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Editorial Debate
Sinopsis
MEUNG
Un día de 1954, cuando ya habían dicho por la radio que los franceses se
iban de la India, el padre Montret empujó la puerta de la tienda de
ultramarinos con cara animada, con los ojos casi transparentes y la redecilla
negra de la compra colgando de los dedos. Era media tarde y Marie-José
estaba, junto con Patrick, a cargo de la tienda.
—Chaval —dijo—, te necesito.
Patrick tenía ya la mano en el auricular del teléfono, al lado de la caja
registradora.
—No —le dijo el cura— He decidido hacerte maestro de ceremonias.
Se trataba del grado más alto al que podía aspirar. El maestro de
ceremonias es el acólito que dirige las ceremonias del culto ante la
congregación de fíeles, el que hace sonar la tarabilla que llama a la
genuflexión, el que manda en el organista y el pertiguero, el que orquesta los
movimientos de los demás monaguillos que permanecen en el coro, el que
hace que se inclinen los rostros, el que hace, incluso, que se eleve la nube de
incienso de las manos del turiferario, el que provoca el aprensivo y silencioso
arrepentimiento por el crimen del Edén, el balbuceo progresivo de las
plegarias, el incremento de volumen del cántico, el mayor enrojecimiento de
las llagas de Dios.
—¡Trae la mano!
—No, Patrick.
—¿Me quieres?
—Sí.
Cuchicheaban. De repente, él le tiró de la mano para acercársela al
vientre. Ella la retiró gritando.
—No quiero. Así no —dijo.
La primera vez que Patrick insistió para que Marie-José plasmara de
forma más explícita aquel mutuo amor, se vio rechazado. Tenían catorce
años. Sus juegos, sus gustos, sus reflexiones los habían vuelto casi iguales.
Diez años antes, cuando eran muy pequeños, habían descubierto las
particularidades de sus cuerpos; no había tardado mucho en saciarse su
curiosidad; admitieron lo irremediable. Volvieron a cubrirse el cuerpo.
Dejaron de investigar los testimonios de un enigma que les parecía más
penoso que desconcertante, más sucio que misterioso. Se apartaron de ello
como de algo pueril.
Patrick insistió para volver a destapar, a descubrir lo que la adolescencia
había ocultado bajo el alejamiento y el pudor. Se llevaba a Marie-José a la
isla para quitarse ambos la ropa y darse interminables besos. O subían al
cuarto de Marie-José, en el primer piso, mientras su padre recorría con la
furgoneta las casas de labor y las aldeas de Sologne. Se restregaban uno
contra otro, desvalidos y azarados.
Lanzó un alarido.
El doctor Carrion le estaba cosiendo en vivo la ceja a su hijo. La hija del
teniente Wadd le tenía cogida la mano y se la apretaba muy fuerte. Hubo que
darle dos puntos de sutura.
Al segundo punto de sutura, la sangre salpicó de forma inesperada el
pecho de la hija del teniente.
Mientras gritaba, vio cómo las gotas caían sobre el mohair y se
quedaban allí, hechas una bola. La lana tardó en chuparlas.
Luego el mohair fue absorbiendo las manchas. Miró cómo las absorbía
con retraso. Gritaba mientras miraba cómo la lana chupaba la sangre.
Su padre le estaba embadurnando la herida con el mercuriocromo que le
tendía la señora Wadd. La señora Wadd colocó una compresa mientras que el
doctor Carrion se limpiaba en vano las manos con una servilleta de papel.
Tenía las manos blancas de la pintura que le manchaba el pelo a su hijo.
Cerró el maletín marrón y se puso en pie.
Patrick entreabrió los ojos y vio de pronto que una botella de cerveza le
pasaba rozando la frente a su padre.
El doctor Carrion se apartó con rapidez. A su izquierda, el sargento
Wilbur Caberra agarró la botella imitando hábilmente el ladrido de un perro.
Le quitó la chapa con los dientes. Escupió la chapa en el suelo.
A Patrick le dio la impresión de que estaba penetrando en un universo
que no tenía sentido. Volvió a cerrar los ojos. El teniente americano estaba
diciendo:
—Care for a Bud, doc? (El teniente Wadd le estaba preguntando al
doctor Camón si le apetecía un vaso de cerveza.)
Patrick alzó los párpados, vio que su padre sonreía, vio cómo asentía. Su
padre hablaba despacio, con un pronunciado acento francés que llenó a su
hijo de humillación.
