padres y, luego, a través de
otros vínculos que vamos estableciendo, va tomando cada vez más presencia y
cuerpo en nuestra vida. Con el correr del tiempo, advertimos que puede ir
cobrando diversos aspectos, volverse más sutil, más profundo, más abarcativo,
más impersonal, más inclusivo.
Lo contemplamos en la mirada de los padres a su hijo, cuando una madre
amamanta, en el abrazo de una pareja, en el juego cómplice de los abuelos con
sus nietos, en el relato de un cuento, al contemplar una obra de arte ante la cual
se expande el corazón, cuando descubrimos un paisaje que nos conmueve,
cuando somos agradecidos, cuando estamos en comunión con la naturaleza, en
el silencio redentor mirando el cielo estrellado, cuando meditamos, cuando
oramos, cuando tenemos una experiencia espiritual, cuando sentimos el Amor
del Espíritu en nuestro interior, cuando recibimos Su Gracia…
Todas estas son manifestaciones del Amor del Espíritu, el único Amor que se
exterioriza en la condición humana.
Como alguna vez ha dicho Rumi, un célebre poeta místico musulmán persa:
“Tu tarea no es buscar el amor, sino buscar y encontrar todas las barreras dentro
de ti mismo que has construido contra el amor”.
A lo largo de este capítulo, hablaremos de tres dimensiones en las que el Amor
se manifiesta: la personal, la colectiva y la espiritual. De esta forma, haremos un
recorrido que nos conducirá hacia la dimensión más vasta y más sublime del
Amor, que es el Amor del Espíritu, que imanta todo aquello que, a lo largo de la
vida, vamos construyendo con los otros, con lo otro y con lo Alto.
Solo en sintonía con este Amor, podremos llevar a la práctica uno de los más
altos principios espirituales, tal como lo dice uno de mis maestros: amar a todos,
servir a todos… comenzando con nosotros mismos.

Mirar con los ojos del alma


Mirar con los ojos del alma es vivir desde una concepción trascendente,
inclusiva y espiritual.
Alcanzar esta mirada ha dejado de ser una utopía para millones de personas en
el mundo y pasó a ser una posibilidad cotidiana. Y las Constelaciones nos
facilitan realizar un entrenamiento constante y sostenido para ello.
Esta búsqueda interior nos invita a reconocer aquello que no es visible ante
nuestros ojos físicos, pero no por eso no tiene existencia; más aún, es una mirada
que nos permite reconocer lo esencial, ver en aquellos umbrales donde la Verdad
espera ser revelada. No necesitamos tener ninguna condición especial, solo
contar con nuestra disposición y seguir lo que nos convoca a andar este camino.
Y de eso se trata: poder ver más allá de nuestros ojos físicos, trascendiendo la
identidad que solemos hacer con el ego, con el cuerpo, con lo visible y con la
materia para encontrarnos con aquello que está en nuestro interior, en
dimensiones más profundas que les dan a nuestras vidas verdaderos sentidos de
introspección, superación e integración, y hay un camino y es posible.
Esta mirada no se informa, tampoco se explica… Se inspira y se transmite.
Inspiramos a otros cuando vibramos en una frecuencia de Amor desde nuestro
corazón, que llega al corazón del otro y, si así el otro lo decidiera, lo transforma.
Porque somos instrumentos al servicio del Amor.
De esta manera, podemos alcanzar comprensiones mayores, recordar el saber
que es en el alma y en ella está contenido, desde la memoria personal,
transgeneracional, colectiva y universal.
Las respuestas que necesitamos surgen cuando hacemos lugar a un llamado
interior y lo seguimos. En algunas ocasiones, este llamado se impone
naturalmente y, en otras, ocurre como consecuencia de una situación límite, que
nos invita a adentrarnos en lo más profundo, ya que sentimos que, tal como
estamos, no podemos avanzar en pos de nuestra autorrealización.
Con frecuencia, nos dejamos dirigir por las creencias y las apreciaciones de
nuestra mente, por los pensamientos que cambian minuto a minuto, instante a
instante o por el instinto irracional, que no reflejan lo que es en el alma y que,
inevitablemente, nos llevan a transitar los caminos más difíciles y tortuosos, y
nos condenan a la desilusión y al desencanto, al dolor y al sufrimiento. Nos
producen confusión, dubitación. Y perdemos fuerza.
En cambio, cuando escuchamos ese impulso que viene desde un lugar más
profundo, álmico, y nos atrevemos a
seguirlo, comenzamos a ampliar las comprensiones y despertamos a nuevos
registros y percepciones, que trascienden aquello que la visión física puede
alcanzar.
Y, entonces, descubrimos que hay información disponible para nosotros.
Esto puede experimentarse como resultado de un proceso de observación,
comprensión e integración o como una revelación que, de pronto, sale a la luz.
¿Cuántas veces hemos tenido una corazonada o una intuición y, al seguirla,
descubrimos un camino que esperaba por nosotros? ¿Cuántos de nosotros nos
hemos encontrado con alguien y sentimos algo especial que luego se transforma
en una historia importante? ¿De qué se trata esa posibilidad de acceder a un
saber sin que medie el aprendizaje, el entendimiento o la comprensión racional?
No participa la mente; no hay interpretaciones; no hay conjeturas... Solo sucede
y es.
Lo que surge desde el alma nos trae certezas, nos da fuerza y nos acerca a otra
comprensión. Nos reconocemos en nuevas dimensiones.

Nuestra verdadera esencia


Nuestra mente conserva recuerdos que son producciones de ella —que es
selectiva— y son siempre fragmentarios: contienen una parte de la información y
no la totalidad. Con esto quiero decir que todas las lecturas e interpretaciones
que hacemos sobre nuestra historia son resultado de imágenes que quedaron
impresas y solo van a recrear una parte de la experiencia.
Por ejemplo, ¿cuántos de nosotros recordamos los cuidados que nuestros
padres nos dieron cuando despertábamos
en mitad de la noche?; ¿cuando, a pesar de cualquier
circunstancia, nos llevaban a la escuela?; ¿o elegían siempre la mejor nutrición
que podían para nosotros? Son memorias que vamos recuperando cuando
comenzamos a retirarnos hacia nuestro interior y nos disponemos a trascender
las primeras lecturas.
A medida que vamos alcanzando este reconocimiento y esa nueva huella se va
instalando en nosotros, toda nuestra vida se vuelve un campo fértil para
experimentar, para recordar e incluir, ya que reconocemos que todo lo que
sucede tiene su origen en esta dimensión más profunda de nosotros mismos.
Surge el impulso de hacernos nuevas preguntas, de mirarnos en nuestro
interior, ya no solamente desde la propia historia, sino a través de los patrones
que se repiten generación tras generación y de una memoria ancestral que se hace
presente en nuestras vidas. Nos damos cuenta de que no nos podemos concebir
aislados, sino que somos parte de una red familiar, social, colectiva… Nos
reconocemos como parte de la humanidad toda.
Y es en la búsqueda de visión donde iniciamos el camino de la autoindagación.
Allí, a través de las comprensiones logradas, algo comienza a aligerarse y a
alivianarse en nuestro interior, y empezamos a discernir y a escuchar la voz del
alma que se expresa a través del cuerpo y va acercándonos a ser, desde el Espíritu,
quienes somos.
Cada vez que tenemos una emoción, cada vez que se nos llenan los ojos de
lágrimas, cada vez que algo nos conmueve, cada vez que sentimos compasión, se
exterioriza el alma: aquello que podemos reconocer y experimentar como lo más
cercano desde la conciencia que tenemos de nosotros mismos.
Mirar con los ojos del alma es una invitación a recordar nuestra verdadera
esencia. Cada vez que uno de los velos —resultado de nuestras construcciones
mentales, nuestros sistemas de creencias, nuestras implicancias— es corrido,
comenzamos a hacer espacio y a ver lo auténtico, la Verdad. Lo esencial va
emergiendo con asertividad hasta que se impone en nuestra conciencia.

Cada vez que uno de los velos —resultado de nuestras


construcciones mentales, nuestros sistemas
de creencias, nuestras implicancias— es corrido,
comenzamos a hacer espacio y a ver lo
auténtico, la Verdad.

Así, recobramos la posibilidad de ver el amor contenido en el dolor: por


ejemplo, retenido en la dificultad, encubierto por la ira, en el apego ante una
pérdida, y nos descubrimos agradeciendo ante lo que se revela como amor —tal
vez, desordenado aún—, en lugar de sumergirnos en el conflicto. Y, como
siempre, no necesariamente es resultado de una experiencia personal, sino de una
memoria ancestral con la cual estamos implicados, y esta mirada lo saca a la luz.
Desde esta comprensión más grande, más profunda, más abarcativa y
espiritual, cada vez que modificamos nuestra mirada, cambia la experiencia. Tal
como dijo el filósofo Jean-Paul Sartre: “Nada ha cambiado y, sin embargo, todo
existe de otra manera”. Mirar con los ojos del alma es un camino sin retorno;
comenzamos a ver con ojos más grandes, y ya nada es igual.
La mirada personal y la álmica coexisten en nosotros. Mientras estamos
encarnados y tenemos una mente, convivimos con ambas miradas: vamos y
venimos de un plano de conciencia a otro. Por un lado, estamos enojados,
sentimos nostalgia, culpa, miedo, dolor… Y, por otro, reconocemos que esa
experiencia es parte de nuestra evolución y sabemos que, en algún momento, la
vamos a agradecer, aunque ahora la estemos padeciendo.
Y todo es válido al mismo tiempo; todo habla acerca de dónde estamos
haciendo identidad. ¿Cuántas parejas sufren al separarse y, sin embargo,
reconocen que hace ya tiempo que no miran en la misma dirección? De igual
modo, hay personas que lamentan un despido laboral, aunque saben que ser
parte de ese ámbito no las hacía felices.
No se trata de evitar ver nuestra vida a través del yo
—pensamientos, ilusiones, emociones…—, sino de darnos cuenta de que
estamos ejerciendo esa mirada: hacer identidad en el ego y desidentificarnos de
él; entrar y salir a través de este movimiento hasta que, como parte de un
entrenamiento consciente, logramos permanecer allí cada vez menos tiempo. Así,
reduciremos el costo de sufrimiento, producto del apego y del hecho de mirar lo
que es de manera acotada. Al lograr este reconocimiento, podremos elevarnos
nuevamente a una dimensión más sabia de nosotros mismos, donde, como me
gusta decir, el alma siempre sabe.
Lo cierto es que no siempre podemos solos; a veces, necesitamos de guías —
maestros, profesionales— que nos acompañan en los tramos del camino más
difíciles. En ocasiones, necesitamos espejos, que son personas que reflejan lo que
ya han vivido y así nos permiten incorporar una especie de nuevos lentes para
tener una mirada alternativa. En otras oportunidades, un libro, una película nos
despiertan a una nueva posibilidad.
Este entrenamiento nos permite ampliar la mirada y tomar la responsabilidad
sobre nuestras vidas. Dado que todo lo que fluye y lo que no fluye en lo
cotidiano tiene su origen en planos más sutiles, estar atentos —lo que implica un
compromiso y un registro de nosotros mismos— es la manera de reconocer
cómo nuestro diario vivir refleja lo que está ordenado, integrado y unido en
nuestro interior y lo que resta aún alcanzar. Así, vamos tomando conciencia de la
relación que existe entre lo que vivimos día a día y quienes verdaderamente
somos.

Mirar con los ojos del alma es un camino


sin retorno, comenzamos a ver con ojos más
grandes, y ya nada es igual.

Cuando contemplamos los acontecimientos diarios a través de los ojos del


alma, todo cobra una nueva luz. Recuperamos la esperanza, ya que recordamos
que, para el alma, todo lo que sucede, lo que nos encuentra, tiene un sentido y
nada está librado al azar. Al comprender otra dimensión de nuestra vida,
sentimos que algo se acomoda y, entonces, todo comienza a encajar y cobra una
nueva posibilidad: las nuevas respuestas nos llevan a recuperar la paz interior.
Cuando esa mirada se va expandiendo, comenzamos a tener la certeza de que
todos somos movidos por Fuerzas más Grandes, que somos mucho más que
nuestros pensamientos, juicios, deseos, saberes. Y que lo que viene de estos
umbrales está al servicio de la Vida. Es entonces cuando, alineados a través del
alma con el Amor del Espíritu, el camino a vislumbrar nuevos horizontes es
posible.
Nuestra alma, como todas las almas, está al servicio de la Fuerza Mayor.

Estar vinculados
Desde que nacemos, necesitamos estar vinculados; de lo contrario, no
sobrevivimos. Solo podemos sobrevivir y evolucionar a partir de nuestro
encuentro con los otros.
Aunque, a veces, no resulte evidente, lo que subyace en todos los vínculos es el
amor. Por supuesto, no siempre se trata de la misma cualidad del amor. Por
ejemplo, en la relación con los padres, la pareja, los hijos, los hermanos, los
amigos, es fácil darse cuenta de que se trata de un vínculo de amor. Cuando, en
cambio, se trata de relaciones menos estrechas, como una relación laboral,
profesional, educativa, ese amor se expresa a través del reconocimiento, del
respeto, de la admiración.
Desde niños, experimentamos el amor, los juegos y la alegría, más allá del
contexto, del destino y de quienes cumplan la función de padres y familia. Todo
aquello que vivenciamos en estos primeros tiempos de vida nos condiciona y
predetermina nuestra manera de relacionarnos.
La búsqueda del amor es una de las motivaciones que nos encuentran a todos.
No hay persona en esta tierra, más allá de su historia personal, que no necesite
vivir en una conciencia de amor. Desde que nacemos y somos bebés, lo primero
que, como seres humanos, buscamos es este amor en la mirada, en los abrazos,
en la contención emocional, en el intercambio… A medida que vamos
creciendo, necesitamos poder encontrarnos desde esta condición.
Y anhelamos que este mismo sentimiento impregne cada una de ellas a medida
que las vamos construyendo: lo buscamos en la familia, en la sociedad, en
nuestros grupos de pertenencia, muchas veces, en nuestro trabajo… en todas
partes. Muchos, por ejemplo, buscamos encontrarnos con esa fuente de amor
también en la religión, en la espiritualidad, en el propósito o en la vocación. Si,
en esencia, somos amor, no podemos buscar otra cosa que no sea aquello que
nos constituye y que verdaderamente nos da identidad.
¿Cuántas veces hemos estado angustiados y, al encontrarnos con alguien
querido, cambiamos el estado de ánimo? ¿Cuántas veces, ante una circunstancia
difícil, llamamos a nuestra madre y esa escucha nos sana? ¿Cuántas veces hemos
ido a la casa de nuestros abuelos desmotivados y regresamos muy contentos?
¿Cuántas veces necesitamos estar en silencio con la pareja o un amigo y el solo
hecho de estar cerca nos hace mucho bien?
A veces, el otro no tiene las respuestas para nosotros, pero sí provoca que
regresemos al alivio, a la calma, a la paz. A veces, con su sola presencia, con su
escucha, con una palabra, con un gesto…
Estar vinculados es nuestra condición natural como seres humanos. Somos
seres gregarios y necesitamos pertenecer.
Los vínculos preexisten y trascienden las relaciones. Primero, nos vinculamos
con el otro y luego comienza a construirse una relación. Esta puede terminar,
por ejemplo, cuando concluimos la escuela primaria y comenzamos la escuela
secundaria en otro lugar, sin tener la posibilidad de ver o comunicarnos con
nuestros queridos compañeros de la infancia. Sin embargo, lo que nos vincula
con ellos trasciende cualquier experiencia que pudiera suceder, nos
comuniquemos o no. La relación puede diluirse, mas no el vínculo. Siempre
serán nuestros compañeros de la infancia.
Un ser querido puede partir y, así, la relación terminar, pero el vínculo con esa
persona trasciende la vida y la muerte: uno siempre será su hijo, su hermano, su
amigo…
A través del tiempo, vamos construyendo diferentes
tipos de relaciones: familiares, de pareja, amistades, laborales, comerciales,
sociales…
Cuando hablo de vínculo, me refiero a lo que une a dos personas —sea el
parentesco, el tipo de encuentro que tuvieron o cómo se eligieron— y es para
siempre, más allá de los avatares y las vueltas de la vida. Y se sella en el plano del
alma. Por eso, podemos terminar una relación, pero el vínculo subsiste: siempre
serás mi anterior pareja, mi primer amor, mi compañero de jardín, mi primera
maestra, el profesor de Matemáticas del secundario, mi vecina del barrio de la
infancia…
De este modo, podemos ver nuestras relaciones desde otra perspectiva.
Sabemos que lo que vemos es solo una fracción de lo que es en lo profundo y
que el alma, anticipadamente, siempre sabe acerca del propósito y de la razón de
cada encuentro.

Sabemos que lo que vemos es solo una


fracción de lo que es en lo profundo y que
el alma, anticipadamente, siempre sabe
acerca del propósito y de la razón
de cada encuentro.

¿Cuántas veces experimentamos, al conocer a alguien, que una historia


importante vamos a construir y compartir sin saber nada del otro? ¿Cuántas
veces, al querer mudarnos a una nueva casa, llegamos a la entrada y, antes de
recorrerla en su totalidad, sabemos si es un lugar que cubre nuestras necesidades
o no? Y, así, infinidad de ejemplos podemos compartir, rescatando un saber más
profundo que el alma conserva y nos lo hace saber. Como siempre, si estamos
atentos, lo reconocemos.
Sucede que, con las facultades de la mente, no podemos acceder a la
información contenida en nuestra alma; por lo tanto, es en vano intentar
comprender lo que ella no puede alcanzar. Hay un vasto campo de información
en nosotros, al que solo podemos acceder mirando con los ojos del alma. Desde
esta mirada, el amor estuvo siempre presente, solo que no lo reconocemos.
Mirar con los ojos del alma cómo nos relacionamos con nuestros vínculos nos
lleva a aprender a ver por dónde estuvo o está el amor, en dónde quedó retenido,
en dónde quedó bloqueado, en dónde quedó no disponible… Ese amor que no
siempre es posible reconocer con los ojos ordinarios, pero sí con los álmicos. Así,
nos encontramos con los sentidos trascendentes que nos permiten, en nuestro
interior, reconocer, incluir, agradecer, honrar, soltar, dejar ir con amor...
Y, cuando el amor se visibiliza, nos da la posibilidad de, ante las mismas
situaciones, lograr comprensiones diferentes. Por ejemplo: en vez de enojarnos
con un hermano desde el ego porque “no hace nada y yo hago todo”, podemos
reconocer que está él al servicio de sostener a nuestra madre en su depresión, a
costa de su realización personal, y así nosotros quedamos posibilitados para
construir una vida propia. Y, entonces, en lugar del reproche, solo cabe gratitud.
Todas nuestras percepciones de la realidad se modifican cuando alcanzamos estas
profundidades que solo la mirada del alma posibilita.
Desde esta perspectiva, podemos acercarnos a mirar con una mayor amplitud
situaciones especiales que fuimos atravesando a lo largo de la vida y
resignificarlas desde el amor. Porque lo que es en el alma no reconoce otra cosa.
Se trata de mirar lo que está pendiente y reconectarlo en nuestro interior,
reconciliar lo que es necesario… y tantos movimientos más que, quizás, se
requiera ordenar.
Por ejemplo, cuando un hijo es separado físicamente de la madre al nacer y es
llevado a Cuidados Intensivos por unos días, por un tema de salud. En este caso,
se produce lo que se llama movimiento de amor interrumpido, en el que el amor,
al ser separados por un tiempo, deja de circular por un bien mayor, que es
priorizar la vida del niño. No obstante, el amor que vincula a esa madre con su
hijo trasciende la experiencia vivida. Y, al mirar con otros ojos, en vez de
enojarnos con nuestra madre ante la angustia de separación —que es lo que
sucede como mecanismo de defensa ante el dolor—, la podemos reconocer,
tomar y agradecer la vida con todo tal como fue.
En otras ocasiones, puede aparecer alguien en nuestra vida para intercambiar
algún conocimiento que está al servicio de nuestro despertar y reconocer, por
ejemplo, que ya no resonamos con un grupo del cual éramos parte para hacer
lugar a un nuevo círculo de pertenencia. De esta manera, en vez de alejarnos sin
explicación alguna, agradecemos a todos aquellos que fueron parte y
acompañaron nuestro camino para que llegáramos a ser quienes somos,
reconociéndolos como los primeros y haciéndoles un lugar en nuestro corazón.
Pudimos, alguna vez, estar relacionados con un síntoma o una enfermedad que
retorna: el mirar con los ojos del alma es darnos la posibilidad de no vivir esto
como un castigo, sino profundizar en el sentido y lo que trae para sanar en
nosotros junto con el Amor del Espíritu. Podemos comprender, por ejemplo,
que el malestar retorna para darnos la oportunidad de despedirnos de una etapa
de nuestra vida o para hacer un salto cualitativo en nuestra fe y confianza en algo
más Grande, e iniciar un camino espiritual.
A veces, el regreso de una pareja que creíamos haber dejado en el pasado nos
permite reconocer, por ejemplo, si estamos posicionados en el mismo lugar que
tiempo atrás o nos hallamos en un lugar diferente; tal vez, con una mayor
conciencia; quizás, contamos con nuevas herramientas y recursos, o con un
mayor amor propio, o con más dignidad. O, tal vez, vuelve para darnos la
posibilidad de despedirnos y soltar con amor.
Cada encuentro que tenemos, cada experiencia que transitamos nos afectan y
nos transforman, seamos conscientes o no. Es una especie de alquimia lo que
sucede: algo cambia, algo transmuta en nosotros.
Como decía el psicólogo Carl Jung: se trata de dos universos que se
encuentran, se transforman y construyen mundos… “El encuentro de dos
personas es como el contacto de dos sustancias químicas: si hay alguna reacción,
ambas se transforman”.
Desde una conciencia espiritual, podemos decir que todos somos movidos en
nuestras relaciones por una Fuerza Mayor que nos guía para evolucionar en
nuestro propio camino.
Algo más Grande nos acerca, nos encuentra, nos reúne…
Por un lado, cuando dos nos encontramos, somos mucho más que dos. En
nuestra alma, están contenidos, a modo de herencia invisible, las experiencias y
los destinos de nuestros ancestros, con quienes estamos implicados. Entonces,
nos encuentra una comunidad de destinos —tema que profundizaremos en otro
capítulo—, y todo es parte.
Cuando nace un vínculo, cada uno llega con una información única, tanto
propia como transgeneracional. Y eso va a generar, de acuerdo con la
información contenida en cada una de las almas, que haya afinidad o disonancia.
Tal como en un proceso químico, cada uno genera una reacción en el otro. Y
esta reacción está al servicio de los cambios por alcanzar en pos de nuestro
desarrollo y progreso.
Todo es parte de un constante movimiento. De esta manera, vamos
alcanzando transformaciones en nosotros y nuestras relaciones se modifican.
Cada encuentro siempre nos trae un espejo donde mirarnos; ellos nos
devuelven imágenes sobre nosotros y cómo estamos posicionados hoy en la vida;
lo que nos encuentra con el otro o nos separa —lo sepamos o no— nos
encuentra o nos separa de nosotros mismos. Tal como el otro me trate, ese
mismo trato me prodigo.
Es ahí donde nuestro grado de conciencia nos va a llevar a proyectar lo propio
—más allá de que también le pertenezca al otro— o a tomarlo como lo que es:
una oportunidad para seguir iluminando por dentro e integrando nuestras partes
a través del otro; iluminamos nuestra sombra y la integramos.
Los otros nos devuelven nuestras propias imágenes, con algunas de las cuales
estaremos a gusto y con otras no tanto, y, de acuerdo con las implicancias que
aún conservemos en el alma, tendremos mayor o menor libertad para elegir qué
hacer.
Por ejemplo: experiencias que creíamos sanadas regresan a nosotros. El dolor,
la angustia, la ansiedad que nos generan nos demuestran que aún debemos hacer
lugar para integrarlas en nosotros.
A veces, también vuelven vínculos del pasado y nos contrastan con identidades
que hemos dejado atrás. Según con qué ojos miremos las relaciones, podremos
pasar del pesar que trae la experiencia a un sentimiento de gratitud por el
desarrollo personal y espiritual que nos posibilitan.
En estos tiempos de mirada cuántica, ya no hay linealidad en los vínculos: no
hay previsibilidad, no nos podemos anticipar a nada. Sí ocuparnos de ordenar
aquello pendiente para estar disponibles a ser vehículos del amor: del amor
personal, del amor familiar y todo al servicio del Amor más Grande, que va a
guiar ese campo espiritual que se construye cuando dos se encuentran.

Cada encuentro siempre nos trae un espejo


donde mirarnos; ellos nos devuelven imágenes
sobre nosotros y cómo estamos posicionados
hoy en la vida.

Porque lo cierto es que, según sea el nivel de conciencia desde el cual nos
encontremos, serán los propósitos que nos unan: hay relaciones en las que el
propósito es la satisfacción de los deseos mundanos; otras, en las que lo es la
realización de aspiraciones espirituales; otras que se proponen alcanzar ambas
dimensiones andando juntos, cada uno en su propio camino. A veces, nos
encontramos con otros dándole forma a una inspiración en sucesivas charlas,
haciendo una tarea en común, desarrollando una propuesta de cualquier índole,
sin saber el propósito que, desde lo Alto, mueve estas motivaciones… La vida va
contando que una cosa es lo que creemos que nos ha reunido y otra es lo que
termina resultando.
Por eso, uno de mis maestros dice: “Hazte cargo del proceso y entrega al
Espíritu el resultado”.
Muchos de nosotros, hace ya tiempo, a través de nuestras relaciones, no solo
nos preguntamos por qué, sino para qué, con la intención de bucear en nuestro
interior a partir de las respuestas que vamos encontrando, que, a su vez, nos
llevan a reformular nuevas preguntas al servicio del autoconocimiento y de la
búsqueda de sentidos más profundos.
Cuando nos atrevemos a cambiar la pregunta y podemos ampliar la visión,
permanecer en la búsqueda del porqué —una vez encontradas las respuestas
necesarias— genera elucubraciones que nos enredan aún más. Nos obliga a
encontrar razones que nos invaden de pensamientos de otro tiempo y de
justificaciones que explican lo que ya no necesitamos. Y, de esta manera, no
hacemos espacio para que lo esencial emerja desde el lugar más vasto, más
sagrado, más profundo que cada relación nos posibilita. El entendimiento del
porqué nos facilita saber quiénes somos y, en su transcendencia hacia el para qué,
integramos las respuestas y los sentidos que cada relación nos permite. Sentidos
que nos fortalecen en el presente desde lo que fue y lo que es.
Solo aquietando la mente, reconocemos lo que es en el origen y nos
encontramos con esas verdades que se revelan desde el Espíritu mismo. Y,
cuando este conocimiento llega a nosotros, siempre va a estar al servicio de algo
nuevo. Entonces, la pregunta cambia y el porqué comienza a hacer lugar al para
qué.
El para qué nos abre la posibilidad de una nueva información y nos habilita a
alcanzar conocimientos trascendentes que, llevados a la práctica, se llaman
sabiduría. Permite que nos conectemos con la intuición, con la percepción, con
las manifestaciones de nuestro sabio inconsciente y con el susurro del alma que
manifiesta en las formas menos pensadas las verdaderas respuestas.
Y, en esa búsqueda de sentidos, surgen algunas preguntas, tales como ¿para qué
alguien aparece en nuestra vida?, ¿cuál es el propósito de este encuentro?, ¿qué
tipo de personas me rodean?, ¿con qué mensaje vienen?, ¿a qué grupos ya no
pertenezco?, ¿dónde hay una misión cumplida?
Y, más allá de las respuestas que vamos encontrando, tal como lo dice Eckhart
Tolle, el reconocido autor del best seller El poder del ahora, “incluso en las
situaciones aparentemente más inaceptables y dolorosas se esconde un bien
mayor, y cada desastre lleva en su seno la semilla de la Gracia”.
Ser agradecidos: una actitud de vida
La gratitud es una actitud ante la vida, que empodera tanto al que la da como
al que la recibe. Es un nexo que nos vincula desde el corazón con el corazón del
otro.
Cuando estamos en un estado de agradecimiento, el corazón se expande, el
amor fluye y nos elevamos a un nivel de conciencia ampliada y luminosa.
El agradecimiento es un umbral del amor que nos vincula con los otros desde
una dimensión espiritual.

El agradecimiento es un umbral del amor


que nos vincula con los otros desde una
dimensión espiritual.

Cuando podemos encontrar la dimensión del agradecimiento, la vida se


transforma. La experiencia que hayamos vivido cambia. Cambia nuestra
comprensión sobre ella y sobre las personas que la protagonizaron. Se alivia el
dolor y emerge un sentido, más allá de la razón.
Siempre hay Fuerzas más Grandes acompañando el agradecimiento que está al
alcance de todos. Son múltiples los nombres y las formas: Dios, Espíritu, Jesús,
Krishna, Mahoma, Shiva, Pacha Mama, Tata Inti, Energía Cósmica, Fuerza
Espiritual, Conciencia Espiritual, el Amor del Espíritu, Fuerza Mayor, lo
Grande… y todas responden al mismo Espíritu. Por ejemplo, en el hinduismo,
cada Dios o Diosa tiene ciento ocho nombres.
Esto es así porque, cuando agradecemos, nos estamos inclinando ante el Amor
Espiritual, que está presente en todos por igual.
Esta mirada nos permite cobrar una dimensión más inclusiva y más espiritual
de la gratitud.
Cada vez que somos capaces de agradecer, vamos despertando en nosotros una
conciencia mayor sobre la connotación sagrada que este acto conlleva. Cuando
sentimos y damos las gracias, estamos agradeciendo a la existencia misma.
Así, el acto de agradecer tiene lugar, primero, en el alma y sucede a través de
un movimiento de reconciliación, de una honra o de dar las gracias.
Dar las gracias es inherente a la verdadera valoración. Cuando agradecer se
vuelve un hábito diario, la gratitud nos permite experiencias más enriquecedoras
y bendecidas.
Es un círculo de benevolencia. Más agradezco, más soy capaz de agradecer, y la
vida me ofrece más situaciones en las que puedo sentirme agradecida.
Esta última compensación —dar las gracias— solo podemos lograrla siendo
agradecidos con nuestros padres y con la vida que, a través de ellos, nos llegó;
con todos los que colaboraron para que nuestro nacimiento sea posible y con
quienes estuvieron presentes y acompañaron nuestro desarrollo y crecimiento.
De esta forma, también le decimos Sí a la Vida. Como consecuencia, la Vida nos
dice sí y el amor fluye en todas sus formas.
Cada vez que nos ofrecemos al servicio, o que hacemos lugar a la expansión en
nuestro camino, o le decimos sí al amor, o tomamos el éxito, o elegimos ser
felices, estamos equilibrando y agradeciendo la vida otorgada por nuestros padres
y, junto con ellos, a nuestros ancestros y a la Fuerza Mayor que a todos nos
abraza y nos pone en movimiento desde siempre.
Así, todos estamos unidos por el mismo Amor.
Para poder alcanzar el Cielo y la Tierra dentro de nosotros, más allá de cómo
resulte el camino en lo singular, lo cierto es que quien rechaza a sus padres no
está disponible para tomar el Amor de lo Alto y realizarlo en su vida, aquí en la
Tierra, en todas sus formas y expresiones.
Agradecer es una de las llaves maestras que, junto con el asentimiento, abren
las puertas para que el Universo nos colme con Sus Bendiciones hacia la
abundancia y el éxito en nuestras vidas.
El agradecimiento es la condición resultante entre el dar y el tomar, y habilita
al intercambio para compensar en nuestras relaciones y nos posibilita hacerle
lugar a que más amor fluya en nuestras vidas.
Por ejemplo, cada vez que somos capaces de decir a los padres “gracias por lo
que me han dado; lo tomo con amor” o a una pareja “gracias; ahora te dejo ir
con amor”.
Y es tan válido ofrecerlo a aquellos que están vivos como a los que partieron,
porque sabemos que, en la dimensión del Espíritu, la muerte como tal no existe.
Cuando el ser querido ya partió, lo alcanzado en el alma nos permite recuperar
con aquel un estado de equilibrio y paz interior porque nuestra alma reconoce lo
que es: un vínculo en el que el amor nos encuentra y todo lo trasciende.

Hacia un círculo virtuoso


En el Antiguo Testamento, los dos primeros mandamientos de las Tablas de la
Ley que Moisés le entregó al pueblo judío, luego de descender del Monte Sinaí,
dicen: “Amarás a Dios por sobre todas las cosas” y luego: “Honrarás a tu madre y
a tu padre”. Los mandamientos muestran el camino hacia el Espíritu: es a través
de la honra hacia los padres. Como todo responde a una mirada sistémica, no
podemos tomar el Amor de uno y rechazar al otro. Todo es Uno. Somos Uno.
El dar las gracias nos exige humildad, inclinarnos y estar en sintonía con todo
lo que es, aun con los que tenemos diferencias o desacuerdos. Es necesario
‘asentir a todo tal como es’ para alcanzar la gratitud. Es resultado de un
movimiento del Espíritu. Y, en ese lugar, nos ponemos junto al otro al mismo
nivel ante el Amor más Grande.
El amor es la fuerza que nos motiva a dar y nos encuentra con el otro al tomar
lo que nos ofrece. Cuando damos con amor, surge la satisfacción y la alegría.
Quien brinda con amor lo hace más allá de la compensación, y el que toma con
amor otorga el reconocimiento y las gracias como forma de compensar aquello
que le fue dado y así sentir la habilitación para poder tomarlo y disfrutarlo y
poder celebrarlo con los demás.
En el alma, no podemos tolerar tomar más de lo que damos. Agradecer es una
forma de equilibrar y engrandecer el vínculo que nos encuentra con el otro.
Comparto algunos ejemplos para pensar juntos por qué el agradecer, en
muchas ocasiones, no surge como un movimiento natural:

1. Algunas personas no son capaces de agradecer a sus propios padres, para evitar
tomar la responsabilidad como adultos en la vida y así quedar como niños
reclamando y reprochando por el resto de sus vidas.
2. En otros casos, es para no mirar la propia arrogancia. Esto sucede cuando un
hijo está parentalizado, es decir, cuando se posiciona como el grande ante sus
padres, en lugar de ubicarse como el pequeño ante ellos
(independientemente de la edad que tenga). Entonces, el hijo desarrolla el
dar en lugar de tomar y agradecer.
Es probable que, de pequeño, haya desarrollado el dar ante sus padres, con la
intención de cuidarlos, de protegerlos, de salvarlos... Cuando, como niño, en
ese tiempo, le correspondía tomar —el pecho, los brazos de mamá, el
cuidado, la asistencia, el alimento y tanto más— y no dar.
A veces, las relaciones entre padres e hijos están tan contaminadas de dolor
por experiencias extremadamente difíciles que los hijos consideran que
pueden crecer y realizarse sin ellos. Son destinos en donde despertar el amor
hacia ellos es resultado de un trabajo adulto, arduo y profundo, y que se
facilita cuando podemos mirar sus vidas y sus destinos con los ojos del alma,
que tienen un alcance más amplio, más profundo y más revelador de
realidades donde los sentidos ordinarios no llegan.
Pero eso no impide el hecho de agradecerles la vida dada a través de ellos,
reconociéndolos como los grandes, e inclinarnos ante lo sagrado que devino
junto con ellos. Claro que esto nos exige transitar un proceso que, por
momentos, resulta doloroso, ya que mirar aquello que nos aleja del amor es
para el ego una amenaza al tener que inclinarse ante lo esencial y, así, perder
fuerza. De esta manera, tomamos la responsabilidad de hacer algo bueno con
nuestras vidas y con la Vida.
En estos casos, en la vida adulta, la falta de agradecimiento se replica en
todas las relaciones, porque alguien que no sabe tomar atrae a quienes no
pueden dar.
Si, en cambio, ante nuestros padres, tomamos nuestro lugar como hijos,
salimos al mundo y sabremos agradecer; por ende, llegará el agradecimiento
y estaremos listos para tomarlo. Entonces, el dar y el tomar las gracias fluye
recíprocamente.
3. Otras veces, la falta de agradecimiento es resultado de estar implicados con
ancestros que por dolor no agradecieron, por ejemplo, una nueva
oportunidad de quedarse en la vida al ser sobrevivientes de una guerra.
Cuando así sucede, esos lazos invisibles tienen más fuerza que el acto de
agradecer. En estos casos, cito a Hellinger: “Que estés implicado no te exime
de responsabilidad”.
4. También puede suceder que, ante un conflicto o una situación dolorosa entre
dos personas, una pueda agradecer y la otra no. Algunos no pueden
agradecer por estar congelados como una forma de supervivencia, por no
contar con recursos psíquicos y emocionales para tolerar el dolor ante una
situación traumática y extremadamente angustiante.
El dolor no nos inhibe de ser agradecidos, pero sí, tal vez, de poder
expresarlo con palabras, gestos o actitudes.
De todos modos, cuando el sentimiento del agradecimiento genuino existe,
por resonancia, llega al alma del otro. Independientemente de que lo
reconozca, lo tome o no.
5. Así como existe la falta, existe el exceso de agradecimiento. Por ejemplo,
puede ser resultado de una implicancia con un ancestro que no dio su
agradecimiento a quien correspondía. Y, por estar unidos a través de lazos
invisibles con él, en el alma, decimos: “Lo hago en tu lugar”.
Quien recibe el agradecimiento excesivo de esta persona lo rechaza. Esto es
así porque quien lo da, en realidad, no lo está viendo: ve a sus padres, ve a su
hermano, a esa persona con quien quedó algo pendiente de agradecer. Esta
falta de registro, desde el psicoanálisis, lleva a la angustia de muerte a la
persona que no está siendo vista.
6. En otros momentos, el destino, a veces, nos da la posibilidad de superar una
situación límite entre la vida y la muerte —una cirugía de riesgo, ser el único
sobreviviente de un accidente, salir de un estado de coma…—, y compensar
lo que hemos recibido. En estos casos, la compensación puede alcanzarse
cuando todo aquello que tomamos lo ofrecemos al servicio de la Vida.
Por ejemplo, cuando alguien es un adicto recuperado, que ha estado al límite
de perder su vida, y, al poder superar esos tránsitos tan difíciles, se ofrece
como coordinador de grupos de adictos; o cuando alguien supera una
enfermedad y una intervención de máximo riesgo y decide, al sobreponerse,
acompañar a personas en estados críticos y semejantes al vivido. Todo ello en
agradecimiento a la Vida misma, al Amor más Grande, que posibilitó una
nueva oportunidad de quedarse en la vida; así se ofrecen al servicio de la
existencia, a través de los otros, como una forma de compensar lo tanto que
han tomado de la Vida misma.
Tal como lo afirmó el filósofo chino Lao Tsé: “El agradecimiento es la
memoria del corazón”. Y nos encuentra con los otros en un círculo virtuoso.

Al servicio de lo colectivo
“El destino es colectivo; la responsabilidad es individual”, dice Bert Hellinger.
Sepámoslo o no, todos somos parte de sistemas más grandes, aunque no nos
pensemos habitualmente como parte de ellos. Todo lo que en ellos acontece nos
atraviesa y nos condiciona; al mismo tiempo, a nuestros comportamientos y
acciones también los alcanzan.
En principio, la palabra comunidad nos invita a pensar sobre otro término que
es comunión, que contiene dentro de sí un concepto de gran poder: la común
unión.
¿Y de qué se trata lo que tenemos todos en común? ¿Qué es aquello que nos
convoca y nos une a todos por igual?
La palabra comunidad nos invita a pensar en relaciones de cierta cercanía, que
nos encuentran en un espacio físico cercano. Son grupos de personas con quienes
mantenemos relaciones empáticas, aquellos con quienes compartimos un mismo
lenguaje, costumbres, propósitos, horizontes. Si nos damos el permiso de
traspasar nuestras propias barreras y las fronteras externas, podemos pensarnos ya
no como parte de una comunidad, sino como parte de este colectivo mayor, que
incluye a los habitantes de este planeta sin distinción alguna y que llamamos
Humanidad.
Estamos atravesando un tiempo único cuando el despertar de la conciencia se
acelera y se precipita. El presente nos recuerda, momento a momento y sin
descanso, que somos todos parte de este sistema más grande que conformamos
como seres humanos y que, hasta este tiempo, no nos pensábamos desde este
lugar con la premura que sí ahora.
Comenzamos a comprender que estamos todos conectados y aquello que me
sucede a mí impacta en muchos más. Que el entorno afecta a nuestro yo
individual y que ninguno de nuestros actos está libre de consecuencias en lo
propio y más allá. Una conciencia colectiva se vislumbra con más fuerza.
Estamos experimentando cómo el bienestar general afecta lo particular y de qué
forma lo personal impacta sobre lo general. A veces, es un acto individual y, a
veces, es la sumatoria de pequeños actos de cada uno de nosotros.
Como consecuencia, estamos reconociendo un nuevo compromiso en relación
con lo colectivo de responsabilidad y valores. Estos últimos son la cualidad
espiritual inherente a todos los seres humanos.
Estamos viviendo ya en una conciencia de red. Y, en este punto, es válido que
nos animemos a hacernos algunas preguntas: ¿en qué lugar del camino me
encuentra este proceso? ¿Desde dónde me estoy relacionando? ¿Desde una
conciencia personal o colectiva?
Muchas veces, preguntas como estas nos ayudan a dar un salto cuántico en la
conciencia.
Estamos recuperando la certeza de que estamos aquí y ahora con un propósito
individual y uno colectivo que se empiezan a manifestar en simultáneo. Somos
parte de una red mayor, universal, que incluye a todos y al Todo, al servicio del
mismo pulso colectivo. Posiblemente, desde este punto en el espacio-tiempo
desde donde estamos percibiendo la realidad, no lleguemos nunca a la
comprensión de la totalidad de esta idea. Sin embargo, esta visión se va
imponiendo porque ya no hay tiempo ni posibilidad para seguir viviendo,
percibiéndonos y actuando solo desde el yo personal, como si no fuéramos parte
de lo que nos circunda y nos encuentra con los demás. Es necesario recordarlo
una vez más: solo podremos cruzar este puente y en este tiempo todos juntos. El
puente como metáfora nos permitirá pasar, finalmente, de la conciencia del yo al
nosotros, del uno al Uno.

Estamos recuperando la certeza de que


estamos aquí y ahora con un propósito
individual y uno colectivo que se empiezan
a manifestar en simultáneo.

En la conciencia del Amor, es en donde encontraremos la fuerza para dar el


paso, el salto, para atravesar el puente. Ese amor que comienza en nosotros
mismos como resultado del amor que hemos sido capaces de tomar de quienes
llegaron antes y del Amor más Grande que también nos constituye y que está
contenido en cada célula de nuestro cuerpo por fuera y por dentro. El Amor
Espiritual se irradia sobre todo y todos.
Remitiéndome al Nuevo Testamento, desde una concepción espiritual, Jesús
ha dicho: “Ama a tu prójimo como a ti mismo”. El amor comienza en uno; se
extiende a la comunidad y termina alcanzando a la humanidad, como el Uno
que somos.
La mirada sistémica nos posibilita reconocer no solo que somos parte de
sistemas, sino que estamos relacionados y afectándonos entre unos y otros. Y
todo aquello que seamos capaces de ordenar y reconciliar en el plano personal y
familiar nos permite estar al servicio de esta red mayor, ya que podemos dar
aquello que tomamos y, desde este lugar, ofrecernos en provecho de nosotros
mismos y de los demás.
En el amor ordenado, está nuestra fuerza en función de la realización personal,
colectiva y espiritual. Y esta posibilidad se logra cuando estamos en sintonía con
lo más Grande y con los otros: ya que el servicio al otro también es servirnos a
nosotros mismos.
Desde toda la información que conserva el alma incluso de vidas anteriores,
para los que creen en ellas, hemos llegado a la vida dispuestos para este tiempo.
Tengamos registro de ello o no, como mencioné antes, hemos acordado
ofrecernos al servicio para poder dar juntos este salto cuántico, que es un salto de
fe y de confianza.
Nacemos siendo parte de un sistema familiar, comunitario y colectivo. El
servicio a la comunidad y a lo colectivo es una de las prácticas espirituales más
importantes que podemos realizar, porque el espíritu del servicio es el Amor. Y
esta práctica se convierte en una dirección y en una actitud de vida.
Sin importar qué sea en concreto aquello que hagamos, vivir en la conciencia
del servicio es una filosofía que se expresa y que trasciende los roles y las
funciones que cada uno de nosotros tiene. Es ese impulso que nos mueve
siempre hacia el bien de los demás. Conlleva dos cualidades: la compasión —
como un atributo del amor— y el autosacrificio: entendiéndose como el sagrado
oficio que nos invita a renunciar a gran parte de nuestro yo —aquel que se
identifica con el ego— para ofrecernos, cada vez más, al servicio de un Propósito
superior.
El primer lugar donde tenemos la oportunidad de ofrecernos al servicio es
dentro del ámbito familiar, respetando siempre los Órdenes del Amor y de la
Ayuda, que son conceptos fundamentales que vamos a profundizar en un
próximo capítulo. En el tiempo, lo extendemos a las relaciones y sistemas de que
vamos siendo parte, a medida que crecemos.
El amor tiene que ponerse en acción.
Nacimos para servir, no para ejercer el dominio y el control. A través del
servicio a los otros, expandimos el corazón y reconocemos la grandeza que, como
seres humanos, tenemos y recuperamos la dignidad de percibirnos como tales.
Tal como lo mencionó la Madre Teresa de Calcuta: “Muchas veces basta una
palabra, una mirada, un gesto para llenar el corazón del que amamos”; “No
podemos hacer grandes cosas, pero sí cosas pequeñas con un gran amor”; “Lo
más importante no es lo que damos, sino el amor que ponemos al dar”.
Cuanto más servimos, más amorosos, más humildes, más puros y más
compasivos nos tenemos que encontrar. Lo que ofrecemos como servicio no es tan
significativo como aquello que el servicio hace por nosotros.
Cuando podemos recordar el Uno que somos, sentimos alegría. Esa alegría es
expresión del Espíritu que, a través del servicio, nos encuentra a unos con otros.
A través del servicio, nos damos la posibilidad de recuperar la conciencia de la
Divinidad inherente a nosotros y, en esos momentos, experimentamos la dicha y
la paz.
El servicio es resultado de nuestra autotransformación. Este proceso comienza
en nuestros pensamientos, sentimientos y acciones. A medida que ampliemos y
elevemos nuestra conciencia, la comunidad, lo colectivo, también se
transformará.
Este despertar de conciencia comienza en cada uno de nosotros. A medida que
nos transformemos, el mundo cambiará. En nuestra mente, se resuelve nuestra
creencia de esclavitud o nuestra posibilidad de liberación. Tal como lo ha dicho
Mahatma Gandhi: “Sé el cambio que quieres ver en el mundo”.

Lo que ofrecemos como servicio no es tan


significativo como aquello que el servicio hace
por nosotros.
Todos vivimos un destino común. Es necesario saber que lo que cada uno haga
o no desde su propio lugar, con su propia vida y en su propio entorno —en sus
vínculos con los otros, con la naturaleza, con el planeta— va a afectar a todo lo
que es en lo social, en lo comunitario y en lo que en lo colectivo vivamos.
Todos los Maestros de todos los tiempos nos han mostrado y enseñado un
mismo camino: el amor al servicio colectivo como una guía para la humanidad.
Cuando somos capaces de ofrecernos al amor a través de acciones concretas,
vamos avanzando en nuestro camino espiritual.
Así, nos abrimos a que el Amor del Espíritu nos abrace y hacemos lugar a lo
nuevo.
Todos somos Instrumentos del Amor más Grande, al servicio del salto
cuántico que nos espera como humanidad.
Yo me inclino ante esta conciencia que ya comenzó a emerger con tanta fuerza
y te invito a hacer lo mismo para que seamos muchos más.

El encuentro del Maestro interior


Solemos escuchar que, cuando un discípulo está preparado, el Maestro se
presenta.
Todos somos maestros; todos somos alumnos al servicio de alcanzar nuestra
Maestría interior.
Y, en este recorrido, muchos son los mentores que, a través de diferentes roles
o funciones, nos van acercando hacia el reconocimiento de nuestra propia
Maestría.
Hay personas que reconocen a un Maestro como guía y modelo de su vida, y
otras que no. Y otras se acercan a su irradiación de amor y a sus enseñanzas a
través de otros que siguen su instrucción, su saber y su pedagogía para la vida.
Pero lo cierto es que, cada tanto, se manifiesta un Maestro encarnado o
ascendido —no importa si es en forma directa o a través de terceros— para que
podamos activar un movimiento hacia el reencuentro de ese saber sagrado dentro
de nosotros.
Y entiendo importante decirlo, ya que, así como, para muchos, es una
experiencia conocida, para otros, puede no serla; sin embargo, todos somos
convocados hacia el encuentro con esta dimensión de la conciencia espiritual y,
en algún momento de la vida, podemos despertar a este saber.
De lo que se trata es de transitar las etapas necesarias hacia nuestra propia
Maestría; de recordar que somos ni más ni menos que el Espíritu haciendo una
experiencia humana.
No importa el nombre ni la forma, tampoco si llegamos ante su presencia en
nuestras almas a través de una religión, filosofía o búsqueda interior. No importa
si tiene nombre o tiene forma, si llegamos físicamente a Él o es un llamado
interior que, a modo de atractor, nos convoca y ante el cual nos rendimos.
Maestro —así con mayúsculas— es aquel que tiene muy poco ego o carece de
él y eleva al discípulo a su propio nivel y lo conduce en el camino hacia el
Espíritu. La diferencia es que el Maestro sabe que es Espíritu y el discípulo aún
no.
El Maestro nos muestra, como espejo de nuestro Ser, quiénes somos,
recordándonos nuestra pureza, que es la verdadera característica del corazón del
ser humano y que debemos expresar en todo lo que pensamos, decimos y
hacemos. Espiritualmente, nos invita a trascender el camino del nombre y la
forma, que, para cada uno, es singular, lo que acelera nuestro proceso evolutivo.
¿Para qué aparece la frecuencia del amor de un Maestro en nuestra vida? Por
un lado, para que nos reconozcamos en una imagen y un espejo, en cuyo reflejo
recordemos nuestra naturaleza Divina, que es nuestra verdadera identidad. Por
otro lado, el propósito del Maestro es abrir y expandir nuestros corazones hacia
lo más sublime y lo más Alto en nuestro interior…
Cuando estamos ante la energía radiante de un Maestro, es otra la dimensión
del Amor que reconocemos; todos nuestros cuerpos así lo sienten y lo saben.
Ante su frecuencia, reconocemos y recordamos la nostalgia que, en nuestra alma,
siempre tuvimos y que nos llevó a reencontrarnos. Y sentimos felicidad. Esta
experiencia puede ser tanto externa como interna, ya que el Maestro puede estar
desencarnado y, entonces, nos invita a trascender el apego a la forma física.
Es un regalo que nos da la vida para que, en esas nuevas huellas que se
imprimen en nosotros a partir de estar ante su amor, a través del compartir y del
aprendizaje, transitemos progresivamente hacia el encuentro de nuestra propia
maestría espiritual. Porque el Maestro y nosotros somos Uno. A medida que
avanzamos en nuestra evolución, esa frontera se va desdibujando y vamos
dejando de proyectar en el afuera lo que es en el adentro.
Cuando, en nuestro interior, nos aproximamos a él, el corazón se expande y
solo es Amor. La conciencia en nosotros comienza a elevarse y empezamos a
vislumbrar la perfección en todo. Y, al recuperar la memoria de la Fuente, del
origen, llegamos a un lugar del cual no nos queremos alejar nunca más…
Aunque es inevitable. Lo diferente es que sabemos hacia dónde regresar, como
una suerte de cuerda musical que se instala en nuestro interior, a la cual siempre
podemos volver. Y esa nota, cuando comenzamos a reconocerla y escucharla y
que nos susurra en nuestro corazón, es la que nos indica el camino por seguir.
Cuando estamos ante la presencia de un Maestro, solo por su irradiación
directa o a través de terceros —que eleva la nuestra— y más allá de sus palabras,
nos disponemos a entrar en esas profundidades interiores que excluimos y
negamos, pero que, una vez que son iluminadas, ya no podemos eludir. Ese es el
propósito para alcanzar saltos cuánticos de conciencia y recordar nuestra
divinidad inherente. Al igual que un diamante es cortado para hacerlo más
brillante o el oro tiene que ser fundido y moldeado para transformarse en una
joya. Así, acelera nuestro proceso evolutivo, en el que el Amor es la Fuente.
En esta dimensión del amor, los Maestros muestran que solo hay un camino
real en el viaje espiritual y es el camino del Amor hacia todos los seres como
manifestaciones del Amor Universal, ya que nadie está fuera de este Amor. Somos
ese Amor; lo demás es ilusión.
Sus vidas reflejan la sabiduría del Espíritu para que, en algún momento,
nuestras vidas la reflejen.
No es un punto de partida, sino un camino para recorrer hacia el mismo Amor
que a todos nos llama y nos convoca en nuestro interior, a veces, hasta con cierta
nostalgia, cada vez que escuchamos al alma que nos recuerda nuestro origen
espiritual. Y es entonces cuando aparece el anhelo de volver a casa, nuestro
verdadero hogar, hacia donde nos dirigimos cuando despertamos.
Estar ante la presencia —física o desencarnada— de un Maestro, o ante su
radiancia de amor que nos guía recordando la Verdad de quiénes somos, es una
Gracia, una Bendición.
El llamado de un Maestro lo reconocemos y lo sentimos en nuestro interior, a
veces, a través de un sueño, o de un libro que llega a nuestras manos, o de una
película que vemos, o de una charla en la que participamos y oímos su nombre
por primera vez, o de una causalidad… Y lo sabemos en nuestro corazón. Por
resonancia, nos sentimos atraídos y convocados. Su Amor nos atrae como un
imán, porque, en definitiva, eso somos: Uno.
Es alguien que vibra en un nivel superior, por lo cual el discípulo asciende en
su espiral evolutiva a través del Amor que el Maestro propaga en una escala
superior a la que el alumno está.
Ante los Maestros, por el Amor que emiten, sucede que el corazón rebosa de
gratitud, la belleza del Amor se precipita y sentimos amor devocional. Y, ante la
Luz que irradian, nos acercamos a recordar nuestra esencia.
Su misión es recordarnos que somos Uno en el Espíritu, que somos chispas del
Amor Divino, como el sol cuando ilumina a través de sus múltiples rayos: en
apariencia, parecen ser distintos entre ellos, pero todos remiten a una misma
fuente.
No hay palabras suficientes que describan este sentir, al igual que, como
padres, cuando tomamos en brazos a un hijo por primera vez. ¿Cómo poner en
palabras ese instante?
Recordemos que el silencio es el lenguaje del buscador espiritual, y, cuando el
Espíritu se manifiesta ante el nacimiento de un hijo, ante el encuentro con un
Maestro o en una experiencia mística, en esa profundidad y comunión con el
Espíritu, no hay palabras.
Estar ante la presencia de un Maestro es estar ante un campo de información
espiritual.
En seres con tanto nivel de evolución, muchos hemos descubierto una guía
para conectarnos con nuestro propósito y para reconocer nuestra búsqueda. En
la seguridad de Su Amor, recobramos la fuerza para dar un paso más en el
camino hacia Él en nosotros.
Podemos reconocer su sutileza, en contraste con la densidad que sentimos
cuando somos sus seguidores, o sus discípulos, o sus devotos, como resultado de
las implicancias, de las construcciones mentales y de las emociones, que es
necesario reconocer para integrarlas, trascenderlas y despejar los caminos hacia la
maestría espiritual que venimos a recordar en nosotros.
Todo está sucediendo en umbrales no visibles, removiéndose y en un proceso
de elevación del nivel de conciencia que nos permite ascender peldaños en el
camino espiritual para recordar nuestra esencia divina, como parte de Sus
enseñanzas.
Un Maestro es un faro de luz. Ilumina nuestras luces y nuestras sombras, lo
conocido y lo desconocido, nuestras capacidades y nuestras dificultades, nuestros
dones y nuestras limitaciones, para que despejemos los caminos hacia el Ser que
somos y recordemos nuestra propia Maestría.
Y, en contacto con ella, podemos alcanzar nuestra más alta expresión. Los
Maestros muestran e inspiran el camino hacia ese interior. Toda nuestra vida
responde a un movimiento que se dirige hacia este centro en nosotros.
Diciendo sí a su llamado, estamos destinados a llegar a la orilla de un estado de
dicha, de bienaventuranza y en comunión.

Entregarnos a la Unidad
El Amor del Espíritu trasciende nuestra alma personal y familiar. Bert
Hellinger logró describirlo de una forma acertada y precisa —algo muy difícil, ya
que, en ese plano, no hay palabras sin silencio—:

El Amor del Espíritu es una actitud. Acepta todo tal cual es, simplemente porque
existe. El amor del Espíritu desconoce el juicio que decide si algo debe existir o no.
El hecho de que algo existe significa que fue pensado por un espíritu creador, tal
como es, y así es amado. El Amor del Espíritu, cuando nos abarca, se alegra de
todo lo que existe y cómo existe. El Amor del Espíritu es en el fondo una actitud
que promueve todo tal cual es. Está a favor de todo. El Amor del Espíritu es un
amor creador que permite que todo tome el lugar que le corresponde y que lo
defiende. Quiere que todo esté presente, así tal cual es. El Amor del Espíritu no se
pregunta si algo tiene el derecho de existir. Para él, todo y todos forman parte de
la totalidad, incluidos nosotros, tal y como somos.

