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Antología de cuentos

para el curso de Literatura de tercero

A la deriva
de Cuentos de amor de locura y de muerte (1917) – Horacio Quiroga

El hombre pisó algo blanduzco, y en seguida sintió la mordedura


en el pie. Saltó adelante, y al volverse con un juramento, vio una
yararacusú que arrollada sobre sí misma esperaba otro ataque.
El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de
sangre engrosaban dificultosamente, y sacó el machete de la cintura.
La víbora vio la amenaza, y hundió más la cabeza en el centro mismo
de su espiral; pero el machete cayó de lomo, dislocándole las
vértebras.
El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre,
y durante un instante contempló. Un dolor agudo nacía de los dos
puntitos violeta, y comenzaba a invadir todo el pie. Apresuradamente
se ligó el tobillo con su pañuelo y siguió por la picada hacia su
rancho.
El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante
abultamiento, y de pronto el hombre sintió dos o tres fulgurantes
puntadas que como relámpagos habían irradiado desde la herida hasta la mitad de la pantorrilla. Movía la
pierna con dificultad; una metálica sequedad de garganta, seguida de sed quemante, le arrancó un nuevo
juramento.
Llegó por fin al rancho, y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos puntitos violeta
desaparecían ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero. La piel parecía adelgazada y a punto de
ceder, de tensa. Quiso llamar a su mujer, y la voz se quebró en un ronco arrastre de garganta reseca. La
sed lo devoraba.
-¡Dorotea! -alcanzó a lanzar en un estertor-. ¡Dame caña!
Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no había sentido gusto
alguno.
-¡Te pedí caña, no agua! -rugió de nuevo-. ¡Dame caña!
-¡Pero es caña, Paulino! -protestó la mujer, espantada.
-¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo!
La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno tras otro dos vasos, pero
no sintió nada en la garganta.
-Bueno; esto se pone feo... -murmuró entonces, mirando su pie lívido y ya con lustre gangrenoso.
Sobre la honda ligadura del pañuelo, la carne desbordaba como una monstruosa morcilla.
Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos y llegaban ahora a la ingle. La atroz
sequedad de garganta que el aliento parecía caldear más, aumentaba a la par. Cuando pretendió
incorporarse, un fulminante vómito lo mantuvo medio minuto con la frente apoyada en la rueda de palo.
Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la costa subió a su canoa. Sentose en la popa y
comenzó a palear hasta el centro del Paraná. Allí la corriente del río, que en las inmediaciones del Iguazú
corre seis millas, lo llevaría antes de cinco horas a Tacurú-Pucú.
El hombre, con sombría energía, pudo efectivamente llegar hasta el medio del río; pero allí sus
manos dormidas dejaron caer la pala en la canoa, y tras un nuevo vómito -de sangre esta vez- dirigió una

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mirada al sol que ya trasponía el monte.
La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y durísimo que reventaba la ropa. El
hombre cortó la ligadura y abrió el pantalón con su cuchillo: el bajo vientre desbordó hinchado, con
grandes manchas lívidas y terriblemente doloroso. El hombre pensó que no podría jamás llegar él solo a
Tacurú-Pucú, y se decidió a pedir ayuda a su compadre Alves, aunque hacía mucho tiempo que estaban
disgustados.
La corriente del río se precipitaba ahora hacia la costa brasileña, y el hombre pudo fácilmente
atracar. Se arrastró por la picada en cuesta arriba, pero a los veinte metros, exhausto, quedó tendido de
pecho.
-¡Alves! -gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído en vano.
-¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor! -clamó de nuevo, alzando la cabeza del suelo. En el
silencio de la selva no se oyó un solo rumor. El hombre tuvo aún valor para llegar hasta su canoa, y la
corriente, cogiéndola de nuevo, la llevó velozmente a la deriva.
El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien metros, encajonan
fúnebremente el río. Desde las orillas bordeadas de negros bloques de basalto, asciende el bosque, negro
también. Adelante, a los costados, detrás, la eterna muralla lúgubre, en cuyo fondo el río arremolinado se
precipita en incesantes borbollones de agua fangosa. El paisaje es agresivo, y reina en él un silencio de
muerte. Al atardecer, sin embargo, su belleza sombría y calma cobra una majestad única.
El sol había caído ya cuando el hombre, semitendido en el fondo de la canoa, tuvo un violento
escalofrío. Y de pronto, con asombro, enderezó pesadamente la cabeza: se sentía mejor. La pierna le
dolía apenas, la sed disminuía, y su pecho, libre ya, se abría en lenta inspiración.
El veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y aunque no tenía fuerzas para
mover la mano, contaba con la caída del rocío para reponerse del todo. Calculó que antes de tres horas
estaría en Tacurú-Pucú.
El bienestar avanzaba, y con él una somnolencia llena de recuerdos. No sentía ya nada ni en la
pierna ni en el vientre. ¿Viviría aún su compadre Gaona en Tacurú-Pucú? Acaso viera también a su ex
patrón mister Dougald, y al recibidor del obraje.
¿Llegaría pronto? El cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de oro, y el río se había coloreado
también. Desde la costa paraguaya, ya entenebrecida, el monte dejaba caer sobre el río su frescura
crepuscular, en penetrantes efluvios de azahar y miel silvestre.
Una pareja de guacamayos cruzó muy alto y en silencio hacia
el Paraguay.
Allá abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba
velozmente, girando a ratos sobre sí misma ante el borbollón de
un remolino. El hombre que iba en ella se sentía cada vez
mejor, y pensaba entretanto en el tiempo justo que había pasado
sin ver a su ex patrón Dougald. ¿Tres años? Tal vez no, no
tanto. ¿Dos años y nueve meses? Acaso. ¿Ocho meses y
medio? Eso sí, seguramente.
De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho. ¿Qué sería? Y la respiración también…
Al recibidor de maderas de mister Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había conocido en Puerto Esperanza
un viernes santo… ¿Viernes? Sí, o jueves…
El hombre estiró lentamente los dedos de la mano.
-Un jueves…
Y cesó de respirar.

El almohadón de plumas
de Cuentos de amor de locura y de muerte (1917) – Horacio Quiroga

Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló
sus soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento

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cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán,
mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.
Durante tres meses -se habían casado en abril- vivieron una dicha especial.
Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en
ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta
ternura; pero el impasible semblante de su marido la
contenía siempre.
La casa en que vivían influía no poco en sus
estremecimientos. La blancura del patio silencioso
-frisos, columnas y estatuas de mármol- producía una
otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo
glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas
paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío.
Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera
sensibilizado su resonancia.
En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por echar un
velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta
que llegaba su marido.
No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y
días; Alicia no se reponía nunca. Al fin, una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba
indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y
Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto
callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y
aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra.
Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico
de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos.
-No sé -le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja-. Tiene una gran debilidad que
no me explico, y sin vómitos, nada… Si mañana se despierta como hoy, llámeme enseguida.
Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatose una anemia de marcha agudísima,
completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el
día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor
ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin
cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba
en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez que
caminaba en su dirección.
Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron
luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra
a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato
abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.
-¡Jordán! ¡Jordán! -clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.
Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.
-¡Soy yo, Alicia, soy yo!
Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de
estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola
temblando.
Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos,
que tenía fijos en ella los ojos.
Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa,
desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía
en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato
en silencio y pasaron al comedor.
-Pst… -se encogió de hombros desalentado su médico-. Es un caso serio… poco hay que hacer…

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-¡Sólo eso me faltaba! -resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.
Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las
primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en
síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas olas de sangre. Tenía
siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde
el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le
tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma
de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha.
Perdió, luego, el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces
continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se
oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de
Jordán.
Alicia murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato
extrañada el almohadón.
-¡Señor! -llamó a Jordán en voz baja-. En el almohadón hay manchas que parecen de sangre.
Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del
hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.
-Parecen picaduras -murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.
-Levántelo a la luz -le dijo Jordán.
La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando.
Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.
-¿Qué hay? -murmuró con la voz ronca.
-Pesa mucho -articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.
Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán
cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror
con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandós. Sobre el fondo, entre las plumas,
moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa.
Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.
Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca -su
trompa, mejor dicho- a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible.
La remoción diaria del almohadón había impedido sin duda su desarrollo, pero desde que la joven no
pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia.
Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones
proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos
en los almohadones de pluma.