—Thank you very much —dijo el doctor Carrion.
El doctor se sentó al lado de la señora Wadd en un sofá de moqueta gris
con los brazos muy anchos. El sargento Wilbur Caberra rompió a reír. Dijo;
—French commies! (El sargento W. H. Caberra sugirió que los
comunistas franceses no le parecían tan temibles como los de otros partidos
hermanos.)
El teniente Wadd se bebía la cerveza echando la nuca hacia atrás. Un
hilillo de cerveza, que se iba empapando en el cuello de la camisa blanca, le
chorreaba por la barbilla.
A Patrick le dolía mucho la cabeza. Le ardían los ojos. Los oía a lo lejos.
Sentía dolor. Se habían enzarzado en una charla ruidosa. Hablaban una
jerigonza que le pareció totalmente ininteligible.
Sintió la tibieza del muslo de la hija del teniente Wadd. Volvió a abrir
los ojos. La miró.
La hija del teniente estaba absorta en el empeño de limpiarse con un
pañuelo la mancha de sangre en el mohair que le cubría el pecho.
La vio. Fue algo súbito. Súbitamente, lo sorprendió haber salido de la
infancia. Fue un descubrimiento que lo cogió desprevenido: la infancia se
había ido; todos los vínculos se habían desanudado y su fusión se había
descompuesto. El tiempo se había puesto en marcha sin que él se diera
cuenta. Todas las cosas se empobrecieron en un instante. Todo se volvió
consciente. Todo se volvió distante. Todo se volvió lenguaje. Todo se volvió
memoria. Todo se volvió tela de juicio. Todo se tomó cada vez más lejano:
surgía a diez mil leguas de su persona.
De golpe, había dejado la casa del padre. El mundo se volvió espacio. El
tiempo se posó a su lado. Bruscamente, los fervores, los juegos absorbentes
se borraron con la goma de las palabras concretas, de los terrores, entre el
miedo a los ridículos y la crispación de la angustia. Algo así como una ñoñez
alcanzó de pronto al padre, a la madre —y también a la condiscípula, al amor
de la infancia— y le hizo avergonzarse de ellos.
Entonces lanzó un gemido y ella le puso la mano en la frente. Se inclinó.
—What’s your name? (La hija del teniente Wadd le preguntó a Patrick
Camón cómo se llamaba, pronunciando despacio las palabras, frunciendo la
frente.)
—Patrick.
—Mine’s Trudy.
Y le dio la mano.
Trudy Wadd le preguntó a Patrick Carrion cómo estaba.
Volvió a fruncir la frente al hacerle la pregunta.
Él intentó encogerse de hombros. Pero Patrick asió los dedos de Trudy
sin decir nada.
—I loved Buddy Holly —dijo ella—. He was twenty—two and he was
the greatest singer in the world. (Trudy Wadd le confió a Patrick Carrion que
le gustaba Buddy Holly. Que éste tenía veintidós años. Que era el mejor
cantante del mundo.)
SEGUNDA PARTE
EL REINO
Era tarde cuando llegaron a la calle de las Casas Nuevas. Los Wadd
decidieron que Patrick dormiría en una cama plegable, que abrieron en el
comedor. A la mañana siguiente, cuando Trudy Wadd lo acompañó hasta la
plaza de la Iglesia de Meung, le prestó su bicicleta americana. Era una
bicicleta de cross, azul, amarilla y blanca. La joven se avino a montar en la
vieja bicicleta Peugeot.
Patrick no pedaleaba. Le parecía que se dirigía a Bagdad en una
alfombra voladora.
Trudy Wadd, con el busto doblado hacia delante, de pie en los pedales,
pedaleaba trabajosamente a su lado. Las redondas rodillas le levantaban la
falda de tenis. En la plaza de la Iglesia, Patrick vio a Marie-José vestida de
negro esperándolo apoyada en la pared de la iglesia, y desvió el rostro.
Se pararon delante de casa de Patrick. Cuando cambiaron las bicicletas,
Trudy le estrechó la mano con fuerza, haciendo por triturársela. Trudy acercó
el rostro al ojo de Patrick, miró bajo el vendaje. Le preguntó si conocía a Bill
Haley, a Gene Vincent, a Elvis Presley, a Paul Anka. Dijo que, después de
Buddy Holly, eran sus cantantes favoritos. Ya se los haría oír. Se subió en su
bicicleta azul, amarilla y blanca. Se fue.
