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Conferencia

NO VE LA REALIDAD
Ensayo libre sobre el arte de narrar a partir de algunas novelas de
aventura y ciencia ficción
Por Juan Diego Incardona

I. EL NOMBRE, EL APELLIDO, EL SENTIMIENTO

“Nací en 1632, en la ciudad de York, de una buena familia… del condado del cual
obtuve mi nombre, Robinson Kreutznaer” (Daniel Defoe, Robinson Crusoe,
1719).

“Mi nombre es Arthur Gordon Pym” (Edgar Allan Poe, Narración de Arthur
Gordon Pym, 1838).

“Llamadme Ismael” (Herman Melville, Moby Dick, 1851).

Me llamo Juan Diego Incardona, soy de Villa Celina, La Matanza.

Las primeras líneas de las tres novelas más famosas del mar empiezan
con una presentación directa del narrador. Nada de ambigüedades.
Primero me presento, te digo cómo me llamo, después te cuento. ¿Vos
querés leer este libro? Entonces vas a tener que hablar conmigo. No
seré autor, no seré lector, pero soy narrador y me haré valer. Podrán
soplar vientos huracanados, podrán levantarse olas enormes, seguro
naufragaré en los mares del sur y Dios me apartará del mundo en islas
desiertas, muchos me olvidarán, pero todavía estaré yo y mi nombre.
Y si querés conocer mi historia, deberé empezar por… ¿el principio?
Como es sabido que las cosas siempre empiezan antes (de algún modo
toda la literatura es in media res). ANTES está mi nombre. Luego,
podrás leer la novela, la mía, la trama del universo tejida en mi
personalidad. Seré protagonista, seré testigo, seré primera persona.
Entrá, no tengas miedo. ¿Te parece ver de un modo diferente? Calma.
Este lugar se llama Literatura, es la Casa del sol naciente. “Allá donde
nace el sol / Está nuestra casa pequeña / Donde un día buscaba tu
amor / ¿Por qué me persigue el recuerdo? / ¿Por qué no he podido
olvidar? / ¿Por qué aquel desamparo? / ¿Por qué esa soledad?” ¿Por
qué tantas preguntas? -te preguntarás. ¿Porque… qué es la literatura
sino preguntas, problemas, conflictos? ¿Qué decís? ¿Qué buscás
respuestas? Temo que aquí sólo encontrarás nuevas preguntas.
Primero, ya lo dijimos. ¿Quién? Después, tal vez: ¿qué? ¿dónde?
¿cuándo? ¿por qué?

Narración de Arthur Gordon Pym fue la única novela –y además


inconclusa- que escribió Edgar Allan Poe. Julio Cortázar, uno de sus
grandes biógrafos y traductores, contó que, según la leyenda, Poe, al
morir, invocaba en sus delirios a un tal Reynolds. ¿Acaso se trataba
del explorador polar que había servido de referente para su novela?
En la historia de Poe, el protagonista se embarca en un barco
ballenero, el Grampus, y tras muchas experiencias y desgracias, se
interna en los mares antárticos. Muchos años después, Julio Verne
publicaría una secuela en 1897 titulada “La esfinge de los hielos”, un
hermoso homenaje que trata de la búsqueda del desaparecido Pym en
el polo sur. Comentario: las historias narradas en las novelas nunca
tienen final; porque cualquiera podría continuarlas. Todos los finales
son buenos principios para quienes saben aprovecharlos.

Comentario: en sentido estricto, el comienzo y el final no existen.

Por lo tanto, más que hablar de comienzos, sería más adecuado hablar
de recomienzos. “Siempre se recomienza por el medio —dice Gilles
Deleuze en “De la superioridad de la literatura angloamericana”
(1980)—. Los franceses —Deleuze los critica— piensan demasiado en
términos de árbol: el árbol del saber, los puntos de arborescencia, el
alfa y el omega, las raíces y la copa. Justo lo contrario de la hierba. La
hierba no sólo crece en medio de las cosas, sino que ella misma crece
por el medio. En eso radica el problema inglés o el problema
americano. La hierba tiene su línea de fuga, pero no tiene
enraizamiento. En la cabeza tenemos hierba, y no un árbol: eso es lo
que significa pensar, eso es el cerebro, «un certain nervous system»,
hierba”.

Se dice que HP Lovecraft también se inspiró en Gordon Pym para


escribir “En las montañas de la locura” (1936), que también narra una
expedición a la Antártida. Comentario: las novelas no sólo pueden
continuarse, pueden además ramificarse. Como ahora dicen con las
series: spin-off. Llegan nuevas primaveras y quién sabe, quizás esa
novela perdida en el polvo de golpe brota y crece otra vez. ¡Como la
hierba! Tal vez la riega el mismo autor, quizás lo hacen otros. Porque
la literatura nunca es de uno, la literatura es de la literatura y no se la
puede controlar. Comentario: Lo que se controla, acaso, es el mercado
editorial. La literatura es incontrolable. Nadie puede vigilar la
imaginación. En cualquier momento Tolstoi, Dickens o Flannery
O'Connor pueden aparecer en Villa Celina, Campana o Haedo con un
delivery que –creías- nunca pediste.

¿Pero por qué me puse a hablar de Edgar Allan Poe en un seminario


sobre la novela? Si Poe ni siquiera alcanzó a terminar su única obra
de este género y en contraposición es considerado por todos el gran
maestro del cuento? Padre del policial y por lo menos tío del
fantástico. En mi recorrido caprichoso, debería confesar que mis
novelas son en realidad larguísimos cuentos de 200 páginas,
pertenecientes más a los hechos que a los personajes. Y digo esto
porque también me lo dijeron a mí: “El cuento es de los hechos, la
novela es de los personajes”. ¿Pero es tan así? En principio no, porque
hay excepciones, pero en general sí, porque, como dijo Juan Bosch,
gran escritor dominicano: “el cuento es intenso, la novela es extensa”.
En esa extensión los personajes tienen tiempo (páginas) para vivir. En
cambio, en el cuento, donde todo está más apretado, donde nada
puede sobrar —según recomendaron los grandes maestros ("en un
cuento no debería sobrar absolutamente nada", solía decir el escritor
uruguayo Horacio Quiroga), los personajes parecen ser satélites de los
hechos, de las situaciones. Digamos, por ahora, esta falsa verdad: En
el cuento los personajes giran alrededor de los hechos y en la novela
los hechos giran alrededor de los personajes. Carson Mcullers no
estaría de acuerdo con esto, tampoco John Cheever, por sólo
mencionar a dos narradores que batían records a la hora de construir
profundidad en sus personajes de narrativas breves.

Narración de Arthur Gordon Pym es, lo que se denomina, una novela


episódica. En este caso, entiéndase “episodio” no tanto como la parte
de la secuencia de la obra, sino especialmente como “incidente”, es
decir –según el diccionario-, como una cosa que se produce en el
transcurso de un asunto, de un relato. Esta palabra, que está
registrada en español desde el siglo XVI, ha incorporado como
significado: “incidente: suceso enlazado con otros que forman un todo
o conjunto”, como puede interpretarse en el siguiente fragmento de la
novela Amalia, de José Mármol:

"Pero sí bajará su frente, avergonzado de que la alta figura que haya


que dibujarse en el gran cuadro de ese episodio lúgubre de nuestra
vida, sea la figura de Don Juan Manuel Rosas".

“Los grandes sucesos dependen de incidentes pequeños”, dijo


Demóstenes, orador de Atenas. Esta frase bien podría estar en la
contratapa de la novela de Poe. Gordon Pym durante el motín;
Gordon Pym sobreviviendo al naufragio; Gordon Pym presenciando
actos de canibalismo; Gordon Pym envuelto en una guerra con
nativos. Todos estos incidentes funcionan como pequeños cuentos y
le dan a la trama general varios puntos de giro (en guión: plot point).
La novela se desarrolla de un modo fragmentario e inconexo por
momentos, lo que refuerza la idea de diario, otro género que, con sus
entradas, también se emparenta con la estructura de episodios.

En la narración episódica los incidentes están débilmente


relacionados, tienen cierta autonomía entre sí, y en general están
conectados por un protagonista o personajes centrales. Muchas series
de televisión tienen esta estructura, desde La dimensión desconocida
y Alfred Hitchcock presenta hasta Los Simpson o Dr. House.

Las mil y una noches, Los cuentos de Canterbury, El Decamerón, por


citar algunas obras antiguas, tienen estructura episódica. Los relatos
enmarcados o “cuentos” que componen la trama tienen sus propios
conflictos y desenlaces.