El Amor del Espíritu es el amor y el respeto a todo tal como es, en el que nada
hay que agregar ni quitar. Todo es intencionado y creado por ese Amor; todo lo
que circula en nuestras vidas es conducido por ese Amor.
Y lo reconocemos cada vez que somos capaces de desacelerar la marcha y estar
en el presente, en la conciencia del vacío, cada vez que nos retenemos y
esperamos y asentimos a lo que va siendo —como una película en la que somos
protagonistas y, al mismo tiempo, observadores— de lo que va aconteciendo.
Requiere de nosotros un estar sin intenciones, sin imagen, sin expectativas,
asintiendo a lo que va siendo, en el silencio interior, donde todo es quietud,
serenidad… solo vacío. En ese estar en el vacío, somos Uno con el Universo. Y,
en ese lugar, todo puede suceder, ya que la Voluntad Divina inherente en cada
uno de los seres humanos puede obrar con nuestro asentimiento.
Justo allí, podemos percibir a lo más Grande conducir nuestras vidas: es una
fuerza que la percibimos llegando más allá de nosotros, desde otro nivel, desde
otro plano que nos toma y nos mueve.

En ese estar en el vacío, somos


Uno con el Universo. Y, en ese lugar,
todo puede suceder.

Los invito a mirar sobre sus vidas cuántas veces así ha resultado, aun cuando
no eran conscientes de ella. Con frecuencia, la reconocemos en situaciones
límites cuando lo ponemos en práctica, rindiéndonos ante lo inevitable: tanto en
la resolución de un tema afectivo, o laboral, o en la apertura de algún camino
que creían muy cerrado, o en una oportunidad única en la cual fueron
afortunados.
Vivir en el Amor del Espíritu nos invita a expandir la conciencia y la visión
para recordar uno de los grandes principios espirituales: la Unidad en la
diversidad. Cuando podemos ser tomados por un Amor más Grande, es posible
trascender la gran ilusión de la separatividad para reconocernos como lo que
somos: Uno. Esta es una Verdad universal que debemos experimentar por propia
voluntad. Ver la Unidad en la diversidad es Divinidad y verdadera espiritualidad.
Esta dimensión del amor podemos, en principio, percibirla en la comunión
íntima de una pareja, al igual que el yin y el yang, el cielo y la tierra, la noche y el
día, lo femenino y lo masculino, el calor y el frío, el cuerpo y el alma, lo personal
y lo espiritual. En algunas religiones, como el hinduismo, aparece como Shiva-
Shakti, Krishna-Radha… Es aquí donde se manifiesta la diversidad, lo
aparentemente distinto y, al mismo tiempo, la Unidad de la cual todo es parte.
Tanto en el ser humano como en la naturaleza, en el planeta, en los aspectos
femeninos y masculinos de la Divinidad misma.
Mientras estamos en el vientre de nuestra madre, todos experimentamos por
primera vez la conciencia de Unidad. Durante los meses de embarazo, lo que es
en el plano del Espíritu lo ha sido en el plano material, en el plano corporal.
Somos uno con su cuerpo; somos uno con nuestra madre; el cuerpo de la madre
es el Todo. Si ella se alimenta, nosotros nos alimentamos; si ella descansa,
descansamos; si ella se cuida, nos cuida. Cuando somos dados a luz, esta
completitud y esto de ser uno con la madre comienza a perderse de forma
inevitable. Así, se crea, por primera vez también, la ilusión de la separatividad,
especialmente, a partir del octavo mes de vida, cuando el psiquismo reconoce
que ya no somos uno con su cuerpo.
Esta huella está presente en nuestra alma, aunque no la recordemos.
Y, desde este plano, a partir de esta impronta que todos vivimos, en algún
momento, podemos comenzar la búsqueda de regreso a lo que somos: a esa
conciencia de Unidad. A medida que vamos creciendo, como portal, nos
conduce al Uno que somos con el Espíritu.
A lo largo del tiempo, se van sumando otros a nuestra vida que nos van
acercando a esta Verdad: mentores, guías, maestros espirituales a quienes
encontramos sin buscarlos… ¿Quién guía nuestras vidas? ¿Quién mueve a
nuestras almas? Es esa fuerza que llamamos el Amor del Espíritu, que trasciende
nuestro cuerpo y nuestra alma.
Uno de mis maestros dice: “Den un paso hacia el Espíritu, y el Espíritu dará
diez hacia ustedes”.
El Amor del Espíritu es el Todo. En este Amor, nos ofrecemos al servicio de la
paz y de la vida. Seamos conscientes o no, Suyos son nuestros pensamientos,
deseos y acciones. La cualidad de Su omnipresencia lo es en todo y en todos.
Cuando le decimos sí, al inclinarnos, permitimos que ese Amor todo lo guíe en
nosotros. En ese Amor, todo está en un constante movimiento. Cuando estamos
en sintonía y nos dejamos mover por ese Amor, ese Amor actúa en nosotros y a
través de nosotros y todo lo crea. Solo necesita de nuestro asentimiento, nuestra
inclinación y nuestra reverencia.
El Amor es el soplo que nos da la vida; es el guía de la vida y la finalidad de la
vida.
Es un Amor inconmensurable, y, ante ello, solo nos resta renunciar a entender
lo que trasciende el intelecto.
Mientras estemos en un cuerpo humano, identificándonos con él y con nuestra
mente, la posibilidad de estar en sintonía la alcanzamos por instantes, durante un
encuentro de amor o una práctica espiritual. No es una constante ni un estado
permanente. Sería muy pretencioso de nuestra parte estar en ese lugar haciendo
identidad siempre, incluso lo es para aquellos que viven en monasterios o
claustros. Salvo para los Maestros encarnados y Avatares que viven en un estado
de conciencia trascendida.
En el camino, advertiremos que, en algunos momentos, entramos en conexión
con la esencia y, en otros, nos vamos a los sentidos ordinarios; o hacemos
contacto con el ser que somos y luego nos vamos a la mente; o hacemos
identidad en el alma o nos definimos a partir del cuerpo. Y, así, vamos
observando cuándo estamos reconociendo lo que es y cuándo comenzamos a
retirarnos de ese estado.
Es un proceso continuo en el que, alternativamente, hacemos identidad en el
afuera que vemos y en el adentro que somos. El entrenamiento nos permite estar
cada vez más despiertos para discernir cuándo es el Amor del Espíritu quien
mueve en nuestras vidas de las ocasiones en las que es el ego quien las conduce.
El Amor del Espíritu nos facilita los medios para que seamos conscientes de
nuestra ignorancia y podamos despertar. Podemos tomar este Amor cada vez que
nos dejamos conducir por lo Grande. Pero ocuparnos del proceso es nuestra
decisión.
Cuando es esta Fuerza la que nos guía, nuestros pensamientos, nuestras
palabras, nuestras expresiones y nuestras acciones están colmadas de lo que este
Amor propicia para ver la manifestación de lo divino y el Amor del Espíritu en
todo.
El Espíritu solo interviene si nos disponemos a una total entrega. Por eso, se
presenta cuando meditamos, cuando rezamos, cuando estamos en concordancia,
cuando confiamos y nos entregamos sin pensar en las consecuencias. Esto es así
más allá de que lo que resulte refleje nuestros deseos. Ese Amor sabe lo que es
necesario para el bien de cada uno y lo más evolutivo para todos.

Bendito sea el poema que viene a través de mí, pero no de mí… porque el
sonido de mi propia música ahogaría la canción del Amor.
RUMI

Es justo ahí cuando somos conducidos y abrazados por el Espíritu. Y


recordamos que de esto se trata: de estar en comunión con esta Fuerza Mayor.
Ya que somos expresión de lo Divino; mejor dicho, somos, en esencia, lo
Divino.

Intencionar ante el Espíritu


¿Cuántas veces sucede que podemos intencionar por trabajar en un lugar en
especial y, cuando lo alcanzamos, lejos estaba de lo que creíamos? ¿Cuántas veces
intencionamos una pareja con alguien en particular y, cuando la logramos,
reconocemos que era una ilusión?
Cuando intencionamos desde el yo, creemos que sabemos lo que es mejor para
nosotros. Pero el poder de la intención nunca debe pretender un resultado
porque esa sería una actitud dominante o de control, y, desde ese lugar, en
general, tendemos a hacerlo.
¿Cómo debemos intencionar? Pidiendo por Su Amor y por Su Gracia. El
Espíritu siempre sabe aquello que resulta para nuestro mayor bien. Es un estado
que nos exige mucho: vaciarnos de nuestro yo y hacer una verdadera entrega.
Me surge compartir un aprendizaje que no fue sin dolor y que tuve hace unos
cuantos años, cuando intencioné algo en particular —que creía que era lo mejor
para mí— con tanta fuerza de corazón que recuerdo que sentí dolor físico en el
pecho. Al cabo de un tiempo, la Vida me otorgó lo que pedí. Lo cierto es que, en
ese tiempo, tal había sido el proceso recorrido que, cuando me fue dado, ya no lo
quería; nada tenía que ver con aquello; ya no resonaba. Porque los tiempos del
Amor Espiritual no siempre responden a los que, desde la visión personal,
anhelamos.
En esa ocasión, aprendí algo que, para mí, fue revelador: el camino es vaciarnos
de nuestros yoes para que solo sea el Espíritu en nosotros. Es allí cuando nos
dejamos guiar y sorprender con lo que va siendo, reconociendo que, por más
que, a veces, no refleje lo que deseamos, es la experiencia más luminosa para
nuestro despertar, para nuestra evolución. Para que eso sea, tenemos que tomar
nuestro lugar como adultos, vaciarnos de nuestras intenciones egoicas e
inclinarnos, reconocer nuestra pequeñez ante esta Fuerza, para poder ser
conducidos por ella.
En mi recorrido personal y profesional, comprobé que, para que esto no sea un
como si, ese camino debe empezar, justamente, con quienes han sido nuestros
primeros dioses aquí en la tierra y han hecho el milagro de nuestras vidas:
nuestros padres. El Amor del Espíritu no admite el rechazo a los padres, más allá
de lo vivido. Y, desde esta dimensión, podemos alcanzar el asentimiento a ellos,
reconociendo lo esencial con amor y gratitud.
Este Amor nos invita a comenzar el día, a transitarlo y a concluirlo con amor.
Este es el camino hacia el encuentro con el Amor Universal en nuestras vidas.
Como me escucho decir, es un punto de llegada resultado de correr velos de
ilusión que nos distrae de lo que esencialmente somos.
Desde una mirada espiritual, más allá de una concepción religiosa, el Amor del
Espíritu lo incluye todo y a todos. Es el Amor eterno e inmutable. Es la fuente
misma creadora; es el Amor a todo tal como es. Quien percibe y sabe acerca de
esta Fuerza Superior reconoce este Amor Universal en el cosmos entero. Y quien
conoce acerca de la Verdad del Amor podrá revelar el misterio y la magia de la
Vida.
Como dice en Don Quijote de la Mancha el poeta Miguel de Cervantes
Saavedra: “No se mueve una hoja sin la voluntad de Dios”.
Meditación:
Para intencionar el Amor

• Te propongo ponerte de pie y, si no te resulta posible, puedes hacer este


ejercicio sentado, donde te encuentres.
• Cierra los ojos, registra tu respiración, contempla cómo es… Sin interferir,
sin juicio, sin modificar nada… Solo es.
• Observa ese movimiento constante y sostenido que resulta cada vez que
respiras.
• Y ahora toma contacto con tu cuerpo; sé consciente de él. Solo eso…
• Hazle lugar a todo lo que va resultando dentro de ti.
• Delante de ti, comienza a intencionar al Amor del Espíritu, a la Conciencia
Superior en el nombre y en la forma con los cuales resuenes. Puede ser una
imagen espiritual, una forma religiosa, un maestro espiritual, un coro
angelical, la naturaleza, la Creación misma, un símbolo especial… Lo que
para ti represente lo Sagrado y lo Divino. Porque al Amor le es suficiente el
Amor.
• Es una Fuente de Amor luminosa, expansiva, que viene desde lo más lejos y
desde lo más Alto. Que solo anhela realizarse a sí misma.
• Inspira esa Esencia Divina como lo que es, un Manantial de Luz.
• Retén esta imagen en tu mente y corazón; sostén este sentir por unos
instantes…
• Y hazle lugar.
• De ese Amor como Fuente, la existencia humana resultó en ti.
• Te invito ahora a reconocer cómo tus padres fueron tomados y abrazados por
ese Amor para darte la vida.
• Se entregaron completamente a ella y se encontraron en el amor, donde todo
conspiró al servicio de ese encuentro para que resultara en ti.
• Y ahora, junto a esa imagen, visualiza a tus padres. Tal como se te presenten,
estén vivos o no, son tus padres.
• Tus primeros dioses acá en la tierra, tus primeros dioses acá en la vida.
• Atento a la respiración, obsérvalos…
• Y te invito a inclinar la cabeza suavemente, con la intención de reverenciar y
honrar a tus padres y a ese Amor, reconociéndote como resultado del amor
de tu madre, de tu padre y de este Amor más Grande que todo lo guía, que
todo lo contiene y que siempre te llevará a encontrarte con aquello que
resulte para tu despertar, hacia tu mayor evolución.
• Reconoce lo esencial y el misterio; sé consciente de que eres el resultado del
encuentro entre el amor entre tus padres tal como fue, en comunión con el
Amor del Espíritu que los encontró tal como ha sido.
• Toda esta verdad, todo este amor, te constituye a ti, está presente en tu
sangre, en cada rincón de tu cuerpo y como memoria en tu alma.
• Y ahora te recuerdas como eres: Amor.
• Permanece en esta conciencia unos instantes…
• Desde este lugar, te invito a girar hacia adelante, dejando a tus padres detrás
de ti… Siéntelos acompañándote, apoyándote y respaldándote desde donde
se encuentren junto a la Fuente del Amor, el origen de tu existencia misma.
• Y, ahora, intenciona delante de ti a tu propio camino, donde la Vida desde
siempre espera por ti.
• Te invito a hacer una respiración profunda y comenzar a abrir los ojos,
volviendo al aquí y ahora, respetándote el tiempo necesario.
Frases sanadoras

“Querida mamá: gracias por la vida,


gracias por tanto y gracias por todo.
Y ahora te honro con amor”.

“Gracias, querido papá,


por mirarme con buenos ojos
cuando lo hago diferente a ti”.

“Querida mamá y querido papá:


ahora los veo.
Y les agradezco que,
a pesar de un destino tan difícil,
hayan pasado la vida”.

“Querida mamá y querido papá:


para darles las gracias,
fluyo en mi camino
con la fuerza del amor de ustedes,
que vive en mí”.

A un hermano:
“Querido hermano, te reconozco como el
primero por haber llegado antes,
y yo como el segundo por haber llegado después.
Tú eres el grande ante mí, y yo el pequeño
ante ti”.

A un hermano que partió:


“Te pido me bendigas si me quedo un tiempo más,
hasta que el Espíritu lo decida y nos
volvamos a encontrar.
Y, en tu nombre, con amor, tomo mi vida plenamente”.

“Queridos abuelos: el amor que compartimos


trasciende la vida y la muerte.
Y, en este amor, nos seguimos encontrando.
Me colma de paz y me llena de alegría”.

“Queridos ancestros: tomo la vida


que pasaron con todo tal como fue.
Ahora la tomo.
Y les prometo hacer algo muy bueno
en mi vida para honrar sus destinos.
Y estoy orgulloso/a
de ser uno más de ustedes”.

A una pareja:
“Me inclino ante las Fuerzas de lo Alto
que nos encuentra juntos
y nos guía hacia el amor”.

A una pareja anterior:


“Gracias por todo lo vivido y lo compartido,
con lo que fue y con lo que no pudo ser.
Ahora lo atesoro y te doy un lugar en mi corazón”.

“Querido Maestro:
Gracias por ser faro de luz en mi vida.
Por enseñarme a ver al Espíritu del Amor
en todo y en todos”.
“Querido Maestro:
Gracias por espejarme
aquello que aún no puedo ver en mí”.

Al Amor del Espíritu:


“Me inclino
ante tu Amor y tu Guía.
Pido por tu Amor y por tu Gracia.
Y te doy las gracias por ello”.

Al Amor del Espíritu:


“Me entrego
como Instrumento
de tu Amor infinito e ilimitado”.
CAPÍTULO 3
La pareja como camino
El propósito de un amor de pareja
no es hacerte feliz, sino hacerte consciente.
ECKHART TOLLE
(Guía espiritual y escritor alemán, 1948)

La pareja es una de las relaciones más sagradas que podemos mirar desde el
alma porque allí se posibilita el origen de la vida y, por lo tanto, como relación,
va a ser sostenida y guiada por un movimiento espiritual. Somos resultado de
fuerzas más Grandes que nos toman y nos encuentran al servicio de la Vida, en
todas sus creaciones, sus expresiones y sus posibilidades.
A través de la pareja, tenemos una oportunidad maravillosa para evolucionar
desde lo personal y desde lo espiritual. Nos confronta con lo resuelto y con lo
que aún no miramos en nosotros mismos: a veces, a través de la alegría, otras, a
través del dolor, nos refleja lo tomado y lo que todavía nos resta reconocer y
ordenar en nosotros. Es una oportunidad para unir lo que aún está separado en
nosotros y así integrarnos, en un segundo tiempo, con el otro.
Es una relación tan potente y anhelada por tantos, ya que el amor es parte de
nuestra naturaleza espiritual y amar es nuestra condición humana. Somos amor y
no podemos vivir sin ser quienes somos. La pareja nos permite conocer y
expandir nuestra capacidad de amar y nos posibilita identificar las barreras y
defensas —temores, inseguridades, limitaciones, bloqueos, resistencias…— que
nos alejan de nuestro amor y de la fuente de Amor que somos.
Quien esté a nuestro lado va a espejar el amor o la falta de amor que tenemos
por nosotros mismos, resultado de nuestra historia personal, de nuestros
desórdenes, de nuestras implicancias.
Dicho de otra manera: la pareja soy yo amándome en el otro.

La pareja soy yo amándome en el otro.

En este sentido, siempre atraemos a aquel que sintoniza con el amor que nos
prodigamos, el cual se propaga como vibración desde el alma y alcanza a otro,
afín a la propia frecuencia de amor que irradiamos.
Desde hace algunos años, hemos comenzado a dejar atrás muchos de los
mandatos que atravesaron a las generaciones anteriores. Ya no necesitamos estar
en pareja para sentirnos realizados. La pareja no nos convierte en exitosos ni a los
solos en fracasados.
Sin embargo, hay tramos en la vida que debemos caminar solos y otros que
corresponde hacerlo de a dos: es parte de nuestro crecimiento y nuestra
transformación. Aquello que experimentamos a través de la pareja o de su falta
nos constituye.
Para que la pareja sea el espacio en donde el hecho de compartir juntos nos
permita crecer, realizarnos, saber quiénes somos y, desde allí, construir de a dos,
es importante recordar que solo con el amor no es suficiente.
En este tiempo fundamental de tanta posibilidad de evolución, nos estamos
liberando de preceptos, de creencias, de reglas y de viejos paradigmas bajo los
cuales se constituían, hasta hace unos años, las parejas, con sus órdenes y
desórdenes.
¿Por qué somos mucho más que dos? ¿Cuáles son las reglas del amor que
permiten que una pareja sea pareja? ¿Cuáles son los comportamientos que hacen
que el amor en la pareja fluya? ¿Qué requiere una pareja de nosotros para estar
disponibles? ¿Qué Órdenes necesitamos respetar para que la relación evolucione
a favor de sí misma y de la vida de cada una de las personas que la constituyen?
¿Qué es aquello que creemos que estamos haciendo bien y, sin embargo, atenta
contra lo que construimos juntos? ¿Nos conocemos o nos reconocemos: qué es lo
que el alma sabe? ¿Puede la pareja ser un lugar de práctica espiritual?

Somos resultado de historias de amor


Lo que hoy somos también es el resultado de cientos de miles de historias de
amor; de parejas que, con todos sus encuentros y desencuentros, con sus
ilusiones y desilusiones, con lo fácil y lo difícil, apostaron al amor. Estamos
limpiando estas memorias de amor ancestrales y propias. Con mayor o menor
esfuerzo, crecieron y crecimos a través de los vínculos de amor.
Establecemos las relaciones de pareja junto con lo que traemos como bagaje de
sus historias y de la propia.
Los encuentros están atravesados por las propias lealtades; los modelos
aprendidos o que llevamos en nuestra memoria, con renuncias y padecimientos.
Así y todo, apostando al amor siempre.
Por siglos, las guerras, las revoluciones, los genocidios y las persecuciones se
llevaron a muchos hombres e hijos varones. Las familias fueron desmembradas,
y, por eso, en la reconstrucción de lo vincular, se privilegió, en generaciones
anteriores, el hecho de recuperar lo familiar a la pareja, con todo el sacrificio y
esfuerzo que conllevó: tener muchos hijos —lo que devolvió, de esta manera, al
sistema de origen, a las colectividades y comunidades los tantos que se habían
perdido—, ocuparse de garantizar el alimento, el techo, el abrigo, que también
esos escenarios se llevaron. En ese entonces, fue un propósito muy noble.
Privilegiando la familia, se apostaba a la vida. Era necesario volver a creer y a
alinearse con la Vida. Así eran esos tiempos y de esto se trataba.
Gracias a todo lo que nuestros ancestros fueron priorizando y eligiendo al
servicio de la vida, generación tras generación, gracias a que lo hicieron tan bien,
hoy nos encontramos en otro momento, con horizontes más amplios,
descubriéndonos en nuevos lugares como pareja y con propósitos renovados. En
un plano álmico, no consciente, ya no necesitamos devolver al sistema de origen
tantos como aquellos que se perdieron.
A lo largo de las décadas, si hay una relación interpersonal que ha sido
transformada, es la relación de pareja. Los cambios sociales, culturales, religiosos
y filosóficos la han afectado a través de múltiples movimientos.
Hoy, tenemos la posibilidad de considerar la relación de pareja de múltiples
formas: con igualdad, con compañerismo y a la par junto con otro.
La pareja primordial para cada uno es la de los propios padres. Somos
resultado de un encuentro entre un hombre y una mujer, entre un óvulo y un
espermatozoide. Trascendiendo el deseo y la voluntad, mucho más allá de esto,
se entregaron en cuerpo, alma y espíritu para que la fuerza de la Creación
resultara, a través de ellos, en nosotros.
Esto fue así con nuestros padres, abuelos y bisabuelos… que, desde siempre,
también estuvieron al servicio de la existencia misma y todo conspiró para que el
primer éxito de nuestras vidas fuera logrado: nuestro nacimiento.
Cada integrante de una pareja trae una historia personal y transgeneracional.
Cuando somos conscientes de esto, también somos capaces de reconocer que
llegamos con un bagaje de historias y memorias que empezamos a honrar desde
lo más profundo del corazón. Esto nos ayuda a saber en qué momento de
nuestro desarrollo personal y espiritual nos encontramos y, así, nos es posible
reconocer en nosotros mismos el lugar desde el que nos estamos ofreciendo. Este
es un buen punto de partida para seguir hacia adelante. Somos hombres y
mujeres con diferencias sustanciales, por cuestiones biológicas, psicológicas,
sociales, históricas: dos personas que nos entrecruzamos en el camino de la vida,
con nuestra historia, nuestro recorrido, nuestros recuerdos, las imágenes que
conservamos, nuestros dolores, nuestros traumas, nuestras luces y nuestras
sombras; también con nuestras implicancias, nuestras lealtades invisibles, los
modelos de identificación… Y todo es parte.
Respetar y honrar nuestras diferencias es parte de lo que el amor nos propone;
de lo contrario, pasan a ser parte de un juego de poder donde se intenta
excluirlas, y, al hacerlo, estamos despreciando a nuestra pareja en un aspecto de
sí misma, que también le da identidad.
Si asentimos a lo que nos diferencia y a nuestra propia imperfección, tomar el
amor del otro se torna posible y no distante y lejano como es lo perfecto. Lo
perfecto atenta contra lo posible. En esta dimensión, amar nuestras
imperfecciones es disponernos a ir hacia el otro con lo que la pareja trae y es. Es
hacer espacio al otro para que lo que nos encuentra tenga la posibilidad de
crecer.

A lo largo de las décadas, si hay una relación


interpersonal que ha sido transformada,
es la relación de pareja.

Lo perfecto nos detiene; lo imperfecto nos mueve. Nos volvemos creíbles y


alcanzables, y la pareja, asequible.
De lo contrario, es tal ese ideal que nos conduce a permanecer en el lugar
conocido —como resultado de nuestras propias lealtades— y le da la espalda a
aquello que la vida trae para nosotros, desiste de tomar nuestro lugar ante el otro
o nos muestra inabordables.
Desde la mirada sistémica, la búsqueda de la perfección refiere a alguien que
falta incluir en el alma familiar, que, por ende, está incompleta. Una vez que
somos capaces de darles a todos, junto con sus destinos, un lugar en ella,
recuperamos la completitud y, en consecuencia, el respeto por los Órdenes del
Amor nos devuelve el sentido de lo completo para el alma. La búsqueda de lo
perfecto es resultado de una o más implicancias y nos detiene en el movimiento
hacia lo propio, por lo que se renuncia a tantísimas posibilidades o se pierden,
como la pareja.
Cuando somos capaces de hacerles a todos los que son parte, junto con sus
destinos, un lugar en nuestro corazón, la pareja pasa a ser solo eso: una pareja, y
nosotros ofrecernos solo como lo que somos, hombres o mujeres que decidimos
caminar juntos apoyándonos en nuestras coincidencias y haciéndoles lugar a
nuestras divergencias. Así, el compartirnos puede resultar una experiencia
superadora y evolutiva para ambos y para la pareja.
Hacer todo aquello que esté en nuestras manos para ordenar, honrar y
agradecer incondicionalmente a nuestras raíces y a nuestra vida desde los
orígenes nos va a posibilitar experimentar un amor adulto.

Hablemos de los mitos


Como pareja, vamos creando nuevos prototipos y modelos a partir de una
sumatoria de información que resulta de la cultura que nos atraviesa, de la
sociedad en la cual vivimos, de los sistemas de origen de cada uno, de la historia
personal de cada uno y de las relaciones que vamos construyendo.
Los mitos dan cuenta de los condicionamientos socioculturales de cada época.
El lenguaje con el cual son transmitidos es simbólico para facilitar la
comprensión de sus significados y también de las reglas, de los valores, de las
ideologías, de los modelos que, en cada uno de ellos, prevalecen. Todos los mitos
evidencian la conciencia social, colectiva y espiritual que, en ellos, está
contenida. Y pasan de generación en generación.
Pueden ser más cercanos y familiares para unos que para otros, pero lo cierto es
que son conocidos por todos. Seguramente, a muchos de nosotros, por algunos
tramos de la vida, nos han condicionado de alguna manera.
Somos herederos de todo ello en el plano del alma, que conservamos aun sin
saberlo: de las historias y los destinos de las parejas de nuestra familia de origen y
de los patrones de pareja que traemos desde lo social, lo cultural y lo religioso.
Toda esta información nos habita como una herencia invisible. Junto con esas
memorias, también nos llegan ciertos mitos que tienen su origen desde tiempos
remotos y aún siguen vigentes y presentes en nosotros; nos atraviesan y nos
condicionan. Entre ellos: “Hasta que la muerte nos separe”, “Lo doy todo por
amor”, “Contigo, pan y cebolla”, “Eres mi media naranja”…
Más allá de algunas parejas que, por su adherencia a una religión o filosofía,
viven la relación “hasta que la muerte los separe”, las cuales tienen todo mi
respeto, muchas otras hoy viven esta muerte no como una partida física, sino
como una metáfora de lo que culmina.
Si miramos a nuestro alrededor, o quizás si volvemos la mirada hacia nosotros
mismos, podemos darnos cuenta de que, algunas veces, seguimos aferrados a una
pareja en la cual ya no hay crecimiento ni evolución posible para ninguno de los
dos. Seguimos siendo pareja, pero ya no podemos enriquecernos mutuamente y,
quizás, todo aquello de uno y del otro que era complementario y nutritivo hoy se
convierte en obstáculo.
Nuestras implicancias nos llevan a permanecer en relaciones en las que, tal vez,
dejamos de ser pares y parejos hace tiempo. Muchos de nosotros, estando en
pareja y aun atravesando experiencias similares, hemos crecido de modos
diferentes en el tiempo y ya no miramos hacia horizontes que nos encuentran. O
nos empezamos a diferenciar en los valores fundamentales que antes nos
permitían estar juntos a pesar de las diferencias de la personalidad. En ocasiones,
el amor de pareja pierde fuerza; ese amor muere y se transforma en un amor
diferente, que quizás nos encuentra, pero ya no como pares.
Hoy, tenemos una posibilidad de crecimiento si estamos dispuestos a mirar lo
que el otro o la otra nos trae, también como la sombra que algo muestra de
nosotros. Los aspectos ocultos, ignorados, no conscientes nos permiten
conocernos e integrarnos a través del otro. Es una mirada que comienza y
termina en uno mismo y que el otro posibilita. De esta forma, el encuentro se
convierte en una relación de dos sujetos adultos que construyen una pareja, con
reglas y valores propios y únicos del vínculo en sí mismo. No necesitamos
desdibujar nuestro yo ni disolvernos por amor en el otro. Ya no nos rige el
mandato de “lo doy todo por amor”. Hemos establecido nuevas formas posibles,
a diferencia de los modelos tradicionales, en los que uno se ofrecía como objeto
de deseo del otro, ya que nada puede ser nutritivo ni evolutivo para los
integrantes si la pareja es a costa de uno de ellos, sin respetar un equilibrio entre
ambos.
El “contigo, pan y cebolla” es un mito muy romántico, pero sabemos que, en
la práctica, no resulta. Una cuestión es, por el amor que sentimos, estar
disponibles como adultos en los momentos de carencia o abundancia de
cualquier índole al lado del otro, y otra cosa es no considerar la necesidad de
relacionarnos a través de una sana compensación en la que los dos nos
brindemos a la relación con el mismo amor. Hay Órdenes sagrados que regulan
las buenas relaciones de pareja, y, en la medida que se respeten, el amor va a
circular con fuerza y lo creado entre dos se va a sostener en el tiempo, vivo.
Por décadas, también fuimos atravesados por el mito popular de “la media
naranja”. Bajo este imperativo naturalizado en nuestras sociedades, muchos
buscábamos en el otro el ideal que nos completara, como si eso fuera posible. Lo
cierto es que esa otra mitad que nos completa no la tiene el otro; está dentro de
nosotros, en la dimensión más profunda que somos. Muchos esperan encontrar
en la pareja a esa madre que, alguna vez, los completó en su vientre con amor
incondicional, y otros pretenden que la pareja sea el Espíritu mismo viviente y
constante de amor incondicional. Y, en ambos casos, es una ilusión. Este anhelo
nos condena a la frustración amorosa, a vivir detrás de ese ideal —que, por ser
ideal, no es real— y a una búsqueda infantil incesante. El estado de soledad y
vacío en el cual permanecemos mientras seguimos esperando encontrar a ese
ideal interfiere en nuestra disposición a concretar una pareja como adultos.
Diferente es cuando, con el otro, nos complementamos, al ser dos individuos
que han madurado a través del camino del autoconocimiento y la
autovaloración, al asentir a lo que somos y a lo que traemos, a lo que nos
encuentra y a lo que nos diferencia —nuestras historias, nuestro pasado, nuestras
implicancias, nuestros dolores, nuestras alegrías y tristezas, nuestros aciertos y
desaciertos, y una memoria ancestral que nos habita con todas sus experiencias,
con todos sus encuentros y desencuentros—. Entonces, nos entregamos a
construir una relación respetando nuestras singularidades y diferencias.

La madre, el origen de la pareja


Desde que comenzamos a crecer, la pareja es un tema que nos convoca, y a la
mayoría, desde muy jovencitos, nos comienza a inquietar, como pretendiendo
encontrar algo especial en esta relación, que, aunque no lo sepamos, nos mueve
hacia su encuentro.
Y, además de ese algo, estamos buscando a ese alguien con quien nos
vinculamos por primera vez en el amor: y es nuestra madre a quien anhelamos
reencontrar, con quien experimentamos, alguna vez, una instancia que nos
completó. Y vivenciamos junto con ella la unión con el Todo: crecíamos dentro
de su cuerpo en un estado de comunión, en una atmósfera de contención y
protección. Su cuerpo y el nuestro eran uno solo, así su respiración, así su
alimentación, así su descanso… así su amor. Todas nuestras necesidades eran
cubiertas a favor de nuestro desarrollo: cada vez que ella respiraba, se alimentaba,
descansaba, nos daba su amor. Así y de otras tantísimas maneras. Esos cuidados
nos colmaban y nos permitían continuar hacia la vida.
Fue un tiempo en el que fuimos uno, cuando estuvimos en su vientre y
sentimos latir su corazón. En esa fusión, su corazón y el nuestro latían
conjuntamente, y allí lo sagrado y la mística de la vida se manifestaban.
Nos dejó la estela de un amor idílico, en el que todo nos remitía a
experimentar la Totalidad.
Plenitud y completitud, eso vivenciamos. Una suerte de paraíso en la Tierra.
Y, al llegar a la vida, esa memoria nos impulsó a buscar la recreación de ese
amor: la pareja es el espacio ideal donde anhelamos que el otro nos complete.
La búsqueda de unión, de perfección, de lo Absoluto es lo que nos motiva y
nos impulsa a querer encontrarlo en el diario vivir junto con el otro, como una
constante para recrear en nuestra vida una especie de jardín del Edén, como
alguna vez ha sido junto con nuestra madre.
La relación que cada integrante ha mantenido con sus padres es determinante
para que, en la relación de pareja, fluya el amor, ya que allí se recrea lo conocido
desde nuestra concepción.
Y este movimiento comienza con la madre. Como dadora de vida, es aquella
primera persona que, desde el vientre, nos enseña acerca del amor. Es nuestra
primera matriz afectiva con quien experimentamos el amor desde la misma
gestación.
Junto con nuestra madre, aprendimos a amar y ser amados. Tomar su amor es
el primer paso para estar disponibles e ir hacia una pareja.
La experiencia en el vientre materno ha sido tan completa que nos dejó
impresa la huella de lo que es el amor.
Pero el otro es solo un hombre o solo una mujer y nunca nos va a poder
devolver aquel amor ideal que buscamos en la pareja porque todavía no fuimos
capaces de tomarlo de nuestra madre.
Si nos quedamos en los juicios, en la crítica, en la demanda, que siempre es
infantil, dando por sentado lo que nuestra madre tendría que habernos hecho o
dado, trasladaremos esa modalidad vincular a nuestra pareja. Entonces, por
ejemplo, nos encontraremos en parejas en las que vivimos quejándonos,
reclamando o reprochando y atraeremos a parejas, por ejemplo, que harán lo
mismo con nosotros.
Cuando nos disponemos a tomar ese amor, en cualquier momento de la vida
—ya que el amor que nos dio nuestra madre habita en nuestra alma—, recién
entonces nos volvemos capaces de darlo a una pareja y de sentirnos atraídos por
alguien que también sea capaz de ofrecérnoslo. Estos movimientos se producen a
partir de la afinidad en la vibración que nos encuentre, que es resultado del amor
que cada uno haya tomado.
Dicho de otra manera, recién cuando somos capaces de inclinarnos ante su
grandeza —la de la madre—, ver lo esencial y decirle sí a ese amor tan humano
—con todas sus faltas, sus omisiones y equivocaciones— y tan espiritual,
podemos ofrecerlo y darlo. Como consecuencia, vamos a sentirnos atraídos o
atraídas por aquel que vibre en una frecuencia semejante.
Como ya mencioné, lo cierto es que la memoria y los recuerdos que tenemos
siempre van a ser selectivos. Ninguno de nosotros recuerda las decenas, los
cientos o los miles de veces que nuestra madre se despertó a la noche, se ocupó
dentro de sus posibilidades de darnos el alimento más nutritivo, nos alzó en sus
brazos… O cuando nos dio en adopción para garantizarnos una mejor vida: aun
en esa renuncia, está su amor.
Cuando, posicionados en este lugar adulto, reconocemos lo sustancial, lo
demás comienza a relativizarse y podemos renunciar a nuestros juicios, a nuestras
demandas más allá de las circunstancias que nos tocaron vivir en la infancia.
Tomar ese amor de modo incondicional es, precisamente, tomarlo y agradecerlo
sin condiciones, más allá de lo que el destino nos hizo vivir con ella porque, ante
lo más grande y sagrado, que es nuestra llegada a la vida y nuestra propia
existencia, nada es tan importante ni tan fundamental.
Decirle sí a ese amor es tomarlo exactamente tal como fue y tal como es más
allá de lo que el destino de cada uno nos hizo vivir con nuestra madre.
Cuando, desde este lugar, somos capaces de encontrarnos con nuestra madre,
podremos integrarla y ahí reconocer nuestra pequeñez ante ella, más allá de la
edad que tengamos. Esté viva o haya partido, siempre es nuestra madre, la
grande ante nosotros, y nosotros, sus hijos, los pequeños ante ella.
A veces, la historia con nuestra madre pudo haber estado plagada de dolores,
momentos difíciles y recuerdos traumáticos. Sin embargo, cuando miramos con
los ojos del alma, que trasciende cualquier lectura e interpretación, podemos
alcanzar otras comprensiones que nos invitan a ver lo esencial con lo que ha sido
y con lo que es al servicio de la reconciliación con ella.
La vida nos irá contando que aquello que quizá nuestra madre no pudo dar ha
sido la mejor experiencia para nosotros porque, desde ese vacío, desde pequeños,
fuimos invitados a buscar adentro lo que no había afuera y ser hoy quienes
somos.
A partir de estas comprensiones, lo demás comienza a relativizarse y se puede
renunciar a nuestras demandas de niños y a nuestros juicios más allá de las
circunstancias que nos tocaron vivir en la infancia.
Decirle sí a la madre es decirle sí a la pareja, y es, desde este lugar, cuando
estamos en condiciones de ir hacia el encuentro con el par.
Ordenar la relación con nuestra madre en nuestra alma, reconocer nuestro
lugar como hijo o hija, decirle sí al amor y a la vida que nos llegó a través de ella
y, junto con ella, el amor de nuestro padre, es condición primera para que el
amor de pareja fluya.
Darle a la madre su lugar y reconocerla en su grandeza es el camino hacia el
encuentro con la pareja. Reeditamos con las parejas los modos vinculares que
aprendimos con la madre. Inevitablemente, sucede.
Amar y ser amados son necesidades básicas de todo ser humano. Reposar en el
saber que hay otro que nos mira y camina junto con nosotros, alguien con quien
contamos y compartimos la vida, suma amor a nuestra vida y nos hace mucho
bien.

Amar y ser amados son necesidades básicas


de todo ser humano.

¿Qué nos exige esta relación?


Para que podamos construir una pareja que sea pareja, ser adultos es la
condición. Para crear un vínculo de amor sano, necesitamos despedirnos del
niño o de la niña que aún nos puede habitar a pesar de los años. No podemos
pretender encontrarnos en asuntos de grandes desde una posición infantil; las
relaciones así no resultan bien.
Con frecuencia, podemos ver cómo los modos vinculares que encuentran a una
pareja distan mucho de situarlos como pares; por ejemplo, mediante relaciones
en las que uno toma un lugar de superioridad y el otro de inferioridad a través
del dinero, de la sexualidad, del temperamento o de otros manejos de poder.
Estos patrones, resultado de nuestras implicancias, pueden ser parte de la
relación y hasta de la misma sexualidad.
Podemos reconocer modelos de relación cristalizados e infantiles, tanto como
padre-hija o madre-hijo. En cualquiera de sus formas, ambos pierden la paridad,
la fuerza y la dignidad.
En una pareja adulta, nos encontramos como pares, es decir, al mismo nivel. Y
esto nos exige transitar un camino hacia el interior de cada uno: a veces, nos
remite a revisar los modelos de identificación que traemos, o a la modalidad
vincular que tuvieron las parejas previas en nuestra vida, o a los patrones de
repetición que podemos reconocer como heredados de generaciones anteriores,
que conservamos como información del sistema de origen y que dificultan el
camino hacia el buen amor.
A medida que vamos atravesando este recorrido para recordar quiénes somos
en pareja, en algún momento, nos encontramos ante una decisión que tenemos
que tomar: despedirnos de nuestra infancia. Y este es un movimiento por
alcanzarse desde lo profundo y, a medida que se va logrando, nuestra
personalidad cobra la posibilidad de transformarse, ofreciéndose al servicio del
alma e integrándose con ella.
La pareja no es un tema de niños. Desde que nacemos, comenzamos a
relacionarnos con los otros según nuestras implicancias y nuestro desarrollo
psicoafectivo y emocional. A medida que crecemos, vamos alcanzando
posibilidades cada vez más integradas de relación. Por ejemplo, pasamos del
narcisismo infantil —que nos lleva a creernos el centro del universo y, desde allí,
consideramos que el otro debe girar alrededor nuestro, con todas las
consecuencias que esto conlleva al encontrarnos con el par— a tener en cuenta al
otro —compartir, consensuar, considerarlo, respetarlo, aceptar las diferencias…
—.
En principio, vamos experimentando a través de la sociabilización con nuestra
familia; luego, con nuestros compañeros y amigos. Y esto nos va permitiendo
alcanzar procesos madurativos desde los cuales nos ofrecemos a las relaciones que
pretendemos construir. Y, según la modalidad en que nos encontremos, así fluirá
el amor, en mayor o menor medida.
Durante nuestros primeros años, podemos vivir experiencias difíciles, como
alguna pérdida de un ser querido, separaciones de nuestros padres, enfermedades
propias o de algún familiar cercano, una mudanza, dificultades en la escolaridad,
un accidente… Estas situaciones atentan contra un desarrollo normal y saludable
en todos los sentidos.
El trabajo interior —personal y sistémico— es lo que nos permite
resignificarlas, reconocer y recuperar el amor que, en cualquiera de ellas, quedó
detenido y, en conjunto con las nuevas comprensiones, retomar el camino hacia
el amor. Porque solo lo que tomamos podemos soltar. Solo a lo que vive en
nuestro corazón podemos renunciar. Y, de esta manera, en vez de recrear una y
otra vez la misma modalidad, contamos con la posibilidad de construir lo propio
en nombre del amor como expresión de nuestra realidad interior.
Para poder despedirnos de esa primera etapa, como vemos, es necesario iniciar
un camino de autoconocimiento que nos permita transformarnos y crecer. Y
comienza con tomar nuestro lugar solo como hijos ante nuestros padres;
agradecer incondicionalmente la vida, los valores, la educación, los cuidados…
Asentir a todo tal como ha sido, con lo dado y lo no dado, con lo ideal y con lo
real, con lo relativo y lo esencial.
Darnos cuenta de los recuerdos e ilusiones que aún conservamos desde nuestra
infancia, que trajeron pesares y dejaron huellas dolorosas en nuestra memoria;
asumir y asentir
que cada uno de nuestros padres tuvo o tiene un destino ante el cual venimos a
inclinarnos; dar nuestro respeto a cada uno y a la pareja de padres como tal. Y, a
partir de ese amor que tomamos, podemos dejar atrás nuestro lugar como niños.
Es un proceso posible si así nos disponemos a transitarlo.
De esta manera, damos un paso hacia adelante, hacia una nueva etapa, en la
que, desde la nueva condición lograda, nos ofrecemos a la construcción de una
pareja propia.
Los prototipos exitosos de pareja que nos trajeron hasta aquí ya no están
vigentes. Hay nuevas búsquedas en las relaciones, un movimiento permanente
para encontrarnos con modelos renovados y formas diferentes de experimentar.
El tema es tan vasto que merecería un libro aparte. Lo importante, a los fines de
este que hoy nos encuentra, es poder repensar nuestras relaciones de pares y
tomar perspectivas de cómo y desde qué lugar estamos experimentando la pareja.
Se crean nuevas posibilidades en las que el amor ya no solo toma forma a través
de los hijos, pasando la vida de generación en generación. El amor va a pasar
también a través de algo que creamos juntos: por medio del arte; haciendo una
tarea social o comunitaria; dejando algo nuevo a la humanidad; adoptando a
niños; haciendo servicio; construyendo nuevas comunidades junto con otras
parejas; enfocando la vida hacia el cuidado del planeta y la evolución consciente;
practicando yoga o meditando juntos, y tantos etcéteras como parejas haya en el
mundo.
No obstante, hay ciertos Órdenes universales —que son los Órdenes del Amor
—, pautas y patrones que están al servicio de guiarnos para que el buen amor
resulte en todas ellas —que profundizaremos a continuación— en cuanto a los
que regulan el amor en la pareja y las bondades que esta mirada sistémica nos
ofrece al servicio de ampliar la conciencia en pos de estar disponibles para un
buen amor.

El camino para ver al otro


En ocasiones, la experiencia cuenta que, por lealtad a la madre, podemos
renunciar hasta a nuestro padre, y quedar él eclipsado en nuestro interior.
Muchísimas veces, miramos a nuestro padre a través de los ojos de nuestra madre
y no a través de los nuestros, pese a que ese padre y esa madre juntos se
ofrecieron al servicio de la mismísima Vida.
En nuestra biología y en nuestra alma, somos resultado del cien por ciento de
nuestra madre y del cien por ciento de nuestro padre. En nosotros, existe toda la
información genética o hereditaria, tanto del linaje materno como del linaje
paterno. Y, por más que, por el embarazo, la madre haya llegado primero, ambos
están al mismo nivel.
Bert Hellinger nos ha compartido que una de las razones cuando el amor no
fluye en la pareja se da cuando los varones son hijos de la madre y rechazan al
padre, y las mujeres son hijas del padre y rechazan a la madre.
El hijo de la madre describe a los hombres que se los conoce como aquello que
representa Peter Pan, hombrecitos no crecidos, los donjuanes, que pretenden
encontrar a la madre en las mujeres con quienes se relacionan. Van detrás de esa
ilusión, que será siempre fallida, ya que nunca en ninguna otra mujer la van a
encontrar. Por esa razón, con frecuencia, también se los puede encontrar solos.
La hija del padre refiere a las mujeres que continúan embelesadas con sus
padres, y, como nadie va a igualar a ese hombre todopoderoso y tan idealizado,
ninguno podrá estar a la altura de aquel.
En uno y en otro caso, buscar a esa madre o a ese padre en la pareja es
pretender que el otro represente a un ideal al cual nunca va a terminar de
responder, por más que proyectemos sobre él o ella esta intención.
De hecho, las hijas que tienen relaciones conflictivas con sus madres, al igual
que los hijos que mantienen relaciones difíciles con sus padres, tienen dificultad
en la constitución de una pareja adulta en la que el amor fluya entre pares. Y eso
lo podemos ver con facilidad.
A partir de los conocimientos que esta mirada nos brinda para alcanzar el amor
en la pareja, los padres son los que hacen hombres a sus hijos varones, ya que la
masculinidad se recrea entre hombres, y las madres, las que hacen mujeres a sus
hijas, puesto que la femineidad se recrea entre mujeres. Así como las madres no
tenemos idea de cómo hacer hombres a nuestros hijos varones, tampoco los
hombres saben cómo hacer mujeres a sus hijas.
Lo cierto es que, cuando el hombre se siente alineado con el padre y con los
hombres del sistema de origen, logra masculinidad y desarrolla su hombría. Y, a
través de todos ellos, va a estar disponible para poder ofrecerse a una pareja. Y lo
mismo ocurre con la mujer: cuando está alineada con su madre y con las mujeres
de su sistema de origen, va a desarrollar su femineidad y va a estar disponible
para ofrecerse al lado de una pareja.
Y esto no tiene que ver con la elección de pareja que cada uno de nosotros
realicemos, sino con el desarrollo de nuestro femenino y nuestro masculino.
Por eso, el hombre debe respetar a su padre, y la mujer, a su madre. Cuando se
logra ese respeto, ambos están disponibles para estar en pareja. Es un camino; es
un proceso por desarrollar y no es un punto de partida.
Cuando los hijos logran tomar el amor de los padres, van a encontrarse con
una pareja de quien no van a esperar ni a quien le van a reclamar que sustituya lo
que cada uno como hijo no pudo tomar de ellos. Entonces, uno mira al otro y le
dice: “Te veo y te digo sí”.

El Orden de la Compensación
Como hemos compartido, según la medida del amor que el hombre y la mujer
hayan sido capaces de tomar de sus padres, será la medida de amor que sean
capaces de dar. El amor va a fluir si somos capaces de tomar del otro como pareja
y brindarle aquello que, como tal, podemos dar.
En este sentido, el Orden de la Compensación es el que va a regir y regular
estas relaciones al servicio de garantizar la paridad: cuando uno le da al otro algo
bueno, se genera un desequilibrio. Entonces, el otro se siente invitado a
recuperar el equilibrio y, así, surge la necesidad de dar. Cuando esto se logra, la
paridad se recupera y también el bienestar. Cuando uno da más de lo que
recibió, no hay que seguir dando, porque se genera una ruptura en la equidad.
Hay que esperar que el otro compense lo que ha recibido para recuperar el
intercambio.
Si no, quien ha recibido más de lo que pudo dar se siente en el alma tan en
falta que quien más brinda pone en peligro la relación. Cuando se logra un
equilibrio entre lo que se da y lo que se toma del otro, hay buenos vientos para la
relación. Una relación de pareja se basa en el amor y la compensación.
Cuando somos capaces de mantener un equilibrio entre lo que damos y
tomamos, el amor nos va a encontrar fluyendo entre los dos. Como vemos,
siempre es necesario que se mantenga una compensación balanceada entre las
partes. Si, en una pareja, no hay un equilibrio entre el dar y el tomar, porque
uno da mucho más de lo que toma, o toma mucho más de lo que da, en el
tiempo, las crisis aparecerán.
Es decir, tiene que respetarse una compensación entre lo que se da y lo que se
toma para que una relación pueda desarrollarse y ser próspera. Lo que se da y lo
que se toma no tiene que ser a través de lo mismo, pero sí tener el mismo valor
para ambos. Por ejemplo: si, para un miembro de la pareja, es valioso viajar y,
para el otro, estudiar, uno puede acompañar amorosamente al otro para que
invierta tiempo y dedicación en estudiar durante unos años y luego tomar su
compensación con viajes.
Lo cierto es que, en una pareja, aunque ambos sean diferentes, si están en el
mismo nivel y pueden respetar el Orden de la Compensación, la relación va a ser
auspiciosa.
Observemos que este Orden no dice que seamos capaces de dar aquello que
recibimos, sino de tomarlo. Porque, si no sé tomar, por más que el otro venga a
ofrecerme un buen amor, solo lo voy a recibir, pero no voy a saber tomarlo.
Tomar implica una decisión; es una posición activa; como dije antes, nos exige
una acción y un movimiento hacia adelante. A diferencia del recibir, que, como
tal, resulta de un lugar pasivo. No es lo mismo recibir un regalo que tomarlo.
Podemos recibirlo, pero, al no tomarlo, no lo disfrutamos, no lo usamos, no lo
valoramos, no lo apreciamos, y, en algún lugar, lo dejamos guardado sin
recordarlo. Si lo tomamos, resulta todo lo contrario.
No es lo mismo recibir la vida que tomarla. Todos recibimos la vida, pero no
todos la tomamos. Quien toma su vida es agradecido; lo irradia; lo transmite;
hay luz en su mirada y alegría en su expresión.
Por lo tanto, no se trata del otro, sino que es un movimiento que empieza y
termina en uno: el dar y el tomar comienzan y terminan en la misma persona.
Tal como lo hemos compartido en párrafos anteriores, en principio, quien
toma el amor de su madre puede tomar el buen amor que le brinde su pareja.
Quien toma el amor de su pareja puede reconocer que un hombre es solo un
hombre y una mujer es solo una mujer y nunca una madre. Al no buscar a la
madre en el par, ¿cómo se siente el otro? Visto y reconocido. Y, de diferentes
formas, nos lo agradecerá.
Con frecuencia, cuando esto no resulta, puede aparecer el reclamo de que el
otro no tiene nada para darnos. Al no encontrar en él lo que buscamos —el
amor que debemos tomar de nuestra madre—, podemos decidir infantilmente
no tomar nada de él o de ella: ni siquiera lo que sí tiene para ofrecer.

Quien toma su vida es agradecido;


lo irradia; lo transmite;
hay luz en su mirada y alegría
en su expresión.

En otras ocasiones, puede suceder que no es que el otro no se brinde o no esté


disponible, sino que el que reclama no sabe tomar. De la misma manera,
podemos sentir que lo que el otro nos da no es suficiente, ya que lo que estamos
buscando en el otro no es una pareja, sino una madre que nos complete como,
alguna vez, dentro de su cuerpo sucedió.
Es necesario llevar a la conciencia una verdad: si no hemos sido capaces de
tomar lo que nuestra madre nos dio e insistimos en buscarlo en la pareja,
corremos el riesgo de, al no encontrarlo, no tomar todo lo que esta sí nos brinda
y nos ofrece.
Cuando buscamos a la madre en el otro, no podemos ver y tomar al otro tal
como es, y el crecimiento en pareja deja de ser un destino posible.
Es menester detenerse y revisar en el interior de cada uno si estamos
posicionados como hijos ante nuestra madre o si estamos a su servicio y nos
ocupamos de ella. Si este último fuera el caso, lo que desarrollamos es el dar y no
el tomar. Y, así, salimos a relacionarnos con el otro.
Desde la lógica sistémica, pueden ser múltiples las razones por las cuales no
tomamos el amor: por ejemplo, podemos estar pagando de esta manera un
sentimiento de culpa por sobrevivir a un hermano no nacido o de muerte
prematura —y, al no haber tomado él el amor en la vida que no pudo ser,
nosotros tampoco lo hacemos—; podemos estar implicados con un ancestro
excluido que cometió un delito y llevar su culpa; podemos haber vivido junto
con nuestra madre un movimiento de amor interrumpido… Los motivos
posibles para estar implicados son muchos, tal como vimos en el capítulo
anterior.
Si convivimos en nuestra alma con un sentimiento de culpa propio o
adoptado, esto puede influir en la pareja y atravesarla, porque este sentir trae
aparejado como consecuencia un castigo y, tomando un término religioso, a
veces, la expiación. El sentimiento de culpa puede llevar a perder la pareja, el
trabajo, la salud y, a veces, la vida. Ante él, es inevitable una conducta
autodestructiva o destructiva de la relación a modo de castigo.

Una forma de equilibrar


Cuando, en una relación, uno daña al otro, por ejemplo, a través de una
mentira, un engaño, un ocultamiento, se pierde el equilibrio porque uno pasa a
ser el inocente, y el otro, el malo. En este sentido, uno de los hallazgos de
Hellinger en cuanto a lo que optimiza —como en estos casos— el amor en las
relaciones para recuperar el equilibrio y la paridad en la pareja es lo que llamó
“una venganza amorosa”. Esta propone generar un daño en una dimensión
mucho menor de lo recibido, con la intención de que el otro deje de ser tan
malo y quien ha sido dañado deje de ser tan inocente. De esta manera, se acercan
las partes y el equilibrio comienza a recuperarse. A veces, resulta un concepto
difícil de pensar, pero lo cierto es que, en la práctica, resulta.
Si la venganza amorosa se lleva a cabo —por ejemplo, saliendo con amigos o
amigas que al otro le disgusten durante un tiempo; pidiéndole un regalo que el
otro no acuerda en comprar; haciendo un viaje que el otro no elegiría—, se logra
un círculo virtuoso y la posibilidad del equilibrio se recupera.
Si la pareja decide seguir juntos, pero quien fue dañado no se venga con amor,
se corre el riesgo de que nunca nada de lo que el otro le ofrezca sea suficiente y,
por lo tanto, no sea posible que se restablezca el equilibrio a lo largo de la vida
compartida. Así, quien ha sido víctima pasa a ser victimario, y quien lastimó pasa
a ser una víctima de aquel.
Esto se ve, habitualmente, en las parejas cuando hay un engaño y no toman
cada uno su parte de responsabilidad, sino solo se señala al que traicionó. Si no
se hace un trabajo consciente para recuperar el equilibrio y quien ha sido
engañada/o no toma su parte de incumbencia, haga lo que haga la persona que
cometió la falta, nunca va a ser suficiente para la otra parte. Y, quizá, sigan
cincuenta años juntos, pero quien fue, en esa ocasión, la víctima va a pasar a ser
la victimaria porque, en cada cuestión, va a aparecer ese enojo producto de la
parte de responsabilidad que le correspondía y que no pudo asumir en su
momento.
La venganza con amor permite recuperar la paridad y comenzar nuevamente a
intentar construir.

Dos sistemas que se encuentran


Una de las tantas comprensiones que las Constelaciones han revelado es que,
cuando una pareja se encuentra, no son solo dos individuos que se relacionan,
sino que son cientos o miles de historias, destinos, experiencias de parejas que
llegaron antes, con los cuales estamos enlazados y viven en nosotros; desde ahí
nos relacionamos. Son incontables historias de amor que contienen alegrías,
frustraciones, experiencias compartidas, desencuentros, pérdidas. Contienen en
ellas todo aquello que sí pudo ser y lo que no fue resuelto.
No solo nos une el amor, sino los desórdenes que traemos en el alma.
Cuando comenzamos a ver al otro y a reconocer lo que la pareja trae desde la
mirada del alma, lo que sale a la luz son destinos sistémicos que se encuentran.
Reconocemos la trama en común, las lealtades invisibles en donde nos
espejamos, los enredos afectivos con los cuales
resonamos. Y todo ello se puede traducir en dinámicas de víctimas y
perpetradores que tenemos en común; a veces, son movimientos de amor
interrumpido por nacimientos o experiencias infantiles en las que fuimos
separados de alguno de nuestros padres; otras veces, nos encuentran las
memorias de las guerras ancestrales que aún tienen sus consecuencias hasta
nuestra generación… Y tantas otras situaciones en las que, juntos, tenemos la
posibilidad de incluir, ordenar, reconciliar y sanar. Y, por ende, mirar en qué
lugar se detuvo la fuerza del amor y así recuperar la libertad para vivir el amor de
a dos. Ambos tenemos la oportunidad de ordenar y sanar a través del otro y
junto con el otro.
El alcance que tiene esta visión nos revela cuántas veces estamos
experimentando como propios asuntos de pareja que vivieron los que llegaron
antes, como amores que no pudieron perdurar por los genocidios; muerte trágica
de alguno de los miembros de la pareja que no se pudo duelar; engaños;
infidelidades; amores no correspondidos; mujeres del clan que quedaron solteras;
hombres o mujeres que, en pareja, fueron desdichados o excluidos; podemos
estar implicados con la pareja de nuestros padres o abuelos...
Quizás no estamos disponibles por asuntos que aún falta resolver de nuestra
propia vida, por ejemplo, cuando no pudimos soltar a un amor anterior o
despedirnos de una pareja que partió. Todas estas situaciones y muchas otras más
pueden retirarnos de la posibilidad de estar disponibles para un buen amor de
pareja.
Cuando uno se encuentra con el otro en una pareja, no solo le dice sí al otro.
También le está diciendo sí a todo lo que el otro hereda y a los que llegan con la
otra persona; a todo aquello con lo que estamos de acuerdo y a todo aquello con
lo que no. Es condición sine qua non hacerles lugar a la madre y al padre, a los
ancestros y a los destinos que vienen con la pareja.
Porque, gracias a esa madre y a ese padre, gracias a los destinos de sus abuelos,
a sus parejas anteriores, a los hijos anteriores, si los hubiese, el otro llega a nuestra
vida tal como es. Si algo hubiera sido diferente, no hubiera llegado a nosotros
con aquello que motivó a resonar, a sentirnos atraídos y a iniciar una relación.
Cuando le decimos sí a la pareja tal como es y no intentamos que sea quien no
es, por ejemplo, a través de la manipulación, o del control, o pretendiendo que el
otro sea a imagen y semejanza, es cuando podemos construir algo juntos,
respetándonos como dos adultos en nuestra libertad.

