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Nacieron en una Francia dividida, en guerra, a orillas del Loira, durante


la ocupación alemana. Patrick Carrion es hijo del veterinario del pueblo,
Marie- José Vire es hija del dueño de la ferretería. Compartieron sus primeros
juegos y sus primeros escondites. Y en 1947, a la mañana siguiente de que la
madre de Marie-José les abandonara de noche, a hurtadillas, ella besó a su
amigo en los labios, como hacían los mayores. Se abrazaron, lloraron y se
juraron amor eterno…
Junto con la guerra acabó también su infancia. Y con la paz llegó otra
invasión. Tras las alambradas de las bases del ejército americano se esconde
un nuevo mundo, distinto, esperanzador y cautivador en extremo. Es un
mundo hecho de cubos de basura como cofres que esconden extraños tesoros:
chapas y botellas de Coca-Cola, jirones de téjanos y de camisetas, chicles,
fotografías… Y es también el mundo de la música, de los coches grandes, del
futuro. La súbita irrupción de ese nuevo universo cautivará a los dos niños,
convertidos ahora en adolescentes, que lucharán por mantenerse a flote en un
mundo desesperanzado y amargo.
En Las nieves de antaño, Pascal Quignard hace una lúcida reflexión
sobre la soledad y la búsqueda de la propia identidad a través de dos
adolescentes que se ven obligados a descubrir quiénes son cuando ni siquiera
el mundo que les rodea sabe exactamente dónde está.
PASCAL QUIGNARD

Las nieves de antaño

Traducción de María Teresa Gallego

Editorial Debate
Sinopsis

Nacieron en una Francia dividida, en guerra, a orillas del


Loira, durante la ocupación alemana. Patrick Carrion es hijo del
veterinario del pueblo, Marie- José Vire es hija del dueño de la
ferretería. Compartieron sus primeros juegos y sus primeros
escondites. Y en 1947, a la mañana siguiente de que la madre de
Marie-José les abandonara de noche, a hurtadillas, ella besó a su
amigo en los labios, como hacían los mayores. Se abrazaron,
lloraron y se juraron amor eterno…
Junto con la guerra acabó también su infancia. Y con la paz
llegó otra invasión. Tras las alambradas de las bases del ejército
americano se esconde un nuevo mundo, distinto, esperanzador y
cautivador en extremo. Es un mundo hecho de cubos de basura
como cofres que esconden extraños tesoros: chapas y botellas de
Coca-Cola, jirones de téjanos y de camisetas, chicles, fotografías…
Y es también el mundo de la música, de los coches grandes, del
futuro. La súbita irrupción de ese nuevo universo cautivará a los
dos niños, convertidos ahora en adolescentes, que lucharán por
mantenerse a flote en un mundo desesperanzado y amargo.
En Las nieves de antaño, Pascal Quignard hace una lúcida
reflexión sobre la soledad y la búsqueda de la propia identidad a
través de dos adolescentes que se ven obligados a descubrir
quiénes son cuando ni siquiera el mundo que les rodea sabe
exactamente dónde está.

Título Original: L´Occupation américaine


Traductor: Teresa Gallego, María
Autor: Quignard, Pascal
©1997, Editorial Debate
ISBN: 9788422665960
Generado con: QualityEbook v0.87
Generado por: Silicon, 01/03/2019
Pascal Quignard
Las nieves de antaño
TÍTULO de la edición original: L´Occupation américaine
Traducción del inglés:
María Teresa Gallego y María Isabel Reverte.
© Editions du Seuil, 1994
© Editorial Debate, S.A.
Depósito legal: B. 24549-1997
ISBN 84-226-6596-4
N.° 27417
PRIMERA PARTE

MEUNG

¿CUÁNDO deja de haber guerra? El Orleanesado lo ocuparon los celtas, los


germanos, los romanos, durante cinco siglos, con sus doce dioses, los
vándalos, los alanos, los francos, los normandos, los ingleses, los alemanes,
los americanos. En la mirada de la mujer, en los puños que alzan los
hermanos, en la voz del padre cuando riñe, en cada uno de los vínculos
sociales hay siempre algo enemigo. Algo que pretende asir. Algo que
pretende matar. La meta de los esfuerzos que hacemos no es llegar a ser
felices, envejecer a cubierto, morir sin dolor. La meta de los esfuerzos que
hacemos es llegar con vida a la noche. Fue en Meung, el 15 de junio de 1429,
durante la ocupación inglesa, cuando Juana de Arco le volvió a arrebatar el
puente al ejército enemigo. Fue en Meung, el 17 de julio de 1959, durante la
ocupación americana, cuando un hombre deseó de pronto la muerte de la
mujer que amaba.
Era el hijo del veterinario. Se llamaba Patrick Carrion. Tenía dieciocho
años. Era hijo único. Había nacido en 1941, durante la ocupación alemana.
En 1943, los alemanes requisaron el primer piso de la casa familiar.
El doctor Carrion no era hombre de muchas palabras. Tenía un Renault
Juvaquatre viejo y llevaba traje de pana en cualquier estación del año. Sus
amores, de mayor a menor, eran: su mujer, su profesión, su hijo, los bosques,
los animales, los recuerdos de la guerra, el tabaco negro, el frío, el olor a
barro y hojas secas restallantes de escarcha, oír la radio.
Vivían enfrente de la iglesia. La casa contaba con un jardincillo
delantero donde la señora Carrion plantaba flores y en el que no se podía
jugar ni por asomo. La señora Carrion no quiso que su hijo la llamara mamá,
sino madre. La madre de Patrick Carrion era de cuerpo armonioso y
espigado. Se había quedado tuerta a raíz de un accidente acaecido en 1943,
cuando estaba encendiendo la cocina de carbón. Le saltó una brasa. Las
tropas rusas acababan de recuperar Kursk. Se le quedó el párpado derecho
cerrado. Si se prescindía de esa deformidad perenne, tenía una silueta alta y
esbelta, pelo castaño, rostro de gran pureza, con un toque doloroso, y se le
atribuía alguna que otra aventura. Cuidaba mucho la forma de vestir, lo que
desesperaba a las demás mujeres del pueblo. Las más de las veces llevaba
trajes sastre claros con escote en pico, un corpiño ajustado, la cintura muy
marcada, la falda a media pantorrilla. Leía la mayoría de las revistas que se
editaban en París. Había convertido una habitación en biblioteca; se
encerraba en ella para estar a solas, y les tenía prohibida la entrada tanto a su
marido como a su hijo.
Los amores de la señora Carrion, de mayor a menor, eran: estar sola, las
telas y los vestidos, el deleite, los libros, las flores, el olor de las flores, el
tacto de las flores, el silencio.
Detrás de la casa había un jardín largo, inculto y arenoso, a orillas del
Loira, en cuyo extremo amarraban una barca plana y negra, que siempre
estaba mirando hacia la isla por la fuerza de la corriente; al niño lo dejaban
jugar allí, y allí se llevaba a una amiguita del colegio.

Ésta se llamaba Marie-José Vire. Era la hija del ferretero y tendero de


ultramarinos de Meung. El tío Vire tenía cinco hijas. Su mujer lo había
abandonado una noche, sin previo aviso, sin dejar ni una nota, después de la
guerra, en 1947. Al cabo de ocho días, le dio, por teléfono, señales de vida a
la boticaria. Dichas señales se resumían en dos frases: que no pensaba volver,
que su marido se ocupase de las niñas. Marie-José Vire era la más pequeña de
las cinco. Todavía quedaban dos en casa del padre, encima de la tienda.
Había que ir primero por un largo pasillo oscuro de olor muy desagradable,
que corría a lo largo del almacén de ferretería, antes de subir la escalera que
conducía al primer piso.
Marie-José Vire y Patrick Carrion fueron inseparables durante la
infancia. Jugaban en la calle, en la plaza, en el jardín trasero, bajo las arcadas
del patio de recreo, por las orillas del río; iban juntos al colegio. Juntos
asistían al catecismo que se impartía en una de las salas bajas del castillo.
Era como si la madre, al abandonarla, le hubiera robado a la hija toda la
luz. A la mañana siguiente, después de que su madre los hubiera dejado
plantados durante la noche, Marie-José acercó los resecos labios a la mejilla
de Patrick. Volviéndose hacia él, la niña tuvo la osadía de ponerle los labios
con fuerza en la boca a Patrick, como hacen los mayores. Luego se arrebujó
contra él. Estaba llorando. Tenían seis años. Aquella mañana, en el amanecer
húmedo y frió, se juraron amor eterno: les corrían las lágrimas. Sorbían. Se
apretaban mutuamente las frías manoplas. Corrieron hasta el colegio. Todas
las tardes, ella lo acompañaba; iban agarrados de la mano, agarrados de las
empapadas manoplas, con la mochila a la espalda y las cabezas metidas en las
capuchas de lana. Hacían los deberes juntos en la mesa de comedor redonda
que había en la cocina de los Vire, bajo la lámpara. Se cambiaban las
meriendas. Se prestaban la regla. Compartían la goma de borrar.
Patrick y Marie-José, al asociar su desamparo, asociaron sus vidas. La
madre de Patrick Carrion se exiliaba con frecuencia en Orleans, o se
encerraba en su habitación. Veía poco al niño, se odiaba por haber perdido un
ojo, intentaba gustar a pesar de ello, se esforzaba por seguir viviendo. El
doctor Carrion recorría Sologne de arriba abajo al volante de su Renault
Juvaquatre, dedicándoles la vida a las yeguas, las vacas, las cerdas. Al caer la
tarde, cuando regresaba a casa, no le quedaban casi ánimos para ocuparse de
su hijo. Un día, le pidió a Patrick que fuera a echarle una mano a Cléry. Un
campesino hizo entrar reculando a un caballo en el potro de hierro mientras
profería tremendos juramentos. El doctor Carrion, con guardapolvos gris, y
Patrick, al que le brillaban los ojos, se pusieron a atarle las patas al caballo.
Le envolvieron bien los flancos en la angorra de cuero. El doctor hizo
bascular el potro hasta ponerlo en horizontal. El doctor le tendió a Patrick el
acial y le dijo que se colocara junto a la cabeza del animal, que estaba patas
arriba. El doctor Carrion le gritó a su hijo:
—¡Retuércele el morro!
Patrick oprimió con violencia por encima de los ollares. El doctor
Carrion cercenó bruscamente los genitales del animal para destinarlo al
arado.
En aquel tiempo, el mundo era otro mundo. A principios de los años
cincuenta, cuando a los niños les permitieron ir al colegio en bicicleta, se
citaban cerca del pabellón de caza de Cléry, pasado el puente, en la arena
parda, detrás de los juncos. En primavera, cuando la arena estaba demasiado
húmeda y demasiado fangosa, se sentaban en el banco de piedra del pabellón.
Era un antiguo pabellón de cetrería. La lluvia había cavado hondos surcos en
él; el musgo lo corroía; el agua del Loira, en cada crecida, socavaba un poco
más las dos reducidas piedras en que se asentaba. Antes incluso de haber
aprendido a balbucear sus primeras palabras, Patrick había recibido la lenta e
¿limitada impronta de aquel río que se afanaba sin fin hacia Nantes y hacia el
mar. Cada crecida lo colmaba de miedo y exaltación. La tierra se suicidaba
bajo el cielo. Dios se le presentó a Noé y le dijo: «Tengo decidido el fin de
todos los seres vivos porque la tierra está llena de maldad a causa de los
hombres. Voy a desencadenar sobre la tierra un diluvio de agua y todo cuanto
existe en la tierra perecerá». Aquella mortaja de las formas, aquel anhelo de
la extensión, aquel anegamiento de las cosas familiares regresaban todos los
años. Eran de un alcance que atemorizaba a todo el mundo. Eran de una
belleza extremada. Las destrucciones que cada año acarreaba aquella belleza
eran imprevisibles.
Cuando llegaba la crecida, ambos niños se citaban en lo alto de la
muralla para ver cómo desaparecían los campos y las riberas, las islas, el
paseo, la calle cuesta arriba y las casas a orillas del agua. El sol iba bajando y
se ponía sobre el agua que lo inundaba todo. Con el calor del sol, el valle se
envolvía en el vapor de agua que se formaba bajo los últimos rayos. Los
tejados, las iglesias, los árboles, las márgenes y los espigones oscilaban poco
a poco entre el color de la sangre. Aquella sangre iba poniéndose negra. ¿Qué
sangre no se pone negra? La ropa se aja. Las voces cambian. Los espejos se
empañan. Las verjas de los jardines y las armas de la guerra se oxidan. La
sangre corroe el mundo. Sólo el odio salvaguarda el deseo que va declinando.
La venganza le proporciona un blanco al curso de los días. Marie-José se
negó a jugar a las comiditas. Marie-José descartó ponerse de rodillas y
empujar unos Dinky Toys por los caminos de arena que trazaba Patrick.
Prefería intercambiar sueños febrilmente. Esos sueños no eran sino nombres
de aparatos, de ropa, de ciudades lejanas: Nantes, bicicletas de carreras, París,
medias con costura, tocadiscos, pulsera.
Al sur de Meung había tres islas. A la isla que estaba al sureste la
llamaban la isla de los sauces. Desde la primavera hasta el otoño, su auténtico
mundo eran los brazos de aguas muertas del Loira, los terraplenes de la orilla
opuesta, la pesca en los espigones, los vados de piedras planas, el olor de la
menta piperita al pisarla, las moras que se cogen alargando el brazo hasta que
duele para no caer en la ancha zarza de sus espinas. Los dos niños se metían
mutuamente en la boca, entre los dientes de leche, más adelante entre los
huecos de los dientes que estaban mudando, más adelante entre los incisivos
definitivos, la curiosa pulpa de las menudas castañas de agua, tras
desnudarlas de la viscosa cáscara. Pescaban brecas, y a veces percas, en las
orillas de su isla. Ella odiaba sostener en la palma aquellos cuerpos que
coleaban y dejaban en la piel una sustancia pegajosa cuyo fuerte olor persistía
a pesar del jabón. Marie-José condenó a los pececillos del mismo modo que
había renegado de los cochecitos. Patrick, cavando en la arena, construyó una
cabaña enterrada, semejante a una trinchera de la Primera Guerra Mundial.
No hay nada que disimule mejor una cabaña que las ramas de los sauces.
A la orilla de la isla, las cortinas de juncos los volvían completamente
invisibles. Se internaban en ellos y en ellos ocultaban la gran barca plana y
embreada que Patrick sustraía en la parte baja del jardín trasero.
Los únicos que notaban desde la ribera la presencia de los niños eran los
caballos, que tiraban de las barcas planas y de las gabarras porque las iban
llevando hacia el mar. Relinchaban por el camino del vado que corría a lo
largo de los plátanos del paseo.

