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TUNA BLANCA

Yo era un hombre bueno, así había dicho mi padre, mi familia y mis amigos,

pero para este mundo no soy más que una lacra que carcome la razón y

destruye la conciencia, soy la bestia que arruina vidas y desata violencia, soy el

alma que vaga en el mundo causando penas y deshonras…Las voces.

Ismael Umpari Tucto llego al pabellón número dos cargando su frazada, su

bolsa llena de mudas simples y un par de zapatillas que colgaba de su corto

cuello, era repasado junto con sus nuevos compañeros por las miradas de los

reos más antiguos que buscaban alguna señal de debilidad con la cual sacar

provecho o simplemente atormentarlos, dos reclusos en especial les

ralentizaban el paso, ambos vestían pantalones cortos, sandalias de playa y los

torsos desnudos cubiertos con ciento de tatuajes exhibidos con orgullo cual

marca de guerra honrosa, el de contextura delgada esbozo una sonrisa

mientras sacaba la punta de la lengua moviéndola de un lado a otro en clara

alusión a una grotesca satisfacción, el otro solo se limitó a inspeccionar las

prendas de Umpari y de los demás en busca de algo de valor para reclamar

antes de que “los jefes” se le adelantaran. El guardia que dirigía la marcha los

detuvo casi al final del patio, justo en frente de una ancha puerta de barrotes

oxidados y manchas de meados humanos, hablo en voz alta, emulando la

autoridad ausente y reticente en aquel pequeño mundo de hombres

confinados, y se alejó entre la multitud de presos que se agolpaba y cuyo

circulo se hacía cada vez más reducido y amenazante, uno de los presos

nuevos fue cogido por sorpresa, zarandeado de un lado a otro, en el forcejeo

su frazada desapareció entre las cien manos que lo aprisionaban, sacado de la

fila fue conducido a rastras detrás del portón de barrotes, ahogado sus gritos
de desesperación en la euforia del momento; desapareció en una celda.

Algunos presos conocidos se abrieron paso fácilmente entre la multitud

agolpada, pero Umpari, como los cinco que restaban tuvieron que soportar las

risas, burlas, palabras grotescas, maldiciones que era el lenguaje casi universal

de aquel tumulto impestivo, hasta que una voz ronca y lejana los apaciguo,

había llegado uno de los jefes; custodiado por tres hombres caminaba un poco

encorvado, era alto y delgado, traía puesto una camisa de mangas largas y

descoloridas que se complementaba con un pantalón de tela; una cicatriz

pequeña pero pronunciada asomaba por el pómulo derecho, se acercó

lentamente y luego de dar una mirada fría y penetrante señalo a dos hombres

jóvenes, que sin decir palabra le siguieron perdiéndose entre los pasillos del

penal. Eso fue todo, el griterío volvió nuevamente, un hombre de calvicie

deprimente asió a Umpari del brazo, este lucho para librarse, pero un empellón

por la espalda lo derribo, mientras estaba en el suelo, otro fue cogido pero este

se zafo enseguida y empezó a propinar patadas y puñetes, los cuales le fue

respondido de forma brutal, pues el tumulto se ensalzo en su contra y se

olvidaron de los cuatro hombres que a duras penas lograron escabullirse,

Umpari busco la protección de una celda oscura, olía a excrementos, el piso

estaba cubierto de papeles, colillas de cigarro y restos de comida; un camarote

yacía cubierto por prendas en desorden, el resto de la mobiliaria era una

despintada mesa de cemento, asida a la pared de manera eterna, un filtro de

camión usado como banco y unos cuantos clavos apuntados en desorden que

servían de colgadores. Se sentó en el camastro que empezó a chillar con un

gemido desgarrador que solo fue opacado por la estampida brutal de la

multitud que empezó a huir ante la inminente llegada de los guardias, que entre
pitidos, mentadas de madre y varazos rescato al preso que casi habían matado