Nota: potenciales géneros episódicos. Folletines, Cuadernos de


Bitácoras, Aguafuertes, Memorias, Diarios, Anales, Crónicas,
Novelas, etcétera.

Un siglo antes de Gordon Pym, Daniel Defoe publicó la que se


considera la primera novela de la literatura inglesa: Robinson Crusoe,
cuyo título original, larguísimo, era: “La vida e increíbles aventuras de
Robinson Crusoe, de York, marinero, quien vivió veintiocho años
completamente solo en una isla deshabitada en las costas de América,
cerca de la desembocadura del gran río Orinoco; habiendo sido
arrastrado a la orilla tras un naufragio, en el cual todos los hombres
murieron menos él. Con una explicación de cómo al final fue
insólitamente liberado por piratas. Escrito por él mismo”.

Básicamente el título te espoilea toda la novela. Comentario: Los


títulos alguna vez fueron sinopsis. ¿Qué son los títulos en la
actualidad? Por experiencia, sé que junto a la imagen de tapa son las
principales discordias entre editorial y autore, previa publicación del
libro.

Tanto la novela de Defoe como la de Poe pertenecen a la literatura de


aventuras. Por lo tanto, son ricas en acciones, peripecias y
materialidad de los ambientes, gracias a los distintos escenarios que
proveen los viajes de los protagonistas. Esto no quita que en sus
pasajes pueda haber momentos de cierta abstracción, básicamente
monólogos existenciales. La naturaleza, sobre todo a partir del
romanticismo, es buena conductora de la electricidad sentimental y
las interioridades. Comentario: exterioridad / interioridad: un
tándem que todo narrador debe tejer. Para mí, en este punto radica
una parte importante del estilo del autor. El tejido exterior-interior es
una forma del equilibrio que cada uno debe buscar en sus escritos. En
esa mezcla, tanto en lo micro como en lo macro del texto, se descubre
un registro y una forma de traducir sentimientos, ideas, dilemas. Si el
personaje está triste, por ejemplo, yo puedo lograr que llore la mesa,
que llore la silla, que lloren las paredes que lo rodean. La construcción
de atmósfera depende del tándem Exterioridad / Interioridad. Este
tejido es único. Podrá influenciar a otros, podrá imitarse, pero
igualarse jamás. Apunte: a la hora de buscar el propio estilo, prestar
especial atención a la forma de esa unión: cómo estoy juntando lo que
está afuera con lo que está adentro del personaje.
Volviendo al siglo xix y al romanticismo oscuro norteamericano: trece
años después de la novela de Poe, un todavía joven Herman Melville
publica en 1851, con 32 años, una novela formidable: Moby Dick.
Melville no era de Massachusetts como los otros dos grandes autores
de la primera mitad del siglo —Edgar Poe, de Boston; Nathaniel
Hawthorne, de Salem—. Melville era de Nueva York. Pero tuvo la
oportunidad de conocer a Hawthorne, autor de la famosa novela La
letra escarlata y de varios relatos memorables en torno al
puritanismo. Recomiendo por ejemplo “El joven Goodman Brown”.
Hawthorne le agregó la w a su apellido, para diferenciarse de uno de
sus ancestros, por el cual sentía una gran vergüenza: John Hathorne,
quien en 1692 fue uno de los jueces en los juicios por brujería de
Salem.

Comentario: así como podés tomar distancia de tu familia real,


también podés hacerlo de tu familia literaria. Es común escuchar
acerca de las influencias que otros autores han ejercido sobre una
obra, pero pocas veces se habla de los procesos de separación que un
escritor ha atravesado en busca de su emancipación. A veces, se
convierten en posicionamientos públicos, en manifiestos
generacionales, se declaran a viva voz como parricidios literarios,
pero la mayoría de las veces son distanciamientos secretos,
alejamientos que se viven en la intimidad del escritor que, en su
búsqueda artística, necesita para poder respirar, del mismo modo que
las influencias le sirven para alimentarse.

La escritura como un proceso vital. Y este proceso es: atracción y


retracción.

Cuenta la leyenda que Melville fue a una excursión al Monument


Mountain, en Massachusetts, y de pronto lo sorprendió una tormenta.
Corrió a refugiarse bajo unas rocas donde también estaba otro
hombre. Se pusieron a charlar y Melville descubrió que esa persona
era nada más y nada menos que Nathaniel Hawthorne, un escritor ya
consagrado en su época. Se hicieron amigos y empezaron a mandarse
cartas. Los biógrafos dicen que Melville se enamoró de Hawthorne y
justamente a él fue a quien le dedicó su gran obra: Moby Dick.

En sus cartas “de amor”, Melville le escribe: “voy a encerrarme en una


habitación a matarme a trabajar en mi “ballena” (…). ¿De dónde sale
usted Hawthorne? ¿Con qué derecho bebe de mi jarra de la vida? Y
cuando la acerco a mis labios, no son los míos, sino los suyos”.

De nuevo: atracción y retracción. Te amo, me encanta como escribís,


pero cuanto más te leo, más anémico me siento.

Inspirada en hechos reales relacionados con el ballenero Essex, de


Nantucket, cuando fue atacado por un cachalote en 1820. Moby Dick
fue citada infinidad de veces y tuvo varias adaptaciones al cine, la más
famosa en 1956, dirigida por John Huston y protagonizada por
Gregory Peck en el papel del capitán Ahab. El guión lo escribió Ray
Bradbury. Pero la fama de este libro llegó después de la muerte de
Melville. Al publicarse fue un fracaso comercial y esto deprimió
mucho al autor. Comentario: la literatura tiene tiempos largos, quizás
nuestros lectores no pertenezcan a nuestra generación.

Melville moriría exactamente 40 años después de la aparición de


Moby Dick, así que la fama de este libro del siglo XIX llegaría recién
en el siglo XX. Acosado por fracasos y deudas, Melville termino sus
días en un trabajo gris como inspector de aduanas, experiencia que
seguramente lo inspiró a escribir su cuento más conocido: “Bartleby,
el escribiente”, donde acuñó la famosa frase “preferiría no hacerlo”.
“No sé cómo —se plantea el jefe de Bartleby—, últimamente, yo había
contraído la costumbre de usar la palabra preferir. Temblé pensando
que mi relación con el amanuense ya hubiera afectado seriamente mi
estado mental. ¿Qué otra y quizás más honda aberración podría
traerme?".

Sin saberlo, Melville conservó su trabajo en la Aduana pese a las


agitadas reelecciones políticas, gracias a un funcionario que nunca
conoció pero que se contaba entre los pocos que admiraban sus
escritos: el futuro presidente de los Estados Unidos, Chester Arthur.
Comentario: el escritor le da de comer al autor. Los libros pueden caer
en manos de empleadores.

Melville murió olvidado en 1891, incluso hubo un error en su tumba


al ser escrito el nombre Henry en vez de Melville. Su obra se mantuvo
en circulación gracias a algunos pocos aficionados. Comentario: un
solo lector puede valer oro y posteridad.

Los autores —como figuras, como mitos— también son obras en


construcción. Y no dependen de un solo individuo, porque —como
todas las fuerzas involucradas en la literatura— también son hechos
sociales.

En sus dos relatos más famosos, ninguno de los personajes centrales,


ni el Capitán Ahab en Moby Dick, ni Bartleby en Bartleby, el
escribiente, es narrador, ya que ambas historias están contadas por
narradores testigos, es decir “deficientes”, ya que saben menos que el
personaje central. Resulta muy útil, ya que es bastante didáctica, la
separación en tres tipos de narradores que propone Tzvetan Todorov
en “Las categorías del relato literario” (1974), donde habla de
“visiones”.

Visión desde atrás: narrador omnisciente; sabe más que el personaje


central. Este es un narrador en tercera.

Visión desde adentro: narrador equisciente; sabe lo mismo que el


personaje central, ya que es él mismo. Este es el narrador en primera
persona protagonista.

Visión desde afuera: narrador deficiente; sabe menos que el personaje


central. Este es el narrador testigo.

Tanto Ahab como Bartleby son enajenados que terminan contagiando


su locura al resto, aunque de modo distinto, ya que Ahab es
extrovertido y valiente y Bartleby introvertido y ensimismado. En un
ensayo de 1860, el novelista ruso Iván Turgénev propuso exactamente
estos dos arquetipos humanos antagónicos como personajes
fundantes de la literatura moderna: Don Quijote y Hamlet.