Patrick, concentrado ante la caja clara, ante los dos platillos, ante el torn
bajo, sonreía inmerso en una auténtica embriaguez interior. El adolescente
practicaba con la batería tocando al mismo tiempo que tocaba Charlie Parker
en el disco que giraba en el tocadiscos, a sus pies.
Se abrió la puerta con violencia. Patrick no la oyó abrirse. El padre
zarandeó al hijo tomándolo por los hombros. Patrick dejó de tocar en el acto.
Se agachó. Alzó el brazo del tocadiscos colocado directamente en el suelo. Se
incorporó y miró airado a su padre.
El doctor Carrion dijo que aquello no podía seguir así. Patrick siguió
mirando a su padre a la cara sin aflojarlos dientes. El doctor siguió diciendo:
—Existen otras músicas en la tierra. Existe Bach. Existe El Mesías de
Haendel. Existe Camille Saint—Saéns. Existe el canto de los pájaros.
Patrick replicó que él no se llamaba Camille y que no era un pájaro.
Añadió:
—Papá, yo no soy tú.
—Pero resulta que vives en mi casa. Si te empeñas en seguir tocando ese
trasto, tendrás que ir a tocarlo a otra parte —declaró su padre antes de salir
dando un portazo.
El 3 de abril de 1959, Patrick Carrion golpeó con el llamador de bronce
la puerta de la casa parroquial de Meung. Le abrió Marcelle. Lo besó ocho
veces en las mejillas. Lo precedió por el pasillo con la imprevisibilidad y la
espontaneidad de las mujeres muy corpulentas. Lo hizo entrar en el comedor
de la casa parroquial de Meung.
Patrick le dio un beso al cura. Oía el tictac del reloj de madera negra. El
ama regresó llevando unos bizcochos en una caja de hojalata.
El padre Montret mojó dos bizcochos a la vez en el vaso de gamay y los
pescó ruidosamente con la boca antes de que se deshicieran en el líquido y se
fueran al fondo.
De pie ante él, Patrick esperaba su respuesta.
—A lo mejor te puedo dar una solución —dijo el cura.
Cogió otros dos bizcochos y los mojó también en el vaso de vino.
Acercando los labios al vaso, se los comió muy deprisa. En la penumbra del
comedor, el padre Montret agarró de repente a Patrick por la manga del
jersey. Le dijo:
—Los bizcochos son una cosa riquísima. En lo tocante a cosas
peligrosas, desconfía de los rostros angelicales y de los gigantes que tienen
coches grandes y repletos de adornos cromados. Me parece que hay que
mostrarse prudente con todos los que tengan el pelo rubio, hijito.
Luego el cura se quedó pensativo. Pensaba en voz alta. Dijo que le
prestaría a Patrick no el desván de la casa parroquial sino la habitación que
estaba encima de la leñera, donde se reunía el grupo de scouts a principios de
siglo, cuando era muy reducido. Allí podría practicar con el tocadiscos.
Habría que acordarse de comprar alargaderas en la ferretería Vire y Ménard.
—¡Vire y Ménard! —repitió el padre Montret mirando a Patrick con
insistencia.
El cura recalcó que tendría que poner muchas alargaderas hasta el
enchufe que estaba en el vestíbulo de la casa parroquial.
Patrick le estaba dando las gracias al párroco, cuando éste se levantó.
Dijo que ponía una condición. Patrick tendría que echarle una mano dos
domingos seguidos en misa mayor para irle enseñando al pequeño Marc sus
obligaciones de turiferario.
Patrick se enfurruñó.
El párroco lo miró por debajo de las gafas.
—¡Tengo diecisiete años, padre! —replicó Patrick.
El párroco le dijo a Patrick que la verdad era que a él le parecía que no
iba a tener más remedio que volver a ponerse la sotanilla y hacer sonar otra
vez la tarabilla.
Patrick dijo que ya no podía hacerlo, que ya no era un niño, que todo el
mundo se iba a reír de él.
El párroco le contestó que Dios no era todo el mundo y que no se reiría.
Que personalmente no había supuesto ni por un momento que todavía fuera
un niño. Que sabía perfectamente cuántos años tenía, pero que la condición
era ésa.
Patrick agachó la cabeza.
Se levantaron en silencio. Patrick iba delante del párroco. El párroco le
puso la mano en el hombro. Cruzaron la casa parroquial, salieron al patio,
llegaron hasta las tres leñeras de piedra adosadas a la pared, al fondo del
patio.