a golpes. La oscuridad se asentó aún más cuando llego la noche, en los

pasadizos se oía las risas, dadivas vulgares, y entonos de alguna canción de

pueblo, alguien golpeaba una botella plástica contra los barrotes produciendo

un sonido estridente que ascendía y descendía y que nadie osaba parar, dentro

de la celda el olor era insoportable, tanto así que Umpari descendió del

camastro y trato de buscar un sito cómodo en el piso, uno cartones

sobresalidos de la cama superior le sirvieron como colchón y arropándose con

la frazada conservada trato de dormir, pero no le era posible, a parte del olor

nauseabundo estaba el hecho de la necesidad por miccionar, la celda no tenia

baño; pero no quería salir a buscar una, enfrentarse otra vez y ser presa de

esas voces endemoniadas, pensaba para sí mismo que era imposible que los

cristianos se comportaran así, ni siquiera los mostrencos del pueblo actuaban

de esa manera, analizaba estos detalles sin imaginar que la brutalidad en una

cárcel aun no tenía limites, recordó cuando los comuneros castigaron un

abigeo capturado mientras trataba de meter unas vacas en un viejo camión, el

chofer huyo como un cobarde mientras al cómplice le tocaba la peor parte,

desnudado en la plaza principal, fue obligado a declarar su crimen entre

latigazos y puñetazos, que marcaban su rostro y partes de su cuerpo en

sanguiolentas manchas rojas, aturdido por los golpes lloraba en medio del

hastió de la gente, rogando por su vida, ni siquiera las suplicas de su madre

detuvieron la furia de los comuneros, fue paseado con las manos amarradas;

halado por un burro y paso la noche a la intemperie, custodiado por unos

cuantos que entre tragos de ron y chacchadas de coca, se aseguraban de que

el condenado sobreviviera a la noche, a la mañana siguiente la llegada de un


patrullero alertado por una llamada anónima fue su obvia salvación, Umpari

aún era muy joven cuando presencio todo ello, el común denominador de las

reglas para con su pueblo solo lo ejercía la autoridad del comunero que era lo

mismo que la justicia capitalina, tan distante y arrogante como anteaños. Lo

que más se le grabo en la memoria era el llanto desgarrado de la madre, una

pobre mujer de facciones cadavéricas que se arrastraba asida a las piernas del

hijo descarriado, y cuya cabellera larga y descuidada le ocultaba el rostro

sumido en lastimeros gemidos.

Se juró así mismo no deshonrar a la suya; antes de ello prefería morir como los

perros envenenados que se podrían a las orillas de las acequias y que eran

comidos por los gallinazos y los chanchos errantes.

El incómodo dolor hincho su abdomen, sumado a los espasmos del frio suelo,

hicieron que se levantara bruscamente, temeroso saco la cabeza por entre el

umbral de la celda, el pasadizo se hallaba invadido por algunos reos, que

reunidos en el centro jugaban a las cartas entre pucho de cigarros, vasos de

algún licor barato y la música emanada de un moderno celular, se recogió

inmediatamente, alegrándose de no ser percatado por ellos, nuevamente el

miedo le invadió, acrecentado aún más por los bombillos eléctricos que

proyectaban una luz amarillenta que formaba siluetas degradantes que daban

al ambiente de la noche el tono del fin de los hombres, no se hubiese

percatado que enfrente de su celda estaba otra puerta homónima si no fuera

porque sus ojos fueron asaltados por la mirada hiriente de un preso que

emergió del oscuro umbral para suprimir una común necesidad, le miro un rato,

hizo un gesto de sorpresa y cruzo el pasadizo, por entre los hombres que

protestaron con resondras vulgares, Umpari se sintió abatido, otra voz más lo
había descubierto, se quedó oculto al filo del umbral, amparado en la oscuridad

de su celda, estático, esperando el irrumpir de súbito y el estruendo de aquellas

voces endemoniadas, pero ello no sucedió, el preso regreso y lanzando un

escupitajo que carraspeo de forma acostumbrada se perdió en la oscuridad de

su celda. La noche avanzo.