SHAPE quiere decir Supreme Headquarters Allied Powers Europe. En


aquel tiempo, a los vaqueros los llamaban pantalones téjanos. Veintisiete mil
GI y sus familias vivían en Francia. La US Air Force disponía de once bases
en la metrópolis. El conjunto de los ejércitos americanos había instalado sus
campamentos en Cherburgo, en Fauville, en Évreux, en Étain, en
Rocquencourt, enMetz, en Bresty enNancy, en Verdón y enDreux, en
Chambery y enPhalsbourg, enNantesy enParís, enOrly y en Toul, en
Cháteauroux y en Captieux, en Chaumont, en Bussac, en Poitiers, en Saumur,
en Chinon, en Ingrandes, en Croix-Chapeau, en Trois-Fontaines, en La
Rochela, en Chize, en Saran, en La Braconne, en Meung. Dos mandos
supremos se repartían el territorio: por una parte, el United States
Commander in Chief Europe en el campamento de Les Loges, cerca de Saint
—Germain—en—Laye; por otra, la Army Communication Zone, soporte
logístico para toda Europa, en Orleans. Diez mil soldados americanos se
hallaban acantonados en la región circundante más próxima a Orleans. Al
atardecer, sacaban los cubos de basura del campamento de Meung fuera del
recinto de alambradas.
Una noche, Patrick atisbo los cubos de basura.

Patrick estaba agachado en la oscuridad, detrás del enrejado. Observaba,


bajo la luna, los barracones redondos y los reflejos de luz que rebotaban en la
chapa ondulada. De pronto, oyó el ruido de un motor. Hundió en el acto la
bicicleta en la cuneta. Se acurrucó tras el matorral, exactamente delante del
enrejado del campamento, para dejar que pasara el coche.
Pasó el jeep de la Military Police.
Patrick se abalanzó hacia los grandes cubos de basura de hierro. Hurgó
en ellos deprisa y corriendo. A la mañana siguiente, le contagió a Marie-José
su entusiasmo. Iban a cumplir diez años. Las tropas americanas estaban
invadiendo Pyongyang. Las tropas chinas estaban invadiendo el Tibet. Las
tropas francesas se estaban apoderando de Hoa Binh. Marie-José dispuso que
al día siguiente acudiera a reunirse con ella en el banco del pabellón.
Las gruesas gotas de lluvia empezaron a caer en el agua. Se aplastaban
despacio en el agua. El Loira estaba gris. El tiempo estaba tibio y
bochornoso. Las gotas cayeron sobre las dos bicicletas, recostadas una junto a
la otra en la hierba de la orilla. Marie-José estaba sentada en el viejo banco. A
su lado había dos cestas de mimbre abiertas. Marie-José contemplaba a
Patrick, con pantalones cortos de franela y cara huraña, que estaba cavando
un hoyo con una laya grande.
Dejó de cavar. Miró a Marie-José con aire enfurruñado y dijo que a lo
mejor el hoyo era ya bastante hondo. Marie-José le devolvió la mirada con
los ojos brillantes, mientras decía:
—¿Estamos de acuerdo? ¿Estamos de acuerdo?
Patrick decía que sí flemáticamente, con la cabeza. Cuando vio que
asentía, Marie-José brincó del banco a la hierba, aferrando las cestas que
tenía al lado. Patrick arrojó la laya sobre la tierra húmeda que había sacado.
Los dos niños tomaron de las cestas y echaron al hoyo unas diminutas
cazuelas, una cocina de chapa, una tienda de ultramarinos de cartón, unos
cochecitos Dinky Toys, unos soldados, unos gendarmes de plástico. Por fin,
Patrick arrojó al hoyo con odio el Citroen 11 ligero de hojalata, el juguete
favorito de su infancia, y volvió a taparlo en el acto tras coger de nuevo la
gran laya.
Marie-José se puso a pisotear la tierra reblandecida por la lluvia.
Lanzaba breves alaridos. Ambos niños se enardecían dando saltos sobre el
hoyo que Patrick estaba tapando.
De pronto, mientras saltaba, Marie-José tropezó con el hierro de la laya
que sostenía Patrick. Lanzó un grito. Se quedaron quietos.
De rodillas en el suelo, subiéndose la falda con las manos llenas de
arañazos, cuyas uñas estaban negras de tierra, le enseñó a Patrick el cardenal
y el pequeño corte que el hierro de la laya le había hecho en el muslo.
Patrick miró el largo muslo blanco de Marie-José, Se inclinó hacia ella.
En el acto, Mane—José se bajó la falda. Abrió los brazos y, cayéndole por los
hombros el largo y negro cabello cubierto de lluvia, le susurró
majestuosamente:
—¡Ponte de rodillas como yo!
Se arrodilló ante ella, hundiendo las rodillas en la tierra removida.
—¡Mira! —dijo ella.
Extendió cuan largos eran los brazos, abriendo las palmas de las manos.
Mientras hablaba, había dejado de llover. Patrick alzó el rostro hacia el cielo;
una última gota de lluvia le cayó en el pómulo.
—El cielo me obedece —murmuró ella.
Volvieron a oír cómo el Loira corría despacio, siguiendo la orilla.
Marie-José cuchicheó:
—¿Has traído las hostias?
Patrick se sacó del bolsillo de los pantalones de franela dos hostias sin
consagrar que había cogido de la casa parroquial y se las tendió a Marie-José
. Marie-José cogió una, sosteniéndola ante sí con ambas manos. Patrick la
imitó.
Cada cual sostenía su hostia, muy serio, ante sí. Marie-José, con los
párpados cerrados, murmuró:
—Nosotros dos y nada más.
—Nosotros dos y nada más —repitió Patrick.
—Iremos a América —dijo Marie-José .
—Iremos a América.
—¡Abre! —ordenó Marie-José .
Patrick abrió la boca y ella le introdujo la hostia entre los labios.
Patrick adelantó, a su vez, la hostia que tenía asida y la deslizó entre los
labios de Marie-José, que seguía con los párpados cerrados. Sin abrir los ojos,
adelantó los brazos, tomó a tientas las dos manos de Patrick y las oprimió en
las suyas. Después de la lluvia, la tierra tenía un olor muy fuerte, casi
estomagante. Ambos cerraron los ojos con mucha fuerza.

Los dos niños se entusiasmaron con sus idas y venidas nocturnas.


Rondaban. Merodeaban. Las buscas repugnantes, ansiosas, en los cubos
de basura del campa— mentó, al atardecer, cuando el sol se ponía rojo, los
exaltaban. Se lanzaban a la búsqueda de camisetas maravillosas, de sudaderas
mullidas, de botellas de Coca—Cola vacías, de camisas Oxford con botones
en el cuello, de vaqueros Levi’s. No los encontraban, o sólo sacaban sus
jirones de entre los desperdicios. El corazón, sin embargo, les latía
desbocado. Lo único que recogían eran cajas de detergente con las sorpresas
rotas, andrajos que nadie podía ponerse, medias con carreras, números de
Life, de Racing News, catálogos de venta por correo, tebeos sucios. Los
embutían a toda prisa en bolsas de papel, que también rescataban de la basura
en que rebuscaban.
Marie-José cortaba velas nuevas que cogía en la tienda de su padre y las
metía en el gollete de las botellas de Coca—Cola vacías, a las que procuraban
nueva patria en la cabaña.
En aquel tiempo, se decía que la Coca—Cola era un veneno que volvía
loco. De la Coca—Cola, cuyas botellas vacías acumulaban y con las que
hacían lámparas, no conocían siquiera el sabor. El tío Vire aseguraba que
nunca se aposentarían en las estanterías de su establecimiento esas botellitas
llenas de gas carbónico.
Se sumergieron en los ideales americanos como las almas piadosas y
desdichadas se sumergían antaño en la religión. Trasladaron el paraíso al
oeste del mundo. Marie-José Vire convirtió a Patrick al culto de esa divinidad
cuyos sacerdotes eran los gángster, las bombas y las estrellas de cine.
Llevaba tirabuzones recogidos con lazos de raso. Marie-José dejó de llevar
tirabuzones. Los fascinó una civilización oculta tras las torretas de vigilancia,
de la que sólo palpaban desechos. Intercambiaban sueños febrilmente. Esos
sueños no eran sino nombres de aparatos, de ropa, de ciudades lejanas: jazz,
tostador eléctrico, Hollywood, Mercury 1953, frigorífico Kelvinator, Nueva
York.
Imitando a Marie-José, Patrick se puso a estudiar inglés bajo las ramas
de los sauces. Aseguraba que no podía esperar hasta llegar a primero de
bachillerato. Marie-José lo preparó para que le diera a su inglés un acento
americano que resultaba muy gracioso, pero que tenía un inconveniente: se lo
había inventado. Se ayudaban mutuamente a comprender los catálogos de
venta por correo y a captar las alusiones de los tebeos. Estaban locos por
ellos, como si Dios hubiera revelado por última vez su Palabra a la tierra en
los bocadillos de los cómics.

Dios se quejó. Dios transmitió su queja por boca de su sacerdote. De


pequeña, a Marie-José le gustaba jugar a las tiendas en la tienda de su padre,
junto a su hermana Brigitte, ocupando el lugar de la madre tras el mostrador.
Empezó a odiar que su hermana la apostara de oficio tras la caja y tener que
vender mercancías ramplonas, tras haberse puesto y abrochado un
guardapolvos. El padre Montret, con sotana negra, venía a comprarle hojas de
menta y manzanilla en flor para prepararse sus infusiones vespertinas.
Era un hombre bajito; era flaco; parecía un monje merovingio. Tenía el
rostro trágico de aquéllos cuya erosionada silueta habían visto los niños en
los porches de las viejas iglesias rurales. Se tonsuraba él solo, de forma tal
que, cada dos meses, se le quedaba la cabeza casi calva y ensangrentada.
Tenía los ojos descoloridos. Era párroco de Meung y temía tanto a las
personas como a los animales. Recurría a Patrick Carrion para las misas del
alba. A las seis menos diez llamaba a la puerta de su casa, entre las flores, en
medio de la bruma que subía del río y lo impregnaba todo.
Al acabar la misa, el padre Montret y Patrick niño desayunaban en la
casa parroquial. Marcelle los servía. El cura le pedía entonces a Patrick que lo
ayudase a llamar por teléfono, porque el teléfono le inspiraba un inexplicable
e inaplacable espanto.
—Necesito que me ayudes —decía.
Y le pedía que llamara en su nombre a las viejas campesinas que se
estaban muriendo en la otra punta del pueblo o en los helados dormito— ríos
de las casas de labor. En cuanto Patrick había establecido la comunicación, el
padre Montret tomaba el aparato despacio. Aterrado, acercaba la boca; y él,
que en la vida cotidiana no tenía tendencia a farfullar, se hacía un lio con las
palabras.
Patrick Carrion se convirtió en el monaguillo preferido del padre
Montret. Hasta tal punto que en los años siguientes el párroco de Meung lo
fue ennobleciendo de todas las formas que se le ocurrieron. Al cumplir los
doce años, en 1953, cuando las tropas americanas se estaban yendo de Corea,
cuando las tropas soviéticas empezaban a disparar contra los alemanes en
Berlín, lo hizo turiferario. Recibe el nombre de turiferario el niño que lleva el
incienso en la naveta, que baja los peldaños dirigiéndose a la congregación de
fieles, y que mueve de pronto y con gesto noble el incensario que agrada al
olfato del Dios Eterno.

Un día de 1954, cuando ya habían dicho por la radio que los franceses se
iban de la India, el padre Montret empujó la puerta de la tienda de
ultramarinos con cara animada, con los ojos casi transparentes y la redecilla
negra de la compra colgando de los dedos. Era media tarde y Marie-José
estaba, junto con Patrick, a cargo de la tienda.
—Chaval —dijo—, te necesito.
Patrick tenía ya la mano en el auricular del teléfono, al lado de la caja
registradora.
—No —le dijo el cura— He decidido hacerte maestro de ceremonias.
Se trataba del grado más alto al que podía aspirar. El maestro de
ceremonias es el acólito que dirige las ceremonias del culto ante la
congregación de fíeles, el que hace sonar la tarabilla que llama a la
genuflexión, el que manda en el organista y el pertiguero, el que orquesta los
movimientos de los demás monaguillos que permanecen en el coro, el que
hace que se inclinen los rostros, el que hace, incluso, que se eleve la nube de
incienso de las manos del turiferario, el que provoca el aprensivo y silencioso
arrepentimiento por el crimen del Edén, el balbuceo progresivo de las
plegarias, el incremento de volumen del cántico, el mayor enrojecimiento de
las llagas de Dios.