Entraron en la leñera, se dirigieron hacia la empinada escalera de mano.
Patrick subió delante.
El padre Montret llegó sin resuello al final de la escalera. Patrick ya se
había puesto de pie en la tarima del camaranchón. Estaba mirando las paredes
de piedra desnuda donde se veían los Mandamientos de los scouts de Francia,
Scouting for Boys, y el retrato de Baden—Powell. Sin soltar los barrotes de la
escalera, el padre Montret le preguntó si le valdría. Patrick dijo que estaba
mucho mejor de lo que se esperaba. Bajaron otra vez.
En la casa parroquial, el párroco le pidió que llamara por teléfono a la
madre del boticario, que se estaba muriendo y sufría mucho. Iría a velarla a la
hora de la cena. No tenía valor para llamar personalmente. Patrick fue a
telefonear a la tienda de ultramarinos. Al párroco le daba miedo todo. Y, más
que todo lo demás, le daban miedo los abejorros y las avispas que Dios había
creado. Si se le acercaban, hundía la cabeza entre los hombros y salía
huyendo y dando grandes voces. Una vez le sucedió durante el oficio: de
repente se quedó el altar desierto porque había aparecido una avispa. El
párroco decía: «No sé por qué, pero no soy capaz de mantener una
conversación larga con un pedazo de plástico lleno de agujen— tos», y
miraba con ojos despavoridos cómo llamaba Patrick.
Por última vez dirigió Patrick Carrion a los monaguillos. Por última vez
prendió las brasas del incienso. Tuvo que ayudar a la anciana señorita
Lamuré a encaramarse por la escalera de caracol hasta la tribuna del órgano,
tuvo que poner en marcha los fuelles eléctricos, y orientar el retrovisor
atornillado al instrumento, para que ella tuviera ante la vista el reflejo del
altar y pudiera atender a las discretas señales que él le haría desde el coro.
Dejando aparte las nubes del cielo, las guerras de los hombres, las
corridas de España, los bosques de bambúes del noreste de la India, la misa
mayor en latín del rito católico es uno de los espectáculos más violentos que
pueda presenciar un ser humano. El párroco cantaba: «In die clamavi et nocte
coram te». (He clamado hacia ti todo el día y de noche sigo clamando.) El
padre Montret estaba de espaldas ante el dios ensangrentado, rodeado de dos
acólitos con sotanilla roja y sobrepelliz de encaje. Era el ofertorio. La anciana
señorita Lamuré, mezclando todos los registros del órgano, interpretó con
toda la potencia posible el Adagio de Albinoni en la transcripción que
Jacques Picard, viola de la orquesta Pasdeloup, acababa de realizar. Patrick le
hizo una seña de pronto al pequeño Marc. El nuevo turiferario se adelantó
con la naveta del incienso. Le temblaban ligeramente las flacas piernas.
Patrick estaba a la misma distancia de él que de los asientos del coro. Se
había puesto una sotana que le estaba pequeña, y le asomaban los
puntiagudos zapatos negros y el bajo del pantalón de maestro de ceremonias.
El joven turiferario se paró a dos pasos de Patrick, que se le acercó, a su
vez, despacio. Patrick abrió la naveta. Puso en ella dos cucharadas de
incienso sobre las brasas. Luego volvió a cerrar el incensario. El padre
Montret cantó: «Elevatio manuum mearum sacrificium vespertinum! (¡Que se
alcen mis manos como el sacrificio que precede a la noche!) Pone, Domine,
custodiam ori meo et ostium circumstantiae labiis meis! (¡Coloca, Señor, una
guardia en mi boca y una barrera en torno a mis labios!)».
Los otros cuatro monaguillos se arrodillaron al pie de los peldaños
cubiertos por una alfombra, ante el altar. La señorita Lamuré se inventó un
acorde que nadie había oído hasta aquel día para interrumpir la melodía de un
órgano. Se formaron pliegues en las espaldas de algunas gabardinas, se
abombaron las espaldas de algunos abrigos. Patrick Carrion hizo sonar de
repente la tarabilla.
SECESIÓN
—No estás conmigo —le dijo por lo bajo, al oído, Marie-José—. Estás
en otra parte. No me haces caso.
Patrick se encogió de hombros. Dobló los billetes de banco y se los
metió en el bolsillo de la cazadora.
Estaban en la biblioteca. Marie-José llevaba un vestido de raso muy azul
y escotado. Llevaba en la mano las gafas de sol americanas que le había
conseguido Rydell.