Al amanecer un líquido amarillo mojaba un canto de los cartones, era el

desecho de Umpari, que sin vencer el miedo de cruzar el pasadizo, opto por

usar una esquina de la celda como urinario improvisado, lo que no calculo fue

la cantidad a expulsar que rebalsando el límite de la pared se había

congregado en un charco pronunciado que avanzo toda la noche hasta

detenerse en los ribetes de su improvisada cama, al despertar no reparo en

ello, la luz del día apenas perceptible, formaba siluetas que a duras penas

podía distinguir, las voces cobraron fuerza, eran sonidos vivos de hombres que

se saludaban entre sí, con palabras de calle y gritos lleno de maldiciones,

también estaban los sonidos de las rejas al abrirse, de las sillas arrastradas por

el pasadizo, y de tazones que se golpeaban contra los barrotes a medida que

sus dueños avanzaban en fila hacia el comedor, desfilaban pasando por el

umbral de su celda, algunas miradas se detenían en su interior, husmeaban al

aire, la mayoría se tapaba la nariz, haciendo muecas de desagrado, el resto

apresuraba el paso para ganar la cola del desayuno. Umpari los miraba

sentado en el catre, con los ojos horrorizados, aterrado ante aquellas voces

que desfilaban frente a él y que sumidos en una necesidad humana; por el

momento lo ignoraban y acrecentaba la incertidumbre de caer nuevamente en

sus garras. Pero el también formaba parte de esa necesidad, se recordó que

no había comido nada desde que lo transportaron, la vianda con comida que su
mujer a duras penas le había alcanzado había sido confiscado por un policía de

aspecto descuidado, que entre insultos e improperios amenazaba con

enterrarlos vivos en la playa más cercana si alguno se portaba bravo. El

estómago crujió de manera indolente y esperando que la fila se terminara

camino relegado, marcando los pasos que distanciaban del resto, no entendía

el procedimiento para acceder al desayuno, apoyado sobre un muro asaltado

con nombres y dibujos obscenos, contemplaba embobado el escenario, la fila

se deshacía a medida que los comensales recibían en sus viandas toda

dispensa posible y se esparcían en cualquier rincón del patio, una mesa larga y

sin cubrir sostenía las ollas de aspecto asqueroso, ennegrecidas por el calor de

la cocina, chorreaban en sus bordes gruesas gotas de avena que los más

desesperados lamian al rozar con sus manos, uno de los tres cocineros recibía

los platos que variaba en sus formas desde simples tazones hasta

improvisados platos, mientras que otros dejaba caer los panes sobre manos

angustiosas que desaparecían entre sus dientes. Al fin convencido del

procedimiento se acercó, pero se dio cuenta que no tenía donde recibir el

alimento, le hicieron señas de avanzar y solo le toco dos panes, el mayor de los

repartidores, miro por detrás de Umpari, cerciorándose de que no quedaba

nadie más a quien alimentar, se secó las manos sudosas en el pantalón y

cogiendo una taza de lata despostillada, hundió su brazo en la enorme olla

para beber un poco de avena, al mismo tiempo que Umpari se retiraba,

confuso, dolido, atormentado.

En el patio comedor no había sillas ni mesas, a las justas unos cuantos

soportes de madera que algunos presos habían construido con las tablas

arrancadas a los urinarios, mientras todos comían, las voces se calmaron, el


silencio era total, solo los sonidos de las cien bocas mascando era la

percepción de una efímera paz. Umpari se apoyó en la columna de cemento,

de espaldas y empezó a probar el primer bocado del día, los trozos de pan

apenas eran suaves, se dio cuenta que eran los mismos panes que los pitucos

de las casas adineradas botaban en costales para servir de alimento a las

porquerizas de los barrios pobres, la mañana era fría, el cielo cubierto de nubes