Meung había callado durante la Segunda Guerra Mundial y los


habitantes del pueblo seguían callando porque el terror no se había debilitado
en aquellos pocos años. Habían conocido a los alemanes. Estaban
descubriendo, estupefactos, a los americanos que habían ocupado el lugar de
aquéllos, que invadían los suburbios de Orleans, que construían hotelitos, que
extendían sus bases, que desenrollaban millas y millas de alambradas para
proteger sus almacenes, sus facilities, salvaguardando sus propias tiendas,
controlando mediante sus médicos y sus reglamentos sanitarios los burdeles
de los alrededores.
El ayuntamiento de Orleans publicó Let's be friends (Seamos amigos).
La bandera de las estrellas ondeaba en el cuartel Coligny. Tres mil personas
sin hogar andaban errantes por Orleans. Los oficiales americanos ocupaban
las villas y los castillos. El general comandante de la plaza se instaló en el
castillo de La Mothe, a orillas del Loiret.
Gainville, el del café, puso un letrero en la puerta de su restaurante, Casa
Louise, que rezaba: «Se prohíbe la entrada en este establecimiento a las
tropas americanas de ocupación».
Entre los oriundos de Orleans y de Meung, aquellos que eran
progresistas, aunque contemplaban con envidia en el bulevar de Cháteaudun
el lujo del que hacían gala, observaban con ansias de venganza el incremento
de las tropas y los usos y costumbres de las mismas, haciendo votos por la
inminente llegada de los rusos, que los liberarían de ellas. Por iniciativa de
Ridelsky, el albañil, se había creado en el pueblo, en el momento de la
Liberación, una célula del Partido Comunista Francés.
La muestra roja del estanco estaba clavada encima de la puerta del café
—a diez metros de la casa del doctor Carrion—, en la pared gris. La muestra
roja no era luminosa. Era más parda que roja. Resaltaba poco, estaba sellada
en la pared y hacía juego con la vieja placa de la calle de la Malva, medio
borrada por la lluvia. En ese café era donde estaba la expendeduría de tabacos
del pueblo. Allí era también donde se reunían el albañil Ridelsky, el herrero
de Cléry, los dos maestros de Meung y también dos o tres estudiantes que
cursaban sus estudios en Orleans. Decían: «Somos muertos vivientes. Somos
peores que esclavos: somos voluntarios de lo peor. Dos veces en diez años
hemos recibido a unos enemigos y los hemos tratado a cuerpo de rey. La
ocupación alemana creó un hábito de sumisión y colaboración. Les cedemos
nuestras casas, y suben los alquileres. Les damos de comer, y acto seguido la
vida se pone por las nubes».
Pierre Poujade decía: «El Estado desea vemos muertos». Los comunistas
dieron la voz de alarma contra una dependencia vergonzosa y pordiosera.
«Acogerlos —decían ambos maestros— significa ir al paso del ejército que
desembarcó en nuestras playas. Vais a trabajar para el ocupante; vais a comer
en la mano del ocupante; os pondréis su ropa; copiaréis sus costumbres;
beberéis lo que le quita la sed al tirano y pensaréis como él. Ansiáis la
dependencia y reclamáis la muerte.»
En las carreteras que conducían a las bases de la OTAN podía leerse,
escrito en la calzada con grandes mayúsculas blancas, o en las paredes de las
fábricas, o en el pretil de los puentes que se estaban reconstruyendo: US GO
HOME.
Salían antes de amanecer, con cubos, como si fueran pescadores.
Pintaban esta frase mojando unas escobas en los cubos de pintura
aceitosa, que chorreaba por las piedras socavadas de las paredes. Las tropas
soviéticas acababan de invadir Hungría. Aquellos fantasmas de pescadores
del amanecer negaban que fuesen ellos los que también echaban aceite por las
carreteras cuando pasaban los convoyes americanos para que derraparan o
volcasen desde lo alto de los terraplenes. Negaban que hubiesen puesto
azúcar alguna vez en los depósitos de los Thunderbird y los Ford marrones
con intención de dejar recluidos a los oficiales y a los soldados en los
cuarteles y con la esperanza de infundirles el deseo de regresar.

—¡Trae la mano!
—No, Patrick.
—¿Me quieres?
—Sí.
Cuchicheaban. De repente, él le tiró de la mano para acercársela al
vientre. Ella la retiró gritando.
—No quiero. Así no —dijo.
La primera vez que Patrick insistió para que Marie-José plasmara de
forma más explícita aquel mutuo amor, se vio rechazado. Tenían catorce
años. Sus juegos, sus gustos, sus reflexiones los habían vuelto casi iguales.
Diez años antes, cuando eran muy pequeños, habían descubierto las
particularidades de sus cuerpos; no había tardado mucho en saciarse su
curiosidad; admitieron lo irremediable. Volvieron a cubrirse el cuerpo.
Dejaron de investigar los testimonios de un enigma que les parecía más
penoso que desconcertante, más sucio que misterioso. Se apartaron de ello
como de algo pueril.
Patrick insistió para volver a destapar, a descubrir lo que la adolescencia
había ocultado bajo el alejamiento y el pudor. Se llevaba a Marie-José a la
isla para quitarse ambos la ropa y darse interminables besos. O subían al
cuarto de Marie-José, en el primer piso, mientras su padre recorría con la
furgoneta las casas de labor y las aldeas de Sologne. Se restregaban uno
contra otro, desvalidos y azarados.

En 1958, las tropas americanas intervinieron en el Líbano. Las tropas


inglesas intervinieron en Jordania. Marie-José cumplió diecisiete años. A
Marie-José le bastó una estación para transformarse. De desangelada y
rolliza, pasó a ser espigada. Sin ser hermosa, se volvió conmovedora por la
intensidad del rostro. En las facciones, rebosantes de nerviosismo y tristeza,
la sonrisa le estallaba de pronto: le descubría los dientes blancos, relucientes,
en la sombra tibia de la boca. Las oscuras pupilas se le iluminaban cuando
hablaba.
Luego los ojos volvían a caer en una languidez más desdeñosa y casi
taciturna. Se le antojó ponerse vestidos y camisas de tonos oscuros. Al
reprochárselo su padre, le contestó que estaba de luto por su madre y se ganó
una bofetada. Se volvió supersticiosa. Se echaba a llorar en cuanto un grano
le desfiguraba la frente o la nariz. Se retiraba sin avisar a regiones
inaccesibles y miraba a Patrick por encima del hombro. Le decía que no le
gustaba la camisa de manga corta que llevaba. Que con ella parecía «un niño
pequeño». Patrick se decía para sus adentros que, si seguía sermoneándolo
sin parar o pretendiendo imponerle sus gustos, la iba a estrangular.
—¡Anda a afeitarte esa sombra de bigote!
Lo importunaba. Lo provocaba. En el mes de mayo, el día 13, la
televisión y un viejo general tomaron el poder. Charles de Gaulle le negó su
mano a Gaston Monnerville. Al hacerse Patrick más atrevido y tirar por
segunda vez, en el cuarto de Marie-José, de los dedos tan frágiles de Marie-
José hacia la parte superior de sus pantalones, por segunda vez le negó
Marie-José el socorro de su mano. Patrick se decidió a alcanzar el placer por
sí mismo, encima de la colcha de la cama de Marie-José, mientras ella
aseguraba que lo amaba.
En aquel tiempo no existía la píldora. Era la época de los francos
antiguos. Ya casi no utilizaban los caballos. No existían medios
contraceptivos. El deseo se confundía con el temor a procrear.
Marie-José se apartó de él cuando el intento de gozar le arqueó el cuerpo
a Patrick. Fue a sentarse encima del arcón.
Tenía siempre la mirada perdida y se envolvía en el humo del cigarrillo.
Admiraba los libros de Cesbron. Hablaba durante horas de los grandes
problemas de ciencia—ficción: el mal, Dios, el amor, la paz, el romanticismo,
la bondad, las capitales, el confort, la inmortalidad. Por aquel entonces tenían
las edades divorciadas porque tenían la misma edad.
En el instituto, Patrick se metía en repentinas y frecuentes peleas, y
solían castigarlo con frecuencia a salir más tarde. Ello no hacía sino
incrementar y justificar el humor insaciable y agrio en que se hallaba al
acabar el día. Se empecinaba, y se avergonzaba de sus deseos, que ya no se
atrevía a someter al juicio despectivo de Mane—José. Los ocultaba tan en lo
hondo de sí mismo que se le extraviaban.

Cuando volvieron a empezar las clases, en septiembre de 1958, sus


condiscípulos andaban con ganas de guasa: hasta el nombre se le volvió falso.
La mayoría de sus compañeros se pusieron de acuerdo para llamarlo por las
iniciales: «P. C.». Al principio le resultó molesto. Luego le resultó doloroso.
Según pasaba el tiempo, se iba volviendo más sensible a ese mote y cada vez
lo lastimaba más tener que atender por él como si fuera su nombre. Lo
llamaban «P. C.» porque les parecía que la pasión que sentía por el mundo
americano era tan exagerada que quizá llegaba a ser ilegítima. Por aquel
entonces estaban los rusos pacificando Hungría. Los rusos estaban
soliviantando Cuba. Los rusos estaban entrando en Egipto y construyendo
Asuán.
Marie-José adoptó, para llamarlo, esas iniciales, porque le hacían gracia.
Las pronunciaba: «Pee Cee», para que quedara más americano. Esta nueva
costumbre lo ponía furioso. Desde que no iban al mismo instituto, acudía a
reunirse con él en la isla. Él le traía medias y cajetillas de cigarrillos
americanos que compraba en el mercado negro del instituto masculino,
cigarrillos LM. Ella deslizaba despacio las manos largas y delgadas dentro de
las medias y las miraba al trasluz. Olfateaba las cajetillas de cigarrillos
mucho rato, con deleite, antes de abrirlas. Al fin, encendía una cerilla y
echaba una calada. Se tendía en la orilla. Aterrorizada ante la idea de
quedarse embarazada, descartaba que pudieran quitarse la braga blanca, los
calzoncillos blancos. A veces se avenía a excitarlo con la palma de la mano,
por encima de la tela.
—¡Ayúdame! —le rogó él en voz baja por tercera vez.
Era el último sábado del mes de febrero de 1959. Estaban en la isla de
los sauces. Hacía un calor increíble.
Ella se resignó e introdujo apenas los dedos bajo la costura de los
calzoncillos. Patrick desparramó su deseo sobre los cerrados dedos de ella. Y
ella sintió un asco mayor del que se había figurado. El pene húmedo de
Patrick le recordó el tallo viscoso de los nenúfares. Le recordó también las
brecas que él sacaba antaño del agua, que se retorcían, que él cogía entre los
dedos para desprenderlas del anzuelo. Marie-José se inclinó hacia la cabeza
de Patrick, le acercó los labios al oído y le dijo que nunca más volverían a
hacerlo.
Patrick se echó hacia atrás en la arena, miró violentamente a Marie-José
. Pero calló. Un ruido ensordecedor llenó el cielo. Un helicóptero de la US
Air Force les pasaba por encima de las cabezas. El helicóptero cruzó el Loira
hacia el oeste. Patrick volvió a bajar la vista.
Estaba mirando a la espigada joven, sentada a lo moro en la agrietada
corteza de cieno, fumando un cigarrillo para borrar el tenaz olor del semen
que él le había eyaculado en los dedos. El largo cabello negro le caía por los
desnudos hombros. Hacía calor. De nuevo reinaba el silencio. De nuevo se
oía el chapoteo de las olitas, que chocaban con las piedras y con los postes de
contención. Él le dijo sin alzar la voz que cometía un tremendo error, que,
puesto que la amaba, era normal que quisiera poseerla por entero. Le dijo en
voz baja que no sólo quería su mano más veces, sino que también quería su
boca y, por fin, a ella entera.
Ella se puso de pie.
—Nunca —dijo—. Nunca.
Ella le dijo que cómo podía ser tan estúpido. Decía: «El amor no es
eso». Se recogía el pelo con las manos. Los ojos se le habían cuajado de
lágrimas. Luego empezó a sobar la cajetilla de cigarrillos LM. Estaba
erguida, dominándolo, casi desnuda, con la braga blanca de algodón puesta.
No quiso decir nada más. Se volvió a vestir en silencio. Él, con las
mandíbulas apretadas, metió en el agua la barca plana y negra. Regresaron a
la orilla. Se separaron sin una palabra.
Él no volvió directamente a su casa. Cogió la bicicleta en la cabaña del
jardín trasero, subió hasta la meseta. El frío llegó al caer la noche. No había
estrellas. Anduvo errante en bicicleta por la oscuridad. Fue a lo largo de las
alambradas que limitan el campamento. Miraba las nubes oscuras que le
pasaban sobre la cabeza en el sombrío universo. Debían de ser más o menos
las once cuando empezó a llover. La lluvia rebotaba en los adoquines de la
carretera. Volvió pasando por el castillo.
Los vio pintando en silencio la pared de la casa de al lado de la de sus
padres.
Bajaba en bicicleta por la calle de la Muralla. La lluvia le daba en el
rostro y en las manos. Frenaba inútilmente. Había heredado de una tía abuela
materna una humillante bicicleta Peugeot de mujer, sin barra, que terna los
frenos mal, que tenía la luz mal y salpicaba la oscuridad a retazos solamente.
Vio la furgoneta Renault, vio los faros encendidos vueltos hacia la pared
de su casa. Frenó con los pies. Se bajó de la bicicleta sin dejar de mirar la
puerta trasera de la furgoneta, que estaba abierta, los dos botes de pintura
blanca, la escoba fuera de uso que asomaba. La casa del doctor Carrion
estaba en la plaza de la Iglesia. La primera casa era la del arquitecto, luego
venían la calle de la Malva y el café—estanco, la casa de la señorita La—
muré, la organista, y, para terminar, la ferretería y tienda de ultramarinos Vire
y Ménard, en cuyo primer piso vivían los Vire.
Vio el vaho blanco que les salía de la boca y de la nariz a la luz de los
dos faros de la furgoneta.
Vio la escoba que empezaba a trazar las letras HO en la pared de su casa
—al menos en la pared que cerraba el jardincillo donde su madre plantaba
flores. Se abalanzó hacia ellos bajo la lluvia prieta diciéndoles a voces que no
pintaran allí.
Recibió un escobazo en el vientre.
Se incorporó. Consiguió arrancarle la escoba de las manos al estudiante.
Un hombre dijo que Fidel Castro acababa de tomar La Habana, o algo por el
estilo. En aquel instante le dieron un violento empujón por la espalda. El filo
del bote de pintura blanco lo golpeó en pleno rostro. La pintura blanca le
salpicó el pelo corto. Cayó de cabeza al filo del arroyo. Perdió el
conocimiento.