Los buques suicidantes


de Cuentos de amor de locura y de muerte (1917) – Horacio Quiroga

Resulta que hay pocas cosas más terribles que encontrar en


el mar un buque abandonado. Si de día el peligro es menor, de
noche no se ven ni hay advertencia posible: el choque se lleva a
uno y otro.
Estos buques abandonados por a o por b, navegan
obstinadamente a favor de las corrientes o del viento, si tienen
las velas desplegadas. Recorren así los mares, cambiando
caprichosamente de rumbo.
No pocos de los vapores que un buen día no llegaron a
puerto, han tropezado en su camino con uno de estos buques
silenciosos que viajan por su cuenta. Siempre hay probabilidad
de hallarlos, a cada minuto. Por ventura las corrientes suelen

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enredarlos en los mares de sargazo. Los buques se detienen, por fin, aquí o allá, inmóviles para siempre
en ese desierto de algas. Así, hasta que poco a poco se van deshaciendo. Pero otros llegan cada día,
ocupan su lugar en silencio, de modo que el tranquilo y lúgubre puerto siempre está frecuentado.
El principal motivo de estos abandonos de buque son sin duda las tempestades y los incendios que
dejan a la deriva negros esqueletos errantes. Pero hay otras causas singulares entre las que se puede
incluir lo acaecido al María Margarita, que zarpó de Nueva York el 24 de Agosto de 1903, y que el 26 de
mañana se puso al habla con una corbeta, sin acusar novedad alguna. Cuatro horas más tarde, un
paquete, no teniendo respuesta, desprendió una chalupa que abordó al María Margarita. En el buque no
había nadie. Las camisetas de los marineros se secaban a proa. La cocina estaba prendida aún. Una
máquina de coser tenía la aguja suspendida sobre la costura, como si hubiera sido dejada un momento
antes. No había la menor señal de lucha ni de pánico, todo en perfecto orden; y faltaban todos. ¿Qué
pasó?
La noche que aprendí esto estábamos reunidos en el puente. Íbamos a Europa, y el capitán nos
contaba su historia marina, perfectamente cierta, por otro lado.
La concurrencia femenina, ganada por la sugestión del campo de batalla presente, oía estremecida.
Las chicas nerviosas prestaban sin querer inquieto oído a la voz de los marineros en proa. Una señora
recién casada se atrevió:
-¿No serán águilas?…
El capitán se sonrió bondadosamente:
-¿Qué, señora? ¿Águilas que se lleven a la tripulación?
Todos se rieron y la joven hizo lo mismo, un poco avergonzada.
Felizmente un pasajero sabía algo de eso. Lo miramos curiosamente. Durante el viaje había sido un
excelente compañero, admirando por su cuenta y riesgo, y hablando poco.
-¡Ah! ¡si nos contara, señor! -suplicó la joven de las águilas.
-No tengo inconveniente -asintió el discreto individuo-. En dos palabras -y en los mares del norte,
como el María Margarita del capitán- encontramos una vez un barco a vela. Nuestro rumbo -viajábamos
también a vela- nos llevó casi a su lado. El singular aire de abandono que no engaña en un buque, llamó
nuestra atención, y disminuimos la marcha observándolo. Al fin desprendimos una chalupa; abordo no se
halló a nadie, y todo estaba también en perfecto orden. Pero la última anotación del diario databa de
cuatro días atrás, de modo que no sentimos mayor impresión. Aún nos reímos un poco de las famosas
desapariciones súbitas.
“Ocho de nuestros hombres quedaron abordo para el gobierno del nuevo buque. Viajaríamos de
conserva. Al anochecer nos tomó un poco de camino. Al día siguiente lo alcanzamos, pero no vimos a
nadie sobre el puente. Desprendiose de nuevo la chalupa, y los que fueron recorrieron en vano el buque:
todos habían desaparecido. Ni un objeto fuera de lugar. El mar estaba absolutamente terso en toda su
extensión. En la cocina hervía aún una olla con papas.
“Como ustedes comprenderán, el terror supersticioso de nuestra gente llegó a su colmo. A la larga,
seis se animaron a llenar el vacío, y yo fui con ellos. Apenas abordo, mis nuevos compañeros se
decidieron a beber para desterrar toda preocupación. Estaban sentados en rueda y a la hora la mayoría
cantaba ya.
“Llegó mediodía y pasó la siesta. A las cuatro, la brisa cesó y las velas cayeron. Un marinero se
acercó a la borda y miró el mar aceitoso. Todos se habían levantado, paseándose, sin ganas ya de hablar.
Uno se sentó en un cabo y se sacó la camiseta para remendarla. Cosió un rato en silencio. De pronto se
levantó y lanzó un largo silbido. Sus compañeros se volvieron. Él los miró vagamente, sorprendido
también, y se sentó de nuevo. Un momento después dejó la camiseta en el cabo arrollado, avanzó a la
borda y se tiró al agua. Al sentir el ruido, los otros dieron vuelta la cabeza, con el ceño ligeramente
fruncido. En seguida se olvidaron, volviendo a la apatía común.
“Al rato otro se desperezó, restregose los ojos caminando, y se tiró al agua. Pasó media hora; el sol
iba cayendo. Sentí de pronto que me tocaban en el hombro.
“-¿Qué hora es?
“-Las cinco -respondí.
“El viejo marinero me miró desconfiado, con las manos en los bolsillos, recostándose enfrente de

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mí. Miró largo rato mi pantalón, distraído. Al fin se tiró al agua.
“Los tres que quedaban se acercaron rápidamente y observaron el remolino. Se sentaron en la borda,
silbando despacio, con la vista perdida a lo lejos. Uno se bajó y se tendió en el puente, cansado. Los
otros desaparecieron uno tras otro. A las seis, el último se levantó, se compuso la ropa, apartose el pelo
de la frente, caminó con sueño aún, y se tiró al agua.
“Entonces quedé solo, mirando como un idiota el mar desierto. Todos, sin saber lo que hacían, se
habían arrojado al mar, envueltos en el sonambulismo moroso que flotaba en el buque. Cuando uno se
tiraba al agua, los otros se volvían momentáneamente preocupados, como si recordaran algo, para
olvidarse en seguida. Así habían desaparecido todos, y supongo que lo mismo los del día anterior, y los
otros y los de los demás buques. Esto es todo.”
Nos quedamos mirando al raro hombre con excesiva curiosidad.
-¿Y usted no sintió nada? -le preguntó mi vecino de camarote.
-Sí, un gran desgano y obstinación de las mismas ideas, pero nada más. No sé por qué no sentí nada
más. Presumo que el motivo es este: en vez de agotarme en una defensa angustiosa y a toda costa contra
lo que sentía, como deben de haber hecho todos, y aún los marineros sin darse cuenta, acepté
sencillamente esa muerte hipnótica, como si estuviese anulado ya. Algo muy semejante ha pasado sin
duda a los centinelas de aquella guardia célebre, que noche a noche se ahorcaban.
Como el comentario era bastante complicado, nadie respondió. Se fue al rato. El capitán lo siguió un
rato de reojo.
-¡Farsante! -murmuró.
-Al contrario -dijo un pasajero enfermo, que iba a morir a su tierra-. Si fuera farsante no habría
dejado de pensar en eso, y se hubiera tirado al agua.

El hijo
de Más allá (1928) – Horacio Quiroga

Es un poderoso día de verano en Misiones, con todo el


sol, el calor y la calma que puede deparar la estación. La
naturaleza, plenamente abierta, se siente satisfecha de sí.
Como el sol, el calor y la calma ambiente, el padre abre
también su corazón a la naturaleza.
-Ten cuidado, chiquito -dice a su hijo, abreviando en
esa frase todas las observaciones del caso y que su hijo
comprende perfectamente.
-Si, papá -responde la criatura mientras coge la
escopeta y carga de cartuchos los bolsillos de su camisa, que cierra con cuidado.
-Vuelve a la hora de almorzar -observa aún el padre.
-Sí, papá -repite el chico.
Equilibra la escopeta en la mano, sonríe a su padre, lo besa en la cabeza y parte. Su padre lo sigue
un rato con los ojos y vuelve a su quehacer de ese día, feliz con la alegría de su pequeño.
Sabe que su hijo es educado desde su más tierna infancia en el hábito y la precaución del peligro,
puede manejar un fusil y cazar no importa qué. Aunque es muy alto para su edad, no tiene sino trece
años. Y parecía tener menos, a juzgar por la pureza de sus ojos azules, frescos aún de sorpresa infantil.
No necesita el padre levantar los ojos de su quehacer para seguir con la mente la marcha de su hijo.
Ha cruzado la picada roja y se encamina rectamente al monte a través del abra de espartillo.
Para cazar en el monte -caza de pelo- se requiere más paciencia de la que su cachorro puede rendir.
Después de atravesar esa isla de monte, su hijo costeará la linde de cactus hasta el bañado, en procura de
palomas, tucanes o tal cual casal de garzas, como las que su amigo Juan ha descubierto días anteriores.
Sólo ahora, el padre esboza una sonrisa al recuerdo de la pasión cinegética de las dos criaturas. Cazan
sólo a veces un yacútoro, un surucuá -menos aún- y regresan triunfales, Juan a su rancho con el fusil de
nueve milímetros que él le ha regalado, y su hijo a la meseta con la gran escopeta Saint-Étienne, calibre