Cuando comenzamos a ver al otro y a


reconocer lo que la pareja trae desde la mirada
del alma, lo que sale a la luz son destinos
sistémicos que se encuentran.

Poder reconocer, integrar y ordenar lo propio —tanto en nosotros como en


nuestro sistema de origen— nos permite ofrecerle al otro lo que hemos
alcanzado en nosotros.
De este modo, la pareja es un espacio ideal para el crecimiento y para nuestra
evolución. Nos permite trabajar aspectos que tenemos en sombra y proyectamos
en el otro, como si fuera un espejo —más allá de que el otro tenga también esa
cualidad—. Podemos tener en sombra cualidades, dones, talentos creativos y
artísticos. Se trata de poder re-introyectar, es decir, de reconocer como propio
eso que es nuestro. A través del encuentro con la pareja y del sistema de origen
que viene junto con ella, podemos iluminar, reconocer, integrar, disfrutar,
compartir y ofrecer esas cualidades.
A partir de estas ideas, vamos comprendiendo que, cuando dos personas se
eligen, son dos sistemas que se encuentran y, al mismo tiempo, crean uno nuevo.

Las parejas anteriores


Con frecuencia, nos encontramos con un par que llega a la relación habiendo
tenido relaciones anteriormente, tal vez, al igual que nosotros. Cada una de estas
parejas anteriores pasa a ser parte del sistema. Y, una vez atravesado el duelo que
nos lleva a soltar y a dejar ir a esa pareja anterior con amor, una vez que le damos
nuestro reconocimiento y su lugar en nuestro corazón —el primer novio, el
segundo amor, la primera esposa, el segundo marido…—, solo entonces
estaremos disponibles para un nuevo comienzo. De esta manera, se deja libre al
otro y uno mismo queda libre para poder fluir con la vida.
De lo contrario, si excluimos a alguna de las parejas anteriores, tanto las
propias como las de nuestra pareja, inevitablemente, se generará algún tipo de
fuga en la pareja actual, ya que estaremos diciendo no a una parte que nos
constituye o que lo constituye al otro. Somos quienes somos y la pareja es quien
es también gracias a la historia que cada uno ha vivido.
Cuando no reconocemos y, por lo tanto, excluimos a una pareja anterior de
nuestro actual compañero/a, hacemos que él/ella se sienta despreciado/a,
negado/a. De la misma manera, si el otro no reconoce y excluye a una pareja
anterior nuestra, nos sentimos menospreciados.
Darles a las parejas anteriores nuestro reconocimiento y gratitud, porque han
hecho lugar para que estemos posibilitados a vivir un nuevo amor y porque
somos quienes somos gracias a que ellas estuvieron antes, es contar con la
bendición para la nueva relación.
Cuando somos capaces de agradecer con amor todo lo compartido, lo que
resultó y lo que no resultó, lo que nos encontró y lo que nos distanció, el fruto
del amor en los hijos —si los hubiera— permanecerá por siempre, y el amor
fluirá con fuerza en la nueva relación. Del mismo modo sucede cuando podemos
agradecer a las parejas anteriores de nuestra pareja actual el hecho de que hayan
hecho lugar para que él o ella llegara a nuestra vida.
Ir hacia la pareja nos exige haber tomado el amor de nuestros padres, en
principio, el amor de nuestra madre y estar en sintonía con todos nuestros
amores anteriores. Decir Sí exactamente a lo que fue y a lo que es, y dejar el
pasado en el pasado. Es entonces cuando no buscamos ni pretendemos que el
otro venga a llenar nuestros vacíos ni a sustituir a nadie ni a darme lo que yo no
fui capaz de tomar, de soltar y despedir.
Otro de los principios sistémicos nos dice que, para que el amor fluya, la pareja
actual tiene prioridad respecto de la anterior. Y es la excepción al Orden de la
Jerarquía —que, en otro capítulo, desarrollaremos—, que dice: “Quien llegó
primero tiene prioridad”. Como salvedad a la regla, la pareja actual tiene
primacía a las anteriores.
Cada pareja de nuestras vidas tiene un lugar según el orden de llegada y cada
una debe tener un lugar en nuestro corazón. Así, las parejas anteriores quedarán
en el pasado, y se hará lugar a que la nueva relación sea primera en el aquí y
ahora, y tenga toda la energía y el vigor para que el amor nos encuentre
nuevamente.

Movimiento de amor interrumpido


Según mi criterio, una de las revelaciones que esta mirada tan expansiva e
inclusiva nos ha traído es poder reconocer cuántas veces lo vivido durante el
embarazo, nacimiento o primeros años de la vida determina la relación en pareja,
pero no necesariamente por el complejo edípico o por los modelos de
identificaciones que podemos traer —que resultan en un segundo tiempo—,
sino por lo que Bert Hellinger llamó “movimientos de amor interrumpido”, que
luego se trasladan a la pareja. Se trata de historias en las que el amor se
interrumpe entre alguno de los padres y del hijo, por alguna razón durante el
embarazo —por ejemplo, por la muerte del padre—, en el nacimiento —una
cirugía de la madre, una internación del niño en incubadora o Cuidados
Intensivos…— por un tiempo breve o prolongado o a edad temprana y el niño
pierde el contacto por esa franja de tiempo con alguno de sus padres, y siempre
tiene que ver una separación física: pérdida de alguno de los padres,
enfermedades que requirieron un distanciamiento durante la niñez,
internaciones prolongadas, ausencias por diversos motivos en la primera infancia.
Incluso las pérdidas importantes para la madre durante el embarazo —de su
madre, de su padre, de su hermano, de su pareja—, que hacen que se retire de la
vida ante su dolor y entre en una regresión profunda por duelo. En esos casos,
aunque la separación no sea física, ese retraimiento tan fuerte que vive la madre
puede también vivenciarlo el niño.
Es decir, algo sucede y ese flujo de amor que se dio durante el embarazo o los
primeros años de vida entre madre e hijo, o padre e hijo, queda interrumpido.
Entonces, el movimiento natural del niño —ir hacia su madre o su padre,
entregado y confiado en que encontrará el sostén afectivo y emocional— queda
detenido.
Y ese movimiento de amor interrumpido es lo que se va a reeditar en la vida y,
especialmente, en la pareja, en la que la vida nos invita a hacer una inmersión en
el amor, y nuestra capacidad de entrega vuelve a salir a la luz. Para evitar el dolor
—que queda como memoria—, desde un plano álmico, que no tiene por qué ser
consciente, la persona no toma el amor del otro o atrae a parejas no disponibles y
justifica así el desencuentro. El temor al dolor —que puede llegar a través del
encuentro— es más fuerte que el deseo y el amor que se siente. Y, así, en este
distanciamiento, se termina traduciendo el amor que no se termina de tomar de
nuestra madre —cuando de pareja se trata— como defensa al dolor que aún no
podemos afrontar.
El camino de solución es atreverse a meter el cuerpo, a sostenerse en la
relación, junto con el miedo —o el pánico— y no huir. En mi experiencia, no
conozco un camino más idóneo que las Constelaciones para reconectar, en
principio, en el alma, lo que ha sido vivido tan traumáticamente para poder
luego intentarlo en este plano, ya que los traumas necesitan de tiempo para
sanarse.
Cuando así resulta la reconexión en este nivel de la conciencia, comenzamos a
animarnos en un primer momento, en nuestra fantasía, junto con la memoria
que aún conserva el cuerpo como resabio de aquella experiencia, a afrontar el
dolor que podemos encontrar si tomamos el amor, y la relación, en algún
momento, termina.
Es decir, nos damos el permiso de ir hacia el otro a tomar su amor que, en lo
profundo, es resultado de la reconexión con el amor de la madre. Las
Constelaciones están al servicio de este movimiento para ser logrado, en
principio, en el alma. Y, una vez que, en esta dimensión, sucede, todos nuestros
cuerpos van alineándose en dirección al amor, y comenzamos a estar disponibles
para tomarlo.

Amor a primera y a segunda vista


Seguramente, muchos de nosotros hemos experimentado, alguna vez, esos
estados en los que todo en la pareja parece perfecto, mágico y maravilloso.
Refleja nuestros deseos; nos completa según nuestras expectativas, y no
necesitamos nada más del mundo. Es una relación ideal e idílica. En ese otro,
proyectamos ese modelo único, imaginario e irreal que va a colmar todo en
nosotros; y así lo sentimos.
Lo cierto es que ese estado es muy intenso, pero poco sostenible en el tiempo;
en algún momento, ese hechizo de enamoramiento se rompe y emerge la
realidad, y comenzamos a ver al otro tal como es: con sus virtudes y defectos, con
lo que nos encuentra y nos diferencia, con un pasado, una madre, un padre, con
un linaje propio, con su historia, sus dolores, sus temores, sus inseguridades, sus
dones, sus principios, sus cualidades…
Por eso, con tanta frecuencia, es el punto en donde la relación concluye, o,
muy por el contrario, elegimos caminar junto con el otro con todo lo que trae y
con todo lo que es.
Y es en ese momento cuando comenzamos a decirle al otro: “Gracias; ahora te
dejo ir con amor” o “Te veo y te digo sí”.
Cuando somos capaces de elegir al otro con esta conciencia —en la medida
que el amor que nos une tenga fuerza—, decidimos encontrarnos en las
coincidencias y aprender de las divergencias. Así, caminar junto con el otro a la
par comienza a ser posible.
Una pareja se sostiene en el tiempo cuando permite que nos desarrollemos y
crezcamos; cuando nos motiva y nos impulsa en pos de nuestra transformación,
de reconocer quiénes somos y de nuestra realización. Y no es a través del
enamoramiento resultado de la idealización cuando esto es posible. Ya que, en
este lugar, nos relacionamos con el ideal que tenemos del otro, pero no con el
otro en sí. Es a partir del encuentro con nuestra propia verdad y, desde allí, de lo
que nos produce la verdad del compañero/a, con todo lo que trae y lo que es,
que estaremos dispuestos o no a transitar juntos la vida. Cuanto más nos
acerquemos a respondernos quiénes somos, y, a partir de esta instancia,
reconocer quién es el otro, seremos capaces de construir una relación más
auténtica, más íntegra y más adulta.
Bert Hellinger decía que el amor y todos aquellos propósitos que nos unen
como pareja nos invitan a ir siempre por más: por más amor, más crecimiento,
más bienestar, más fuerza, más consolidación, más vida.

El juego de las proyecciones


Lo cierto es que habitamos un alma y, además, tenemos un cuerpo mental,
uno emocional y uno físico… Y no podemos mirar uno de ellos desconociendo
los otros. Reconocer lo que es en el alma y ver cómo se traducen los Órdenes y
desórdenes a través de nuestra personalidad en nuestro diario vivir es brindarnos
la posibilidad de conocernos y transformarnos desde lo profundo para que el
afuera exprese lo que somos en esencia, junto con el otro.
La pareja es un campo de autoconocimiento acerca de lo que vinimos a
reconocer y a trascender en nosotros mismos. El compartir la cotidianidad y la
intimidad así lo propicia y lo impulsa. Es un espacio óptimo para el trabajo sobre
sí.
La proyección, desde el marco de la Psicología, es un mecanismo de defensa y
muy común en el ámbito de la pareja —aunque puede suceder con todas las
relaciones—. A través de este mecanismo inconsciente, quien proyecta no
alcanza una buena distinción entre quién es el otro y quién es él mismo, ya que
todo lo que no reconoce como propio lo pone en el afuera.
Social y culturalmente, desde muy pequeños, fuimos desarrollando este
mecanismo en el que la responsabilidad siempre es externa. Una escena, por
cierto, tierna, que lo ilustra es que, cada vez que nos golpeábamos cuando
éramos niños, nos decían: “Mala la mesa”, “Mala la silla”... Es un ejemplo de
proyección, entre otros.
También se pueden establecer proyecciones como resultado de identificaciones
o implicancias con nuestros padres u otros ancestros.
Por ejemplo, por lealtad a mi madre, que siempre proyectó en mi padre su
propia ira, voy a enamorarme de una pareja en la que juegue lo mismo. Esto,
que, en el plano del alma, se denomina transferencia doble, trae aparejado un
juego de proyecciones a través del cual nos vamos a relacionar con la propia
pareja. Y, en este sentido, sostenemos un modo de relacionarnos con un otro
culpable mientras que nosotros nos creemos inocentes.
Cada vez que proyectamos, le estamos diciendo a la pareja: “No te veo”. Y
comenzamos a relacionarnos con una ilusión del otro y no con el otro, con las
consecuencias que esto trae aparejadas a la relación. Ya no somos dos y la pareja,
sino mi ilusión y yo: el otro queda excluido.
Los mecanismos de defensa tienen la finalidad de ponernos a salvo, de
protegernos de circunstancias que nos superan, niveles de estrés que no podemos
manejar con el fin de seguir psicológicamente organizados y con una estructura
que nos permita relacionarnos con nosotros mismos y con los demás. Y uno de
ellos es la proyección.
Proyectamos cada vez que no podemos hacernos cargo de aquello que
rechazamos, nos disgusta de nosotros mismos, nos produce un conflicto
emocional y lo volcamos en el otro: pueden ser emociones, sentimientos,
deseos…
Por ejemplo, podemos proyectar nuestra rabia, nuestra capacidad de maltrato,
nuestra baja estima, nuestra impotencia, como así también nuestras fortalezas,
nuestra lucidez para tomar decisiones, nuestra sensibilidad, nuestra dulzura…
Todo aquello que habla de nosotros y está en sombra, es decir, los aspectos
propios y desconocidos por nosotros mismos.
Desde la dimensión del alma, podemos pensar que estas proyecciones están al
servicio de mantener una buena conciencia, la cual nos garantiza la pertenencia
al clan familiar. Cada vez que respetamos las reglas y los valores, las conductas,
las creencias que traemos del sistema de origen —aunque no nos representen—,
contamos con el consentimiento y somos vistos con buenos ojos.
De esta manera, si, dentro de las reglas y valores familiares, la agresividad, la
perfección, la exigencia, la competitividad, la rigidez, la negatividad —por poner
algunos ejemplos— no son avaladas por el sistema de origen, el hecho de
proyectarlas en el otro y no asumirlas como propias tiene la función de buscar el
reconocimiento y asegurarnos de ser parte y pertenecer. Es entonces cuando no
iluminamos nuestra sombra; no tomamos nuestra parte de responsabilidad y la
proyectamos en el otro. “Nadie se ilumina fantaseando figuras de luz, sino
haciendo consciente su oscuridad”, dijo Carl Jung.
También podemos proyectar en el otro nuestros valores, nuestras virtudes,
nuestras capacidades. De la misma manera que proyectamos lo propio cuando
escribimos un poema, realizamos una escultura o pintamos un cuadro, con la
misma finalidad: si, en mi sistema de origen, ser artista no es bendecido, puedo
proyectar mi capacidad de crear artísticamente viendo en el otro —aunque
también le sea propia— mi capacidad y don de crear y expresarme de esta forma.
En principio, tomar conciencia de nuestras proyecciones y darnos cuenta de
que son propias nos invita a introyectar lo proyectado a través de un proceso de
elaboración, de asimilación e integración. Entonces, con una visión nítida,
podemos distinguir lo propio —lo que nos pertenece y nos corresponde— de lo
externo.
Es claro, entonces, que, para decirle sí a una pareja, es indispensable realizar un
trabajo de autoconocimiento, de autoindagación, saber de dónde venimos, en
qué punto del camino nos encontramos, por qué no estamos aún disponibles en
algunos aspectos, qué estamos dispuestos a ofrecer… El hecho de poder vernos es
lo que nos permite mirar a la pareja y llegar a decirle: “Ahora te veo”.
“Te veo despejado de mi yo: de mis ilusiones, de mis vacíos, de mis deseos, de
mis ideales… Te veo y te elijo tal como eres”. Eso le da a la pareja solvencia y
seguridad hacia su crecimiento y realización.
Y solo es posible a partir del proceso que cada uno vaya realizando a través del
otro y junto con el otro, tanto en lo personal como en el orden sistémico y en lo
espiritual. Alcanzando nuevas comprensiones, asintiendo a lo que somos tal
como somos, podemos encontrarnos desde el respeto y la aceptación, de modo
tal que todo resulte un camino sublime al servicio del florecimiento del amor
que nos encuentra.
¿Por qué el “te veo” es una frase tan profunda y simple al mismo tiempo?
Porque es despojarnos de nuestras proyecciones, de nuestras ilusiones, de
nuestras imágenes previas, de las creencias, de los ideales; en síntesis, reconocer lo
propio para dejar de ver en el otro a quien no es. Lograr decir “te veo” es un
propósito para alcanzar y es resultado de un trabajo profundo sobre sí.
¿Qué nos sucede cuando el otro nos dice “ahora te veo”? El corazón se
expande, y una sonrisa se dibuja en nuestros rostros, con alegría y gratitud. Es
una frase muy poderosa al servicio del Amor.

¿Qué nos sucede cuando el otro nos


dice “ahora te veo”? El corazón se expande,
y una sonrisa se dibuja en nuestros
rostros, con alegría y gratitud. Es
una frase muy poderosa
al servicio del Amor.
Crecer juntos o separados
A veces, nos encontramos con parejas que crecen a destiempo, o mirando en
diferentes direcciones, o uno decide transitar un camino hacia el interior de sí
mismo y el otro no, y tantas otras posibilidades que, en el tiempo, nos pueden
alejar y distanciar. A veces, son las propias lealtades que no nos permiten
caminar juntos, cuando ellas tienen más fuerza que el anhelo de construir lo que
nos representa, lo propio.
En ocasiones, cuando, en una pareja, solo uno de los dos decide hacer un
trabajo de orden profundo, por resonancia, llega al alma del otro y el otro, si así
lo toma, se transforma ordenando su parte. Es el caso en el que nuestro
crecimiento, nuestro movimiento hacia la Vida, genera, en esta comunidad de
destinos que, juntos, conformamos —tal como lo hemos visto—, una comunión
en la que la pareja crece, se expande en una frecuencia más elevada del amor y se
renueva sobre la base del amor que los encuentra.
Pero, a veces, eso no sucede y, por el contrario, se produce un distanciamiento.
Quizá, uno de los dos elige no renunciar a su infancia porque, por ejemplo, su
madre y su padre perdieron a un hijo muy pequeño y cuando él nació encontró a
su madre en ese lugar y se puso al servicio de asistirla. En el plano del alma, sigue
creyendo que puede salvarla; convive con la ilusión de que puede evitar que se
vaya detrás de ese hijo que perdió, como si estuviera el destino de su madre en
sus manos. Es ahí donde la lealtad tiene más fuerza, aunque cueste perder la
propia pareja.
Es nuestra decisión lo que ofrecemos como resultado de nuestro proceso de
crecimiento; lo que no está en nuestras manos es que el otro lo tome.
De la misma manera, es decisión de nuestra pareja lo que nos ofrece como
resultado de su proceso de crecimiento; que nosotros lo tomemos no está en sus
manos.
Sigamos juntos o nos separemos, el camino nos va a traer lo mejor para nuestro
progreso. La Vida es una experiencia espiritual y nuestro mayor deber es ser
felices. Por nosotros, por los hijos —si los hubiera—, siendo modelo y
testimonio para que nuestra descendencia pueda emularnos y hacer algo bueno
también con sus vidas.
Muchas crisis de parejas aparecen no por falta de amor entre uno y otro, sino
porque, cuando uno mira al otro, no lo ve. Es un círculo vicioso que se va
generando entre unos y otros cuando uno busca en la pareja quien el otro no es o
lo que el otro no tiene.
Esta mirada sistémica nos devuelve nuestra parte de responsabilidad. Por esa
razón, cuando ordenamos en la dimensión del alma, recuperamos la posibilidad
de un nuevo comienzo con la misma pareja a partir de un amor ordenado o
poder separarnos desde el único lugar posible: desde el amor y con amor.
Dado que la separación es dolorosa, es común llegar a ella desde el enojo, desde
la bronca, desde la proyección, desde la culpa, desde el autocastigo. Pero lo cierto
es que, cuando intentamos separarnos de esta forma, el hecho queda solo en eso:
en un intento. Al no dejar de mirar al otro, no soltamos la relación y no
quedamos disponibles para un nuevo amor.
Por esa razón, tantas parejas se separan, incluso se divorcian, y, al tiempo,
vuelven. Muchas veces, lo hacen —aún sin saberlo— para poder despedirse
amorosamente y dejar esa relación en un lugar pasado. Y, en otras ocasiones,
retornan con más orden y transformados al servicio de una nueva construcción.

El sentido de la infidelidad
La infidelidad puede suceder como resultado de un desorden sistémico en
relación con la pareja de los padres o en relación con la pareja de los abuelos, o
por estar implicados con destinos semejantes de generaciones anteriores… Y es
una oportunidad para poder mirar y reconocer aquello que falta.
Y resulta cuando una o las dos partes no están disponibles.
La primera vez que escuché este concepto de Hellinger, acerca de que los
amores paralelos vienen a sumar amor a la pareja, generó dentro de mí una
suerte de desconcierto. Cuando miramos la vida, podemos darnos cuenta de
cómo, a través de la infidelidad, ese tercero o bien acelera un proceso de
separación o le da a la pareja la posibilidad de que vuelva a mirarse, a
reconocerse, a dialogar, a trabajar sobre sí en la propia responsabilidad. Otras
veces, esta relación sostiene al matrimonio en el tiempo y, en ocasiones, de por
vida, sumando el amor que no fluye naturalmente en la pareja.
El tercero revela una falta. A veces, desde lo adulto, se elige mirar lo que este
deja en evidencia, y luego la pareja comprometida asume la responsabilidad,
según la parte que a cada uno le corresponde y de acuerdo con lo que sus
lealtades les permitan.
Esto determinará el futuro de la relación. En otras ocasiones, la relación
comienza a adoptar la dinámica de víctima y victimario, culpable e inocente.
Mirar con los ojos del alma lo que sucede es hacer lugar a que sean revelados
aquellos enredos que nos muestran por qué no estamos del todo disponibles, por
ejemplo, para vivir una sexualidad plena o una relación en la que la
comunicación sea lograda… y todo aquello que, como resultado de nuestras
implicancias e historia personal, nos separa y nos distancia.
Por ejemplo, si, por lealtad a la madre a la que su marido le fue infiel, una hija
se enamora de un hombre que también le será infiel, la relación estará al servicio
de mantener su lealtad y no hacerse cargo de su parte como adulta, por lo que
repetirá, de esta manera, el destino de su madre y lo adoptará como propio.
Sucede que, a veces, son nuestras implicancias las que nos llevan a repetir
ciertos destinos. Y, si tienen más fuerza que el anhelo de hacer algo por la
relación y por nosotros mismos, inevitablemente, se va a repetir el destino de
algún ancestro o se pagará en su lugar.
A diferencia de lo mencionado, recuerdo el caso de una paciente que, hace
unos cuantos años, descubrió la infidelidad de su marido. Ella conocía los
Órdenes del Amor y decidió hacer un viaje con él, una especie de retiro de diez
días. Juntos, se miraron, se escucharon, dialogaron, cada uno desde su lugar
como adultos. La infidelidad fue el disparador de lo que hacía tiempo no fluía
entre ellos como pareja y no se habían detenido a mirar. Y, a partir de esta
situación, decidieron volver a elegirse, con una mayor madurez, más conscientes,
y con otro compromiso sobre sí y sobre la pareja. Cada uno se hizo cargo de la
parte que colaboró en lo acontecido en la relación. Siguen juntos hasta hoy,
gracias al grado de madurez y compromiso que ambos decidieron tomar en la
relación a partir del amor que los encuentra. Y es posible cuando el amor en la
pareja tiene más fuerza que las propias lealtades, que nos llevan, inevitablemente,
a la repetición de historias y de destinos.
Porque, en una pareja, así como nos elegimos de a dos, todo se construye de a
dos y la disolución de la relación es también de a dos, aunque sea uno solo quien
tome la decisión.
Y esto se logra siendo sinceros y honestos con nosotros mismos y, como
adultos, obrando en consecuencia.
Hacernos cargo, en todos los casos, nos exige de un grado de madurez y de
compromiso. Independientemente de cómo el otro actúe, las preguntas ¿qué dice
esto de mí?, ¿en qué colaboré para que sucediera?, ¿qué fue lo que no vi?, ¿a
quién estaba mirando en el alma que no vi a mi pareja? requieren que estemos
posicionados en un lugar adulto. Es menos exigido hacer de cuenta que toda la
culpa la tiene el otro que mirar lo propio.
En ocasiones, la pareja decide separarse sin que se revelen las causas profundas
que se ocultan tras la aparición de un tercero. Hay casos en que quien fue
engañado —al no hacerse cargo de su parte— involucra a los hijos en su enojo y
en su dolor. Así, la figura paterna o materna queda desdibujada delante de los
hijos y pierde fuerza, con las consecuencias que esto traerá en sus vidas.
Por la razón que fuese, la toma de conciencia nos permite —ya sea que
permanezcamos en la relación o nos separemos— darnos una nueva oportunidad
y, así, bendecir al otro y pedirle su bendición para que cada uno siga con su
camino, o bien bendecir la nueva relación que, juntos, estamos dispuestos a
construir, encontrándonos con otro grado de conciencia acerca de quiénes
somos.

Llaves que abren las puertas al amor


Hay tres expresiones luminosas que abren todos los portales en una relación
que nos encuentra como adultos y ayudan a construir un camino de felicidad
para la pareja: sí, por favor y gracias.
• Sí: te digo SÍ. Al decir sí, digo sí a lo que eres tal como eres. Y ahí le damos al
otro nuestro respeto y amor.
Decir sí a lo que la pareja es es decir sí a su madre y a su padre, a sus ancestros y
a la herencia invisible que trae, al destino del otro, con lo que estemos de
acuerdo y con lo que no. Es decir sí a sus parejas anteriores, a los hijos con
sus otras parejas, a la historia que lo precede a nuestro encuentro. El mérito
más importante es que cada uno pueda decirle a todo sí.
¿Qué sucede cuando le digo sí al otro? Lo sutil, la apertura del corazón y el fluir
del amor como las aguas que fluyen cobran más fuerza al servicio de la
pareja.
Cuando, por ejemplo, en la ceremonia religiosa, los novios son invitados a sellar
el matrimonio diciendo: “¡Sí, quiero!”, se trata de un sí que trasciende al otro
como individuo. Es un sí a todos y a todo lo que viene junto con él y a la
Fuerza más Grande que nos conduce.
• Por favor: es una frase con la que, cada vez que la decimos, reconocemos
nuestras faltas; nos volvemos más humildes, más sensibles, más
transparentes; nos mostramos con nuestras limitaciones; nos colocamos a la
par; le decimos al otro cuán importante es para nosotros y le damos nuestro
reconocimiento. Y es una de las formas en que le hacemos lugar al otro, nos
disponemos a tomar lo que nos ofrece como un obsequio, le hacemos
espacio y posibilitamos un encuentro cada vez más
cercano.
• Gracias: dar las gracias es la manera en que le decimos al otro lo agraciados
que nos sentimos por tenerlo en nuestra vida, por caminar juntos, por
compartir y construir juntos. En este agradecimiento, agradecemos a su
madre y a su padre, a sus abuelos y a los que llegaron antes. Si algo hubiera
sido diferente, la pareja no sería quien es, y no me hubiera motivado por
resonancia a que yo lo eligiera. También en ese acto, agradecemos al amor
que nos encuentra y a lo más Grande que así lo propició. Es ahí cuando
nuestro amor se enaltece y se expande. Porque, gracias a todo tal como ha
sido en el sistema del cual el otro viene, esa persona es quien es. Y así la
elegimos. Así la tomamos. Ese movimiento es resultado de lo que venimos
logrando en nosotros mismos: asentir a todo tal y como fue porque, si algo
hubiera sido distinto, tampoco seríamos quienes somos. Solo de esta manera
somos libres y estamos disponibles para poder asumir el compromiso ante la
propia pareja.
Cuando somos capaces de encontrarnos a través de estas llaves que abren las
puertas al amor, nos damos la posibilidad de construir algo juntos, con fuerza,
respeto y en libertad.

Cuando somos capaces de encontrarnos a través


de estas llaves que abren las puertas al amor,
nos damos la posibilidad de construir algo juntos,
con fuerza, respeto y en libertad.

Por eso, a veces, las crisis de pareja no son más que oportunidades para que
podamos mirar adentro y, a través del otro, reconocer y ordenar lo que está
pendiente en nosotros, sanar lo que es necesario, devolver y dejar en el pasado lo
que no es nuestro, agradecerlo con amor y girar hacia la propia vida como
adultos. Y de esto se trata: compartir y compartirnos desde un nuevo lugar,
donde todo vuelve a ser posible.

Diferentes miradas sobre el tema


Más allá de las lecturas que podemos hacer desde estas miradas compartidas,
hay otras dimensiones desde las que podemos abordar las relaciones, y ninguna
es excluyente. Tal como hemos visto desde el marco de las Constelaciones, en la
medida en que conozcamos y respetemos los Órdenes del Amor que regulan las
relaciones de pareja y reconozcamos las Fuerzas más Grandes que nos mueven,
en su conjunto, nos va a permitir estar disponibles para un amor y, en
consecuencia, también para encontrar un buen amor disponible para nosotros.
Lo cierto es que las imágenes que nos van revelando las Constelaciones van
imprimiendo nuevas informaciones que salen a la luz y nos modifican en nuestra
manera de pensar, de sentir y de obrar en nuestras relaciones.
En lo personal y en lo profesional, ha sido un hallazgo haber encontrado esta
mirada sobre las relaciones humanas tan amplia e incluyente de los demás
modelos y dispositivos desde los cuales nos acerquemos a nosotros mismos.
Muchos de ellos responden a encuadres y procesos terapéuticos propiamente
dichos y otros, como este, representan una filosofía de vida. Ante esta mirada,
como mencioné, ninguno es excluyente del otro; muy por el contrario, bajo esta
perspectiva, todos son parte.
Somos seres multidimensionales y son muchos los enfoques y los niveles desde
los cuales podemos aproximarnos a las diferentes dimensiones que nos
constituyen. Hay momentos en la vida en los que tenemos más resonancia con
unos enfoques que con otros. Y todos van dando respuesta en algún tramo del
camino, según dónde a cada uno la vida lo encuentre, pero siempre en la misma
dirección: hacia la búsqueda interior.
Varios han sido los abordajes terapéuticos que, a lo largo del tiempo, se han
desarrollado para explicar por qué construimos estos vínculos de determinada
manera, tanto desde lo consciente como a partir de lo inconsciente, desde el
alma y el Espíritu, para explicar por qué nos relacionamos como lo hacemos.
Me surge, en principio, tomar tres de ellos para introducir diferentes miradas
que, décadas atrás, comenzaron a investigar y sistematizar acerca de las relaciones
humanas a la hora de poder explicarlas y que así podamos considerarlas para
pensar juntos la relación de pareja en particular. Por un lado, el Psicoanálisis,
cuyo padre ha sido Sigmund Freud; por otro, el Análisis Transaccional, de la
mano de Eric Berne, quien desarrolló el concepto y el paradigma de este método
de psicoterapia, y, por último, el modelo del doctor Norberto Levy: la Pareja
Interior.
No es la intención desarrollar en profundidad todos los conceptos y miradas
que el Psicoanálisis nos ha aportado en cuanto a lo que constituye y afecta
nuestras relaciones de pareja, pero sí brindar una introducción, desde este marco
teórico, acerca del desarrollo psicosexual que atraviesa diferentes etapas desde el
comienzo de la vida.
Sigmund Freud, médico austríaco, padre del Psicoanálisis, hablaba acerca de
ciertas vivencias experimentadas durante la infancia que influían en dicho
desarrollo, de manera universal, en todos los niños y niñas, en la construcción de
la personalidad, y afectaban —según su resolución o no— las relaciones,
especialmente en la pareja, con sus respectivas consecuencias.
Una de estas etapas es el Complejo de Edipo, que aparece entre los tres y los
seis años de edad.
Como parte de dicho complejo —que se juega en lo inconsciente—, se
evidencia un sentimiento de amor hacia el progenitor del sexo opuesto, así como
sentimientos de rivalidad hacia el progenitor del mismo sexo.
Freud se inspiró para desarrollar este complejo en un personaje de la mitología
griega. Es en La Odisea —que se le atribuye al poeta griego Homero— donde
aparece la referencia más antigua sobre Edipo.
Si el Complejo de Edipo no se resuelve de manera natural —alrededor de los
seis años—, puede provocar repercusiones en el desarrollo psicosexual. En estos
casos, suele tener implicaciones en las futuras relaciones de pareja.
El enfoque del Análisis Transaccional aporta la posibilidad de mirar las
relaciones desde tres estados del yo: padre, niño y adulto. Según desde dónde nos
comuniquemos, así será la calidad de lo que construyamos en las relaciones —en
este caso, en la pareja—. Es decir, Berne analiza las diferentes posibilidades en las
que nos relacionamos con el otro desde la personalidad.
En toda comunicación, hay un emisor y un receptor. Según desde qué lugar
emitamos —padre, niño, adulto— y desde qué lugar recepcionemos —padre,
niño, adulto—, serán nuestras relaciones.
A modo de síntesis, en el estado del yo padre, hay toda una información
contenida que solemos internalizar desde que somos muy pequeños y sobre la
cual, en general, no tenemos conciencia. Es lo que vamos entendiendo a medida
que
crecemos: qué es correcto, qué está bien o mal, qué debemos hacer y qué no…
Influenciados por uno de nuestros padres, con cuyos juicios y pautas nos
identificamos, nos relacionamos desde este lugar. Cuando nos comunicamos
desde el estado del yo padre, nos remitimos al pasado.
De la misma manera, el estado del niño lo encontramos, especialmente,
cuando nos descubrimos pensando, sintiendo y actuando tal como cuando
éramos pequeños, por ejemplo, en una reacción emocional desproporcionada
que podemos tener como respuesta a un hecho que se nos presenta. Esa reacción
es una manifestación de lo profundo, en relación con un acontecimiento vivido
en el pasado con ira, dolor, miedo, tristeza, nostalgia. En este estado, tampoco
estamos en el presente.
Solo en el estado del yo adulto, estamos en el presente: tomando decisiones,
asumiendo responsabilidades, haciéndonos cargo de las consecuencias. Allí,
contamos con la capacidad de adaptarnos al entorno; tenemos criterio de
realidad; disponemos de recursos para afrontar los conflictos y podemos
accionar, considerando lo que es propio y lo que es del otro.
Esto ocurre, por ejemplo, cada vez que —en un conflicto afectivo, laboral, de
salud o de la índole que sea— tomamos lo experimentado al servicio de nuestra
vida, con todo el proceso que esto implica, haciendo los cambios necesarios,
soltando lo que ya no es, tomando decisiones y transformando aquello que
debemos integrar. Para esto, hay que estar en un lugar adulto y afrontar lo que
reconocemos tal como es. Y recordar que hay algo más Grande conduciéndonos
hacia el despertar y el aprendizaje.
El trabajo sobre nosotros mismos nos permite dejar de buscar en el otro un
salvador de nuestros asuntos no resueltos: una madre incondicional que se ocupe
a toda hora y de todo lo propio; un padre que todo lo sostiene, en quien nos
podemos apoyar totalmente. En estos casos, somos dependientes del otro, y este
modo vincular es lo que recrearemos a lo largo de la vida, en cada nueva
relación. Es una suerte de comodidad incómoda que sostendremos en el tiempo y
determinará nuestras vidas.
Si estamos creando una relación bajo cualquiera de estas carencias o
necesidades, tenemos un modelo de conducta hacia el otro semejante a una
relación padre-hijo o madre-hijo. De manera inevitable, en el tiempo, estas
formas de relación pierden fuerza, aunque ambos permanezcan juntos.
El aporte de Norberto Levy, médico argentino y psicoterapeuta humanista, es
el modelo para el abordaje de parejas que él llamó la Pareja Interior: un
dispositivo que investiga los aspectos masculinos y femeninos en cada uno de los
miembros y su interrelación.
Levy sostiene que cada individuo es en sí mismo una pareja, que “cada
individualidad es un universo, y las relaciones que establecen entre sí las partes
de ese universo son esencialmente las mismas que como individuo establece con
otros individuos en el espacio interpersonal”.
Hay relaciones interpersonales e intrapersonales. Lo que es en nosotros es con
los otros; tal como nos relacionamos con nosotros, así serán los modos de
relación con otros. A partir de aquí, deviene que tal como sea la relación entre
los aspectos masculinos y femeninos en cada uno, así será la relación con el otro.
“Cada individuo es, en realidad, una pareja. La interioridad comienza a revelar
su profundo significado”.
En este modelo de abordaje, se ofrece una consigna para la exploración
interior, con una secuencia de propuestas en las que cada uno toma contacto con
su masculino y su
femenino, con la interrelación entre ambos y con un rol de testigo, como
observante de lo acontecido. Se propicia el diálogo entre el rol de testigo y cada
uno de los aspectos. Luego, se realiza una reflexión, comparando lo
experimentado con las relaciones interpersonales.
Escribiendo estas líneas, me surge agradecer a todas las teorías —aun las no
descriptas aquí— que me condujeron a bucear en profundidades más vastas del
ser como parte del camino y a quienes las vislumbraron y las crearon. Mi
reconocimiento, mi gratitud y mi honra.

Evolución y felicidad
“Nos volvemos felices cuando servimos —nos decía Bert Hellinger—. En
cuanto alguien sirve a otros, en cuanto se pone a disposición y ofrece algo, se
siente feliz. Donde deja de haber servicio, se acaba el amor. Esto vale también
para la relación de pareja. Donde disminuye el servicio mutuo, disminuye el
amor y disminuye la felicidad”.
Hoy la pareja nos exige mucho más que cubrir nuestras necesidades básicas. Ya
no solo se trata, en algunos casos, de traer hijos a la vida o acompañarnos a costa
de uno o del otro, sino poder superarnos a través del otro y junto con el otro,
crecer e integrarnos como personas, definiendo nuevos nortes, andar juntos
compartiendo el andar y sirviéndonos mutuamente. Y, en otros momentos,
respetar los espacios de la pareja y los propios tal como lo que somos: dos adultos
con una vida propia que elegimos encontrarnos para compartir y compartirnos
hacia el más y no hacia el menos, es decir, sumando vida junto con el otro y no
restándola por el otro.
Esto requiere de nosotros encontrarnos como adultos, en lo que la renuncia al
aspecto egocéntrico, narcisista o egoico es parte del acuerdo con uno mismo.
Porque de eso se trata: somos uno más uno dándole vida a nuestra pareja y
siendo, al mismo tiempo, sostenidos por ella.
En la medida que podamos decir sí a nuestra historia, brindándole un
reconocimiento y una gratitud auténtica y profunda, aun a los momentos
difíciles que nos tocó andar, solos y de a dos, inclinándonos ante esos dolores
que ya no podemos modificar y que, a su vez, han sido parte de lo que nos
permitió llegar hasta acá, construyéndonos y reconstruyéndonos como lo hemos
hecho, la pareja actual va a estar colmada de posibilidades para que, con fuerza,
pueda fluir en el amor.
Todo tal como ha sido en nuestra vida, con los momentos compartidos de
dicha y desdicha, encuentros y desencuentros, alegrías y tristezas, nos posibilitó,
a través de la experiencia, reconocer lo pendiente de iluminar en cada uno.
Incluso todo aquello que se refiere a nuestras relaciones anteriores, todo lo que
podamos honrar y agradecer, dándole a cada uno un lugar en nuestros corazones,
va a dar fuerza a que la relación presente tenga su propio lugar y el mismo
respeto que las que llegaron antes. Y, solo despidiéndolas con amor, nos
disponemos a la llegada de un nuevo amor y estamos disponibles a que nuestros
caminos se entrelacen en el espacio-tiempo.
A veces, sucede que, en el proceso de crecimiento, vamos ordenando esos lazos
que nos unen con el pasado, reconociendo lo que llevábamos sobre nosotros:
dolores, pesares, culpas, destinos difíciles que no nos pertenecían, y damos un
salto cualitativo y nos transformamos. Y, si no lo damos juntos con nuestra
pareja, vamos dejando de ser pares y perdemos el equilibrio necesario en la
relación y nos comenzamos a distanciar. Otras veces, sucede que hay ciertas
experiencias en la pareja, como hijos no nacidos o muerte de hijos, que resultan
tan dolorosas que la separación es una forma de evitar, al ver al otro, recordar lo
insostenible. En otras ocasiones, cuando el amor a primera vista concluye,
cuando ese amor ideal romántico es superado por la realidad que, en el tiempo,
se impone, nos encontramos diciéndole “no” al otro tal como es. Si hemos dado
mucho más de lo tomado, esto nos conduce también a no respetar la
compensación necesaria en la pareja. En otras circunstancias, puede suceder que
el nacimiento de los hijos, si nos encontramos en una modalidad vincular en la
que uno es padre/madre del otro, que toma un lugar como hijo/a ante aquel, es
decir, no nos encuentre como hombres o mujeres adultos, capaces de tomar la
responsabilidad ante lo nuevo que la vida trajo, la relación comienza a
deteriorarse. A veces, no contamos con recursos y capacidades para afrontar las
crisis y los conflictos, y, en vez de comunicarlo y pedir ayuda, incluso
profesional, nos separamos.

En la medida que podamos decir sí a nuestra


historia, la pareja actual va a estar colmada de
posibilidades para que, con fuerza,
pueda fluir el amor.

Pueden existir múltiples razones para decir adiós, y todas ellas nos posibilitan
bucear en nuestro interior. Lo cierto es que, más allá de cuál sea el motivo
aparente, todas ellas responden a causas mucho más profundas que exigen una
mirada interior tanto en la historia personal como en la memoria sistémica.
Siempre la separación es muy dolorosa, y si no se toma la oportunidad para
transformar el dolor al servicio de nuestro despertar, difícilmente, la separación
se pueda realizar con amor y gratitud, y no solo correremos el riesgo de repetir
las historias en el tiempo, sino que tampoco estaremos disponibles para un nuevo
comienzo, ya sea con la misma persona o con un nuevo amor.
Cuando elegimos mirar y asentir a todo tal como fue, asumiendo la parte de
responsabilidad en todo lo acontecido, agradeciendo los aprendizajes, los
despertares, el crecimiento, honrando el amor que nos encontró,
reconciliándonos con el pasado, este SÍ nos permite recuperar la posibilidad de
darnos un nuevo comienzo.
En mis años de transitar por la Escuela Gestáltica, alrededor del año 1988, me
encontré con unas hermosas reflexiones de Fritz Perls, su creador, que decían lo
siguiente de una manera tan bella y profunda:

Yo soy Yo.
Tú eres Tú.
Yo no estoy en este mundo para cumplir tus expectativas.
Tú no estás en este mundo para cumplir las mías.
Tú eres Tú.
Yo soy Yo.
Si en algún momento o en algún punto nos
encontramos, será maravilloso.
Si no, no puede remediarse.
Falto de amor a Mí mismo
cuando en el intento de complacerte me traiciono.
Falto de amor a Ti
cuando intento que seas como yo quiero,
en vez de aceptarte como realmente eres.
Tú eres Tú y Yo soy Yo.

Parejas kármicas y dhármicas


Quienes adhieren a la teoría de la reencarnación sostienen que el alma se separa
del cuerpo biológico al morir y va regresando a través de sucesivas vidas y
adoptando nuevos cuerpos, según va partiendo y volviendo a nacer. Varias
religiones e ideologías adoptan esta creencia que se transforma, para quienes la
sostienen, en una filosofía de vida, tales como el hinduismo, en algunas
tradiciones del budismo, el taoísmo, el jainismo…
La palabra karma significa `acción´ y responde a la ley de causa-efecto. Incluso
desde una visión espiritual y no religiosa, podemos pensar esta frase de Jesús:
“Cosecharás tu siembra”, aplicable a esta mirada. Dice que cada pensamiento,
palabra y acción generan una reacción de la cual tendremos, tarde o temprano,
que hacernos cargo; que, si hemos hecho el bien, retornará repercutiendo
positivamente en el presente o en el futuro, cosechando los frutos de la acción a
nuestro beneficio. De lo contrario, si hemos dañado, es una deuda que se trae y
se va pagando con dolor, con sufrimiento o con servicio para saldar o equilibrar
lo que quedó pendiente. Todo vuelve; nada escapa a esta ley cósmica.
Esta es la razón por la cual, desde este marco, hay parejas kármicas, es decir,
relaciones en las cuales nos involucramos en vidas anteriores, en las que algo
quedó desequilibrado y la vida vuelve a darnos la posibilidad de compensar. Los
encuentros tienen un sentido espiritual que no conocemos en principio, pero
que, en el transcurso de la relación, se va revelando y, si tenemos disposición,
comenzamos a comprender el propósito de esa unión, aunque, en un principio,
creamos que los encuentros suceden por amor romántico, sensual e, incluso,
idealizado.
Suelen ser relaciones conflictivas, que generan dependencia y sufrimiento, en
las que el amor y el dolor están presentes. El sufrimiento es parte; por ejemplo, si
uno le hizo daño al otro y le generó un dolor, retorna para que aquel que lo
produjo ahora lo sufra. Cuando quedamos ligados al otro a través del rencor, del
odio, de la ira, el karma persiste y retorna tantas veces hasta que lo podamos
disolver. Por eso, desde esta mirada, en las relaciones de pareja, a veces, hay
hechos de destino que, inevitablemente, tenemos que vivir y no como resultado
solo de nuestras implicancias ancestrales, sino como resultado de los Órdenes del
Amor que no respetamos en las relaciones que traemos de vidas anteriores.
En estos años, cuando vengo investigando, a través de las Constelaciones con
los alumnos, esta dimensión en el campo cuántico, es sorprendente ver, una y
otra vez, el alcance de los Órdenes del Amor y cómo el Amor del Espíritu todo
lo trasciende e imanta.
Desde este encuadre, el amor en una pareja no es un asunto de atracción de
cuerpos, sino de la afinidad según vibren desde el alma a partir de la memoria
que traen de otras vidas, por algo pendiente para compensar.
Las relaciones kármicas pueden encontrarse en todas las relaciones de nuestra
vida, en las que aparecen memorias de dolor y patrones de repetición antiguos,
que, al estar naturalizados, podemos partir sin reconocerlos, ordenarlos y
trascenderlos.
En cambio, el Dharma aparece cuando hemos terminado de trascender el
karma que traíamos en la relación. “Karma pagado, karma saldado, karma
finalizado”.
Dharma es una palabra que, en sánscrito, significa `Ley´, `Acción Correcta´,
`Rectitud´, `Ley Divina´.
Quienes practican el dharma suelen ser personas que se ofrecen al servicio del
prójimo, viven una conciencia colectiva y espiritual, y desarrollan pensamientos
y conductas que, a través del carácter, expresan su Ser. Son existencias que se
apoyan en este principio universal y llevan una vida correcta basada en las
virtudes humanas, y, una vez que son reconocidas y respetadas, muestran el
camino hacia la realización.
En cuanto a las relaciones dhármicas, son relaciones de pareja que no traen
karma para resolver en conjunto, sino que vienen a cooperar y ayudarse
mutuamente en un clima de tranquilidad y armonía, en el que ya no es necesario
aprender a través del otro con sufrimiento, sino con estabilidad y calma. Y esto
permite que, al caminar juntos, puedan ocuparse de sus crecimientos
individuales —actividades, salud, amistades, familia—. El otro es un compañero
de ruta; se apoyan mutuamente en las experiencias sobre las cuales a cada uno y
en conjunto les toca aprender para optimizar la calidad de vida, encontrar la
bienaventuranza y la paz interior.
Las parejas de estas características son aquellas que se construyen a partir del
trabajo en equipo, basadas en la buena convivencia y el compañerismo, con el
propósito de la evolución de las almas que son parte de esta relación.
Que no se encuentren a través del sufrimiento no significa que no haya
conflictos o situaciones problemáticas para resolver. La clave es que no se
comunican a través del sufrimiento o del dolor, sino a través del buen amor, el
respeto y la armonía. Se relacionan a partir de lo que es esencial espiritualmente
para cada uno y que comparten, más allá de las diferencias de la personalidad.
Asienten a lo que va siendo a partir del desarrollo espiritual y la sintonía que los
encuentra. Saben que el presente es resultado de acciones pasadas y se ocupan de
hacer del presente lo mejor como semilla de lo que recogerán más adelante. Los
aprendizajes son resultado de situaciones novedosas y saben que es el Amor del
Espíritu lo que los guía y los une.
El desarrollo de la relación va a estar al servicio del aprendizaje y del bien
común. La conciencia espiritual que los encuentra les permite afrontar los
avatares de la vida con sabiduría a partir de una actitud de confianza y de entrega
a algo más Grande.
Una pareja kármica puede tornarse en dhármica una vez que el karma está
equilibrado y trae aparejado un despertar de conciencia en ambos. Y este
despertar se puede alcanzar, por ejemplo, a través de un libro que llega a nuestras
manos, o del encuentro con un maestro espiritual, o al conocer una nueva
filosofía, o a través de viajes a lugares sagrados, o a través de un encuentro causal
con alguien que trae una visión más amplia… Y, cuando este conocimiento y
percepción comienza a emerger, se posibilitan los encuentros a través de una
nueva dimensión del Amor.

Caminar a la par hacia la dimensión espiritual


Cuando comencé a escribir estas líneas, me imaginaba cuántos podrían estar
leyendo sobre esta dimensión espiritual del amor en la pareja y sintiéndolo,
quizás, como algo inalcanzable.
Es un camino para transitar por donde podemos descubrirlo, recordarlo,
alcanzarlo y disponernos a practicarlo, cada vez con un poco más de conciencia,
un poco más despiertos. La meta está en el caminar; es el andar. Y esto nos exige
renacer de las propias cenizas del ego, una y otra vez. Tantas veces como sea
necesario. No es un punto ni un sitio al cual llegar. Si no, sería una utopía en
esta dimensión, cuando, en realidad, es una posibilidad que tenemos de
reconocer cuánto más aun somos capaces de amar; cuán ilimitado es el torrente
de Amor que puede fluir a través de nosotros.
Lo cierto es que, desde que dos nos encontramos, todos comenzamos a hacer
este recorrido a través del viaje de la vida. Y tengamos o no la aspiración de vivir
el amor que nos encuentra en esta dimensión, todos estamos siendo llevados a
este umbral. Y, cada tanto, tomamos conciencia de que hacia allí nos dirigimos.
No importa en qué lugar del recorrido nos encontremos. Algunos ya lo están
experimentando; otros, acercándose, y otros, asomándose. Lo que vale y cuenta
es saber que estamos andando el camino.
El Amor es Espíritu, y el Espíritu es Amor.
Este Amor tiene muchas dimensiones y posibilidades de ser experimentado a lo
largo de nuestra vida. Una de sus expresiones más maravillosas y desafiantes
puede emerger en la pareja. Se manifiesta en un nosotros cuando somos
conscientes de que algo más Grande nos encuentra con el otro y nos guía.
Sin embargo, la mayoría de las veces, hacemos identidad en el ego y perdemos
la oportunidad de ver la verdadera multidimensión de la relación que existe más
allá de los yoes que nos conectan.
La calidad y la disponibilidad de amor que atraemos es el amor que tenemos
por nosotros mismos. Nuevamente menciono que atraemos lo que traemos.
Ante semejante y bello desafío, el proceso personal y sistémico es lo primero por
alcanzar. Solo lo que hemos reconocido como seres individuales, a partir del
amor que hemos sido capaces de tomar y de ordenar, es lo que podemos ofrecer
y compartir en la pareja.

La calidad y la disponibilidad de amor que


atraemos es el amor que tenemos
por nosotros mismos.

En una oportunidad, un Maestro le preguntó a su discípulo: “¿Qué es la


espiritualidad?”. Y el discípulo le contestó: “Mirar hacia el interior, meditar,
llevar una vida pura…”. A lo que el Maestro respondió: “La espiritualidad es
trascender el propio ego, porque, en esencia, somos seres espirituales y solo el ego
nos aleja de nuestra Verdad”.
En cada relación, tenemos la posibilidad de recordar que somos seres
espirituales y que solo el ego, cual velo, nos desdibuja esta visión, cada vez que
hacemos identidad con él.
Si hay una relación que posibilita el reconocimiento del propio ego es la pareja.
En ella, se pone en juego la individualidad de quienes la componen y sus
personalidades. En la relación con el otro, se exalta la tensión entre la luz y la
sombra. El ser en pareja nos ofrece también una posibilidad de inclinarnos ante
lo que la vida nos trae: una permanente experiencia de transformación en cada
uno de nosotros y de la relación en sí misma. Y todo en un permanente
movimiento.
La dimensión espiritual del amor en la pareja trasciende aquello que emana del
yo personal. Traspasa la frontera de lo predecible y de lo imaginable. Para que se
manifieste, solo necesita de nuestro sí, de nuestra entrega y es en este punto
cuando podemos ser movidos por esa Fuerza más Grande.
¿Y de qué forma esto se torna posible?
La posibilidad de experimentar el amor trascendente es el resultado de un
camino recorrido, en el que, como el ave fénix, hemos resucitado varias veces de
las cenizas de nuestro ego y hemos sido valientes para atravesar el dolor. Es la
consecuencia de haber transformado nuestras propias miserias en fuerza y de
habernos creado y recreado una y otra vez, en pos de nuestro desarrollo, de
nuestra evolución y de recordar nuestra esencia Divina.
Cada pareja con la que compartimos la vida fue perfecta para el momento en
que la hemos tenido. En ocasiones, a través del dolor que una relación nos
produjo, elegimos retraernos y justificamos así nuestras lealtades invisibles. En
otras ocasiones, tomamos la posibilidad de expandir nuestra capacidad de amar,
trascendemos las fronteras que nos hemos puesto en el corazón e iniciamos el
camino hacia el más amor: donde sumar amor en la vida es posible.
Cada relación que hemos tenido a lo largo de la vida nos ofrece la posibilidad
de recordar quiénes somos. Todas nos permiten avanzar espiritualmente en el
camino y acercarnos —cuando así nos lo proponemos— a una expansión de
amor menos egoísta, menos egoica, en la medida en que nos disponemos a
realizar nuestro propio camino de individuación, tal como lo llamó Carl Jung.
Así, vamos construyendo lazos con la pareja, cada vez menos identificados con el
yo y más en conexión con lo trascendente que nos encuentra, que nos motivan a
avanzar más allá de lo conocido.
Todo es energía, frecuencia, irradiación: lo que somos lo convocamos. Nunca
es el otro. Siempre soy yo amándome a mí mismo en el otro.
En este punto, está nuestra gran posibilidad: cuanto más nos amemos, más
amaremos y, así, atraeremos a nuestras vidas un amor más elevado y más puro, y,
juntos, al servicio del Amor.
Cuando hablamos de la pareja desde una conciencia espiritual, estamos
hablando de ese Amor más Grande que nos encuentra a favor de la vida misma,
y, al mismo tiempo, la pareja es sostenida por ese Amor.
Es una relación que nos invita a ir hacia adentro, a iluminar nuestros aspectos
desconocidos, a tomar lo que el otro nos trae como un espejo donde mirarnos,
tanto en lo que acordamos como en aquello que rechazamos. Solo desde la
comprensión, el asentimiento y la integración en nosotros mismos, podemos
agradecer con amor, dejar el pasado atrás y respaldarnos como experiencia y
aprendizaje.
De esta manera, nos transformamos y brindamos a aquello que queremos
atraer a nuestra vida, para que así pueda resultar.
Entonces, la relación de pareja se vivirá como un sadhana, una práctica
espiritual. En esta, uno y otro somos mutuamente faro de luz para que el par
ilumine sus aspectos sombríos, negados y egoicos, en la medida que ambos así lo
dispongamos. Si no, el ego —que se resiste al cambio— se sentirá acorralado
ante lo que la pareja ilumine y deje en evidencia.
Cada vez son más las parejas que se encuentran con propósitos renovados,
resultado de nuevos niveles de conciencia que sus integrantes han alcanzado
tanto en lo personal como en la dimensión espiritual.
El crecer a través del otro y juntos se hace cada vez más consciente como parte
de una aspiración de comunión que surge de la conexión espiritual.
Amar y ser amados
El Amor es energía, potencia, fuerza.
Cuando, en una pareja, ambos nos decimos sí mutuamente, mirándonos con
respeto y amor tal como cada uno somos, el amor espiritual comienza a
precipitarse.
El Espíritu se manifiesta a través de la alegría. ¿Y qué nos da alegría en una
pareja? Cuando el otro nos dice sí: a mí, a todos los que vienen conmigo, junto
con sus circunstancias y destinos. De la misma manera, cuando le digo sí al otro
junto con los suyos y sus destinos.
Sabemos que nuestro más Alto propósito espiritual es ser felices. En estas
dimensiones del amor, el otro no va a traerme felicidad, pero, por cierto, va a
sumar felicidad a la mía.
Esto nos invita a reflexionar por dónde pasa ser libre y así poder realizarnos
junto con el otro. No necesariamente hay que estar solo para encontrarse con la
libertad. Una cuestión es la libertad y otra la soledad. La libertad es un estado
interior, que nos puede encontrar estando solos o con un otro.
El poder reconocer que la pareja es un otro movido por el mismo Espíritu que
nos guía, y que tiene un camino propio en consonancia con las Fuerzas más
Grandes, nos facilita el hecho de permitirnos ser libres junto con el otro,
considerándolo con su propia libertad, para que podamos evolucionar como
seres únicos e irrepetibles, al igual que la relación que nos encuentra.
Respetando el propio camino, respetamos el suyo y somos respetados. Así, los
procesos de transformación nos guían como individuos y como pareja al
encuentro con la Verdad que somos; colaboramos mutuamente en el andar del
otro, en el desarrollo del otro en todos sus niveles; lo acompañamos con nuestra
presencia y no lo hacemos en su lugar ni le decimos cómo debería ser.
Aspiramos a que la pareja nos encuentre cada vez más abrazando los valores
sobre los que construimos acuerdos en sintonía con los propósitos que nos
mueven hacia adelante, hacia la evolución, y estando, cada vez, un poco más
despiertos.
Una mirada espiritual sobre la relación nos convoca a acompañarnos en un
amor desapegado, construir un camino en común, asentir al otro tal como es, sin
querer agregarle ni quitarle nada.