Un suboficial americano que volvía de la base dio un frenazo para no


chocar con la furgoneta Renault que salía a toda velocidad de la calle de la
Malva. El Chevrolet gris del sargento W. H. Caberra derrapó. Al lado del
sargento Caberra iba sentado un hombre muy bajito y regordete, de unos
cuarenta años, rubio, guasón, con cara de muñeco, cuya barbilla se perdía en
el cuello, que era teniente y se llamaba Wadd.
El sargento Caberra enderezó con facilidad el vehículo. Iba a volver a
acelerar al llegar a la plaza de la Iglesia para subir por la calle en cuesta,
cuando dio otro frenazo.
El teniente Wadd abrió la portezuela sobre el cuerpo de Patrick Carrion
inconsciente, mientras que el sargento Caberra rodeaba el coche y le alzaba la
cabeza al adolescente. Tenía el pelo lleno de pintura blanca. Un hilillo de
sangre se mezclaba con la lluvia en el pavimento. La sangre le corría por el
ojo.
El ojo derecho, lleno de sangre y abierto de par en par, parecía
reventado.

A Patrick Carrion le pareció que se había muerto y que acababa de


entrar en otro mundo.
Había un guirigay muy singular. Entreabrió los ojos, pero lo veía todo
turbio a través de una bruma de sangre. El salón estaba abarrotado de
gigantes, de mujeres, de mesas, de sofás, de sillones. Grandes motivos
geométricos marrones y naranja cubrían las paredes. No habían quitado la
mesa; era una mesa de comedor, con tablero de Formica marrón. Los platos
de cartón estaban sucios; las panochas de maíz, a medio roer; los vasos de
cartón, arrugados; había botellas de Beck, de Budweiser, de Ketchup, tarros
de Peanut Butter y de cremosa mayonesa. En los respaldos de las sillas se
apilaban camisas en espera de que las plancharan. La tabla de planchar estaba
abierta al lado de la mesa de comedor. Los vestidos y los uniformes, metidos
en fundas de plástico, colgaban directamente de la pantalla de la lámpara. Por
todas partes había revistas tiradas en desorden.
Buddy Holly cantaba con todas sus fuerzas. Shame!
Encima del altavoz de cartón gris del tocadiscos había un gran
calendario de Hollywood que representaba a Ava Gardner. Patrick se quejó
cuando el sargento Caberra, que lo llevaba en brazos, lo depositó suavemente
encima del sofá de los Wadd.
La señora Wadd acudió con el pelo rubio cogido con bigudíes y
vistiendo una bata de nilón amarillo. En la mano llevaba un paquete de
algodón y un frasco de mercuriocromo.
Buddy Holly susurró: I’m gonna love you too! Patrick veía toda la
habitación entre una niebla de sangre. Sentía dolor. Divisó la silueta de una
joven que se le acercaba despacio. Quince años, nariz muy fina; era rubia.
Tenía los ojos de un azul muy claro, casi transparentes. Llevaba un short que
dejaba ver los muslos desde muy arriba. Una camiseta ceñida le resaltaba el
pecho. Tenía ya un pecho muy formado. Arqueaba el cuerpo para darle aún
más realce. Iba calzada con irnos calcetines blancos muy cortos, sin zapatos.
Se estaba secando los ojos. Llevaba en la mano un jersey de mohair
jaspeado, con un pelo blanco muy largo. Se arrodilló al lado de Patrick. Éste
oyó un ruido que lo sobresaltó. Abrió el ojo izquierdo de par en par para ver
qué pasaba: ella estaba masticando un trozo de coliflor cruda.
La hija del teniente Wadd se sentó con descuido al lado de Patrick,
empujándole el muslo con la nalga, y le cogió la mano sin dejar de masticar
la coliflor. Le estaba diciendo en inglés americano que Buddy Holly acababa
de morir; acababa de estrellarse en un avión.
—You know, Buddy just died in a plane crash. At least you ’re alive! (La
hija del teniente Wadd le dijo que él tenía suerte de estar vivo.)
Le repitió que tenía suerte de estar vivo.
—¡Disculpe! —susurró Patrick.
Ella se metió el jersey de mohair por la cabeza mientras que el teniente
Wadd le hacía preguntas a Patrick hablando despacio.
—You people got a phone? (El teniente Wadd le preguntó a Patrick
Carrion si sus padres tenían teléfono.)

Lanzó un alarido.
El doctor Carrion le estaba cosiendo en vivo la ceja a su hijo. La hija del
teniente Wadd le tenía cogida la mano y se la apretaba muy fuerte. Hubo que
darle dos puntos de sutura.
Al segundo punto de sutura, la sangre salpicó de forma inesperada el
pecho de la hija del teniente.
Mientras gritaba, vio cómo las gotas caían sobre el mohair y se
quedaban allí, hechas una bola. La lana tardó en chuparlas.
Luego el mohair fue absorbiendo las manchas. Miró cómo las absorbía
con retraso. Gritaba mientras miraba cómo la lana chupaba la sangre.
Su padre le estaba embadurnando la herida con el mercuriocromo que le
tendía la señora Wadd. La señora Wadd colocó una compresa mientras que el
doctor Carrion se limpiaba en vano las manos con una servilleta de papel.
Tenía las manos blancas de la pintura que le manchaba el pelo a su hijo.
Cerró el maletín marrón y se puso en pie.
Patrick entreabrió los ojos y vio de pronto que una botella de cerveza le
pasaba rozando la frente a su padre.
El doctor Carrion se apartó con rapidez. A su izquierda, el sargento
Wilbur Caberra agarró la botella imitando hábilmente el ladrido de un perro.
Le quitó la chapa con los dientes. Escupió la chapa en el suelo.
A Patrick le dio la impresión de que estaba penetrando en un universo
que no tenía sentido. Volvió a cerrar los ojos. El teniente americano estaba
diciendo:
—Care for a Bud, doc? (El teniente Wadd le estaba preguntando al
doctor Camón si le apetecía un vaso de cerveza.)
Patrick alzó los párpados, vio que su padre sonreía, vio cómo asentía. Su
padre hablaba despacio, con un pronunciado acento francés que llenó a su
hijo de humillación.
—Thank you very much —dijo el doctor Carrion.
El doctor se sentó al lado de la señora Wadd en un sofá de moqueta gris
con los brazos muy anchos. El sargento Wilbur Caberra rompió a reír. Dijo;
—French commies! (El sargento W. H. Caberra sugirió que los
comunistas franceses no le parecían tan temibles como los de otros partidos
hermanos.)
El teniente Wadd se bebía la cerveza echando la nuca hacia atrás. Un
hilillo de cerveza, que se iba empapando en el cuello de la camisa blanca, le
chorreaba por la barbilla.
A Patrick le dolía mucho la cabeza. Le ardían los ojos. Los oía a lo lejos.
Sentía dolor. Se habían enzarzado en una charla ruidosa. Hablaban una
jerigonza que le pareció totalmente ininteligible.

Sintió la tibieza del muslo de la hija del teniente Wadd. Volvió a abrir
los ojos. La miró.
La hija del teniente estaba absorta en el empeño de limpiarse con un
pañuelo la mancha de sangre en el mohair que le cubría el pecho.
La vio. Fue algo súbito. Súbitamente, lo sorprendió haber salido de la
infancia. Fue un descubrimiento que lo cogió desprevenido: la infancia se
había ido; todos los vínculos se habían desanudado y su fusión se había
descompuesto. El tiempo se había puesto en marcha sin que él se diera
cuenta. Todas las cosas se empobrecieron en un instante. Todo se volvió
consciente. Todo se volvió distante. Todo se volvió lenguaje. Todo se volvió
memoria. Todo se volvió tela de juicio. Todo se tomó cada vez más lejano:
surgía a diez mil leguas de su persona.
De golpe, había dejado la casa del padre. El mundo se volvió espacio. El
tiempo se posó a su lado. Bruscamente, los fervores, los juegos absorbentes
se borraron con la goma de las palabras concretas, de los terrores, entre el
miedo a los ridículos y la crispación de la angustia. Algo así como una ñoñez
alcanzó de pronto al padre, a la madre —y también a la condiscípula, al amor
de la infancia— y le hizo avergonzarse de ellos.
Entonces lanzó un gemido y ella le puso la mano en la frente. Se inclinó.
—What’s your name? (La hija del teniente Wadd le preguntó a Patrick
Camón cómo se llamaba, pronunciando despacio las palabras, frunciendo la
frente.)
—Patrick.
—Mine’s Trudy.
Y le dio la mano.
Trudy Wadd le preguntó a Patrick Carrion cómo estaba.
Volvió a fruncir la frente al hacerle la pregunta.
Él intentó encogerse de hombros. Pero Patrick asió los dedos de Trudy
sin decir nada.
—I loved Buddy Holly —dijo ella—. He was twenty—two and he was
the greatest singer in the world. (Trudy Wadd le confió a Patrick Carrion que
le gustaba Buddy Holly. Que éste tenía veintidós años. Que era el mejor
cantante del mundo.)
SEGUNDA PARTE

EL REINO

EL CHEVROLET de Wilbur arrancó. Su vida arrancó. Era a finales del


invierno de 1959. En el principio hubo dos palabras que ningún diccionario
recogía: «Pihex» y «Guig». Estas palabras se hicieron mágicas en el acto. Los
GI llamaban PX al gran almacén americano del campamento. Llamaban gig a
una sesión de jazz en los comedores de oficiales de las bases.
Wilbur Caberra había estado en el Pacífico, en el Japón, en Corea. Era
un gigante. Tenía treinta años. Se encaprichó de Patrick. El martes 3 de
marzo saludó con una inclinación a la señora Carrion, se interesó por la salud
del adolescente, le estrechó la mano al doctor Carrion y le entregó un pack de
cervezas Beck. El miércoles 4, el sargento le preguntó a Trudy Wadd si podía
invitar a Patrick para que fuera con ella y con sus padres a un gig en el
campamento.
El sábado 7 de marzo, Patrick, aún desfigurado, con el pelo cortísimo,
acudió junto con Trudy, en el Plymouth azul de los Wadd.
Ver cómo tocaban jazz fue una revelación. Ya había oído aquella
música, pero descubrirla, improvisada, cotidiana, viva, fue para Patrick una
experiencia tan extraordinaria que le pareció que no se podía referir. Al
menos, no consiguió expresársela a Marie-José . Era exactamente lo contrario
de la circunspección y la pedantería de los conciertos de música clásica que
había podido escuchar en Orleans. Patrick no se había imaginado nunca que
la música pudiera ser eso: una tristeza hecha cuerpo, un vínculo inmediato
que asociaba en el acto a los que tocaban y a los que escuchaban, como si
formaran parte de un solo cuerpo, una forma de respirar y de mover todos los
miembros, una posibilidad de tomar al pie de la letra el azar de un instante y
de sentirlo de la cabeza a los pies, una forma de vivir más intensa.
Todos los que estaban escuchando adoptaban en el acto el mismo ritmo.
Todos se extraviaban en los demás. Era una solidaridad tan repentina como
sobrecogedora. Era un auténtico vínculo social, sin discursos, sin intereses,
como en una tribu de las primitivas edades. A todos y a cada uno les parecía
que estaban recuperando un canto que volvía desde los albores.
En este primer gig descubrió que quien tocaba el piano era un antiguo
condiscípulo de Meung, François—Marie Ridelsky, el hijo del albañil. A
Patrick lo deslumbró François—Marie Ridelsky. Ridelsky hacía sonar con
fuerza un acorde, el acorde más violento, el más discordante: todo aquello
que disociaba se venía abajo. Todo aquello que obligaba a cada cual a
retirarse a lo hondo del alma, a la soledad y a la angustia, hasta los bastiones
de la piel y de la apariencia, se desvanecía. Al oírlo, entraban en el acto
deseos de ponerse de pie. Patrick se puso de pie. Se acercó a él. Le habló. Le
dijo que le gustaba cómo tocaba, lo invitó a beber algo en la mesa del
sargento. Al poco, el trompeta fue también a sentarse a esa mesa. Era un
trompeta conocido. Se lo aseguró François— Marie Ridelsky. Se llamaba
Augustus. Llevaba un gorrito de lana roja que no se quitaba nunca. Era negro,
fumaba, bebía, se drogaba, hablaba arrastrando la voz con tono lastimero.
Aquella primera noche, mientras Patrick bebía su primera cerveza Budweiser,
cuando le faltaban ojos para captar todo lo que iba descubriendo, le costó
trabajo interpretar la forma enigmática que tenían los negros de hablar entre
sí. Pudo descifrar que Adolf Hitler no había muerto porque la cirugía estética
había hecho maravillas. Le costaba no perder el hilo de lo que el trompeta
quería decir. Augustus se levantó y dijo a voces en inglés americano, como si
lo invadiera la ira, que él era Adolf Hitler, desde luego.
El saxofón jaleó ruidosamente a Augustus y formuló la hipótesis de que,
en tal caso, hablaría alemán. Empezó a reírse solo. Siguió diciendo:
—Augustus, say «I’m your friend» in German.
(Mel, el saxofón, le pidió a Augustus, el trompeta, que tradujera al
alemán: «Soy amigo tuyo».) De repente, el trompeta se quejó bajito. Lanzó
un suspiro. Se sentó. Dijo que no con la cabeza. Declaró en voz baja que
«Soy amigo tuyo» era una expresión que no se podía traducir al alemán.
El trompeta miró con desesperación al saxofón, que seguía riendo a
carcajadas. Augustus rompió en sollozos. Por las negras mejillas le corrían
lágrimas de verdad. Susurró que hacía tanto que se había vuelto tonto y
negro, que había soplado tanto en la trompeta que se le había olvidado el
alemán.
François—Marie Ridelsky lloraba de risa. Patrick se esforzaba por reír,
para hacer lo mismo que hacían los demás, cuando le cayó brutalmente una
silla en las rodillas. Con un respingo de dolor, se puso de pie. Se volvió.
Cerca del mostrador había estallado una violenta pelea. Los GI blancos se
habían enzarzado con los GI negros.
Entonces Augustus se levantó y habló en alemán. Le tiró a Mel de la
chaqueta y dijo articulando con énfasis:
—Wartet, Jungs, die Sargpriese werden steigen. (Augustus, el trompeta,
le afirmó a Mel, el saxofón, que había que andarse con ojo porque iba a subir
el precio de los ataúdes.)
Patrick, el teniente, la señora Wadd y Trudy se fueron a toda prisa,
mientras que Augustus y Mel se acercaban para intervenir en el combate sin
nada en las manos. Cuando estaban llegando a la puerta del comedor de
oficiales, Patrick vio al sargento Wilbur Caberra que sobresalía por entre la
barahúnda, con los puños en alto. «¿Quién anda buscando el desorden y
quiere problemas?», preguntaba el sargento Caberra en inglés americano,
mientras dejaba caer los puños sobre los rostros de los negros.