En los relatos de Melville, el arquetipo Quijote correspondería al


capitán Ahab y el arquetipo Hamlet a Bartleby.

Con respecto al “contagio” de la locura en las obras de Melville, Borges


observó lo siguiente:

“Hay, entre ambas ficciones una afinidad secreta y central. En la


primera, la monomanía de Ahab perturba y finalmente aniquila a
todos los hombres del barco; en la segunda, el cándido nihilismo de
Bartleby contamina a sus compañeros y aún al estólido señor que
refiere su historia y que le abona sus imaginarias tareas. Es como si
Melville hubiera escrito: “Basta que sea irracional un solo hombre
para que lo sea el universo””.
En las tres novelas del mar que ordenan esta primera parte no sólo se
presentan de entrada los nombres de los narradores, sino también —
pocas líneas después—, sus estados de ánimo: angustias,
monomanías, hipocondrías… Sentimientos negativos que, sin
embargo, van a motorizar los viajes.

En Narración de Arthur Gordon Pym: “Salté, sin embargo, de la


cama por una especie de rapto, y declaré que era valiente como él, que
estaba igualmente cansado de estar en cama como un perro”.

En Moby Dick: “Cada vez que en mi alma hay un nuevo noviembre


húmedo y lluvioso; cada vez que me encuentro parándome sin querer
ante las tiendas de ataúdes; y, especialmente, cada vez que la
hipocondría me domina de tal modo que hace falta un recio principio
moral para impedirme salir a la calle con toda deliberación a derribar
metódicamente el sombrero a los transeúntes, entonces, entiendo que
es más que hora de hacerme a la mar tan pronto como pueda”.

De pronto, los viajes se han vuelto existenciales. Los viajeros ya no se


embarcan como en las epopeyas de la antigüedad, para ir a pelear a
Troya (Homero, Illíada) o para regresar al hogar desde Troya
(Homero, Odisea), ¡o para huir desde Troya! (Virgilio, Eneida); ya no
se suben a la nave Argo en busca del vellocino de oro o de alguna gran
causa que les dé fama (Apolonio de Rodas, Argonáuticas), porque
ahora los héroes no son príncipes ni grandes guerreros, sino personas
comunes que se sienten deprimidas. La literatura de aventuras,
aquella tan antigua como los viajes, aquella anterior a la escritura que
primero cantaron los aedas, ha llegado a un nuevo puerto: la novela.
En las epopeyas, las composiciones se tejían en la exterioridad,
hilvanaban acciones trascendentales dignas de la memoria de un
pueblo, y los personajes tenían nula, o muy poca, interioridad,
mediada con frecuencia por narradores en tercera, omniscientes, que
invocaban a los dioses en sus cantos. Jamás podremos saber qué
sentía realmente Aquiles en su intimidad, porque la épica se cantaba
con hexámetros de sábados de súper acción. En cambio, en la novela,
el viaje interior puede ser mucho más intenso que las largas distancias
recorridas, que los páramos exóticos, que los peligros.

Lo explicó Georg Lukács en su Teoría de la novela (1920): En la


epopeya, hay héroes; en la novela, individuos.

Tanto Gordon Pym como Ismael huyeron de una vida que les
resultaba opresiva y decidieron convertirse en viajeros; y como dice la
hermosa frase “hacerse a la mar”, como si fuera uno el que se hiciera
a sí mismo, como si se cocinara la propia identidad —a las brasas, al
vapor, a baño María—, ellos se hicieron a la mar, allí donde se lavan
las penas, se limpian las culpas, donde uno no se mueve con los pies,
sino con el viento. Como dice el verso de Emily Dickinson: “el agua se
aprende por la sed”. Habrán creído, Ismael y Gordon Pym, que,
haciéndose a la mar, encontrarían libertad y buenaventura; sin
embargo, sus itinerarios no fueron tan distintos al de aquellos héroes
de las epopeyas: una sucesión de desgracias. Cien años antes de Poe y
de Melville, lo sentenció el padre de Robinson Crusoe: “Este chico
sería feliz si se quedara en casa, pero si se marcha, será el más
miserable y desgraciado de los hombres”. Empezaba, como un remake
de la Odisea, uno de los grandes tópicos de la literatura anglosajona,
que se volvería recurrente en tantas novelas y relatos: la dificultad del
regreso al hogar. Como le dijeron a Peter Rugg, el desaparecido
(1824), en el relato del mismo nombre de William Austin: “Fuiste
arrancado del pasado y ya no perteneces al presente. Tu hogar se ha
ido y nunca más podrás tener otro hogar en este mundo”. Anotar: los
viajes no sólo se hacen (se narran) en el espacio, sino también en el
tiempo. El peligro de quedar varado no implica sólo islas desiertas,
sino también relojes desiertos. Como le pasó al judío errante, al
holandés volador, a Rip Van Winkle. Comentario personal: Así como
Peter Rugg, el desaparecido, todavía intenta volver a Boston y nunca
lo consigue, comprendo que así yo trato de volver a Villa Celina, pero
cuando vuelvo, descubro que mi casa de la infancia ha sido destruida
por tormentas de ácido sulfúrico y me voy otra vez; al revés del tango
Nocturno…, en mi caso es: ¿cuándo? ¿pero cuándo? Si siempre me
estoy yendo… y entonces escribo. Hoy tengo la sensación de que toda
la literatura se trata de lo que no está. La literatura como el vaso medio
vacío.

Como en las guerras, también en la literatura está lleno de personajes


que todavía no regresan a casa. Por eso la idea del libro de Julio Verne,
La esfinge de los hielos, me parece un homenaje tan hermoso. Es
como el cine sobre el cine. La expedición a la Antártida en busca de
Arthur Gordon Pym debería ser materia obligatoria. ¿Querés
pertenecer a la literatura? Muy bien, entonces andá a la Antártida a
buscar a Gordon Pym.

Aventuras en primera persona, de tendencias realistas –el enemigo ya


no era un dragón ni un titán, sino, acaso, simplemente el frío (leer el
extraordinario cuento de Jack London, “Encender una hoguera”), o
tal vez los indígenas de América. ¿Para qué inventar minotauros y
sirenas si existían caníbales en el Amazonas o gigantes patagones a
orillas del estrecho de Magallanes?

A partir de las crónicas de Indias, los testimonios, los diarios y


memorias de los viajeros han influenciado a los escritores y han
provisto a la novela de aventuras de nuevas posibilidades.
“Un día en que menos lo esperábamos se nos presentó un hombre de
estatura gigantesca. Estaba en la playa casi desnudo, cantando y
danzando al mismo tiempo y echándose arena sobre la cabeza” (relato
del Viaje de Fernando de Magallanes alrededor del mundo, escrito por
Antonio Pigafetta).

Ya en el siglo XX, los realistas mágicos dirán que el problema que


tuvimos en América era que nos creyeran. En “Fantasía y creación
artística en América latina y el caribe”, Gabriel García Marquez
explica:

“En América Latina y el Caribe, los artistas han tenido que inventar
muy poco, y tal vez su problema ha sido el contrario, hacer creíble su
realidad. Siempre fue así desde nuestros orígenes históricos, hasta el
punto de que no hay en nuestra literatura escritores menos creíbles y
al mismo tiempo más apegados a la realidad que nuestros cronistas
de Indias. También ellos se encontraron con que la realidad iba más
lejos que la imaginación. El diario de Cristóbal Colón es la pieza más
antigua de esa literatura (…). Colón dice que las gentes que salieron a
recibirlo el 12 de octubre de 1492 estaban como sus madres los
parieron (…). Sin embargo, los ejemplares escogidos que llevó Colón
al palacio real de Barcelona estaban ataviados con hojas de palmeras
pintadas y plumas y collares de dientes y garras de animales raros. La
explicación parece simple: el primer viaje de Colón, al revés de sus
sueños, fue un desastre económico. Apenas si encontró el oro
prometido, perdió la mayor parte de sus naves, y no pudo llevar de
regreso ninguna prueba tangible del valor enorme de sus
descubrimientos, ni nada que justificara los gastos de su aventura y la
conveniencia de continuarla. Vestir a sus cautivos como lo hizo fue un
truco convincente de publicidad. El simple testimonio oral no hubiera
bastado, un siglo después de que Marco Polo había regresado de
China con realidades tan novedosas e inequívocas como los
espaguetis y los gusanos de seda, y como lo habían sido la pólvora y la
brújula. Toda nuestra historia, desde el descubrimiento, se ha
distinguido por la dificultad de hacerla creer”.