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16, cuádruple cierre y pólvora blanca.
Él fue lo mismo. A los trece años hubiera dado la vida por poseer una escopeta. Su hijo, de aquella
edad, la posee ahora y el padre sonríe…
No es fácil, sin embargo, para un padre viudo, sin otra fe ni esperanza que la vida de su hijo,
educarlo como lo ha hecho él, libre en su corto radio de acción, seguro de sus pequeños pies y manos
desde que tenía cuatro años, consciente de la inmensidad de ciertos peligros y de la escasez de sus
propias fuerzas.
Ese padre ha debido luchar fuertemente contra lo que él considera su egoísmo. ¡Tan fácilmente una
criatura calcula mal, sienta un pie en el vacío y se pierde un hijo!
El peligro subsiste siempre para el hombre en cualquier edad; pero su amenaza amengua si desde
pequeño se acostumbra a no contar sino con sus propias fuerzas.
De este modo ha educado el padre a su hijo. Y para conseguirlo ha debido resistir no sólo a su
corazón, sino a sus tormentos morales; porque ese padre, de estómago y vista débiles, sufre desde hace
un tiempo de alucinaciones.
Ha visto, concretados en dolorosísima ilusión, recuerdos de una felicidad que no debía surgir más
de la nada en que se recluyó. La imagen de su propio hijo no ha escapado a este tormento. Lo ha visto
una vez rodar envuelto en sangre cuando el chico percutía en la morsa del taller una bala de parabellum,
siendo así que lo que hacía era limar la hebilla de su cinturón de caza.
Horrible caso… Pero hoy, con el ardiente y vital día de verano, cuyo amor a su hijo parece haber
heredado, el padre se siente feliz, tranquilo y seguro del porvenir.
En ese instante, no muy lejos, suena un estampido.
-La Saint-Étienne… -piensa el padre al reconocer la detonación. Dos palomas de menos en el
monte…
Sin prestar más atención al nimio acontecimiento, el hombre se abstrae de nuevo en su tarea.
El sol, ya muy alto, continúa ascendiendo. Adónde quiera que se mire -piedras, tierra, árboles-, el
aire enrarecido como en un horno, vibra con el calor. Un profundo zumbido que llena el ser entero e
impregna el ámbito hasta donde la vista alcanza, concentra a esa hora toda la vida tropical.
El padre echa una ojeada a su muñeca: las doce. Y levanta los ojos al monte. Su hijo debía estar ya
de vuelta. En la mutua confianza que depositan el uno en el otro -el padre de sienes plateadas y la
criatura de trece años-, no se engañan jamás. Cuando su hijo responde: “Sí, papá”, hará lo que dice. Dijo
que volvería antes de las doce, y el padre ha sonreído al verlo partir. Y no ha vuelto.
El hombre torna a su quehacer, esforzándose en concentrar la atención en su tarea. ¿Es tan fácil, tan
fácil perder la noción de la hora dentro del monte, y sentarse un rato en el suelo mientras se descansa
inmóvil?
El tiempo ha pasado; son las doce y media. El padre sale de su taller, y al apoyar la mano en el
banco de mecánica sube del fondo de su memoria el estallido de una bala de parabellum, e
instantáneamente, por primera vez en las tres transcurridas, piensa que tras el estampido de la Saint-
Étienne no ha oído nada más. No ha oído rodar el pedregullo bajo un paso conocido. Su hijo no ha
vuelto y la naturaleza se halla detenida a la vera del bosque, esperándolo.
¡Oh! no son suficientes un carácter templado y una ciega confianza en la educación de un hijo para
ahuyentar el espectro de la fatalidad que un padre de vista enferma ve alzarse desde la línea del monte.
Distracción, olvido, demora fortuita: ninguno de estos nimios motivos que pueden retardar la llegada de
su hijo halla cabida en aquel corazón.
Un tiro, un solo tiro ha sonado, y hace mucho. Tras él, el padre no ha oído un ruido, no ha visto un
pájaro, no ha cruzado el abra una sola persona a anunciarle que al cruzar un alambrado, una gran
desgracia…
La cabeza al aire y sin machete, el padre va. Corta el abra de espartillo, entra en el monte, costea la
línea de cactus sin hallar el menor rastro de su hijo.
Pero la naturaleza prosigue detenida. Y cuando el padre ha recorrido las sendas de caza conocidas y
ha explorado el bañado en vano, adquiere la seguridad de que cada paso que da en adelante lo lleva, fatal
e inexorablemente, al cadáver de su hijo.
Ni un reproche que hacerse, es lamentable. Sólo la realidad fría, terrible y consumada: ha muerto su

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hijo al cruzar un… ¡Pero dónde, en qué parte! ¡Hay tantos alambrados allí, y es tan, tan sucio el monte!
¡Oh, muy sucio ! Por poco que no se tenga cuidado al cruzar los hilos con la escopeta en la mano…
El padre sofoca un grito. Ha visto levantarse en el aire… ¡Oh, no es su hijo, no! Y vuelve a otro
lado, y a otro y a otro…
Nada se ganaría con ver el color de su tez y la angustia de sus ojos. Ese hombre aún no ha llamado
a su hijo. Aunque su corazón clama por él a gritos, su boca continúa muda. Sabe bien que el solo acto de
pronunciar su nombre, de llamarlo en voz alta, será la confesión de su muerte.
-¡Chiquito! -se le escapa de pronto. Y si la voz de un hombre de carácter es capaz de llorar,
tapémonos de misericordia los oídos ante la angustia que clama en aquella voz.
Nadie ni nada ha respondido. Por las picadas rojas de sol, envejecido en diez años, va el padre
buscando a su hijo que acaba de morir.
-¡Hijito mío..! ¡Chiquito mío..! -clama en un diminutivo que se alza del fondo de sus entrañas.
Ya antes, en plena dicha y paz, ese padre ha sufrido la alucinación de su hijo rodando con la frente
abierta por una bala al cromo níquel. Ahora, en cada rincón sombrío del bosque, ve centellos de alambre;
y al pie de un poste, con la escopeta descargada al lado, ve a su…
-¡Chiquito…! ¡Mi hijo!
Las fuerzas que permiten entregar un pobre padre alucinado a la más atroz pesadilla tienen también
un límite. Y el nuestro siente que las suyas se le escapan, cuando ve bruscamente desembocar de un
pique lateral a su hijo.
A un chico de trece años bástale ver desde cincuenta metros la expresión de su padre sin machete
dentro del monte para apresurar el paso con los ojos húmedos.
-Chiquito… -murmura el hombre. Y, exhausto, se deja caer sentado en la arena albeante, rodeando
con los brazos las piernas de su hijo.
La criatura, así ceñida, queda de pie; y como comprende el dolor de su padre, le acaricia despacio la
cabeza:
-Pobre papá…
En fin, el tiempo ha pasado. Ya van a ser las tres…
Juntos ahora, padre e hijo emprenden el regreso a la casa.
-¿Cómo no te fijaste en el sol para saber la hora…? -murmura aún el primero.
-Me fijé, papá… Pero cuando iba a volver vi las garzas de Juan y las seguí…
-¡Lo que me has hecho pasar, chiquito!
-Piapiá… -murmura también el chico.
Después de un largo silencio:
-Y las garzas, ¿las mataste? -pregunta el padre.
-No.
Nimio detalle, después de todo. Bajo el cielo y el aire candentes, a la descubierta por el abra de
espartillo, el hombre vuelve a casa con su hijo, sobre cuyos hombros, casi del alto de los suyos, lleva
pasado su feliz brazo de padre. Regresa empapado de sudor, y aunque quebrantado de cuerpo y alma,
sonríe de felicidad.
Sonríe de alucinada felicidad… Pues ese padre va solo.
A nadie ha encontrado, y su brazo se apoya en el vacío. Porque tras él, al pie de un poste y con las
piernas en alto, enredadas en el alambre de púa, su hijo bienamado yace al sol, muerto desde las diez de
la mañana.

El desgano
de Cuentos de Don Verídico (1972) - Julio César Castro (alias “Juceca”)

Al desgano conviene matarlo de chiquito, porque si se lo deja crecer se le adueña del rancho, y
dispués pa' sacarlo te quiero ver escopeta. Pa' pior es pastoso y se va ganando por los rincones, y cuando
uno quiere acordar le va empañando los vidrios de las ventanas y no lo deja ver pa' fuera. A un tal
Peripecio Pilín se le apareció el desgano de atrás de un árbol, pa' un mediodía caluroso, porque el

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desgano se da mucho con la calor. De un saltito se le trepó al anca del caballo y se dejó llevar. Es lo que
tiene, le gusta dejarse llevar. Peripecio no le hizo mucho caso, porque era un desgano chiquito, como
quien dice un pichón de desgano. Cuando llegó a su rancho dentró y atrás el desgano, arrastrando los
pieses. El hombre no le hizo caso, pero cuando quiso acordar, en un descuido, el desgano se le sentó en
el banquito de tomar mate. Estuvo a punto de volarlo de un moquete, pero lo pensó un momento y se le
fueron las ganas.
Otro de los peligros del desgano es que es mimoso. Se
acercó a los pieses del hombre, le lambetió las alpargatas, y se le
fue trepando, silencioso, acariciante, medio pegote. Peripecio lo
estuvo por bajar de un manotón, pero se quedó en el amague
porque se le fueron las ganas. Cuando quiso acordar, el desgano
lo estaba empujando pa'l catre. No era hora, pero, por no tener
cuestiones, se dejó arrastrar. Al otro día estaba incapacitau de
levantarse y el desgano le pintó el rancho de gris, se lo forró de
corcho pa' que no escuchara el canto de los pájaros, y le empañó
los vidrios de las ventanas pa' que no viera pa' fuera. Pero el
desgano también tuvo su momento de descuido. A Peripecio se le aclaró un instante la mollera, y se dio
cuenta que tenía que luchar contra el desgano.
Apenitas si le quedaba una pizca de voluntá, porque el resto se la había ido devorando el desgano
que cada día se ponía más gordo. Otra cosa que tiene el desgano: es de fácil engorde. ¡Es de goloso...!
Diga que el hombre se prendió al pedacito de voluntá que le quedaba, salió pa' fuera a los tumbos, lo
encandiló la luz del día, agarró un hacha y se puso a cortar leña con furia. A cada hachazo pegaba un
grito pa' darse coraje, y con tanto grito el desgano se retorcía, se revolcaba, hasta quedar hecho una
porquería, y salía haciendo muecas de dolor y de rabia. Después Peripecio les fue a avisar a los vecinos,
pa' que se cuidaran de un desgano que andaba rondando por el pago, pa' que no se les fuera a meter en
los ranchos, y de ser posible, que lo mataran de chiquito.