Era tarde cuando llegaron a la calle de las Casas Nuevas. Los Wadd
decidieron que Patrick dormiría en una cama plegable, que abrieron en el
comedor. A la mañana siguiente, cuando Trudy Wadd lo acompañó hasta la
plaza de la Iglesia de Meung, le prestó su bicicleta americana. Era una
bicicleta de cross, azul, amarilla y blanca. La joven se avino a montar en la
vieja bicicleta Peugeot.
Patrick no pedaleaba. Le parecía que se dirigía a Bagdad en una
alfombra voladora.
Trudy Wadd, con el busto doblado hacia delante, de pie en los pedales,
pedaleaba trabajosamente a su lado. Las redondas rodillas le levantaban la
falda de tenis. En la plaza de la Iglesia, Patrick vio a Marie-José vestida de
negro esperándolo apoyada en la pared de la iglesia, y desvió el rostro.
Se pararon delante de casa de Patrick. Cuando cambiaron las bicicletas,
Trudy le estrechó la mano con fuerza, haciendo por triturársela. Trudy acercó
el rostro al ojo de Patrick, miró bajo el vendaje. Le preguntó si conocía a Bill
Haley, a Gene Vincent, a Elvis Presley, a Paul Anka. Dijo que, después de
Buddy Holly, eran sus cantantes favoritos. Ya se los haría oír. Se subió en su
bicicleta azul, amarilla y blanca. Se fue.

Marie-José seguía con la espalda apoyada en la pared de la iglesia.


Antaño, François Villon se había apoyado en ella del mismo modo. Era la
misma pared.
Miró cómo se estrechaban la mano con fuerza. Vio a Trudy acariciar el
vendaje de Patrick y alejarse, de pie sobre los pedales de su bicicleta de
colores.
Le pareció que aquella chiquilla americana era bonita, desde luego, con
sus rizos de permanente, pero que los calcetines blancos quedaban realmente
ridículos.
Marie-José separó la espalda de la pared. Se acercó despacio a Patrick
con cara hostil.
Los ojos de Patrick chispeaban de alegría. Corrió hacia ella. Ella rehuyó
sus brazos. No hablaba, sino que silbaba entre dientes:
—O quieres a esa muñeca o me quieres a mí.
Él, repentinamente pálido, le replicó con voz seca que, en tal caso,
tenían que amarse de verdad. Tenía que amarlo del todo. Quiso volverle la
espalda.
Marie-José retuvo a Patrick por las manos.
—¡No podemos! —gimió muy bajo—. Es que no te das cuenta.
Él le dijo que eso no era cierto. Y añadió que había otros medios que no
implicaban ese riesgo. Que las mujeres no carecían de manos. Que su rostro
tenía la suerte de poseer una boca.
—¡He pasado por lo de la mano! —gimió ella.
Le estrechaba los dedos a Patrick.
Él le tomó los dedos. Los apretó en sus manos. Le hundió las manos en
el pelo. La besó. Le habló entusiasmado del campamento americano, en el
que por fin había conseguido entrar, del jazz, del gig, de Augustus—Hitler
improvisando con la trompeta, tocado con el gorro de lana roja.
Marie-José se sentó en el mojón de desgastada piedra, delante de la
pared donde Villon había deseado morir. En la escuela primaria, aprendían de
memoria Dónde están las nieves de antaño. A la escuela no le agrada el
porvenir. Aprendían de memoria la Balada de los ahorcados. La escuela
aborrece a los vivos. Entre un Testamento y los fantasmas de unas reinas,
quedaba el sitio justo para encadenarse y anonadarse. Quedaba el sitio justo
para ahorcarse.
Marie-José se echó a llorar.
La espigada y quebradiza silueta de Marie-José hipaba como una niña
mientras lloraba. Le confesó a Patrick que estaba disgustada porque no la
habían invitado a ir con él a la base americana. No habría debido ir solo.
Patrick se separó de ella. Quiso irse por segunda vez.
—¡Espera! —dijo ella.
Fueron a la sombra de la iglesia, bajo la muralla. Lo tomó en sus brazos.
Se besaron. Él la tranquilizaba.
La empujó hacia el suelo por los hombros. Le deslizó el sexo en la boca.
Ella lo escupió. Él volvió a intentarlo. Ella apretó los dientes. Se puso de pie
enseguida, con lágrimas en los ojos. Lo abofeteó. Se fue.

Patrick Carrion estaba repleto de un deseo que Marie-José Vire nunca


estaba dispuesta a satisfacer. Estaba repleto de rabia. No comprendía por qué
mostraba ella tal asco hacia él, por qué se portaba así con él puesto que al
mismo tiempo juraba por lo más sagrado que sentía amor por él.
Le parecía que se hallaba encerrado en un amor que era un invento de
los años y de las especulaciones de Marie-José . Aquel amor era una cárcel.
Él era su prisionero y no su amor. Las guías turísticas citan siempre el pueblo
de Meung—sur—Loire por tres lugares que hay que visitar: la casa en que el
poeta escribió El poema de la Rosa, el puente que Juana de Arco volvió a
arrebatar al ejército inglés; la cárcel donde estuvo encerrado François Villon.
En cuanto llegaba el buen tiempo, los autocares de turismo y los coches
particulares aparcaban en batería en el paseo y a lo largo del castillo, delante
de la casa parroquial del padre Montret, e incluso delante de la puerta de la
casa parroquial. Los pasajeros de estos vehículos bajaban, doblados en dos,
hasta los fosos e iban a contemplar, sobrecogidos, o al menos deseosos de
sobrecogerse, la oscuridad y el húmedo desamparo de la cárcel.
«Por Navidad, ese tiempo muerto en que el lobo vive del viento.» Hacía
frío. Villon no habría salido de la cárcel del castillo de Meung de no haber
pasado por Turena san Luis durante el invierno. Aquel castillo tendría que
haber sido no su cárcel sino su fría tumba.
Aquel pueblo era una cárcel, igual que el corazón de Marie-José era una
cárcel, igual que la habitación de su madre era una cárcel. Patrick había visto
en una ocasión a su padre titubear ante la puerta de la habitación a la que su
madre se retiraba a diario. Había visto, de pronto, cómo su madre lo
sorprendía ante el pomo de la puerta. Había oído aquel día cómo su madre le
decía a su padre con una voz que no admitía réplica: «Me disgustaría de veras
que entraras en mi biblioteca cuando yo no estoy. No lo hagas nunca».
Bajo el influjo del rechazo con que acababa de enfrentarlo Marie-José,
Patrick Carrion se acercó a la puerta de la habitación de su madre. Poco le
faltó para empujar la puerta. Miraba aquella puerta pintada vulgarmente de
blanco con pintura al temple. Quería desentrañar aquel misterio que hacía que
las mujeres se encerraran fuera del mundo de los hombres. O que se retiraran
al rechazo y al silencio. Igual que había hecho su padre, miró el pomo de
marfil cuarteado y amarillento que permitía abrir la puerta por la que se
entraba a la habitación. No se atrevió a poner la mano en él.

Patrick Carrion vio a François—Marie Ridelsky en el café de la


estación. Estaba sentado al piano. Lo estuvo escuchando. De repente,
François—Marie hacía sonar dos notas violentas y Patrick se sentía
sobrecogido. Fue a saludarlo. Ridelsky preguntó a los que tenía alrededor si
no querían ir a ayudarlo, porque estaba de mudanza. Todos se escaquea—
ron. Patrick aceptó. Ridelsky lo citó en su casa, en el taller de albañilería, el
sábado por la mañana. Patrick Carrion dijo que iría al acabar las clases del
instituto.
A Patrick le ardían las mejillas. Lo hacía feliz la idea de transportar unos
cajones y un colchón.
François—Marie se puso a tocar otra vez.
François—Marie Ridelsky exigía que lo llamasen «Rydell», a la
americana. En su forma de tocar había algo genial. Había en él algo
inspirado. Sus interpretaciones eran increíblemente brutales. Hería el cuerpo
con bruscos y largos silencios, con súbitos ataques disonantes de las teclas.
Su dios era Monk. Sus apóstoles se llamaban Charlie Parker y Miles Davis. A
Rydell le pagaban con cartones de cigarrillos comprados en el PX, cigarrillos
Vice—Roy, LM, Lucky, cuando tocaba con soldados americanos en La
Taberna, en la pizzeria de Olivet o en los comedores de oficiales de las bases
de la Army Communication Zone Europe. Revendía los cartones y conseguía
así grandes sumas de dinero que convertía en el acto en droga. Tenía el
carácter más dúctil y complicado que imaginarse pueda. Bebía demasiado.
Fue el primer muchacho del pueblo que empezó a drogarse. Pero nadie lo
señaló con el dedo, porque nadie sabía en aquel tiempo qué era la droga.
También andaba en trapicheos de calzado.
Rebotaron unas piedrecitas en los cristales de su cuarto, en el primer
piso. Patrick se acercó a la ventana, abrió la falleba.
Marie-José estaba abajo. Patrick suspiró. Bajó. Se besaron en las
mejillas. Hacía demasiado malo para ir a la isla. Fueron a los sotos del
terraplén del sur. Se hundieron en los bosques de Sologne. Marie-José lo
seguía con empecinamiento. Clavaba en él la mirada con un desvarío
mezclado con una tristeza que él interpretaba como un reproche. Estaba
angustiada. Fue inútil que la estrechara entre los brazos. Se sentó en una roca.
—¡No soy utilitaria! —acabó por decir.
No entendía esas historias de manos, demasiado tristes, de boca,
demasiado sucias. Prometió que iría a Orleans a ver a un médico para poder
entregarse a Patrick. Éste la dejó hablar. Ya no la creía. Se juró en su fuero
interno que se iría, y que se iría solo, y que se iría muy lejos, y que ella
lamentaría haberlo ayudado tan poco, y que sufriría. Marie-José echaba sin
cesar miradas furtivas, hacía sin cesar mohines melancólicos. Lanzaba
hondos suspiros. La verdad era que sentía aversión por su cuerpo de
muchacha sin que para ello existiera la menor razón objetiva, a no ser la
torpeza del deseo que le manifestaba el niño pequeño del que estaba
enamorada. Aborrecía que evocara de forma tan cruda ante ella las cosas del
cuerpo. Prefería que hablasen juntos de América.
No decían «América», decían «USA». «USA» era en verdad el lugar
que habían escogido como morada la facilidad, la riqueza, la salud, la libertad
y la felicidad. Poco a poco, empezó a renunciar al chicle. Empezaron a
gustarle exclusivamente los cigarrillos americanos, con tal de que tuvieran
filtro; y lo mordisqueaba.

El sábado 14 de marzo, a la una de la tarde, cuando Patrick Carrion fue a


casa de los Ridelsky para ayudar a Rydell a llevarse sus cosas al taller—
gasolinera que tenía Antoine Malleure en la carretera de Orleans, el
adolescente descubrió la furgoneta Renault blanca y negra parada en medio
del patio, con la puerta trasera abierta, las escobas y los botes de pintura.
Hacía frió, pero Patrick se quedó parado contemplando a la luz del día
aquellas escobas manchadas de pintura blanca.
Se acercó.
Metió la mano por la puerta trasera. Despacio, volcó un bote de pintura,
que se derramó sobre los asientos delanteros.
Volcó, uno a uno, todos los botes de pintura. Se esforzó por dejar la
rabia de lado. Entró en la cocina de los Ridelsky. Fue al entrar en la cocina de
los Ridelsky cuando Patrick Carrion se topó por vez primera con un televisor.
Era el televisor del Partido. Había más de doce camaradas en hilera mirando
la pantalla gris que iba a subyugar la tierra. El televisor estaba entronizado
ante cuatro filas de sillas de hierro y de madera en las que los cinco hijos, los
padres, los abuelos, los obreros, los maestros, la mayoría tocados con
sombrero flexible o con gorra, contemplaban muy serios las imprecisas
imágenes, llenas de rayas, zumbadoras, que temblaban en la pantalla, que
recuperaban la forma por un instante para volver a deshacerse de repente.
Patríck Carrion no saludó a nadie. Los dos maestros del pueblo se
volvieron al entrar él y le dieron los buenos días con voz taciturna.
Sentado en el suelo, cerca de la estufa, de espaldas a las imágenes,
Rydell estaba bebiéndose a morro una botella de calvados. Se puso en pie
tambaleándose. Estaba guapo con la cazadora negra, muy flaco, con el pelo
engominado y planchado hacia atrás.