Verosimilitud = Verdad + Mentira.

Juan Rulfo, autor de la novela perfecta latinoamericana (Pedro


Páramo) dijo que “somos mentirosos; todo escritor que crea es un
mentiroso, la literatura es mentira; pero de esa mentira sale una
recreación de la realidad”. Y nosotros nos preguntamos: ¿cómo contar
una mentira que parezca verdad? Mentiras mal o bien intencionadas,
mentiras piadosas, promesas rotas, exageraciones, rumores, plagios,
mentiras compulsivas: en la novela caben todas. Comentario: la
literatura es una forma de la mentira. Narrar no es explicar. Pasó o
pudo haber pasado. No importa si es verdadero, sino si es verosímil,
que funcione. Un escritor nunca deja pasar la oportunidad de mentir.

El equilibrio verdad/mentira se tensa todavía más si la literatura es


autobiográfica. Cuando empecé a publicar mis relatos de Villa Celina,
los primeros lectores me preguntaban si eso que contaba realmente
había sucedido. Yo les contestaba que algunos sí, otros no, que
algunos estaban exagerados. Empecé a notar que cuando decía que
eran inventados, la gente se decepcionaba. Corría el año 2007 y mi
amigo Pedro Mairal me dio un gran consejo:

—Juani, vos decí que todo es cierto.

Y le hice caso. Incluso cuando aparecen mutantes, canchas de pasto


transparente, enanos peronistas, yo siempre digo “es cierto”, “es todo
cierto”, y entonces los lectores se tranquilizan. Hay algo raro en ese
sentido con la ficción autobiográfica, es como un oxímoron, es ficción
pero es tu vida, y de pronto vos sos el personaje, no podés salir de las
páginas del libro para traicionar el cuento o la novela, no podés
cagarle al lector el efecto de verdad que, con tus fórmulas, lograste
conseguir, diciéndole que no pasó.

En los relatos de Celina sucede que aparecen muchos vecinos con sus
nombres reales. Yo pensé que tal vez alguno se podía ofender, que
quizás debería haberles pedido permiso, pero la verdad es que no
podía imaginar a aquellos personajes con otros nombres. Cuando
empezaron a publicarse los libros, me pasó todo lo contrario. Cada vez
que iba al barrio –como el libro fue muy leído en Villa Celina-, me
pasaba que los que aparecían decían que sí, que era todo verdad, que
lo que había escrito fue así, y además le agregaban partes ya no al
cuento, sino “al recuerdo”, incluso cuando eran puras invenciones.
Comentario: la literatura puede convertirse en memoria de una
comunidad. Lo más gracioso es que los vecinos que todavía no
aparecían en los libros, me reclamaban:

—Che, Juan Diego, ¿cuándo me vas aponer en un cuento?

Me lo decían porque querían que su vida también estuviera puesta por


escrito, Aparecer en un libro con tantas referencias reales ya no
parecía ser literatura. Especialmente porque: ¡todo era cierto! Y la
gente que se encontraba en alguna página estaba contenta, se reían,
decían algo con los pibes de la esquina, y entre todos, seguían
agregándole color.

—Juan Diego, te cuento algo que me pasó, así lo ponés en un cuento.

Amablemente, yo casi siempre les contestaba: tenés que escribirlo


vos. Hubo veces, sin embargo, que me contaron cosas con las que
conecté, y lo que en principio fue de ellos, pasó a ser mío. Al menos
por un tiempo, hasta que se publicaba y entonces dejaba de ser mío.
Como todo libro, también Villa Celina es una botella tirada al mar.
Quizás, algún día le llegue a Robinson Crusoe en su isla desierta; o la
recupere Gordon Pym de su naufragio; o la misma Moby Dick se la
escupa a Ismael, el último sobreviviente. Lo imagino al pobre Ismael,
antes de ser rescatado por el Rachel, rodeado de tiburones, mirando
a lo lejos el gran chorro de la ballena blanca, leyendo de esta botella
errante: “Llamadme Juan Diego”.

“La existencia, en sentido épico, es un mar —escribió Walter


Benjamin en Crisis de la novela (1930)—. No hay nada más épico que
el mar. Naturalmente se pueden tener los más variados
comportamientos en relación al mar. Por ejemplo, echarse en la playa,
escuchar o saltar las olas, y juntar los caracoles arrojados en la arena.
Es lo que hace el poeta épico. También se puede navegar en el mar. A
muchos destinos o sin destino. Se puede hacer un viaje marítimo y
luego, sin tierra a la vista, atravesar cielo y mar. Es lo que hace el
novelista…”.

¿Y desde dónde partir?

Los romanos nos dejaron tres maneras.

1. Ab ovo usque ad mala (desde el huevo hasta las manzanas), que era
la manera en que servían la comida. Primero la entrada (el huevo), en
el medio el plato principal y por último el postre (las manzanas). La
expresión Ab ovo está tomada del poeta Horacio en la que alude al
huevo de Leda del que nació Helena. Equivale a "desde el origen más
remoto". Este comienzo para mí es prácticamente imposible, porque
las cosas siempre empiezan antes. ¿Dónde está el verdadero principio
de una historia? En las tres novelas del mar que traigo a colación, el
efecto de principio se da con la presentación de los nombres de los
narradores (supongamos que estos nombres fueran “huevos” para la
historia que se está por contar, ab ovo), pero enseguida, al exponer
sus estados de ánimo, la analepsis (que se refiere al pasado) se vuelve
inevitable, por más que no esté narrada, porque se convierte en
preguntas para el lector. ¿Por qué se siente así? ¿Qué le pasó? Si estas
preguntas no tuvieran respuesta, inmediatamente se forma una
elipsis, ya que, sin estar escritas, pasan a formar parte latente del
texto. Entonces, lo que parecía principio deja de serlo. Ya no coincide
el tiempo de la narración con el tiempo de la historia. La verdad es
que, casi siempre, la historia es más larga, empieza antes y sigue
después de la última página del relato. La historia es una recta; la
narración es un segmento; o, más apropiadamente, segmentos, en
plural, porque toda narración, por más pretensión de continuidad que
pudiera tener, es fragmentaria en esencia, simplemente porque no se
puede contarlo todo. Así como siempre habrá espacios blancos entre
las palabras, también habrá espacios blancos en medio de las tramas.
La narrativa no es sólo lo que se cuenta, sino, y de manera muy
especial, lo que no se cuenta, lo que a tantas veces se decide no contar.
Comentario: la literatura es palabra y es silencio. Y esos silencios —
sobre todo desde el siglo XX; desde Hemingway y la teoría del
iceberg— pueden ser realmente significativos.

2. In media res (en medio del asunto). Como las cosas siempre
empiezan antes, podríamos decir todos los relatos empiezan in media
res. Pero a veces este recurso es totalmente palpable. Lo que hay que
hacer es buscar una situación, ubicar al personaje en tiempo y espacio
en medio de una acción. Es decir, evitar presentaciones, preámbulos.
A la estructura clásica le sacamos la introducción y dejamos, como
eslabones, el nudo y quizás el desenlace. O, si hablamos de cuentos
modernos, sólo nudos. Otra posibilidad podría ser conservar la
introducción —presentación del personaje, de la época, del lugar,
etcétera—, pero intercalarla algunas líneas después del comienzo,
quizás en el segundo o tercer párrafo. Que el lector ya está metido en
la acción desde el principio es una fórmula irresistible. Si lo que se
narra es interesante, difícilmente abandone el texto. Las primeras
páginas de un libro son como las tortuguitas recién nacidas: están
amenazadas por todas partes; cangrejos y gaviotas quieren
devorarlas. Sólo las que llegan al mar logran sobrevivir, al menos por
un tiempo. Meter al lector en el mar es llevarlo al menos hasta la
página quince o veinte de la novela. Si el comienzo es débil, nuestra
narración puede fallecer de muerte súbita, por aburrimiento. Por
supuesto, las tramas no son lo único importante. Quizás la historia no
empiece con tanta potencia y lo atrapante sea la estética.