Una mirada espiritual sobre la relación


nos convoca a acompañarnos en un amor
desapegado, construir un camino en común,
asentir al otro tal como es, sin querer
agregarle ni quitarle nada.

Y, en ese intercambio, vamos descubriendo un amor cada vez menos


condicionado. Y el amor que nos encuentra nos invita a subir peldaños a más y
más amor, hacia niveles más altos del amor.
Es en lo esencial donde nos compartimos al servicio de descubrir cuánto somos
capaces de amar y cuánto somos capaces de hacer lugar a ser amados: por el amor
de la pareja y por el Amor más Grande que nos encontró.
Por ser seres espirituales, y siendo el amor nuestra manifestación, vivir en una
conciencia de amor nos devuelve identidad. Y, en esa dimensión, somos felices.
En ella, buscamos el amor primero, el conocido, el familiar: madre, padre,
familia… Y, en otra dimensión del amor, ¿qué buscamos? Retornar a esos
instantes de plenitud cuando, alguna vez, fuimos uno con el Espíritu.
Es una especie de nostalgia, de querer volver a casa, cada vez que esos instantes
se revelan misteriosamente en nuestras vidas. Es esa búsqueda de ser Uno, una
especie de ceremonia en conexión con el Espíritu, con el otro y junto con el
otro. Es un destino que todos tenemos marcado de retorno a la fusión con la
Fuente de Amor que somos. Más tarde o más temprano, hacia allí nos dirigimos,
lo sepamos o no.
Y esta es la razón por la cual, en esos instantes cuando sucede una comunión
de las almas en la pareja, una fusión de los cuerpos en el encuentro sexual, nos
brindamos la posibilidad de experimentar, aunque más no sea por unos
momentos, lo Divino precipitarse y… solo ser. No necesitamos nada más: el
sentido de completitud se apropia de nosotros.
En ese instante, quisiéramos permanecer por siempre. De esta manera,
materializamos en este plano el anhelo por lo Divino: la añoranza de trascender
la dualidad, de retornar al Uno que somos, al Amor que somos.
Cuando, en una pareja, ambos nos sumergimos y nos entregamos con
devoción al Espíritu que nos encuentra, esa Fuerza nos toma y nos abraza.
La meta es recordar que somos Amor y, a través de las relaciones personales,
como lo es especialmente la pareja, el camino del amor nos conduce a hacer
espacio para que ese Amor sea en nosotros.
Y, en ese Amor, solo hay pureza y deseo del bien para el otro porque somos
Uno. Trascendemos, en esos instantes, la dualidad tú-yo.
Solo el Amor del Espíritu carece de traza alguna de interés propio y de
egoísmo. En esta dimensión del Amor, solo se trata de amar; es un regalo que,
cada tanto, nos puede brindar la Vida, renunciando a saber por qué semejante
misterio sucede en algunos cuando están consigo mismos y en otros cuando en la
pareja así resulta.
Es lo Divino actuando en nosotros al servicio del amor y de la existencia
misma.
En estos tiempos, es un anhelo que nos encuentra a muchos como resultado de
una aspiración espiritual que, como impulso, reconocemos. El Tao de la Vida,
tal vez, lo hará posible, pero siempre vale recorrer el Camino y, como siempre,
Suyo es el resultado.
En alguna oportunidad, escuché a Hellinger decir acerca de la pareja: “Te amo
y amo todo aquello que nos conduce y nos conducirá”. Y, en ese instante, pude
reconocer lo que esas palabras despertaban en mí: la certeza de lo que siempre ha
sido, es y será. Y, fuera de esta premisa, nada.
Y, al ser una Fuerza que todo lo sabe y lo guía desde siempre, cada vez que
hacemos espacio, somos llevados a los mejores lugares donde aquello que
vinimos juntos a alcanzar puede ser revelado. Y ese es el comienzo de la Gracia.
Más allá del encuadre y del contexto con el cual nos identifiquemos, la
necesidad de amar y ser amados sigue siendo primordial. En esta dimensión,
podemos pensar que la sed de amar y recuperar nuestra esencia primordial, que
es el Amor, surge como consecuencia para superar la angustia que nos trae la
experiencia de separatividad con nuestra madre: al nacer, hemos perdido una
comunión con ella —y, a través de ella, con lo Alto— que pretendemos
recuperar. Y esta mirada nos conduce a reflexionar acerca de la concepción
espiritual del Amor, en la que, alguna vez, fuimos Uno con el Espíritu, y allí
anhelamos retornar. La pareja es una relación que propicia ese retorno.
Como vemos, nada ha terminado, nada ha concluido. Estamos en un
permanente movimiento evolutivo, en el que, acaso, hay preguntas aún sin
responder. Lo cierto es que estamos felizmente impulsados a regresar a la Fuente
de Bienaventuranza, que solo es posible alcanzar siendo sostenidos en la
conciencia del Amor, en nosotros y junto con el otro.
Y es nuestro Destino en común hacia donde todos somos movidos; en ciertos
tramos, caminando solos y, en otros, avanzando de a dos y a la par.
Guía:
Para estar disponibles al encuentro

A partir de la experiencia y la aplicación de esta mirada, podemos concluir que


algunos de los compromisos que tienen en común las parejas donde el amor
fluye son:
• Transitar un proceso personal sobre sí: saber de dónde venimos, quiénes
somos y cuáles son nuestros horizontes. Qué ofrecemos y qué estamos
dispuestos a tomar para caminar de a dos.
• Ver a nuestros padres tal como son: nuestros padres, indivisibles como tales,
dejando en ellos todo lo que vivenciaron como pareja, ya que, en ese lugar,
no tenemos derecho a inmiscuirnos. Somos solo hijos de nuestros padres; sin
uno de ellos, no seríamos quienes somos.
• Conocer los Órdenes del Amor para que el amor fluya, ya que con el amor
solo no alcanza. Reconocer nuestras implicancias nos permite darnos cuenta
de dónde la fuerza del amor se detuvo.
• Asumir que no podemos mirar al otro separado de su sistema de origen, sino
que es resultado del amor y de todo lo acontecido previamente —los
destinos, experiencias, traumas, dolores…— en las historias de las parejas
que llegaron antes, al igual que en nosotros. “No podemos mirar al árbol
fuera del bosque” ni al otro ni a nosotros fuera de los propios sistemas.
• Saber que, a través de los integrantes de la pareja, son dos sistemas familiares,
religiosos, filosóficos, culturales, sociales, con sus reglas y valores… que se
encuentran.
• Reconocer que el trabajo personal nos permite asumir nuestra femineidad o
masculinidad, como consecuencia de tomar el amor de nuestros padres, y así
sentirnos verdaderamente amados, para poder ofrecérselo al otro y atraer a
un otro con la misma disponibilidad.
• Para esto, es importante examinar cuáles son las heridas de nuestra historia
hasta el presente y sanarlas y tomar solo nuestro lugar como hijos en relación
con la pareja de nuestros padres.
• Observar y respetar el equilibrio entre el dar y el tomar nos va a garantizar
una relación ecuánime, pareja, en la que el intercambio nos permita
continuidad y estabilidad.
• Es justo allí cuando estamos en condiciones de decirle al otro: “Te veo”. Te
veo tal como eres, con todo tal como es.
• Intencionar que el otro sea feliz conmigo y más allá de mí nos exige vibrar en
una conciencia espiritual en la que sea el amor y no el apego lo que nos
encuentre.
• Saber que hay una Fuerza más Grande que nos guía a ambos y a la relación;
nos exige reverencia y humildad, y entregarnos con devoción ante ese Amor
que nos encuentra.
• De esta manera, transitamos un camino que nos estimula y nos motiva en el
andar de a dos, en el aquí y ahora, sintonizados con el presente, tomando la
fuerza de lo pasado al servicio de la pareja y de su destino. Construimos
juntos lo nuevo, hacia lo nuevo, como parte de un gran movimiento que nos
encuentra y, al mismo tiempo, nos trasciende.
Frases sanadoras

A la pareja:
“Te veo”.

“Ahora te veo y te tomo en mi corazón.


Ahora te digo sí”.

“Tomo lo que me das como un regalo


y lo atesoro en mi corazón”.

“En nuestros hijos,


amo y honro la parte de ti en ellos”.

“Lo hicimos muy bien.


Lo hacemos muy bien”.

“Te amo y me amo;


honro a tu familia y honro a mi familia.
Respeto a nuestras parejas previas,
las que llegaron antes,
y a cada una le doy un lugar en mi corazón.
Y les doy las gracias
porque hicieron lugar
para que hoy estemos juntos”.

“Eres un regalo para mí,


y doy al Espíritu las gracias por ello”.
“Gracias a la energía del Amor
que nos abraza y nos mueve juntos hacia la vida”.

“Gracias por todo lo que me diste y me das;


lo guardo en mi corazón con amor”.

“En nuestros hijos,


continuamos juntos y también te sigo amando”.

A una pareja anterior:


“Honrando el amor que nos encontró,
dejo en tus manos tu parte de responsabilidad
y tomo la mía en aquello que nos separó”.

“Te pido me bendigas para un nuevo amor


y te bendigo para que así sea
también en tu camino”.

“Gracias por todo lo compartido.


Ahora te dejo ir con amor
para que sigas tu camino, y yo el mío.
Soy libre ante ti.
Sos libre ante mí”.

“Gracias por todo lo vivido,


por los hijos que me diste
y por todo tal como fue.
Yo te amé mucho.
Lo que te regalé lo hice con amor.
Y lo tanto que me diste
lo tomo y te lo agradezco de corazón.
Nuestro amor dio sus frutos”.

“Tu reconocimiento es el mío.


Tu gratitud es la mía.
Por mi parte, te dejo ir con amor.
Tomo mi libertad y te dejo libre”.

A la Fuerza Espiritual que nos guía:


“Me inclino ante el Amor más Grande
que nos encuentra, nos mueve y nos sostiene”.

“Digo sí a lo Divino que actúa en nosotros


al servicio del amor y de la vida misma”.
CAPÍTULO 4
Hacia el propio destino
Me pregunto si las estrellas se iluminan con el fin de que
algún día cada uno pueda encontrar la suya.
ANTOINE DE SAINT-EXUPÉRY
(Aviador y escritor francés, 1900-1944)

Alguna vez, a lo largo del camino, muchos nos preguntamos en el diario vivir:
“¿Cuál es mi propósito? ¿Cuál es mi misión? ¿Que vine a ofrecer? ¿Cuál es el
sentido de mi vida? ¿Qué hago con lo que tengo, con lo que tomé y con lo que
soy? ¿Cuál es mi camino?”. Son preguntas que a todos nos encuentran como
parte de nuestro desarrollo personal y expansión espiritual. En este plano físico
de la existencia, ¿cuál es mi parte en el juego de la Vida?
Todo es parte del juego Divino o Lilah, como se lo llama en Oriente, donde el
Destino se encarga de acercarnos a aquellas instancias que es necesario atravesar y
nos guía a encontrar estas respuestas, que ya existen en nosotros.
Conocer de qué se trata lo que va construyendo nuestro destino, reconocer las
implicancias, los patrones de repetición, el karma —para quienes sintonizan con
esta mirada— que son parte de él, junto con el lenguaje a través del cual el
destino se expresa, nos permite ofrecernos a realizar los propósitos que el
Universo así dispone para nosotros. Tantas veces impensables, inimaginables y
superadores a lo que podamos vislumbrar.
Y se manifiesta a través del lenguaje espiritual —por ejemplo, a través de las
causalidades, de las sincronicidades, de las coincidencias, de las señales, de las
convergencias, de los indicios…—, que, una vez reconocido, va orientando
nuestras vidas para que nos encontremos con nosotros mismos y con quienes
vinieron a compartir ciertas experiencias.
Este lenguaje es una guía, un mapa sagrado que se nos revela para forjar
nuestro destino junto con las Fuerzas más Grandes, al servicio de la evolución de
nuestra conciencia.
Cada paso que nos atrevemos a dar, cada decisión, cada cambio de dirección,
nos indica que, en el Camino, se trata de despertar para vivir a partir de lo que,
en esencia, somos y descubrir lo que vinimos a experimentar. Hay períodos en
los cuales la vida nos propone —en el mejor de los casos— o nos obliga con
inevitabilidad a desprendernos de todo lo que nos trajo hasta un punto y que
ahora ya no tiene más significado o ya dejó de ser apropiado para nuestra
evolución. Nuestra personalidad no lo sabe, no lo escucha, no lo comprende y lo
resiste. Por eso, sufrimos por lo que ya no es y, con frecuencia, sin vislumbrar lo
nuevo que trae el Destino cuando nos disponemos a hacer espacio.
Reconocer y asentir a lo que es nuestro destino, aliarnos con él y caminar de su
mano es el punto de partida para que la Energía del Amor, que actúa a través de
nosotros, se torne benevolente, lo que nos permite encontrar sentidos
trascendentes e inimaginables en aquello que esperaba por nuestro
reconocimiento: en principio, para con nosotros mismos y luego para compartir
u ofrecer a otros, ya sea en relación con nuestro propósito de vida o en sintonía
con nuestra misión al servicio del destino colectivo.

¿Qué es el Destino?
Cuando hablamos de Destino, tal como hemos aprendido a pensar sobre él,
asociamos esa gran palabra con algo que viene de afuera, desde lejos. Nos remite
a una Fuerza más Grande, que predetermina nuestras vidas. Sentimos que somos
movidos hacia donde nos indica, aún sin comprender, y, con frecuencia, solo lo
seguimos.
Desde la mirada de las Constelaciones, podemos pensar a nuestro destino
como resultado de nuestras implicancias, tema que profundizaremos en este
capítulo.
Además del propio destino, por haber nacido en este tiempo y en este lugar,
somos parte de un destino familiar, social, colectivo, humano y espiritual…
No podemos pensar nuestro destino individual separado del destino colectivo
ni tampoco el destino colectivo recortado del destino individual. Mutuamente,
se afectan y se transforman. Cada responsabilidad que tomemos ante nuestro
destino, cada pensamiento, cada palabra, cada acción, va a interferir con el
devenir de aquellos campos de información colectivos de los cuales somos parte:
un grupo, una sociedad, un país, la humanidad. Por resonancia, así sucede. De la
misma manera, todo aquello que acontezca como parte de los destinos colectivos
—pandemias, guerras, genocidios, desastres naturales— va a afectarnos y a
condicionar nuestro destino personal.
Y todo al servicio de alcanzar nuestro destino humano, que es despertar, y nuestro
destino espiritual, que es ser felices.
Tal como los pájaros, que necesitan dos alas para poder volar, el amor y el
servicio son cualidades esenciales para que cada uno realice su propio destino.

Tal como los pájaros, que necesitan dos alas


para poder volar, el amor y el servicio son
cualidades esenciales para que cada uno realice
su propio destino.

Comienza con una determinación y requiere de nuestra parte esfuerzo y


constancia.
Cada uno de nosotros tiene facultades particulares; tal como la cuerda de un
instrumento musical, somos una melodía única y singular. Si somos capaces de
reconocerla, viviremos plenamente nuestro destino y en un estado de gratitud y
bienestar. Vivir sintonizados con nuestra melodía nos da fuerza; de lo contrario,
si estamos viviendo a partir de una partitura que no nos corresponde, como
resultado de las propias implicancias, ahí nos debilitamos.
Podemos estar aún implicados por la lealtad que mantenemos con los ancestros
y con las memorias ancestrales, no por eso incapacitados. Es decir, con un
destino familiar en el que pudieron suceder hechos traumáticos, o hubo amores
prohibidos, o existieron secretos familiares, o se vivieron destinos trágicos… van
a determinar el destino de las futuras generaciones. Ante ello, podemos
comprometidamente sostener un camino de autoconocimiento y autoindagación
para expandir nuestra conciencia o podemos elegir no hacer nada.
Nuestra historia personal, sin lugar a dudas, nos condiciona, pero no nos
determina.
De hecho, personas con un mismo origen difícil, o que comparten alguna
situación de vida limitante, lo experimentan de diferente manera. Algunas lo
capitalizan al servicio de su bienestar y realización, y alcanzan propósitos, metas,
vocaciones o misiones que, sin las limitaciones, no hubiera sido posible realizar
—y, de esta manera, dirigen su destino hacia una nueva dirección—, mientras
que otras se victimizan o no cuentan con la fuerza para hacer algún movimiento
y permanecen en esos condicionantes.
La conciencia nos da la posibilidad de aprender a usar las herramientas que
tenemos para romper las cadenas que nos atan al pasado, por fidelidad. Solemos
echarle la culpa al destino; no obstante, aunque estemos implicados, no dejamos
de ser responsables.
El destino actúa a través nuestro, sin pedirnos permiso. Y es resultado de los
lazos que nos encuentran con quienes llegaron antes que nosotros y de nuestro
karma —para aquellos que adhieren a esta mirada—, tal como desarrollaremos
en este mismo capítulo.
A medida que vamos restituyendo a cada uno de nuestros ancestros su destino
con amor y gratitud, vamos liberándonos de vivir destinos que no son nuestros,
despejando el camino y haciendo lugar para vivir solo el propio.
Recuerdo hace unos años, en una Constelación, donde la consultante estaba
implicada con un destino de ancestros esclavos, la frase sanadora fue “Rotas
cadenas”. Solo podemos dejar en el pasado aquellos destinos que reconocemos,
incluimos y honramos en nuestro corazón.
El destino no es inexorable ni una condena en nuestras vidas. Por el contrario,
cada vez que tomamos la responsabilidad sobre nuestra existencia y nuestro
destino, podemos vivirlo en plenitud.
Lo cierto es que, cada vez que el destino se manifiesta, nos invita a reconocer
nuestra pequeñez ante lo Grande.
Y a todos nos propone alcanzar una de las prácticas espirituales más
importantes: la entrega, la rendición a lo que es, el asentir a lo que es. Y, solo en
ese instante, cuando decimos sí, la Gracia puede suceder para que algo pueda
modificarse y resultar diferente.
¿De qué manera el destino se puede presentar en nuestras vidas?
Muchas veces, se precipita a través de algo que debemos atravesar, como una
enfermedad; otras veces, como hechos del destino, a través de una crisis con la
pareja, un conflicto con los hijos, un despido laboral, un accidente, una pérdida,
un hecho trágico.
En otras ocasiones, se impone como resultado de una enfermedad hereditaria,
un accidente que trae aparejada una discapacidad motriz, un sentimiento de
culpa personal… Aun en estas circunstancias, si asentimos a nuestro destino, de
este movimiento deviene una fuerza especial. De lo contrario, todo comienza a
debilitarse, y la fuerza, a diluirse.
También el destino puede tocar a la puerta y tejer sus redes para que un
encuentro con alguien se logre coincidiendo en tiempo y espacio; que todo
conspire a favor de que podamos estudiar aquello que vinimos a ofrecer; para
que nos hagamos cargo de una misión; para que realicemos el propósito
personal; para que nos ofrezcamos al servicio de algo Mayor... Y por más que, en
un principio, no lo entendamos, cuando nos comprometemos con una búsqueda
de sentido profunda, son reveladas algunas comprensiones que nos conducen a
agradecer en el tiempo lo que nos posibilitó, a pesar de que la experiencia pudo
resultar difícil.
Implicancias con nuestros ancestros
Estar implicados significa que estamos unidos por lazos invisibles con los
destinos de los que llegaron antes, aunque los desconozcamos. Reconocerlos es
comenzar a desenredarnos de esa memoria, que requiere un proceso que va a ir
transformando nuestro destino. En esa superación, vamos reconociendo nuestro
potencial y nuestra grandeza espiritual.
Implicarnos con los destinos de nuestros ancestros significa llevar sus pesares,
dolores, exclusiones y experiencias que no nos corresponden, viviéndolos como
propios, construyendo una vida, por ejemplo, a partir de una memoria ancestral
de escasez, de sufrimiento, de enfermedad...
El psiquiatra Carl Jung dijo: “Tengo el fuerte sentimiento de estar bajo la
influencia de cosas y problemas que mis padres, mis abuelos y demás ancestros
dejaron inconclusos. Siempre he pensado que yo también tenía que responder a
las peguntas que el destino había planteado a mis antepasados”.
¿Por qué nos enredamos de esta manera? En principio, por amor a aquellos a
los que estamos vinculados —aunque no lo sepamos— y para garantizarnos la
pertenencia —una de las necesidades básicas que tenemos como especie— y
devolver al sistema de origen los Órdenes pendientes de alcanzar en el alma,
como el de la pertenencia, la jerarquía y la compensación, entre otros.
Lo cierto es que todo este sacrificio es en vano, ya que las implicancias en sí
mismas no resuelven nada. Lo que sí resuelve es la restitución a cada uno de su
lugar junto con todo lo que les tocó vivir y su inclusión en el sistema de origen
del cual es parte.
Reconociendo de qué se tratan esos lazos invisibles que nos unen a quienes
llegaron antes, podemos inclinarnos ante sus destinos, incluir a quienes faltan,
devolverles la dignidad con que vivieron su vida y su muerte, asentir a lo que fue
y a lo que es, agradecer y cultivar de diversas formas el respeto por los Órdenes
del Amor.
Y, así, nosotros quedamos disponibles para ocuparnos solo de lo propio, con
fuerza y en libertad.
Esta mirada nos permite llegar a reconocer esas memorias con el fin de que
sean reveladas, reintegradas y ordenadas en el alma. Y esa es nuestra parte de
responsabilidad: cómo nos posicionamos ante nuestros ancestros junto con sus
destinos. Así, el destino propio cobra la posibilidad de ser modificado, y nuestro
presente, transformado, lo que nos abre hacia nuevos horizontes.
Así, transformamos la inercia de la repetición en fuerza de acción, a través de
algo nuevo, diferente y propio.
Y es resultado de un proceso que comienza en el reconocimiento de nuestras
implicancias, de los movimientos hacia la solución que el campo cuántico va
revelando y de un proceso consciente de integración en nosotros mismos.
La gratitud más grande que podemos brindarles a quienes llegaron antes que
nosotros es hacer algo muy bueno con nuestras vidas para honrar sus memorias y
sus destinos.
Como ya mencioné, cuando, a partir del respeto por los Órdenes en nosotros,
algo cobra fuerza y vitalidad, por resonancia, ese movimiento alcanza a todos.
Recuerdo que, en una oportunidad, hace muchos años, en una convivencia
con alumnos, una representante de una ancestra pidió permiso en medio de una
Constelación que se estaba desplegando para expresar algo y le dijo a la
consultante: “Vengo a agradecerte en nombre de todas nosotras lo que estás
haciendo, porque ahora ya somos libres”. Y la alumna, muy emocionada, nos
comentó que era su tía —una de las hermanas mayores de su madre—, para ella
muy amada, que se movía y caminaba tal cual lo hacía y se expresaba con los
mismos gestos y el mismo amor.
Fue muy conmovedor ver, una vez más, con los propios ojos lo que la teoría
nos trae a partir de esta mirada cuántica que se desarrolla en esta dimensión.
Una vez más, las Constelaciones se expresan a través del lenguaje que las
representa: el lenguaje del amor.
Cada vez que somos capaces de mirar los acontecimientos de la vida con los
ojos del alma, nos damos la posibilidad de no oponernos a nuestro propio
destino, lo que vamos incluyendo en cada reconocimiento y honra. Y el
asentimiento nos devuelve la calma y la paz. Algo se aquieta en nuestro interior.
Tomamos la parte de responsabilidad y despejamos el camino para que el
Amor más Grande se manifieste. Es una mirada que solo se alcanza en la
dimensión del alma y del Espíritu.
Así, lo que legaremos a la descendencia es la posibilidad de construir sus
propios destinos, liberados de aquello que, como padres y abuelos, asumimos y
ordenamos para que puedan avanzar en sus propios caminos sin tener que llevar
consigo aquello que les retiramos. Y solo los bendecimos.
Tal como lo dijo el físico Albert Einstein: “El destino de la humanidad será el
que nosotros nos labremos... A fin de cuentas, el don más hermoso con el que
nos ha premiado la naturaleza como seres humanos es ‘la alegría de mirar’ y,
llegado el caso, poder llegar a comprender”.
El destino nos atraviesa y la vida continúa, estemos de acuerdo o no, nos
sintamos agradecidos o enojados. Reconciliarnos con nuestro destino es la clave y
es resultado de asentir a todo nuestro pasado tal como fue y a nuestro presente
tal como es. Asentimos a nuestro destino; asentimos a nuestra vida. Y, en ese
instante, somos libres, más allá de las circunstancias.

Asentimos a nuestro destino; asentimos


a nuestra vida. Y, en ese instante,
somos libres, más allá de las
circunstancias.

Respetar al otro y a la Fuerza que lo guía


Reconocer el destino en su dimensión espiritual nos torna en el tiempo más
humildes aún. Hacernos cargo de nuestra parte de responsabilidad es lo que está
en nuestras manos. El resto depende de otras Fuerzas, que todo lo mueven.
Cada uno llega junto a su destino. Respetar el destino del otro no significa no
ayudarlo, en la medida que esa ayuda no le quite dignidad. En otro capítulo,
profundizaremos los Órdenes de la Ayuda que sistematizó Bert Hellinger, cuyo
conocimiento es una valiosa herramienta al servicio de
alcanzar comprensiones más profundas al respecto.
Poder sostenernos en el respeto por la experiencia que el otro tiene que
atravesar es toda una lección. Desde la primera infancia, vamos construyendo la
fantasía de poder salvar a nuestros padres, de darles alegría y felicidad como
producto del amor y la gratitud que sentimos por ellos, a partir de la existencia
que nos fue dada. Y esa fantasía es resultado de la arrogancia que comenzamos a
desarrollar como hijos —aunque sea por amor— desde nuestros primeros años
de vida, seamos conscientes o no.
Inevitablemente, lo que no tenemos aún ordenado en nuestro interior es lo que
vamos a transferir al otro: cada vez que pretendemos salvarlo, rescatarlo de algo o
de alguien, creer que podemos hacer algo para alivianar su carga, hacerlo en el
lugar de él…
Lo que sí está en nuestras manos es ser testimonio de lo que queremos y somos
capaces de brindar para poder ofrecer a otro lo que tenemos,
independientemente de que sea tomado o no.
Lo cierto es que, si las lealtades invisibles que el otro trae en relación con su
sistema de origen tienen más fuerza que el anhelo de vivir ligeramente, de hacer
lugar a un encuentro, de disponerse a un buen amor o de tomar una
oportunidad de cualquier índole… nada podemos hacer, nada debemos hacer en
lugar del otro, más que mirar la propia arrogancia que nos lleva a creer que algo
diferente podría resultar con nuestra ayuda.
Por el contrario, en nombre de querer ayudarlo, lo empequeñecemos, lo
humillamos y le quitamos su valía y la dignidad con que lleva su destino. Se trata
de asentir a lo que es, incluso a lo inevitable de su destino.
Es frecuente encontrar esta dinámica en las parejas, en las que uno de los dos
cree saber lo que es mejor para el otro e intenta imponerle su punto de vista o
cuando uno de los dos quiere resolverle asuntos que tienen que ver con lo que
aún no puede como resultado de sus implicancias. Por ejemplo, conseguirle un
trabajo con ciertas exigencias que no está aún listo para asumir o, ante una
enfermedad, insistir en que tome abordajes alternativos con los que no está de
acuerdo…
También lo vemos en la relación entre padres e hijos, cuando los padres —
como resultado de sus propias fidelidades que aún no pudieron ordenar—
intentan obligar el estudio de una determinada profesión con la cual el hijo no
resuena, o cuando, siendo ya hijos adultos, los padres pretenden imponer
relaciones o amistades con las cuales el hijo no empatiza, o cuando, ante una
oportunidad laboral que el hijo tiene en el exterior, los padres se interponen…
En esos casos, a veces, los hijos, por sus propias lealtades, le sueltan la mano a
una oportunidad, a un buen amor o a una vocación y se debilitan y pierden su
fuerza.
Como padres, lo hacemos por amor a quienes llegaron antes; como hijos, lo
hacemos por amor a nuestros padres y a quienes llegaron junto con ellos.
Siempre lo que es en el alma es por amor, tal vez, sin ordenar aún.
Podemos ser modelos de lo que queremos dar; podemos acompañar; ofrecer la
ayuda cuando nos es solicitada. Pero no podemos ni debemos hacer nada en el
lugar del otro. Lo sepamos o no, si así lo intentáramos, estaríamos interfiriendo
en su camino, evitando el aprendizaje y el tesoro que quizás viene el otro a
reconocer en sí.
Darle nuestro respeto al otro, asentir a su experiencia y a su destino es un acto
de verdadero amor.
Podemos iluminar, pero es la luz de cada uno la que guía y alumbra el Camino.

Somos mucho más que dos


Desde la mirada de las Constelaciones, el propio destino está determinado no
solo por lo que cada uno de nosotros disponga hacer con lo que le sucede —
dentro de aquello que las implicancias y el karma permitan—, sino por el
sistema familiar al cual pertenece. Somos parte de una comunidad de destinos:
junto con ellos, compartimos un destino en común.
Nuestra biografía, el viaje transitado en nuestra vida, el ámbito donde nos
desarrollamos, los grupos a los cuales pertenecemos, es lo que nos fue
construyendo para ser quienes somos… Y todo ello forjó nuestro destino
individual.
¿Qué nos encuentra con el otro? En muchos casos, las fidelidades que cada uno
trae de su propio sistema para darnos la posibilidad de ordenarlas, integrarlas y
trascenderlas, para tomar la fuerza y recorrer la Vida, crecer a través del otro,
para recordar nuestra esencia y, así, continuar nuestro camino transformados.
A veces, el destino nos encuentra para crear juntos y hacer lugar a lo nuevo:
tener hijos, desarrollar una tarea en común, un servicio, emprender una misión
en conjunto o alcanzar un propósito que, en comunión, venimos a ofrecer. Y
esto es válido para todas las relaciones en las que el encuentro con el otro así lo
propicia: pareja, hermanos, amigos, compañeros, hermanos del alma…
En algunas ocasiones, somos encontrados con otros que actúan como un
psicopompo en nuestros caminos. Psychopompós
es una palabra de origen griego y resulta de la unión de psyché —`alma´— y
pompós —`el que guía o conduce´—. Un psicopompo es un ser que, tanto en las
religiones como en las mitologías, lleva las almas de los muertos hacia el cielo o
el infierno.
Cuando se trata del camino personal, podemos pensar al psicopompo como esa
guía que, a través de un símbolo, puede aparecer en los sueños, en una palabra
que alguien nos dice en una conversación reveladora, en una película, en una
lectura...

Darle nuestro respeto al otro, asentir


a su experiencia y a su destino, es un acto
de verdadero amor.

Así, los psicopompos propician nuestros procesos de transformación y nos


llevan al cielo o al infierno interno a través de situaciones límites. Nos orientan
para avanzar en el camino individual. Tienen la función de guiar o conducir
nuestra percepción entre dos o más instancias importantes del propio camino.
Recuerdo una oportunidad en la que tuve un sueño con una especie de deidad
que yo no conocía, una figura extraña que recordé a lo largo de los días
siguientes. En el transcurso de unas pocas semanas, mientras leía un libro que
había llegado a mis manos, vi esa misma figura y comprendí que era Kali, una de
las consortes del Dios Shiva en el hinduismo. Investigué un poco más y, así, supe
que, cuando ella aparece, anuncia un tiempo de máxima transformación a partir
de procesos de muertes interiores.
La aparición de Kali anticipaba uno de esos momentos en los que todo aquello
que no tenía sentido para la evolución debía quedar en el pasado. Nueve meses
después de ese sueño, tal como el tiempo que resultaba una gestación, estaba
viviendo todo aquello que este psicopompo me había anticipado. Los cambios y
las transformaciones se precipitaron y, así, atravesando la noche oscura del alma,
un renacimiento resultó en mi vida.
Solo dejando morir lo necesario para nuestra evolución, la nueva vida puede
comenzar a asomar. Sucede desde el inicio. Solo podemos nacer a la vida cuando
la etapa intrauterina culmina. De la misma forma, sucede cada vez que la vida
nos da la oportunidad de renacer tantas veces como sea necesario, a lo largo del
camino.
Según Carl Jung, el psicopompo es aquel que va a mediar entre el saber que
tenemos en el consciente y en el inconsciente. A través de situaciones o de
eventos singulares con otros, de sincronías, de sueños y de otras formas en que se
revelan, de manera ritual, algo nos empuja y nos ayuda a alcanzar procesos
trascendentes en nuestras vidas.
A veces, sucede a través de encuentros fugaces o de relaciones sostenidas que
nos cambian para siempre.
Más allá de lo que resulte, algo más Grande, que llamamos Destino, nos
conduce a converger en un mismo tiempo y espacio con diferentes propósitos y
siempre es, aunque no lo sepamos en el momento, para un despertar de
conciencia. Este despertar va propiciando un camino de integración y
reconciliación en nosotros y con el Espíritu. Y, en esa confluencia, nos
encontramos con el otro —y, cuando decimos el otro, nos referimos también a
todos aquellos que están en su alma—, junto con el destino que así lo propició.

Los tres destinos


Bert Hellinger habló de tres destinos: el primero es el Destino de la
Misericordia, que sucede cuando alguien estuvo al límite entre la vida y la
muerte, despertarse luego de haber estado en coma o en estado vegetativo o una
muerte clínica, incluso en aquellos casos en los que algunas personas han
expresado cómo regresaron de la experiencia de la muerte… Es decir, se trata de
haber pasado por una situación en la que la vida estuvo en una condición de
riesgo máximo o haberse encontrado con la muerte por unos instantes.
Estas personas que vuelven a tener la posibilidad de vivir, a menudo, hablan de
un segundo nacimiento, una oportunidad de tomar por segunda vez la vida. Es lo
que frecuentemente se llama milagro y solo sucede por Misericordia Divina.
En otro nivel, esto también ocurre, por ejemplo, en un accidente trágico, en el
que una persona es la única que queda con vida, o en una catástrofe natural, en
la que sobreviven unos pocos, o cuando alguien volvió del frente de batalla… La
Vida otorga esta oportunidad como un obsequio, sin que nosotros tengamos que
hacer nada para recibirlo. Pero sí debemos hacer algo para tomarlo: para poder
tomar la vida por segunda vez. Hacer algo grande al servicio de ella es lo que
resulta recomendable para sentirnos merecedores de la nueva oportunidad.
Luego de atravesar una experiencia de esta índole, muchos deciden hacer
servicios sociales o comunitarios, ofrecer su experiencia para otros escribiendo
libros, dando conferencias, expandiendo conciencias a partir de lo que han
atravesado… y, de esta manera, es posible decirle sí a ese regalo del destino y
tomar la Vida por segunda vez.
Luego, Hellinger habla del Destino de lo Inamovible: uno nace de una
determinada manera, en un lugar y un tiempo, en un país en particular, en un
año preciso y a una hora determinada, siendo parte de una generación, con una
madre y un padre, en una familia, con ciertos hermanos, con una historia, con
una carga genética… Y, en relación con este destino, nada podemos hacer ni
modificar. Solo asentir.
A un tercer destino lo denomina el Destino de la Implicancia y es el único sobre
el cual podemos intentar hacer algo. Para ello, debemos mirar con los ojos del
alma porque llegamos con una genética y una herencia que no solo a nivel
biológico se evidencia, sino también a nivel álmico, ya que, como hemos
compartido, llevamos destinos, experiencias y sentimientos que no son propios,
sino resultado de las implicancias que conservamos con nuestros ancestros.
Es una herencia invisible que podemos recibir desde tantísimas generaciones
anteriores.
Esto es lo que contemplamos en las Constelaciones cada vez que reconocemos
aquellas lealtades invisibles y los desórdenes consecuentes que nos encuentran
con nuestros linajes. Por ejemplo: cuando repetimos modelos de pareja; cuando
reeditamos un destino de carencia; cuando pagamos en el lugar de un ancestro
por un delito cometido y no reconocido; cuando estamos identificados con
víctimas que han quedado excluidas en generaciones anteriores; cuando estamos
enredados con secretos familiares; cuando llevamos sobre nosotros destinos
difíciles de otros, historias inconclusas, culpas ajenas que no se terminaron de
asumir
—seamos conscientes o no de ellas, igual actúan en nuestras vidas—. Sobre estas,
podemos, a veces, hacer algo junto con la benevolencia del Espíritu que todo lo
mueve hacia la reconciliación y la Vida.
Podemos reconocer, entonces, que, en relación con nuestro sistema de origen,
estamos unidos por lazos invisibles en una comunidad de destinos. Como hijos,
no solo estamos unidos a nuestros padres, sino a una red familiar que nos
encuentra. No nos podemos pensar fuera de nuestros padres; no nos podemos
pensar recortados de nuestros abuelos y de nuestros ancestros, como así tampoco
de sus experiencias y de sus destinos. No estamos inmunes a ser afectados por
esos destinos que se vivieron antes, en la medida en que estemos implicados.
A veces, a simple vista, los podemos detectar: todos los hombres tienen
dificultades laborales; se vive con una economía austera; todas las hijas mayores
se han separado; o el hijo menor de las diferentes generaciones no pudo realizarse
en pareja; o las mujeres tienen dificultades para poder concebir; la misma
enfermedad crónica se repite… En todos estos casos, se hace evidente lo que nos
encuentra.
En otras ocasiones, esos patrones de repetición no son tan fáciles de detectar,
pero no significa que no obren en nuestra vida. Siempre nos condicionan.
Quizás, nosotros no tenemos noticias de ello, pero sí el alma: por ejemplo, en
una generación anterior, una madre murió en el parto, y, a lo largo de las
generaciones, una de sus descendientes tiene dificultad para tener hijos; quizás
biológicamente la pareja está apta, sin embargo, la maternidad no sucede. Otro
ejemplo: un ancestro estafó y un descendiente es asaltado en múltiples ocasiones
en su comercio. Y esta lógica sistémica también está en la base de los síntomas y
las enfermedades.
En este sentido, podemos decir que las experiencias que vamos atravesando en
nuestras vidas están condicionadas por los lazos invisibles que nos unen al
sistema familiar de origen y los demás sistemas —cultural, social, generacional,
colectivo…— de los cuales somos parte.
A modo de síntesis: el Destino de la Implicancia es el resultado de las lealtades
invisibles que mantenemos con nuestro sistema de origen, y, a medida que
vamos alcanzando nuevos Órdenes en la dimensión del alma, ese destino puede
ir siendo modificado junto con las Fuerzas más Grandes.
El complejo de Jonás
Es usual escuchar sobre el valor y el coraje que se requieren para enfrentarnos
con nuestras faltas, nuestros desaciertos y con nuestra sombra. Es a partir de la
autoexploración que podemos reconocer de qué se trata aquello que debemos
integrar y trascender porque ya dejó de tener sentido en nuestras vidas.
Sin embargo, también se requiere valor y coraje para saber que tenemos algo
valioso para darnos y para dar. Hacerle lugar a la propia potencia, a nuestros
talentos y el don de ser, puede ser tan intimidante como el registrar nuestros
errores y necedades. Y, en nombre de ello, nos limitamos y nos condicionamos a
nosotros mismos de ser quienes auténticamente somos y nos resistimos a
reconocernos en nuestra esencia más genuina.
Podemos escapar de mirar dentro de nosotros, negar o desmentir aquello que
ya sabemos y somos capaces de hacer e intentar huir de nuestro destino porque
no nos
consideramos a su altura. Así lo refiere y lo ilumina la historia de Jonás.
Jonás llegó con un destino: ser un profeta y marcar un surco para que otros
transitáramos. Al reconocer para qué había llegado a esta existencia y al enterarse
también de que se le había otorgado un don para alcanzar ese fin, entró en
pánico y escapó tan lejos como pudo de su lugar. Estaba asustado y casi
paralizado. Lo experimentaba como abrumador y lo atormentaba. Agobiado, se
subió a un barco y entró en un sueño profundo. Entretanto estaba durmiendo, una
tormenta de magnitud excepcional comenzó a llegar al mar. Los marineros que
estaban con él reconocían, en esa tormenta, a la furia de Dios expresándose. ¿Y a
quién estaba esa furia dirigida? Hacia Jonás por no asumir su destino.
Cuando despertó, Jonás vio lo que estaba sucediendo. En un instante, tomó
conciencia de todo y, para que los otros que viajaban con él no tuvieran que
padecer las consecuencias de su falta de audacia y valentía, decidió sacrificarse y
se lanzó al mar. Y, así, cesó la tormenta para los marineros.
Según narra la historia, una ballena se tragó a Jonás cuando intentaba
sobrevivir en medio del mar. Lo único que quería era regresar con todas sus
ansias mientras permanecía dentro de la ballena, donde todo era oscuro y
tenebroso. En esos momentos, se prometió a sí mismo y a Dios que, si salía con
vida del cuerpo de la ballena, regresaría a su tierra a realizar su misión.
Tres días más tarde, la ballena lo expulsó y así lo retornó a donde pertenecía,
totalmente transformado y siendo consciente de que solo debía cumplir con su
destino y de que, cuanto más se resistiera y le diera la espalda, mayor sería el
dolor y el sufrimiento propio y para quienes lo rodearan.
Este relato es parte del Antiguo Testamento y del Tanaj —libro sagrado en el
judaísmo—. Jonás también es un profeta del Islam.
En relación con esta historia, Abraham Maslow, psiquiatra y psicólogo
estadounidense conocido como uno de los fundadores y principales exponentes
de la Psicología Humanista, dijo: “Tememos a nuestras máximas posibilidades.
Por lo general, nos asusta llegar a ser aquello que vislumbramos en nuestros
mejores momentos, en las condiciones más perfectas y de mayor coraje”. La
verdad sobre nosotros mismos, aunque sea prometedora, a veces, nos da miedo,
pero siempre libera.
Nos invito a preguntarnos: ¿en qué lugar nos encontramos? ¿Estamos
desoyéndonos? ¿Subidos a un barco, dándole la espalda a nuestro destino?
¿Afrontando una tormenta importante? ¿Pretendiendo sobrevivir porque, por
ahora, solo podemos resistir? ¿Estamos dentro de la ballena, ocultándonos de
nosotros mismos? ¿Comenzamos a ver la luz y a aceptar que debemos dejar esos
lugares y atrevernos a salir para ser quienes somos y a cumplir con lo que
vinimos a hacer?
Nuevamente, no hay tareas grandes o pequeñas; todas tienen el mismo valor
como parte de la única red al servicio de la existencia misma. Todos, en algún
momento de la vida, somos convocados a atravesar una experiencia para
transformarnos y asentir a quienes somos y, a partir de allí, compartirnos y
compartir lo que, desde lo Alto, nos han dado. El camino nos va invitando a
despojarnos de aquello que impide el andar y, de a poco, nos vamos acercando a
nuestra genuina identidad.
Saber quiénes somos nos permite proponernos ser coherentes e íntegros, de
acuerdo con el autoconocimiento y con las posibilidades que vamos alcanzando,
y, así, vamos superando esa especie de nostalgia que sentimos cada vez que nos
apartamos de lo que vinimos a dar para el bien común.
La Psicología Humanista ofrece este conocimiento que se encuentra también
en tantos libros sagrados, en diferentes abordajes filosóficos y en otras escuelas
psicológicas. El sendero por recorrer y que nos convoca pareciera que nos invita
a transitar los mismos tramos y dar los mismos pasos: reconocer lo que no somos
para integrarlo y trascenderlo; asentir a nuestros potenciales, a nuestras
cualidades más luminosas, a nuestros más bellos talentos y dones; recordar así
aquello que tenemos para ofrecer y avanzar con seguridad a partir de lo que
reconocemos como propio. Y exige de nuestra decisión, de nuestro esfuerzo y de
nuestro valor. Andando el camino es como lo vamos recordando.
La Teoría de la Resonancia Mórfica
Antes de continuar compartiendo acerca del propio Destino, entiendo que
puede ser provechoso brindar algunas líneas que colaboren en ampliar la
comprensión.
El biólogo Rupert Sheldrake nos ha legado un concepto que es parte de una
teoría de funcionamiento del mundo: los campos mórficos. Son patrones o
estructuras que organizan la naturaleza. Serían algo así como los depositarios de
la información esencial que posibilita el desarrollo de la vida. En estos, radica
aquello que, frecuentemente, entendemos como instinto, un concepto primordial
que alude a información sobre los movimientos, actitudes y tendencias que le
competen a una determinada especie.
Estos campos están compuestos de información. Una vez que son creados, no
pierden fuerza ni intensidad a través del tiempo y el espacio. Conservan toda la
información del pasado, y esta impacta en el presente.
El dato más relevante es que esa información no se encontraría en los genes, ni
en el cerebro, sino en el exterior de cada individuo. Tampoco le concierne al
mundo físico tal como ahora lo percibimos, sino que sería una información
intangible, una especie de memoria colectiva.

Hacerle lugar a la propia potencia, a


nuestros talentos y el don de ser, puede ser tan
intimidante como el registrar nuestros
errores y necedades.

En el desarrollo de las Constelaciones, esta información se traduce a través de


los representantes que, a partir de sensaciones o impulsos, van a ser motivados a
realizar ciertos movimientos y a posicionarse de una manera en particular.
La Teoría de la Resonancia Mórfica también corresponde al paradigma
propuesto por Sheldrake y posibilita dar cuenta de manera científica de la
interconexión que muchas personas perciben entre sí, que trasciende los sentidos
ordinarios.
Tal como Sheldrake señala en su obra Una nueva ciencia de la vida, de
Editorial Kairós: “La resonancia mórfica es un principio de memoria en la
naturaleza. Todo lo similar dentro de un sistema autoorganizado será influido
por todo lo que ha sucedido en el pasado, y todo lo que suceda en el futuro en
un sistema similar será influido por lo que sucede en el presente. Es una
memoria en la naturaleza basada en la similitud”.
Los estudiosos afirman que los campos mórficos trascienden el cerebro; unen a
las personas entre sí y con los objetos que perciben. Dicho de otro modo: los
capacitan para afectar a otros con su atención e intención. “El ojo del observador
modifica lo observado”. Con solo mirar algo, se podría influir sobre eso que se
mira. Es decir, tener una idea nueva o un pensamiento renovado sobre lo mismo
afecta lo observado y modifica la experiencia. Lo que uno hace, dice y piensa
puede influir a otra persona por resonancia mórfica.
Estos principios naturales son recuerdos que se retrotraen hasta el momento en
el que el organismo —sea cual fuere— se desarrolló por primera vez y, por
resonancia, continúan trabajando y repitiéndose a través de las sucesivas
generaciones. De ahí que se reiteren algunos patrones dentro de un sistema.
A través de la Resonancia Mórfica, el pasado se hace presente en los Campos
Mórficos. Es una información que se propaga más allá del tiempo y el espacio.
La repetición es prioritaria para que este proceso suceda.
Así, la teoría de Sheldrake ofrece una base científica a los movimientos que se
dan con el trabajo en las Constelaciones porque lo que toman los representantes
es información del Campo. Son por ellos traducidos, y se construyen, de esta
manera, imágenes que dan cuenta de lo que es en el alma, revelan los Órdenes
por alcanzar y propician, así, los movimientos hacia la solución y al servicio de la
Vida.
En el desarrollo de las Constelaciones, se viven fenómenos que resultan
inexplicables a simple vista, pero que, sin embargo, suceden. Como también
ocurren, de una manera, quizá, menos asombrosa, pero tan contundente, en la
vida cotidiana. A muchos nos ha pasado entrar a una casa y sentirnos muy
cómodos rápidamente. O, al contrario, percibir una sensación de tensión o
estrés. También, cuando estamos con una persona por primera vez y, en el
mismo instante en el que la vemos a los ojos y cruzamos unas palabras, nos
sentimos a gusto. O en lo que comúnmente se llama amor a primera vista.
Esto ocurre porque las personas llegan a un punto de encuentro con la
información de sus experiencias personales y la de sus ancestros. Al igual que los
lugares, que están impregnados con la información de los hechos y
acontecimientos que allí se vivieron desde el momento de su construcción e
incluso desde que fueron pensados.
Uno de los grandes legados de Bert Hellinger ha sido ver cómo un
representante puede traducir en el presente la información de aquel con quien
está implicado, en cuanto a su destino o experiencias, mostrando los hilos
invisibles y las dinámicas que suceden a través de la resonancia mórfica.
De esta manera, cada vez que un movimiento de Orden es logrado, una
reconciliación alcanzada, por resonancia, los alcances que pueda tener en cientos
o hasta miles de personas son inimaginables. Como cuando tiramos una piedra
al agua: los círculos concéntricos van expandiéndose cada vez más y más, y
terminan perdiéndose en el horizonte, sin que podamos dimensionar su
verdadero alcance, más allá del tiempo y del espacio.

Cada acción genera una reacción


Muchas son las personas en estos tiempos que adhieren a la filosofía de la
reencarnación, la cual sostiene que el alma humana preexiste a la vida actual y
que, a lo largo de las sucesivas vidas, va encarnando en diferentes cuerpos, en
nuevas existencias, hasta retornar a la Esencia Divina que somos, siendo Uno
con ella, y, de esta manera, alcanzar la inmersión en el Todo.
Desde este marco teórico y filosófico, son los contenidos que ahora
compartimos, los cuales también dan cuenta de lo que conocemos como destino.
Primero, repasemos y profundicemos acerca de este concepto, que es muy
vasto. ¿Qué es el Karma? Es un término en sánscrito —lengua clásica de la India,
que se usa en el hinduismo, el budismo y el jainismo— que se reconoce como
Ley Universal y significa que cada acción genera una reacción; que cada causa
tiene su consecuencia en la vida presente o sucesivas de quien las ejecuta o las
lleva a cabo; que tal como lo que pensamos, sentimos o hacemos, eso mismo
regresa; no podemos anticipar cuándo, pero sí sabemos que retornará.
Se lo traduce, habitualmente, como acción o trabajo.
Conforme sean nuestros actos, así será lo que acumulemos como fruto de ellos
y los pagos consecuentes. Por eso, también se conoce esta Ley como el Principio
de Causa y Efecto. Y trasciende cualquier religión que podamos profesar. Es una
Ley que nos atraviesa y está siempre presente. Es un Principio que nos devuelve
los efectos de nuestras acciones y comportamientos desde tiempos remotos
o recientes.
Por ejemplo, desde la ley del Karma, podemos explicarnos acerca de ciertas
experiencias difíciles o destinos complejos que, como seres humanos, podemos
vivir como consecuencia de nuestras acciones o comportamientos de un pasado
inmediato o remoto.
Si nuestros pensamientos o acciones generan bienestar, alegría, éxito en los
demás, así será el retorno; si, en cambio, generan malestar, discordia, debilidad,
así será lo que nos regrese. Tal como está escrito en el Nuevo Testamento,
recolectamos los frutos de nuestras acciones. Esta es la ley del Karma y se la
nombra de diferentes maneras.
Desde este marco, en el que todo responde al concepto de la Rueda del
Samsara o de la Vida, el cual nos remite a un proceso de reencarnación o
renacimientos, un nacer y renacer ligado al concepto del karma, nuestro destino
estará determinado por lo experimentado en las sucesivas vidas como resultado
de nuestras buenas o malas acciones, en las que el karma de la vida anterior va a
afectar la existencia actual.
El Kybalión es un documento que resume los principios de la ciencia
hermenéutica, cuyas enseñanzas sobre la Verdad han sido tomadas en tantísimas
escuelas de conocimiento. Esta obra hace referencia a Hermes Trismegisto
—que fue reconocido como el dios Toth en Egipto y, tiempo después, en
Grecia, recibió el nombre de Hermes: Dios de la Sabiduría— y a sus siete leyes o
principios universales. Uno de ellos dice: “Toda causa tiene su efecto y todo
efecto tiene su causa (…); hay muchos planos de causación, pero nada se escapa
a la ley”. Una vez más, está expresada la Ley del Karma.
En relación con la filosofía de la reencarnación, podemos ampliar el término y
decir que cada persona trae un karma adecuado que se presenta ya desde la
gestación y en el nacimiento: para el despertar, para lograr el equilibrio o la
compensación con lo pendiente que trae y para la evolución del alma en esta
vida. Y que cada acción, palabra o pensamiento que mantuvimos o realizamos en
otras vidas va a afectar a esta presente junto con las acciones, palabras y
pensamientos que vamos generando en la vida actual. Es decir, nuestra vida
presente es resultado de todas las acciones y expresiones realizadas en vidas
anteriores y de las generadas en esta vida.

Cada vez que un movimiento de Orden es


logrado, por resonancia, los alcances que pueda
tener en cientos o hasta miles de personas
son inimaginables.