Rydell le puso a Patrick entre los brazos un gran montón de discos de


cuarenta y cinco revoluciones. Cogió la maleta. También estaba el colchón en
el suelo, atado y enrollado, y un grueso abrigo loden. Salieron de la
habitación al patio. Rydell preguntó por qué había semejante charco de
pintura blanca debajo de la furgoneta. Patrick se lo pensó y sugirió que debía
de haberse volcado un bote de pintura. Rydell renegaba contra su familia,
rezongaba contra la célula del PC de Meung, en fila como una ristra de ajos
delante del televisor. Decía que las imágenes habían invadido el mundo
capitalista y el mundo socialista como las tropas de Atila habían invadido las
comarcas de Aude y el Orleanesado.
Antes, los hombres miraban a los animales encerrados enjaulas de
mimbre. Ahora los animales miraban a sus congéneres metidos en cajas.
Los americanos y los rusos se habían arrodillado ante un único e
idéntico señor. Su señor era el dinero, así como el impaciente afán de la
protección, la esclavitud de los derechos y la hipnosis de las imágenes. El
señor de su señor era el mercado del género humano.
—Reina un Narciso muerto —decía Rydell con ojos apasionados,
dilatados, demasiado brillantes—. En su mirada reina una anticuada
economía de factorías y ferias locales, que se ha convertido en mundial y no
tiene más propósito que el enriquecimiento, es decir, que no tiene propósito.
En lo único que piensa es en su propio reflejo. Ya no piensa: padece una
sideración. La mirada busca el reflejo. El reflejo busca la pantalla. La pantalla
busca la mirada.
Desde el origen de los tiempos, lo visible luchaba con lo invisible. Lo
malo era que la victoria de lo invisible nunca podía hacerse patente. Sólo
destacaba la victoria de lo visible, puesto que incluso su derrota era algo
destacado. Había que poner en candelera el producto reciente, había que
enseñárselo a todo el mundo, que exponerlo a plena luz para que se les
pudiera vender a los explotados, a los alienados, a los colonizados, a los
siervos, a las costumbres domeñadas, a las miradas hipnotizadas. Todo el
tesoro pasado o invisible tenía que retroceder aún más en las tinieblas para
poder resultar patente. Había un mundo que pertenecía a la orilla oscura, a la
orilla de las tinieblas, entre las sombras del infierno. Era el mundo que
lloraba en el canto de los esclavos rebeldes y en el de los negros.

Habían llegado a la carretera. Iban charlando de lo invisible y una luz les


aureolaba las siluetas. La grúa de Antoine Malleure aparcó despacio a su lado
y metieron los bultos dentro.
Cuando llegaron al taller de Malleure, un empleado estaba atendiendo a
un Studebaker ante el surtidor de gasolina. Antoine ayudó a Rydell a llevar
sus cosas al fondo del taller. Patrick había empezado a seguirlos pero se
detuvo.
Se fijó en un Buick Century verde que estaban reparando. Oyó la música
que alguien puso de repente a todo volumen. El que vociferaba era Chubby
Checker.
Patrick se volvió despacio. Se acercó despacio, como quien no quiere la
cosa, al Studebaker que esperaba delante del surtidor de gasolina. Se detuvo a
cinco metros. Miró al oficial americano que iba al volante, a su mujer, a los
dos niños. La radio sonaba al máximo. Jean—Luc estaba acabando de llenar
el depósito. Jean—Luc tenía catorce años. Se metió el dinero en la cartera. El
Studebaker arrancó.
Jean—Luc se acercó a Patrick y éste lo saludó con la barbilla. El
empleado le señaló con el dedo los nuevos coches franceses, Versailles,
Chambord, Floride, que estaban expuestos en primera fila en el gran
escaparate del taller.
—Es el nuevo Chambord —dijo Jean—Luc.
Patrick se encogió de hombros. El empleado miró el coche y dijo:
—¡Anda! ¿Ésas tenemos?
Jean—Luc se puso a examinar el Versailles atentamente. Luego llegó a
la conclusión de que no estaba de acuerdo, de que le gustaba el Versailles.
—Es horroroso. No tiene comparación —replicó Patrick
despectivamente.
Rydell, que regresaba del fondo del taller, rayó a posta el Buick Century
con las llaves. Antoine Malleure le sujetó el brazo. Rydell decretó:
—Francia produce cochecillos, caracolillos, castillos...
—Quesos... —añadió Patrick.
—¡Y 75.000 fusilados! —interrumpió Rydell.

Patrick dejó el montón de discos de vinilo sobre la capa de cemento, en


el chiscón donde había colocado el colchón Rydell.
De pie encima del piano, Antoine Malleure intentaba mantener estirada
y clavar con chinchetas una gran fotografía en blanco y negro que
representaba un lienzo de Fougeron. André Fougeron había pintado un
gigantesco Ford negro delante de un ataúd. El GI que lo conducía llevaba en
el uniforme la insignia de los SS. Los ricos burgueses de la plaza de Víctor
Hugo le rendían homenaje. El Ford y el GI atropellaban a los mineros, a los
sin techo, a los niños y a los negros.
De rodillas en el taburete del piano, con los brazos en alto, Rydell ayudó
a Malleure a mantener estirada la parte de abajo de la fotografía, que se
enrollaba continuamente. Cuando hubo clavado la última chincheta,
Malleure, agarrándose a los hombros de Rydell, se bajó del piano.
Éste era peor que un piano desafinado y mejor que una cacerola. En ese
viejo piano vertical, que había pertenecido a la escuela, había aprendido a
tocar Rydell. Los maestros se lo habían dado.
La capa de marfil de las teclas se había caído.
François—Marie tocaba pulsando directamente el boj. Lo había llevado
allí, con ayuda de Malleure, la semana anterior, el tercer jueves de Cuaresma.
El contrabajo de Malleure, lacado en negro mate, se apoyaba en el piano
vertical.
Rydell se sentó en el taburete.
Patrick se echó en la cama plegable, delante del montón de discos de
cuarenta y cinco revoluciones que había en el suelo.
Malleure empujó cuidadosamente con el pie el montón de cartones de
LM, de Chesterfield, de Lucky Strike, y se sentó al lado de Patrick.
Rydell empezó a tocar con una violencia sin parangón. Lo escucharon.
Malleure, junto a Patrick, no paraba un instante, buscándose un peine en
el bolsillo, retocándose la onda del pelo engominado, comprobando el cierre
de la pulsera que llevaba en la muñeca izquierda, mirando el reloj de acero de
imitación con esfera negra y pulsera elástica cromada. Antoine Malleure no
paraba un instante porque estaba llorando.

Cuando Rydell se sentaba al piano conseguía un sonido tan imprevisible,


y luego tan desgarrador, que todo el mundo callaba.
Rydell había convencido a Antoine de que lo acompañara al contrabajo.
Antoine Malleure era el dueño de la gasolinera de la parte alta de Meung. A
François—Marie le dolía que, por muy deslumbrante que fuese su talento, se
limitaran a invitarlo episódicamente, cuando un pianista fallaba en uno de los
campamentos o en la pizzeria. El sueño de Rydell era formar un trío de base.
La banda municipal de Meung se llamaba la Macdunesa. La llamaban la
Macdu. El sueño de Rydell era fundar una nueva molécula macdunesa,
constituida por un trío de piano, batería y contrabajo, en que pudiera
insertarse cualquier otro instrumento o cualquier otra voz que quisieran actuar
en los comedores de oficiales de las bases americanas sitas en los alrededores
de Orleans, en el puente de Saint—Hilaire, en la calle de Illiers y en el
aeródromo de Saran. Entonces llegaría a ser indispensable y las bases US no
pararían ya de recurrir a él.
Cuando Patrick le presentó a Rydell a Marie-José, lo que atrajo a ésta no
fue su música sino la libertad con que se expresaba. Y el atrevimiento de sus
afirmaciones llegó incluso a trastornarla. Cuanto más virulento se mostraba
Rydell, más atraída se sentía. Quizás al oír a Rydell reconoció su propio
sufrimiento. Este consiguió que dejara de leer a Cesbron. Le dejaba sus
propios libros para que los leyera. Todo lo que a Patrick Carrion le parecía
provocación, e incluso verborrea, se convirtió en artículo de fe en el alma de
Marie-José Vire. Marie-José quiso irse de casa de su padre, como Rydell se
había ido de casa del suyo. Marie-José no quiso volver a comer nada que
procediera de las estanterías de la tienda de ultramarinos Vire. Justificó la
marcha de su madre como una rebeldía que ella también debía poner en
práctica.
La animosidad contra todos los valores la encantó. Villon se convirtió de
repente en Rimbaud —al que Rydell reverenciaba. Rydell seguía matriculado
en el curso preuniversitario de letras, pero no pisaba nunca el instituto. Le
decía a Marie-José: «Cualquier centro de enseñanza es una camarilla.
Cualquier partido, cualquier religión, cualquier asociación es una panda de
gangsters». Marie-José lo aplaudía. Rydell convenció definitivamente a
Marie-José de que cualquier tipo de instrucción era una educación para la
sumisión, la desindividualización de cada cual y la regulación de todos en
provecho de unos pocos y al servicio del orden, del pulpo yanqui y de la paz
armada. Marie-José sólo disentía en lo del pulpo yanqui. Rydell hablaba sin
parar y era muy dado a la oratoria. Tenía un sarcasmo a punto para todo.
Exclamaba:
—Me quedo con Raymond Kopa antes que con Bill Haley.
Cuando le hablaban a Rydell de Armstrong decía que era una antigualla
y que antes se quedaba con Thorez cantando Le P’it Quinquin en Bobigny.
—Eso es antiguo —decía continuamente Antoine Malleure con cara
compasiva.
—Eso es moderno —decía continuamente Patrick con rostro
repentinamente ávido.
—¡Eso es falso! —decía continuamente Rydell cuchicheando con mueca
despectiva.
Malleure decía que un tostador de pan era más hermoso que La
Gioconda.
Patrick decía que Hollywood estaba mejor que la galería de
Chenonceaux o que la catedral de Orleans.
—¡Eso es falso! —repetía Rydell.
Rydell susurraba que una mano única y terrible había empezado a
estrangular al mundo. Que estaba esquilmando la tierra. Que no tenía más
meta que su propia presión, ni más recurso que la fuerza con que apretaba.
Aquella mano había impuesto su concordia: «Es una indulgencia despótica
que suena como cuando se arruga un dólar». Por primera vez unos
mercaderes disfrazados de militares le hablaban a la tierra entera. Era la
invasión postrera.

Se citaban en el café de la estación, que el dueño acababa de volver a


bautizar con el nombre de El Nuevo Orleans. Las tardes en que Rydell tocaba
el piano, la sala no tardaba en llenarse de estudiantes de bachillerato, que
amontonaban las carteras encima de las mesas.
Un día que Patrick había acudido con Marie-José, después de las clases,
para escuchar a Rydell, vio entrar al sargento Wilbur Humphrey Caberra
haciendo eses; se acercó al mostrador y se bebió dos cervezas seguidas.
Estaba de pie, encamado, gigantesco, delante de las dos cañas vacías,
empezando a beberse la tercera, que le cubría el labio de espuma, mientras
miraba cómo tocaba Rydell con aspecto obtuso e impávido.
Patrick se separó de repente de Marie-José y se acercó con desgana al
sargento. Se saludaron con la cabeza. También con la cabeza le pidió Wilbur
al camarero otra caña para Patrick, al tiempo que le preguntaba cómo estaba.
—Look, a slave. (—¡Anda! Un esclavo —masculló el sargento Wilbur
Humphrey Caberra indicándole a Patrick Carrion la puerta del café El Nuevo
Orleans, que se estaba abriendo.)
Entonces el sargento se dirigió haciendo eses hacia la puerta entreabierta
del café, donde un GI negro estaba pegando con el pie en el quicio para
sacudirse las gotas de lluvia del capote. Wilbur agarró con desprecio al
soldado por las solapas del capote.
—Hey, you! Monkey! Shut up, you apehead!
(—¿Qué haces tú aquí, macaco? —le dijo el sargento Wilbur Humphrey
Caberra al soldado negro, mientras lo alzaba del suelo, abría la puerta, lo
echaba fuera, lo confinaba en el silencio.)
El negro quiso contestar. Wilbur agachó la cabeza despacio y el GI
recibió un repentino cabe—! zazo en la frente. El negro alzó los ojos
pasmado hacia el rostro del sargento Caberra. Titubeó. Cedió. Se marchó
bajo la lluvia.
Rydell había dejado de pronto de tocar el piano. Marie-José, a su lado,
se había puesto de pie.
Wilbur Humphrey Caberra volvió hacia el mostrador en silencio.
Patrick temblaba. Intentó quedarse tan impasible como el sargento, que
había vuelto a su lado. Se oyó a Rydell decir con fuerza: «¡Hay cada gili—
pollas!»; y volvió al piano golpeando las teclas con rabia y tocando acordes
disonantes.
A Patrick le temblaban las manos. Patrick Camón no sabía qué hacer
con las manos. Dejó el vaso enseguida porque también la cerveza temblaba
en el vaso. Girando las manos y golpeando el cinc de la barra, hizo como si
acompañara la improvisación de Rydell con una batería imaginaria. Puso en
ello una brusca energía.
Wilbur lo estaba mirando. Con los ojos perdidos en el vacío, le cogió de
pronto las manos, se las inmovilizó.
Patrick se quedó cortado. Miró ansiosamente al sargento intentando
descifrar qué podía querer decir la expresión de entusiasmo que se le podía
leer en el rostro abotagado por la embriaguez.
El sargento W. H. Caberra le dijo a Patrick:
—Hey, kid, would you like to have a set of drums? (El sargento Wilbur
Humphrey Caberra le preguntó a Patrick Carrion si quería una batería.)
Patrick intentó contestar en inglés americano que no sabía tocarla.
—A brand new Premier set, you interested? (El sargento Wilbur
Humphrey Caberra le volvió a preguntar a Patrick Carrion si le interesaba una
auténtica batería profesional, una batería Premier.)
Patrick dijo que no tenía dinero. Wilbur se encogió de hombros. Repetía
la pregunta. Le preguntaba si quería llegar a ser un as. Patrick no sabía qué
decir. Abrió los brazos. Wilbur Humphrey Caberra era mucho más alto que
él. Se inclinó hacia Patrick. Repitió:
—You gonna become a great drummer?
Patrick crispó las manos y las desprendió de los puños del sargento.
—Sí —dijo Patrick de repente.
—Follow me. (El sargento Wilbur Humphrey Caberra le ordenó a
Patrick Carrion que lo acompañara.)
Fuera, bajo la llovizna que estaba cayendo, Patrick contemplaba,
aparcado junto a la acera, delante del café El Nuevo Orleans, el Bel Air gris
claro descapotable de dos puertas del sargento Caberra.
Wilbur lanzó un alarido: alguien le había rajado con un cuchillo la rueda
delantera derecha. Patrick permanecía quieto delante del Chevrolet gris, en la
oscuridad.
Wilbur, jurando a más y mejor, levantó el capó. Se abalanzó hacia la
portezuela, sacó de la guantera una linterna.
A la luz de la linterna, Patrick descubrió el motor de compresión
elevada, totalmente cromado. Le pareció fascinante. Aquel motor era un
ídolo. Aquel ídolo refulgía en la oscuridad bajo la linterna del sargento. La
Esfinge de Mentis resulta menos sobrecogedora. Parece estar al acecho con
menor poder. Patrick lo miraba. No ayudó al sargento Caberra a cambiar la
rueda.