3. In extremis res (en el extremo del asunto). Así como las cosas
siempre empiezan antes, también podríamos decir que terminan
después. Así que más que de El final, considero que es más apropiado
hablar de Un final, porque las líneas subjetivas del relato continúan;
sólo hace falta que alguien las escriba. Ni siquiera las generalidades
como “y vivieron felices y comieron perdices” pueden cerrar
completamente las potenciales ramificaciones y continuidades. Es
como las juntas de los caños de plomería. Les ponés teflón, les ponés
cáñamo, pero tarde o temprano empiezan a gotear de nuevo. La fuerza
del agua busca, naturalmente, seguir su curso. Muchos seguimos
esperando la nueva temporada de Lost. Las narraciones que empiezan
por el final necesitan, lógicamente, volver al pasado; a veces éste se
recupera a través de flash back (saltos hacia atrás de corta duración),
ya que se vuelve una y otra vez al presente de la narración –que está
en el extremo del asunto—. Un ejemplo podría ser Harakiri, la gran
película de Masaki Kobashashi. Otras veces simplemente se abre un
gran relato enmarcado con forma de racconto, es decir, como una
larga retrospectiva. En el cine hay varios ejemplos: Titanic,
Rescatando al soldado Ryan, La curiosa historia de Benjamin
Button (basada en la novela de Scott Fitzgerald), etcétera. La idea de
empezar por el final tiene sus desafíos, el más importante es lograr
sorprender al lector con elementos que no estén contenidos en ese
final que se revela de entrada. Porque… ¿quién quiere saber el final?
Es como empezar con un spoiler. El truco es, una vez más, no decirlo
todo, ya sea que empieces por el huevo o por las manzanas, lo mejor
es contar a cuenta gotas, dosificar la narración, porque el lector se
puede enganchar con lo que tiene, pero mucho más con lo que todavía
no tiene.

Por eso, para narrar hay que decir y callar, decir y callar, decir y callar.

II. EL MONSTRUO, EL MARCIANO, EL VAMPIRO

“Mi aspecto era nauseabundo y mi estatura gigantesca. ¿Qué significaba esto?


¿Quién era yo? ¿Qué era?” (Mary Shelley, Frankenstein o el moderno Prometeo,
1818).

“¡Fuego, terremoto, muerte! Como si estuviéramos en Sodoma y Gomorra.


Deshechas todas nuestras obras… ¿Qué son estos marcianos?” (H. G. Wells, La
guerra de los mundos, 1898).

“¿Quieren transformarse en bestias negras e impías? ¿Quieren estropear el cielo


de la noche con demoníacos aleteos de murciélago? ¿Quieren, digo, ser una de
esas criaturas eternamente condenadas, monstruos nocturnos dejados de la
mano de Dios?” (Richard Matheson, Soy leyenda, 1954).

¿Quiénes son ustedes ¿Qué pretenden de mí? Acaso, parece, que ya


no quedan respuestas y el mundo se ha convertido en un cuestionario
infinito. Una pregunta lleva a la otra y así vamos llegando al corazón
de las tinieblas. Esto pasa porque lentamente ingresamos en el centro
de la trama, en el ojo del huracán.

Es sabido: para ganar el partido, hay que ganar el medio. Si pudimos


sobrevivir —como las tortuguitas recién nacidas frente a los
depredadores— a las primeras páginas, si todavía el lector nos
acompaña y sigue enganchado, entonces se abre un nuevo desafío, el
más importante: llegar a la tierra prometida del libro, al asunto, a la
cosa, al conflicto.

Sin embargo, es importante recordar que los conflictos no flotan en el


aire, no son cuestiones abstractas; sino que, como alguna vez dijo
Mary Flannery O´Connor, dependen de los personajes. Escribir
literatura es hurgar en los misterios de la personalidad.

Aquellos principios que leímos con nombres y apellidos, ahora se han


vuelto ambiguos, porque en el medio hay niebla: las cosas no son lo
que parecen.

Aquellos protagonistas que decían cómo se llamaban, de qué familias


provenían, que expresaban sus estados de ánimo, ahora no saben bien
quiénes son, porque, en el medio, el conflicto es como un virus y
enferma la propia identidad. “Ser o no ser”, es una cuestión que
podría plantearse cualquier personaje digno de novela.

¿Y por qué pasa esto?

La primera respuesta es: porque nadie es como era. Los personajes


evolucionan (y eso significa una novela). Las páginas –como los años-
no son gratuitas. La vida se llena de tachaduras, de cicatrices, de
culpas, de dolor.

La segunda respuesta es: porque lo que antes era de uno, ahora es de


otro.
En las tres novelas de Ciencia Ficción que abren esta segunda parte,
el otro ya no es quién, sino qué. Es un descubrimiento tan extraño que
incluso está cosificado, se ha vuelto parte de la res, de la cosa.
Monstruo, marciano, vampiro: los podemos leer literalmente o
metafóricamente.

Como la aparición del otro complica las cosas, la trama se enriquece.


Comentario: para producir buenos conflictos, necesito buenos otros
(aunque sean malos).

Está documentado: mientras en Argentina se declaraba la


Independencia, en el hemisferio norte el tiempo se volvió loco. Corría
el año 1816.

Lo cuenta bien Pablo Francescutti. Las heladas arruinaron los cultivos


en Europa, y en Norteamérica, la sequía hizo otro tanto; en ambos
lugares faltaron alimentos. En Asia se alteró el ciclo del monzón,
dando lugar a devastadoras inundaciones. Los caminos se poblaron
de refugiados climáticos, campesinos hambrientos que mendigaban
comida. El frío no remitió siquiera al aproximarse la temporada
estival. Hubo nevadas hasta mediados de junio ¡y en Roma cayó nieve
rosa! El trastorno climático dejó al hemisferio norte sin verano, y tuvo
otro impacto menos conocido: sirvió de catalizador de una de las
obras literarias más influyentes de la modernidad.

Comentario: cuando la literatura es poseída por un espíritu de época,


se fundan tradiciones, géneros, estéticas.

Aparentemente, una de las causas de aquellas desgracias fue la


erupción del volcán Tambora, que originó un largo y frío invierno
volcánico. Durante aquel año, Mary Shelley y su marido Percy Shelley
hicieron una visita a su amigo Lord Byron que entonces residía en
Villa Diodati, Suiza. Percy fue uno de los más conocidos poetas
románticos ingleses, apodado satánico, porque en 1811 se puso a
repartir un panfleto titulado “La necesidad del ateísmo”, lo que le
valió la expulsión de Oxford.

Después de leer una antología alemana de historias de fantasmas,


Byron retó a los Shelley y a su médico personal John Polidori a
componer, cada uno, una historia de terror. Como si fuera una
consigna de taller, aquellos jóvenes se pusieron a escribir en las
tormentosas noches del 16 al 19 de junio.

De los cuatro, solo Polidori completó la historia (un relato titulado “El
vampiro”, que dio origen al género vampiro romántico). Por su parte,
Mary concibió una historia que inauguraría la ciencia ficción moderna
y el terror gótico: Frankenstein o el moderno Prometeo. Querida
Mary Shelley: “¿No hay una estrella que alumbre la noche / un suave
crepúsculo que acaso calme mi pecho?”

Cuentan que días después Mary tuvo una pesadilla y escribió el cuarto
capítulo del libro.

Comentario: los sueños no sólo fueron útiles para los surrealistas;


todos los escritores debemos prestarles atención.

Aparentemente, Mary se basó en las investigaciones de Luigi Galvani


sobre el poder de la electricidad para revivir cuerpos inertes. Lo que
se conocía como experimentos galvánicos.

Comentario: todo le puede servir a la literatura, ya provenga de las


ciencias, del deporte, de la política, de un oficio, de una tribu urbana…

Buscar ideas, temas y vocabularios alejados de lo que se considera


propiamente literatura supone una experiencia artística arriesgada y
trabajosa (porque uno avanza en tierra salvaje, sin cultivos de
escritores anteriores, sin prestigio, sin pactos de lectura, sin
estructuras, sin idioma propio), pero ese viaje personal podría abrir
un universo. Es como pasa con los álbumes de figuritas. En un acto de
justicia poética, la figurita difícil ya no es el 10 de Boca o el 10 de River
(que son los jugadores famosos), sino, supongamos, el 3 de Banfield.

En nuestro taller celebramos cada vez que alguien encuentra al 3 de


Banfield. Porque no es algo que ocurra todos los días.

El literato puede moverse cómodo conectado con el suero a la


biblioteca y difícilmente se equivoque, porque camina en tierra
fertilizada (por otros), sus palabras ya pertenecen a los libros. Pero la
literatura es cambiante. Y milagrosa. De pronto aparecen, no se sabe
bien de dónde (en Chile dicen que patean las piedras y salen poetas),
más que escritores, artistas de la escritura. A veces se los puede ver,
parados frente a los estantes vacíos de la biblioteca, escribiendo con
una navaja, como los soldados aliados de la Segunda Guerra Mundial:
“Kilroy estuvo aquí”.