La mancha de humedad
de Chico Carlo (1944) - Juana de Ibarbourou

Hace algunos años, en los pueblos del interior del país no se


conocía el empapelado de las paredes. Era este un lujo reservado
apenas para alguna casa importante, como el despacho del Jefe de
Policía o la sala de alguna vieja y rica dama de campanillas. No
existía el empapelado, pero sí la humedad sobre los muros pintados a
la cal. Para descubrir cosas y soñar con ellas, da lo mismo. Frente a
mi vieja camita de jacarandá, con un deforme manojo de rosas
talladas a cuchillo en el remate del respaldo, las lluvias fueron
filtrando, para mi regalo, una gran mancha de diversos tonos
amarillentos, rodeada de salpicaduras irregulares capaces de suplir las
flores y los paisajes del papel más abigarrado. En esa mancha yo tuve
todo cuanto quise: descubrí las Islas de Coral, encontré el perfil de
Barba Azul y el rostro anguloso de Abraham Lincoln, libertador de
esclavos, que reverenciaba mi abuelo; tuve el collar de lágrimas de
Arminda, el caballo de Blanca Flor y la gallina que pone los huevos
de oro; vi el tricornio de Napoleón, la cabra que amamantó a
Desdichado de Brabante y montañas echando humo de las pipas de
cristal que fuman sus gigantes o sus enanos. Todo lo que oía o adivinaba, cobraba vida en mi mancha de
humedad y me daba su tumulto o sus líneas. Cuando mi madre venía a despertarme todas las mañanas
generalmente ya me encontraba con los ojos abiertos, haciendo mis descubrimientos maravillosos. Yo le
decía con las pupilas brillantes, tomándole las manos:

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-Mamita, mira aquel gran río que baja por la pared. ¡Cuántos árboles en sus orillas! Tal vez sea el
Amazonas. Escucha, mamita, cómo chillan los monos y cómo gritan los guacamayos.
Ella me miraba espantada:
-¿Pero es que estás dormida con los ojos abiertos, mi tesoro? Oh, Dios mio, esta criatura no tiene
bien su cabeza, Juan Luis.
Pero mi padre movía la suya entre dubitativo y sonriente, y contestaba posando sobre mi corona de
trenzas su ancha mano protectora:
-No te preocupes, Isabel. Tiene mucha imaginación, eso es todo.
Y yo seguía viendo en la pared manchada por la humedad del invierno, cuanto apetecía mi
imaginación: duendes y rosas, ríos y negros, mundos y cielos. Una tarde, sin embargo, me encontré
dentro de mi cuarto a Yango, el pintor. Tenía un gran balde lleno de cal y un pincel grueso como un puño
de hombre, que introducía en el balde y pasaba luego concienzudamente por la pared dejándola
inmaculada. Fue esto en los primeros días de mi iniciación escolar. Regresaba del colegio, con mi cartera
de charol llena de migajas de biscochos y lápices despuntados. De pie en el umbral del cuarto, contemplé
un instante, atónita, casi sin respirar, la obra de Yango que para mí tenía toda la magnitud de un desastre.
Mi mancha de humedad había desaparecido, y con ella mi universo. Ya no tendría más ríos ni selvas.
Inflexible como la fatalidad, Yango me había desposeído de mi mundo. Algo, una sorda rebelión,
empezó a fermentar en mi pecho como burbuja que, creciendo, iba a ahogarme. Fue de incubación
rápida cual las tormentas del trópico. Tirando al suelo mi cartera de escolar, me abalancé frenética hasta
donde me alcanzaban los brazos, con los puños cerrados. Yango abrió una bocaza redonda como una
“O” de gigantes, se quedó unos minutos enarbolando en el vacío su pincel que chorreaba líquida cal y
pudo preguntar por fin lleno de asombro:
-¿Qué le pasa a la niña? ¿Le duele un diente, tal vez?
Y yo, ciega y desesperada, gritaba como un rey que ha perdido sus estados:
-¡Ladrón! Eres un ladrón, Yango. No te lo perdonaré nunca. Ni a papá, ni a mamá que te lo
mandaron. ¿Qué voy a hacer ahora cuando me
despierte temprano o cuando tía Fernanda me
obligue a dormir la siesta? Bruto, odioso, me has
robado mis países llenos de gente y de animales.
¡Te odio, te odio; los odio a todos!
El buen hombre no podía comprender aquel
chaparrón de llanto y palabras irritadas. Yo me tiré
de bruces sobre la cama a sollozar tan
desconsoladamente, como solo he llorado después
cuando la vida, como Yango el pintor, me ha ido
robando todos mis sueños. Tan desconsolada e
inútilmente. Porque ninguna lágrima rescata el
mundo que se pierde ni el sueño que se
desvanece… ¡Ay, yo lo sé bien!

Chico Carlo
de Chico Carlo (1944) - Juana de Ibarbourou

¡Cómo me gustaba cantar! Sabía décimas y vidalitas, lo único que una niña puede aprender
espontáneamente en un pueblo del interior del Uruguay. La décima es nuestro romance. Yo amaba estas
canciones y las repetía hasta cansarme, arrullándome con su ritmo, viviendo en el amor y la epopeya de
sus héroes, sin entenderlos, pero sintiéndolos ya en la adivinación de mis sueños del porvenir. De todos
lados me mandaban buscar para que las repitiese en las fiestas familiares. Yo acudía con esa audacia
inconsciente que da la manifestación artística precoz. Jovial, mamá solía decirme:
–Sí, sí, mi ranita, anda a cantar. No te olvides de “Palomita blanca” y “Bayana triste”, que es lo
mejor que sabes.

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Por cantar, yo desdeñaba hasta el juego con los otros chicos. Era una felicidad que no comprendía,
pero que me embriagaba. A mi padre, jefe en la guerra y siempre amigo en la paz, del célebre y amado
caudillo de los blancos, Aparicio Saravia, se le ocurrió un día llevarme
a su casa para que cantase en su presencia. Era mi padrino. Pero sobre
todo era nuestro dios, después del grande y único que rige el Universo
con todas sus criaturas, así rujan, blasfemen, recen o canten. Isa me
rizó el cabello despiadadamente. Mamá agregó a mi vestido
dominguero, de muselina blanca, un radiante lazo celeste. Feli dio tiza
hasta dejarlas inmaculadas, a mis chillonas bolitas que ya conocían el
contacto del lodo. En el agua de mi baño se estrujaron manojos de
albahaca, y bergamota de flores lilas, menudas como cabezas de
alfileritos. A las cuatro de la tarde, yo lucía fragante y resplandeciente,
ante la familia extasiada.
¡Familias de los pueblos en las que los niños tienen tanta
importancia, y en las que cualquier pequeño acontecimiento feliz hace
vibrar a todos con esa conmovedora unanimidad del amor no herido de
ningún egoísmo! Salí a la calle que ardía como un horno, mientras papá
se detenía en el zaguán con uno de sus arrendatarios. Tenía que ver a
Chico Carlo antes de marchar, y deslumbrarlo con mi aroma a flores, y mi lazo de seda.
¡Chico Carlo! Fue mi compañero de toda la infancia, mi doble con pantalones, y la agilidad a veces
maligna de un gato montés. No sé por dónde, ni adónde, se lo llevó la vida. Recuerdo su fina cara
morena, su negro y enmarañado cabello, sus ojos crueles. Era un chico despiadado con todos, pero de
una áspera ternura para mí. Yo lo adoraba. Nacimos el mismo mes de marzo flamígero, nos criamos
frente a frente. Su madre, amiga de la mía, solía decir:
–Los casaremos cuando sean grandes.
Pero mamá comentaba a solas con nosotros:
–Perdóneme Dios y mi pobre María, pero no es con ese animalito de monte que se casará mi
Susana ¡Qué pena, un muchacho tan lindo, y con ese carácter tan atravesado!
A mí esto no me quitaba el sueño. Él era conmigo como un genio tutelar que me protegía y a veces
me zurraba, pero del que yo sentía, aprovechándome, la ternura. Complacíase – ahora veo que más por
parecerse a un hombre que por maldad innata— en dañar y destruir.
Era rebelde, despectivo, silencioso y huraño. Me guardaba todas sus golosinas, con ese
desprendimiento heroico del cariño, que se complace en dar y en sufrir. Y yo las aceptaba con la
sencillez egoísta con que los seres débiles aceptan el espontáneo sacrificio de los fuertes. Nunca se me
ocurrió pensar que él se privaba de cosas que quizá también le gustasen mucho. Cuando más, algún día,
con la boca llena, preguntábale:
¿Querés un pedacito, Chico Carlo?
Y él, haciéndose el grande, decía hosco, encogiéndose de hombros:
Ni falta que me hacen esos merengues. Comételo todo, vos que sos mujer.
¡Chico Carlo! ¿Lo retiene la vida en algún rincón del país, que yo no conozco, o ya se lo llevó la
muerte, liberándolo de su salvaje corteza, para que luzca ante el Señor la luz de su extraña alma,
reconcentrada y generosa? Chico Carlo, mi pequeño amigo que temprano desapareciste de mi vida,
¡cómo te recuerdo siempre!
El verano bramaba en la calle. Del muro caían como cuerdas, guías nudosas de la hiedra de oscura
hoja, amarga y sin flor; alguaciles de alas delicadas cruzaban por el aire denso; yuyos de corolas
amarillas en forma de paragüitas minúsculos, crecían contra la casa; entre las piedras, la puaya,
esforzada, abría sus estrellas blancas. El pesado viento de Brasil, ardiente como el vaho de un horno,
daba su silbo melancólico como la queja de un animal salvaje. Los álamos seguían frescos bajo la
canícula. Todo esto yo no lo percibí entonces, pero lo recogió mi subconsciencia y ahora el recuerdo es
tan claro como si lo hubiese visto ayer.
Mi amigo, acurrucado a la sombra del muro, hacía una jaula con finas cañas recortadas. Era un
cazador apasionado. Yo me complacía en soltar sus torcazas y sus jilgueros, pero él nunca me peleó por

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ello.
No me importa- decía con su hermoso aire de perdonavidas-. El monte está lleno de pichones y
traeré cuantos quiera. Tú te vas a cansar de hacerme perrerías, Susana. Y si no, cualquier día te dejo sin
trenzas.
Jamás, a pesar de jugar yo con su aspereza como una gata con un leoncito, cumplió sus amenazas.
A veces, un zarpazo que aprendí a no temer, a veces un empujón que nunca dio en tierra conmigo. ¡Oh
Chico, Chico Carlo!