pálidas, dejaba caer una leve llovizna que muchos ignoraron, el piso del patio

cubierto de cemento sin enlucir, mostraba pequeñas rajaduras que se

pronunciaba en su superficie cruzándolo al otro extremo, la garua había

oscurecido el color sin vida del cemento, a tal punto que resulto incomodo, las

voces se levantaban y buscaban refugio en su celda, algunos ya adaptados y

prevenidos se cubrían con las capuchas de sus casacas, otros usaban el

cartón donde yacían como cobertores, y los más desgraciados como Umpari no

tenían más remedio que seguir comiendo bajo las lágrimas de dios.

De pronto la voz de un hombre lo extrajo de su corto aislamiento; no había

advertido su presencia, empezó a tragar despacio, mientras la pequeña lluvia

caía sin cesar.

- Y tú, ¿Cómo te llamas? – no contesto, esa voz que formaba parte de las

voces malditas, de las que intentaba huir, escapar de su dominio de brutalidad,

sonaba tan cerca, que percibía el aliento de sus palabras; ni siquiera volteo el

rostro para definir las facciones de su interlocutor, el miedo se había apoderado

de todo su ser, el mismo miedo cuando encontró aquel hombre desnudo que se

abalanza sobre una muchacha desmayada, y que al ser descubierto solo sonrió

al mismo tiempo que se recogía los pantalones, asegurándolos con la soguilla y

despareciendo entre la espesa oscuridad de la noche. Umpari que era


adolescente para aquel tiempo, quedo allí en medio de aquel acto de

desagravio, sin atinar reacción alguna en todo su ser, hasta que la voz de un

amigo que andaba buscándolo lo extrajo de aquella extraña paralización, el

amigo también comprendió lo que pasaba; y de manera más efusiva a rastras

lo alejo del lugar quizás por evitar comprometerse o simplemente compartiendo

el mismo sentimiento de terror y asombro. En un acto de reflejo por ver la cara

del hombre perdido Umpari volteo el rostro y solo advirtió el semblante de un

cara desconocida, demacrada por el paso del tiempo y las malas comidas, lo

ojos apenas sostenidos por el brillar de la vida, y unas cejas y barba poblada

de canas que se mezclaba con el color de la tierra muerta de los desiertos

peruanos.

- Si sigues con esa cara, te van a comer vivo – volvió el extraño a decirle, quien

también le examinaba meticulosamente y cambiaba los sentimientos de su

mirada, a la vez que relajaba el rostro por descubrir un compañero tan

perturbado como lo fue el hace algunos años.

Sostenía un tazón de plástico blanco, adornado con dibujos de flores rojas, que

se estaban borrando por el continuo contacto con las manos, lo acercaba a su

labios y bebía del filo, produciendo un sonido de succión, el mismo que

efectuaban los patos cuando metían el pico en los charcos pantanosos que

dejaban las lluvias. Se limpió con el dorso de su mano, y levantándose

bruscamente se despidió a secas:

- Me llamo Veteta, cualquier cosa me buscas en el pabellón c – y desapareció a

medida que la lluvia cesaba lentamente.


Los hombres no pueden huir de dios, porque dios está en los hombres, si la

vida fuese un ateísmo complaciente entonces viviríamos en una anarquía

destructiva, lejos del fin y del principio; y el mundo no sobreviviría. Sin el bien y

el mal, seriamos como una gota hueca, una cascara frágil que se desintegraría

al menor soplo, iríamos por nuestro destino, errantes; entre tanta agua pero sin

calmarnos la sed... El teólogo.