Tenía una mirada ansiosa que le comía la cara.
Patrick había decidido dedicar la mayor parte de su tiempo a aprender a
tocar la batería. A Marie-José y a Patrick se les había metido en la cabeza no
volver al instituto y preparar el examen final en sus casas y en la biblioteca.
Los discursos de Rydell habían dado fruto: la educación obligatoria era una
manipulación mental, cuya meta era convertir a los niños en siervos de un
dios laico, productor, popular, estadístico, racionalizador y asesino. Rydell
decía: «No permitáis nunca que los maestros os digan lo que es bueno para
vosotros. Para empezar, no es bueno para vosotros. Y además, es demasiado
bueno para ellos». Marie-José se inclinó hacia Patrick. Le señaló con el dedo
el epígrafe de un libro:
«Me encamino a país lejano, de poco el corazón se rompe.»
Marie-José Vire y Patrick Carrion estaban sentados juntos. Ella le sonrió
y su sonrisa desarmaba: Villon se había convertido para ella en el símbolo de
la sedición, de la idea de una antisociedad, de la voluntad de irse, de la
esperanza de alcanzar las orillas del Misisipi. Villon, Rimbaud, Faulkner se
respaldaban: era la misma revolución interior. La habían engañado. Había
dejado de tener fe en todo lo que había creído, e incluso en su infancia.
Rompía con su pasado, con todos los recuerdos de su pasado. Ya no vestía de
negro; llevaba resueltamente ropa de los excedentes americanos y tejidos de
colores vivos. Apartó los ojos del libro y de Patrick. Se volvió a calar las
grandes gafas nuevas y miró en tomo. Oían abrirse y volverse a cerrar de
golpe los diccionarios Bailly, los diccionarios Gaffiot, los diccionarios
Oxford. Al amparo de la bolsa de la bicicleta Peugeot y de los grandes
diccionarios abiertos circulaban furtivamente los cartones de LM, de
Chesterfield, de Vice—Roy, de Lucky. Rydell se los entregaba en la isla,
donde los enterraba. Patrick los revendía y le quedaba una ganancia
considerable.
Marie-José les había dicho a Rydell y a Patrick que no contaran con ella
para vender pares de medias de nilón. No era tendera de ultramarinos y su
meta en la vida no era ni mucho menos la de llegar a comerciante. Aún más
radical de lo que pudieran serlo ellos, había decidido no volver a llevar
medias por la ignominia elástica de las ligas y las fajas: gafas de sol negras,
sí; pero medias con costura, nunca más.
Patrick parecía muy concentrado en colorear con el bolígrafo Bic el
anuncio de una lavadora.
Más allá una muchacha desdoblaba una camiseta, palpaba el tejido, se lo
pensaba.
Un condiscípulo se dio la vuelta en ese momento, lanzo deprisa tres
billetes sobre el pupitre dé Patrick este se los guardo en el acto. Volvió la
página. Le dio con el codo a Marie-José, que había cerrado el libro y estaba
absorta en una nueva novela de William Faulkner. Le enseño con la barbilla
un espléndido tostador eléctrico. Interrumpida en plena lectura, miro con cara
hosca el tostador y el tostador le engancho la mirada. Se quitó las gafas.
Mientras Patrick trazaba con el bolígrafo un círculo alrededor del texto del
anuncio del tostador, cromado de arriba abajo y reluciente, le dijo:
—Patrick, he ido a ver al médico.
—¿Cuándo nos acostamos? —le dijo él bajito de repente, por debajo del
pelo, al oído al tiempo que la besaba.
—Estate quieto —dijo ella—. Ya te lo diré.
Añadió por lo bajo:
—Ha sido de lo más triste, sabes.
Él no contestaba. Ella miró hacia donde estaba él. Patrick, con la camisa
desabrochada, al lado de la bañera, se hallaba absorto en sus pensamientos.
Ella le dijo en voz baja:
—Me he preguntado muchas veces si no habré nacido como nacen esos
mohos que tiene el queso de Roquefort.
Patrick, sentado en el filo de la bañera, tenía la mirada perdida. Dijo que
sí, que a lo mejor.
—¡No me escuchas nunca! —dijo ella, e hizo salpicar el agua del baño y
saltar la pastilla de jabón, para que le entraran por la camisa abierta.
Patrick se puso de pie de un salto, con la camisa empapada.