***

No me miró. Tal vez estaba en uno de sus malos días. La cara le brillaba, oscura y roja, bajo el
sudor y el polvo. Por la camisa abierta – limpia camisa bien zurcida de madre prolija, siempre en lucha
con su fierecilla– se le veía el escapulario de la Virgen del Carmen. Me planté ante él, y no levantó la
cabeza. Moví con un pie el montón de cañas y de un manotón las arrimó hacia sí, sin decir palabra. Yo
quería a toda costa que me mirase.
–Chico Carlo, estoy vestida de blanco.
Él alzó la cara, los ojos encapotados, la boca fruncida y desdeñosa.
–Sí –contestó después de una rápida ojeada–. Parecés un carnero.
Sobre el pecho me cayó la frase, que empecé a repetir dentro de mí, en un silencioso vértigo
furioso:
–Parecés un carné…
El sofocón mutiló la última palabra, y así quedó para siempre en mi indignado asombro.
–Parecés un carné…
Él recogió sus cañas, trepóse al muro en un salto como de felino, y de allí me gritó aún con ese
extraño acento suyo, que a veces era como una de sus pedradas:
–Sí, parecés un carnero, con ese pelo tan crespo. Estás feísima. Y sé que hoy también te vas por ahí
a servir a todos de payaso.
Desapareció tras la tapia, y yo me quedé como si de veras me hubiese pegado. Papá despedía, ya en
la puerta, a Juan Robles. Me llamó:
–Vamos, hijita.
Crucé la calle con un torbellino detrás de la frente. Estaba ciega de sol de Diciembre y de dolor
impetuoso. Hubiera llorado a gritos. Él me tomó de la mano y echamos a andar por la acera de la
sombra, ante casas bajas con mujeres curiosas detrás de los vidrios, y golondrinas inquietas al borde de
los tejados. Me ardía la cara, chillaban mis botas demasiado justas, ahogábame un nudo de lágrimas.
Hubiera deseado rogarle a mi padre:
–Volvamos a casa. Ya no quiero cantar.
Pero no me atreví. Heroína mínima, seguí a su lado, contestando a sus preguntas sin rebelarme. Las
virtudes y los vicios del hombre están en potencia en el niño. Sin que nadie me lo hubiese enseñado, yo
sabía ya callar sin quejarme.
Mi padrino me pareció imponente, a pesar de su aspecto jovial. Saludó a mi padre y me acarició la
mejilla. Yo sólo levantaba los ojos de vez en cuando, mirada furtiva que, sin embargo, captaba todos los
detalles alrededor. Dos negros jóvenes cebaban mate en grandes “cuyas” con boquillas de oro y
bombillas de plata recargadas de cincelados. Se reía y se fumaba hasta hacer casi irrespirable el aire. El
general, sentado, en su sillón de hamaca, me puso sobre sus rodillas. Me sentía roja y angustiada. Dentro
de la cabeza me golpeaba la frase cruel:
–Parecés un carné…
Nunca más dejaría que Isa me hiciese rulos. Nunca más me pondría aquellas botas que me
apretaban tanto. No miraría nunca más a Chico Carlo.
Me dijo mi padre:
–Bueno, hijita, cántele algo a su padrino. Vamos a ver como te portas, Susana.
Y no sé qué demonio puso en mi boca la décima aprendida a escondidas, la que precisamente allí no
debiera escucharse jamás, porque era la alabanza del enemigo. La que en mi casa se consideraba como

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una blasfemia.
Marcha Muñiz con sus bravos
Y el gaucho del Cordobés…
Me detuvo el grito airado de mi padre:
¡Niña!
Y la carcajada plena de Aparicio:
Déjela, comandante. Así me gusta la gente, fresca y guapa.
No sé cómo fue el regreso. Apenas podía acompañar los pasos coléricos de papá. Mi madre,
divisó, presintió desde lejos la catástrofe. Inquieta, salió a nuestro encuentro:
¿Qué ha pasado, Juan Luis?
Él se echó hacia atrás el sombrero. Tenía la cara sombría y sudorosa.
¿Pero sabés, Isabel, lo que se le ocurrió cantar a esta criatura, delante del general? Pues nada
menos que la décima del bandido del pardo Lemos. Acuéstala en seguida y sácale esos ticholos que
todavía le regalaron como si los mereciese.
Susana mi hijita –imploraba mi madre mientras me desvestía, secundada por Isa y Feliciana que
la ayudaban llorosas–. ¿Por qué hiciste eso?
No sé, mamita. Te juro que no lo sé. Se me ocurrió, nomás. Yo no quería cantar. No voy a cantar
nunquísima más.
Me dormí sollozando, cansada de llorar en el cuarto fresco y oscuro, en el silencio dolorido de toda
la casa que sufría conmigo.
Cuando desperté, un nuevo sol caldeaba ya las rejas de la ventana entornada. Una ancha cinta de
sol, amarilla, transparente, se tendía a través de mi cama. Un ruido de charlas acompañó los primeros
movimientos de mi cabeza sobre la almohada. Mi madre, dulce, indulgente, había guardado allí los
ticholos para que los encontrase apenas abriera los ojos. Me sentía feliz a pesar de la borrasca. Acaso sea
así la dicha del cielo, después del turbión.
Pensé en Chico Carlo. Descalza y enredándome en mi largo camisón de madrás, fui a abrir la
ventana. Estaba ya sentado en el cordón de la acera, siempre en su faena de hacer una nueva jaula. Un
grito de pájaro alegre:
Chico Carlo, mirá, ticholo para los dos.
Otra vez él levantó hacia mí los ojos adustos. Otra vez me flageló con frase cruel:
Guardátelos, nomás, payasa. Yo no quiero.
Volví lentamente a mi cama. Y como una mujer, de nuevo me acosté llorando.
¿Qué oscuro y recóndito sentimiento me unió a aquel extraño muchacho de mi infancia? No lo he
analizado. Lo cierto es que nunca hasta que el arrorró para mi hijo se hizo feliz necesidad de mi corazón,
volví a cantar.

La mujer parecida a mí
de Nadie encendía las lámparas (1947) - Felisberto Hernández

Hace algunos veranos empecé a tener la idea de que yo había sido


caballo. Al llegar la noche ese pensamiento venía a mí como a un
galpón de mi casa. Apenas yo acostaba mi cuerpo de hombre, ya
empezaba a andar mi recuerdo de caballo.
En una de las noches yo andaba por un camino de tierra y pisaba
las manchas que hacían las sombras de los árboles. De un lado me
seguía la luna; en el lado opuesto se arrastraba mi sombra; ella, al
mismo tiempo que subía y bajaba los terrones, iba tapando las huellas.
En dirección contraria venían llegando, con gran esfuerzo, los árboles,
y mi sombra se estrechaba con la de ellos.
Yo iba arropado en mi carne cansada y me dolían las
articulaciones próximas a los cascos. A veces olvidaba la combinación

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de mis manos con mis patas traseras, daba un traspiés y estaba a punto de caerme.
De pronto sentía olor a agua; pero era un agua pútrida que había en una laguna cercana. Mis ojos
eran también como lagunas y en sus superficies lacrimosas e inclinadas se reflejaban simultáneamente
cosas grandes y chicas, próximas y lejanas. Mi única ocupación era distinguir las sombras malas y las
amenazas de los animales y los hombres; y si bajaba la cabeza hasta el suelo para comer los pastitos que
se guarecían junto a los árboles, debía evitar también las malas hierbas. Si se me clavaban espinas tenía
que mover los belfos hasta que ellas se desprendieran.