En el Chevrolet descapotable pasaron delante de los cubos de basura del


campamento. Un GI salió corriendo del puesto de guardia, bajo la lluvia.
Bastó sencillamente que el sargento enarcara las cejas para que el centinela
alzara en el acto la barrera.
Patrick Carrion divisó el patio del cuartel en la oscuridad, la bandera de
las estrellas iluminada, los faros y las luces traseras de los jeeps, y de los
autobuses, y de los camiones militares que circulaban despacio.
Las familias de aquellos extranjeros llegados del otro extremo del
mundo llevaban paquetes de cartón por las aceras del campamento y corrían
en el haz de luz que proyectaban los faros del Chevrolet. A Wilbur no le
quedaba más remedio que pararse para dejar pasar a las esposas americanas
con los brazos cargados, a los GI con los brazos llenos de paquetes envueltos
para regalo, a los niños que empujaban a toda velocidad carritos de
supermercado rebosantes de víveres.
Cuando la puerta del PX se entreabrió en la oscuridad, Patrick Carrion
entrevió los largos mostradores, que se alineaban hasta perderse de vista,
nimbados de luz.
La puerta golpeaba en la oscuridad, como las hojas de vaivén de un
saloon, mostrando y ocultando las hileras de resplandecientes mostradores.
La puerta hacía que el oro y el calor y la oscuridad y la lluvia se
turnaran.
Tenía los ojos de par en par. La acumulación de los bienes, de los
colores, de las luces traía consigo la Felicidad. Estaba estupefacto, pasmado
de estupefacción. Aquello era el reverso de los cubos de basura del
campamento. Era la cueva de Ali Babá. Los GI eran los ladrones, los
doscientos millones de ladrones.

El sargento Wilbur Humphrey Caberra encendió los dos tubos de neón


que colgaban del techo. Al fondo del estudio de grabación brillaron de pronto
las piezas de una batería Premier.
Wilbur se las señaló con la mano. Patrick no se movió. El sargento dijo
con solemnidad que había muerto un hombre y que él se había quedado con
su equipo. Que ahora, si la quería, esa batería era suya. Que podía dársela.
Que iba a dársela.
—You better practice, you better work your ass off, kid! Every time you
dazzle me, you get the next piece. (El sargento Wilbur Humphrey Caberra le
dijo a Patrick Carrion que le daría las piezas de la batería Premier una a una.
Cada vez que lo emocionara, le daría una.)
El sargento se acercó. Cogió la caja clara metálica con su trípode, el
platillo drive Zildjian y el high hat. Wilbur dijo que esas tres piezas eran para
empezar.
Patrick puso la mano sobre el bombo.
—The bass drum... —murmuró.
—Later (Más adelante) —respondió el sargento.
Una noche, cinco días después, el jueves 2 de abril, el doctor Carrion y
su mujer estaban sentados ante la mesa del comedor, junto a la estufa Godin
granate, que zumbaba. Estaban intentando oír por la radio una obra de Jean
Giraudoux. Aunque habían subido el volumen al máximo, sólo oían el
estruendoso escándalo de una batería, que venía de la habitación de arriba.
El doctor Carrion se inclinó hacia el aparato para oír los exquisitos
diálogos que el señor Jean Giraudoux había compuesto antes de la guerra
para que los oyeran los alemanes.
«Si todas las madres les cortan el dedo índice de la mano derecha a sus
hijos, los ejércitos del universo guerrearán sin dedo índice...»
La señora Carrion sonrió al contemplar con el único ojo el cuerpo
inclinado hacia delante de su marido.
«... En la refriega, se buscarán a tientas el punto vulnerable de la ingle, o
la garganta...»
De repente, el doctor se puso en pie, furioso, y salió del comedor.
La señora Carrion se alisó la falda de lino, la primera que llevaba
después de la guerra, se llevó suavemente la mano al ojo muerto. Andrómaca
le estaba respondiendo a Héctor: «No lo tomes a broma. Aún estoy a tiempo
de matarlo antes de que nazca...».
La señora Carrion estiró las piernas sobre la alfombra. Cruzó las largas y
vigorosas piernas enfundadas en medias de seda. Se puso la mano en el
vientre. Contemplaba pensativa los pequeños cristales de mica de la estufa
granate, que zumbaba con suavidad delante de la chimenea.
Luego alzó el rostro tuerto hacia el techo.

Patrick, concentrado ante la caja clara, ante los dos platillos, ante el torn
bajo, sonreía inmerso en una auténtica embriaguez interior. El adolescente
practicaba con la batería tocando al mismo tiempo que tocaba Charlie Parker
en el disco que giraba en el tocadiscos, a sus pies.
Se abrió la puerta con violencia. Patrick no la oyó abrirse. El padre
zarandeó al hijo tomándolo por los hombros. Patrick dejó de tocar en el acto.
Se agachó. Alzó el brazo del tocadiscos colocado directamente en el suelo. Se
incorporó y miró airado a su padre.
El doctor Carrion dijo que aquello no podía seguir así. Patrick siguió
mirando a su padre a la cara sin aflojarlos dientes. El doctor siguió diciendo:
—Existen otras músicas en la tierra. Existe Bach. Existe El Mesías de
Haendel. Existe Camille Saint—Saéns. Existe el canto de los pájaros.
Patrick replicó que él no se llamaba Camille y que no era un pájaro.
Añadió:
—Papá, yo no soy tú.
—Pero resulta que vives en mi casa. Si te empeñas en seguir tocando ese
trasto, tendrás que ir a tocarlo a otra parte —declaró su padre antes de salir
dando un portazo.
El 3 de abril de 1959, Patrick Carrion golpeó con el llamador de bronce
la puerta de la casa parroquial de Meung. Le abrió Marcelle. Lo besó ocho
veces en las mejillas. Lo precedió por el pasillo con la imprevisibilidad y la
espontaneidad de las mujeres muy corpulentas. Lo hizo entrar en el comedor
de la casa parroquial de Meung.
Patrick le dio un beso al cura. Oía el tictac del reloj de madera negra. El
ama regresó llevando unos bizcochos en una caja de hojalata.
El padre Montret mojó dos bizcochos a la vez en el vaso de gamay y los
pescó ruidosamente con la boca antes de que se deshicieran en el líquido y se
fueran al fondo.
De pie ante él, Patrick esperaba su respuesta.
—A lo mejor te puedo dar una solución —dijo el cura.
Cogió otros dos bizcochos y los mojó también en el vaso de vino.
Acercando los labios al vaso, se los comió muy deprisa. En la penumbra del
comedor, el padre Montret agarró de repente a Patrick por la manga del
jersey. Le dijo:
—Los bizcochos son una cosa riquísima. En lo tocante a cosas
peligrosas, desconfía de los rostros angelicales y de los gigantes que tienen
coches grandes y repletos de adornos cromados. Me parece que hay que
mostrarse prudente con todos los que tengan el pelo rubio, hijito.
Luego el cura se quedó pensativo. Pensaba en voz alta. Dijo que le
prestaría a Patrick no el desván de la casa parroquial sino la habitación que
estaba encima de la leñera, donde se reunía el grupo de scouts a principios de
siglo, cuando era muy reducido. Allí podría practicar con el tocadiscos.
Habría que acordarse de comprar alargaderas en la ferretería Vire y Ménard.
—¡Vire y Ménard! —repitió el padre Montret mirando a Patrick con
insistencia.
El cura recalcó que tendría que poner muchas alargaderas hasta el
enchufe que estaba en el vestíbulo de la casa parroquial.
Patrick le estaba dando las gracias al párroco, cuando éste se levantó.
Dijo que ponía una condición. Patrick tendría que echarle una mano dos
domingos seguidos en misa mayor para irle enseñando al pequeño Marc sus
obligaciones de turiferario.
Patrick se enfurruñó.
El párroco lo miró por debajo de las gafas.
—¡Tengo diecisiete años, padre! —replicó Patrick.
El párroco le dijo a Patrick que la verdad era que a él le parecía que no
iba a tener más remedio que volver a ponerse la sotanilla y hacer sonar otra
vez la tarabilla.
Patrick dijo que ya no podía hacerlo, que ya no era un niño, que todo el
mundo se iba a reír de él.
El párroco le contestó que Dios no era todo el mundo y que no se reiría.
Que personalmente no había supuesto ni por un momento que todavía fuera
un niño. Que sabía perfectamente cuántos años tenía, pero que la condición
era ésa.
Patrick agachó la cabeza.
Se levantaron en silencio. Patrick iba delante del párroco. El párroco le
puso la mano en el hombro. Cruzaron la casa parroquial, salieron al patio,
llegaron hasta las tres leñeras de piedra adosadas a la pared, al fondo del
patio.
Entraron en la leñera, se dirigieron hacia la empinada escalera de mano.
Patrick subió delante.
El padre Montret llegó sin resuello al final de la escalera. Patrick ya se
había puesto de pie en la tarima del camaranchón. Estaba mirando las paredes
de piedra desnuda donde se veían los Mandamientos de los scouts de Francia,
Scouting for Boys, y el retrato de Baden—Powell. Sin soltar los barrotes de la
escalera, el padre Montret le preguntó si le valdría. Patrick dijo que estaba
mucho mejor de lo que se esperaba. Bajaron otra vez.
En la casa parroquial, el párroco le pidió que llamara por teléfono a la
madre del boticario, que se estaba muriendo y sufría mucho. Iría a velarla a la
hora de la cena. No tenía valor para llamar personalmente. Patrick fue a
telefonear a la tienda de ultramarinos. Al párroco le daba miedo todo. Y, más
que todo lo demás, le daban miedo los abejorros y las avispas que Dios había
creado. Si se le acercaban, hundía la cabeza entre los hombros y salía
huyendo y dando grandes voces. Una vez le sucedió durante el oficio: de
repente se quedó el altar desierto porque había aparecido una avispa. El
párroco decía: «No sé por qué, pero no soy capaz de mantener una
conversación larga con un pedazo de plástico lleno de agujen— tos», y
miraba con ojos despavoridos cómo llamaba Patrick.

Patrick colocó el auricular de baquelita negra en su horquilla, encima del


mostrador, cerca de la caja registradora de la tienda de ultramarinos y
ferretería Vire. El tío Vire y Brigitte estaban despachando. Preguntó dónde
estaba Marie-José . Brigitte señaló el techo con la frente y dijo que estaba
haciendo un comentario de texto.
Se reunió con ella en su cuarto. Marie-José estaba sentada a lo moro,
con la espalda apoyada en la madera de la cama. Estaba fumando. Toda la
habitación era una nube de humo.
Estaba leyendo un librito de Hemingway acerca de un hombre que
pescaba. Se lo había prestado Rydell. Quiso leerle un fragmento que le
gustaba mucho.
Él le dijo que no. Marie-José Vire quiso hablarle de Rydell. Él le dijo
que no. Patrick Carrion le preguntó a Marie-José si podía coger del almacén
unas alargaderas. Las cuidaría mucho.
Lo miró asombrada, aplastó el cigarrillo en el cenicero lleno de colillas
que estaba en la alfombra, asintió con la cabeza encogiéndose de hombros.
No entendía por qué a Patrick no lo impresionaban ya los libros que les
conseguía Rydell ni sus atrevimientos. A Patrick sólo lo apasionaba la música
y escuchaba a medias las arengas de Rydell. Ella se levantó sin apoyarse en
las manos.
Le arregló el cuello de la camisa, lo besó en la boca, pasó delante de él,
empezó a bajar la escalera. Bajaron al almacén. Pasaron delante de la puerta
acristalada de la cocina, que daba a la tienda. Hizo que Patrick se fijara, en el
cristal esmerilado de la puerta, en la silueta recortada de su padre, que estaba
oyendo la radio.
Marie-José aborrecía que hubiera un aparato de radio encendido. Le dijo
en un soplo a Patrick:
—En el aparato, el esclavo seduce al amo. Ante el aparato, el sueño
seduce al esclavo.
Patrick le comentó a Marie-José que hablaba exactamente igual que
Rydell.
—Qué tonto eres —dijo ella.