En el cuarto de baño de los Vire podían verse objetos antiguos y
solemnes que fascinaban a Patrick. A Marie-José le parecían feos, poco
funcionales, sucios, decrépitos, pringosos, seniles. Había una gran bañera
verde, con oxidadas patas de león, cuyos bordes superiores se enroscaban
como los de los moldes de las tartas; la repisa era de pasta verde traslúcida y
tenía forma de cepillo de iglesia; la jabonera de bronce era como una concha
de peregrino y se asentaba en la mano cortada de un penitente de
Compostela, como las de los porches de las iglesias.
Patrick, de pie, pensativo, se hurgó con la mano debajo de la camisa
mojada y consiguió sacarse la pastilla de jabón de entre la ropa. La arrojó a la
bañera. Salpicó a Marie-José . Se echó hacia atrás, de pronto, señalando con
el dedo la puerta del cuarto de baño, que se estaba entreabriendo.
El gato gris de Marie-José metió el hocico y empujó la puerta. Cat miró
atentamente a Patrick, que estaba de pie, y a Marie-José, que estaba en la
bañera. Entonces, estirando el cuello, el gatito se sentó de golpe y se lamió
sin prisa las patas delanteras, delicada y meticulosamente.
—Aquí está tu gato —dijo Patrick señalándolo con el dedo—. Tu padre
estará a punto de volver. Me marcho.
—No te vayas. Ya salgo de la bañera. Date un baño tú también. Voy a
hacer té. Papá está en Cléry. Tiene para dos horas. Tienes la tripa llena de
jabón. Y Brigitte está en clase. Ya no me quieres.
—¡Eso mismo! —murmuró Patrick levantándose.
Se dirigió a la puerta dando un rodeo para no tropezar con el gato. Ante
el espejo del lavabo se pasó las manos por el pelo. Al llegar a la puerta del
cuarto de baño, dejó de pasárselas. Se volvió hacia Marie-José, que, sentada
en la bañera, lo estaba mirando con los ojos de par en par y estupefactos. Él
le dijo que estaba en lo cierto, que ya no la quería.
Patrick Carrion aprovechó unos días que pasó en Paris con su madre
para comprar en el rastro de la Puerta de Saint-Ouen una despabiladera
pequeña de tres hojas.
Al día siguiente se la regaló a Rydell.
Rydell, desnudo bajo el loden, bailaba de alegría en el taller de Antoine,
con la despabiladera en la mano.
Patrick Carrion, obsesionado por los ritmos de jazz, se dedicaba casi por
completo a estudiar batería en el camaranchón de los scouts de la casa
parroquial de Meung. Veía a Trudy lo imprescindible para soñar con poseerla
y no poder conseguirlo, lo imprescindible para no pensar en Marie-José Vire.
Rydell, por su parte, prefería la amistad de Malleure a las mujeres. Las
mujeres le parecían cuerpos incompletos, disimulados, venidos del otro
mundo, ladrones y devoradores. En Cléry, los servicios de Obras Públicas
habían encontrado, enterrada bajo un dolmen, dos años antes, en 1957, al
elevar la carretera sobre el nivel del terraplén del Loira, a una mujer
Magdalenien— se espolvoreada de ocre rojo. Lucía un collar de cincuenta
dientes.
Patrick no contestó.
—Me gustaría que tuviéramos una casa en América, en Denver. Una
casa de verdad.
—¡Chisss!
Patrick le hizo una seña a Marie-José, le señaló al tío Vire, que salía de
la tienda y se ponía a cargar personalmente la furgoneta Citroén para ir a
recorrer las aldeas de Sologne: paquetes de sal, sacos de café, cepillos de raíz,
tela para delantales, escobas colgadas en la furgoneta con el mango hacia
abajo, lotes de velas atadas de diez en diez.
El tío Vire comprobó todo lo que había cargado en una libretita con
tapas de hule negro. Marie— José seguía vigilando la carretera, a lo lejos,
hacia el este, más allá del puente.
Un Thunderbird rosa apareció a lo lejos y se detuvo bruscamente ante
ellos. El cristal de la ventanilla se bajó: era el teniente Wadd. Les explicó que
el coche era nuevo. Acababan de desembarcarlo en El Havre. El teniente
abrió la puerta, se bajó y le presentó a Patrick el «new T-bird», cien millas
por hora, motor de 4.784 cm³, 27 caballos, parabrisas panorámico, radio,
limpiaparabrisas accionados por vacío.
