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Cuento literario: El tuco y la paloma

Cuando el tuco canta tres veces, muere un vecino.


Así la niña entró en la sombra. (Es sombra nomás la muerte). En eso que se iba padeciendo río
abajo, por unas tierras desconocidas, oyó el zureo de la paloma.
Dijo paloma y supo que había oído el canto de la paloma; es decir, que había vivido.
¿Para esto?, dijo. ¿Para esto he vivido? ¿Para morir? Volvió a oír a la paloma, y supo que era
hermoso el canto, porque le traía recuerdos de sus padres, de su pueblo, de su perro juguetón;
es decir, supo de verdad que había vivido, y supo que había sido bueno.
Antes de olvidar la luz del día, con los ojos cerrados, volvió a oír el canto. Ha estado bien, dijo.
Sonrió muy hondo, y siguió caminando río abajo abandonada de su pensamiento.
En ese instante los vecinos dijeron:
-¡Como tres veces ha cantado el búho!
Vivíamos en La Banda. Al otro lado del río, donde de vez en cuando podía oírse la oración, y
eso, con oído atento. Nosotros éramos abuelo, el Toño y yo. Mamá que se iba de viaje.
Había mañanas amenazantes que crecían al revés como si fueran noche. Solamente que
alumbraban. A media tarde, cuando la abeja venía serruchando el aire solitario, sonaban las
palabras como abejas.
La gente, azonzada, reía seriamente.
– Ha pasado un toro negro -decían.
Eran los que se iban dejándome un toro imenso, sin cuerpo. Me acordaba entonces de los
árboles que lloraban. Y cómo se vencían, gimiendo ahora. Tenía miedo de don Fidel, borracho.
Pensaba en si vendría qué haría. Ya me dolía la nariz de miedo, como calambre.
Después, cuando cantaba el búho, pensaba en aparecidos. No eran los hombres que habían
cruzado el día. Pero asomaba a la oscuridad. Trataba de ver en el duraznal de enfrente. Una
mañana dijo abuela:
– ¡Tres veces ha cantado el búho!
Otra mañana, tempranito, no habló el Toño.
Amarillo, con los ojos congelados, miraba. En ese tiempo yo no sabía de muertos.
Creía que el viejo crecía, después se achicaba y crecía de nuevo. No sabía del panteón. Como
vivíamos solos, nuestra conversación era sí, no. Y escuchar la chacra. Entonces, de anochecida,
entramos al pueblo. Iba el Toño bajo la luna, con los faroles alumbrándole el camino. De lo que
recuerdo, atravesaba recién el puente con mis pies.
Hollaba un terreno de aires contrariados. Para llegar, en el corredor, estaba colgado un
carnero. Me quedé mirando las ollas grandes, la cantidad de mote, las viejas conversadoras.
Allí supe que se entierra a la gente. (Recordé cuando sembramos un pajarito para cosechar
palomas y lo encontré después con gusanos. Sus ojitos huecos).
No fue pena, fue como rencor contra alguien lo que me nació.
– A su nombre, tata -saludaban.
Cocinaban para los enterradores, para los acompañantes y para los caminantes que se
detenían. – A su nombre, mama -contestaban otros.
Se servían y luego esperaban para el cortejo. Mamá me había dicho: «¿Por qué lloras? Tendré
otro hijito».
– Que vas a tener igual -le contesté.
Y al verla llorar, lloraba.
Se admiraba de cómo, tan pequeñito, podía sufrir. Después, sin que nadie me hiciera caso,
suspiraba.
Es decir sentía. Tal vez sería por mí, por mi soledad. Meses recordaba el entierro, las flores.
«Flores nomás comerá», pensaba. «¿Ha llegado mamá dulce?» De lo que reíamos. Nos veían
sufrir y sufrían por nosotros.
– Tres hijos que se le van al pueblo -contaban.
Por mamá hablaban contra el cielo:
– Dios, ni siente ni padece. Si existirá. No existirá.
La gente iba como quien se iba para siempre. No se sabía si de un momento a otro habrían de
dejarnos. Su palabra anunciaba otra vida. Otros modos más ambiguos. Como si estos caminos
no fueran sino el tránsito hacia otro mundo. El tiempo de la muerte, y era don Santiago, Padre
del Pueblo, que se nos iba.
– De lo que estaba diciendo gato, gato, hoy no dicen nada -repetían.
Las coronas estaban ya zafando. Qué frescura de lo verde. Había un olor a merienda de
agasajo. Y estaban los que en lo íntimo dudaban de sí mismos. Los casaderos, especialmente.
«Habrá, pues, cantado el búho», pensé aceptando lo inevitable.
Me aseguré entre los que masticaban la coca de la despedida. Había viejos que tomaban la
lampa, se escupían la mano, y con qué seguridad cavaban otra tumba. Algo se iba gastando
continuamente como las nubes. «Su propia tumba», me convencí. Los vi como si abrieran su
propia fosa y los pesares se acabaron: Resignado a la verdad tuve ganas de contarle a alguien
lejano, que también él estaba con nosotros al atardecer, en el cementerio, en un terreno
ausente en donde nadie sabía nada.
Para entonces las nubes desaparecieron totalmente. Hubo silencio y recogimiento de chacra
abandonada. Me quedé chiquito. Sin embargo, cualquiera hubiese dicho que amanecía: Un
chihuanco empezó a cantar.
En un árbol muerto golpeado por el viento cantaba el pájaro muy dueño de sí mismo seguro
de su canto.