Cuando llego la noche y después de saborear la frugal merienda de la tarde,

Umpari regreso a los aposentos del cuarto nauseabundo, allí dentro de la

oscuridad reinante, busco a tientas el cartón, dándose con la ingrata sorpresa

que había desaparecido junto a la frazada tan protegida el día de su llegada, no

tuvo más remedio que acostarse en el primer nivel del camastro, pero ni bien

deposito su cansado cuerpo, los resortes chirriaron con mayor fuerza que la

primera vez. Amoldo su masa corpórea lo más que pudo al desbalance del

colchón que se deformaba incómodamente y a pesar del olor pútrido, cada más

fuerte al tener que usar los trapos como sabanas se quedó profundamente

dormido.

De la celda de enfrente se oyó un carraspeo, seguido de varios ronquidos que

llenaban las celdas del hastió nocturno, el callejón se hallaba vacío de los

jugadores de casino; y solo el humo de varios cigarrillos confundidos con la luz

de las bombillas asfixiaba el ambiente de pequeños murmullos que se perdían

por las celdas y encontraban ecos en las paredes de aquella enorme prisión,

que carcomía la vida de algunos hombres y hundía las esperanzas de otros.

Se supo por los soplones la noticia que llegaría un traslado especial, los presos

más expertos y de mayor jerarquía se habían congregado en sus celdas

meticulosamente, alisando sus camastros y ocultando cualquier signo visible de


sus comodidades físicas, los demás que pertenecían a la clase de pobres y

desgraciados solo les quedaba vivir como siempre, al filo de la necesidad y

dormían sin inmutarse por la llegada de más compañeros, cuando el frio se

convirtió en nubes grises de rocíos madrugadores, un autobús enorme, de

color oscuro y decadente se detuvo frente al portón de planchas gruesas y

oxidadas, sus luces amarillas iluminaban el rostro de los guardias que la abrían

de par en par, mientras el vehículo avanzaba volvían a cerrarla con la misma

prisa cuando el alma se abandona. Ya se había corrido la noticia entre los reos,

los nombres saltaban de boca en boca, algunos los conocían y se estremecían

en facciones de respeto y miedo, otros preguntaban embobados y con asombro

quienes eran, se hablaban de sus hazañas; de sus muertos en lista, de

enemigos por contar y hasta de las mujeres por montar, los jefes tramaban

alianzas, los lacayos ideaban ardides de conveniencia y los guardias

esperaban pacientemente más tajadas para llenar sus bolsillos a costa de

ignorar sus deberes. Cuando el autobús se parqueo en el patio comedor, una

fila de diez guardias armados los recibieron, algunos presos bajaban con la

cabeza envuelta en sus frazadas, talvez para evitar el choque traumático del

viento helado; otros exhibían el rostro orgulloso y petulante, no traían uniforme

de preso porque en los reclusorios del Perú, la ropa es una moda muda que

solo habla cuando la condición social lo amerita, descendían del bus,

rengueando, avanzaban unos cuantos metros hasta detenerse frente a los

guardias que quitándoles las cadenas de ley; los conducían del brazo por el

callejón, hasta su celda asignada, eso fue todo el proceso que se realizó en

silencio, no hubo gritos, pifias, ni gestos de recibimiento, solo un vomito de


hombres reprimidos que se juntaba con su especie social y hacinaba cada vez

más el obsoleto sistema penal.

Umpari dormía sumido en sueños infantiles, recorriendo las heladas punas de

su tierra, deteniéndose en imágenes que mezclaban el sonido del ganado con

el silbar del viento, escondiendo sus sombras entre las paredes de las rocas y

el follaje del escaso arbusto andino, se veía así mismo libre como los cóndores

del apu, aquel ser vivo y majestuoso que Crispin Lluyo cazo para la fiesta del

pueblo, y que después de malherirlo lo soltaron al filo de una barranco,

arrojándolo al vacío para que volase libre, sin tener la consideración que las

plumas del pobre animal apenas lo sustentaban y termino por despedazarse

entre las piedras que en sus mejores días surfeaba como señor de los cielos.