El teniente volvió a cerrar el capó. Subió al coche y cerró la puerta. Le
dijo a Patrick:
—Trudy's inviting you to her birthday party next Saturday. Wear your
fancies clothes. It has to be a real showpiece. (El teniente Wadd los invitó el
sábado siguiente a la fiesta que iba a dar Trudy por sus dieciséis años. Añadió
que tenían que ponerse de tiros largos porque todo tenía que ser de primera.)
Marie-José Vire le dio las gracias al teniente Wadd. Al hablar, se le
movía de arriba abajo la negra cabellera. Dijo que desde luego que irían.
Cuando se hubo marchado el Thunderbird, el tío Vire, sin alzar la nariz
de su libretita de hule, dijo por lo bajo:
—Hijos, que no se os vea mucho con los americanos. Vosotros no os
acordáis. Acabamos de salir de los alemanes. Ahora, el general no quiere
saber ya nada de los americanos. Mañana, serán los rusos los que vengan a
nuestras tierras, los que vivan en nuestras casas, los que ensucien a nuestras
hijas.
Sin alzar la vista, dijo por lo bajo:
—¿Verdad, hija mía?
El tío Vire se quedó pensativo otro rato. Al fin, alzó los ojos hacia ellos.
Mientras los miraba, siguió mascullando:
—Los alemanes, los americanos, los rusos, es mucho para un pueblo
pequeño.
Con Trudy, Patrick no entendía nada. No sabía ya quién era. Tenía casi
dos años menos que él, pero sus más insignificantes observaciones lo herían.
Tan pronto era cruda como sutil o seria. Según los días, tenía la piel
sonrosada o blanca como el papel. Se depilaba por completo las cejas. Sentía
pasión por la geografía y se sabía todos los países del mundo, las capitales, el
número de habitantes, el PNB, los husos horarios. Lo humillaba sin
proponérselo con lo acertado de sus expresiones. Un día que estaba bailando
con él, después de haberle puesto la cabeza en el hombro, junto al cuello,
durante un slow, le dijo mientras jugaba con él, le estrechaba la parte baja de
la espalda, se lo separaba luego del vientre y lo volvía luego a arrimar así:
—Look! You’re a clever dog. Your prick’s comin ’up as I pinch your
bottom. (¡Fíjate! Eres como un perro amaestrado. Levantas la cola si te
pellizco las nalgas.)
Él se ruborizó. No sabía qué decir. En su cuarto, a solas, soñaba con ella
y la aborrecía. A Patrick Carrion le daba la impresión de ser, a su lado, un
labriego, un hombre primitivo, un negro, un francés. Cada día le parecía que
tenía que volver a empezar desde el principio, salir con esfuerzo del río
crecido, salir con esfuerzo de la indiferencia, salir con esfuerzo de todo lo que
resulta insensato, salir con esfuerzo de la angustia, renacer.
El gran día, el día fatídico, el día de dolor para el grupo que formaban
François-Marie Ridelsky,
Antoine Malleure y Patrick Carrion fue el 12 de junio de 1959. Fue el
día en que grabaron un disco de vinilo de treinta y tres revoluciones y treinta
centímetros en el estudio de la base.
Les daban la cara a los soldados americanos que estaban ante la consola.
La MP los vigilaba desde atrás.
Un cristal los separaba de ellos. Seis mil kilómetros los separaban de
ellos.
Cada tres cuartos de hora, Rydell y Mel, sin que se diera cuenta la MP,
se iban a fumar un porro a los servicios que había al lado del estudio de
grabación. Augustus a la trompeta y Mel al saxofón eran músicos conocidos
en US A. Habían grabado ya varios discos. Antes de cada toma, ensayaban
las melodías una tras otra. Al acabar el segundo ensayo, François-Marie, más
borracho que una cuba, no podía tocar ya más que a ratos. Patrick, a la
batería, trajinaba, tocado con el gorrito de lana roja. Detrás del cristal, Wilbur
Humphrey Caberra comentaba la forma de tocar de cada uno de ellos, con los
pies encima de la consola, emitiendo ante el micrófono opiniones absurdas
que encolerizaban a Rydell, pero de las que nadie más hacía caso.
De pronto, divisaron tras el cristal a Wilbur, que se había cuadrado.
La cabeza de un general, tras la que venía la del coronel Simpson,
acompañados ambos de sus ordenanzas, aparecieron en la cabina. Todos los
GI se habían cuadrado. Wilbur mantenía la barbilla alzada. Mel y Augustus
fueron los primeros en percatarse de la presencia del general y dejaron de
tocar antes que los otros. También ellos se cuadraron, tambaleándose.