Eleodoro Vargas Vicuña


Biográfica
Nació en La Esperanza, Cerro de Pasco, en el año 1924. Conocido como "el poeta del cuento"
por su parquedad narrativa. Su niñez transcurrió en una aldea pequeña, pobre, olvidada y
miserable.
Trayectoria literaria
Empezó con sus breves textos entre 1950 y 1951. Inscrito por los estudiosos de la literatura en
la generación del cincuenta, fue animoso y hasta espectacular animador de la vida cultural del
país y en Arequipa, donde vivió como estudiante de la universidad San Agustín en los últimos
años de la década del cuarenta. Su temática aborda los avatares diarios del hombre andino,
dentro de una naturaleza hostil y trágica, presentando los múltiples conflictos del hombre
andino con la naturaleza y su entorno.
Muerte
Fallece en Lima en 1998 a la edad de 74 años.
Obras
Entre sus obras se encuentra:
Nahuín (1953)
Taita Cristo (1964)
El tiempo de los milagros
La Mañuca Suárez
Chajra
Esa vez del huayco.
A LA DERIVA
(Cuentos de amor, de locura y de muerte, (1917)
El hombre pisó blanduzco, y en seguida sintió la mordedura en el pie. Saltó adelante, y al
volverse con un juramento vio una yararacusú que arrollada sobre sí misma esperaba otro
ataque.
El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre engrosaban
dificultosamente, y sacó el machete de la cintura. La víbora vio la amenaza, y hundió más la
cabeza en el centro mismo de su espiral; pero el machete cayó de lomo, dislocándole las
vértebras.
El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante un instante
contempló. Un dolor agudo nacía de los dos puntitos violetas, y comenzaba a invadir todo el
pie. Apresuradamente se ligó el tobillo con su pañuelo y siguió por la picada hacia su rancho.
El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de pronto el
hombre sintió dos o tres fulgurantes puntadas que como relámpagos habían irradiado desde la
herida hasta la mitad de la pantorrilla. Movía la pierna con dificultad; una metálica sequedad
de garganta, seguida de sed quemante, le arrancó un nuevo juramento.
Llegó por fin al rancho, y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos
puntitos violeta desaparecían ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero. La piel parecía
adelgazada y a punto de ceder, de tensa. Quiso llamar a su mujer, y la voz se quebró en un
ronco arrastre de garganta reseca. La sed lo devoraba.
—¡Dorotea! —alcanzó a lanzar en un estertor—. ¡Dame caña!
Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no había
sentido gusto alguno.
—¡Te pedí caña, no agua! —rugió de nuevo. ¡Dame caña!
—¡Pero es caña, Paulino! —protestó la mujer espantada.
—¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo!
La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno tras otro dos
vasos, pero no sintió nada en la garganta.
—Bueno; esto se pone feo —murmuró entonces, mirando su pie lívido y ya con lustre
gangrenoso. Sobre la honda ligadura del pañuelo, la carne desbordaba como una monstruosa
morcilla.
Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos, y llegaban ahora a la
ingle. La atroz sequedad de garganta que el aliento parecía caldear más, aumentaba a la par.
Cuando pretendió incorporarse, un fulminante vómito lo mantuvo medio minuto con la frente
apoyada en la rueda de palo.
Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la costa subió a su canoa. Sentóse
en la popa y comenzó a palear hasta el centro del Paraná. Allí la corriente del río, que en las
inmediaciones del Iguazú corre seis millas, lo llevaría antes de cinco horas a Tacurú-Pucú.
El hombre, con sombría energía, pudo efectivamente llegar hasta el medio del río; pero
allí sus manos dormidas dejaron caer la pala en la canoa, y tras un nuevo vómito —de sangre
esta vez—dirigió una mirada al sol que ya trasponía el monte.
La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y durísimo que reventaba
la ropa. El hombre cortó la ligadura y abrió el pantalón con su cuchillo: el bajo vientre
desbordó hinchado, con grandes manchas lívidas y terriblemente doloroso. El hombre pensó
que no podría jamás llegar él solo a Tacurú-Pucú, y se decidió a pedir ayuda a su compadre
Alves, aunque hacía mucho tiempo que estaban disgustados.
La corriente del río se precipitaba ahora hacia la costa brasileña, y el hombre pudo
fácilmente atracar. Se arrastró por la picada en cuesta arriba, pero a los veinte metros,
exhausto, quedó tendido de pecho.
—¡Alves! —gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído en vano.
—¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor! —clamó de nuevo, alzando la cabeza del
suelo. En el silencio de la selva no se oyó un solo rumor. El hombre tuvo aún valor para llegar
hasta su canoa, y la corriente, cogiéndola de nuevo, la llevó velozmente a la deriva.
El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien metros,
encajonan fúnebremente el río. Desde las orillas bordeadas de negros bloques de basalto,
asciende el bosque, negro también. Adelante, a los costados, detrás, la eterna muralla lúgubre,
en cuyo fondo el río arremolinado se precipita en incesantes borbollones de agua fangosa. El
paisaje es agresivo, y reina en él un silencio de muerte. Al atardecer, sin embargo, su belleza
sombría y calma cobra una majestad única.
El sol había caído ya cuando el hombre, semitendido en el fondo de la canoa, tuvo un
violento escalofrío. Y de pronto, con asombro, enderezó pesadamente la cabeza: se sentía
mejor. La pierna le dolía apenas, la sed disminuía, y su pecho, libre ya, se abría en lenta
inspiración.
El veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y aunque no tenía
fuerzas para mover la mano, contaba con la caída del rocío para reponerse del todo. Calculó
que antes de tres horas estaría en Tacurú-Pucú.
El bienestar avanzaba, y con él una somnolencia llena de recuerdos. No sentía ya nada ni
en la pierna ni en el vientre. ¿Viviría aún su compadre Gaona en Tacurú-Pucú? Acaso viera
también a su ex patrón mister Dougald, y al recibidor del obraje.
¿Llegaría pronto? El cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de oro, y el río se había
coloreado también. Desde la costa paraguaya, ya entenebrecida, el monte dejaba caer sobre el
río su frescura crepuscular, en penetrantes efluvios de azahar y miel silvestre. Una pareja de
guacamayos cruzó muy alto y en silencio hacia el Paraguay.
Allá abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a ratos sobre sí
misma ante el borbollón de un remolino. El hombre que iba en ella se sentía cada vez mejor, y
pensaba entretanto en el tiempo justo que había pasado sin ver a su ex patrón Dougald. ¿Tres
años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos años y nueve meses? Acaso. ¿Ocho meses y medio? Eso sí,
seguramente.
De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho. ¿Qué sería? Y la respiración también...
Al recibidor de maderas de mister Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había conocido en Puerto
Esperanza un viernes santo... ¿Viernes? Sí, o jueves...
El hombre estiró lentamente los dedos de la mano.
—Un jueves...
Y cesó de respirar.
Horacio Silvestre Quiroga Forteza
Biografía
Horacio Silvestre Quiroga Forteza nació en Salto, Uruguay, el 31 de diciembre de 1878.
Hizo sus estudios en Montevideo, hasta terminar el colegio secundario. Estos estudios
incluyeron formación técnica (Instituto Politécnico de Montevideo) y general (Colegio
Nacional).