Un antiguo varayocs, de esos que aún se resisten a desaparecer y viven

confinado en leyes arcaicas de algún pueblito olvidado condeno el desastre,

lanzando una serie advertencia para el captor. Crispin Lluyo no le tomo

importancia al reproche y continúo trabajando de artesano en las minas de

Pilcuyo, orfebreaba el oro por encargo en losetas delgadas que vendían al

máximo precio y por cuyo procedimiento mataban el rio y las acequias con el

veneno del azogue, hasta que de a poco comenzó a vomitar sangre y a

llenarse de heridas expuestas que se laceraban dolorosamente, como si algún

acido calcinara la piel, no soporto mucho su destino y una mañana lo

encontraron pudriéndose en su cama de la que no había salido hace días.

Aun recordaba la escena del cóndor, cuando despertó por unos pasos pesados

que irrumpieron en el cuarto, se escuchó una voz socarrona que profirió

palabrotas al sentir el humor del ambiente, escupió al suelo y a tientas se echó

de lleno sobre el cuerpo de Umapri, que salto con un alarido, arrojando al


hombre por el suelo, mientras se alejaba asustado, intentando ver en la

oscuridad la silueta del intruso, el hombre se levantó pesadamente, pregunto

por el inquilino, dando a conocer que era el dueño; no obtuvo respuesta, solo

una respiración agitada que brotaba de la impresión, Umpari se apegaba más a

la pared, tenía las manos frías y sudorosas que humedecían el enlucido, el

hombre supo que el invasor estaba atormentado por el miedo y atino a decir:

- no te asustes, esta es mi celda, ¿Quién eres tu? – pero no obtuvo respuesta,

sentándose en la cama prosiguió – eres de los que llegaron ayer ¿Cómo te

llamas?

- eres nuevo verdad, la cama de abajo es mia, asi que te me vas, o duermes

arriba como quieras,

A la mañana siguiente el desconocido que se hacía llamar el teólogo, se

levantó muy temprano, antes de que Umpari le sintiera, levanto los periódicos

regados, se deshizo del carton con olor a meados y consiguiéndose una

escoba de cerdas quemadas limpio la celda lo mas que pudo, silvaba

- Es necesario que sepas que aquí la vida es una completa mierda, ese miedo

que tienes solo te va llevar a la tumba, tú no sabes las bestias que aquí se

crían, dentro de estas paredes nuestras vidas solo nos pertenecen cuando

aprendemos a valernos por nosotros mismos, eres un cholo, yo he conocido

muchos cholos, atrevidos y arrogantes como los de las pampas de Junín, o los

tercos y curtidos de Bolivia, dices que eres de Puno, hazle honor al apellido

que aún es peruano, desahuevate cholo, si ellos te miran a los ojos,

devuélveles la mirada con furia, si ellos te lanzan un puñete tu reviéntales los

pulmones a codazos, si entre cinco te chapan y te dan de alma, lucha aun


cuando la causa este perdida, nunca te detengas, conoces el mar, has visto las

olas, llevan más años que los abuelos de nuestros abuelos y siguen golpeando

la tierra eternamente, el sol brilla todos los días, aun a sabiendas que algún día

se la va acabar la llama, cholo eres y es el orgullo de tu nombre el que debes

de cuidar, si no crees en dios, pues al menos cree en que estas aquí por un

motivo, el de hacerte un hombre de verdad y no la piltrafa que eras allá afuera;

en esa mal llamada libertad.