Malleure tuvo que coger a Rydell del hombro para que éste dejara de tocar.
Rydell se paró. No se levantó del taburete. Se sacó del bolsillo de la
chaqueta la pequeña despabiladera de tres hojas que le había regalado Patrick.
Se puso a chupar una de las hojas sin dejar de hurgarse en el bolsillo.
El coronel le enseñó al jefe de estado mayor el estudio de grabación que
había mandado instalar para las tropas. El general, el coronel y sus
ordenanzas se fueron. Los músicos llevaban tocando desde por la mañana.
Habían perdido la concentración. Rydell, completamente trompa, dejó la
despabiladera y se sacó del bolsillo un porro. Augustus, que seguía de pie y
cuadrado, le cogió el porro de las manos y dijo:
—Folks, this is the apehead talking ’to ya. A slave ’s talkin ’. (Señores,
les está hablando un mono, un esclavo.)
—Ain’t no slaves no mo ’, boy. (Ya no hay esclavos) —rectificó Mel.
—Y’all believe that? Ya buyin ’ that shit, Mel? (¿Eso crees tú? ¿Lo
crees en serio, Mel?)
—I reckon I ain’t. (No, no lo creo) —reconoció Mel.
—Awrighty! So this here slave’s gonna tell... (Bueno, pues el esclavo va
a deciros...)
Y Augustus encendió el porro gritando de pronto que iba a dar una
vuelta, a ver si Nikita Serguéievich Jruschov estaba en el retrete, y salió del
estudio. Así fue como murió. En el estudio, se abrió de pronto la puerta de los
aseos. Augustus se quejaba. Babeaba.
Al verlo, todos pensaron que le había dado un ataque de epilepsia.
Tiraron de él para tenderlo en el suelo de linóleo del estudio de grabación.
Mel quiso subirle los pantalones. Patrick le metió una escobilla metálica entre
los dientes.
Augustus la escupió. Echado en el linóleo, moviendo la cabeza a
izquierda y derecha, gemía.
—Get away from me, all you dead folks. I don’t want to join you. You
’re cold. You... Is there any salt around here? (¡Dejadme en paz, muertos! No
quiero ir con vosotros. Estáis fríos. Estáis... ¿Alguien tiene sal?)
Augustus intentaba hacer el gesto de tirar sal por encima del hombro.
Sudaba mucho. Patrick se quitó la kippa. Arrodillado al lado de Augustus, le
enjugaba el rostro con el gorro de lana.
—I don ’t wanna go back down into the dark. I hate the dark. The deads
are hungry. The deads are thirsty. They... (No quiero volver a la oscuridad.
Odio lo oscuro. Los muertos tienen hambre. Los muertos tienen sed. Los
muertos...) Augustus calló de pronto.
Patrick, de rodillas, lo miraba temblando de miedo.
De pronto, comprendieron que Augustus había muerto. Mel empezó a
girar sobre sí mismo como un chamán, lanzando breves gemidos. Patrick se
puso de pie, volvió a sentarse en el taburete, delante de la batería, inmóvil.
Hundía el rostro en el gorro rojo. Estaban llegando los enfermeros. Augustus
murió de esta extraña forma, pidiendo sal para arrojarla por encima del
hombro. Nadie lloró. Como los de la ambulancia eran blancos, ni los técnicos
de sonido ni Mel pudieron acompañarlo. El único que obtuvo permiso para
permanecer junto al cuerpo fue Wilbur Humphrey Caberra.
Tocaron un tombeau1, porque Mel había empezado a cantar. François-
Marie Rydell no era ya sino un zombi transido de dolor, al que Malleure tuvo
que sostener físicamente para sentarlo en el suelo, después que hubo tocado
algunos acordes. Pero el saxofón seguía cantando y dando vueltas, y Patrick
se esforzaba por seguirlo con la batería. Así fue como desapareció del mundo
el cuerpo del trompeta —con la excepción de un pequeño gorro rojo de punto
que un adolescente se llevaba a los ojos. La oscuridad, luego el silencio,
luego el olvido, lo sepultaron sin que ninguno de ellos pudiera presenciarlo.
Así fue como de negro que era, volvió a ser oscuro.
NIRVANA
notes
Notas a pie de página
1 Obra musical en honor de un artista fallecido.