El karma es siempre resultado de un movimiento anterior. Debido a la


interrelación que nos conecta y nos encuentra con todo lo que existe, cada uno
de nuestros movimientos genera una respuesta y no es sin consecuencia. Todo
ello, desde este contexto, constituye nuestro destino.
Y todo lo que hagamos o pensemos en esta vida también tendrá repercusiones
no solamente en el devenir de esta vida, sino en existencias futuras. La situación
y realidad que hoy nos encuentra y nos circunda es resultado de nuestros
comportamientos pasados. Toda buena acción en el presente traerá beneficios a
su debido tiempo. Nuestros pensamientos y acciones son los responsables de
nuestra alegría o del pesar, de nuestra ganancia o la pérdida.
El karma no es solo personal; hay un karma familiar, un karma generacional,
un karma nacional, un karma continental, un karma planetario…
En síntesis, el Karma va a traer una memoria intangible y no consciente,
consecuencia de las decisiones, de los comportamientos, de las intenciones, de
los pensamientos, de las expresiones que fuimos acumulando a lo largo de las
vidas e incluso de esta misma vida.
Es decir, más allá de que esa acción pertenezca al día de ayer, a diez años atrás
o una vida anterior, esa información que se puso alguna vez en movimiento va a
seguir teniendo vigencia.
Si este término anterior corresponde a la vida presente o una anterior, da igual.
El karma personal es uno. Todo vuelve, todo retorna. Somos los escribas de
nuestras vidas, y así, conforme, será nuestro destino.
La maneras de trascender el karma son pagando las deudas kármicas, y ellas se
saldan con dolor, sufrimiento o servicio a uno mismo y a los demás. Lo cierto es
que el Espíritu que nos ama a todos por igual, siempre con misericordia, nos
propicia las mejores condiciones y con los menores costos en relación con lo
pendiente.
En relación con las deudas, lo son tanto si dañamos a alguien en una vida
anterior como si generamos dolor a un tercero en esta vida. Cuanta más
conciencia tengamos del daño o dolor que provocamos, mayores serán las
consecuencias.
¿Y por qué sucede esto? Porque el Espíritu todo lo ve y nada se escapa a Su
Mirada en nosotros, ya que eso somos: Espíritu. Por eso, todo responde siempre
a una compensación. Lo que va vuelve; y así se equilibra.
Las acciones que generan karma y producen daño o dolor, tal como han
enseñado los grandes maestros de todos los tiempos, son las que van en contra
del principio espiritual que sostiene lo siguiente: “Ayuda siempre; no dañes
jamás”.
La otra forma de saldar el karma, como mencioné, es a través del servicio, a
uno mismo o al prójimo. ¿Qué es hacer servicio a uno mismo mientras el karma
se va saldando? Realizar autoindagación; preguntarnos el porqué y el para qué de
cada experiencia: ¿es resultado de una implicancia ancestral? ¿Estoy pagando en
lugar de un ancestro que hizo daño a través de un robo? ¿Qué debo restituir?
¿Qué debo ordenar? ¿Qué debo dejar en el pasado con gratitud y amor? ¿Es una
memoria kármica de alguna vida anterior? Recordemos que atraemos lo que
traemos. Y, en la medida que nos vamos encontrando con la Verdad de quienes
somos, en esta conciencia de Amor que recuperamos en relación con nosotros
mismos, comenzamos a limpiar el karma.
Cuanta más conciencia, más posibilidades de limpiar el karma en la dimensión
del Amor, ya sea con una memoria de vidas anteriores, con nuestros ancestros o
con una historia personal que vivimos en el pasado.
Y todo esto que va siendo ordenado en nosotros es lo que podremos brindar
como servicio a otros. Ya que lo que tomamos lo podremos dar; lo que
agradecemos lo podremos compartir; lo que dejamos en el pasado nos permitirá
mirar hacia adelante.
A partir de estos despertares, con frecuencia, lo que decanta es el propósito de
nuestra vida, que es nuestro Dharma —que profundizaremos en este capítulo—,
para ser modelos y testimonios en lo que decimos, hacemos, ofrecemos o
enseñamos: transformar el infortunio en provecho para otros, las propias crisis
para el bien propio y de los otros.
De esta manera, en lugar de quedarnos en el lamento o en el reproche,
podemos hacer algo muy diferente a partir de nuestro karma. Por ejemplo, si, a
partir de un accidente, nos dedicamos a dar charlas a la comunidad para hacer
conciencia de la necesidad de respetar las normas de tránsito; o, a partir de la
superación de una enfermedad, escribimos
un libro o armamos una nueva aplicación para despertar conciencias; o, a partir
de haber salido airosos de una situación de violencia familiar, coordinamos
grupos de ayuda a terceros que están atravesando lo mismo… En este sentido,
somos los arquitectos de nuestro propio destino. Así, el karma se trasciende y
quedamos libres de él.
Los Órdenes del Amor y la Ley de Causa y Efecto regulan las relaciones
humanas y dan cuenta de lo que llamamos destino, independientemente de que
seamos o no conscientes de ello. Podemos observarlo en nuestra vida diaria.
Cuanto más sepamos, más ampliaremos la mirada y la comprensión sobre lo que
nos sucede; más herramientas creativas, más opciones tendremos para salir de la
repetición inconsciente; más disponibles vamos a estar para que la Gracia sea y
para que el karma sea relativizado o disuelto. Y esta es la parte de libre albedrío
que tenemos al elegir sobre qué hacer con lo que estamos atravesando, a medida
que nos hacemos responsables de aquello que nos sucede y de nuestra reacción
sobre esas experiencias.
El karma se disuelve en amor
En el año 2010 y 2011, tuve la bendición de compartir dos semanas completas
con Hellinger en Chascomús, Argentina, como parte de la Formación en la
“Hellinger Sciencia”. En una oportunidad, al terminar de facilitar una
Constelación, Bert se acercó al frente del escenario y dijo: “El karma se disuelve
en amor”.
Esto me dio pie a investigar —con todo el respeto que amerita—, junto con
mis alumnos, algo que sentía como un llamado desde hacía mucho tiempo: la
relación entre el Karma y las Constelaciones. A partir de estas experiencias,
comencé a preguntarme si, acaso, las implicancias, las lealtades invisibles con
quienes llegaron antes, con sus respectivos destinos y memorias, es lo que se
llama en Oriente el karma familiar y que determina un destino familiar.
Y, a partir de todas las investigaciones realizadas durante estos años, me atrevo
a decir que el campo no solamente saca a la luz un destino familiar y personal,
sino que revela el karma que traemos de vidas anteriores. Es decir, aquellos lazos
que nos encuentran con memorias no saldadas o no completadas con alguna
información de vidas pasadas. Así como también el Destino de la Implicancia
revela el karma familiar, el cual, a través del respeto por los Órdenes y el alcance
de los movimientos de reconciliación, va siendo transmutado al servicio de la
existencia a través de un descendiente que toma la posibilidad de ordenar, sanar
y girar hacia la Vida, siempre con la Gracia del Espíritu.
Hace años, llegó una consultante joven a un taller para constelar un tema
repetido en su vida. Ella se preguntaba por qué, cuando le atraía un hombre, él
salía escapando como si fuera peligrosa. La Constelación comenzó a desplegarse en
el campo, y así se manifestó una implicancia de ella con alguien anterior que
había asesinado a un hombre.
En mi rol de facilitadora, tomé muy fuerte la información y, entonces, le
pregunté si ella adhería a la teoría de la reencarnación: me contestó que sí. Desde
hacía años, la consultante sostenía una mirada sobre la vida basada en la rueda de
las reencarnaciones. Al ver la imagen, comentó que hacía un tiempo había tenido
un sueño en el que se había visto en una vida anterior asesinando a un hombre.
La implicancia con esa memoria kármica daba cuenta de a quién veían los
hombres cuando se acercaban a ella.
Lo importante sobre esta experiencia es ver el alcance que tienen los campos a
la hora de revelar informaciones, mostrando una memoria con estas
características. A través de la Constelación, se hizo un espacio para la creación de
un nuevo movimiento.
Cada vez que somos capaces de ordenar en el alma, por resonancia, estamos
ofreciendo un gran servicio no solo a nosotros mismos, sino al sistema de origen,
a la comunidad, a lo colectivo y a la humanidad entera.
Cuando somos capaces de reconocer, de incluir, de honrar y de agradecer, de
dejar en el pasado, quedamos liberados del karma y disponibles para un nuevo
comienzo, para una nueva acción.
Todos los movimientos que nos atrevamos a hacer al servicio de la
reconciliación y de la Vida nos ayudan en este sentido. Solo en la conciencia del
Amor del Espíritu, el Karma se disuelve y se transmuta en amor en acción.
Cada Constelación lo evidencia: cuando una despedida se alcanza, cuando un
síntoma se retira, cuando una implicancia se transforma, cuando los muertos se
van en su paz… los vivos giran y retornan al propio Camino.
La disolución del karma es resultado de una Gracia. Y lo observamos a través
de las Constelaciones; podemos reconocer que un karma termina cuando un
patrón de repetición de cualquier índole desaparece; o cuando un padecimiento
culmina; o cuando algo que traía dolor o sufrimiento a nuestra vida se disipa y
queda en el pasado... Y volvemos a sonreír, recuperamos el entusiasmo,
nuevamente tenemos fuerza para proyectar y disfrutar… Sentimos alegría y
ganas de vivir, sin ser necesariamente siempre conscientes de qué fue lo que
generó el cambio. Sucede y agradecemos. Sabemos que es la Gracia. Todo es
bendición.
El campo de información es soberano, y, ante él, me inclino. Constelar nos
permite alcanzar umbrales sagrados en donde los portales se abren hacia
dimensiones de espacio-tiempo inconmensurables, que van mucho más allá de lo
familiar y que tienen que ver con nosotros mismos en otros tiempos, cuya
información está absolutamente presente.
Toda la información que va saliendo a la luz conspira hacia la misma
dirección: al centro del Ser que somos, siendo uno con el Espíritu.
Podemos pensar, entonces, que las Constelaciones nos invitan a revelar no solo
los destinos de nuestros ancestros, sino que sacan a la luz otras dimensiones. Tal
como lo afirma la Física Cuántica: “El tiempo no es lineal, sino circular”. El
tiempo cuántico está en una superposición de estados en la que pasado, presente
y futuro se fusionan.
Hace miles de años, Sócrates dijo: “Solo sé que no se nada”. ¡Esto sigue siendo
tan cierto y tan vigente! Y, cuanto más profundizamos en las verdades universales
que nos habitan, más vigentes y ciertas se hacen estas palabras.
A medida que nos expandimos en la conciencia, vamos siendo capaces de
percibir que hay hilos que nos mueven y que se entrelazan con otros lazos
invisibles, que actúan simultáneamente creando un entramado que va mucho
más allá de nuestra comprensión. El campo cuántico está al servicio de todos y
de nosotros mismos.

Los alcances de la conciencia


Quisiera compartir otro concepto maravilloso de Bert Hellinger. Él habló de
tres diferentes conciencias: la personal, la colectiva y la espiritual, que se
reconocen por el alcance
del Amor en cada una de ellas. De acuerdo con dónde
hagamos identidad, así será nuestro Destino.
Desde esta mirada —a diferencia de la mirada psicoanalítica—, la conciencia
es una especie de órgano regulador que nos va a indicar lo que está bien o no
según las reglas y valores del sistema de origen, lo que es visto con buenos ojos,
de lo que tiene valor e importancia. Es una especie de sensor que nos advierte de
qué se trata aquello que debemos hacer o ajustar para asegurarnos el hecho de
pertenecer, que es —como ya mencioné— una de las necesidades básicas del ser
humano.
Las diferenciaciones que solemos hacer devienen de esta conciencia que nos
advierte que nuestra pertenencia está asegurada, al respetar determinadas reglas
que son bien vistas por el sistema de origen, o, por el contrario, que la estamos
poniendo en peligro y corremos el riesgo de perder nuestro derecho a ser parte.
En el primer caso, mantenemos buena conciencia y, en el segundo, sentimos una
mala conciencia en relación con la conciencia familiar inconsciente, que
profundizaremos en los párrafos siguientes. Lejos están de que la primera sea
buena y la segunda mala. Simplemente, el concepto de buena es porque, al
respetarla, nos trae paz, y el concepto de malo nos quita la paz. Sin embargo, solo
crecemos con mala conciencia, ya que nos permite diferenciarnos, tomando
aquello que también nos representa del linaje, y prepararnos internamente para
poder sostener lo que todo crecimiento trae aparejado: despedidas, renuncias,
soltar, sentimientos de culpa… y hacer lugar a lo que es, tanto en nosotros como
con aquellos que son parte del sistema familiar. Lo cierto es que, según dónde
nos posicionemos, así resultará nuestro destino.
Desde lo que llamamos la conciencia personal consciente, se establece esta
distinción entre lo que es bueno y lo que es malo para asegurarnos la
supervivencia dentro del propio grupo del cual somos parte. Nos liga a las
personas y a los grupos que tienen un valor especial para nosotros.
Podemos, entonces, reconocer que este es un nivel de conciencia limitado, que
acota e inhabilita, y les otorga la pertenencia a unos, pero no a otros. Solo es
sentida y reconocida en lo individual, y está al servicio de nuestra pertenencia y
de nuestra supervivencia. A partir de esta conciencia, somos capaces de separar,
de excluir, de enojarnos, de darle al otro la bienvenida, de hacerle lugar o de
alejarlo de nuestras vidas.
Cuando somos pequeños, esta conciencia es vital, ya que, como niños, con tal
de pertenecer, somos capaces de sobreadaptarnos a costa de cualquier renuncia,
ya que esa unión es primordial. Por eso, a lo largo de la vida, la conciencia
personal tiene tanta importancia.
Además, hay otro tipo de conciencia, a la que llamamos conciencia familiar
inconsciente, que atraviesa los sistemas, que incluye a todos los integrantes de la
familia por igual. Es una conciencia grupal y se extiende más allá que la
conciencia personal.
Ella va a velar para que pertenezcan todos aquellos que son parte y recuperen
su integridad. Incluye a aquellos que, desde la conciencia personal, nosotros
excluimos o rechazamos, con la disposición de devolverles la pertenencia que,
alguna vez, perdieron. En esta conciencia, podemos reconocer que hay más
amor.
Está al servicio de la supervivencia del grupo y de la familia, de incluir a todos
los que pertenecen y del restablecimiento y del respeto por los Órdenes del Amor
del grupo en cuestión.
Cuando alguno de los integrantes, por alguna razón, fue excluido o porque
algo quedó sin ser asumido o inconcluso, esta conciencia colectiva va a
privilegiar que recupere su pertenencia quien llegó primero, a través de un
descendiente que queda implicado con aquel. Así, el descendiente, aunque tenga
pleno desconocimiento y nada tenga que ver con lo acontecido, va a representar
a ese ancestro y a su destino, y llevará sobre sí lo que no le corresponde.

A medida que nos expandimos en la conciencia,


vamos siendo capaces de percibir que hay
hilos que nos mueven y que se entrelazan
con otros lazos invisibles.

No obstante, esta conciencia también es limitada y vela por todos aquellos que
son parte del sistema o que pasaron a ser parte de él. Sin embargo, es más
potente y enérgica que la anterior por las consecuencias que trae en nuestras
vidas.
En relación con esta conciencia —retomando lo dicho anteriormente—,
cuando nos diferenciamos de las reglas y los valores de la conciencia familiar
inconsciente, tenemos mala conciencia: se denomina así porque perturba, inquieta
y perdemos la calma. Y la pertenencia se pone en riesgo.
Así, si este movimiento no es resultado de un profundo proceso interior que
nos dispone a estar empoderados como adultos para diferenciarnos y seguir el
propio impulso en aquello que nos representa y nos motiva, nos condiciona a no
efectuar una acción, o a retrotraernos, o a castigarnos por el movimiento
realizado.
Y esto, que debiera ser un movimiento natural, al individualizarnos, nos trae
aparejado un sentimiento de culpa, que, en el plano del alma, se vive
acompañado con un temor a perder la pertenencia. Por ejemplo, cuando
decidimos no trabajar en la empresa familiar como el resto y dedicarnos a tener
una actividad independiente que nada tiene que ver con lo esperado por los
padres; o cuando, siendo parte de una familia tradicional, elegimos a una pareja
que practica una filosofía de vida diferente; o cuando elegimos ser vegetarianos
en una familia en la que todos son omnívoros… Exige de nosotros un
crecimiento y un posicionamiento adultos para poder singularizarnos y
sostenerlo.
En otros casos, el sentimiento de culpa puede resultar como consecuencia
cuando el destino nos privilegia ante un hermano que perdió la vida
prematuramente o no llegó a nacer; o ante una madre que murió en el parto para
que nosotros llegáramos a la vida; o cuando, en un accidente, somos los únicos
sobrevivientes; o cuando, por defensa propia, quitamos la vida a quien expuso la
nuestra. Claramente, podemos distinguir que, en ninguno de estos ejemplos, el
sentimiento de culpa se justifica.
Sin embargo, para sostener nuestra vida, que queda vinculada con aquellos que
perdieron la suya —o alcanzaron umbrales muy altos de sufrimiento, a diferencia
de lo que el destino nos trajo a nosotros—, resulta necesario realizar un trabajo
sobre nosotros para sentirnos merecedores de llevar una vida digna. Esto es lo
que nos va a permitir sostener la mala conciencia y vivir plenamente.
Tal como cada uno de nosotros nos posicionamos desde nuestra conciencia
personal ante la conciencia familiar, eso va a determinar nuestro destino, ante el
cual nada podremos hacer, salvo que lleguemos a conocer las normas que
mueven a esta conciencia, junto con la comprensión que alcancemos de estos
lazos invisibles que actúan a través nuestro y nos unen a ella.
Y, para ello, tenemos que mirarnos a través de los ojos del alma —tal como las
Constelaciones lo posibilitan— y hacer lugar a que se revelen aquellos Órdenes
que, al ser reconocidos y respetados, nos permiten recuperar la posibilidad de
transformar nuestras dependencias en fuerza de acción hacia la Vida.
Una tercera conciencia es la conciencia espiritual, que trasciende los límites de
las dos primeras y nos invita a ir más allá del alcance de las anteriores, sin
diferenciar inclusión y exclusión, sin distinguir entre bien y mal, ni buenos ni
malos. A todos los ve con los mismos ojos y con el mismo amor: a los excluidos,
a los que llegaron antes, a los descendientes, a todos sus destinos... Y vela por este
Amor.
Es un Amor inclusivo e ilimitado, que une lo que está separado, una
conciencia que surge como consecuencia de reconocer al Amor del Espíritu que
todo lo mueve más allá de nuestros deseos y preferencias, de nuestra disposición
o resistencia. Siempre trae lo nuevo y lo crea.
Es aquí cuando nuestro trabajo personal es prioritario para trascender las
fronteras de las dos primeras conciencias e ir acercándonos a ese lugar interior
donde nuestra tarea, una vez reconocida esta conciencia de Amor Espiritual, es
vaciarnos para asentir y solo ahí comenzamos a dejarnos mover y guiar por ella,
cada vez con un poco menos de yo para estar cada vez más disponibles a estar en
sintonía con este Amor. No obstante, no es un proceso lineal ni tampoco un
absoluto. Es el Camino. Y así nuestro destino, gracias a esa Gracia, puede ser
transformado.
Cada vez que asentimos a ella, sensaciones de quietud, serenidad y paz interior
suceden, tanto en el alma como en el cuerpo.
Es una dimensión de la conciencia que no solo nos invita a ampliar los niveles
de comprensión que nos trae la conciencia personal, sino que nos exige darle
nuestro respeto a la conciencia familiar de la cual somos parte.
En esta conciencia, los Movimientos de Reconciliación que son alcanzados
están al servicio de la vida propia y de la Vida, con mayúscula.
Esta mirada está al servicio de sacar a la luz comprensiones espirituales para
dejarnos conducir por ellas a través del alma y ordenar y tomar nuestro propio
lugar.
Nos permite recordar que nuestra trascendencia y el alcance de los propósitos
de nuestras vidas devienen de dimensiones más sutiles, y así contamos como una
posibilidad mayor de despejar los caminos que nos conduzcan hacia la armonía y
la felicidad.
Esto es posible en la medida que nos rendimos ante lo que es, nos entregamos
y le decimos sí —como mencioné en un comienzo—. Así, el Destino puede ser
transformado junto con otras Fuerzas Mayores para el más Alto Bien de cada
uno.
Cuanto más asentimos y nos inclinamos al amor de nuestros padres y del linaje
familiar, cuanto más honremos los destinos de todos ellos, cuanto más
respetemos los Órdenes del Amor en el Alma, más disponibles vamos a estar para
encontrarnos en concordancia con este nivel de conciencia espiritual, para
reconocer al Amor del Espíritu, que es Amor incondicional, que obra en nuestras
vidas.
Reconocemos que estamos en esta conciencia cada vez que la calma, la
serenidad, la confianza, la paz interior, la liviandad, un estado de contento
interior suceden en nosotros. Como si el tiempo se detuviera, como si el espacio
se vaciara. El misterio de la Vida se revela en nuestros caminos, más allá de lo
imaginable para nuestra condición humana.
Cuanto más en sintonía estemos con esta conciencia, más amor reflejará el
destino en nuestras vidas, a través de personas, posibilidades, abundancia y
bendiciones… Ya que el Espíritu que lo mueve es Amor.

¿Dónde queda nuestro libre albedrío?


Destino, asentimiento y libertad van juntos de la mano.
Tanto el libre albedrío como el Destino existen. Si lo miramos desde la
conciencia personal, nuestra elección entre dos opciones va a resultar muy
limitada y va a depender del prisma a partir del cual miremos. Tal como sea
nuestra mirada, tal será nuestra elección.
Si lo miramos desde la conciencia familiar, salvo que conozcamos los Órdenes
y los lazos que nos unen a ella y sean reconocidos y ordenados —como, por
ejemplo, al mirar con los ojos del alma—, nuestra libertad estará condicionada
por las implicancias que tengamos con quienes llegaron antes. Y, aunque sea
ajustado el espacio donde podemos ejercer nuestra libertad, ella va a determinar
nuestras vidas.
Nuestro nivel de conciencia y el respeto de los Órdenes alcanzados en el alma
van a determinar el grado de libertad con el cual contamos para realizar nuestro
destino. Cuanta mayor conciencia tengamos sobre nosotros mismos, más
posibilidades tendremos para elegir cómo vivirlo y más amplio será nuestro
margen de elección.
En principio, podemos elegir vivirlo entre quedarnos en un lugar de niños o
pasar a ser adultos, con toda la renuncia que ello implica, con todo aquello que
debemos soltar, con asumir que no podemos salvar a nuestros padres, con
reconocer que nada tuvimos que ver con los destinos de los que llegaron antes y
devolverle a cada uno su lugar, sus propios destinos y su dignidad. Esa es la
porción de nuestro libre albedrío que marcará una diferencia sustancial en cómo
lo afrontamos, con sus respectivas consecuencias.
Dicho de otra manera, todo lo que vamos viviendo a lo largo de la vida, junto
con nuestras implicancias, va dejando improntas en nuestro interior. No
obstante, la grandeza en cada uno va a depender de si nos movemos desde el
lugar de niños y nos quedamos en la victimización o desde el de adultos y
tomamos de la experiencia la fuerza para ser, incluso, testimonios de
autosuperación, de transformación y de gratitud a la vida.
Inclusive ante destinos muy difíciles, podemos elegir mirar más allá de nuestros
padres y nuestros ancestros, y dirigirnos al origen de la Vida misma en el que es
posible tomar la fuerza desde el Amor más Grande que determinó nuestra
existencia e inclinarnos ante ella.
Nuestra libertad radica en la decisión de asentir, agradecer y honrar todo lo
que la vida nos ha dado y no nos ha dado, o, por el contrario, darle la espalda,
negar o rechazar lo que es. Aquello que excluyamos o que neguemos retornará
como un hecho de destino en nuestras vidas o en nuestra descendencia.
Está en nuestras manos decidir nuestro progreso o la repetición de los patrones
familiares. Y esta es nuestra responsabilidad: qué hacemos con lo que recibimos
de nuestros padres y ancestros.
Y lo que decidamos va a determinar nuestras vidas y modificar nuestros
destinos. Todo comienza con nuestro asentimiento.
En este sentido, nuestra libertad se juega entre tomar el amor
incondicionalmente y ser agradecidos o no. De esto, va a depender que el
Universo nos colme con su abundancia y nuestro destino se aligere o, por el
contrario, cada vez, sea más limitante y más difícil.
Cada vez que decimos no, porque algo que trae el destino no responde a
nuestras expectativas, no colma nuestras ilusiones o no satisface nuestros deseos,
estamos obstaculizando lo que el destino, movido por la Omnisciencia del
Espíritu, tiene como propósito para cada uno. De esa manera, el obstáculo o la
dificultad van cobrando cada vez más presencia en nuestras vidas porque el
Destino trasciende nuestra voluntad personal. Y nos impulsa a llegar a nuestros
límites personales para que nos inclinemos y entreguemos a él. Solo necesita de
nuestra entrega —en relación con nuestros deseos, nuestras obsesiones, nuestros
pensamientos…—, aun en las circunstancias más complejas que nos ponen a
prueba.
Y me atrevo a compartir una reflexión más: entiendo que, desde una
conciencia espiritual expandida, la libertad es proporcional al grado de
asentimiento a lo Grande que seamos capaces de alcanzar. A medida que vamos
siendo capaces de inclinarnos y decirle sí incondicionalmente al Espíritu que
todo lo conduce en nuestras vidas, vamos reconociendo y experimentando la
libertad interior. Y, en esta conciencia, somos Uno.
Estamos en el camino. Y lo estamos andando. Enhorabuena.
Les comparto, al respecto, un cuento sufí. Vivía en Bagdad
un comerciante llamado Zaguir, que era un hombre culto y juicioso. Tenía un
joven sirviente, Ahmed, a quien apreciaba mucho. Un día, mientras Ahmed
paseaba por el mercado de tienda en tienda, se encontró con la Muerte, que lo
miraba con una mueca extraña. Asustado, echó a correr y no se detuvo hasta
llegar a la casa de Zaguir. Una vez allí, le contó a su señor lo ocurrido; le pidió
un caballo y le dijo que se iría a Samarra, donde tenía unos parientes, para, de
ese modo, escapar de la Muerte. Zaguir no tuvo inconveniente en prestarle su
caballo más veloz; se despidió y le dijo que, si forzaba un poco la montura,
podría llegar a Samarra esa misma noche. Cuando Ahmed se hubo marchado,
Zaguir se dirigió al mercado y, al poco rato, encontró a la Muerte paseando por
los bazares.
—¿Por qué has asustado a mi sirviente? —le preguntó—. Tarde o temprano, te
lo vas a llevar; déjalo tranquilo mientras tanto.
—No era mi intención asustarlo —se excusó ella—, pero no pude ocultar la
sorpresa que me causó verlo aquí, pues esta noche tengo una cita con él en
Samarra.
No podemos escaparnos de aquello que nos toca vivir. Sí podemos, a partir de
la conciencia que fuimos alcanzando a lo largo de la vida, elegir cómo transitarlo.
Cuando caminamos bajo los rayos del sol, nuestra sombra nos sigue a todas
partes. Así es el destino: lo llevamos a donde vayamos.
Y, como antes compartí, a medida que vamos ordenando nuestras
implicancias, a veces, el destino puede ser modificado y, como siempre, es
resultado de la Gracia Divina.
Solo ahí el Espíritu interviene; se encarga de nuestros asuntos, aunque nos
conduzca por caminos insospechados. La Gracia puede suceder, transformar
nuestros destinos y aligerar nuestras vidas cuando asentimos a lo que es.
Entregarnos a partir de nuestra fe y confianza en lo Grande es la llave que abre
los portales hacia el fluir de la Vida.

Luces en el camino: la Fe y la Confianza


La Fe es una Gracia; es la fuerza que mueve los corazones y que surge como
resultado de creer en algo más Grande, más allá de los nombres y las formas que
resulten para cada uno. La reconocemos cuando estamos en conexión con lo
Grande; nos permite expandir nuestros estados de conciencia y elevarnos a través
de ella. Trasciende las religiones, las doctrinas y las creencias. Es una virtud
constitutiva del ser humano y, cuanto más la desarrollamos, más se expande en
nuestros corazones.
Los misterios se revelan mediante el poder de la fe; también sucede así en
nuestras vidas, tanto en lo pequeño como en lo grande.
Cuando despertamos a la Fe, recuperamos la confianza y tenemos la certeza y
la convicción de la Fuerza que nos está guiando; vibramos en una mayor
frecuencia de amor y todo se ordena en nuestro interior.

Cuando despertamos a la Fe,


recuperamos la confianza y tenemos
la certeza y la convicción de la
Fuerza que nos está guiando; vibramos
en una mayor frecuencia de amor y todo se
ordena en nuestro interior.

Pero no siempre nos reconocemos en ese lugar. A veces, los miedos, las
inseguridades, las ansiedades nos bajan de frecuencia y perdemos la sintonía con
lo que deviene del manantial de Amor que somos. Así se nos obnubila la visión;
nos sentimos como entre tinieblas, aislados y sin alegría.
¿Cuántas veces nos reconocemos en esos vaivenes emocionales? ¿Cuántas veces,
quizás, en el mismo día, atravesamos esos estados?
Tomamos de la fe la fuerza para confiar y, a través de la confianza, nos
entregamos.
La fe y la confianza están al servicio de la transformación personal y espiritual.
Confianza significa tener la capacidad de asentir y entregarse a lo que
fenomenológicamente va sucediendo como expresión del Espíritu en nuestras
vidas, como resultado de Su Amor: en lo que nos trae, en lo que nos retira, en lo
agradable, en lo desagradable, en lo doloroso y en lo feliz.
Nada es bueno ni malo: cuando somos pequeños, nuestra madre nos ofrece
alimentos variados; si nos enfermamos, los alimentos son selectivos, e, incluso,
nos dan alguna medicación amarga recomendada por un doctor. Y todo lo que
ella nos brinda, sea agradable o desagradable, tiene un sentido y es para nuestro
bien, al igual que cada vez que nuestro destino nos trae alguna experiencia en
particular o un reto que superar.
Confiar es rendirse a lo que va aconteciendo, como expresión del Espíritu,
sabiendo que siempre son movimientos de Amor. Esto es así, aunque, desde la
personalidad, lo vivamos con resistencias y, como consecuencia, quedemos
atrapados en los mecanismos de control. No podemos sostener la incertidumbre
que traen aparejados los cambios…
Y, en esos momentos de la vida, somos medidos en el alma para ver hasta dónde
nuestra fe y nuestra confianza son tales. La fe y la confianza son indispensables
para poder estar en sintonía y en conexión con la Fuente. Solo desde ese lugar,
podemos escuchar esa voz interior, que algunos llaman guías, o maestros, o
Espíritu… La fe y la confianza nos garantizan la apertura de la conciencia hacia
la luz. Cada vez que reconocemos que hay fe y confianza en nuestro corazón, nos
disponemos a recibir una frecuencia mayor de luz, más abarcadora, más lumínica
y poderosa para ser conducidos y guiados.
La confianza nos permite experimentar y reconocernos a nosotros mismos. Y,
solo estando en la conciencia del presente, podemos sintonizar nuestros
corazones latiendo al unísono con el corazón del Cosmos. En él, todo está en un
permanente movimiento de cambio y transformación. Al igual que en nuestras
vidas.
Confiando, entregando y entregándonos, vibramos tal como el universo, en un
permanente y constante movimiento, tanto en lo que nos retira como en lo que
nos trae. Así, nos disponemos a vivir en la conciencia del Sí… Recordando que
todo es para nuestro más Alto Bien, tal como sea que el destino obre en nuestra
vida.
Hay tramos en la vida en los cuales, para alcanzar esa rendición, tenemos que
pasar por grandes dolores, sufrimientos o penas. La Inteligencia Superior nos
pone a prueba en nuestra fe y en nuestra entrega. Son esos instantes cuando
sentimos que hemos agotado todo lo que está en nuestras manos para afrontar
alguna situación difícil. Sin saberlo, estamos atravesando esa lección.
Que, por momentos, hagamos identidad en el ego no significa que estemos
desconectados de la Fuerza más Grande. Simplemente, es parte del camino de
evolución. Y de esto se trata: ver al Espíritu en todo.
Juntas, la fe y la confianza nos invitan a desarticular viejas estructuras, a
modificar ciertas creencias, a trascender algunas formas. Cada vez que estamos
viviendo un proceso de muerte y renacimiento en nuestras vidas, cada vez que el
cambio se presenta como inevitable, tomar la fuerza de ellas nos permite
entregarnos y estar en sintonía con el devenir de la Vida.
Como ha dicho Hellinger: “Soltar significa seguir el camino transformado”. Y
esto es posible cuando confiamos, tomando la fuerza de la fe, y asentimos a lo
que es.
Esa Fuerza Mayor nos puede guiar de diferentes formas, en diferentes
contextos, por ejemplo, a través de los sueños. Recuerdo, en una oportunidad,
cuando una amiga, que estaba estudiando Ingeniería en la Universidad, una
noche, tuvo un sueño en el que una especie de voz en off le decía que tenía que
cambiar de carrera y estudiar una carrera humanística, que no respondía ni a las
expectativas de su familia, que mantenía, hasta ese entonces, una marcada
rigurosidad en cuanto a seguir estudios tradicionales, ni a sus propias lealtades en
relación con lo proyectado sobre ella.
Sin embargo, su fe y su confianza en esa voz la llevaron a tomar la decisión de
comenzar esa carrera, que modificó el rumbo de su destino.
En otra ocasión, una consultante me comentaba acerca de la necesidad que
tenía hacía tiempo de separarse de su marido y no se animaba; no tenía ni la
fuerza ni el coraje para dar ese paso. Una noche, tuvo un sueño en el que, en un
cartel luminoso desde la nada misma, de pronto, en tonos amarillos de fondo y
letras naranjas, apareció una palabra: “maltrato”. Con eso, fue suficiente para
que, en un acto de fe y de confianza en lo Alto, se atreviera a tomar la decisión y
a alinearse con su destino.
Podemos tener fe, pero no necesariamente confianza en lo Grande: la fe es la
fuerza que nos mueve hacia la confianza. Se trata de hacer lugar para que todo
resulte y suceda. Tal como la metamorfosis, que sucede cuando la oruga se
transforma en mariposa.
La Vida nos invita a confiar en que todo lo que sucede desde el plano del
Espíritu es Amor y Verdad, aunque las cosas parezcan diferentes y no
entendamos nada. Ver la Verdad y el Amor en un plano y, al mismo tiempo,
convivir con el dolor, con las pérdidas, con lo traumático en esta dimensión es
todo un desafío para nuestra conciencia humana.

El Destino Divino del ser humano


Yo honro ese lugar dentro de ti,
donde el universo entero reside,
ese lugar de luz y verdad, de paz y amor.
Cuando tú estás en ese lugar en ti,
y yo estoy en ese lugar en mí, somos Uno.
Namasté.
Llegar a reconocer que somos Uno con el Espíritu es nuestro destino. Hacer
identidad en el Espíritu es nuestro libre albedrío.
El destino Divino y único para todos nosotros es la entrega. Es la entrega que
nos lleva a reconocer que somos Uno con el Espíritu.
Todos somos expresión del mismo campo de Amor Universal. Nos reflejamos
en eso que, en esencia, nos encuentra: la misma divinidad, el mismo Amor. Todo
lo que es afuera es adentro; todos los que me rodean son la
expresión de mí mismo. Con todo aquello con lo cual nos relacionamos,
tenemos la posibilidad de recordar nuestras cualidades divinas, reconocerlas
como experiencias espirituales que están al servicio del mismo destino que nos
encuentra a todos por igual: despertar a la conciencia de que, en esencia, somos
Uno.

Llegar a reconocer que somos Uno con el


Espíritu es nuestro destino.
Hacer identidad en el Espíritu es nuestro
libre albedrío.

Y, desde diferentes textos sagrados, se hace referencia al Principio de Unicidad.


Por ejemplo, desde la filosofía védica, se nos invita a repetir el So-Ham: “Yo
soy Eso”, “Yo soy Aquello”, que es reconocido como un poderoso mantra —
término en sánscrito que refiere a un conjunto de sílabas, palabras o frases que,
en su repetición, invocan a la Divinidad inherente al ser humano— y nos
conduce al meditar en él, hacer identidad con nuestra esencia, nuestra realidad
última, nuestro origen Divino.
O, en el Antiguo Testamento, cuando Moisés le pregunta a Dios por Su
Nombre, Él le responde: “Yo Soy el que Soy”, y nos invita a reconocer al
Espíritu en acción expresándose en nuestra vidas; Su manifestación en cada uno
y en toda la creación, como lo que somos, Uno.
O, en el Nuevo Testamento, Jesús dice: “Yo y el Padre somos Uno”, haciendo
referencia a la conciencia del Uno con el Espíritu, que nos invita a cada uno a
emular esa conciencia de Unidad dentro de nosotros y ser Uno con Él.
Mientras estemos encarnados, y nuestra conciencia haga identidad con el
cuerpo y con la mente, en esta dimensión material, la dualidad, inevitablemente,
se va a presentar. Y allí también radica nuestro libre albedrío, en dónde hacemos
identidad: en nuestra esencia o en nuestro yo. Y exige un gran esfuerzo, en el que
el discernimiento resulta de vital importancia.
Cada vez que somos capaces de ir más allá de esta ilusión de lo que somos, en
esos instantes, todo se vuelve Divino porque retornamos al Espíritu que somos,
aunque más no sea por unos instantes. Mientras tanto, el Destino va a colaborar
en que avancemos a través de pruebas, desafíos y lo que resulte necesario para ir
alejándonos de hacer identidad en el plano material e ir moviéndonos hacia la
dimensión espiritual.
El Destino va a invitarnos a descubrir la magia de la Vida, mientras vamos
cultivando las buenas cualidades y realizando buenas acciones. De esta manera,
dignificamos nuestra vida y a la humanidad entera.
Debemos colaborar para que podamos sortear el ego, el intelecto y los
caprichos de la mente; trascender el estado de ilusión e identificación con el
cuerpo para tomar conciencia de nuestra verdadera naturaleza; recordar que la
Verdad y la Bienaventuranza son cualidades de nuestra identidad espiritual y
dejar de buscar afuera lo que solo es en nuestro interior.

Nuestro propósito es despertar


Nuestro propósito interior es despertar; estar despiertos es el destino de la
humanidad entera. Despertar es recordar que estamos destinados a ser felices.
Celebrar y festejar la vida es alabar al Espíritu.
Somos un eslabón necesario en el propósito que nos encuentra como parte de
la Totalidad. Como dijo la Madre Teresa de Calcuta: “A veces sentimos que lo
que hacemos es tan solo una gota en el mar, pero el mar sería menos si le faltara
esa gota”.
El despertar es, en general, resultado de un proceso profundo. Aún en los casos
en que se da súbitamente, el proceso es necesario para integrar la experiencia.
A partir de ese momento, en lugar de ser el pensamiento quien dirige nuestra
vida, el pensamiento pasa a servir al Espíritu, que, a través del alma, comienza a
conducir nuestro camino. Y a eso se le llama el despertar de la conciencia.
Podemos preguntarnos: ¿Por qué los grandes maestros sirven a todas las
personas sin distinción alguna, tanto a un príncipe como a un mendigo? Porque
despertar es una Gracia, y nunca sabemos a quién primero va a alcanzar.
Recuerdo, en una oportunidad, estando en una ashram, un Maestro, durante
un lapso, le prestaba mucha atención a uno de sus servidores y no tanta a los
otros.
La particularidad de este seva —un servidor— era que tenía un apego muy
marcado a su maestro: cada vez que terminaba su servicio, lloraba por él. Los
demás sevas estaban fastidiados y enojados, ya que ellos tenían un
comportamiento impecable; sin embargo, no atraían la deferencia que el
Maestro tenía con aquel. En una oportunidad, le preguntaron al Maestro cuál
era la causa de esta dedicación tan especial al otro servidor. Y el Maestro
respondió: “Solo le falta trascender su apego a mi forma para liberarse y no
volver a encarnar”. En esta filosofía, la teoría de la reencarnación da cuenta de
esta respuesta.
Nunca sabemos ante quién estamos ni en qué punto de su proceso evolutivo
espiritual el otro se encuentra. Nuevamente, el despertar es una Gracia Divina y,
en cualquier momento, puede suceder. Y tenemos que prepararnos para estar
siempre listos. Una vez más: el Sí, asiento a lo que es y me inclino ante ello.
Por esta razón, en ciertas prácticas, como el yoga, en algunas filosofías
orientales y en numerosas culturas, se utiliza como saludo la palabra Namasté —
que es un vocablo sánscrito que significa `me reverencio ante ti´ o `me inclino
ante ti´, `veo en ti el Espíritu que está en mí´—, que reconoce y honra la
Divinidad interior. Esta palabra se acompaña con el gesto de juntar las palmas de
las manos sobre el corazón, invocando la misma esencia divina, el mismo
Universo, la misma Energía Divina que a todos nos encuentra. Es un saludo
colmado de espiritualidad y amor.
Si estas palabras no resuenan, probablemente, este despertar llegará un poco
más adelante. En cambio, si hay una resonancia, es porque el proceso del
despertar ya ha sido iniciado, aunque no se reconozca. Una vez que ocurre, el
paso siguiente es un proceso de integración entre el afuera y el adentro; es un
movimiento que siempre nos conduce hacia la conciencia del Uno que somos:
primero en nosotros, luego con los otros y, finalmente, con el Todo.
Muchos hemos escuchado acerca de Siddharta Gautama, que trascendió como
Buda el Iluminado o el Despertado, un Maestro Espiritual que nació en Nepal
en el siglo sexto (500 a. C.) y cuya vida ha dado origen a la religión budista.
Y Buda ha dicho: “Tu propósito en la vida es encontrar tu propósito y dar
todo tu corazón y alma a él”.
Cuando esto sucede, nuestra cotidianidad, las relaciones, nuestros objetivos se
tiñen de conciencia espiritual. Ya no podemos ver nada ni a nadie fuera de estos
lentes. Cada encuentro, cada circunstancia se nos ofrece al servicio de nuestro
despertar en comunión con el propósito colectivo. Y esto sucede con nuestra
anuencia o nuestra resistencia.
De nuestro nivel de conciencia, de cuán despiertos estemos, dependerá nuestro
Destino. De la semilla de hoy, el camino que nos espera.
El Destino colectivo resultará de la responsabilidad de lo que hagamos con
nuestro propósito y nuestro destino individual. Se trata de ofrecernos despiertos,
en sintonía con el Todo y cada uno ocupándose de realizar su Misión.
Y aquí me vuelve esta frase de Bert Hellinger: “El destino es colectivo; la
responsabilidad es individual”.

Ir al encuentro de la propia Misión


Tanto en la experiencia de otros como en la propia, muy frecuentemente, este
llamado comienza cuando transitamos ciertos tramos en el viaje de la vida donde
nos sentimos perdidos, sin rumbo, sin objetivos claros, no satisfechos con
nosotros mismos. Y, como en un capítulo anterior compartimos, en otras
ocasiones, sucede como resultado de haber atravesado la noche oscura del alma.
No importa cómo la vida nos motiva y nos incita a buscar estas respuestas; lo
valioso es darnos cuenta de qué se trata eso que, a veces, soltamos o la vida nos
arranca para hacer espacio a lo que venimos a descubrir.
Somos invitados por el destino a seguir ese movimiento interno que nos indica
que el camino continúa hacia adelante, pero, muchas veces, en el inicio, solo
existe una sensación de estar perdidos, de que no hay tal camino, de que estamos
avanzando a ninguna parte. Es un tiempo en el que nos sentimos alejados de
nosotros mismos, apáticos, desorientados y dando vueltas en círculo.
Hacerles lugar a esos sinsentidos, a esas sensaciones que nos trae el hecho de no
tener alguna dirección que nos marque el camino del hacia dónde, es posibilitar
nuevos espacios para que algunas respuestas comiencen a emerger. ¿Por qué?
Porque nuestra alma sabe e intenta comunicarnos de todas las formas posibles
que el Camino siempre nos invita a redireccionar y virar hacia el centro de
nosotros mismos, donde tiene lugar el reconocimiento de quiénes somos, a qué
vinimos y la misión que cada uno tiene. Y todo el Universo conspira siempre a
favor de que así resulte.
De a poco, algo va tomando un nuevo lugar y empezamos a comprender que
ese no saber, ese no entender, es parte de lo que nos está conduciendo justo allí, al
corazón de nuestra esencia, donde todo ya es y solo resta reconocerlo, nombrarlo
y manifestarlo. La toma de conciencia, la experiencia y la certeza que vienen
desde lo profundo en cada uno nos muestra que estamos transitando el sendero
correcto que nos conduce, en algún momento de la vida, al reconocimiento de la
propia misión.
La misión se revela junto con un propósito de Vida, que nos invita a
preguntarnos acerca de él: amar; servir; ser quienes somos; disfrutar; celebrar la
vida; legar algo a la humanidad; vivir a partir de nuestra propia Verdad en
libertad; qué personas anhelamos llegar a ser; qué nos da fuerza; cuáles son las
capacidades y fortalezas que los demás nos reconocen; evolucionar; ser creativos;
colaborar con el prójimo… Son algunos de los interrogantes que nos conducen a
descubrir nuestros propósitos.
Y siempre son para nuestro bien, para el bien de toda la humanidad y de las
generaciones venideras.
Por ejemplo, si parte de nuestro propósito de vida es ser buscadores de
nosotros mismos, tal vez, esto comenzó a delinearse en la niñez —al venir de
infancias difíciles, lo que nos invita a buscar dentro de nosotros—, y, a partir de
nuestro camino de autoconocimiento, con el tiempo, podemos reconocer como
misión ofrecernos al despertar de la conciencia de otros.
Si nuestra misión es legar algo en relación con la conciencia del cuerpo —
cuidados, bienestar, reconocerlo como sagrado—, tal vez, el propósito de vida
comenzó con un accidente en el que las consecuencias nos llevaron a priorizar
esas atenciones.
Así como, a veces, la misión y el propósito de vida son uno, en otras ocasiones,
el propósito de vida nos guía hacia nuestra misión. Por ejemplo, cada vez que
nos cuestionamos si estamos dedicándonos a aquello que queremos; si hay
decisiones que queremos tomar y no nos atrevemos y nos demoramos en nuestro
andar; si hay ciertas lealtades invisibles que aún no nos permiten renunciar a lo
que no nos representa; si aún no podemos mantener la mala conciencia necesaria
para crecer… A través de nuestra inquietud, de las preguntas que nos hacemos y
de las respuestas que vamos encontrando, nos acercamos cada vez más a aquello
que late en nuestro interior y que vinimos a reconocer. Así, también vamos
siendo movidos hacia la propia misión.
Ir hacia ella nos exige tomar una decisión: soltar, cambiar, dejar en el pasado,
transformarnos… Lo cierto es que tantísimas veces, cuando el destino nos lleva
hacia esos límites donde llegamos hasta el hastío mismo, nos disponemos y nos
animamos a cambiar; nos atrevemos a dar un salto hacia lo nuevo. Allí es donde
debemos dejar lo conocido sobre lo cual podemos ejercer control; a partir de
ahora, ya no podemos anticiparnos. Esos vacíos resultan ser, muchas veces, los
propulsores que activan la necesidad de avanzar hacia lo que, en el tiempo,
reconoceremos, entre otros, como la misión personal para la cual la Vida nos fue
preparando, aun cuando no lo sabíamos.
Hacer vacío es confiar en algo más Grande que nos va conduciendo a ese lugar
del Ser donde están todas las respuestas que anhela nuestra alma encontrar y que
siempre se han manifestado en nosotros de las formas más bellas, a través de
señales, de sueños, de coincidencias, de oportunidades y de encuentros con
personas que nos ayudan a resignificar este tiempo, compañeros incondicionales
que caminan junto con nosotros por un período o para el resto de nuestras vidas.
Así es como la Vida nos acerca a estos seres de formas inesperadas y también nos
retira a otros. Y, tantísimas veces, todo ello, al servicio de delinear el propósito
que vinimos a realizar.
Cuántas veces el destino nos arranca de una actividad laboral a través de un
despido sorpresivo o de un destrato que nos quita dignidad y decidimos
renunciar. Y esa situación que podemos vivir como muy dolorosa, quizás, es la
puerta de entrada al encuentro con una tarea que colma nuestra vida, en la que,
junto con nuevos compañeros, reconocemos que la propia misión nos estaba
esperando.

Junto con la mirada que conscientemente


se abre cuando nos detenemos y
aquietamos la mente, la observación se
agudiza y nos permite tener cada vez mayor
registro de las señales.

Lo mismo ocurre cuando nos separamos de una pareja, a pesar de lo


traumática que pudo resultar esa situación, y, con el tiempo, cobra un sentido
mayor y nos abre la puerta a un propósito de vida personal, que esa relación
inhibía.
A lo largo de mi vida, he acompañado los procesos de mis pacientes y
consultantes, y lo he visto suceder una y mil veces. Las nuevas direcciones
aparecen y nos regresan a la vida, transformados. Sé que muchos de nosotros
somos testimonio de ello.
Recuerdo ahora la historia de una mujer que, al poco tiempo de separarse,
convivía con un vacío que la motivó a buscar algo que le diera sentido —lo que
había perdido después de muchos años de convivencia familiar—. Un amigo la
invitó a participar de un encuentro en el que iban a compartir lecturas y charlas
sobre algunos textos sagrados de diferentes filosofías. En esos encuentros,
conoció a un grupo de personas con quienes comenzó a transitar un proceso de
asistencia social. Allí encontró a su nuevo amor, con quien, hasta la fecha,
comparte, y esa tarea que ella reconoce como su misión en la vida mientras que,
simultáneamente, continúa trabajando desde hace muchos años en una actividad
independiente y es muy feliz.
Entiendo que vivir a partir de una nueva conciencia, de respirar los Órdenes
del Amor y de realizar prácticas espirituales, como el silencio, la meditación,
respiraciones conscientes, la oración, el yoga y tantas otras, hace que podamos
aquietar la mente para, en ese silencio y quietud interiores, escuchar y conectar lo
otro que ya es, en esas dimensiones profundas que habitamos.
Las prácticas espirituales nos posibilitan expandir esos estados en nuestro diario
vivir. Junto con la mirada que conscientemente se abre cuando nos detenemos y
aquietamos la mente, la observación se agudiza y nos permite tener cada vez
mayor registro de las señales.
¿Y qué descubrimos, entonces? Que, desde siempre
—quizás desde el nacimiento a través de ciertas experiencias vividas—, nuestra
misión nos ha llamado, a través de señales que se presentaron y que quizás no
reconocimos como tales en los sueños de nuestra infancia…
En una oportunidad, hace muchos años, una paciente me comentó, en sesión,
que había nacido al octavo mes como producto de la ruptura de la placenta que
el profesional le había producido al hacerle un tacto a la madre. A partir de una
incompatibilidad en los grupos sanguíneos de sus padres y un tono amarillento
con el cual había nacido, el cuerpo médico decidió hacerle un lavado de sangre y
algunas transfusiones, por lo que corrió riesgo de vida.
Años después, como parte de su búsqueda, en una Constelación, le fue
revelado que el sentido trascendente de esa experiencia traumática, en la que,
desde el instante que llegó a la vida, se le sumó sangre que la ligó a tantísimos
otros fuera de la familia de origen, tenía como propósito su despertar espiritual
hacia la conciencia del Uno como parte del cumplimiento de la Misión que ella
traía al servicio del despertar de la conciencia en otros. Hoy, a través de su
profesión, se dedica, en diversas formas, a cumplir con su tarea.
Todo lo que sucede es perfecto para nuestra evolución, para el cumplimiento
del propósito y para entregarnos a la misión que vinimos a desarrollar y llevar a
la práctica.
En algún momento, a lo largo de nuestras vidas, reconocemos de qué se tratan
esas tareas, en qué consiste nuestro servicio, qué podemos ofrecer. Cuando lo
hacemos y nos entregamos enteros, sentimos la plenitud, la completitud y, en
nuestro interior, sabemos que de esto se trata y decimos: “Misión cumplida”.
Todos traemos capacidades, potencialidades, dones… El destino se encargará
de acercarnos a ellos, a veces, a través de experiencias dolorosas, pero lo cierto es
que va a impulsar que nos descubramos y recordemos en nuestra esencia.
Materializar nuestras cualidades y potencialidades al servicio es parte de la
búsqueda de sentido. Siempre está en movimiento y puede ir siendo modificado
a lo largo de nuestra vida.
Nuestro libre albedrío está circunscripto a cómo utilicemos nuestras fortalezas
y lo que hagamos con ellas a partir de las implicancias que todavía nos
encuentran con los que llegaron antes y la parte de libre albedrío que, como
consecuencia, tengamos al presente.
Esos dones y talentos que traemos se van haciendo conscientes de muchas
formas. En ocasiones, los empezamos a recordar y nos los acerca una memoria
que va más allá de nuestra mente y, cuando emerge, se impone como una
certeza, desde adentro hacia afuera. Y solo podemos comprobar si esto es así y
cuál es su alcance a medida que nos animamos a experimentarlo.
Otras veces, todo ese potencial que tenemos en estado de latencia nos
sorprende con una fuerza inevitable. En ese instante, reconocemos que toda la
experiencia vivida ha sido la perfecta para este despertar.
Las respuestas, como todo lo demás, están siempre dentro de cada uno, más
allá de la forma en que se manifiesten. Lo cierto es que reconocer aquello que
traemos, revelarlo, aceptarlo y animarnos a ofrecerlo es consecuencia de un
impulso que viene desde lo profundo y, en algún momento, ya no lo podemos
desoír. Y nos colma de alegría.
Todas las misiones tienen un común denominador: el Amor. Y no se trata
necesariamente de la magnitud, de hacer algo grande o de llegar a muchos. Cada
misión es única y singular. Más allá de que puede ser semejante a las que tienen
otros, el lugar desde el cual la ofrecemos y la escala del amor desde donde
entregamos es exclusiva y particular.
A través de la misión que cada uno de nosotros tiene, hay un legado de amor que
dejamos.
Y el Amor viene a expresarse a sí mismo a través de la Misión.
Este legado de amor al cual me refiero se trata de la cualidad del Amor que está
contenida en aquello que brindamos: la maternidad y la paternidad; ser
vehículos para el despertar de la conciencia; servir a la familia; transformar
nuestra vida como testimonio de aquello que queremos ofrecer; estar a cargo de
un proyecto que sea sostenido en un propósito mayor; etc. Cualquiera sea la
forma en la que podamos plasmarlo, todas nos conducen a cumplir con el más
Alto deber espiritual: Ser felices. Cuando la misión nos encuentra y se manifiesta
como un hecho del destino, ¿cómo nos damos cuenta de que es nuestra tarea?
Simplemente, porque nos sentimos felices al hacerla.
Cuando hacemos lo que vinimos a hacer y brindamos nuestro tiempo y energía
a ofrecer aquello que vinimos a dar, cuando la Vida inexorablemente nos
encuentra con el propósito o con la misión, algo cambia en nosotros. No
importa la magnitud de la tarea, ni lo exigente que puede resultar, algo se torna
diferente en nosotros y en la manera de percibir y sentir eso que estamos
haciendo.
Muchas veces, estamos en misión sin ser conscientes de ello. Somos tomados
por una Fuerza Mayor, que nos colma de alegría y nos atraviesa con una especie
de energía vital indescriptible. Nuestra alma resuena y vibramos en esa
comunión entre lo que somos y lo que hacemos. Nos sentimos vivos y
agradecidos.
Podemos realizar nuestra misión cuando nos reconocemos como
manifestaciones del Amor más Grande y reconocemos a los otros siendo
expresiones del mismo Amor.
La misión de nuestras almas es servir, a nosotros y a los otros: el servicio al
prójimo es el servicio a uno mismo. Cada vez que nos ofrecemos al servicio, nos
transformamos. ¿Por qué? Porque, en ese tiempo, no hacemos identidad en el yo,
sino en el tú. Y, al volver a la conciencia del yo, regresamos con una nueva
conciencia, cada vez más humildes, cada vez más agradecidos: algo cambia, algo
se transforma por dentro y por fuera. El yo refleja cada vez un poco más lo que
somos en esencia.
Comparto esta cita tan bella y descriptiva del escritor y poeta árabe Khalil
Gibran, de su libro El Profeta:

Cuando trabajas, eres como una flauta a través de cuyo corazón el susurro de las
horas se convierte en música… ¿Y qué es trabajar con amor? Es tejer una tela con
hilos sacados de tu corazón, como si tu amado fuese a vestirse con esa tela…

Realizar el Dharma
Cumplir con nuestro propósito y nuestra misión es cumplir con nuestro
Dharma.
Podemos entenderla como una ley universal de la naturaleza que actúa en los
seres humanos y en el universo entero.
Dharma, como ya mencioné, es un término en sánscrito que, entre sus tantas
traducciones, podemos entender como la acción correcta y, como parte de los
atributos que se le asignan, podemos mencionar la práctica de la verdad, actuar
desde la virtud, el respeto por la naturaleza, el reconocimiento de las leyes
universales… ¿Y qué es practicar la acción correcta desde esta mirada?
Venimos a recordar nuestra esencia divina, tal como lo que somos: seres
espirituales en un cuerpo humano. La ley del Dharma sostiene que todos
nosotros tenemos talentos y habilidades únicas, una manera singular e irrepetible
en el mundo para expresarlos y manifestarlos. Cuando nos disponemos a
recordar nuestra naturaleza espiritual y nos apropiamos de nuestros talentos y
habilidades, al ofrecerlo al servicio de la humanidad, experimentamos la alegría y
el alborozo de nuestro Espíritu; estamos cumpliendo con nuestro dharma.

Todos traemos capacidades, potencialidades,


dones... El Destino se encargará de
acercarnos a ellos.

El Dharma es consecuencia de la conexión con la esencia Divina y tiene que


ver con las virtudes, los deberes, un estilo de vida basado en los valores, en el que
reconocemos la ley cósmica de los Órdenes, lo que determina nuestra forma de
ser y estar en el mundo: nuestro obrar, nuestro quehacer. Podemos también
pensarlo como una Guía Mayor que determina la manera en que nos
relacionamos con nosotros y con todos los demás. Es decir, nos instruye en la
manera en que venimos a ofrecernos a partir de la práctica de esta Ley Universal.
Todo es resultado de un objetivo trascendente y causal conducido por el Amor
del Espíritu, fuente de toda la Creación. Según los Vedas, “es una cualidad
inherente del misterio que llamamos ‘Vida’ y es lo que sostiene la relación
ordenada de todo lo que es”.
Ya estos textos sagrados de la literatura india —base de la religión védica— se
referían a la importancia del respeto por los Órdenes y del concepto de sistema
en cuanto a vínculos y relaciones que nos encontraban con todos y con el Todo.
Cada uno de nosotros es una expresión del Uno. Cada uno de nosotros tiene
deberes que cumplir, propósitos que alcanzar y misiones que ofrecer. Insisto, no
hay propósitos y misiones más importantes que otras. En conjunto, todos nos
ofrecemos al mismo Espíritu y cumplimos con nuestra parte al ser eslabón de
una única cadena que nos encuentra con la Fuente del Amor que somos.
Nos dediquemos a lo que nos dediquemos, practicar el Dharma significa hacer,
a través de acciones concretas, el bien al prójimo, procurarse y procurar felicidad
y encontrarnos en un estado de contento en la vida. Es desarrollar un
comportamiento y una conducta que eleven nuestro carácter, que nos conducen
a la expansión de la conciencia y a la abundancia del Universo en múltiples
formas, como respuesta a nuestro amor.
Cada vez que somos capaces de ofrecer nuestro servicio y nuestras acciones
desde este lugar y con esta conciencia, estamos cumpliendo con nuestro dharma.
A veces, nuestras lealtades invisibles, nuestros temores y apegos no colaboran
con el encuentro de las acciones trascendentes para cada uno de nosotros. Esto
nos invita a realizar un proceso interior para poder mostrarnos y ofrecernos
desde nuestra naturaleza intrínseca y particular.
Ejercer nuestros roles y funciones desde esta conciencia integrada es una
manera concreta de practicar el dharma. Nuestro hacer cobra nuevos sentidos,
que colman nuestro interior y nos invitan a vivir una vida plena. Esto sucede
cada vez que percibimos una conexión con algo que nos trasciende y que ocurre
a través nuestro. No siempre se trata del mismo hacer, pero sí de la misma
conciencia de unicidad con la cual brindamos lo que brindamos y hacemos lo
que hacemos.
Algunas filosofías espirituales sostienen que, para alcanzar un buen karma, es
un principio básico actuar de acuerdo con el dharma. Porque, cuando estamos
en sintonía y actuamos desde el dharma, él nos sostiene y une aquello que es
necesario. Hay una frase profunda en el Bhagavad Gita, donde Krishna, el
Avatar, dice: “En donde hay Dharma,
está la victoria. Aquel que protege al Dharma estará, él mismo, protegido por el
Dharma”.
Andar el Camino de manera consciente nos exige una dedicación, un
compromiso y un esfuerzo sostenido en el tiempo. Inclinar el ego a la Verdad
Superior que es en cada uno no sucede de un día para el otro, pero vale el
esfuerzo, así la Vida lo cuenta.
Y, como siempre ocurre, en el mientras tanto, vamos acercando nuestra
conciencia humana a recordar nuestro origen Divino. Lo más probable es que,
en ese recorrido de retorno a nuestra Verdad, lo hagamos con errores y defectos.
Lo importante es no perder la voluntad de seguir intentándolo, continuar
diciendo Sí y no renunciar a encontrarnos con nuestra esencia espiritual, que es
la expresión única del Amor, como fuerza que a todo lo imanta. Y recordar que
somos Uno con el Espíritu es nuestro destino como humanidad.
Como dice uno de mis Maestros espirituales: “La vida es una canción; cántala.
La vida es un juego; juégalo. La vida es un desafío; afróntalo. La vida es un
sueño; hazlo realidad… La vida es amor; disfrútalo”.
Un cuento zen:
“Puede ser, puede ser...”