Al principio siempre hay resistencias, porque la literatura, igual que


las artes, tiende a museificarse con sus cánones, a llenarse de
reglamentos y de vigilancias y castigos (en la crítica, en la academia,
en el periodismo). Qué triste destino ponerse la gorra en la literatura.
Para eso ya existe la RAE. Comentario: nunca seré policía.

Querida Mary Shelley, como Prometeo liberado, vos también: bajaste,


entre todas las ráfagas del cielo: / al modo de un espíritu o de un
pensar, que agolpa / inesperadas lágrimas en ojos insensibles, / o
como los latidos de un corazón amargo / que debiera tener ya la paz,
descendiste / en cuna de borrascas; así tú despertabas, / Primavera,
¡nacida de mil vientos! / Mary Shelley.

La criatura, el engendro, el horrendo huésped, resume todos los


comportamientos monstruosos que vendrán: es bueno, es malo, es
poderoso, es victimario, es víctima. Comentario: la esencia de los
buenos personajes es la contradicción.

La novela narra la historia de Víctor Frankenstein, un joven suizo


estudiante de medicina, obsesionado por conocer “los secretos del
cielo y de la tierra”. Víctor crea un cuerpo a partir de la unión de
distintas partes de cadáveres y le infunde una chispa de vida. La
criatura mide 2,44 metros y su aspecto, de protuberancias y costuras,
espanta a su creador, quien termina huyendo del laboratorio.
Entonces, se desata una ola de crímenes, persecuciones y venganza.

“Es verdad, seremos monstruos, aislados del resto del mundo, pero
por ello estaremos más unidos el uno al otro. Nuestras vidas no serán
felices, pero seremos inofensivos y libres de toda la desdicha que
ahora siento”.

Estamos en el medio del libro: la criatura le pide una compañera a


Víctor Frankenstein. “Pido una criatura de otro sexo, pero tan
horrenda como yo, la satisfacción que pido es pequeña, pero es todo
lo que puedo recibir, y me conformaré”.

Víctor, que en principio había aceptado crearla, finalmente se


arrepiente y la mujer nunca cobra vida, al menos no en el libro, pero
un siglo después el cine, como tantas veces, retomará la historia para
dar su propia versión, porque –recordemos- las novelas siempre
pueden continuarse o ramificarse, en la literatura, en el cine, en el
teatro, ¿en la realidad?

En 1931 se estrena la excelente película de James Whale: “La novia de


Frankenstein”.

El monstruo (Boris Karloff) y el Doctor Frankenstein (Colin Live) han


sobrevivido a un incendio. El primero se refugia en el bosque y el
segundo está en su casa, donde recibe la visita del Doctor Pretorius,
quien le propone repetir el experimento: esta vez con la intención de
crearle una novia al esperpento. Si pusiéramos en diálogo al libro con
la película, el doctor Frankenstein, desde las páginas de Mary Shelley,
seguramente advertiría, horrorizado, que “una raza de diablos se va a
propagar sobre la Tierra haciendo que la misma existencia humana se
vuelva precaria y llena de terror”.

Ya en 1625, el filósofo Francis Bacon —lo cita Jerónimo Ledesma en


su prólogo (2006) a Frankenstein—, había escrito: “Quien tiene algo
repugnante en su persona, también tiene un perpetuo estímulo para
redimirse del rechazo. Por eso todas las personas deformes son
extremadamente audaces”.

En este aspecto de la personalidad, el monstruo se parece al héroe; su


audacia también lo lleva a emprender un viaje y a realizar hazañas.
Pero lo hace de manera inversa, porque su “viaje” es hacia la
“civilización” y sus “hazañas” no consisten tanto en matar enemigos,
sino, sobre todo, en salvarse de ellos, es decir, en salvarse de los
hombres.

Comentario: el otro también puedo ser yo. Y este cambio en el punto


de vista puede ser un diamante para el conflicto.

Al comienzo de la novela de Mary Shelley, el narrador es el científico;


pero en el centro del libro la posta pasa hacia la criatura, que ahora
cuenta en primera persona las diferentes situaciones que fue viviendo
al escapar del laboratorio y las opiniones y sentimientos que elaboró
a partir de esas experiencias.

Estos pasajes son un buen ejemplo para pensar la construcción de la


empatía. En las novelas uno suele encontrar lo que se denominan
personajes planos y personajes redondos. Esto lo explicó el británico
Edward Morgan Forster en “Aspectos de la novela” (1927). Los
personajes planos suelen ser estereotipos, incluso caricaturas. Se
construyen en torno a una sola idea o cualidad; pero cuando se
desarrolla más de un factor en ellos, atisbamos el comienzo de una
curva que sugiere un círculo. Una novela que sea medianamente
compleja, suele exigir tanto personajes planos como redondos, y el
resultado de sus conflictos se asemeja a la vida con más exactitud.

En el centro de la novela de Mary Shelley, el personaje plano más


importante —la criatura— evoluciona como personaje redondo y esto
sucede porque su interioridad crece a la par del punto de vista y de su
nuevo rol como —momentáneo— narrador.

Forster también clasifica a los personajes en estáticos y dinámicos


(cuando evolucionan) y en principales, secundarios y sugeridos, que
básicamente son los que brillan por su ausencia. Aunque los
personajes sugeridos no tienen una participación directa en las
acciones y peripecias, son una parte esencial en la trama. Un buen
ejemplo podría ser Sauron en el Señor de los anillos, de J. R. R.
Tolkien.

Los personajes planos no necesariamente son secundarios, sino


personajes que participan en las acciones, pero con una construcción
simple, sin matices. En las epopeyas de la literatura antigua, abundan
los personajes protagonistas y planos. Esto es un punto clave para
pensar la novela como género. Difícilmente uno pueda leer una novela
cuyo protagonista no sea, además, redondo, complejo, interior y
exterior. Este tipo de personajes generan empatía con el lector,
básicamente, porque tiene interioridad.

Apunte: asignar interioridades a los personajes implica también


manipular las identificaciones y empatías de los lectores.
Cuando la criatura deja de ser sólo una descripción espantosa y
violenta y pasa a contar con voz propia y a revelar sus sentimientos,
la relación que establecen los lectores también cambia. Del miedo
pasan a la compasión; del horror a la ternura.

Comentario: los personajes pueden transformarse en espejos de los


lectores.

Frankenstein fue una versión sacrílega del bíblico Lázaro, un


resucitado por partes, no por la voluntad de Dios, sino por las
pretensiones de la Ciencia. Los resultados fueron: monstruosidad,
crímenes, dolor.

Frankenstein o el moderno Prometeo. El gótico surgía en un año sin


verano para echar sombras sobre las luces del iluminismo y elaborar
un contrarrelato de época. En los años siguientes, muchas novelas y
cuentos serían escritas bajo esta luz negra, tanto en Europa como en
Norteamérica, donde el romanticismo (Brockden Brown, Irving, Poe,
Hawthorne) fue denominado “oscuro”, justamente por las influencias
del gótico.

Los monstruos no nacen de un repollo; surgen como imaginaciones


artísticas o populares que guardan una relación estrecha con la
comunidad, permiten analizarla e interpretarla, ya que simbolizan los
temores y deseos que predominan en una época y en un contexto
particular, son criaturas de los sueños moviéndose entre seres
despiertos, híbridos, mitológicos, mutantes o vampiros, cuyos
cuerpos han sido desterrados, discriminados, degradados, o incluso
desclasados, como suele interpretarse, por ejemplo, a los zombies de
George Romero. Igual que los acontecimientos fantásticos que
analizara Ítalo Calvino en su Introducción a “Cuentos del siglo XIX”,
los monstruos también pueden ser visionarios (se ven) o psicológicos
(se sienten). Esta identidad sensorial no la da uno, sino muchos, un
pueblo entero, quizás un país, muchas personas cosiéndose a sí
mismas en una sola, monstruosa, como los miembros del esperpento
que fabricara Víctor Frankenstein.

Existen monstruos fantásticos, pero también realistas, a veces


enfermos, o mutilados, o malformados, que dejan de representar el
arquetipo humano, pues algo extraño se combina en ellos, a veces
sobra algo, a veces falta algo. Entonces, la comunidad los envía a los
leprosarios de su tiempo, o, si buscaran trabajo, a las ferias y los circos
para que allí puedan ganarse el pan, subiendo a los escenarios o
bajando a las arenas del espectáculo, como la mujer más flaca o la
mujer más gorda, el hombre más bajo o el hombre más alto del
mundo.