Umpari escuchaba atento las palabras del teólogo, Veteta escuchaba

sobriamente como perturbado por las palabras

- ¡Tú no has visto tanta plata como yo! – grito al mismo tiempo que recordaba

su juventud, su salida de la casa paterna cargado de ilusiones y esperanzas,

los lloriqueos de su madre que le suplicaba volver y no tener la suerte del

hermano desaparecido, la fila de hermanos tan pequeños e indefensos, el

rostro triste y confundido de su padre y al fondo del corral la única vaca de

costillas pronunciadas que balaba por comida, eso fue todo Yuracuchi

abandono el pueblito, iniciando un viaje hacia lo desconocido, internándose en

la espesa selva, siguiendo los pasos del enganchador que sorteando abismos,

cascadas y caminos empinados conducía al grupo de jovencitos hacia su

nuevo trabajo, Yuracuchi paso una semana en el monte, alimentándose de

pescado en lata, gaseosas y galletas saladas; aislado del mundo, no vio un

alma en todo ese trayecto, una noche el enganchador los despertó de forma

violenta, el ruido de un motor como el de esos tractores que revuelven la tierra

para sembrar paso por encima de sus cabezas, ya estaba amaneciendo,

llegaron a un claro donde un avión de pequeñas dimensiones acaba de


aterrizar, tres hombres de porte extranjero portando armas y llenos de joyas en

sus muñecas y cuello la custodiaban, a pesar de que apenas salía el sol

usaban lentes oscuros y fumaban sin cesar, el trabajo empezó, primero

descargando los costales llenos con fajos de billetes americanos y llenándolo

en sus mochilas cada uno partía por caminos diferentes, Yuracuchi nunca

había visto un arma, pero esa mañana tuvo que aprender de improviso el uso

de una pistola automática, le explicaron su funcionamiento y aun sin entender

casi nada partió con ella y su mochila cargada de dinero, le habían advertido de

los ladrones y sin remordimientos matar a quien se le acercara, pensó para sí

mismo que una cosa era degollar un toro o un par de cabras para comer y vivir

y otra matar un semejante; pero no tenía tiempo para pensar en esas cosas; y

como todo buen hombre tenía que cumplir con su trabajo. Cuatro días después

estuvo de regreso esta vez no al descampado donde había aterrizado la

avioneta si no a las instalación de una lujosa mansión ubicada en los más

profundo de los montes, Yuracuchi nunca olvidaría ese lugar, contrarrestado

por el paisaje la casa era enorme, con puertas y ventanas por doquier, una

piscina de aguas claras y azules como el cielo soleado, camas de exquisito

tallado en madera y colchones perfumados, diferente a lo colchones de paja

con piel de borrego que usaba en su casa, tampoco olvidaría las mujeres que

asomaban a diario por esas instalaciones, se decía que eran colombianas,

brasileñas, argentinas, en fin de tantos países, que delineaban su figuras en

diminutas prendas y que se encerraban con los pilotos en orgias que duraban

lo mismo que el sol hasta ponerse rojo, entregaba los paquetes de aquel

finísimo polvo blanco por lo que tanta plata se ganaba y se retiraba a la ciudad

más próxima donde junto a otros compañeros armaban su propia orgia en los
bares citadinos, nunca uso su arma ni siquiera para un disparo al aire pero fue

testigo del uso de muchas en su presencia, era normal que aquellos días

tomara con un colega, brindaran juntos y hasta montaran a la misma prostituta

y al cabo de unas horas tener que cargar su cuerpo lleno de agujeros

sanguinolentos y arrojarlo como cualquier cosa a un rio donde la corriente lo

escondía en sus caudales hasta pudrir sus entrañas. También era normal que

el dinero llegara con tanta facilidad y de la misma manera desaparezca, fue

adicto a las modas americanas que costaban el triple

HUATUCO

CHARAPA

VICTOR

VOLVITO

LOS OSITOS

EL CHINO

VETETA

EL POLLO

TIGRE

YURACUCHI

SHANDU

DORIA

HAPIYUYO
Ayacucho, Huanta, Chincha y Cerro Lindo, primeros meses del 2014.

atormentado por el hambre, había dormido de largo, se levantó del camastro y

venciendo el miedo al salir por saciar su necesidad, atravesó el callejón

buscando el comedor, lo encontró vacío, unas ratas acostumbradas a la

presencia de hombres caminaban por doquier, las luces de la cocina estaban

apagadas, vencido regreso a la celda

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