En una lejana comarca, allí donde el sol aparece cada mañana, vive Long
Ching, un anciano de frágil cuerpecillo y larga barba blanca. Sus modales serenos
y su palabra siempre cuidadosa y amable hacen de él un hombre respetado por
todos los que lo conocen, que incluso afirman que Long Ching fue, en su
juventud, iniciado en los misterios de la antigua sabiduría. Así que su prudencia
y sobriedad es siempre objeto de admiración de todos los que lo conocen,
incluido su propio y único hijo, que con él vive.
Aquel día, los vecinos del poblado de Kariel se encontraban muy apenados.
Durante la pasada tormenta, las yeguas de Long Ching habían salido de sus
corrales y escapado a las montañas, y habían dejado al pobre anciano sin los
medios habituales de subsistencia. El pueblo sentía una gran consternación, por
lo que no dejaban de desfilar por su honorable casa y decir repetitivamente a
Long Ching:
—¡Qué desgracia! ¡Pobre, Long Ching! ¡Maldita tormenta cayó sobre tu casa!
¡Qué mala suerte ha pasado por tu vida! Tu casa está perdida...
Long Ching, amable, sereno y atento, tan solo decía una y otra vez:
—Puede ser, puede ser...
Al poco tiempo, sucedió que el invierno comenzó a asomar sus vientos y traer
un fuerte frío a la región, y, ¡oh, sorpresa!, las yeguas de Long Ching retornaron
al calor de sus antiguos establos, pero, en esta ocasión, preñadas y acompañadas
de caballos salvajes encontrados en las montañas.
Con esta llegada, el ganado de Long Ching se había visto incrementado de
manera inesperada.
Así que el pueblo, ante este acontecimiento y sintiendo un gran regocijo por el
anciano, fue desfilando por su casa, tal y como era costumbre, para felicitarlo por
su suerte y su destino.
—¡Qué buena suerte tienes, anciano! ¡Benditas sean las yeguas que escaparon y
aumentaron tu manada! La vida es hermosa contigo, Long Ching...
A lo que el sabio anciano tan solo contestaba una y otra vez:
—Puede ser, puede ser...
Pasado un corto tiempo, los nuevos caballos iban siendo domesticados por el
hijo de Long Ching, que, desde el amanecer hasta la puesta del sol, no dejaba de
preparar a sus animales para sus nuevas faenas. Podría decirse que la prosperidad
y la alegría reinaban en aquella casa.
Una mañana como cualquier otra, sucedió que uno de los caballos derribó al
joven hijo de Long Ching, con tan mala fortuna que sus dos piernas se
fracturaron en la caída. Como consecuencia, el único hijo del anciano quedaba
impedido durante un largo tiempo para la faena diaria.
El pueblo quedó consternado por esta triste noticia, por lo que uno a uno, al
pasar por su casa, decía al anciano:
—¡Qué desgraciado debes sentirte, Long Ching! —le decían apesadumbrados
—. ¡Qué mala suerte, tu único hijo! ¡Malditos caballos que han traído la
desgracia a la casa de un hombre respetable!
El anciano escuchaba sereno y tan solo respondía una y otra vez:
—Puede ser, puede ser...
Al poco tiempo, el verano caluroso fue pasando y, cuando se divisaban las
primeras brisas del otoño, una fuerte tensión política con el país vecino estalló en
un conflicto armado. La guerra había sido declarada en la nación y todos los
jóvenes disponibles eran enrolados en aquella negra aventura. A poco de
conocerse la noticia, se presentó en el poblado de Kariel un grupo de emisarios
gubernamentales con la misión de alistar para el frente a todos los jóvenes
disponibles de la comarca. Al llegar a la casa de Long Ching y comprobar la
lesión de su hijo, siguieron su camino y se olvidaron del muchacho, que tenía
todos los síntomas de tardar en recuperarse un largo tiempo.
Los vecinos de Kariel sintieron una gran alegría cuando supieron de la
permanencia en el poblado del joven hijo de Long Ching. Así que, de nuevo,
uno a uno fueron visitando al anciano para expresar la admiración que sentían
ante su nueva suerte.
—¡Tienes una gran suerte, querido Long Ching! —le decían—. ¡Bendito
accidente aquel que conserva la vida de tu hijo y lo mantiene a tu lado durante la
escasez y la angustia de la guerra! ¡Gran destino el tuyo que cuida de tu persona y
de tu hacienda manteniendo al hijo en casa! ¡Qué buena suerte, Long Ching, ha
pasado por tu casa!
El anciano, mirando con una lucecilla traviesa en sus pupilas, tan solo
contestaba:
—Puede ser, puede ser...
Frases sanadoras

“Te respeto en tu decisión


y me inclino ante tu destino”.

“Ahora renuncio a la ilusión de poder salvarte


y te respeto junto con tu destino”.

“Digo sí a tu destino, ¡vuela alto!


Y yo me quedo un tiempo más”.

“Te honro a ti y a tu destino.


Lo respeto y respeto el mío.
Me inclino al destino que nos encontró
y al destino que nos separó
y te doy las gracias.
A partir de ahora,
dejo en tus manos tu vida tal como se te presenta
y tomo la mía tal como se me presenta”.

“Con amor y con dolor, me inclino ante tu destino.


Hasta que el Espíritu lo decida
y nos volvamos a encontrar”.

“Querida/o ancestra/o,
venero tu destino,
con todo tal como ha sido.
Tú también eres parte y perteneces”.
“Honro tu difícil destino
y te doy las gracias
por haber pasado la vida con todo tal como fue”.

“Nada de tu difícil destino será en vano.


Cada vez que tome mi vida,
lo voy a hacer honrándote junto con él”.

“Al precio que a vos te costó


y al que a mí me costó,
tomo mi vida y digo sí a mi propio destino”.

“Doy las gracias al destino que nos encontró


con todo tal como fue y tal como es.
Lo entrego al Gran Destino y digo sí a lo que es”.

“Mis reverencias ante tu destino,


ante tu grandeza y ante todo lo que fue
y lo que es parte de él”.
CAPÍTULO 5
Alinearnos con el lenguaje del universo
El universo está misteriosamente conectado…
La sincronicidad es una realidad siempre presente
para aquellos que tienen ojos para verla.
CARL GUSTAV JUNG
(Médico psiquiatra, psicólogo y ensayista suizo, 1875-1971)

Estamos en un tiempo cuando muchos ya sabemos, otros lo están recordando


y otros están siendo impulsados a reconocer que la existencia humana nos invita
a recorrer un desarrollo personal y espiritual asombroso y deslumbrante. Y, a
medida que vamos alcanzando una visión más amplia, la reconocemos como lo
que es: un camino de ida sin retorno.
Este presente es una época de recordación; sentimos el impulso urgente de
recuperar la memoria acerca de nuestro verdadero origen. Saber que somos Uno
con el Universo nos permite ir hacia el encuentro de nuevos sentidos en
conexión con nuestra esencia que los seres humanos solo encontramos cuando
despertamos a una conciencia
trascendente.
Estamos reconsiderando los lugares donde solíamos hacer identidad, ya que las
respuestas que, en ellos, encontrábamos no son suficientes ni responden a los
interrogantes que venimos a descubrir en estos tiempos.
Hoy, reflejamos conocimientos y verdades más profundas y reveladoras. Nos
encontramos ampliando la percepción en cuanto al desarrollo de nuestra vida y
la responsabilidad que tenemos para con ella. Somos más conscientes de que las
cuestiones fortuitas no son tales y de que todo sucede en un tiempo justo y
adecuado para encontrar nuevas direcciones, poder realizar los giros necesarios y
descubrir nuevas inspiraciones.
Necesitamos estar atentos y conectados para reconocer cómo el Universo del
cual somos parte se comunica a través de un lenguaje único y singular con cada
uno de nosotros a cada instante. A través de las señales, las revelaciones, las
sincronicidades, las coincidencias significativas, las causalidades…
Cada una de estas manifestaciones nos orienta y nos indica qué paso dar en
cada decisión, cómo avanzar hacia la conquista de nuestra vida, en cada elección
y en cada movimiento. En estado de silencio y quietud interior, podemos
reconocer que, en ellos, hay algo del orden espiritual que atraviesa todo en
nuestras vidas.
Percibimos las coincidencias como enigmáticas, las causalidades como
misteriosas cada vez que se presentan desde la Inteligencia Superior y, a pesar de
que, en un principio, solemos no entenderlas, en el alma, ya existen esas
Verdades que están contenidas y necesitamos clarificar. Y, cuando somos capaces
de estar en sintonía con nuestra alma, intuimos los alcances más elevados que
estos sucesos contienen.
Estamos descubriendo y recordando la trama que nos encuentra con el Espíritu
y que nos acompaña desde nuestro origen. Y sabemos que, a medida que
comprendamos lo que va resultando y aprendamos a acceder a ella, potenciamos
e incentivamos las manifestaciones y las revelaciones para que sean cada vez más
asiduas y claras en nuestras vidas.
Así, nos vamos reconociendo como resultado de una instrucción espiritual, que
estamos recibiendo en estos tiempos, con tanta generosidad, desde dimensiones
más elevadas que habitamos.
Y, si estamos despiertos, con nuestra conciencia en el presente, y nos dejamos
mover hacia lo que aparece como oportunidad en nuestro camino, la Gracia del
Universo se derrama sobre nuestras vidas, a través de todas sus expresiones, que
se presentan de manera fortuita, precipitada e inesperada como resultado del
Amor más Grande.

Qué son las sincronicidades


Me gusta pensar en el concepto de sincronicidad como la expresión de uno de
los lenguajes que utiliza el universo para entrar en conexión y comunicación con
nosotros, que nos ofrece información o posibilita algunas guías para que seamos
capaces de tomar decisiones acertadas, a través de las diversas lecciones que se
nos presentan y seguir en el mejor camino posible para nuestra evolución y
progresar espiritualmente. La sincronicidad visibiliza el lenguaje del Amor del
Espíritu único derramándose en nuestras vidas.
Etimológicamente, la palabra sincronía proviene de la lengua griega. Syn —
`junto, con, a la vez´— y kronos —en la mitología griega, Cronos es el dios del
Tiempo—. De aquí deriva su significado y hace referencia a los hechos o
fenómenos que suceden al mismo tiempo, de manera simultánea, en nuestras
vidas.
Carl Gustav Jung ha sido quien nos legó el término de sincronicidad, al dar
cuenta de las experiencias existenciales que podemos vivir y su alineación con las
fuerzas del universo. En una oportunidad, contó lo sucedido en una consulta en
la que una paciente le compartía un sueño que había tenido en un momento
especial de su vida, en que le regalaban un escarabajo dorado. Jung estaba
sentado de espaldas a la ventana, que estaba cerrada, mientras escuchaba el relato
del sueño de su paciente. En ese preciso momento, le llamó la atención un ruido
que provenía de la ventana y, al abrirla, vio un insecto volador, que no era ni
más ni menos que un escarabajo dorado, que tomó en sus manos y entregó a su
paciente. Ese acontecimiento tan inesperado llevó a su paciente a modificar su
mirada y su percepción del mundo.
A estas experiencias o eventos que acontecen simultáneamente, en las que, por
lo menos, dos acontecimientos se relacionan sin ninguna causal y tienen un
significado específico, se las llama sincronicidad. Los hechos sincrónicos dan
cuenta de que todo en el universo está interconectado. Lo acontecido no parece
tener una relación de causa/consecuencia, pero adquiere un sentido vital y
transformador cuando lo experimentamos. Como decía Jung: “La sincronicidad
es una realidad siempre presente para quien tiene ojos para ver”.
Cada coincidencia significativa nos propone un posible cambio de percepción
en relación con los eventos de nuestras vidas; nos invita a reconocer que todo,
absolutamente todo, está vinculado. Traen revelaciones y amplían nuestra visión,
como así también nos acercan mensajes que tendremos que decodificar para
avanzar y crecer en nuestras vidas. Nos facilitan y nos posibilitan tomar
decisiones tanto natural como súbitamente y que, tiempo después, cobran un
sentido claro y contundente para quienes las reciben.
Los hechos sincrónicos son de gran impacto para nosotros. A veces, cuando
suceden, hasta pareciera que el tiempo se detiene, y, si nos encontramos en
estado de atención, reconocemos la intención del Universo. Al registrarlos,
funcionan con la fuerza de un impulso inevitable para que se produzcan grandes
transformaciones en nosotros, que hasta pueden definir un giro completo a
nuestra existencia.
Posibilitan y hacen más fácil la búsqueda de sentido en nuestras vidas, en la
medida que podamos renunciar a las certezas —que la mente siempre pretende
encontrar— y, así, poder acompañar sin resistencias el proceso que nos invitan a
revelar.
No suceden en cualquier momento, sino que acontecen en el instante justo y
apropiado.
Y nos permiten reconocer una conexión entre dos realidades que, hasta ese
momento, no veíamos, dándonos indicios de que, entre el espacio interior y el
espacio exterior, solo hay una separación aparente. Entre ambos, siempre hay
una correspondencia continua.
A través de las sincronías, vemos la unidad y la comunión, entendiéndola
como la común unión que siempre existe entre nuestra condición humana y
nuestra naturaleza divina.
Y, una vez que sabemos de ellas y las reconocemos, comenzamos a verlas
manifestarse y obrar en nuestras vidas.
¿Cuántas veces nos encontramos o nos reencontramos con otros, en momentos
importantes de nuestras vidas? Y, a partir de esa experiencia, todo cambia.
Sucede así, por ejemplo, con el amor a primera vista; o al ganarse, en un sorteo,
un viaje y cumplir un sueño muy anhelado; o cuando nos cruzamos con alguien
que, de manera fortuita, aparece y así también luego desaparece y deja una huella
que no podemos olvidar; o cuando, ordenando un escritorio, nos encontramos
con un número de contacto y, en ese instante, esa persona nos llama; o entramos
a una librería y encontramos un libro por el cual nos sentimos atraídos, y, al
leerlo, abre un nuevo camino en nuestras vidas y, de pronto, todo se alinea; o,
alguna vez, tenemos un presentimiento acerca de algo que queremos y luego —
más allá de que lo recordemos o no—, a través de alguien, nos llega como
posibilidad...

A través de las sincronicidades, el Cielo nos


revela los misterios sagrados; evidencia
lo oculto; hace tangible lo intangible.

Múltiples ejemplos podríamos compartir.


A veces, son hechos aislados, no por eso menos valiosos y relevantes. En otras
ocasiones, son hechos repetitivos, que, a través de palabras, de números, de
reflexiones, aparecen una y otra vez, más allá de los lugares y ámbitos en los
cuales se presentan. Lo que sí sabemos es que, de cualquier manera, traen
comprensiones más amplias y nos recuerdan que somos parte de un Todo
Mayor.
A través de las sincronicidades, el Cielo nos revela los misterios sagrados;
evidencia lo oculto; hace tangible lo intangible.
Como siempre, es parte de nuestro libre albedrío tomarlas como significativas
o dejarlas pasar. Siempre nos van a iluminar como chispas de luz para nuestro
bien.
En una oportunidad, una paciente estaba atravesando un momento muy
difícil, el más difícil en su historia de vida. En esas condiciones, una tarde, al
subirse al subterráneo, pisó mal y la pierna quedó colgando en el espacio vacío
entre el vagón y el suelo de la estación. Ella comenzó a gritar, pero, por los
ruidos del tren y el tumulto de las personas, se hacía imposible que el maquinista
escuchara y reaccionara a tiempo. En ese instante, alguien desde el andén la
tomó repentina e imprevistamente del cuello de la camisa que usaba y la empujó
con enorme fuerza dentro del vagón, justo antes de que las puertas se cerraran.
Al incorporarse de inmediato, en estado de shock, miró hacia afuera y vio que
solo había una mujer muy menuda parada en la estación. Parecía imposible
físicamente que fuera ella quien le había salvado la vida: trascendía la lógica. Sin
embargo, así me lo relató. Lo cierto es que ese hecho estuvo al servicio de que
luego ella comenzara a investigar los sucesos sincrónicos y se convirtiera en una
reconocida investigadora.
El Universo nos envía permanentemente señales que nos indican que vamos
por el camino correcto o no, más allá de que podamos detectarlas y escucharlas o
no. Y se ofrecen a nuestro servicio para que podamos estar en armonía con el
entorno y con conciencia del presente.
Cada vez que las seguimos, algo se integra, algo se transforma. No importa si
aparecen vinculadas a una relación afectiva, laboral, terapéutica… Tampoco
importa si suceden a través de un hecho causal, como el descripto en el párrafo
anterior, o si se presentan a través de una lectura o por un mensaje que nos llega
de la manera más inesperada. Descubrimos partes o aspectos propios,
impensables hasta ese momento; alcanzamos nuevas comprensiones que nos
permiten avanzar con una nueva conciencia sobre nosotros. Son coincidencias
que solemos pensar como mágicas y sorprendentes por su impredecibilidad.
Como dijo el físico Albert Einstein: “La sincronicidad es la manera de Dios de
permanecer en el anonimato”.
Esta calificación de acausalidad, que está en la base de la definición de la
sincronicidad, se opone al principio de causalidad, que rige a la comunidad
científica clásica, cuando, por ejemplo, explica ciertos fenómenos que se pueden
anticipar, como los meteorológicos.
No todos los hechos sincrónicos tienen el mismo sentido para cada uno; muy
por el contrario, cada hecho tiene un efecto único y particular para quien lo
recibe: si uno pierde la llave de su casa reiteradamente, no significa para todos
que un nuevo hogar nos espera; cruzarse con muchas mujeres embarazadas no es
presagio de un próximo embarazo para todas; encontrarse reiteradamente con
una persona no siempre significa que va a ser nuestra próxima pareja. Y así
podríamos compartir tantos otros ejemplos... A todos nos sucede, aunque, a
veces, pasan desapercibidas para nuestra conciencia.
Recuerdo, en una ocasión, que llegué con mi familia al aeropuerto de Buenos
Aires con el tiempo suficiente para embarcarnos hacia la India. Al acercarme al
mostrador de la aerolínea, me pidieron un documento que había olvidado en mi
casa —a unos cuarenta y cinco kilómetros de distancia—. Es frecuente, como en
esa oportunidad, que los viernes por la tarde la autopista esté abarrotada de
autos, por lo que regresar a buscar lo olvidado iba a llevarme no menos de una
hora y media, y otro tanto la vuelta al aeropuerto. Quiero decir con esto que solo
un milagro podía hacer que llegara a tiempo.
De todos modos, tomé un auto rumbo a mi casa. El tránsito avanzaba muy
lento. Lo único que podía hacer era rezar y repetir mantras para controlar mi
mente; estar atenta a las manifestaciones y señales que iban apareciendo y
disponerme a asentir al resultado. Sentía que se trataba de una prueba por
sortear, en la que todo, por mi parte, era confiar, entregar y esperar.
Mientras tanto, hablaba por teléfono con mis familiares, que habían quedado
en el aeropuerto de Ezeiza, que me informaban acerca de lo que sucedía allí: la
buena disposición de los empleados de la aerolínea hizo que despacharan las
valijas y adelantaran todos los trámites pertinentes para que, apenas yo llegara
con el documento faltante, pudiéramos partir.
De todos modos, a quince minutos de que se cerrara el embarque, recién
estaba emprendiendo el regreso hacia el aeropuerto.
Los minutos pasaban y me encontraba afligida y triste, pero, al mismo tiempo,
no perdía la confianza. Me sentía responsable por el olvido, mientras sostenía en
mi conciencia la certeza de que, al ser un viaje para mí tan especial, todo lo que
estaba sucediendo tenía que tener un propósito mayor. Por más que, en lo
emocional, me invadía la zozobra, en mi alma, sentía serenidad y esperaba por
ese algo que le diera sentido a la situación que estaba experimentando, de la que,
a la vez, era testigo: una observación contemplativa sobre todo lo que acontecía
por fuera y dentro de mí.
De pronto, todo se reveló: me llamó mi familia emocionada desde el
aeropuerto para avisarme que, por un desperfecto técnico, el despegue se había
demorado una hora. ¡Era el tiempo que necesitaba para llegar! A lo único que
atiné fue a ponerme a llorar de gratitud, a reconocer y experimentar la Gracia en
esa sincronicidad manifestada.
Cuando subimos al avión, donde estaban ya todos los pasajeros sentados, la
puerta se cerró inmediatamente. No bien nos acomodamos, el avión despegó y
partimos hacia la India.
El Universo nos trae siempre aquello que precisamos para evolucionar, no lo
que creemos necesitar, y sucede en el momento preciso.
Y actúa por resonancia, reflejo y reacción. “Así como es adentro es afuera” y
“Lo que es arriba es abajo” sostienen dos de los principios expresados en el
Kybalión, documento de 1908 que sintetiza los Siete Principios del Hermetismo.
Es nuestra decisión entrenarnos para estar despiertos; disponernos a soltar las
creencias, las certezas y las respuestas conocidas para encontrar nuevas miradas,
sentidos más grandes, más abarcativos y más inclusivos, y escuchar lo que trae el
afuera a través del lenguaje en que el Amor Universal se comunica con nosotros
y actuar en consonancia con ellas.

Todo es energía e información


En el ámbito cuántico de nuestras vidas, todo es energía e información, y
responde a una Inteligencia Divina que a todo lo conduce en nuestras vidas.
Más allá de lo que nuestros sentidos ordinarios reconocen, lo que acontece en
nuestras vidas es mucho más que lo aparente: es resultado de lo que sucede en los
mundos no visibles y sutiles, donde todo lo que existe es energía e información:
por ejemplo, el alma que no tocamos ni vemos, pero sabemos y tenemos certeza
de su existencia, lo que nos vincula con el alma familiar, nuestras lealtades,
nuestras implicancias, nuestro inconsciente, lo reprimido en el inconsciente,
nuestros pensamientos, la pantalla sobre la cual, tal vez, estamos leyendo ahora,
lo que sucede en el afuera en este preciso momento, lo que impregna los campos
colectivos de los cuales somos parte… También las sincronicidades y las señales
son parte de él. Y cada una de ellas pertenece al espacio cuántico de la realidad.
En el origen del Universo, todo era energía concentrada. Y, en el transcurso del
tiempo, cuando la energía se ha ido expandiendo y extendiendo, se fue enfriando
y adoptando la forma de materia. Por ende, lo que es y tiene presencia en el
plano material es resultado y expresión de la energía y la información de lo que
ha sido y es en el espacio cuántico.
Todo y todos estamos en una perfecta sincronía y comunión con el Universo.
Somos parte de él, y, permanentemente, está al servicio de nuestra orientación,
transmitiéndonos, a través del lenguaje con el cual nos habla, aquello que
considera necesario en nuestras vidas en pos de la propia evolución.
Y, a partir de esta mirada, comenzamos a reconocer que lo que sucede y existe
en este plano es consecuencia de algo más Grande que está vinculado con todo lo
que existe. Todos nosotros somos manifestación de energía e información.
Todos estamos conectados a través de los campos cuánticos, donde lo que cada
uno piensa o hace va a afectar y a influir en los demás.
Si contemplamos nuestra historia de vida desde un estado de conciencia
ampliada con el que vivimos lo cotidiano, observamos que todo responde a una
lógica superior: todo tuvo sentido y fue perfecto; todo ha sido lo justo y lo
adecuado para cada momento en cuanto al despertar que teníamos o tenemos
que hacer.
Sabemos que, a veces, las señales llegan a través de ciertos encuentros
categóricos y rotundos que son determinantes en nuestras vidas, ante los cuales el
ego, con frecuencia, se resiste y nos trae caos y desestabilización como
consecuencia de su oposición.
A lo largo de nuestra vida, suceden sincronicidades sobre las cuales no tenemos
conciencia y tampoco las reconocemos. Y están cargadas de simbolismos.
Ocurren con mayor frecuencia de lo que creemos y trascienden la racionalidad o
el registro que, muchas veces, somos capaces de alcanzar sobre ellas, debido a
nuestra personalidad.
¿Cuántas veces nos podemos recordar ante decisiones que tomamos en nuestras
vidas, en las cuales, en ocasiones, pudimos estar atentos a las señales del Universo
y otras no? Y eso determinó un éxito o un fracaso, un acierto o un error, que
comprendimos con el tiempo.
Todos somos invitados a interactuar con la Inteligencia Superior atentos a las
señales que nos envía de múltiples maneras.
Se presentan tanto por fuera como por dentro de nosotros —por ejemplo,
mientras soñamos— y nos proponen ejercitarnos en una especie de código para
aprender a leer y escuchar a la Conciencia Superior en nosotros y elegir vivir una
vida estando despiertos, atentos al flujo de las señales y aprendiendo a jugar y ser
protagonistas en el juego de la Vida. Suelen revelarse de manera sutil y, a veces,
imperceptible.
Se pueden manifestar a través de un anuncio que alguien nos da en un
momento particular y que incluso pudimos cruzarnos, aparentemente, de forma
azarosa; o de una imagen que se nos presenta en un cuadro; o en una frase en la
lectura de un libro que llegó justo a tiempo a nuestras manos; o de una canción
que escuchamos en un momento especial ante una decisión que teníamos que
tomar; o de una inspiración que nos llega de pronto y nos da la respuesta que
estábamos necesitando; o a través de un mensaje que se nos revela en un sueño; o
por medio de un presentimiento, o de una corazonada, o de una intuición que
trasciende el pensamiento lógico y racional, y, sin embargo, contiene todo el
sentido.
Los mensajes con sentido trascendente y las señales estuvieron desde siempre
allí, esperando por nuestro reconocimiento. Si miramos nuestra vida hacia el
pasado, es mucho más simple poder reconocerlas. Cuanto más nos ejercitemos,
más podremos detectarlas mientras suceden en el presente. Y, si nos dejamos
guiar por estas señales, la vida en sí misma se torna más fácil. Las decisiones que
debemos tomar y los movimientos que necesitamos hacer se vuelven más claros y
más evidentes.
A medida que nos vamos habituando a esta mirada y a su lenguaje a través de
una actitud contemplativa que vamos experimentando y desarrollando cuando
miramos nuestra vida cotidiana con los ojos del alma, podemos comenzar a
percibir y reconocer la sintonía entre el espacio exterior y el espacio interior.
Son las señales, son los indicios del Espíritu que, a través de estas coincidencias
que suceden en nuestro diario vivir, nos conducen a encontrarnos con
posibilidades, muchas veces, mayores de las que imaginamos. Cada vez que
estamos en atención y presentes, nos convertimos, junto con el Espíritu, en los
co-creadores de nuestra realidad.
Se trata de asentir y entregarnos a las múltiples expresiones del Amor del
Espíritu: esa es la gran clave para nuestra transformación y evolución.
El riesgo es que la búsqueda de sentido se transforme en una obsesión e
insistamos desde el ego y lo racional, y así pretendamos forzar o torcer el curso
de la vida, intentando provocar las coincidencias, por la urgencia de acomodar
los hechos a una ratificación de lo que el ego quiere.
Cada vez que hacemos identidad con el ego y le damos el poder, es él quien
domina y maneja nuestras vidas; controla nuestros pensamientos y emociones, y
somos uno con él. Nos atropella; nos oprime; nos tiraniza y nos fuerza a que los
sucesos sean según sus deseos. Por eso, nos trae múltiples conflictos y nos aleja
de nuestra sabiduría interior. A medida que lo vamos reconociendo,
comenzamos a desarticularlo y a desidentificarnos de él; vamos conociendo
cómo actúa en nosotros y a través de qué mecanismos. Así, podemos
trascenderlo para que sea el alma en sintonía con el Espíritu quien comande
nuestras vidas.
Es un llamado al discernimiento. Necesitamos aprender qué sí y qué no: qué
conexiones hacemos desde nuestro ser más profundo y cuáles desde el yo. El
discernimiento es el pilar para una vida consciente porque nos permite distinguir
cuándo elegimos desde el ego y cuándo desde el corazón. Y, así, reconocer
cuándo nuestros pensamientos y sentimientos están alineados con nuestra alma
y, en consecuencia, poder escuchar la verdad del corazón. Es imperativo también
trabajar estas partes en nosotros para no vivir construyendo castillos en el aire,
creyendo que todo nos dice sí a cosas que, en realidad, son un no. Para eso, la
autoexploración y el autoconocimiento son el camino.
Tal como lo hemos escuchado tantísimas veces, “el peregrinaje más largo es el
que va desde la mente al corazón”. Y así resulta para todos.
Cada vez que no discernimos y caemos en esa ilusión, perdemos la conexión
con la Fuente de Luz que somos; el dolor y el vacío se apropian de nosotros. La
pretensión de acercarnos a lo espiritual y a lo trascendente de manera rápida y
por atajos nos aleja mucho más. Hay quienes, ante una mala experiencia, o una
guía que no fue la apropiada, desvalorizan toda la enseñanza y se alejan… Pero
nunca es el otro ni el afuera, sino nosotros mismos y nuestras ilusiones.
En esta nueva visión, convivir con la incertidumbre, con lo impredecible y
soltar la ilusión de control es lo que se requiere de nosotros para dejarnos
sorprender por aquello que las Fuerzas más Grandes tienen planeado para
nuestras vidas.

Todo y todos estamos en una perfecta sincronía


y comunión con el Universo. Somos parte de él, y,
permanentemente, está al servicio
de nuestra orientación.

Porque, en el Amor del Espíritu, todos estamos unidos, y, como ya hemos


compartido, es un Amor que todo lo trasciende, a todo lo contiene y le hace
lugar; es el amor a todo tal como es y siempre está al servicio de la Vida. Es un
umbral de conciencia desde donde todo surge y todo es creado.
Es la Fuente primordial, original, donde todo es Amor: y está por delante de
nosotros, por detrás de nosotros, por encima de nosotros, por debajo de
nosotros… En nosotros. Porque tanto lo que somos como todo lo que vemos es
una manifestación de lo Divino.
Nada interfiere entre el Ser que somos y el Espíritu. Se trata de estar atentos,
reconocer y distinguir cómo el Espíritu se comunica a través de este lenguaje
sagrado y nos invita a dar un salto cuántico, donde todo es creado y trae lo
nuevo para nuestras vidas.
Podemos comprender cómo todas aquellas coincidencias que han sucedido a lo
largo de nuestra vida y fueron delineando nuestro camino son resultado de un
entramado, de una red tan grande, perfecta y exquisita que no podemos
dimensionar. Todo fue pensado por una Inteligencia Superior para que la
sincronicidad tenga lugar, con el propósito de alinearnos con el rumbo o la
dirección de nuestra existencia.
Me viene a la mente la historia de Abraham Lincoln, presidente de los Estados
Unidos de América, quien, cuando era joven, se encontró con un hombre que,
por su situación, se había visto forzado a vender todo lo que tenía. Lincoln le
compró algunas cosas; entre ellas, un barril por el valor de un dólar. No tuvo
curiosidad ni preguntó qué contenía el barril. Lo guardó en su casa y lo dejó
olvidado.
Tiempo después, mientras atravesaba una etapa de confusión —en cuanto a si
debía dedicarse a las leyes o al periodismo—, se cruzó con el barril y lo abrió.
Descubrió que contenía un juego de libros de derecho. Reconoció el hecho
como una señal y, dedicándose a su profesión de abogado, llegó a la presidencia.
Cada sincronicidad guarda en sí un potencial que, una vez comprendido, nos
sintoniza con lo más Grande. Y recuperamos nuestro centro; nos volvemos
contentos y agradecidos. Cuando todos nuestros cuerpos están en resonancia con
el Amor más Grande, todo se vuelve natural y fluido.
No hubiéramos podido realizar una trama mejor que como la Fuerza Creadora
la intencionó para que hoy llegáramos a ser quienes somos… ¿Y cuántas veces
ese tejido fue organizándose a través de las coincidencias que nos condujeron
hasta este presente? Solo una Inteligencia
Mayor lo pudo diseñar así. Si estamos atentos, podremos ver cómo el camino
que vamos construyendo está plagado de momentos en los que el Destino, a
través de las causalidades —que, aparentemente, parecieran azarosas y no lo son
—, trae un viraje en nuestras vidas hacia direcciones impensadas o nos propone
encuentros repentinos que todo lo cambian. Y reconocemos al Amor del Espíritu
por todos nosotros, tanto en aquello que llamamos milagros como hasta en los
pequeños detalles.
Cuando nos disponemos a contemplar el lenguaje del Universo, comenzamos a
mirarnos como lo que somos: expresiones de una partitura única y universal, donde
cada uno es una nota musical, de la sinfonía cósmica que el Espíritu creó.
A medida que estemos despiertos a todos los movimientos que nos encuentran
con lo Grande, el salto cuántico será mayor y podremos alcanzar una
transformación más lograda y un nivel más amplio en la expansión de nuestra
conciencia. Y, cada vez que hacemos espacio, la Vida puede traernos lo nuevo.
Como siempre, la lectura y la comprensión de ellas requieren de un trabajo con
nosotros mismos, ya que nos proponen un cambio total de paradigma acerca de
cómo mirar y reconocer lo que es por fuera y por dentro, y descubrir lo que nos
encuentra y nos une a través del lenguaje del universo. Es una metamorfosis
radical que sucede maravillosamente, como resultado de la asistencia recibida
desde dimensiones aún desconocidas para nosotros.
Lo cierto es que todas ellas están al servicio de una invitación que nos hace la
Existencia misma a ser quienes somos, que despeja los velos de ilusión. Porque,
según nuestro nivel de conciencia, podemos vivir de acuerdo con quienes
creemos ser, a partir de lo que los demás creen que somos, o ser quienes
verdaderamente somos. Cada vez que un hecho sincrónico aparece en nuestro
camino, vamos reconociendo aquello que nos obnubila la verdadera visión y,
progresivamente, despejamos el camino hacia la Verdad.
A través de la conexión que seamos capaces de ir alcanzando con los lenguajes y
las expresiones que tiene el Universo, los cuales están al servicio de los procesos
de cambios y transformaciones en nosotros, todo lo que vaya resultando en
nuestro interior, junto con todo lo que vamos tomando, será posible ofrecerlo
como ayuda o servicio.
Una de las mejores formas de servicio que podemos realizar es ser modelos y
testimonios para con los demás, como otros lo son para nosotros. Es una
frecuencia vibratoria de amor que, en la relación consciente con el Universo y su
guía, nos encuentra a modo de círculo virtuoso. Y, como siempre, es resultado de
un proceso personal y espiritual.

Quietud interior
Para poder reconocer y así estar atentos a las múltiples formas en que el
Universo nos habla y se dirige a nosotros, necesitamos contar con una escucha
que solo es posible lograr cuando estamos en contacto con nuestro espacio
interior. Y, en este lugar, en este estado de conciencia pura, en el que no hay
tiempo ni forma, solo es vacío, todo es silencio y quietud. Y ahí reconocemos lo
sustancial.
Y es requisito aquietar nuestra mente. Lo que, en Oriente, se conoce como la
mente de mono loco.
Si, alguna vez, han tenido la oportunidad de ver un grupo de monos e
intentaron seguir con los ojos los incontables y sucesivos movimientos que son
capaces de hacer en poco tiempo —saltando de rama en rama, jugando entre
ellos, buscando frutos, haciendo piruetas—, seguramente, habrán claudicado en
poco tiempo. Es un desafío imposible de sostener sin perder el centro.
Así es nuestra mente: el foco de atención cambia de un instante a otro, los
pensamientos varían, diálogos y ruidos mentales permanentes, lo que genera
estados de confusión, dubitación, indecisión, obstinación, capricho y tanto más.
Esta actividad incesante de la mente nos aleja de la quietud interior y, a través de
ella, solo vemos separación.
En cuanto aquietamos nuestra mente, a través de alguna de las prácticas
espirituales ya mencionadas, como los rezos, las oraciones, las meditaciones, las
meditaciones guiadas, el yoga, las respiraciones conscientes, los mantras y los
sutras —percibimos que todas las prácticas son valiosas, en la medida que
resuenen en nosotros de acuerdo con nuestra religión o nuestra espiritualidad—,
abrazados por el silencio interior que nos conduce a la quietud, al estar en el
presente, recuperamos la conciencia de la Unidad con el Espíritu.
Desde la filosofía oriental, a este estado de silencio mental se lo conoce
también como conciencia sin pensamientos. Es un vacío de sonidos. Y, en esa
conexión, escuchamos en el silencio la melodía del universo que habita en
nosotros.
Como occidentales, muchos hemos crecido conociendo algunas oraciones y
rezos que las religiones nos han ofrecido. Además, desde las religiones orientales,
nos llegan los mantras y sutras que han sido usados desde hace miles de años con
este propósito.
Mantra es un término en sánscrito cuya traducción significa `instrumento de la
mente´. Se trata de una combinación de sonidos que emite una vibración. Son
sonidos sagrados y, en ellos, las vibraciones del universo y de la naturaleza están
contenidas. No tienen un significado particular, pero sí cada uno emite una
vibración en particular. En su repetición, nos inducen a entrar en estados
meditativos.
Sutra es otra palabra sánscrita que significa `cuerda´ o `hilo´. La repetición de
sutras, al igual que los mantras, nos invita a hacer silencio mental y a aquietar la
mente. Trasciende el hecho de que los comprendamos, ya que la meta de sus
prácticas resulta igual de efectiva porque, en el alma, este saber ya es. Son la
puerta de entrada a la conexión con la Fuente. Son formas sagradas que, al igual
que tantas otras oraciones, posibilitan el acceso para escuchar y estar en sintonía
con el lenguaje universal.
Un sutra es un mantra con un significado único y singular y, junto con los
mantras, nos facilita reconocernos en nuestra Verdad primera y suprema en
cuanto a nuestra esencia espiritual y correr y trascender los velos de ilusión de
nuestra mente para que podamos acceder a ella. El recitado de mantras nos
permite recordar y regresar a la conciencia de nuestro origen, y, a través de los
sutras, nos alineamos con una intención y la invocamos a la Energía del Amor.
A modo de introducción, para considerar cómo cada uno de ellos invoca al ser
repetido o recitado a la comunión espiritual que es inherente al ser humano,
comparto algunos de los tantos mantras y sutras que están al servicio de
acercarnos al Ser.
De esta manera, nos disponemos a entrenarnos para alcanzar un estado de
atención más sostenido, más atento, más sutil, para reconocer el lenguaje del
universo expresándose en nuestras vidas.
Uno de los mantras más sagrados y conocidos universalmente es el sagrado
pranava —oración vibrante— Om, que simboliza a Brahman, el principio
creador del Todo,
el universo entero. Es la vibración primera del universo. Representa la unidad
con lo Superior, lo espiritual con lo físico.
Se sostiene que el Om es el sonido naciente del cual luego resultan todos los
otros sonidos. Y, en el hinduismo, se lo considera como el sonido primordial con
el cual se comienza la mayoría de los recitados de los mantras. Es utilizado en
casi todas las prácticas sagradas.
Shanti, en sánscrito, significa `paz´; se repite, al finalizar una práctica
espiritual, tres veces e invoca paz para la mente, paz para el cuerpo y paz en el
corazón: que sea la paz en lo individual, en lo colectivo y en lo universal.

Cada vez que un hecho sincrónico aparece


en nuestro camino, vamos reconociendo aquello
que nos obnubila la verdadera visión.

La recitación del Om Namah Shivaya hace referencia al Dios Shiva, que, en el


hinduismo, representa el aspecto transformador de la Divinidad. En las
meditaciones o en los bhajans —en sánscrito, ‘cantos devocionales’—, al
reverenciarlo, nos disponemos a que todo aquello que proviene de nuestro ego
sea diluido, lo que propicia los movimientos de destrucción y transformación
para acercarnos a nuestra naturaleza divina, a nuestro yo eterno e inmutable.
Desde el sánscrito, la expresión Sat-Chit-Ananda (Ser-Conciencia-
Bienaventuranza) indica el principio eterno: Sat es la esencia de la
imperturbabilidad y serenidad; Chit es la esencia del conocimiento; y Ananda es
la Bienaventuranza. Juntas, determinan la Forma o la personificación de
Brahman, el principio creador del universo.
Cada ser humano es la encarnación del Divino Sat-Chit-Ananda. Así como el
Espíritu es la encarnación del Amor, así también lo somos.
A través de todas estas prácticas y oraciones sagradas, facilitamos aquietar la
mente y estar en la conciencia del presente, por lo tanto, en nuestro centro y
alineados. Así, nos disponemos a hacer contacto con la quietud interior en
donde recordamos la Unidad con el Todo.
Estar en conexión con esa quietud y calma interior no implica necesariamente
estar solos o rodeados por el silencio. Hacer contacto con esa profundidad del ser
que somos es un espacio interno en el cual podemos permanecer en medio de los
ruidos, de los otros, en medio de grupos o de multitudes. De esta manera,
hacemos contacto con el centro del corazón, en un estado de atención plena. Y
nos disponemos a escuchar el silencio y solo es el sonido de nuestro verdadero
Ser.
Es un estado de contemplación y percepción en el que nos ofrecemos
disponibles a hacerle lugar a todo tal como es, desde una actitud neutral, sin
intención, sin juicios previos, renunciando a comprender y hasta a tener
claridad. Es justo allí, desde la quietud interior, donde somos dirigidos en
nuestras expresiones, en nuestros movimientos y en nuestras acciones. Aquietar
la mente y no identificarnos con los pensamientos es lo que necesitamos para
poder observar y escuchar lo que ya es en nuestro interior. Así nos sintonizamos
con la Inteligencia Superior que habita en nosotros y que, a través de su lenguaje,
nos habla constantemente.
Como sostiene Eckhart Tolle: “La verdadera Inteligencia actúa
silenciosamente. Es en la quietud donde encontramos creatividad y la solución a
los problemas”.

En contacto con el presente


Reconocer las sincronicidades, atender a las señales, nos exige estar alineados
con el presente. Por cierto, lo único que existe. Y, además, estar en sintonía con
él y no seguir los desafíos que nos propone la mente cada vez que nos invita a ir
hacia el pasado —a través de los recuerdos, o de sentir cierta nostalgia, o de
pensar que todo tiempo pasado fue mejor— o cuando nos propone ir hacia
nuestro futuro, lo que nos genera ilusiones, nos trae estados de ansiedad,
idealizamos lo que puede no ser o nos preocupamos por lo que aún no sucede.
El pasado y el futuro son solo ilusiones construidas por nuestra mente; no
tienen entidad propia, salvo que, desde el presente, se la otorguemos y le demos
vida a lo que no tiene, ya sea porque ya pasó o porque aún no se manifestó.
En la conciencia del presente, las ilusiones se desvanecen.
Para esto, las prácticas espirituales, sean cuales fueran para cada uno de
nosotros, son el camino para acallar la mente y, así, estar presentes en el aquí y
ahora.
Cada vez que estamos en la conciencia del cuerpo, estamos presentes y
alineados, en cualquier actividad que desarrollemos: presentes al comer, al leer, al
higienizarnos, al dormir, al mirarnos, al relacionarnos, al abrazarnos, al escuchar,
al percibir, al sentirnos…
Hay un antiguo proverbio zen que dice: “Cuando camines, camina. Cuando
comas, come”.
Vaciándonos de nuestros pensamientos, de nuestras emociones y de nuestros
sentimientos, anclamos en el presente, hacemos identidad en un espacio mucho
más vasto y más profundo. De esta manera, nos disponemos a inclinarnos y a
asentir a la Presencia en nosotros, y, así, la Inteligencia Superior puede guiar
nuestras vidas, acercándonos la información que nos trae cada señal y cada
coincidencia.

La vida es cambio
Los cambios traen aparejados momentos de incertidumbre, de ansiedad, de
inquietud. Implican atravesar movimientos internos, sostener las transiciones
para atravesar los procesos que nos llevarán a alcanzar nuevos aprendizajes a
través de aquello que queremos alcanzar en pos de nuestro crecimiento y nuestra
evolución. Y siempre nos proponen miradas renovadas a través de desafíos y
retos.
A veces, surgen como resultado de decisiones propias y, otras, como hechos del
Destino.
¿Por qué dudamos ante una coincidencia del Destino que nos abre un camino?
¿Por qué, a veces, ante hechos sincrónicos, cuando sabemos que llegó la
oportunidad de cambio, nos resistimos? Un nuevo amor, una nueva posibilidad
laboral, un cambio de residencia para mejor, una nueva actitud en relación con
nuestro cuidado personal, físico, espiritual…
Lo cierto es que todo sucede en un incesante devenir; nada es inmutable. Si
miramos nuestras vidas, lo único permanente y sostenido en el tiempo es el
cambio. Y cada cambio trae un cierre, un final y, al mismo tiempo, propicia una
apertura, un nuevo comienzo.
Para las filosofías orientales, cada vez que algo culmina, es una liberación. Se lo
celebra, se lo festeja. Incluso a lo que llamamos muerte así se la experimenta. Para
los occidentales, que, en general, crecimos desde el apego a las formas, no es tan
sencillo soltar, sino que exige una elaboración y un conocimiento sobre uno
mismo. Como alguna vez dijo el filósofo Heráclito: “Todo fluye, nada
permanece. Nunca te bañarás dos veces en el mismo río”.
Les propongo abordar desde diferentes dimensiones estos movimientos. Las
miradas psicológica, sistémica y espiritual nos muestran tres distintas facetas de
este tema.

• Las resistencias psicológicas


Desde el plano de la personalidad, los cambios nos invitan a realizar
modificaciones en nuestras costumbres, nuestros hábitos y rutinas. Sin embargo,
dar esos saltos y poder sostenerlos con bienestar es resultado de un proceso
interior.
Ante todo, es frecuente que los temores, las inseguridades, el miedo a la
pérdida de control —que no es más que una ilusión, ya que no controlamos
nada— sobre lo conocido, en mayor o menor medida, se hagan presentes. Son
nuestros lugares de confort. Perdemos el poder sobre aquello en lo que sabemos
cómo movernos y lo nuevo ya no es previsible.
Y, como consecuencia, entre otros, el temor al fracaso es un factor de
resistencia que aparece cada vez que pretendemos anticiparnos a lo que va a
resultar de la situación que nos encuentra. También puede resultar de la poca
valoración que tenemos de nosotros mismos.
Según las características individuales —ya sean personales y/o resultado de las
implicancias sistémicas—, hay personas que tienen más disposición y otras más
resistencia a la hora de hacer lugar a lo nuevo en sus vidas.
La historia personal, las circunstancias actuales, los rasgos de la personalidad
pueden generar angustias y ansiedades o cualquier otro tipo de sintomatología,
que denuncia la resistencia al movimiento que se nos está invitando a alcanzar en
nuestro interior. ¿Cuántas veces podemos encontrarnos en situaciones en las que
queremos el cambio y, al mismo tiempo, pretendemos seguir siendo los mismos
o sosteniendo lo mismo que veníamos haciendo?
Cada vez que nos disponemos a renovarnos o a modificar algo en nuestras
vidas, ese primer impulso va expandiéndose hasta dimensiones imprevisibles y
desconocidas. Esa primera semilla que plantamos nos mueve como llevados por
los vientos hacia desarrollos y crecimientos que no podemos imaginar, los cuales
generarán aceptación en unos y rechazo en otros. Y, para ello, tenemos que
considerar nuestro desarrollo personal, reconocer nuestras lealtades invisibles y
confiar en lo más Grande que nos conduce en esa dirección.
Toda propuesta de cambio trae aparejado un aprendizaje, y un aprendizaje nos
invita a transformarnos. Cada vez que lo intentamos, los dolores no sanados se
reactivan y las heridas emocionales que no han cicatrizado aún se vuelven a abrir
en nuestro interior.
Inevitablemente, estar en el presente y movernos hacia adelante nos exige
ordenar y sanar lo que ha quedado pendiente del pasado.
Todo proceso de cambio tiene un costo energético y, según la experiencia de
vida personal, vamos a tener mayor o menor plasticidad cerebral y disposición
para afrontar. Por esta razón, a veces, podemos enojarnos, angustiarnos,
frustrarnos y vivir bajo niveles de estrés importantes, tanto que pueden traer
aparejada la pérdida de equilibrio y de armonía en nuestra salud física y en
nuestra estabilidad psicológica. Es cierto que, cuando los cambios nos
sorprenden y no nos preparamos para ello, una suerte de desequilibrio tiene
lugar. De una manera instintiva, solemos reaccionar y evitar el contacto; damos
un paso hacia atrás, como un mecanismo de protección. Cuando, a diferencia,
los movimientos hacia lo nuevo van siendo progresivos, es más fácil hacerles
lugar. Cada uno de ellos nos invita a mirar hacia una nueva dirección y, al
mismo tiempo, nos propone una despedida.
En ese momento, recordar el propósito que tienen, el sentido que, desde lo
espiritual, traen a nuestras vidas y ser conscientes de nuestras prioridades es
prioritario para tomar de ellos la fuerza para asentir a lo que es, y, cuando así lo
determinamos y sucede, las resistencias van perdiendo potencia.
En principio, tener buenas motivaciones para animarnos a ir hacia lo nuevo es
una gran oportunidad para autoindagarnos y bucear dentro de nosotros con el
propósito de encontrar nuevas respuestas acerca de nuestra Verdad.
Mirar hacia adentro nos permite reconocer si esa necesidad de cambiar tiene la
fuerza suficiente, ya que es imprescindible contar con ella para dejar aquellos
lugares donde nos sentimos a salvo y seguros, y tolerar la incertidumbre que
genera el temor a lo desconocido. Además, tenemos que saber de nuestros
recursos y confiar en nuestras capacidades; de lo contrario, la creencia de que
podemos fracasar puede resultar un impedimento.
Cada vez que nos proponemos dar estos saltos en la conciencia y en nuestras
vidas, los apegos a las creencias, a los prejuicios, a las personas, a los lugares y a
los hábitos son factores que también interfieren. A veces, la vida nos exige soltar
en tiempos difíciles, en los cuales sentimos que no estamos preparados, pero sí
obligados, y eso también nos inhibe, y rechazamos la invitación de darle la mano
a la Vida y decirle sí.
Ir hacia nuestro interior es una propuesta de ser auténticos con nosotros
mismos para mirar las sombras que nos detienen en la marcha hacia la vida. A
veces, podemos estar observando el proceso desde una mirada infantil, en la que
esperamos al salvador. Esto sucede cada vez que, pasivamente, anhelamos que
todo cambie por sí solo, sin nuestra intervención. Y, de esta manera, no pasamos
a hacernos cargo como adultos responsables, de una forma activa, de nuestras
decisiones y de sus efectos. Así, contamos con la licencia de culpar al otro o a la
vida y victimizarnos ante lo sucedido.
De hecho, el no cambio tiene sus beneficios secundarios, tal como decía
Sigmund Freud, en relación con los costos que nos exige la transformación y con
las consecuencias que nos trae y que no queremos asumir: renunciar a las certezas
y gestionar la incertidumbre desde una actitud adulta.
En algunas ocasiones, esos movimientos no son acompañados por el entorno:
la familia, los amigos, en más de una oportunidad, nos pueden desalentar. Es
entonces cuando, a través de la facultad del discernimiento —que surge como
resultado de una visión clara sobre nosotros mismos que solo desde el adulto
podemos alcanzar—, tenemos la oportunidad de tomar, a partir de sus miradas,
lo que consideramos inherente y dejar y desprendernos de aquello con lo que ya
no resonamos.
¿Cuántas veces podemos reconocer que hemos invertido gran parte de nuestro
tiempo y nuestra energía en elecciones,
anhelos, metas, proyectos… que no resultaron propios, sino que provenían de lo
que los demás esperaban de nosotros o quizás lo que nuestros padres nos
proyectaron desde pequeños? Muchos de estos cayeron por su propio peso
cuando crecimos, nos diferenciamos y nos descubrimos diferentes a lo anhelado
para nosotros. ¿Cuántas otras veces resultó que la vida nos lo alejó, en contra de
nuestra propia voluntad, y fuimos recuperando liviandad al estar más ligeros de
equipaje?

Toda propuesta de cambio trae aparejado


un aprendizaje, y un aprendizaje nos
invita a transformarnos.

Cada vez que decimos sí a los cambios, nos vamos desapegando y aligerando
esas mochilas, y nos disponemos a reconocernos más en lo sutil, a medida que
vamos recordando nuestra profunda naturaleza y acercándonos a la expresión de
lo que vinimos a manifestar de nosotros mismos.
Y, cuando así sucede, y nos diferenciamos de lo que ya no somos, reconocemos
que no se trata de nuestras resistencias, sino de lo que nuestros movimientos les
reflejan a los otros en cuanto a las suyas propias, que no les permiten fluir hacia
lo nuevo en sus propias vidas. Es ahí cuando agradecemos con amor, ya que
estuvieron al servicio de nuestro crecimiento, y les damos el respeto al otro y a lo
que cada uno haga con su propia vida.
Lo cierto es que estos procesos nos invitan a atravesar las pérdidas, ya sea de
manera concreta, cuando se trata de alguien, o simbólica, cuando se trata de algo
o cuando resulta de un proceso que recorremos en nuestro interior. A veces,
cambiamos de actividad, nos despedimos de un lugar, de compañeros, de una
tarea específica; otras veces, nos separamos, nos mudamos de casa, de lugar,
transformamos hábitos y costumbres en nuestra manera de relacionarnos, y,
otras veces, se trata de cerrar ciclos, etapas, y dejar ir lo que ya pasó. En todas
ellas, renunciamos a algo, ya sea en lo externo o en nuestro interior.
Cuando algo concluye en nuestras vidas, en el plano real o en el simbólico, sea
una pérdida significativa o pequeña, atravesar y experimentar el duelo es
fundamental para soltar lo pasado porque lo que ya no es necesita ser despedido.
Todo cambio implica soltar algo para tomar lo nuevo; dejar ir lo pasado para
tomar lo que es presente; vaciarnos de aquello que ya no nos representa para
hacer lugar a lo que sí habla de nosotros. Y esto implica transitar un proceso de
duelo ante lo que perdemos, ante esa comodidad incómoda que igual sosteníamos.
Si miramos nuestras vidas, podemos concluir que todo lo que resultó fue lo
indicado y adecuado para acercarnos a nuestra Verdad con la intención de que
reflejemos por fuera tal como somos por dentro.
Todo el camino de la vida nos va guiando y conduciendo para que
aprendamos a vivir en la levedad del ser, que, solo en sintonía con el Espíritu,
podemos reconocer como aquello que, desde siempre, es inmanente y
permanente en nosotros.

• Renunciar a la infancia
Desde la mirada sistémica, disponernos a crecer y transformarnos siempre
requiere de un crecimiento que nos exige
mirar con los ojos del alma para reconocer lo que es en lo profundo, más allá de
nuestras creencias. Esto es pasar de estar situados en un lugar de niños a tomar
nuestro lugar como adultos.
Como sabemos, estamos atravesados por implicancias que nos condicionan a
llevar sobre nosotros ciertas memorias y destinos que no nos son propias. Y todos
ellos atentan contra el hecho de que la vida fluya con todos sus movimientos, lo
que refleja nuestra propia naturaleza.
Cuando somos pequeños, los cambios son impuestos por nuestros padres o por
quienes están a cargo de nosotros en diferentes contextos: como la escuela a la
cual asistimos, el club donde realizamos algún deporte, la congregación religiosa
de la cual somos parte. Si no tomamos la decisión de crecer, podemos
permanecer como niños, a lo largo de la vida. Esto es lo que ocurre cuando, por
ejemplo, dependemos siempre de las decisiones de otros y no somos capaces de
decidir por nosotros mismos; cuando nos sugestionamos con lo que los demás
dicen de nosotros y no podemos creer y confiar en lo que sentimos; cuando nos
cuesta cambiar y seguimos siendo como cuando éramos niños sin que nada se
modifique en nosotros, más allá del desarrollo biológico.
Porque crecer implica, ante todo, renunciar a nuestra infancia. ¿Y de qué se
trata? Renunciar implica soltar, dejar en el pasado, despedir, duelar y tanto más.
Renunciamos a la infancia cuando asentimos al destino de nuestros padres y ya
no pretendemos cambiar nada; cuando decidimos irnos a vivir solos como
resultado de un proceso consciente de crecimiento y dejamos la casa paterna,
asumiendo las responsabilidades que de ello devienen; cuando estudiamos algo
que resulta ser nuestra vocación y, quizás, no responde a las expectativas que
tenían para con nosotros…
Pero nada de ello es posible si previamente no hemos
tomado. Nadie puede soltar lo que no tiene. Como ya vimos, el acto de tomar
comienza con el primer amor disponible en nuestras vidas, el amor de nuestros
padres.
Si no tomamos ese amor, una especie de vacío, de desamparo o desolación es lo
que vamos a sentir cada vez que nos disponemos a dar esos saltos significativos
en nuestras vidas, que implican vaciarnos y hacer lugar. Solo podemos hacerlo
estando ligeros de equipaje, es decir, dejando en el pasado aquello que ya no tiene
razón de ser en nuestras vidas.
Los hijos amamos mucho a nuestros padres, seamos conscientes o no, los
conozcamos o no, hayamos tenido relación con ellos o no, haya sido buena o
mala, o feliz o doloroso aquello que nos encontró. En nombre de esto, lo
sepamos o no, en nuestra alma, convivimos con el anhelo de ayudarlos hasta el
intento de salvarlos, como si fuera posible.
Trascendemos esta ilusión infantil cuando somos capaces de honrarlos porque,
en esa inclinación, reconocemos nuestra pequeñez ante ellos, tomamos la vida
otorgada a través de ellos y, junto con ellos, dejamos lo que no nos corresponde
llevar y, en ese instante, renunciamos a esa pretensión de evitarles lo doloroso o
traumático en sus vidas y, de esta manera, les devolvemos la dignidad con que
llevaron o llevan sus vidas y los miramos en su grandeza. Y, en esa renuncia,
damos un paso hacia adelante, con la guía del Espíritu hacia la propia vida.
A medida que tomamos el amor de nuestros padres, ese amor nos colma por y
para siempre en nuestros corazones y en nuestras vidas, y, entonces, tenemos la
fuerza para animarnos a adaptarnos a lo que la vida nos propone, haciendo
siempre lugar a lo que espera por nosotros y creciendo con fuerza y alegría. Y, en
ese instante, en vez de sentirnos amenazados de encontrarnos con un vacío
interior, nos percibimos colmados de ese amor y fortalecidos para decir sí a lo
que es y a lo que será.
Y el tomar de nuestros padres comienza con una honra, inclinándonos ante
este amor. Es allí cuando tomamos la fuerza del amor de nuestros padres y de la
vida que nos llegó y lo agradecemos a lo largo de nuestra existencia, haciendo
algo muy bueno en ella, tanto para nosotros como para los otros. Es justo allí
cuando comenzamos a decir sí a lo que resulta, tal como resulte en nuestras
vidas, con todo lo que el camino se lleve, con todo lo que el camino nos traiga.