Ochenta años después de la novela de Shelley, H.G. Wells nos ofrece


nuevos terrores. Si en Frankenstein, el miedo provenía del suelo; en
La Guerra de los mundos, llega del cielo.

Hasta hoy, ha perdurado como la novela paradigmática de la invasión


alienígena. A lo largo de los años, se hicieron numerosas adaptaciones
a diferentes medios: películas, videojuegos, cómics, series de
televisión y programas de radio, el más conocido fue el de Orson
Welles, transmitido el domingo 30 de octubre de 1938, que causó
pánico en la audiencia.

"Radioyentes aterrorizados toman una obra de teatro bélica como


algo real. Muchos huyen de sus casas para escapar de la "invasión de
gas marciana”. Llamadas telefónicas inundan a la policía durante la
emisión de la fantasía de Welles” (Portada de The New York Times,
31 de octubre de 1938).
Comentario: así como la realidad supera a la ficción; también la
realidad puede verse superada por la ficción.

En la novela, el narrador no tiene nombre ni apellido, pero sí tiene


familia; es un portador de la experiencia colectiva.

En la visión de la época —explica Javier Yanes—, había un motivo para


tanta hostilidad: envidia de nuestro mundo cálido y húmedo por parte
de los habitantes de un planeta moribundo. El astrónomo Percival
Lowell postuló la existencia de canales artificiales en Marte,
construidos para irrigar sus grandes desiertos con sus menguantes
reservas de agua. Lowell se basó en las observaciones del italiano
Giovanni Schiaparelli, que había descrito formaciones rectilíneas en
Marte. En su novela, Wells mencionaba a Schiaparelli, pero no a
Lowell; la invasión de La guerra de los mundos no estaba motivada
por la desertización, sino por el enfriamiento progresivo de Marte.
Pero ¿había leído Wells a Lowell?

Lo que es innegable que el Wells científico se mantuvo muy vivamente


interesado en el planeta vecino. En 1896, mientras escribía su novela,
publicó en el periódico Saturday Review un breve artículo titulado
“Intelligence on Mars” en el que resumía su visión de Marte.
Inspirado por su formación en biología como alumno del
evolucionista Thomas Henry Huxley, conocido como “el Bulldog de
Darwin”, Wells sugería que los marcianos serían muy diferentes a los
humanos; suponer lo contrario sería “naíf”, escribió.

En 1908, una década después de la publicación del libro, Wells


expandió su teoría sobre la vida marciana en un artículo en la revista
Cosmopolitan. En “The Things that Live on Mars”, el autor especulaba
sobre las formas de vida en Marte: plantas más altas debido a la
menor gravedad, animales con espaciosos pulmones que volaban,
trepaban o nadaban, y una especie inteligente que, desdiciéndose de
su apuesta anterior, definía como de aspecto “cuasihumano”.

Para ciertos estudiosos —continúa Javier Yanes—, La guerra de los


mundos no es tanto ciencia-ficción como alegoría política del clima
previo a la Primera Guerra Mundial. Según la portavoz de la H. G.
Wells Society, la escritora Emelyne Godfrey, “La guerra de los
mundos es una crítica del imperialismo y de la arrogancia humana”.

De hecho, las máquinas marcianas anticiparon el traslado de la guerra


desde los campos de batalla a las ciudades, algo que durante el siglo
XX se convertiría en realidad.

Dicen que hay cosas con las que no se juega, que hay cosas que mejor
no decir, porque… ¿a ver si se cumplen? Cuando esas palabras están
contenidas, las habita el terror; cuando esas palabras están
pronunciadas, las habita el horror.

El terror —explicó Stephen King— es mental y el horror es físico. El


terror es la puerta cerrada —lo que no vemos—; el horror es la puerta
abierta —cuando la amenaza se concreta. El terror es implícito; el
horror es explícito. La dinámica terror/horror es esencia del gótico.
Además del componente grotesco, cuyos ying yang consisten
especialmente en lo trágico/lo cómico y en lo alto/lo bajo (en términos
de usos del lenguaje y de representaciones de la cultura). Gótico
podría ser el humor negro, un chiste de velorio.

No todos los góticos son fantásticos; también existen versiones


realistas, por ejemplo las literaturas del gótico sureño norteamericano
(Carson McCullers, Flannery O´Connor, Eudora Welty, Truman
Capote, entre otros).
Stephen King agrega una nueva categoría: la repulsión, que es cuando
el miedo se mezcla con el asco. Leer por ejemplo su cuento “El último
turno”, acerca de un grupo de trabajadores que, al limpiar un sótano,
es atacado por ratas gigantes.

La Guerra de los mundos contiene algunos pasajes repulsivos, por


ejemplo, cuando los trípodes marcianos, como si fueran máquinas
vampiras, chupan la sangre de los prisioneros para aprovecharla
como alimento.

“Somos fértiles campos para las semillas del terror —escribió Stephen
King en Danza Macabra (1981)—, nosotros, los bebés de la guerra;
que hemos sido criados en una extraña y circense atmósfera de
paranoia, patriotismo y orgullo nacional”.

Hay muchos ejemplos que demuestran que la literatura puede ser


premonitoria. Pero qué fue primero: ¿el huevo o la gallina? La
literatura como una visión o la literatura como una causalidad.

En su famosa conferencia “Writing short stories”, Mary Flannery


O´Connor contó:

“Una vez le presté unos cuentos a una granjera vecina mía, y al


devolvérmelos me dijo: «Pues bien, estos cuentos muestran lo que
alguna gente haría». Me dije a mí misma que mi vecina tenía razón,
que cuando uno escribe cuentos, su más inmediata aspiración debe
limitarse a eso: a mostrar lo que cierta gente hará, y hará a pesar de
todo.”

Comentario: la escritura es del presente y la literatura es del pasado o


del futuro.

Las tradiciones, retrospectivamente, son una carga; y


prospectivamente, una descarga. Por eso, el escritor es como un
transportista: carga y descarga, carga y descarga. En los viajes, puede
pasar cualquier cosa: algunos objetos se rompen, los piratas del
asfalto roban parte del cargamento; las correas saltan, el radiador se
sobrecalienta y el agua se convierte en una humareda de vapor que no
te deja ver. O llega el fin del mundo —la muerte— y entonces jamás
llega a destino.

“Seremos o no seremos”, esa es la cuestión. No debemos creer —los


escritores— que algún mañana dependerá de nuestros libros. Es al
revés: son nuestros libros los que dependen del mañana.

Parece pertinente recordar el monólogo de Macbeth:

“Mañana, y mañana, y mañana se desliza a pequeños pasos, de día en


día, hasta la última sílaba del tiempo escrito; y todos nuestros ayeres
han alumbrado a los locos el camino hacia el polvo de la muerte.
¡Apágate, apágate breve candela! La vida no es más que una sombra
que pasa, un pobre cómico que se pavonea y agita durante su hora
sobre la escena, y después no se lo oye más; es un cuento contado por
un idiota, lleno de ruido y de furia, que no significa nada”.

En las novelas también hay futuros. En tiempos de la historia, pueden


estar anticipados, aparecer incluso al principio; pero en tiempos de la
narración, son básicamente las páginas todavía no leídas. Allí, el
lector, que se encuentra en medio del conflicto, deposita su esperanza,
porque todo problema busca una solución. Del mismo modo, el nudo
busca un desenlace, desenredarse. En la narrativa clásica, la idea del
final organizaba, incluso, el proyecto de escritura. Grandes maestros
aconsejaban tener, primero, el final, un horizonte hacia donde
escribir; el final del arcoíris adonde los duendes guardaban la olla con
monedas de oro. Pero es sabido que la literatura moderna ha
economizado no sólo en los estilos de la prosa sino también en las
composiciones de la trama. Lo que alguna vez fue introducción, nudo
y desenlace; a lo largo del siglo XX se ha convertido, en muchas obras,
simplemente en nudos. Coloquialmente, se escucha hablar de finales
abiertos y finales cerrados; lo cual no sería tan preciso, ya que, como
mencioné anteriormente, ni siquiera el final más cerrado puede evitar
continuidades y ramificaciones. ¡Hasta los muertos pueden resucitar!
Como Jon Snow en Games of Thrones.