En las primeras horas de la noche y a pesar del hambre, yo no me detenía nunca. Había encontrado
en el caballo algo muy parecido a lo que había dejado hacía poco en el hombre: una gran pereza; en ella
podían trabajar a gusto los recuerdos. Además, yo había descubierto que para que los recuerdos
anduvieran, tenía que darles cuerda caminando. En esa época yo trabajaba con un panadero. Fue él quien
me dio la ilusión de que todavía podía ser feliz. Me tapaba los ojos con una bolsa; me prendía a un
balancín enganchado a una vara que movía un aparato como el de las norias, pero que él utilizaba para la
máquina de amasar. Yo daba vueltas horas enteras llevando la vara, que giraba como un minutero. Y así,
sin tropiezos, y con el ruido de mis pasos y de los engranajes, iba pasando mis recuerdos.
Trabajábamos hasta tarde de la noche; después él me daba de comer y con el ruido que hacía el
maíz entre los dientes seguían deslizándose mis pensamientos.
(En este instante, siendo caballo, pienso en lo que me pasó hace poco tiempo, cuando todavía era
hombre. Una noche que no podía dormir porque sentía hambre, recordé que en el ropero tenía un
paquete de pastillas de menta. Me las comí; pero al masticarlas hacían un ruido parecido al maíz.)
Ahora, de pronto, la realidad me trae a mi actual sentido de caballo. Mis pasos tienen un eco
profundo; estoy haciendo sonar un gran puente de madera.
Por caminos muy distintos he tenido siempre los mismos recuerdos. De día y de noche ellos corren
por mi memoria como los ríos de un país. Algunas veces yo los contemplo; y otras veces ellos se
desbordan.
*
En mi adolescencia tuve un odio muy grande por el peón que me cuidaba. Él también era
adolescente. Ya se había entrado el sol cuando aquel desgraciado me pegó en los hocicos; rápidamente
corrió el incendio por mi sangre y me enloquecí de furia. Me paré de manos y derribé al peón mientras le
mordía la cabeza; después le trituré un muslo y alguien vio cómo me volaba la crin cuando me di vuelta
y lo rematé con las patas de atrás.
Al otro día mucha gente abandonó el velorio para venir a verme en el instante en que varios
hombres vengaron aquella muerte. Me mataron el potro y me dejaron hecho un caballo.
Al poco tiempo tuve una noche muy larga; conservaba de mi vida anterior algunas “mañas” y esa
noche utilicé la de saltar un cerco que daba sobre un
camino; apenas pude hacerlo y salí lastimado.
Empecé a vivir una libertad triste. Mi cuerpo no solo
se había vuelto pesado sino que todas sus partes
querían vivir una vida independiente y no realizar
ningún esfuerzo; parecían sirvientes que estaban
contra el dueño y hacían todo de mala gana. Cuando
yo estaba echado y quería levantarme, tenía que
convencer a cada una de las partes. Y a último
momento siempre había protestas y quejas
imprevistas. El hambre tenía mucha astucia para
reunirlas; pero lo que más pronto las ponía de
acuerdo era el miedo de la persecución. Cuando un
mal dueño apaleaba a una de las partes, todas se
hacían solidarias y procuraban evitar mayores males a las desdichadas; además, ninguna estaba segura.
Yo trataba de elegir dueños de cercos bajos; y después de la primera paliza me iba y empezaba el hambre
y la persecución.

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Una vez me tocó un dueño demasiado cruel. Al principio me pegaba nada más que cuando yo lo
llevaba encima y pasábamos frente a la casa de la novia. Después empezó a colocar la carga del carro
demasiado atrás; a mí me levantaba en vilo y yo no podía apoyarme para hacer fuerza; él, furioso, me
pegaba en la barriga, en las patas y en la cabeza. Me fui una tardecita; pero tuve que correr mucho antes
de poder esconderme en la noche. Crucé por la orilla de un pueblo y me detuve un instante cerca de una
choza; había fuego encendido y a través del humo y de una pequeña llama inconstante veía en el interior
a un hombre con el sombrero puesto. Ya era la noche; pero seguí.
Apenas empecé a andar de nuevo me sentí más liviano. Tuve la idea de que algunas partes de mi
cuerpo se habrían quedado o andarían perdidas en la noche. Entonces, traté de apurar el paso.
Había unos árboles lejanos que tenían luces movedizas entre las copas. De pronto comprendí que
en la punta del camino se encendía un resplandor. Tenía hambre, pero decidí no comer hasta llegar a la
orilla de aquel resplandor. Sería un pueblo. Yo iba recogiendo el camino cada vez más despacio y el
resplandor que estaba en la punta no llegaba nunca. Poco a poco me fui dando cuenta que ninguna de
mis partes había desertado. Me venían alcanzando una por una; la que no tenía hambre tenía cansancio;
pero habían llegado primero las que tenían dolores. Yo ya no sabía cómo engañarlas; les mostraba el
recuerdo del dueño en el momento que las desensillaba; su sombra corta y chata se movía lentamente
alrededor de todo mi cuerpo. Era a ese hombre a quien yo debía haber matado cuando era potro, cuando
mis partes no estaban divididas, cuando yo, mi furia y mi voluntad éramos una sola cosa.
*
Empecé a comer algunos pastos alrededor de las primeras casas. Yo era una cosa fácil de descubrir
porque mi piel tenía grandes manchas blancas y negras; pero ahora la noche estaba avanzada y no había
nadie levantado. A cada momento yo resoplaba y levantaba polvo; yo no lo veía, pero me llegaba a los
ojos. Entré a una calle dura donde había un portón grande. Apenas crucé el portón vi manchas blancas
que se movían en la oscuridad. Eran guardapolvos de niños. Me espantaron y yo subí una escalerita de
pocos escalones. Entonces me espantaron otros que había arriba. Yo hice sonar mis cascos en un piso de
madera y de pronto aparecí en una salita iluminada que daba a un público. Hubo una explosión de gritos
y de risas. Los niños vestidos de largo que había en la salita salieron corriendo; y del público
ensordecedor, donde también había muchos niños, sobresalían voces que decían: “Un caballo, un
caballo…” Y un niño que tenía las orejas como si se las hubiera doblado encajándose un sombrero
grande, gritaba: “Es el tubiano de los Méndez”. Por fin apareció, en el escenario, la maestra. Ella
también se reía; pero pidió silencio, dijo que faltaba poco para el fin de la pieza y empezó a explicar
cómo terminaba. Pero fue interrumpida de nuevo. Yo estaba muy cansado, me eché en la alfombra y el
público volvió a aplaudirme y a desbordarse. Se dio por terminada la función y algunos subieron al
escenario. Una niña como de tres años se le escapó a la madre, vino hacia mí y puso su mano, abierta
como una estrellita, en mi lomo húmedo de sudor. Cuando la madre se la llevó, ella levantaba la manita
abierta y decía: “Mamita, el caballo está mojado”.

Un señor, aproximando su dedo índice a la maestra como si fuera a tocar un timbre, le decía con
suspicacia: “Usted no nos negará que tenía preparada la sorpresa del caballo y que él entró antes de lo
que usted pensaba. Los caballos son muy difíciles de enseñar. Yo tenía uno…” El niño que tenía las
orejas dobladas me levantó el belfo superior y mirándome los dientes dijo: “Este caballo es viejo”. La
maestra dejaba que creyeran que ella había preparado la sorpresa del caballo. Vino a saludarla una amiga
de la infancia. La amiga recordó un enojo que habían tenido cuando iban a la escuela; y la maestra
recordó a su vez que en aquella oportunidad la amiga le había dicho que tenía cara de caballo. Yo miré
sorprendido, pues la maestra se me parecía. Pero de cualquier manera aquello era una falta de respeto
para con los seres humildes. La maestra no debía haber dicho eso estando yo presente.
Cuando el éxito y las resonancias se iban apagando, apareció un joven en el pasillo de la platea,
interrumpió a la maestra —que estaba hablándoles a la amiga de la infancia y al hombre que movía el
índice como si fuera a apretar un timbre— y él gritó:
—Tomasa, dice don Santiago que sería más conveniente que fuéramos a conversar a la confitería,
que aquí se está gastando mucha luz.
—¿Y el caballo?

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—Pero, querida, no te vas a quedar toda la noche ahí con él.
—Ahora va a venir Alejandro con una cuerda y lo llevaremos a casa.
El joven subió al escenario, siguió conversando para los tres y trabajando contra mí.
—A mí me parece que Tomasa se expone demasiado llevando ese caballo a casa de ella. Ya las de
Zubiría iban diciendo que una mujer sola en su casa, con un caballo que no piensa utilizar para nada, no
tiene sentido; y mamá también dice que ese caballo le va a traer muchas dificultades.
Pero Tomasa dijo:
—En primer lugar yo no estoy sola en mi casa porque Candelaria algo me ayuda. Y en segundo
lugar, podría comprar una volanta¹, si es que esas solteronas me lo consienten.
Después entró Alejandro con la cuerda; era el chiquilín de las orejas dobladas. Me ató la soga al
pescuezo y cuando quisieron hacerme levantar yo no podía moverme. El hombre del índice, dijo:
—Este animal tiene las patas varadas; van a tener que hacerle una sangría.
Yo me asusté mucho, hice un gran esfuerzo y logré pararme. Caminaba como si fuera un caballo de
madera; me hicieron salir por la escalerita trasera y cuando estuvimos en el patio Alejandro me hizo un
medio bozal, se me subió encima y empezó a pegarme con los talones y con la punta de la cuerda. Di la
vuelta al teatro con increíble sufrimiento; pero apenas nos vio la maestra hizo bajar a Alejandro.
*
Mientras cruzábamos el pueblo y a pesar del cansancio y de la monotonía de mis pasos, yo no me
podía dormir. Estaba obligado, como un organito roto y desafinado, a ir repitiendo siempre el mismo
repertorio de mis achaques. El dolor me hacía poner atención en cada una de las partes del cuerpo, a
medida que ellas iban entrando en el movimiento de los pasos. De vez en cuando, y fuera de este ritmo,
me venía un escalofrío en el lomo; pero otras veces sentía pasar, como una brisa dichosa, la idea de lo
que ocurriría después, cuando estuviera descansando; yo tendría una nueva provisión de cosas para
recordar.
La confitería era más bien un café; tenía billares de un lado y salón para familias del otro. Estas dos
reparticiones estaban separadas por una baranda de anchas columnas de madera. Encima de la baranda
había dos macetas forradas de papel crêpe amarillo; una de ellas tenía una planta casi seca y la otra no
tenía planta; en medio de las dos había una gran pecera con un solo pez. El novio de la maestra seguía
discutiendo: casi seguro que era por mí. En el momento en que habíamos llegado, la gente que había en
el café y en el salón de familias —muchos de ellos habían estado en el teatro— se rieron y se renovó un
poco mi éxito. Al rato vino el mozo del café con un balde de agua; el balde tenía olor a jabón y a grasa,
pero el agua estaba limpia. Yo bebía brutalmente y el olor del balde me traía recuerdos de la intimidad de
una casa donde había sido feliz. Alejandro no había querido atarme ni ir para adentro con los demás;
mientras yo tomaba agua me tenía de la cuerda y golpeaba con la punta del pie como si llevara el
compás a una música. Después me trajeron pasto seco. El mozo dijo:
—Yo conozco este tubiano².
Y Alejandro, riéndose, lo desengañó:
—Yo también creí que era el tubiano de los Méndez.
—No, ese no —contestó en seguida el mozo—; yo digo otro que no es de aquí.
La niña de tres años que me había tocado en el escenario apareció de la mano de otra niña mayor; y
en la manita libre traía un puñadito de pasto verde que quiso agregar al montón donde yo hundía mis
dientes; pero me lo tiró en la cabeza y dentro de una oreja.
Esa noche me llevaron a la casa de la maestra y me encerraron en un granero; ella entró primero;
iba cubriendo la luz de la vela con una mano.
Al otro día yo no me podía levantar. Corrieron una ventana que daba al cielo y el señor del índice
me hizo una sangría. Después vino Alejandro, puso un banquito cerca de mí, se sentó y empezó a tocar
una armónica. Cuando me pude parar me asomé a la ventana; ahora daba sobre una bajada que llegaba
hasta unos árboles; por entre sus troncos veía correr, continuamente, un río. De allí me trajeron agua; y
también me daban maíz y avena. Ese día no tuve deseos de recordar nada. A la tarde vino el novio de la
maestra; estaba mejor dispuesto hacia mí; me acarició el cuello y yo me di cuenta, por la manera de
darme los golpecitos, que se trataba de un muchacho simpático. Ella también me acarició; pero me hacía
daño; no sabía acariciar a un caballo; me pasaba las manos con demasiada suavidad y me producía