Todo cambio implica soltar algo para tomar


lo nuevo; vaciarnos de aquello que ya no nos representa
para hacer lugar a lo que sí habla de nosotros.

Dice Hellinger: “La reverencia ante los padres es asentir a la vida tal como la he
recibido, al precio al que la he recibido y al destino tal como está
predeterminado para mí. La reverencia siempre va más allá de los padres. Es
asentir al destino propio, a sus oportunidades y a sus limitaciones. Esa reverencia
también es un acto religioso. La persona que ha hecho la reverencia de esa
manera repentinamente está libre…”.
No alcanza la vida para poder honrar a nuestros padres y al don recibido, y
tomar ese amor por completo. Cada día tenemos la posibilidad de tomarlo un
poco más: por ejemplo, cada vez que les decimos a nuestros padres “gracias”;
cada vez que agradecemos algo que la vida nos trae como regalo; cada vez que
sentimos alegría ante la felicidad del otro; cada vez que nos descubrimos
ofreciéndole a la vida algo que suma vida, como un cuidado o algún tipo de
asistencia; cada vez que algo se expande en nuestro corazón y agradecemos a
partir de un recuerdo cuando viene a nuestra mente algo que nos fue brindado,
como cuando mamá nos abrigaba o nos cocinaba algo rico con mucho amor…
Y, a medida que tomamos el amor de nuestros padres, para compensarlo,
podemos hacerlo dándoles nuestra gratitud desde el corazón cuando es auténtica,
genuina e incondicional, diciéndoles: “Gracias; todo salió muy bien”. Gracias es
una de las palabras mágicas.
Cuando los hijos respetamos en nuestras almas este lugar de los padres y, como
hijos, tomamos nuestro lugar ante ellos, el amor fluye y crece en nuestra vida, en
cada lugar que queramos habitar y ante los cambios que nos proponemos
realizar.
Soltarlos, respetarlos junto con sus destinos, asentir a lo que es, ubicarlos detrás
de nosotros respaldándonos, protegiéndonos y bendiciéndonos es resultado de
un camino consciente, de una decisión adulta que debemos tomar. Y así
hacemos espacio a lo nuevo.
Como hijos adultos, tenemos la posibilidad de transformar este sistema de
creencias para hacerle lugar a lo que nuestros corazones saben en lo profundo.
Tomar el amor de los padres es un acto humilde porque es tomarlo con todo lo
que ha venido con ellos. Es un tomar la vida, es un tomar por completo a
nuestros padres, porque nosotros somos el resultado de ellos.
Se trata de un dar y un tomar humildes. Ambos sirven a la Vida. El dar es
humilde porque, como padres, somos instrumentos que, por un instante, nos
alineamos a la fuerza de la vida para dar la vida. Y, como hijos, también es un
tomar humilde porque nos disponemos a tomar la vida con todo lo que ha sido y
no ha sido y tal como ha sido en nuestra historia.
Es por eso por lo que la naturaleza humana es dar y servir. Cada vez que damos
y servimos, vamos compensando en el alma tanto como tomamos. Y ahí
recuperamos la paz. Y, en ese dar y servir, pasamos a ser parte de un movimiento
mayor e incesante que el Universo propicia.
Y es junto con nuestros padres donde este proceso tiene su origen, ya que nos
invita a recorrer un camino consciente en lo personal, en lo álmico y en lo
espiritual.
En lo personal, porque resulta de una decisión que nos tiene que encontrar
conscientes y adultos. En lo álmico, porque requiere que miremos con otros ojos
aquello que no nos permite tomar su amor, como resultado de nuestras propias
implicancias al no respetar los Órdenes del Amor. En lo espiritual, porque
nuestros padres son el vehículo para que podamos llegar a reconocer al Amor del
Espíritu en nosotros. Inclinarnos al amor de nuestros padres es inclinarnos al
Amor del Espíritu, reconocer nuestra unidad con todos, con la fuerza de la Vida
que los tomó a su servicio y con la Fuerza Mayor.
Ante esto tan grande y tan sagrado que habla de la mística de la Vida, lo que
nos tocó vivir junto con nuestros padres, que hayan estado más o menos
disponibles como resultado de sus propias implicancias, de sus duelos abiertos,
de las despedidas que no pudieron alcanzar... desde un lugar adulto, pasa a ser
anecdótico. Los recuerdos dolorosos van perdiendo fuerza, diluyéndose ante este
amor tan grande.
Con el tiempo, el amor que, como hijos, tomamos de nuestros padres también
lo brindamos y, de esta manera, podemos ver una especie de hilo conductor a lo
largo de las generaciones, que es un movimiento continuo y permanente que
sucede en ellas. No todas las personas tenemos hijos, pero, como compartimos
en un capítulo anterior, hay múltiples maneras de ofrecer lo que ya es en
nosotros.
Estamos al servicio de un fluir permanente, en el que todo va transformándose
sostenidamente a lo largo de las generaciones pasadas, en nuestra vida y en las
venideras.
Solo diciéndoles sí a los padres, podemos tomarnos de la mano por la Vida y
dejarnos guiar y conducir por ella. Esa vida que nuestros padres nos han dado
como un gran regalo es una obra maestra, excelsa y gloriosa.
Al caminar con ella en un andar armónico, junto con nuestra disposición a
acompañar esos movimientos ondulantes y transformadores que propone la
existencia misma, nos disponemos a reconocer aquello que debemos transformar
para extraer la mejor versión que de nosotros sea posible.

• Sí a la Fuerza que a todo lo mueve


Cada vez que estamos en sintonía con el Espíritu, no hay costo alguno cuando
las transformaciones suceden al servicio de la evolución en nuestras vidas. Y,
mientras estemos encarnados, no es un estado constante en el cual
permanecemos: entramos y salimos de ese lugar en la conciencia. A través de la
autoobservación, cobramos la posibilidad de reconocer cuando no estamos en
conexión con la Fuerza que nos guía y, así, de disponernos a alinearnos
nuevamente.
Cuando así resulta, podemos crecer y evolucionar de Su mano; nos dejamos
llevar; comenzamos a reconocer su
lenguaje en cada coincidencia, en cada sincronicidad y
decimos sí. Es una decisión adulta que tomamos con la fuerza que deviene de
nuestro amor. Y acompasados,
podemos danzar junto con Su Amor en nuestras vidas.
Nos dejamos mecer, mover y llevar hacia donde nos conduzca. Y esperamos su
guía para actuar o retirarnos en el instante preciso. Es una certeza que nos mueve
y nos sentimos sostenidos.
El Amor del Espíritu se expresa a Sí mismo y está en un constante
movimiento. Todo cambia a cada instante, e, inclinados ante Él, como ante
nuestros padres, asentimos y somos guiados. Entregados a ese movimiento sin
interferir, ligados a esa Fuerza sin querer nada, caminamos hacia la propia
maestría espiritual.
Es un lugar dentro de nosotros, donde todo es como puede ser. Estamos
presentes y confiamos. Nuestro amor, nuestros vínculos, nuestro camino está en
un constante movimiento que todo lo va creando a cada instante. Todo cambia
y todo se transforma a cada instante. Todo crece, todo se desarrolla y todo
muere. El flujo del Amor es el agua vivificante para todos y habita nuestros
corazones. Solo permanecemos en el ahora junto con la Fuerza Creadora que
todo lo pone en marcha y todo lo renueva cada día. Humildes y receptivos ante
ella, decimos sí a lo que nos trae, abiertos a lo que es y tal como es, y nos
dejamos sorprender a cada instante por lo nuevo.
En este plano, estamos unidos a nuestros padres y, en otra dimensión de
nosotros mismos, estamos en conexión con el Espíritu. Los padres son los
primeros portales hacia la conexión de esa Fuerza creadora que a todo lo impulsa
y, como aliento de Vida que es, todo lo mueve en nosotros. Llena todo el
espacio. Está en todo y más allá.
La reconocemos cada vez que, permaneciendo en el vacío, sin intención y
confiando, a través de nuestra alma, tal como puente hacia el Espíritu, estamos
con Él en sintonía: en sintonía con nuestros padres, en sintonía con la fuente del
Amor Universal.
Alcanzar estos sentidos trascendentes y esta mirada espiritual nos invita a
respirarlo y verlo actuar en todo lo que existe. Y es a partir de esta comunión con
lo Alto que las sincronicidades, los cambios, el crecimiento y la propia evolución
cobran comprensiones más amplias. En esa sintonía, estamos calmos y serenos.
Mirar la vida, desde este entendimiento, lo resignifica todo: “No soy yo, sino Tú
en mí”.
.

Ego espiritual
Según sean las culturas o filosofías, las clasificaciones sobre el ego son
múltiples. Pero todas coinciden en que el ego más peligroso es el espiritual.
Aquel que nos puede llevar a creer que tenemos una Verdad Absoluta, la única
posible, que somos poseedores de un saber divino, de conocimientos superiores
que nos hacen únicos y casi exclusivos; un saber que nos ha sido otorgado a
nosotros y a pocas personas más en este universo. Somos los elegidos por nuestras
cualidades, virtudes, sabiduría o por ser buscadores de nosotros mismos desde
hace mucho tiempo.
Aquí estamos atrapados en una especie de soberbia espiritual que nos torna
peligrosos, ya que nos erige en un lugar de descalificación y desprecio por los
demás, por quienes no cuentan con este conocimiento o miran sus propias vidas
a través de otros prismas, teniendo otras visiones o niveles de conciencia.
De la misma manera, esa peligrosidad resulta ser para con nosotros mismos
cuando quedamos identificados con ella, ya que la Vida luego se encarga de
mostrarnos nuestras sombras y sucede, en estos casos, a través de experiencias
dolorosas y, muchas veces, imprevisibles.
Tantas veces me he preguntado por qué, a lo largo del tiempo, la Vida nos trae
relaciones difíciles, maestros del dolor, pérdidas, engaños, estafas,
enfermedades… que nos llevan a limar el ego. ¿Por qué nos obliga a inclinarnos
ante lo que es, más allá de nuestros deseos y voluntad?
Para esto, el Espíritu nos invita a iluminar nuestras sombras: nuestros temores,
rivalidad, ambición, celos, envidia, ira… recordándonos que no somos mejores
que otros, ni estamos por sobre los otros, sino que somos tal como los demás,
con nuestras imperfecciones, nuestras limitaciones y dificultades.
Entre tantas respuestas que sigo encontrando, entiendo que esta es una: para
pulir las aristas de ese diamante que somos en bruto.
El filósofo alemán Friedrich Nietzsche dijo: “Cada vez que escalo, soy
perseguido por un perro llamado ego”.
Así es como la Vida se encarga de acercarnos a una de las grandes virtudes
espirituales: la humildad, reconocer cuán pequeños somos ante las Fuerzas que
nos mueven. Es ley espiritual: cuanto más se nos da, más se nos exige.
Así despertamos y nos acercamos a nuestra verdadera identidad; así vamos
reconociendo aquello que vinimos a ofrecer y a servir, y somos cada vez un poco
más humildes.
Pero también hay otro camino posible, que es el de las caricias que reparan,
que también provocan que salga nuestro genio de la lámpara y que llegan a través
de aquellos que nos aman y, con amor, nos muestran lo que encubre nuestras
virtudes, cuando quedamos atrapados en la máscara del ego. Son esos seres que el
camino nos regala para crecer y transformarnos desde el amor, en la medida que
estemos dispuestos a sumergirnos en aguas profundas dentro de nosotros.
Una cosa es la soberbia espiritual que nos lleva a buscar que nos idolatren, que
nos reverencien y nos veneren, y otra cosa es la grandeza espiritual. Quien tiene
grandeza espiritual se sabe solo un instrumento de algo más Grande y no el
hacedor. Lo recuerda a cada momento porque lo vive y lo respira. Y comienza
cuando somos capaces de ver la grandeza en nuestros padres. Esto nos lleva a
tener respeto y amor por nuestra propia persona y por los demás.
Quien es auténticamente espiritual es simple y generoso. Ve al otro con los
mejores ojos e intenciona el bien para los demás. Es amable y considerado con
los demás, más allá de los roles y funciones. Se sitúa ante el otro en el mismo
nivel, bajo la supremacía del Espíritu, ya que sabe que todos estamos transitando
el mismo viaje a lo largo de la vida. Desde este lugar, lo que se piensa, se expresa
o se hace tiene las cualidades de la humildad y la pureza de corazón.
En esta conciencia del ser, dejamos de juzgar. No evaluamos el estado
espiritual del otro; lo comprendemos, lo acompañamos y también nos
recordamos a nosotros mismos cuando estábamos en ese lugar. De la misma
manera, sucede con los otros que han despertado a ciertas verdades universales
antes que nosotros. Somos parte de un círculo de servicio mutuo. Desde algunas
filosofías, como el budismo, se sostiene que “nadie es malo, sino que está
confundido porque ignora la Verdad”. En este punto, es donde podemos anclar
para que nuestra compasión se despliegue y crezca.
Desde este lugar, podemos ofrecernos a la ayuda y al servicio con humildad,
sin correr el riesgo de creer que somos nosotros quienes ayudamos, sino
recordando la Fuerza Mayor que, a través nuestro, sirve. Esto no nos exime de la
responsabilidad de autosuperarnos cada día para poder ofrecernos como los
mejores instrumentos posibles y ser tomados por el espíritu del Amor al servicio.
Está en nuestras manos pulir nuestro ego, comprometiéndonos con nuestro
camino de transformación para que nuestro accionar sea límpido, con respeto y
humildad. Ahí nos mantenemos serenos, en un estado de quietud interior, y nos
inclinamos a la Fuerza de Amor que lo mueve al otro, que nos mueve a nosotros
y que determina el encuentro. Así, nos ofrecemos cada día un poco más puros de
aquello que, desde la piedra sin pulir, aún contamina y obnubila nuestra visión.
Como dijo Bert Hellinger: “Llevar la cabeza en alto cansa. La felicidad la
encuentra quien se inclina”.

La buena ayuda
Ayudar es una cualidad que nos singulariza como seres humanos. Como tales,
somos dependientes tanto de la ayuda que necesitamos de los otros para
desarrollarnos, crecer y desenvolvernos en una vida en la que todo es parte de un
constante devenir, todo cambia continuamente, como también de la necesidad
de ofrecer nuestra ayuda: un impulso interior al cual necesitamos hacerle lugar.
Por lo tanto, al ayudar a los demás, nos estamos ayudando a nosotros mismos.
Desde las comprensiones ofrecidas por Bert Hellinger para que la ayuda que
ofrezcamos resulte una buena ayuda, respetar el equilibrio entre el dar y el tomar
se hace indispensable.
Para que la ayuda sea efectiva, debe ser recíproca en las relaciones personales
que nos encuentran con los otros en un nivel de pares, entre iguales. Al respetar
la compensación entre lo que damos y tomamos, ese amor en forma de ayuda
circulará, y la relación podrá mantenerse en el tiempo.
Por ejemplo, en una relación de pareja, entre amigos, entre compañeros… si la
ayuda en el tiempo se ofrece indistintamente entre uno y otro cada vez que es
solicitada o la pedimos, la relación tendrá un buen pronóstico. Si, en cambio,
siempre escuchamos al otro cuando lo necesita y, cuando le pedimos su escucha,
habitualmente, no lo encontramos; si, cuando nos piden asistencia en diversas
tareas, cuentan con nosotros, pero, cuando requerimos lo mismo, no obtenemos
respuesta; si, cuando necesitan de nuestro abrazo, lo ofrecemos y, cuando
necesitamos contención, no la encontramos… Inevitablemente, para respetar el
Orden de la Compensación aplicado a la ayuda, comenzaremos a sentir la
necesidad de ayudar menos a esa persona o, directamente, a retirarle nuestra
ayuda.
Necesitamos ayudar para compensar dentro de nosotros la ayuda obtenida
antes en alguna circunstancia. Así, recuperamos la calma interior. Cuando
ofrecemos nuestra ayuda, tenemos autoridad moral para pedirla.
Muchas veces, nos encontramos en situaciones en las que, detrás de la
necesidad de ayudar, se oculta aquello que no somos capaces de pedir.
Cuando recibimos la ayuda en relación con lo que solicitamos, necesitamos a
nuestro tiempo brindar ayuda para, así, recuperar el equilibrio en el alma. En
cambio, cuando recibimos ayuda y no la brindamos, nos arriesgamos a perder lo
tomado. De la misma manera, cuando ofrecemos nuestra ayuda y no es
recíproco, el deseo de seguir dando se debilita.
Todo responde a la búsqueda de una armonía interior en nosotros mismos
para estar en equilibrio entre lo que ofrecemos y lo que brindamos como ayuda.
Alcanzar la armonía con el otro solo es posible si el intercambio entre ambos se
respeta. No tiene que ser lo mismo, pero sí la ayuda tiene que tener el mismo
valor para el que la ofrece y para el que la recibe.
A veces, ayudar es decir no; es retenernos y no ofrecer cuando no tenemos para
dar lo que el otro tiene como expectativa, o cuando queremos ayudar en
ocasiones en que el otro no lo necesita, o cuando ofrecemos más de lo que el
otro puede tomar. De lo contrario, si no nos resistimos, ponemos en peligro la
relación.
Esto no es aplicable a la relación entre padres e hijos, en la que, naturalmente,
se produce un desequilibrio, ya que lo dado por ellos no lo podemos compensar
en la reciprocidad. De lo recibido y tomado de los padres, surge el impulso de
ayudar a otros, tanto como una actitud cotidiana como en situaciones límites.
Además, podemos abordar la ayuda dentro de encuadres profesionales, como
los médicos, psiquiatras, psicólogos y todo tipo de actividad que lleve implícita la
acción de ayudar. Por ejemplo, los médicos y colaboradores que asisten en
lugares de guerras o quienes acuden a lugares donde hubo una catástrofe natural
para ofrecer su ayuda.
En ciertas circunstancias, la ayuda requiere de un saber y de una destreza
especiales: hay quienes son instrumentos del Espíritu —como los médicos—
para obrar sobre la vida y la muerte o quienes asisten a otros en el desarrollo y en
la realización personal.
Cuando los ayudadores nos ofrecemos estando alineados con las Fuerzas más
Grandes, nos inclinamos ante ellas y asentimos desde el respeto ante el destino
del otro, sea en su vida o en su muerte. Solo el Espíritu determina quién llega y
quién se va.
Aquí también se vislumbra el peligro de quedar identificados en el ego
espiritual, cuando se toma en manos propias el destino de una persona. Son
comprensiones que nos vuelven humildes ante el Espíritu que nos mueve. Y, en
esa concordancia, reconocemos hasta dónde estamos autorizados a ayudar,
respetando el alma del otro y la nuestra. Y, a veces, retirarnos es la ayuda que
debemos ofrecer, asintiendo a todo tal como es, inclinándonos ante la Fuerza
Mayor que nos guía.

Ofrecernos al servicio
A través del servicio, el Amor más Grande se expresa. Es el lenguaje universal.
Cuando nos disponemos a servir como resultado de haber integrado los
Órdenes del Amor, que son los Órdenes de la Vida, no como una forma
encubierta de querer salvar al otro, tal como a nuestros padres cuando estamos
en una conciencia infantil y arrogante —o como una forma de pretender evitar
mirar lo que aún está pendiente para ordenar dentro de nosotros—, estamos
listos para dar un salto en la conciencia.
Al ir tomando el amor de nuestros padres, comenzamos a vibrar en una
frecuencia de amor que irradiamos al universo y respetamos naturalmente los
Órdenes del Amor con los otros con quienes nos relacionamos. Y ya no es algo
que resulta de un proceso de reflexión, sino que es su consecuencia natural. Es
ahí cuando comenzamos a extender las fronteras de nuestro yo, y surge el
impulso desde el alma de ofrecernos al servicio como una forma de vida, como
un estilo de vida.
Y todo comienza a cobrar nuevas dimensiones en el Amor que nos encuentra
con los otros, al mismo tiempo que nos eleva a una dimensión más impersonal,
hacia donde todos somos conducidos para recordar que somos Uno, más allá de
la aparente diversidad.
Recuerdo las palabras del físico alemán Albert Einstein: “Solo una vida vivida
al servicio de los demás merece ser vivida”.
Hay relaciones en las que, sin conocer al otro, decidimos ofrecer nuestro
servicio a través de nuestro tiempo o de nuestros conocimientos, como, por
ejemplo, en las causas sociales o colectivas.
Esto que donamos pasa a ser parte de un movimiento más Grande que nos
toma a Su servicio junto con el otro, sin que sea necesaria una compensación en
la relación misma, sin que tengamos que respetar naturalmente la reciprocidad.
Y no esperamos nada del otro a cambio; solo servimos al otro, servimos a la Vida
y somos felices.
Cuando, en la conciencia espiritual, nos encontramos con los otros, algo más
Grande nos toma y nos entregamos a esa Fuerza Mayor. Sabemos que, en esa
relación, no somos ni tú ni yo. Es el Espíritu en nosotros. Es un pasaje del yo al
nosotros y del nosotros al Uno.

Cuando, en la conciencia espiritual, nos


encontramos con los otros, algo más Grande
nos toma y nos entregamos a
esa Fuerza Mayor.

Así, progresivamente, nos vamos acercando a un sentir profundo en el que


reconocemos que hacemos lo que debemos hacer como instrumentos, ante el
Propósito al cual nos ofrecemos, y que solo el Espíritu lo sabe y lo guía tanto al
otro como a mí y a la relación misma. Y nos entregamos ante este saber.
Como todo se mueve por la Ley de Causa y Efecto, como lo he mencionado en
párrafos anteriores, la compensación va a retornar por caminos impensables, en
el tiempo que deba ser, desde la Inteligencia Espiritual que todo lo guía. Pero
nuestro accionar no está motivado por esto, no lo pensamos, porque sería una
suerte de especulación y eso no lo haría genuino y auténtico. Ni siquiera es un
pensamiento que nos acompaña; solo confiamos y fluimos. Y lo entregamos.
El servicio como camino es vivir en una conciencia de disponibilidad ante la
vida que nos permite ampliar la visión y expandir el corazón. Ofrecernos al
servicio es la forma más elevada de transitar el camino de la vida, cuando
pretendemos transformarla en un viaje espiritual.

Ofrecernos al servicio es la forma más


elevada de transitar el camino de la vida,
cuando pretendemos transformarla en
un viaje espiritual.

Es la más alta disciplina espiritual y tiene un doble efecto: por un lado, nos
permite diluir el ego cada vez que servimos, por la transformación que genera el
servicio en nosotros, y, por el otro, nos colma de alegría, de bendiciones y revela
lo esencial en nosotros: nuestra naturaleza Divina.
Cuando nos ofrecemos al servicio de la Vida, somos los primeros servidos por
ella.
Lo que ofrecemos como servicio no es comparable con lo que el servicio hace
por nosotros.
El servicio nos vuelve más desapegados, más humildes, más compasivos, más
puros de corazón y más amorosos. Nos recuerda que, a través de él, nos
encontramos unos con otros.
El servicio es amor. Como seres humanos, amamos, porque somos Amor.
Servimos al semejante; servimos al Espíritu mismo. Y, en esta conciencia, nos
ofrecemos al servicio y entregamos a lo Grande los frutos de nuestras acciones.
Nuestro cuerpo, como templo del alma que es, nos fue dado para servir a los
otros y a nosotros mismos.
En el Antiguo Testamento, por ejemplo, se ofrecía como servicio el lavado de
pies a los viajeros que llegaban desde tierras lejanas para darles la bienvenida y
aportarles limpieza, frescura y bienestar.
En el Nuevo Testamento, durante la Última Cena, Jesús lava los pies a sus
doce apóstoles, con total humildad y al servicio, como modelo y testimonio de la
igualdad que nos encuentra a todos. Él, como servidor, nos muestra la pureza de
corazón desde la cual venimos a servir.
Hemos nacido para servir, no para dominar. En este sentido, todos servimos al
mismo Espíritu a través de los otros. A través de él, tenemos la posibilidad de
progresar en nuestra evolución. Él nos invita a elegir ver lo bueno, hacer lo
bueno y ser lo bueno como parte de nuestro despertar. Y estamos recuperando
colectivamente la memoria.
Todas las acciones que ofrecemos al servicio tienen, entre otros, el objetivo de
purificar nuestros pensamientos, sentimientos y emociones. A través del servicio,
nos entrenamos en ofrecernos en causas que no dañen a los otros ni a nosotros
mismos. Vamos alcanzando pensamientos edificantes, palabras que alivian y que
confortan y actos que ayudan.
A veces, no estamos dispuestos a servir. En esos casos, evitar causar daño es una
forma de hacer un buen servicio.
El amor se pone en acción a través del servicio. En ocasiones, es suficiente una
palabra, un abrazo, una mirada, una sonrisa, una actitud amorosa. Como dijo la
Madre Teresa de Calcuta: “No podemos hacer grandes cosas, pero sí cosas
pequeñas con un gran amor”; “Lo más importante no es lo que damos, sino el
amor que ponemos al dar”.
Y, a medida que vamos ampliando nuestro nivel de conciencia espiritual, una
catarata de Amor en acción, Amor a través del servicio, otorgado por lo más
Grande, sucede como resultado de un agradecimiento incondicional a la vida
recibida y a la Vida misma.
Lo tomado, que, a través de nuestros padres, como regalo nos llegó, fue
intencionado por la Fuerza Creadora. A través del servicio, nos ofrecemos a ella
en ese mismo amor y con la misma gratitud. Y, así, vamos compensando tanto lo
otorgado en la Tierra como en el Cielo dentro de nosotros. El Espíritu reside en
nuestros corazones y, a través del servicio, realizamos esta Verdad como lo que
es: el camino ideal para alcanzarlo.
Percibo que, en el tiempo, como Humanidad, iremos logrando esta amplitud
de conciencia, en la que la visión se expande hacia el Todo y hacia todos.
Como mencionó el poeta bengalí Rabindranath Tagore: “Dormía y soñaba
que la vida era alegría; desperté y vi que la vida era servicio; serví y vi que el
servicio era alegría”.
Cuando nos ofrezcamos de manera tal que lo personal esté cada vez más
integrado a la espiritualidad; cuando la compensación sea alcanzada no solo
cuando el otro nos brinde lo que necesitamos, sino cuando, además —o por
sobre todo— el bienestar, la alegría, la realización del otro, a través de lo que
pudimos ofrecer como instrumentos, sume bienestar, alegría y felicidad a nuestra
existencia, esa será nuestra compensación más profunda. Es un despertar que ya
iniciamos.

Hacia una conciencia sagrada y colectiva


Desde siempre, la búsqueda de sentido a través de las sincronicidades ha sido
parte de la motivación que, como seres humanos, traemos desde antaño. Muchos
filósofos y religiosos han dado cuenta de ello a través de la palabra oral y escrita
que han transmitido de diferentes formas.
A partir de mediados del siglo pasado, la inquietud y la disposición por lo
trascendente y espiritual pasó a ser de interés colectivo y masivo. Ya no se trata
de un proceso que sucede a unos pocos y de manera individual, sino que este
llamado hacia el despertar de una visión espiritual de la vida está alcanzando cada
vez a más personas.
Es un estado de conciencia que está siendo experimentado en el mundo entero.
Y cada vez somos más quienes estamos conscientes de estas experiencias
coincidentes.
En estos tiempos más que en otros, comenzamos a tener una percepción mayor
de aquello que, por la frecuencia y masividad con que sucede, no podemos seguir
pensando que es por mera casualidad. Y nuestra atención, cada vez, está siendo
más dirigida y focalizada a lo que nos encuentra con el Universo, con el Todo,
con lo Grande.
Muchos somos quienes estamos atraídos por estas enigmáticas coincidencias
que aportan sentidos cada vez más profundos y trascendentes a nuestra vida. Nos
permiten tener otra comprensión de lo que sucede, más allá de lo que, a través de
los sentidos ordinarios, conocemos y entendemos.
Y comenzamos a atender y a compartir de una manera más consciente los
sucesos y acontecimientos fortuitos que tienen lugar en momentos precisos, que
nos proponen seguir nuevas direcciones y realizar cambios inesperados en
nuestras vidas. Cada vez estamos más interesados en considerar por dónde pasa
acceder a estas comprensiones y potenciar al máximo posible sus manifestaciones
en el diario vivir. No solo para elevar nuestros niveles de conciencia para una
mejor calidad de vida y alinearnos con nuestro propósito, sino para el salto
cuántico que, como humanidad, venimos a alcanzar.
Y así somos invitados a inclinarnos ante el misterio contenido en todo aquello
que acontece en nuestra vida; aunque, en un principio, no entendamos, tenemos
certeza sobre lo que son las sincronicidades: un regalo espiritual del universo.
Se requiere de nosotros que estemos receptivos y en conexión para hacer visible
lo invisible, para reconocer estos destellos de conciencia que vienen de la fuente
misma del Amor del Espíritu y los integremos como parte de nuestra mirada
cotidiana.
Es una propuesta de trascendencia espiritual a medida que vamos elevando
nuestros niveles de conciencia para vibrar cada vez más en sintonía con el Amor
Universal; es una especie de danza cósmica que fluye en nuestras vidas hasta
transformarse por su repetición en un hábito natural.
Al reconocer conscientemente el camino, al asumir nuestra responsabilidad
sobre él y al confiar en la interrelación con la Inteligencia Superior y en su guía,
podemos comenzar a realizar los interrogantes que consideramos necesarios para
nuestra evolución espiritual. Y, a medida que vamos siendo capaces de identificar
las preguntas adecuadas, las respuestas siempre llegan en el tiempo justo. Y, si
estamos atentos, contemplativos y expectantes, las registramos con claridad y
lucidez. Se trata de estar en una actitud de observación para asentir al devenir de
la evolución y afianzar el código de comunicación con las Fuerzas más Grandes.
Y, así, nos disponemos a dejarnos conducir para vivir nuestro destino de
manera consciente, responsable y apasionante. Lo vemos desplegarse ante
nosotros, en un intercambio constante que suma fuerza de vida a nuestra vida.
Es un proceso de evolución consciente que, junto con el Universo, va siendo
cuando estamos prestos a toda respuesta que, desde su Fuente, nos llegue.
Este saber va pasando de generación en generación, alcanzando una conexión
cada vez mayor con las verdades universales manifestadas que van guiando
nuestras vidas; la herencia invisible espiritual va expandiéndose en la humanidad
entera. Así, nos damos la oportunidad de reconocer progresivamente que el
Cielo ya es en nosotros. Y que solo se trata de ver porque simplemente es.
Me gusta pensarlo como el preámbulo que, como humanidad, estamos
experimentando y que, quizás, cuantos más seamos que despertemos a esta
conciencia sagrada junto con el lenguaje del universo, una nueva cultura
espiritual podrá surgir, una especie de conciencia colectiva y trascendente,
alcanzable en los tiempos por venir.
Historias para compartir

Me gustaría acercar algunas historias significativas, en las que el lenguaje del


Universo se hizo presente y que atesoro como señales en el largo camino
recorrido.
Hace unos cuantos años, coordinaba un grupo terapéutico al cual se incorporó
Marisa, una mujer de veintisiete años. Su motivación era trabajar sobre sí para
revisar lo que no le permitía encontrar vivir el amor de pareja. Recuerdo sus
palabras en la primera entrevista: “Quiero encontrar pareja y ver de qué se trata
aquello que necesito trabajar en mí”.
Llegó el día en que se iniciaba el grupo, y Marisa se presentó como lo hicieron
los otros. Ella comentó acerca de su motivación y todos compartieron lo propio.
Uno de los asistentes dijo que se había separado hacía poco tiempo y que tenía
toda la intención de rehacer su vida. Tener un espacio de elaboración, de cierre y
apertura a un nuevo ciclo era lo que había llevado a Daniel a ser parte de este
espacio grupal.
Esta sincronicidad fue el origen que permitió que, al cabo de unos meses,
ambos compartieran acerca de la relación que habían decidido iniciar y
construir. Luego de unos años, se casaron y formaron una familia.

En uno de los grupos de meditación que coordiné, una amiga muy querida —a
quien le agradezco que me permitiera compartir su historia— comentó que, en
estado meditativo, se le había presentado una imagen en la que había visto, a su
izquierda, a un monje franciscano girando sobre sí en el sentido de las agujas del
reloj, y había aparecido la imagen del rostro de Jesús mirándola amorosamente.
Al concluir el encuentro, me comentó qué le había llamado la atención de lo
que se le había mostrado durante la meditación, en la que se había preguntado
acerca del tiempo que había llegado, sin tener respuesta aún. Cuando llegó a su
casa, recibió la noticia de que una de sus amigas, que vivía en España, esperaba a
su primera hija. Graciela sintió una alegría enorme por la buena nueva y,
además, algo muy especial que no supo descifrar hasta unas semanas después...
Lo que sí decidió a partir del estado interior en el que se encontraba fue seguir
su impulso y cambiar de planes. Suspendió los compromisos que tenía y se
dedicó el resto del día a ella misma. Unos días más tarde, al regresar de un viaje
con su pareja, supo que su propio hijo estaba en camino. El tiempo había llegado
y el Universo se lo había anticipado.

Corría el año 1992 y comencé a buscar una casa a donde mudarme porque las
circunstancias así lo ameritaban. Con algunas resonaba, pero sin tener la certeza
de que una de ellas era la indicada. En una de esas búsquedas, llegué a una casa
donde me sentí bien al comenzar a recorrerla hasta que, de pronto, me encontré
con aquello que hizo latir fuerte mi corazón: una parra.
Por mis historias familiares, las parras siempre han tenido una importancia
particular. Me conectan con el amor familiar, con la infancia, con el recuerdo de
los encuentros durante mi niñez, cuando compartíamos la vida bajo su cobijo y
su sombra... Ese encuentro causal, esa coincidencia significativa que me
sorprendió gratamente, me llevó, de manera instantánea, a tomar la decisión.
Supe que era mi próximo hogar. Y comparto con alegría que así resultó; el
tiempo contó que se trató de la decisión adecuada. Gracias a lo Alto, Gracias a lo
Grande, Gracias a la Vida.
Frases sanadoras

“En sintonía con el lenguaje del Espíritu,


elevo mi vibración”.

“Digo sí a lo que la causalidad se lleva;


digo sí a lo que ella me trae”.

“Asiento al movimiento que cada


sincronicidad trae a mi vida, y,
a través de ella, una nueva
vibración sucede en mi alma
y se propaga a través de mi cuerpo
trayendo lo nuevo”.

“Me inclino a lo que es tal como es”.

“Veo la perfección en el Misterio de la Vida


y el milagro sucediendo en mi vida”.

“Me alineo con la Voluntad Divina


y, junto con el Espíritu,
soy co-creador de mi realidad”.

“Asiento a la trama perfecta del Universo


y soy Uno con ella”.
“Fluyo con el devenir de la Vida
y confío en ella”.
“Fluyo junto con el movimiento de la Vida
en una danza única y perfecta para mí”.

“Yo soy otro tú”.

“Tú eres otro yo”.

“Y ahora estoy en conexión


con el lenguaje Universal del Amor”.

“Y ahora respeto los límites de la ayuda;


soy pequeño ante lo Grande que nos mueve
y te respeto junto con tu Destino”.

“Y ahora renuncio a mi infancia


y tomo mi lugar como adulto.
Y, desde este lugar, me ofrezco al servicio”.

“Lo que tomé


ahora lo ofrezco con amor”.

“Cuando sirvo al otro,


me sirvo a mí mismo”.

“Me inclino a la Fuerza Mayor


y solo como instrumento
me ofrezco al servicio”.
“En el servicio, somos Uno”.
CAPÍTULO 6
La familia espiritual
Si tú sigues tu estrella, no puedes fallar en glorioso puerto.
DANTE ALIGHIERI
(Poeta y escritor italiano, fallecido en 1321)

Desde hace mucho, me pregunto hacia dónde somos llevados por la gran
expansión de la conciencia que estamos viviendo en relación con las memorias
espirituales, que esperan ser reveladas y recordadas en cada uno de nosotros y
más allá de nosotros mismos.
Mientras experimentamos este tiempo de transición, muchos ya hemos
reconocido —y otros lo están percibiendo— la importancia de sabernos parte de
nuestra familia de origen y hemos tomado conciencia acerca de lo que habita en
nuestra alma debido a nuestra pertenencia a ella y que imprime nuestras vidas,
junto con lo propio que traemos.
También muchos hemos hecho lugar —y otros lo están haciendo— a las
Fuerzas más Grandes que nos guían y que nos encuentran siendo parte de una
red más abarcativa que la propia familia. Ya no sentimos solo el amor familiar,
sino que empezamos a ser capaces de conectarnos con el Amor más Grande, la
Fuerza Creadora misma.
A partir de las comprensiones compartidas y de todos los movimientos que
fuimos haciendo de forma individual y junto con todos los otros que están
comenzando con sus propias búsquedas, esas inquietudes se hicieron más
presentes.
Tanto amor se nos ha dado en la Vida: nuestros padres, nuestra familia de
origen, nuestros maestros, nuestros amigos y compañeros, nuestras parejas…
¿Para qué? Sin ninguna duda, entre otros propósitos, para ofrecerlo al servicio de
nuestras vidas y a los demás, oportunamente.
¿Cuál es el próximo paso? Responder al llamado es una decisión que tenemos
que tomar, una responsabilidad y un compromiso con la vida que venimos a
asumir, y contamos con toda la asistencia. Porque el Espíritu nos ama a todos
por igual.
Desde siempre, sentí esa voz interior que me invitaba a alcanzar una conciencia
más abarcativa, una puerta de entrada a lo trascendente, a lo excelso y a lo
sublime que todavía, en esos momentos, no había podido nombrar.
A ese llamado, en algún momento de la vida, de una manera u otra, todos
somos convocados a responder y, así, iniciar el viaje hacia nuestro propio
interior, donde solo es el Ser, y cada uno a través de sus experiencias. De este
modo, somos invitados a recordar la Divinidad inherente en nuestros corazones.
Porque solo podemos reconocernos en nuestra humanidad si ella está
sustentada en algo Mayor.
Para este despertar, el Camino, el Tao, nos propone dar pasos, atravesar etapas,
recorrer procesos, cerrar y abrir nuevos ciclos que vamos transitando a su tiempo
para recordar la sabiduría de nuestra naturaleza espiritual. Al reencuentro de la
Luz que somos en esencia y, así, ser guiados por ella.

Mi propio recorrido
A partir de mis treinta años, estas experiencias comenzaron a ser parte de mi
vida. A través de algunas actividades de servicio de las cuales, en aquellos años,
participaba, percibía que las formas de relacionarme y encontrarme cobraban un
matiz diferente al conocido; se hacían cada vez menos personales. Esas relaciones
se impregnaban de una impersonalidad sagrada. El yo quiero, el yo deseo, lo que a
mí me gustaría iba perdiendo fuerza y el nosotros empezaba a tomar cuerpo.
Había una identidad nueva gestándose en esa vivencia que transformaba lo
singular en plural.
Era un estadio de conciencia nuevo para mí: el plural nos encontraba en un
propósito común que se manifestaba a través de una actitud de servicio mutuo y
de cooperación. Todo sucedía dentro de un grupo que tenía como objetivo el
desarrollo espiritual y el servicio a la comunidad.
La tarea que compartía me llevaba a practicar este pasaje del yo a ser en la
conciencia del Uno con los demás todo el tiempo. ¡Era maravilloso! Resultaba
posible darme cuenta de qué manera todo fluía naturalmente hacia la solución
cada vez que una diferencia sucedía, si miraba hacia mi interior cuando mi ego
aparecía priorizando el bien común o si este último se imponía en mi conciencia.
Al mismo tiempo, cuando algo aportaba desde mí, los demás también hacían el
mismo trabajo sobre sí. Desde ese bien común, lo que me volvía y retornaba
estaba al servicio de mi evolución.
Fueron años de muchísimo aprendizaje. Los transité sostenida por algo más
Grande que me invitaba, todo el tiempo, a mirar mis propios aspectos egoicos,
mientras, en simultáneo, comenzaba a potenciarse una búsqueda interior hacia lo
que nunca imaginé que iba a descubrir y encontrar.
La práctica del servicio, como actitud, como amor en acción, me iba invitando
a alejarme de la mirada que separaba, que fragmentaba y que solo veía dualidad,
tal como sucedía cuando la mente dirigía nuestras apreciaciones. En cambio, me
proponía observar y contemplar los acontecimientos y sucesos con otros ojos,
con los ojos del Espíritu, que solo veía el amor, que solo veía Unidad. Estaba
recordando que la vida era servicio. Y, ante eso que se revelaba, lo cambiaba
todo.
Durante esos años, en ese andar, algo en relación con la reverencia y con la
devoción que conducía todo aquello comenzaba a crecer en mi interior.
Por primera vez, empezaba a reconocer y a asentir que los lazos que iba
construyendo con los otros me permitían experimentar lo que, desde siempre,
venía escuchando como familia espiritual y en lo que el espíritu de hermandad se
iniciaba en mí con plena conciencia de ser parte de una misma red.
Con el tiempo, comprendí lo fundamental e imprescindible que era ordenar el
amor en relación con nuestro sistema de origen; tomar el amor y agradecer
incondicionalmente la vida recibida.
Fui experimentando que los desórdenes que manteníamos en nosotros mismos
nos encontrarían con los otros para poder ordenar lo pendiente en relación con
el sistema familiar primario. Y, así, lo ordenado en este extenderse e impregnar
las nuevas redes que íbamos construyendo en el camino.
Ser conscientes de nuestro propio lugar en relación con nuestros padres y
ancestros, es decir, de nuestra primera red, que es la familiar, es prioritario. Así,
nos disponemos a no trasladar los desórdenes sistémicos a los lazos que nos
encuentran con los demás.
En esta conciencia de red universal, todos somos iguales ante las Fuerzas
Superiores que nos guían como lo que somos en esencia: una sola familia.
Las Constelaciones Familiares, en todo su desarrollo hasta el presente, hicieron
un aporte fundamental para que yo pudiese hacer cada uno de estos
movimientos con la mayor conciencia posible que se me fue permitiendo en cada
paso. Me posibilitaron integrar lo aprendido en el alma y, así, estar cada vez más
disponible para la Vida. Este recorrido me invitó a reconocer otras dimensiones y
sentidos que traen plenitud, y a lograr un estado de contento y una comprensión
que me permiten, día a día, seguir integrando el cielo y la tierra dentro de mí.

Hacia la conciencia de red


Tal como ya lo compartimos en un capítulo anterior, la Ciencia Hermenéutica
sostiene: “Lo que es arriba es abajo” y “Lo que es afuera es adentro”. No hay
posibilidad de que sea diferente en un sistema y en el otro.
De la misma forma, así como somos parte de una primera red familiar junto
con nuestros padres, ancestros, hermanos, hijos y nietos, a medida que vamos
recordando los conocimientos universales, comenzamos a sabernos parte de una
red de hermandad, cuyos propósitos trascienden nuestro yo individual.
Cuanto más ordenemos en nuestro interior, más disponibles estaremos para la
vida y para todos aquellos con los cuales nos encontramos en esta conciencia de
hermandad. Y, a través de esta conciencia, somos conducidos en el camino hacia
lo que, en Oriente, se llama equilibrio o armonía y, en Occidente, llamamos
felicidad.
Cuanto más amor tomemos de nuestros padres, de la familia de origen, y
cuanto más agradecidos seamos, vibraremos cada vez en una frecuencia de amor
más elevada. Así, estaremos listos para sembrar y cosechar las semillas de amor,
que luego nos encontrará con los demás. Siempre hacia un amor más grande y
más impersonal en comunión y en unidad con todos. Aquí también se aplica la
ley del karma: “Cosecharás tu siembra”. Si tomamos el amor y honramos a
nuestros padres y sellamos nuestra pertenencia a ellos y a los que llegaron antes
—independientemente de que los hayamos conocido o no—, esa impronta nos
enlazará con la familia espiritual sintiendo también la pertenencia a ella, y, en ese
amor y en ese agradecimiento, nos encontraremos con los demás y retornaremos
más amor, en una especie de círculo virtuoso.
Es un ida y vuelta. Cuanto más ordenados estemos en el plano del alma, más
disponibles estaremos para los otros. Al mismo tiempo, todo lo que vamos
experimentando en la familia espiritual va a colaborar para que ordenemos y
sanemos lo propio y lo familiar. Es una interrelación que nos va permitiendo
crecer en todas las dimensiones simultáneamente: no las podemos separar.
A medida que vamos alcanzando y respetando el orden en la familia de origen,
empezamos a fluir naturalmente hacia el encuentro con la familia espiritual. Así
como las estrellas nos guían desde lo Alto, nuestros ancestros, en la dimensión
del alma, nos bendicen a cada instante por el compromiso asumido. Es un nuevo
salto cuántico de conciencia al cual todos estamos siendo llamados. Algunos
comienzan a sentirse convocados… Y otros ya están escuchando una especie de
susurro, que, suavemente, comienzan a percibir como una nueva conciencia que
se impone. Todo pareciera conspirar para que, juntos, caminemos hacia la
misma dirección.
Poder reconocer que pertenecemos a la familia espiritual es ir al encuentro con
lo que espera por nosotros. Nuestra
familia de origen pasa a ser, al mismo tiempo, parte de
la familia más grande. Más allá de los roles, más allá de lo personal y de lo social,
en otro nivel, reconocemos que nos unen lazos de hermandad. En un plano
superior de conciencia, todos somos convocados a alcanzar este nivel de
percepción y conocimiento más amplio e inclusivo.
Bert Hellinger tuvo esa enorme visión y abrió la puerta para que sea posible
llegar a esta conciencia expandida e inclusiva de la familia espiritual que nos
encuentra hoy y que ahora podemos reconocer. Cuando él habló de vivir en la
dimensión del Amor del Espíritu, nos introdujo a pensarnos como lo que somos:
el Uno, bajo la mirada del Espíritu. Aquella revelación permitió atisbar que el
hecho de hacer el pasaje hacia la familia espiritual era lo que nos iba a permitir
acercarnos a vivir en una mayor comprensión acerca de la Unidad que era
nuestra verdadera naturaleza. Esto que parece una utopía, cada vez, va siendo
más real a través de los valores que vamos recuperando en las relaciones
humanas.
Sin embargo, si esta mirada universal que nos lleva a vivir en el reconocimiento
de ser parte de la familia espiritual no es resultado de un trabajo de orden en
nuestro interior, pasa a ser una fuga, una especie de huida y de desconexión con
nosotros mismos. Y, en nombre de ella, las consecuencias que devienen y los
costos que se pagan pueden ser muy altos. Deja de ser un camino de
autorrealización y servicio a nosotros mismos, a los demás y a la Vida.
A medida que vamos despertando y ordenando, ya no es la arrogancia o las
implicancias que mantenemos con nuestros padres y ancestros lo que nos aleja y
distancia de los demás y de la red de la cual somos parte porque, ante ellas —la
arrogancia o las implicancias—, el individualismo crece, nos deja solos, y el amor
decrece.
Así, el ego decrece y el amor crece. Tomamos el amor de nuestros orígenes; nos
preparamos para vivir en comunión con todos. La ilusión de estar separados se
diluye, y la conciencia de red se revela.
Aprendemos a ver lo bueno en nuestros padres: la Vida que nos dieron y tantos
actos y expresiones de amor. A medida que reconocemos el anhelo profundo de
quienes nos han dado la vida de hacernos el bien, de brindarnos el amor y asentir
a ese amor tal como ha sido, a eso bueno nos entregamos y confiamos. Junto con
el amor que somos capaces de tomar de nuestra familia de origen, hemos
comenzado a reconocer que podemos extender nuestra pertenencia hacia una red
más grande: la familia espiritual.
De este modo, comenzamos a estar disponibles al servicio de una red mayor,
que, al mismo tiempo, está a nuestro servicio y nos sostiene. A partir de las
comprensiones alcanzadas, recuperamos la armonía junto con ellos en nuestra
alma. Solo así la paz se extiende a la comunidad y, de allí, al mundo. El Dalai
Lama, líder espiritual del Tíbet, ha manifestado: “Siento que la armonía se basa
en un sentido auténtico de la hermandad”.
Lo que parece una utopía comienza a ser resultado de una nueva mirada y de
un corazón agradecido. Se expande hacia el afuera aquello que ya es en nuestro
interior de forma semejante a una onda expansiva que, cada vez, abarca más. De
esta manera, es cómo comienza a ser real: emerge así una forma de vida, una
manera de transitar la vida, en la que todo es más fácil, y sostenemos y somos
sostenidos en red.
A través de los lazos de hermandad, tenemos la posibilidad de reconocer la
familia que somos como humanidad, como el eslabón siguiente en la evolución
de la conciencia.

A través de los lazos de hermandad,


tenemos la posibilidad de reconocer la familia
que somos como humanidad, como el eslabón
siguiente en la evolución de la conciencia.

Tenemos la oportunidad de despertar a la realidad del Amor que es inherente a


nuestra condición espiritual, que, como humanos, venimos a recuperar, como
amor en acción. Es la herencia sagrada y común que a todos nos habita para
revelar lo Divino que nos impregna e impregna al cosmos entero. De esta forma,
lograremos elevarnos en un espiral evolutivo en el camino que nos lo va
recordando.
Al poder cada vez más brindarnos a los otros y dar lo que tomamos, se enaltece
y se engrandece al alma. De esta forma, vamos logrando disolver nuestro ego,
diluir nuestros yoes en un único Yo, que es el Yo espiritual, el que nos une y nos
encuentra con el otro como Uno.
La conciencia de Unidad es Divinidad.
Cuantos más seamos los que estemos al servicio de esta red con la mayor
conciencia posible, más espacio para lo nuevo iremos logrando. Y lo nuevo será
para el bien de todos y con menores esfuerzos. Necesitamos tenerlo siempre
presente: este salto de conciencia lo damos todos juntos.
Solo podemos encontrar la felicidad, la dicha y la paz recordando la Unidad
sobre la aparente diversidad.
Somos parte de una gran familia espiritual, guiados por la fuerza del Amor
único y universal. Para esto, es necesario tener presente que estamos movidos por
la misma Fuerza Mayor, la misma que todas las filosofías y religiones veneran.
Respondemos al mismo principio divino, en todos los nombres, en todas las
culturas, en todos los países y continentes. Estamos siendo invitados a cultivar
este principio de Unicidad: el Amor como Uno. El Amor ve a todos como una
sola familia Divina.

Los hermanos del alma


La hermandad es un ideal mejor entendido con el ejemplo que el precepto.
PARAMAHANSA YOGANANDA

• Los Órdenes del Amor al servicio de la hermandad


Esto que comparto no es una utopía; puede parecer, para algunos, una fantasía,
pero lo cierto es que refleja mi propia experiencia, como de tantos otros que ya
nos estamos encontrando —y, por ahora, en pequeños grupos— en esta
frecuencia de amor. Hacia allí, todos estamos siendo llevados y dirigidos por una
Fuerza más Grande: a veces, de manera imperceptible y, otras, concreta. Pero lo
cierto es que a este llamado del alma, cada vez, son más quienes se sienten
convocados a compartirse desde esta conciencia.
A partir de la década de 1960, comenzaron a surgir, en diferentes lugares del
mundo, espacios dedicados al crecimiento personal y espiritual a través de
propuestas grupales de trabajo sobre sí. En el tiempo, fueron ofreciéndose como
centros holísticos, donde una nueva conciencia humana comenzaba a salir a la
luz, como el Instituto Esalen en Big Sur, California, Estados Unidos, y la
Fundación Findhorn, en Escocia, Gran Bretaña.
Esta nueva conciencia que estaba emergiendo comenzaba a construir las bases
para los tiempos que estaban por llegar. A partir de estas primeras experiencias,
un proceso progresivo de despertar de conciencia iba haciendo lugar a reconocer
la importancia del trabajo grupal al servicio de la autotransformación.
Encuentros en los que se iba revelando cómo en lo grupal se facilitaba la
aceleración de los procesos personales y evolutivos a partir de la interacción, del
trabajo sobre sí de los demás, en un intercambio que enriquecía a todos. Lo
grupal comenzaba a cobrar una fuerza que se fue extendiendo en el tiempo, en
tantísimos otros espacios y en todas partes del mundo donde se priorizaba el
autoconocimiento.
A veces, pienso que, en estos tiempos, estamos siendo tan exigidos a mirar en el
adentro, a reconocer los propios aspectos egoicos y, así, a estar listos y
disponibles para ser parte de esta nueva conciencia. Toda una invitación a
disolver el ego y abrir el corazón. Pareciera que es la manera en que el Espíritu
nos está diciendo: “Creo en ustedes”; por eso, estos desafíos y pruebas que nos
invitan a correr los velos de ilusión para recuperar la Verdad inmanente que nos
habita y que, a veces, con este propósito, nos llevan a nuestros propios límites,
tanto en el afuera como en el adentro. Y somos muchos quienes lo estamos
experimentando. No es casualidad que sea un movimiento que nos encuentra
colectivamente a todos y al mismo tiempo, en el que se revela lo esencial, lo que
nos atraviesa más allá del ruido del ir y venir de la marea personal y colectiva.
Precisamente, los hermanos del alma, como esos lazos que comenzaron en
aquella década a fomentarse como una forma de encuentro espiritual con los
demás, están aquí para recordárnoslo. Rodearse de ellos nos da la posibilidad de
compartir desde un lugar donde lo Divino en nosotros y en el diario vivir se
facilita, más allá de las distracciones de la mente.
A medida que nos vamos reconociendo como seres espirituales y vamos
alcanzando los Órdenes en el alma, podemos, en esta dimensión, respetar los
roles y lugares de cada uno y, simultáneamente, podemos reconocernos junto
con el otro, sea la madre, el padre, los hermanos o los hijos, en este lazo de
hermandad que a todos nos encuentra por igual ante el Espíritu que, como Uno,
somos. Es decir, relacionarnos, por un lado, desde nuestra conciencia personal y,
por el otro, encontrarnos desde una conciencia más impersonal con aquellos que
tanto amamos.
Claro que nos exige estar despiertos, mirarnos y revisarnos en nuestro interior
para que esta conciencia espiritual sea resultado de una práctica integrada y
constante de los Órdenes del Amor en nuestras vidas. Por eso, sucede, a veces,
que, con un familiar muy cercano, podemos compartir un camino de desarrollo
evolutivo, crecer espiritualmente juntos como pares, con profundo respeto al
lugar de cada uno en la relación que, en este plano, nos encuentra.
Y, a partir de esta comprensión, reconocemos que todos estamos al servicio del
mismo rompecabezas, en el que cada uno es una pieza única e irrepetible para
integrar la conciencia humana y la conciencia espiritual.
Para esto, todo el recorrido personal, ser buscadores de nosotros mismos,
sabernos parte de algo más Grande y encontrarnos como adultos posicionados en
la vida, es lo que se requiere de nosotros.
Y, en este instante, agradecemos una vez más todo lo vivido con todo tal como
ha sido y es, ya que fueron los peldaños necesarios para poder reconocer estos
lazos de amor. Es aquí cuando todo el recorrido que venimos haciendo se
resignifica, cobra aun un sentido mayor al servicio de todos y de la Vida.

• Cuando el Amor nos encuentra


En esta conciencia de hermandad, compartimos una búsqueda en la que nos
encontramos más allá de las inclinaciones personales que tengamos: uno puede
tener más interés en una realización familiar y el otro en lo profesional. Algunos
pueden estar atraídos por lo artístico; otros, por lo científico; otros, vivir en una
comunidad espiritual, y otros, en las grandes ciudades. Cada uno tiene su
camino individual, sus pequeñas misiones y su Gran Misión. Estamos enlazados
los unos con los otros sin necesidad de ser iguales ni de disfrutar de lo mismo ni
dedicarnos a lo mismo. Cada uno con su tarea y haciendo su aporte único a la
Tarea Mayor.
Hay algo más Grande que nos convoca. Estos vínculos no se dan por elección
ni por identificación, sino que se gestan, se atraen por la búsqueda de propósito.
Hay una aspiración común vinculada con la trascendencia y eso es lo que
resignifica el para qué vinimos. Compartimos un camino de superación y
realización personal; resonamos en un nivel de conciencia donde nos motiva una
búsqueda espiritual; nos ofrecemos a un camino de servicio común. Cuando algo
de todo esto sucede, se siente y se convierte en mucho más que un simple
encuentro. Todos aquellos que hayan tenido la Gracia de experimentarlo bien
saben a qué me refiero. Y, en estos tiempos, es un regalo de la Vida tan grande
que tenemos la posibilidad de tomar, y cada vez somos más los que nos sentimos
atraídos como por un imán a relacionarnos con los otros a través de estos lazos.
Compartimos una frecuencia, una vibración, un propósito elevado, el
conocimiento; nos motiva lo sagrado y lo trascendente que es en lo simple, en el
hacernos bien. Sabemos de la pureza de corazón en el intercambio. Nos acerca la
búsqueda y el sentido de la vida. Lo que nos encuentra no es aquello que deviene
de lo personal, sino que es lo personal lo que está al servicio de lo que nos mueve
desde otro lugar, desde una conciencia en la que nos sabemos parte de algo más
Grande que nos convoca. Y nos damos la mano para que así resulte. Y
caminamos juntos, cada uno haciendo lo propio y, al mismo tiempo, nos
sabemos cerca. Estamos en una sintonía fina. Festejamos juntos lo que no está
bien, aunque duela. Porque sabemos que todo va a estar bien, ya que el Amor
más Grande que nos guía así lo quiere. De esta manera, nuestra cotidianeidad se
torna más simple y sagrada.
Reconocer la hermandad que nos encuentra a todos nos propone construir
vínculos en los que la benevolencia es nuestro estado natural del Ser y de ser. No
tiene que ver con la mirada ingenua e infantil, en la que negamos nuestras
sombras y las de los otros. Por el contrario, elegimos disponernos a asentir a lo
que es naturalmente en los otros y en uno mismo: sin juicio, sin críticas, sin
cuestionamiento. De nuevo, ofrecernos como adultos es parte.
El encuentro entre hermanos del alma es mucho más que la sumatoria de
experiencias compartidas en nuestras relaciones. Es la posibilidad de
relacionarnos con los otros en un nivel de conciencia más cerca de lo impersonal.
El solo hecho de saber que existe o existió en este espacio-tiempo nos permite
sentirnos más cerca en conexión con la espiritualidad que nos liga. Nos
acompañamos en el Camino y nos descubrimos cada uno haciendo la propia
tarea.