En “Sobre el cuento de hadas” (1947), J. R. R. Tolkien escribió: “La


fantasía creativa (…) es capaz de abrir nuestras arcas y dejar volar
como a pájaros enjaulados los objetos allí encerrados. Las gemas
todas se tornarán en flores o llamas, y será un aviso de que todo lo que
poseían (o conocían) era peligroso y fuerte, y que no estará en realidad
verdaderamente encadenado, sino libre e indómito; sólo de ustedes
en cuanto que era ustedes mismos”.

Comentario: la imaginación es capaz de reabrir cualquier final


cerrado.

La Guerra de los mundos tiene un desenlace clásico, y además


contiene un hipérbaton, que es un recurso habitual en la poesía que
consiste en alterar en el verso el orden natural de la oración. Mario
Vargas Llosa lo toma como concepto para la narrativa y lo define como
dato escondido momentáneo (diferente de la elipsis, que es un dato
escondido definitivo). El hipérbaton tiene dos partes: el ocultamiento
y el descubrimiento (o revelación). Consiste en la postergación (en el
tiempo de la narración) de ciertas informaciones que se revelan al
final. En la novela de Wells, finalmente el narrador se reencuentra con
su familia, los combates llegan a su fin y los marcianos son derrotados,
no por la acción del hombre, de sus armas y tecnologías, sino —acá la
revelación— por los seres más pequeños de nuestra naturaleza: los
microbios. Es un final casi de fábula, didáctico y con moraleja.

“Los gérmenes de las enfermedades han atacado a la humanidad


desde el comienzo del mundo (…). Pero en virtud de la selección
natural de nuestra especie, la raza humana desarrolló las defensas
necesarias para resistirlos (…). Con un billón de muertes ha adquirido
el hombre su derecho a vivir en la Tierra y nadie puede disputárselo;
no lo habría perdido aunque los marcianos hubieran sido diez veces
más poderosos de lo que eran, pues no en vano viven y mueren los
hombres”.

La cuestión biológica es central en los tres libros que articulan esta


segunda parte. Lo es en Frankenstein, en La guerra de los mundos y
también aparece como tema central en Soy Leyenda (1954), de
Richard Matheson.

La novela es una versión pos apocalíptica de la ciudad de Los Ángeles,


comprendida entre los años 1976 y 1979. El protagonista, Robert
Neville, ha sobrevivido a una pandemia provocada por una guerra
bacteriológica que ha arrasado con todas las personas que había en la
Tierra; sin embargo, estas no están muertas, sino que se han
convertido en portadoras de una bacteria que produce los clásicos
síntomas del vampiro mítico, dividiéndose en dos clases: los
infectados, quienes en vida contrajeron la bacteria, y los vampiros,
muertos que resucitaron gracias a la bacteria.

Robert Neville se mantiene encerrado, llevando una vida monótona.


Su rutina consiste en reparar la casa, arreglar los sellos de las
ventanas, colgar ristras de ajo y despejar de cadáveres de vampiros el
césped de la entrada. Además, sale a buscar comida y a cazar vampiros
que, con la luz solar, entran en una especie de coma. Mientras estudia
medicina, biología y psicología para trata de comprender qué les pasa
a estas nuevas criaturas, hace distintas evocaciones al pasado, tanto
personal como del origen de la pandemia. De este modo, el presente
de la narración se ve interrumpido por varios flashbacks que sirven
como rompecabezas para la mejor comprensión de la historia por
parte del lector.

Comentario: los saltos temporales separan la narración, pero unen la


historia. Porque las cosas siempre empiezan antes y siempre terminan
después. Es importante recordar este ABC de la narrativa: la historia
siempre es más larga que la narración. Además, la historia es
cronológica y completa y la narración es fragmentaria e incompleta,
por el simple hecho de que no se puede contar todo. La narración es
como la luz de una linterna alumbrando la oscuridad del campo. Esta
iluminación es parcial, deja ver sólo algunas cosas que, muchas veces,
no son lo que parecen. En esas tinieblas permanecen latentes otras
narraciones, que cualquiera podría iluminar, si las escribiera. Como
Julio Verne y su Esfinge de los hielos frente a Edgar Allan Poe y su
Narración de Arthur Gordon Pym.

Como en La Guerra de los mundos y, en cierta medida, como en


Frankenstein, la supervivencia de un solo individuo es el tema de
fondo de Soy Leyenda. Uno contra todos. El sujeto contra una
realidad amenazante y catastrófica. Le pasó a la criatura con los
humanos (Shelley); le pasó al narrador desconocido con los
marcianos (Welles); ahora, lo mismo le ocurre a Robert Neville —el
último ser humano sobre La Tierra— con los vampiros que rodean su
casa, en esta nueva versión de la soledad que escribe Richard
Matheson.
Como dice el poema de Borges, 1964 (año en que quedó ciego): Ya no
es mágico el mundo. Te han dejado. / Ya no compartirás la clara luna
/ ni los lentos jardines. Ya no hay una / luna que no sea espejo del
pasado, / cristal de soledad, sol de agonías. / Adiós las mutuas manos
y las sienes / que acercaba el amor. Hoy sólo tienes / la fiel memoria
y los desiertos días.

La supervivencia también aparece como tema en otro gran libro de


Matheson, publicado dos años después de Soy Leyenda. Esta nueva
novela de 1956, titulada El increíble hombre menguante, cuenta la
historia de un hombre que empieza a achicarse progresivamente.

Al año siguiente, en 1957, Jack Arnold adapta la película con


colaboración de Matheson, que es el encargado de escribir el guión.
Este film es considerado uno de los mejores en la historia del cine
fantástico.

Scott Carey está con su mujer pasando un día agradable en un barco


prestado. De pronto, avanza sobre las aguas una especie de neblina y
Scott es rociado con partículas brillantes, posiblemente radioactivas.
Este fenómeno va a desencadenar un extraño proceso: la pérdida
gradual del tamaño de su cuerpo. Con el correr de los meses, queda
reducido a pocos centímetros, lo cual cambia su carácter y su vida, ya
que empieza a volverse antisocial y a estigmatizarse a sí mismo como
un monstruo, un freak. Esto lo lleva a la soledad y finalmente al exilio,
dentro de la propia casa.

En dimensiones minúsculas, tiene que luchar por la supervivencia,


armado de alfileres e hilo de coser en los rincones del sótano,
refugiándose en una caja de fósforos o buscando alimento a la
intemperie, donde encontrará a su enemigo: una araña que quiere
cazarlo, como si él fuera una mosca. Toda la historia puede leerse
como una metáfora. La reducción no es sólo del cuerpo; el derrumbe
es económico, social e incluso metafísico. El hombre de clase media
ahora está vestido con harapos, como un indigente, en lo más bajo de
la casa; el hombre moderno se ha vuelto primitivo, como si hubiera
retrocedido en el tiempo hasta la prehistoria. Su razón, sin embargo,
crece. A medida que el cuerpo se achica, la mente se agiganta, en
reflexiones tanto conceptuales como prácticas, sobre lo que es o fue,
sobre lo que es o será o nunca será. El goteo de una canilla, el fuego
de un fósforo, las migas de pan, todas reliquias de una raza extinguida,
se convierten en los nuevos dilemas que la humanidad (monstruosa)
de Scott Carey debe afrontar. El monólogo final se vuelve poético,
acompañado de imágenes tanto del suelo como del cielo, de espacios
infinitesimales e infinitos. Sus últimas palabras, pronunciadas desde
un mundo atómico, retumban en las estrellas: ¡Todavía existo!

La supervivencia —tópico de la literatura de aventuras—, aquella de


Robinson Crusoe en la isla desierta, de Gordon Pym en el naufragio,
de Ismael contra la furia de la ballena blanca, ya no necesita, como
conflicto que da sustento a la trama, viajes por tierras exóticas ni
mares del sur. Basta la propia casa para tener un escenario digno de
los náufragos. En medio de sus cosas —la mesa, la silla, la radio o la
TV—, el protagonista también debe luchar contra viento y marea para
obtener comida y abrigarse. La muerte es inminente. Ni las paredes,
ni los techos, alcanzan para protegerlo, porque está siendo cazado,
por el gato gigante que antes fuera su mascota o por los vampiros que
antes fueran sus vecinos.
“Todo cambia” y “las cosas no son lo que parecen” se han vuelto leyes
de la literatura, como la acción de la gravedad y el principio de acción
y reacción.

Me llamo así, me llamo asá, pero ¿quién soy yo? —se pregunta el
personaje. Las páginas no alcanzan. Las respuestas se desvanecen y el
mundo se ha convertido en un cuestionario infinito. ¿Dónde estoy?
¿Por qué quieren matarme? Esta vida parece una novela.

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