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cosquillas desagradables. En una de las veces que me tocó la parte de adelante de la cabeza, yo dije para
mí: “¿Se habrá dado cuenta que ahí es donde nos parecemos?” Después el novio fue del lado de afuera y
nos sacó una fotografía a ella y a mí asomados a la ventana. Ella me había pasado un brazo por el
pescuezo y había recostado su cabeza en la mía.
Esa noche tuve un susto muy grande. Yo estaba asomado a la ventana, mirando el cielo y oyendo el
río, cuando sentí arrastrar pasos lentos y vi una figura agachada. Era una mujer de pelo blanco. Al rato
volvió a pasar en dirección contraria. Y así todas las noches que viví en aquella casa. Al verla de atrás
con sus caderas cuadradas, las piernas torcidas y tan agachada, parecía una mesa que se hubiera puesto a
caminar. El primer día que salí la vi sentada en el patio pelando papas con un cuchillo de mango de
plata. Era negra. Al principio me pareció que su pelo blanco, mientras inclinaba la cabeza sobre las
papas, se movía de una manera rara; pero después me di cuenta que, además del pelo, tenía humo; era de
un cachimbo pequeño que apretaba a un costado de la boca. Esa mañana Alejandro le preguntó:
—Candelaria, ¿le gusta el tubiano?
Y ella contestó:
—Ya vendrá el dueño a buscarlo.
Yo seguía sin ganas de recordar.
Un día Alejandro me llevó a la escuela. Los niños armaron un gran alboroto. Pero hubo uno que me
miraba fijo y no decía nada. Tenía orejas grandes y tan separadas de la cabeza que parecían alas en el
momento de echarse a volar; los lentes también eran muy grandes; pero los ojos, bizcos, estaban junto a
la nariz. En un momento en que Alejandro se descuidó, el bizco me dio tremenda patada en la barriga.
Alejandro fue corriendo a contarle a la maestra; cuando volvió, una niña que tenía un tintero de tinta
colorada me pintaba la barriga con el tapón en un lugar donde yo tenía una mancha blanca; en seguida
Alejandro volvió a la maestra diciéndole: “Y esta niña le pintó un corazón en la barriga”.
A la hora del recreo otra niña trajo una gran muñeca y dijo que a la salida de la escuela la iban a
bautizar. Cuando terminaron las clases, Alejandro y yo nos fuimos en seguida; pero Alejandro me llevó
por otra calle y al dar vuelta la iglesia me hizo parar en la sacristía. Llamó al cura y le preguntó:
—Diga, padre, ¿cuánto me cobraría por bautizarme el caballo?
—¡Pero mi hijo! Los caballos no se bautizan.
Y se puso a reír con toda la barriga.
Alejandro insistió:
—¿Usted se acuerda de aquella estampita donde está la virgen montada en el burro?
—Sí.
—Bueno, si bautizan el burro, también pueden bautizar el caballo.
—Pero el burro no estaba bautizado.
—¿Y la virgen iba a ir montada en un burro sin bautizar?
El cura quería hablar; pero se reía.
Alejandro siguió:
—Usted, bendijo la estampita; y en la estampita estaba el burro.
Nos fuimos muy tristes.
A los pocos días nos encontramos con un negrito y Alejandro le preguntó:
—¿Qué nombre le pondremos al caballo?
El negrito hacía esfuerzo por recordar algo. Al fin dijo:
—¿Cómo nos enseñó la maestra que había que decir cuando una cosa era linda?
—Ah, ya sé —dijo Alejandro—, “ajetivo”.
A la noche Alejandro estaba sentado en el banquito, cerca de mí, tocando la armónica, y vino la
maestra.
—Alejandro, vete para tu casa que te estarán esperando.
—Señorita: ¿Sabe qué nombre le pusimos al tubiano? “Ajetivo”.
—En primer lugar, se dice “adjetivo”; y en segundo lugar, adjetivo no es nombre; es… adjetivo —
dijo la maestra después de un momento de vacilación.
*
Una tarde que llegamos a casa yo estaba complacido porque había oído decir detrás de una

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persiana: “Ahí va la maestra y el caballo”.
Al poco rato de hallarme en el granero —era uno de los días que no estaba Alejandro— vino la
maestra, me sacó de allí y con un asombro que yo nunca había tenido, vi que me llevaba a su dormitorio.
Después me hizo las cosquillas desagradables y me dijo: “Por favor, no vayas a relinchar”. No sé por qué
salió en seguida. Yo, solo en aquel dormitorio, no hacía más que preguntarme: “¿Pero qué quiere esta
mujer de mí?” Había ropas revueltas en las sillas y en la cama. De pronto levanté la cabeza y me
encontré conmigo mismo, con mi olvidada cabeza de caballo desdichado. El espejo también mostraba
partes de mi cuerpo; mis manchas blancas y negras parecían también ropas revueltas. Pero lo que más
me llamaba la atención era mi propia cabeza; cada vez yo la levantaba más. Estaba tan deslumbrado que
tuve que bajar los párpados y buscarme por un instante a mí mismo, a mi propia idea de caballo cuando
yo era ignorado por mis ojos.
Recibí otras sorpresas. Al pie del espejo estábamos los dos, Tomasa y yo, asomados a la ventana en
la foto que nos sacó el novio. Y de pronto las patas se me aflojaron; parecía que ellas hubieran
comprendido, antes que yo, de quién era la voz que hablaba afuera. No pude entender lo que “él” decía,
pero comprendí la voz de Tomasa cuando le contestó: “Conforme se fue de su casa, también se fue de la
mía. Esta mañana le fueron a traer el pienso y el granero estaba tan vacío como ahora”.
Después las voces se alejaron. En cuanto me quedé solo se me vinieron encima los pensamientos
que había tenido hacía unos instantes y no me atrevía a mirarme al espejo. ¡Parecía mentira! ¡Uno podía
ser un caballo y hacerse esas ilusiones! Al mucho rato volvió la maestra. Me hizo las cosquillas
desagradables; pero más daño me hacía su inocencia.
Pocas tardes después Alejandro estaba tocando la armónica cerca de mí. De pronto se acordó de
algo; guardó la armónica, se levantó del banquito y sacó de un bolsillo la foto donde estábamos
asomados Tomasa y yo. Primero me la puso cerca de un ojo; viendo que a mí no me ocurría nada, me la
puso un poco más lejos; después hizo lo mismo con el otro ojo y por último me la puso de frente y a
distancia de un metro. A mí me amargaban mis pensamientos culpables. Una noche que estaba absorto
escuchando al río, desconocí los pasos de Candelaria, me asusté y pegué una patada al balde de agua.
Cuando la negra pasó dijo: “No te asustes, que ya volverá tu dueño”. Al otro día Alejandro me llevó a
nadar al río; él iba encima mío y muy feliz en su bote caliente. A mí se me empezó a oprimir el corazón
y casi en seguida sentí un silbido que me heló la sangre; yo daba vuelta mis orejas como si fueran
periscopios. Y al fin llegó la voz de “él” gritando: “Ese caballo es mío”. Alejandro me sacó a la orilla y
sin decir nada me hizo galopar hasta la casa de la maestra. El dueño venía corriendo detrás y no hubo
tiempo de esconderme. Yo estaba inmóvil en mi cuerpo como si tuviera puesto un ropero. La maestra le
ofreció comprarme. Él le contestó: “Cuando tenga sesenta pesos, que es lo que me costó a mí, vaya a
buscarlo”. Alejandro me sacó el freno, añadido con cuerdas pero que era de él. El dueño me puso el que
traía. La maestra entró en su dormitorio y yo alcancé a ver la boca cuadrada que puso Alejandro antes de
echarse a llorar. A mí me temblaban las patas; pero él me dio un fuerte rebencazo y eché a andar. Apenas
tuve tiempo de acordarme que yo no le había costado sesenta pesos: él me había cambiado por una pobre
bicicleta celeste sin gomas ni inflador. Ahora empezó a desahogar su rabia pegándome seguido y con
todas sus fuerzas. Yo me ahogaba porque estaba muy gordo. ¡Bastante que me había cuidado Alejandro!
Además, yo había entrado a aquella casa por un éxito que ahora quería recordar y había conocido la
felicidad hasta el momento en que ella me trajo pensamientos culpables. Ahora me empezaba a subir de
las entrañas un mal humor inaguantable. Tenía mucha sed y recordaba que pronto cruzaría un arroyito
donde un árbol estiraba un brazo seco casi hasta el centro del camino. La noche era de luna y de lejos vi
brillar las piedras del arroyo como si fueran escamas. Casi sobre el arroyito empecé a detenerme; él
comprendió y me empezó a pegar de nuevo. Por unos instantes me sentí invadido por sensaciones que se
trababan en lucha como enemigos que se encuentran en la oscuridad y que primero se tantean
olfateándose apresuradamente. Y en seguida me tiré para el lado del arroyito donde estaba el brazo seco
del árbol. Él no tuvo tiempo más que para colgarse de la rama dejándome libre a mí; pero el brazo seco
se partió y los dos cayeron al agua luchando entre las piedras. Yo me di vuelta y corrí hacia él en el
momento en que él también se daba vuelta y salía de abajo de la rama. Alcancé a pisarlo cuando su
cuerpo estaba de costado; mi pata resbaló sobre su espalda; pero con los dientes le mordí un pedazo de la
garganta y otro pedazo de la nuca. Apreté con toda mi locura y me decidí a esperar, sin moverme. Al