Somos parte de una gran familia espiritual,


guiados por la fuerza del Amor
único y universal.

A diferencia de las relaciones personales cuando están atravesadas por los egos
y, por ende, hacemos identidad en el yo, en estos lazos, no hay trazas de dolor o
sufrimiento; no hay especulación, conveniencias ni manipulación. Para esto,
disponernos a mirar hacia nuestro interior es parte de nuestro diario vivir para
que el discernimiento y la conciencia nos permitan reconocer qué es propio y
qué es del otro. Lo vemos y lo integramos porque sabemos que lo que viene del
otro siempre es desde su mejor intención.
Cuando nos encontramos con los demás en la conciencia de hermandad, el
asentimiento —es decir, el decirle al otro sí— es una experiencia cotidiana que
brota desde el alma y, de esta manera, la vida empieza a volverse más fácil. Y
nunca es a costa de uno, sino, por el contrario, el intercambio, la reciprocidad
natural que sucede, suma dicha y bienestar a nuestras vidas. El SÍ nos abre las
puertas hacia una vida mejor para un mundo mejor.
Todos los que hayamos empezado a conectarnos con otros a quienes
reconocemos como hermanos del alma sabemos que nos encuentra la
colaboración, el estar disponibles, el cuidado, el hacernos el bien y la disposición
permanente de servir al otro. Los caminos empiezan a despejarse porque el otro
soy yo y así lo vivimos. Cuando le hacemos lugar a la necesidad del otro,
también se nos facilita reconocer la de uno; el descanso del otro facilita que sea
más fácil el propio; el bien del otro es el bien de uno.
Tenemos el impulso de hacer por el otro lo que hacemos por nosotros y,
quizás, más. Y ahí descubrimos cuánto más somos capaces también de hacer por
nosotros. Porque, en esta conciencia, el otro soy yo, y yo soy el otro. Amamos al
otro porque, al amarlo, nos amamos y, al amarlo, respetamos su libertad y nos
damos el respeto; la felicidad del otro suma felicidad a la mía.
Practicamos el amor en acción. Es mutuo. Son roles de sostén intercambiables.
Compartimos un código de valores. Cuando uno se pierde, el otro lo mira.
Relajamos, confiamos y experimentamos ese lugar. La comunicación es abierta y
transparente. Es una apertura en la que la confianza y las motivaciones puras nos
encuentran. El aprendizaje de uno es el aprendizaje del otro. Y, así, la vida se
hace mucho más fácil.
Cuando nos reconocemos atravesados por este sentimiento, sabemos que ya no
puede ser de otra manera. A veces, es a uno que le toca abrir la puerta, y tenemos
la certeza de que el hermano del alma está a nuestro lado y en la retaguardia. Y
podemos dar ese paso. Nos sostenemos: es recíproco.
Mientras cada uno hace su propio camino, ahí estamos. Solo saber que el otro
existe nos alivia, hace mucho bien. Escuchamos su silencio y lo respetamos
naturalmente. Y sentimos permanente gratitud por estar presente aun estando
lejos.
En la hermandad, somos conscientes de que cada uno es una especie de
antorcha de luz. Nos recordamos que venimos a encender la lámpara del amor
en nuestros corazones para que, cada día, brille más y con más esplendor, como
dice uno de mis Maestros. Somos portavoces del mismo Espíritu, del Mismo
Amor. Servimos al mismo propósito. Cada uno desde su propio proceso de
transformación, a su tiempo, vibrando, irradiando y encontrándonos en el amor.
Somos, simultáneamente, unos testimonios de los otros. Para que, a través del
camino del amor, nos encontremos con nosotros, con los otros, como hermanos
del alma que comparten el camino de la Vida.
Como parte de la familia espiritual que vamos construyendo, nos espejamos
para ser cada vez mejores seres humanos, mejores servidores de la Vida, tanto
para reconocer nuestras virtudes como los aspectos que aún nos alejan de nuestra
esencia. Y los que llegaron antes sembraron estas primeras semillas para que esta
conciencia colectiva trascendiera un espacio físico y estuviera disponible para
todos.

• Asistiéndonos... somos espejos


A través de todas estas vivencias, nos asistimos para elevar nuestro nivel de
conciencia espiritual a practicar nuestra verdad en el camino de la
autoindagación; nos invita a ser modelos y testimonios entre unos y otros; nos
damos la mano para transitar un proceso de transformación personal; vamos
juntos acompañándonos para subir peldaños en nuestro camino evolutivo y con
ellos —con los hermanos del alma— vamos construyendo la red.
Lo que nos decimos siempre es para el más alto bien de cada uno; es la palabra
que no hiere, que no juzga. La escucha es siempre a corazón abierto. Aunque
compartamos nuestras miserias, nuestros miedos circunstanciales, nuestras
heridas aún dolientes, sabemos que somos mucho más que eso. La conciencia de
hermandad se vive a partir de un absoluto respeto por el otro.
Son aquellos que sacan nuestras mejores sonrisas porque, muchas veces, nos
recuerdan que con ser… basta.
Vivimos la felicidad del otro como aquello que suma felicidad a la nuestra; no
hay lugar para las miserias humanas: rivalidad, competitividad, celos… y así lo
vivimos, como propia. Tampoco hay apego, solo el bien del otro, porque
sabemos que venimos del mismo lugar y hacia allí estamos siendo conducidos.
Es una modalidad vincular que se vive como una bendición, un refugio, un
amparo. Nos transforma hacia el bien. Es una incondicionalidad que, desde el
Espíritu, nos sabemos unos con otros; estemos presentes o no, cerca o no,
sentimos su presencia siempre. Y lo vivimos como una celebración constante. Es
una frecuencia de amor sublime, muy cercano al Amor del Espíritu. Es bajar el
Cielo al servicio de las relaciones humanas.
Es un encuentro de espejos. Son nuestras caras limpias, sin máscaras. Con ellos
y con ellas, creamos un espacio en el que estamos a salvo y se nos es permitido
quitarnos los roles, las obligaciones, las exigencias, las costumbres y los
mandatos…
Cuando estamos en su presencia, de la forma en que su presencia sea posible,
dejamos salir nuestra esencia y, cuando nuestras esencias emergen, se encuentran
y se vuelven Una. Y, al fin, podemos mirarnos en espejos más transparentes y
luminosos, más coherentes con aquello que ahora somos o con lo que siempre
hemos sido debajo de nuestras corazas.
Nuestra sabiduría interna se vuelve colectiva. Nos vemos a nosotros mismos en
todos. Veo como todos se ven en mí. Entonces, el miedo que nos acompañaba se
transforma en valor y coraje.
La angustia que nos ahogaba se transforma en voz. Sostenidos en el amor que
nos precipitan estas relaciones, nace la fuerza necesaria para romper las barreras e
ir por nuestros sueños. Nos sentimos sostenidos y acompañados. Con frecuencia,
ante el otro, brotan lágrimas de Amor por lo compartido.
Estos lazos nos facilitan reconocernos en el corazón único y espiritual, lo que
nos encuentra en conexión con lo Alto. Nos recuerdan que la Virtud Suprema
del ser humano es trascender lo que nos diferencia en lo individual y
encontrarnos en aquello que nos mueve junto con el Espíritu, en equidad y en
consonancia con nuestra naturaleza Divina. Y es en una práctica sostenida que el
sentimiento de hermandad nos permite transitar en amor y armonía, recordando
y experimentando la belleza de la Vida.
Los invito a prestar atención a que, al describir estos lazos, lo hago en primera
persona del plural, porque así es tal como nos vivimos. Nuevamente, “tú eres
otro yo”. Estas relaciones se viven en una conciencia permanente de nosotros. Por
eso, cada párrafo así fue enunciado.

• Una conciencia colectiva


El paradigma del individualismo se está agotando, y todos lo estamos
experimentando en mayor o menor medida. Nos dirigimos todos hacia la misma
Verdad, lo sepamos o no. No estamos indiferenciados; cada uno es quien es y, al
mismo tiempo, todos estamos siendo parte de la misma malla de hermandad.
Plasmamos en lo cotidiano la experiencia de vivir en una conciencia de Unidad.
La diversidad es solo una ilusión. Sabemos que el otro soy yo, que eres mi otro
yo, que tu paso es el mío, que tu salto es el mío. Somos Uno con el otro y somos
uno con el Camino.
La conciencia de hermandad es una red que late, que está viva y en permanente
movimiento. Nos recalibramos a través del tiempo con otro y junto con el otro.
A medida que somos conscientes de ella, reconocemos fácilmente la conexión
espiritual que, en el Amor, nos encuentra. Y, en estos encuentros que nos
acercan a la Fuente del Amor misma, fluir y asentir a lo que es resulta, en lo
cotidiano, una práctica que alcanzamos con mayor facilidad.
Y agradecemos al Cielo por resonar al unísono. Y al otro por estar de esta
manera en mi vida, compartiendo el Camino.
Ahí tampoco cuenta la edad, los años que nos llevamos, las generaciones
diferentes a las cuales quizá pertenecemos… Es un solo impulso que, desde lo
Alto, nos mueve.
En esta conciencia colectiva que nos encuentra, hacemos lugar y espacio para
que lo que viene sea creado por lo más Grande. Los hermanos del alma nos
invitan a ser mejores seres humanos y nos traen a la memoria que solo se trata de
amar.
Recordamos el Propósito y cómo él nos necesita encontrar. Así, tomamos la
fuerza para atrevernos a trascender nuestros propios límites. De esta manera, nos
vamos acompañando, tan a flor de piel. Con amor y sin juicio. Encontrarnos o
reencontrarnos es aliviador y recordamos otra frecuencia del Amor. Y esperamos
el reencuentro mientras seguimos tejiendo la red.
Es un llamado y un tiempo fundacional en cuanto a los estados de conciencia:
es un nuevo umbral que nos va recordando que somos una sola tribu, una sola
comunidad, una sola aldea en el mundo.
En la conciencia de red, nos recordamos como tribu, en la cual nos afirmamos,
somos sostenidos. Nos asistimos; nos apoyamos; intercambiamos y practicamos
la reciprocidad. El compartir es una ley natural. Cada uno, ofreciendo lo que
tiene en talentos y cualidades en una conciencia de servicio mutuo. Nos
recordamos como parte de la misma familia, unida por la ley del Amor. Y este
principio de Amor nos ve a todos como lo que somos: una sola familia en la
dimensión del Espíritu.
Y, cuando nos conectamos desde este lugar, nos abrimos los horizontes; somos
bendecidos y privilegiados. Lo vivimos con naturalidad y nos sentimos
acariciados en este umbral de la conciencia.
Gracias por recordármelo siempre. Es una forma de caminar juntos, en la que
el camino pasa a ser una maravillosa aventura, misterioso y único para despertar
y evolucionar. Y poder, así, retornar a la tierra prometida que espera en el interior
de cada uno para poder, todos juntos, construirla y alcanzarla.

• Creando lazos espirituales


En estos lazos de hermandad, nos encontramos desde una de las frases
sanadoras más hermosas y profundas que Bert Hellinger nos ha recordado, que
es “Te veo”, con todo lo que, en esta frase, está contenido: veo tu alma, veo tu
espíritu, te veo tal y como eres. Nos ven cuando aún nosotros no nos vemos. Y
en este vernos del otro, agudizamos la propia visión interior cuando estamos en
una necesidad, en una urgencia, en un conflicto, en un dilema, como así
también nuestros talentos y capacidades. Sus miradas y sus palabras nos
acompañan y nos sanan. Nos permiten encontrar nuevos sentidos, y todo se
calma y se aliviana por dentro. Nos encontramos desde el corazón; lo vivimos
como un privilegio de estos tiempos; nos abrazamos en ese sentimiento de
hermandad. Y el resto lo hace la Gracia del Cielo.
Estamos creando lo nuevo a través de estos lazos espirituales en los que todo
está facilitado si somos capaces de reconocer que estamos todos cruzando el
mismo puente. Y nos asistimos sabiendo que la vida es un puente que nos
propone atravesar procesos y transformaciones para la elevación de la conciencia
humana hacia una conciencia Divina.
El Espíritu nos acerca a los hermanos del camino para facilitarnos la
transformación y el salto que venimos a dar. Y, si lo vivimos como lo que es (una
bendición el sabernos ser en comunión), abrimos el corazón para hacerle lugar a
algo tan inmenso y luminoso que no podemos aun cuantificar, en cuanto al
Amor que espera por todos nosotros. Solo sabemos que el Universo nos está
reacomodando en un mejor lugar. Y, así, vamos creando y construyendo en el
microcosmos de nuestras vidas lo que aportamos al macrocosmos a través de lo
que irradiamos y practicamos —cada uno desde su propio centro—: la
conciencia de ser un solo Amor, de ser parte de un solo sistema, de una sola
familia, en una conciencia espiritual que nos encuentra.
No importan las circunstancias; estamos todos de paso por este mundo.
Venimos a experimentar solo un instante de nuestra propia eternidad. Somos
Luz; somos Conciencia; somos Amor.

Flor de Loto
Cuando estamos siendo parte de esta conciencia universal, el camino del
despertar y del crecimiento espiritual se facilita y se potencia.
La Flor de Loto simboliza nuestro desarrollo como seres humanos partiendo de
los niveles inferiores de conciencia hacia los niveles más elevados. Así como, a
través del apogeo de su crecimiento, se convierte en una hermosa flor, como
seres humanos, nuestro desarrollo y progreso nos lleva hacia la autorrealización y
al encuentro con nuestra esencia.
Y esto sucede a medida que vamos despertando y reconociendo quiénes somos
en todo nuestro potencial, tanto personal como espiritual.
Cada uno de nosotros venimos a reconocernos como la Flor de Loto, que crece
en el fango en el cual nace y despliega sus pétalos cuando el sol se eleva al cielo,
tal como nosotros, a lo largo de la vida, tenemos la posibilidad de ampliar y
elevar nuestros estados de conciencia.
Tomando el fango o el lodo como metáfora, lo reconocemos en nuestro
interior cada vez que nos conectamos con nuestros dolores, nuestros apegos,
nuestros sufrimientos, nuestros pensamientos contaminantes y todo aquello que
represente nuestros aspectos egoicos. A partir de allí, podemos hacerles lugar y
transformarnos. Así estaremos disponibles para resurgir hacia una vida plena y de
elevación espiritual.
Esto es aprender a estar en el mundo sin dejar de reconocer nuestra verdadera
identidad, que no es material, sino espiritual.
La flor pasa por el barro, por el agua y por el aire hasta llegar a atravesar la
superficie de los estanques o las lagunas. Se dirige hacia el sol y es iluminada en
su totalidad. Así, partimos de la ignorancia y, a través del trabajo interior, con
esfuerzo y siguiendo nuestros propósitos y anhelos más profundos, nos dirigimos
hacia nuestro desarrollo, hacia nuestro despertar.
Cuántas veces nos preguntamos acerca de ciertas experiencias dolorosas vividas;
por qué tener que atravesar situaciones difíciles; por qué sostener el sinsentido en
algunas relaciones; por qué la vida se pone por momentos tan compleja; cuántas
veces nos preguntamos por qué tenemos que transitar lo que no queremos o no
entendemos, que, tal vez, hasta trae dolor y nos causa daño… Y también
podríamos hacernos cada una de estas mismas preguntas reemplazando por qué
con para qué.
Lo que sí sabemos es que no seríamos quienes somos, ni podríamos llegar a ser
quienes potencialmente somos, si no hubiésemos pasado todo ese tiempo
sumergidos en el lodo interior intentando salir a la superficie como ella,
reconociendo nuestra fuerza interior para elevarnos en un camino de ascensión
espiritual.
De esta forma, progresivamente, vamos reconociendo aquello que es parte de
nuestro ego, iluminando nuestras sombras, haciendo consciente lo inconsciente y
recordando nuestro origen espiritual.
Se la valora en su pureza porque puede crecer en medio
de aguas estancadas y mantenerse totalmente libre de impurezas, con toda su
belleza y perfección. Por eso, representa la pureza —tanto física como espiritual
— y se la considera sagrada. Al igual que así lo somos en nuestra esencia.
Como dice el soneto de Francisco Luis Bernárdez: “Porque después de todo he
comprendido que lo que el árbol tiene de florido vive de lo que tiene sepultado”.
La Flor de Loto crece, habitualmente, en la India y en la China, y, por sus
características y significado espiritual en el camino de la vida, podemos
encontrarla en muchos dioses y diosas del hinduismo asociada con ellos. Por
ejemplo, en Ganesha, el Dios de la sabiduría que otorga discernimiento,
protección y libera los obstáculos del camino del aspirante espiritual, que porta
una Flor de Loto en uno de sus brazos, o en Lakshmi, la Diosa de la abundancia
y la prosperidad, que está sentada sobre una Flor de Loto totalmente abierta, al
igual que en la Diosa Gayatri, la Gran Madre, o en el Dios Brahma, que es el
Dios de la Creación…
Sabernos como la Flor de Loto es una invitación a desarrollar en nosotros el
conocimiento, la sabiduría que ya es en nosotros, a reconocer nuestros dones y
virtudes del alma y del corazón: el amor, la piedad, la compasión… A
reencontrarnos con el anhelo humano más puro y profundo de elevación
espiritual.

La fuerza de la devoción
Todo lo que existe es una Gracia. Somos resultado de una Gracia. Nuestra vida
es una Gracia porque lo esencial y todo lo que viene y es junto con ella nos es
regalado.
Reconocer la Gracia es uno de los caminos para despertar a la devoción, que
también se nos es regalada.
De niños, así mirábamos a nuestra madre. Un sentimiento de devoción nos
unía a ella, cada vez que nos abrazaba, nos alimentaba, nos arrullaba… Esa
huella nos habita, más allá de nuestros recuerdos. Alguna vez, todos sentimos ese
amor devocional y nos hallábamos en el paraíso mismo. Y es esa huella, esa
memoria, la que nos mueve a buscar nuevamente esa conexión que, alguna vez,
al crecer, perdimos.
La devoción trasciende las filosofías y las religiones; sin embargo, es inherente a
todas ellas. A veces, despertamos a la devoción a través de una revelación, de un
milagro, de una resolución inesperada, de un encuentro impredecible, de una
sanación, de una Gracia… y allí reconocemos al Espíritu obrar en nuestras vidas.
Y, otras veces, es su consecuencia.
En el espíritu de la devoción, todas son Uno. Y, junto con la entrega, nos
permite trascender este mundo de ilusión y fundirnos —aunque más no sea por
unos instantes— con la Fuente de Amor.
Podemos experimentar las Constelaciones como una práctica espiritual; ellas
hablan el lenguaje del amor. Revelan el camino hacia la reconciliación y la Vida,
y nos muestran cómo sintonizarnos con esta Fuerza Mayor. Y muchos ya hemos
experimentado cómo el alma lo celebra cuando así resulta en nuestro interior. Es
uno de los caminos —como la meditación, la respiración consciente, el yoga…
entre otras prácticas espirituales como las que existen— que nos permiten
despertar a la devoción y, así, poder experimentarla con conciencia en tantísimas
ocasiones cuando, en el silencio interior, en la quietud de la mente…
conectamos con ella.
Con la actitud devocional y la entrega, nos dejamos mover
por lo más Grande hacia la orilla, donde lo que resulta es para nuestro más Alto
bien. Y, cada vez que inspiramos ese Amor, reconocemos obrar a la Divinidad en
nuestras vidas. La devoción nos permite experimentar la entrega a aquella
Instancia Superior que nos ama y encontrar la felicidad solo en la Unidad:
primero, con nosotros mismos y luego con los demás.
La devoción es el camino más fácil para obtener la Gracia. Porque el Amor no
busca recompensa; es la recompensa misma.
¿Por qué tenemos sed del Amor del Espíritu? Porque todo y todos somos Sus
creaciones y no podemos existir sin Él. Este Amor reside en nuestros corazones, y
nuestro deber es realizar esta Verdad en nuestras vidas. Por ejemplo, a través de
la compasión que podamos desarrollar hacia todos, irradiamos la devoción al
Espíritu en cada uno.
Como dicen los Maestros: “Donde hay devoción, hay entrega; donde hay
entrega, hay amor; donde hay amor, está el Espíritu, y donde está el Espíritu,
hay bendición”.
Cuando nos encontramos con los hermanos del alma, compartimos una
actitud devocional al Ser del otro, a la Vida, al Propósito y a la Misión: cada uno
en la suya propia, que, al mismo tiempo, convergen en la Unidad que a todos
nos encuentra. Y se nos es facilitado entrar en coherencia con lo Superior.
Recuerdo, en una oportunidad, estando en una comunidad espiritual en la
India, ser parte de un grupo de miles de personas que pertenecían a diferentes
países, practicaban distintas religiones, con diferentes niveles socioculturales,
hablaban diferentes lenguajes, eran parte de diferentes castas… y todas con una
actitud devocional al Maestro, ante quien, más allá de las diferencias personales,
nos reconocíamos unidos por la devoción. Y cada uno tomaba su lugar y
realizaba su proceso espiritual en la vida, al mismo tiempo que, en este nivel
devocional, nos sabíamos Uno.
Esa imagen la conservo en mi alma como un fractal, tal vez, de lo que espera
para la humanidad de vivir en una conciencia sagrada: recordarnos como seres de
luz, semillas estelares en este concierto cósmico.

Sat-Chit-Ananda:
nuestra naturaleza divina
Somos expresiones del mismo Espíritu; encarnamos el principio Divino Sat-
Chit-Ananda: somos Ser-Conciencia
-Bienaventuranza.
Todos nuestros pesares y sufrimientos devienen de la ilusión de la separación entre
unos y otros y con la Fuente Divina.
Al reconocernos como la Flor de Loto, tantas de nuestras preguntas
existenciales en cuanto al Camino, la forma de transitarlo, por dónde nos
encontramos, podemos responderlas a través de la repetición o meditación con
los mantras. Así, podemos despejar nuestras creencias sobre nosotros mismos
para acercarnos y recordar progresivamente nuestro origen sagrado. El Sat-Chit-
Ananda es uno de los mantras a través del cual se nos recuerda nuestra naturaleza
Divina.
La Divinidad que somos está presente en todos, tanto en forma manifestada
como no manifestada; quiero decir tanto en el mundo visible como no visible.
En cada ocasión en que despertamos a una nueva visión sobre nosotros
mismos, cobramos la posibilidad de recordar que, en la esencia del Ser, somos
Amor, sabiduría y felicidad plena.
Cada vez que hacemos identidad en una dimensión inferior al Ser (Sat),
quedamos atrapados en la incertidumbre, en la inseguridad, en los temores, en
no saber quiénes somos; nos sentimos perdidos, confusos, atrapados en la ilusión
de la separatividad.
Cada vez que no recordamos que somos conciencia pura (Chit), fácilmente,
caemos en los cuestionamientos y en las interpretaciones de la mente y nos
encontramos juzgando, criticando, señalando, proyectando… y vamos como
tumbos por la vida, sin saber por qué las cosas no son como creemos, por qué el
otro no reacciona como esperamos, por qué los demás se ofenden, se enojan, nos
dan vuelta la espalda…
Y, cada vez que no asumimos que somos Ananda (Bienaventuranza), nuestra
verdadera naturaleza, ante cualquier resultado que contrariara al ego, el disgusto
y el abatimiento y el sentirnos desdichados se apropian de nosotros. La
Bienaventuranza es nuestra verdadera naturaleza.
Solo en el silencio de la mente, acallando el monólogo interior, la voz de
nuestra sabiduría más profunda puede ser reconocida.
El camino de la vida nos posibilita, permanentemente, poner en práctica el
conocimiento y aprender de la experiencia junto con las dificultades y obstáculos
que nos trae para completar el proceso de purificación de todo aquello que
contamina y nos aleja de nuestra esencia espiritual. No hay rosas sin espinas.
En nuestra propia vida, en nuestro comportamiento a través de la búsqueda
personal y espiritual, estamos despertando a la Verdad, en la que vamos
recordándonos como chispas del mismo Espíritu Divino, trabajando cada uno
desde su propio lugar en Amor y Unidad, sostenidos por la misma red.
Poder mantener esta mirada nos permite, aun en los desafíos y conflictos de la
vida, no perder de vista la oportunidad que se nos está dando para recordar
nuestra naturaleza Divina y reconocer la Unidad en la diversidad.

Del yo al nosotros
Más allá de las creencias o juicios que tengamos sobre nosotros mismos, cada
uno es una semilla fundamental en este proceso en el que estamos despertando.
Y muchos hemos comenzado a reconocer, en retrospectiva, todo aquello que
aprendimos a través de los retos y los obstáculos que fuimos encontrando en el
camino. Todos ellos nos impulsaron a ir hacia la propia Verdad para estar, así,
disponibles para este tiempo.
Esta conciencia, que viene ya desde hace un tiempo emergiendo y que a cada
uno nos viene llamando a nuestro tiempo y forma, nos compromete a ser quienes
verdaderamente somos, con el vértigo que implica hacerle lugar a lo desconocido
en nosotros y a lo nuevo que experimentamos.
Resulta así cuando vamos soltando esos aspectos en los que hicimos identidad
y hacemos lugar a lo que aún no sabemos: acontece cada vez que dejamos
nuestras zonas de confort. Cada vez que, en eso desconocido, nos atrevemos a
hacer espacio a lo nuevo. Porque, si algo tenemos, es la certeza de seguir el
camino.
Este tiempo nos encuentra despertando a una sensibilidad colectiva. Es una
inteligencia vincular en la que estamos cruzando un puente en la conciencia del
yo al nosotros, a través de los lazos existentes, y, muchas veces, sutiles, que nos
ligan. Es una apertura a otro nivel. No solo se trata de los cambios y
transformaciones que, en lo personal, estamos haciendo, sino de un cambio en el
sistema de valores, en el que la cooperación y la asistencia se imponen. Es un
despertar espiritual y cultural, en el que está emergiendo una visión del mundo
totalmente nueva, renovada.

Este tiempo nos encuentra despertando a una


sensibilidad colectiva. Es una inteligencia
vincular en la que estamos cruzando un puente
en la conciencia del yo al nosotros, a través
de los lazos existentes, y, muchas veces,
sutiles, que nos ligan.

En relación con los sistemas de valores, ellos se fundan en los Valores


Humanos que residen en el corazón del ser humano y no es algo que tenemos
que adquirir, sino que son innatos, permanentes y eternos. Son la chispa que nos
encuentra a todos como humanidad.
Ellos están referenciados en todos los libros sagrados religiosos y filosóficos en
diferentes épocas.
El Valor Supremo es el Amor: cuando el Amor lo expresamos en palabras, se
transforma en Verdad; cuando, en el corazón, hacemos conexión con el Amor,
nos trae Paz; cuando lo expresamos en acciones y comportamientos, se traduce
en Rectitud; y el Amor, cuando nos permite alcanzar nuevas comprensiones, nos
conecta con la No Violencia. Tal como lo sostenía Mahatma Gandhi, que, al
respecto, decía: “La No Violencia es la mayor fuerza a disposición de la
humanidad. Es más poderosa que el arma de destrucción más poderosa
concebida por el ingenio del hombre”.
Y, así, podemos pensar de qué manera todos los Valores y las virtudes que
devienen de ellos actúan en nuestras vidas.
En muchas ocasiones, el camino espiritual nos invitó a iniciar un recorrido
consciente a través de la búsqueda de sentido en lo que íbamos atravesando. Las
respuestas que encontrábamos dejaban de ser las justas, necesarias y suficientes, y
comenzó a emerger la necesidad de encontrarnos con algo más que le diera
significados y giros trascendentes a las experiencias que íbamos viviendo.
Y hoy estas nuevas comprensiones y miradas que vamos logrando a lo largo del
camino nos traen visiones que nos conducen a la luz, es decir, al despertar de la
conciencia.
En la espiritualidad, la luz es una metáfora que siempre está presente.
Por ejemplo, en el Antiguo Testamento, Génesis 1:3: “Entonces dijo Dios: Sea
la luz. Y hubo luz”.
Dice un pasaje jasídico: “Deja que la luz atraviese la oscuridad hasta que la
oscuridad resplandezca y no haya más división entre las dos”.
Es más, en algunas filosofías, ni siquiera se habla de luz y oscuridad, sino de luz
y la ausencia de luz. Es decir, todo es luz.
En esta conciencia de red, cada uno de nosotros viene a reconocerse como faro
de luz que ilumina a otros. Del mismo modo, somos iluminados por otros,
alumbrándonos en el camino.
Tal como lo compartimos, solo es posible si nos sabemos parte de una trama
colectiva, en la cual irradiamos para despertar a otros y, al mismo tiempo,
despertar gracias a ellos.
De esta manera, podemos ampliar nuestra conciencia y elevarnos
espiritualmente, en la medida que nos asistamos entre unos y otros. Cada uno
haciendo el propio camino hacia la luz y, al mismo tiempo, sabiéndonos parte de
algo más Grande que a todos nos encuentra en esta asistencia recíproca para
alcanzar el mismo propósito: el despertar de la conciencia.
Así, comenzamos a recorrer el camino de regreso a casa, expandiendo nuestro
amor, cada vez más y más… por dentro y por fuera.
Como dice el Asato Ma, uno de los mantras más bellos que he oído: “Señor,
condúcenos de la irrealidad a la realidad, de la oscuridad a la luz y de la muerte a
la inmortalidad”.
Un cambio de paradigma
Estamos siendo parte de un cambio de paradigma. Etimológicamente, la
palabra paradigma viene del griego patrón. Este cambio de patrón nos convoca a
reconocer una manera notoriamente nueva de mirar y explicar ciertos asuntos y
cuestiones de la realidad. Lo cierto es que estuvo desde siempre, aunque
desconocido hasta el tiempo presente. Y sabemos que, para que emerja un nuevo
paradigma, tenemos que dejar en el pasado el anterior.
Esta nueva mirada consiste en el reconocimiento de que todo, absolutamente
todo, está vinculado; que en la parte está el Todo; que en cada uno de nosotros
habitan todos y el Todo; que hay una trama que nos encuentra; que estamos
encontrados por fuerzas invisibles que nos enlazan. Y nos propone sabernos en
conexión con el Universo… De esto se trata la nueva conciencia.
Este paradigma trasciende y, al mismo tiempo, incluye los modelos de
relaciones y familias anteriormente experimentados. Al reconocer la conexión
que a todos nos encuentra, el vernos siendo parte de un Todo mayor y las
intenciones en común que tenemos, todo cambia. Nos posibilita abrir las
fronteras de nuestra mente y observarnos como parte de sistemas más grandes,
como lo es la familia espiritual.
Es un punto de llegada en la elevación de nuestra conciencia, donde cada uno
es un agente transformador único e irrepetible en el mundo que habitamos.
Todo proceso de transformación exige tiempo y paciencia. Ya que aquello que
podemos cambiar en nosotros sucede solo si contamos con la fuerza que surge de
nuestras convicciones y decisiones a partir de un profundo sentir. Y, en este caso,
nos propone recordarnos lo que somos como humanidad.
Podemos decir que este nuevo campo mórfico está siendo creado a partir de
miles de millones de personas que venimos compartiendo caminos, búsquedas,
propósitos. Y va propagándose a otros que sienten la imperiosa necesidad de
compromiso consigo mismos como parte de este cambio cualitativo hacia el salto
colectivo.

En esta conciencia de red, cada


uno de nosotros viene a reconocerse
como faro de luz que
ilumina a otros.

Sabemos que el Todo es algo más que la suma de las partes, como sostiene la
escuela de la Gestalt. Cada vez que somos capaces de reconocer lo que es más allá
de las formas o de lo visible, vamos recuperando la visión de lo esencial que nos
encuentra con los otros: en síntesis, el reconocernos como espejos, el recordarnos
como Uno, el estar junto con los otros en conexión con lo Grande ofreciéndonos
al servicio del Propósito Mayor y compartiendo valores y la espiritualidad como
camino.
Como parte de este cambio de paradigma, reconocemos cómo las relaciones de
la familia espiritual facilitan el despertar natural y amoroso a las propias
capacidades, potencialidades y habilidades; nos posibilitan recordar nuestra
naturaleza más sensible, amorosa, compasiva y nuestras cualidades divinas que
laten en nuestro interior. Esta visión de caminar junto con otros nos fortalece,
nos integra, nos devuelve a la Verdad.
Siempre están basadas en el propósito genuino. Y, así, nos vamos preparando y
disponiendo a nuevas formas de encuentro, en un nuevo entramado que
atraviesa toda nuestra vida: en lo personal, en lo social y en lo colectivo.
Esta red, al pulsar al unísono con los latidos del Universo, está en un constante
proceso de cambio y transformación. Y lo sabemos. Y asentimos. Soltamos las
certezas, ni siquiera las buscamos, ya que la evolución es lo primordial, tanto la
propia como la de los otros. Es un nuevo paradigma que está en constante
movimiento.
Juntos, comenzamos a hacer espacio a dejarnos sorprender por la Vida y
hacemos lugar a lo que ella nos brinde como lo nuevo.
Estamos atravesando un tiempo de metamorfosis que nos propicia recuperar la
memoria de nuestra naturaleza espiritual, que nos pide morir para renacer, diluir
el ego para trascender, soltar los apegos para hacer espacio al buen amor y
reconocernos como instrumentos del único Amor.
En el nuevo paradigma del Amor, cada uno de nosotros va despertando a su
tiempo. Somos invitados a mirar con otros ojos, con los ojos del alma, que nos
invitan a ver el Amor en todo. Tenemos la posibilidad de recuperar la
autoconfianza —a partir del amor a nosotros mismos— creyendo cada vez más
en nosotros para atravesar esta transición con una visión renovada, reconociendo
los nuevos recursos y nuevas herramientas al servicio de la elevación de las
personas, de los acontecimientos y de las sociedades de las cuales somos parte. Es
un pasaje hacia la reconciliación y hacia la práctica del Amor.
Todo puede ser elevado —nuestras emociones, nuestras relaciones— desde una
frecuencia más baja hacia una frecuencia más alta, cuando escuchamos y
obramos con el corazón. Así, nuevas percepciones son alcanzadas y una mayor
capacidad de discernimiento se obtiene desde un espacio de libertad interior.
En la frecuencia del Amor, el amor disuelve toda negatividad, toda ilusión y
recordamos a esta Fuente como la fuerza más potente que cualquier otra cosa.
Cada uno vibramos según nuestros niveles de conciencia. Cada decisión que
tomamos debe estar en sintonía con nuestro amor, con nuestra capacidad de
amor, con el respeto a nosotros mismos, a nuestra energía y a nuestra esencia. Así
estaremos en paz y en armonía con todo y con todos. Y, de esta manera,
progresivamente, nos vamos ofreciendo al servicio de los movimientos evolutivos
personales, de la humanidad y del universo entero.
La verdad está en nuestro interior. Lo cierto es que, si lo que hacemos lo
realizamos con amor, eso nos transforma, transmutamos y, así, lo que irradiamos
alcanza a quienes nos rodean.
Cada vez que nos elevamos, ayudamos a que las sociedades tengan mayores
alcances en cuanto a su progreso y evolución. Estamos siendo protagonistas de
un nuevo despertar colectivo, en el que el propósito es el Amor y es amar.
Somos polvo de estrellas; el amor del Cosmos nos recorre y lo reconocemos
como vibrante en nuestro interior. Y nos colma de paz y armonía. Mientras,
somos guiados en nuestros procesos y nuestros avances.
Rumi, un poeta místico, alrededor del año 1200, dijo: “Somos estrellas
cubiertas de piel. La luz que tú buscas ya está dentro de ti”. Y, en esta red de
hermandad, en esta concepción de familia espiritual, la Verdad es revelada.

La Ley del Amor


Somos encarnaciones del Amor; venimos a reconocernos tal como somos en
esencia, a transitar este camino de amor y a reconocer la virtud de amar. Es
nuestro compromiso espiritual amar y es el principio sustancial que a todos nos
encuentra.
Venimos a despejar aquello que, desde el yo, obnubila la visión y a estar
preparados para vivir desde esta conciencia de amor en conexión con la Fuente
del Amor mismo. De esta manera, despertamos a la sabiduría Divina del Amor
que mora en cada uno de nosotros.
Así como una de las manifestaciones del Amor del Espíritu es la alegría, ese es
el destino que, como humanidad, tenemos: vivir en un estado de contento
interior. Todos lo anhelamos, y el camino para acercarnos y alcanzarlo es estar
disponibles para amar y encontrarnos a través de él con todos los demás.
Mucho se habla del amor. Para que este no sea un precepto, sino una práctica
sincera del corazón, es primordial alcanzar el agradecimiento incondicional y la
toma de amor incondicional de nuestros padres, más allá de toda circunstancia o
infancia difícil que hayamos podido vivir, priorizando lo sagrado que nos
regalaron como lo que es: nuestra propia vida. A partir de allí, podemos amarnos
y luego, en un segundo tiempo, amar a los demás.
Y, desde este lugar, estamos en condiciones de poder experimentar, de
encontrarnos con los otros desde el amor, en sintonía con el Amor más Grande.
Y este amor surge cuando estamos en conexión con nuestro Ser.
Sin amor no hay evolución. Es la Ley más importante y la Fuerza que todo lo
mueve en el universo. Solo a través de la adherencia a la Ley del Amor, podemos
avanzar en nuestro camino. Y, junto con ella, nos sintonizamos con la Fuerza
Creadora del Todo.
La motivación para amar es el Amor mismo.
El amor está unido a la vida. Es lo vital y se expande en círculos cada vez más
amplios.
En esta conciencia de Amor, reconocemos que la felicidad de uno no puede ser
a costa del dolor del otro; como tampoco la felicidad del otro requiere que
renunciemos a la propia, ya que es nuestro derecho espiritual ser quienes somos.
Y nunca ese derecho nos va a exigir renunciar al amor propio por amor al otro o
que no nos amemos a nosotros mismos.
El Universo está lleno de amor. El Cosmos se sustenta en el amor. Y somos
parte de él. Todos aquellos desórdenes que podemos aun conservar en nuestra
alma nos alejan de este Principio de Amor. Y hacia allí somos invitados por las
Fuerzas más Grandes a retornar.
Tal como lo dijo Bert Hellinger: “El amor llena lo que el orden abarca; el uno
es el agua, el otro el jarro; el orden recoge, el amor fluye; Orden y amor se
entrelazan en su actuar…”. Y lo que, en principio, es alcanzado en lo sistémico,
luego, es con la Fuente del Amor en el origen mismo.
El Espíritu es Amor; el Amor es Espíritu. Somos Espíritu; somos Amor. Y,
sintonizados con la Ley del Amor que todo lo impregna, recuperamos la
comunión con el Espíritu en nosotros.
El amor es la semilla. El Amor no tiene límites. El flujo de amor es semejante
al agua, que, al correr, es vivificante para todos. Solo así podremos reconocer la
bienaventuranza Divina actuando a través nuestro.
La adherencia a esta Ley Superior nos permite disfrutar de los frutos de nuestro
amor y nos posibilita reconocer la capacidad ilimitada de amar en cada uno de
nosotros. Cuanto más amamos, más amor nos devuelve el Universo a través de
los otros.

Es nuestro compromiso espiritual


amar y es el principio sustancial que
a todos nos encuentra.

Al Amor del Espíritu nos sentimos convocados como abejas al panal; es una
especie de imán al cual nos sentimos llamados, ya que somos el mismo Amor.
Cada célula de nuestro cuerpo, cada rincón de nuestro organismo está colmado
de amor. Nos sentimos atraídos por el amor y sentimos afinidad según la
frecuencia de amor que irradiemos. Y está presente en todos.
El amor que es en el microcosmos está presente en todo el universo. Como está
escrito en el Bhagavad Gita: “Un fragmento Mío está presente en cada uno en el
cosmos”. Esta ley todo lo atraviesa, ya que, sin ella, no podemos alcanzar la
plenitud.
Somos llamados a vivir en la conciencia de estos lazos que a todos nos unen y
nos encuentran; en el intercambio y en la reciprocidad del amor compartido; con
la entrega plena a la Ley del Amor que a todos nos mueve y nos transforma en
pos de ser cada vez más autoconscientes y responsables de nuestro desarrollo y
progreso espiritual.

Juntos, al Servicio del Camino


Y, en este punto del camino, nos encontramos. Los cambios y las
transformaciones se imponen como una constante en nuestro diario vivir. Por
eso, son tiempos tan revolucionarios internamente y, a la vez, tan benditos.
Con nuestra disposición, nos abrimos a los cambios. Si oponemos resistencia,
igual suceden. Porque algo más Grande nos necesita a todos y a cada uno nos
convoca de una manera singular.
¿Qué nos espera? Más amor; una vibración más sutil, más amorosa, más
inclusiva.
Los frutos de los movimientos de reconciliación comienzan a vislumbrarse en
nuestras conciencias y en nuestras vidas.
Hay quienes lo están alcanzando ahora, así como otros ya lo logaron antes.
Estamos dando pequeños grandes pasos en la nueva frecuencia del amor. Y, en
este umbral de la conciencia, el paso de uno es el de todos.
Aparentemente, son movimientos pequeños. Pero, en lo pequeño, está la
semilla de lo grande.
Así nos asistimos entre todos. Y nuestra tarea es sembrar semillas de amor en
otros, como otros las sembraron en nosotros para que el círculo de amor que nos
encuentra como humanidad sea recordado y revelado.
De este modo, cada uno libera y ofrece su potencial al servicio de lo colectivo y
universal.
El Amor está en cada ser y se expande para atraer a otros. Es una energía que
sana, armoniza, unifica e integra. Habita en nuestros corazones y se propaga
como por contagio. Somos conscientes del Amor cada vez que el Cielo y la
Tierra se integran en nosotros; cada vez que se sincronizan en nuestras vidas el
Tiempo y el Espacio; cada vez que las Verdades Superiores y Universales se
unifican junto con nuestros deseos.
En ese Amor, estamos unidos a todos y al Todo. Y, en ese instante, las Puertas
del Cielo en nuestro interior se abren de par en par.
Nuestras vidas forman parte de un proceso evolutivo colectivo. Como
humanidad, estamos siendo convocados a responder a este llamado, guiados por
la energía del Amor.
Tal vez, tendremos la posibilidad de ser testigos y, al mismo tiempo,
protagonistas del Amor Universal que se despliega por la Tierra entera. Si no,
dejaremos nuestro legado como siembra hacia el futuro.
No estamos solos haciendo lugar a lo nuevo. Confiar en el corazón es el
camino para alcanzar un estadio de madurez espiritual. Y, en esta instancia,
sabemos que, en el corazón, somos Uno.
Millones están experimentando lo mismo. Y esta es la clave: todos juntos al
servicio del Amor.

Visión anticipatoria
Hace tiempo, en una meditación, tuve una visión acerca de la conciencia a la
cual estamos despertando.
Vi un corazón muy luminoso, que latía con fuerza frente a mis ojos. Su
vibración era tan intensa que hacía vibrar el mío.
Y ese corazón entraba en cada cuerpo humano. Los cuerpos de los hombres y
de las mujeres cobraban otra postura, otra presencia. Irradiaban alegría y luz.
Los vi a todos con la mirada distendida. Con el entrecejo abierto y la sonrisa
amplia.
De pronto, las personas comenzaban a tomarse de las manos y a formar
pequeños grupos.
Tantos pequeños grupos veía en las imágenes que no había lugar para uno más.
Entonces, a través de un soplo que llegó desde el universo mismo, todos
pasaron a conformar solo un grupo, un único grupo.
Y vi a la humanidad dibujando un círculo tan grande, tan amplio que apenas
cabía en la tierra. Y todos miraban hacia el cielo.
Levanté la cabeza, dirigí los ojos a esa cúpula de un azul intenso y percibí a las
estrellas buscándose unas a otras, del mismo modo que habían hecho los
hombres y las mujeres en la tierra, como si ellas quisieran reflejar la realidad de
abajo.
Un hermoso y enorme círculo en el cielo también se había formado.
Y todas las personas observaban el firmamento, sin dejar de sonreír. Todas, sin
excepción alguna, no dejaban de asombrarse, no dejaban de maravillarse… Yo
tampoco. Nunca había visto algo semejante.
Súbitamente, vi cada estrella descender a la Tierra y entrar en cada corazón
humano.
Cada estrella correspondía a una persona. Era todo tan preciso, tan perfecto,
tan sublime…
Vi al Cielo y la Tierra siendo uno en cada hombre, en cada mujer.
Y, en ese momento, una conciencia de Amor ilimitado, una fuente inagotable,
brotaba en cada uno, en forma de corazones, en forma de estrellas…
PRÁCTICA MEDITATIVA:
El Cielo en la Tierra

Te invito a visualizar un camino abierto en medio de un gran bosque, entre


múltiples verdes, algunos brillantes… otros no tanto. Verdes de todas las
tonalidades y suaves rayos de sol. Penetrando por esos pequeños claros a lo largo
del camino. Rodeados de cascadas… algunas grandes, otras medianas, finos hilos
de agua, acompañados por los sonidos de los pájaros, en una suave sinfonía en la
que todo es armonía. Cada uno de ellos, en su tono y en su timbre, siendo parte
de un único canto.
Por allí, miles y miles de personas caminan a paso tranquilo y sereno. Eres uno
de ellos. Personas de todas las razas, de todas las nacionalidades, de todas las
religiones, de todos los continentes… sin distinción alguna. Todos avanzan
alegremente por el camino acompañado por un paisaje bello y majestuoso.
A medida que el sol te abraza cada vez un poco más, vas dejando en el camino
todo lo que no es necesario, lo que te pesa… y ya no hay carga. Te sientes más
ligero, más liviano, más libre… Cuentas contigo mismo, con los otros, y confías
en el Camino. Y te encuentras con los demás; caminan de a ratos abrazados; se
comparten y conversan en el único lenguaje universal: el lenguaje del amor.
Mientras vas adentrándote más y más, atraviesas escollos, piedras en el camino;
cruzas algunos puentes sobre las aguas que corren debajo. Algunos están consigo
mismos, otros a la par, pero todos saben que no están solos. Cada uno está
haciendo lo propio y, al mismo tiempo, se reconocen acompañados por los
otros, que también hacen lo suyo personal.
Nadie se pregunta a dónde van, pero todos tienen la convicción acerca de algo
más Grande que los conduce y a esa Fuerza Mayor se entregan con fe y
confianza. Y esa certeza trae, al andar, paz interior.
Llegas a un gran claro en medio del bosque y, de pronto, comienzas a ver
como allí había otros miles y miles de personas de todo el mundo esperándote:
de todos los continentes, de todas las razas… de todas las religiones… sin
distinción. Y vienen hacia ti. Y se abrazan y sienten cómo se te abre el corazón y
tu amor y gratitud… Se reconocen como si hubieran compartido la vida… desde
siempre. En un clima de risas y alegrías.
Sientes la hermandad que los encuentra. Es más, algunos saben de los otros;
otros muy poco saben de los demás. No importa. Los convoca el Propósito. Y
eso tiene toda la fuerza.
Y cada uno, sin preguntar, sabe de qué se trata lo que tiene que hacer. Te guían
las estrellas desde el cielo y en tu corazón. Y te entregas a la tarea, sin preguntar,
sin cuestionar. Simplemente lo haces. Cada uno se ocupa de hacer lo suyo y se
saben, al mismo tiempo, parte de un Todo Mayor.
Y ahora ves que otros grupos vienen desde lejos, miles y miles acercándose,
siguiendo a un llamado, tal como tú lo has hecho. Y ahora tú, junto con quienes
te han estado esperando, salen como Uno al encuentro de los que están ya
cerca… Y, más atrás, tantos otros miles van haciendo lo mismo, siguiendo la
misma huella… hacia el encuentro.
Y todo en la naturaleza parece exaltarse: el sol, los sonidos de los pájaros, el
arrullo de las aguas transparentes de los arroyos, la fuerza de las cascadas… En
esta instancia, se disuelven las diferencias. Ya no hay separación. Esa conciencia
de ser uno con los otros se extiende ahora al saberse Uno con la naturaleza, Uno
con el Todo. Y cantan porque el día ha llegado… Te recuerdas como hermano,
como una sola familia, más allá de las estrellas.
Frases sanadoras

“Digo sí al llamado de lo Alto


que a todos nos convoca por igual”.

“Despierto a las memorias espirituales


que a ti y a mí nos habitan y nos encuentran”.

“Tú eres otro yo en conexión con la


Fuerza Creadora que nos reúne en este
sublime regalo que es la Vida”.

“Mi alma se reconoce en tu alma: somos Uno”.

“Me abro a la conciencia colectiva”.

“Soy un eslabón junto a ti,


en la red de hermandad,
al servicio del mismo pulso colectivo”.

“Son tiempos cuando


a esta conciencia de red de la cual tú y yo venimos
ahora debemos retornar”.

“En la conciencia del Amor,


somos parte de la familia espiritual”.
“Me ofrezco al servicio de lo Grande
que nos mueve a todos por igual”.

“En conexión con lo Alto,


estoy como tú en comunión con el Todo”.

“Somos amor en acción,


que revela la Verdad del Espíritu”.

“Despierto a la conciencia sagrada


y común que a ti te encuentra,
que a mí me encuentra”.

“En el camino de la Vida, tú y yo somos Uno”.

“Somos, en el origen, semillas de Amor


al servicio del mismo Propósito”.

“Somos parte de un Todo Mayor”.

“Estamos cruzando un puente


hacia un yo colectivo y espiritual”.

“Y cada uno, portando su propio cántaro,


ofreciendo sus dones al servicio del mismo
torrente de Amor”.

“Caminando juntos hacia lo nuevo,


retomamos el camino de regreso a nuestra esencia”.

“Y lo nuevo que espera por ti y


por mí es una nueva dimensión en la
conciencia espiritual”.

“Y, todos juntos, fluimos al servicio del Amor”.


EPÍLOGO
Quisiera compartir unas palabras más en relación con este viaje hacia el
interior de cada uno.
Somos las semillas que están esparciéndose en este puente que estamos
cruzando juntos.
Siendo parte de una misma red, todos somos regidos por las mismas leyes
universales.
Estamos viviendo un tiempo como no hubo antes, cuando todo se precipita y
conspira para que despertemos a una visión renovada y espiritual del mundo a
partir de un proceso de autoindagación y recordemos nuestro verdadero
potencial humano. Y podamos, al mismo tiempo, percibirnos como parte de una
red invisible que está emergiendo cada vez con más fuerza: es una red consciente;
es una red de Amor.
Muchas más personas se perciben vinculadas al resto de la humanidad; se
encuentran en propósitos comunes y recuerdan que el único pecado es no ser
felices.
Y, al mismo tiempo, sabemos que ser felices es nuestro más Alto Deber
espiritual.
Darnos cuenta de que, cada vez, somos más quienes seguimos al llamado del
alma nos está devolviendo la esperanza.
Y este proceso comienza en cada uno de nosotros.
Nos estamos animando; nos estamos atreviendo.
Y empezamos a aplicarlo en nuestras vidas, en nuestras familias, en nuestra red:
algunos desde hace ya algunos años o décadas; otros lo están haciendo ahora, y
otros llegarán a su tiempo.
Y, una vez que lo reconocemos, sabemos que es el único viaje posible que le da
sentido de trascendencia a nuestras vidas.
Estamos cambiando porque lo sentimos como algo imperioso. Todas las
modificaciones, todas las renovaciones, lo que está mutando en nosotros, son
parte de lo que está creando este nuevo paradigma de transformación y amor.
Transitamos el Camino que nos conduce a un mayor conocimiento de
nosotros mismos y de nuestro progreso personal y espiritual: respetando los
Órdenes del Amor, en sintonía con el Amor del Espíritu hacia una conciencia de
hermandad.
Estamos reconociendo que el Amor es la única religión; que el lenguaje sagrado
es el lenguaje del corazón; que, en esencia, somos Espíritu realizando una
experiencia en nuestra condición humana; que el afuera es una ilusión; que todo
lo que es es en el adentro y que, desde ese lugar, co-creamos junto con el Espíritu
la realidad. Y, así, podemos tomar, como adultos, la responsabilidad sobre
nuestras vidas.
Y, en estos tiempos de transición, como siempre sucede, los inicios no son
visibles, ya que comienzan en nuestro interior.
Y los reconocemos por los giros impensables que traen a nuestras vidas.
Verdaderas transformaciones en la conciencia.
Y nos invitan a confiar en las Fuerzas más Grandes que nos aman y que a todos
nos conducen hacia el más Alto Bien para cada uno. Porque lo que es para uno
lo es para todos.
Estamos experimentando los caminos con corazón, que traen a nuestras vidas
conexión, integridad y nuevos sentidos. Y, así, estamos cada uno andando en su
propia senda, que nos conduce al Ser que somos para reconocernos como
agentes transformadores en la propia vida y para el mundo.
Como dice el antiguo mantra védico: “Que todos los seres de todos los
mundos sean eternamente felices. Y que todos seamos eternamente felices”.

Es mi deseo para ti:


Que, en la lectura de estas páginas, encuentres lo que tu alma necesita para
recordarte como lo que eres: una Fuente de Amor.
Que tomes tu vida en tus manos.
Que tu vida sea reflejo del amor en acción.
Que estar en sintonía con lo Grande sea uno de tus propósitos.
Que el Poder del Amor sea vector en tu vida.
Que, en este camino de retorno a casa en el plano de la conciencia, reconozcas
tus dones, tus talentos y tus virtudes, que son únicos y singulares.
Que recuerdes tu Divinidad en esta travesía humana.
Que lo que tomes en Amor lo ofrezcas al servicio de lo colectivo, a tu manera,
que es particular e irrepetible, al igual que tus obras y tus tareas.
Que valores que, en cada creación, en cada obra de ti, una porción de la Gran
Obra cobra vida y se hace realidad.
Que, cada vez que te contemples como parte del Todo Mayor, la magia de la
Vida se esparza en tus días.
Que los Valores Humanos sean una práctica en tu diario vivir.
Que sea la Gracia desparramándose en tu andar, en este peregrinaje sagrado
que llamamos Vida.
Que así sea para todos.

Te doy las gracias por hacerle lugar al Camino que te convoca a descubrirte
para que resulte la mejor versión de ti mismo. Porque lo que es mejor para ti es
lo mejor para todos.
Te doy las gracias por estar ofreciéndote en este tiempo bendito a ser parte de
este salto cuántico en la conciencia, abriéndote a lo nuevo, abriendo a lo Grande.
Porque lo que es en ti nos alcanza a todos.
Te doy las gracias por caminar juntos al servicio del Amor porque, en el
Espíritu que nos encuentra, somos Uno.
AGRADECIMIENTO
Junto con mis padres, hubo una persona que me enseñó, desde pequeña, a ver
cómo algo más Grande guiaba nuestras vidas. Era una de mis tías maternas,
quien cumplió la función de abuela para conmigo y con quien compartí
momentos inolvidables hasta que partió; una mujer especial.
Con mucha frecuencia, la veía moviendo los labios, como balbuceando,
mientras hacía alguna tarea. Siempre le preguntaba: “¿Qué estás haciendo?”. Y
ella me respondía: “Pido”. En otras ocasiones, me contestaba: “Rezo”. Yo le
volvía a preguntar: “¿Por quién pedís, por quién rezás?”. Y ella me decía: “Eso no
importa; siempre hay alguien que necesita”. Para ella, era una práctica habitual,
natural, como el aire que respiraba. Estar en conexión con el más Alto Bien, con
Todo y con todos era lo importante.
De ese modo tan simple, me hizo ver que la vida se trataba también de esto, y
hoy me animo a decir que, ante todo, se trata de esto.
Así transcurrió mi infancia y mi adolescencia, mientras mis padres me daban
instrucción religiosa. Gracias a ellos, la fe y la confianza en el Espíritu fueron los
compañeros de ruta que guiaron mi desarrollo y crecimiento. Tenían la virtud de
ser siempre agradecidos, disfrutar de lo familiar y reunirse a festejar con cualquier
excusa, más allá de las circunstancias, que no siempre eran con viento a favor.
Eso marcó, desde siempre, una búsqueda de sentido porque todo lo vivido y
experimentado estaba atravesado por esta visión.
Hoy les agradezco a ellos y a todos aquellos que la Vida me acercó y fueron mis
maestros, que me permitieron reconocer la unidad en la diversidad y la
comunión con todos y con el Todo.
BIBLIOGRAFÍA
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ciencias y espiritualidad, un nuevo futuro de posibilidades infinitas, Gaia
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HELLINGER, B. (2008), Felicidad que permanece, Barcelona, Gaia Ediciones,
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