Biografía Resumida y Obras de Horacio Quiroga

Vivió en su país natal hasta la edad de 23 años, momento en el cual, luego de matar
accidentalmente a su mejor amigo, decidió emigrar a Argentina, país donde vivió 35 años hasta
su muerte.
Mostró una eterna pasión por el territorio de Misiones y su selva, adonde se asentó en dos
oportunidades y cuyo entorno trasladó a la trama de muchos de sus escritos.

Obras
Sus relatos, menudo retratan a la naturaleza bajo rasgos temibles, horrorosos, rodeados de
enfermedad y sufrimiento para el ser humano, por tal motivo es muchas veces comparado con
Edgar Allan Poe.

La jungla, el río, la fauna, el clima y el terreno forman el andamiaje y el decorado en que sus
personajes se mueven, padecen y a menudo mueren.

Trató, además, muchos temas considerados tabú en la sociedad de principios del siglo XX,
revelándose como un escritor arriesgado, desconocedor del miedo y avanzado en sus ideas y
tratamientos.

Entre sus libros más importantes encontramos a:

• Anaconda
Cuento largo publicado en 1921.
• Cuentos de amor de locura y de muerte
Libro de cuentos publicado en 1917.

• Cuentos de la selva
Libro de cuentos para niños publicado en 1918.

• Diario de viaje a París


Único testimonio de la estancia de Quiroga en la capital francesa durante la Exposición
Universal de 1900. Fue publicado en 1900.

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