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poco rato, y después de agitar un brazo, él también dejó de moverse. Yo sentía en mi boca su carne ácida
y su barba me pinchaba la lengua. Ya había empezado a sentir el gusto a la sangre cuando vi que se
manchaban el agua y las piedras.
Crucé varias veces el arroyito de un lado para otro sin saber qué hacer con mi libertad. Al fin decidí
ir a lo de la maestra; pero a los pocos pasos me volví y tomé agua cerca del muerto.
Iba despacio porque estaba muy cansado; pero me sentía libre y sin miedo. ¡Qué contento se quedaría
Alejandro! ¿Y ella? Cuando Alejandro me mostraba aquel retrato yo tenía remordimientos. Pero ahora,
¡cuánto deseaba tenerlo!
Llegué a la casa a pasos lentos; pensaba entrar al granero; pero sentí una discusión en el dormitorio
de Tomasa. Oí la voz del novio hablando de los sesenta pesos; sin duda los que hubiera necesitado para
comprarme. Yo ya iba a alegrarme de pensar que no les costaría nada, cuando sentí que él hablaba de
casamiento; y al final, ya fuera de sí y en actitud de marcharse, dijo: “O el caballo o yo”.
Al principio la cabeza se me iba cayendo sobre la ventana colorada que daba al dormitorio de ella.
Pero después, y en pocos instantes, decidí mi vida. Me iría. Había empezado a ser noble y no quería
vivir en un aire que cada día se iría ensuciando más. Si me quedaba llegaría a ser un caballo indeseable.
Ella misma tendría para mí, después, momentos de vacilación.
No sé bien cómo es que me fui. Pero por lo que más lamentaba no ser hombre era por no tener un
bolsillo donde llevarme aquel retrato.

Muebles “El Canario”


de Nadie encendía las lámparas (1947) - Felisberto Hernández

La propaganda de estos muebles me tomó


desprevenido. Yo había ido a pasar un mes de vacaciones a
un lugar cercano y no había querido enterarme de lo que
ocurriera en la ciudad. Cuando llegué de vuelta hacía mucho
calor y esa misma noche fui a una playa. Volvía a mi pieza
más bien temprano y un poco malhumorado por lo que me
había ocurrido en el tranvía. Lo tomé en la playa y me tocó
sentarme en un lugar que daba al pasillo. Como todavía
hacía mucho calor, había puesto mi saco en las rodillas y
traía los brazos al aire, pues mi camisa era de manga corta.
Entre las personas que andaban por el pasillo hubo una que
de pronto me dijo:
-Con su permiso, por favor…
Y yo respondí con rapidez:
-Es de usted.
Pero no sólo no comprendí lo que pasaba sino que me asusté. En ese instante ocurrieron muchas
cosas. La primera fue que aun cuando ese señor no había terminado de pedirme permiso, y mientras yo
le contestaba, él ya me frotaba el brazo desnudo con algo frío que no sé por qué creí que fuera saliva. Y
cuando yo había terminado de decir “es de usted” ya sentí un pinchazo y vi una jeringa grande con
letras. Al mismo tiempo una gorda que iba en otro asiento decía:
-Después a mí.
Yo debo haber hecho un movimiento brusco con el brazo porque el hombre de la jeringa dijo:
-¡Ah!, lo voy a lastimar… quieto un…
Pronto sacó la jeringa en medio de la sonrisa de otros pasajeros que habían visto mi cara. Después
empezó a frotar el brazo de la gorda y ella miraba operar muy complacida. A pesar de que la jeringa era
grande, sólo echaba un pequeño chorro con un golpe de resorte. Entonces leí las letras amarillas que
había a lo largo del tubo: Muebles “El Canario”. Después me dio vergüenza preguntar de qué se trataba
y decidí enterarme al otro día por los diarios. Pero apenas bajé del tranvía pensé: “No podrá ser un
fortificante; tendrá que ser algo que deje consecuencias visibles si realmente se trata de una

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propaganda.” Sin embargo, yo no sabía bien de qué se trataba; pero estaba muy cansado y me empeciné
en no hacer caso. De cualquier manera estaba seguro de que no se permitiría dopar al público con
ninguna droga. Antes de dormirme pensé que a lo mejor habrían querido producir algún estado físico de
placer o bienestar. Todavía no había pasado al sueño cuando oí en mí el canto de un pajarito. No tenía la
calidad de algo recordado ni del sonido que nos llega de afuera. Era anormal como una enfermedad
nueva; pero también había un matiz irónico; como si la enfermedad se sintiera contenta y se hubiera
puesto a cantar. Estas sensaciones pasaron rápidamente y en seguida apareció algo más concreto: oí
sonar en mi cabeza una voz que decía:
-Hola, hola; transmite difusora “El Canario”… hola, hola, audición especial. Las personas
sensibilizadas para estas transmisiones… etc., etc.
Todo esto lo oía de pie, descalzo, al costado de la cama y sin animarme a encender la luz; había
dado un salto y me había quedado duro en ese lugar; parecía imposible que aquello sonara dentro de mi
cabeza. Me volví a tirar en la cama y por último me decidí a esperar. Ahora estaban pasando
indicaciones a propósito de los pagos en cuotas de los muebles “El Canario”. Y de pronto dijeron:
-Como primer número se transmitirá el tango…
Desesperado, me metí debajo de una cobija gruesa; entonces oí todo con más claridad, pues la
cobija atenuaba los ruidos de la calle y yo sentía mejor lo que ocurría dentro de mi cabeza. En seguida
me saqué la cobija y empecé a caminar por la habitación; esto me aliviaba un poco pero yo tenía como
un secreto empecinamiento en oír y en quejarme de mi desgracia. Me acosté de nuevo y al agarrarme de
los barrotes de la cama volví a oír el tango con más nitidez.
Al rato me encontraba en la calle: buscaba otros ruidos que atenuaran el que sentía en la cabeza.
Pensé comprar un diario, informarme de la dirección de la radio y preguntar qué habría que hacer para
anular el efecto de la inyección. Pero vino un tranvía y lo tomé. A los pocos instantes el tranvía pasó por
un lugar donde las vías se hallaban en mal estado y el gran ruido me alivió de otro tango que tocaban
ahora; pero de pronto miré para dentro del tranvía y vi otro hombre con otra jeringa; le estaba dando
inyecciones a unos niños que iban sentados en asientos transversales. Fui hasta allí y le pregunté qué
había que hacer para anular el efecto de una inyección que me habían dado hacía una hora. Él me miró
asombrado y dijo:
-¿No le agrada la transmisión?
-Absolutamente.
-Espere unos momentos y empezará una novela en episodios.
-Horrible -le dije.
Él siguió con las inyecciones y sacudía la cabeza haciendo una sonrisa. Yo no oía más el tango.
Ahora volvían a hablar de los muebles. Por fin el hombre de la inyección me dijo:
-Señor, en todos los diarios ha salido el aviso de las tabletas “El Canario”. Si a usted no le gusta la
transmisión se toma una de ellas y pronto.
-¡Pero ahora todas las farmacias están cerradas y yo voy a volverme loco!
En ese instante oí anunciar:
-Y ahora transmitiremos una poesía titulada “Mi sillón querido”, soneto compuesto especialmente
para los muebles “El Canario”.
Después el hombre de la inyección se acercó a mí para hablarme en secreto y me dijo:
-Yo voy a arreglar su asunto de otra manera. Le cobraré un peso porque le veo cara honrada. Si
usted me descubre pierdo el empleo, pues a la compañía le conviene más que se vendan las tabletas.
Yo le apuré para que me dijera el secreto. Entonces él abrió la mano y dijo:
-Venga el peso.
Y después que se lo di agregó:
-Dese un baño de pies bien caliente.

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