Por última vez dirigió Patrick Carrion a los monaguillos. Por última vez
prendió las brasas del incienso. Tuvo que ayudar a la anciana señorita
Lamuré a encaramarse por la escalera de caracol hasta la tribuna del órgano,
tuvo que poner en marcha los fuelles eléctricos, y orientar el retrovisor
atornillado al instrumento, para que ella tuviera ante la vista el reflejo del
altar y pudiera atender a las discretas señales que él le haría desde el coro.
Dejando aparte las nubes del cielo, las guerras de los hombres, las
corridas de España, los bosques de bambúes del noreste de la India, la misa
mayor en latín del rito católico es uno de los espectáculos más violentos que
pueda presenciar un ser humano. El párroco cantaba: «In die clamavi et nocte
coram te». (He clamado hacia ti todo el día y de noche sigo clamando.) El
padre Montret estaba de espaldas ante el dios ensangrentado, rodeado de dos
acólitos con sotanilla roja y sobrepelliz de encaje. Era el ofertorio. La anciana
señorita Lamuré, mezclando todos los registros del órgano, interpretó con
toda la potencia posible el Adagio de Albinoni en la transcripción que
Jacques Picard, viola de la orquesta Pasdeloup, acababa de realizar. Patrick le
hizo una seña de pronto al pequeño Marc. El nuevo turiferario se adelantó
con la naveta del incienso. Le temblaban ligeramente las flacas piernas.
Patrick estaba a la misma distancia de él que de los asientos del coro. Se
había puesto una sotana que le estaba pequeña, y le asomaban los
puntiagudos zapatos negros y el bajo del pantalón de maestro de ceremonias.
El joven turiferario se paró a dos pasos de Patrick, que se le acercó, a su
vez, despacio. Patrick abrió la naveta. Puso en ella dos cucharadas de
incienso sobre las brasas. Luego volvió a cerrar el incensario. El padre
Montret cantó: «Elevatio manuum mearum sacrificium vespertinum! (¡Que se
alcen mis manos como el sacrificio que precede a la noche!) Pone, Domine,
custodiam ori meo et ostium circumstantiae labiis meis! (¡Coloca, Señor, una
guardia en mi boca y una barrera en torno a mis labios!)».
Los otros cuatro monaguillos se arrodillaron al pie de los peldaños
cubiertos por una alfombra, ante el altar. La señorita Lamuré se inventó un
acorde que nadie había oído hasta aquel día para interrumpir la melodía de un
órgano. Se formaron pliegues en las espaldas de algunas gabardinas, se
abombaron las espaldas de algunos abrigos. Patrick Carrion hizo sonar de
repente la tarabilla.

Todo el mundo se arrodilló.


El turiferario balanceó el incensario.
El párroco dijo que lo que estaba a punto de comerse era un cuerpo.
Toda la congregación estaba de rodillas, salvo dos oficiales americanos,
un capitán francés, el notario y el doctor Carrion, que eran los únicos tiesos
como postes, con la nuca rígida y los ojos clavados en las losas de piedra. Por
última vez se elevó el cáliz en medio del silencio. Patrick hizo una repentina
seña hacia el retrovisor de la tribuna. El órgano gimió despacio.
TERCERA PARTE

SECESIÓN

RECORRIENDO de espaldas el reducido patio que había delante de la


leñera, Patrick Carrion desenrolló el cable hasta la casa parroquial e introdujo
las conexiones de la alargadera en el enchufe.
Volvió a subir por los peldaños de la escalera que conducía al
camaranchón. Abrió el ojo de buey, tiró del cable, enchufó las alargaderas en
el tocadiscos. Instaló las piezas de la batería de espaldas a la escalera de la
leñera. Atornilló el torn agudo encima del bombo.
Colocó en su sitio el disco de cuarenta y cinco revoluciones, luego el
brazo de plástico y la aguja.
Estuvo tardes y noches imitando, al repetirlas, las partes de percusión de
los mejores discos de vinilo que le prestaba Rydell.

—No estás conmigo —le dijo por lo bajo, al oído, Marie-José—. Estás
en otra parte. No me haces caso.
Patrick se encogió de hombros. Dobló los billetes de banco y se los
metió en el bolsillo de la cazadora.
Estaban en la biblioteca. Marie-José llevaba un vestido de raso muy azul
y escotado. Llevaba en la mano las gafas de sol americanas que le había
conseguido Rydell.
Tenía una mirada ansiosa que le comía la cara.
Patrick había decidido dedicar la mayor parte de su tiempo a aprender a
tocar la batería. A Marie-José y a Patrick se les había metido en la cabeza no
volver al instituto y preparar el examen final en sus casas y en la biblioteca.
Los discursos de Rydell habían dado fruto: la educación obligatoria era una
manipulación mental, cuya meta era convertir a los niños en siervos de un
dios laico, productor, popular, estadístico, racionalizador y asesino. Rydell
decía: «No permitáis nunca que los maestros os digan lo que es bueno para
vosotros. Para empezar, no es bueno para vosotros. Y además, es demasiado
bueno para ellos». Marie-José se inclinó hacia Patrick. Le señaló con el dedo
el epígrafe de un libro:
«Me encamino a país lejano, de poco el corazón se rompe.»
Marie-José Vire y Patrick Carrion estaban sentados juntos. Ella le sonrió
y su sonrisa desarmaba: Villon se había convertido para ella en el símbolo de
la sedición, de la idea de una antisociedad, de la voluntad de irse, de la
esperanza de alcanzar las orillas del Misisipi. Villon, Rimbaud, Faulkner se
respaldaban: era la misma revolución interior. La habían engañado. Había
dejado de tener fe en todo lo que había creído, e incluso en su infancia.
Rompía con su pasado, con todos los recuerdos de su pasado. Ya no vestía de
negro; llevaba resueltamente ropa de los excedentes americanos y tejidos de
colores vivos. Apartó los ojos del libro y de Patrick. Se volvió a calar las
grandes gafas nuevas y miró en tomo. Oían abrirse y volverse a cerrar de
golpe los diccionarios Bailly, los diccionarios Gaffiot, los diccionarios
Oxford. Al amparo de la bolsa de la bicicleta Peugeot y de los grandes
diccionarios abiertos circulaban furtivamente los cartones de LM, de
Chesterfield, de Vice—Roy, de Lucky. Rydell se los entregaba en la isla,
donde los enterraba. Patrick los revendía y le quedaba una ganancia
considerable.
Marie-José les había dicho a Rydell y a Patrick que no contaran con ella
para vender pares de medias de nilón. No era tendera de ultramarinos y su
meta en la vida no era ni mucho menos la de llegar a comerciante. Aún más
radical de lo que pudieran serlo ellos, había decidido no volver a llevar
medias por la ignominia elástica de las ligas y las fajas: gafas de sol negras,
sí; pero medias con costura, nunca más.
Patrick parecía muy concentrado en colorear con el bolígrafo Bic el
anuncio de una lavadora.
Más allá una muchacha desdoblaba una camiseta, palpaba el tejido, se lo
pensaba.
Un condiscípulo se dio la vuelta en ese momento, lanzo deprisa tres
billetes sobre el pupitre dé Patrick este se los guardo en el acto. Volvió la
página. Le dio con el codo a Marie-José, que había cerrado el libro y estaba
absorta en una nueva novela de William Faulkner. Le enseño con la barbilla
un espléndido tostador eléctrico. Interrumpida en plena lectura, miro con cara
hosca el tostador y el tostador le engancho la mirada. Se quitó las gafas.
Mientras Patrick trazaba con el bolígrafo un círculo alrededor del texto del
anuncio del tostador, cromado de arriba abajo y reluciente, le dijo:
—Patrick, he ido a ver al médico.
—¿Cuándo nos acostamos? —le dijo él bajito de repente, por debajo del
pelo, al oído al tiempo que la besaba.
—Estate quieto —dijo ella—. Ya te lo diré.
Añadió por lo bajo:
—Ha sido de lo más triste, sabes.

En el taller de Malleure, en la carretera de Orleans se reunía el trio de


base. Antoine Malleure. Rydell y Patrick. La primavera estaba renaciendo.
Hubo una crecida súbita que lleno de tuno el almacén de la tienda de
ultramarinos Vire y Ménard. Las crecidas que padecen Las sociedades son
con mucha mayor frecuencia de orden que de desorden de servilismo que de
deseo. Son crecidas de temor más que accesos de fiebre. Ellos subían la
fiebre todo lo que podían. Ensayaban todas las noches, varias horas seguidas.
Trudy venía a veces en su bicicleta blanca, azul y amarilla. Traía palomitas
de caramelo.
Marie-José acudía a darles ánimos, traía botellas de gaseosa de la tienda
de ultramarinos. Traía también tartas de requesón que hacia su hermana
mayor.
El sargento Wilbur Humphrey Caberra venía a controlar los progresos
de Patrick Camón, lo tundía a puñetazos, traía a cuestas un cargamento de
Sehlitz, se presentaba a veces, cuando se le antojaba con otra pieza de la
batería Premier, queriendo demostrar quien mandaba.
Marie-José se sentía molesta y celosa cuando venía Trudy al taller con el
sargento Wilbur Humphrey Caberra: lo primero que hacia Trudy era tomar la
cabeza de Patrick entre las manos, acariciarle con cuidado la ceja,
inspeccionar mucho rato la cicatriz de la herida, inasible ya: luego lo besaba
en ambas mejillas.
La joven americana le parecía conformista, pueril, muy guapa y tonta.
No era una americana auténtica. No era una heroína de Francis Scott
Fitzgerald. No era una mujer desesperada y libre.
Patrick le consentía aquel comportamiento, y ello tenía el don de
exasperar a Marie-José durante días. Pero, cuando Marie-José Vire dejaba ver
que estaba apenada, Patrick Carrion la rehuía. Para vengarse, Marie-José
solía coger del brazo a Wilbur Caberra, fingía que se reía con él, bailaba con
él en el taller mientras los otros tocaban. Marie-José, ya mujer, estaba
angustiada. No le gustaba su cuerpo esbelto y le reprochaba que fuera liso. A
veces le parecía que Patrick se desentendía de ella, y otras que era un bobo.
Empezó a odiar el trabajo de su padre y a exagerar la desproporción que
podía existir entre la fortuna y la cultura de un veterinario y las de un
ferretero y tendero de ultramarinos. Albergó la esperanza de un mundo
diferente. De pronto, le dio la razón a su madre por haber dejado de lado a
aquel hombre viejo, callado y meticuloso. Buscó por todas partes
imposibilidades, las encontró y se las creyó. Lloraba sin parar, sin querer
decir por qué. Como le parecía que Patrick la tenía abandonada y prefería la
música, adoptó un gatito que le regaló un oficial americano cliente de la
tienda.
—Es un gato americano —explicó.
Le puso de nombre Cat, lo que no era muy original, pero lo pareció.
Patrick le tenía miedo a Caí porque lo recibió a arañazo limpio la primera vez
que lo vio. Patrick le prohibió a Marie-José que trajera el gato al
camaranchón y le exigió, cuando iba al cuarto de ella, que lo encerrara
mientras él estuviera allí. Cat era gris. Por cualquier mosca se ponía nervioso
y, en cuanto oía una voz más alta que otra, empezaba a dar brincos como un
loco. Daba brincos por el motivo más nimio. Marie-José lloraba por el
motivo más nimio. Se llevaban bien.
—¿Por qué lloras? —le preguntaba Patrick.
Marie-José no contestaba. Patrick la abrazaba con torpeza y la
importunaba con su egoísmo, contándole el tiempo que le llevaba practicar
con la batería, y con sus propias hosquedades. Los forcejeos de Patrick para
intentar imponerle continuamente su deseo se estrellaban contra el desprecio
de ella. Tras los libres juegos de la infancia, en la calle de la Malva, había
llegado el pudor. Tras el pudor había llegado la vergüenza. Luego una
inconcreta suspicacia había prevalecido sobre la vergüenza. Cuando Marie-
José intentaba rodearlo con los brazos, él le daba un sofión. Cuando la
acariciaba, ella abría un libro. Cuando Patrick oprimía el sexo contra el
vientre de ella, lo apartaba. Cuanto más se rechazaban, más desgraciados se
sentían: a él le parecía pesada cuando lo quería y testaruda cuando se
rebelaba. No le gustaba beber alcohol. Ya no quería comer. Había empezado
a echar pestes de su nombre. Josée era el nombre de su madre. Llevaba once
años sin tener noticias de ella. La obsesionaba haberse visto obligada a
soportar la femineidad y sus humillantes ciclos sin que, por ello, le hubieran
crecido los pechos. Hablaba mal incluso de su hermana mayor, que se había
puesto a estudiar mecanografía para hacerse funcionaría. Rydell le había
leído la cartilla a Marie-José: «La palabra funcionario es una noción concreta.
¿Por qué va a tener que funcionar una mierda de sociedad? ¿Por qué va a
tener que funcionar el reparto del queso? Puesto que las propias revoluciones
son unos engranajes que sirven para desviar la ira de todos en provecho de
irnos pocos, la sangre de la mayoría fecunda el queso de una minoría muy
pequeña. Y por eso es por lo que le escupo a la cara a mi padre. Por eso es
por lo que tú también tienes que escupirle a la cara a tu padre. Comunista o
tendero, ¿qué más da? ¡Después del queso, el diluvio!». Rydell y Patrick se
reían de su hermana, que comía mucho y se estaba poniendo más gorda y más
«tendera» de lo que nunca había sido su madre, que se pasaba el rato en la
cocina, con la radio a todo volumen, y que huía de los chicos como de la
peste. Marie-José aborrecía que se metiesen con su hermana; era como si le
estuvieran mostrando su propio destino.
Lo que se tiene al alcance de la mano hastía. Los placeres que en un
principio se eligieron asquean cuando se convierten en habituales y
maniáticos. Las partes del cuerpo desdeñadas reivindican una mirada que la
rutina de los gestos y el arraigo de la vergüenza han ido prohibiendo poco a
poco. Todo ello engendra una ensoñación exagerada que acaba por tomarse
impaciente. Nos invade una vana nostalgia de los goces descartados.
Notamos un incontrolable bochorno que nos impide expresar los deseos que
antaño apartamos con reprobación. Nos sentimos descontentos de la vida que
nos hemos forjado, que nos hemos forjado mal. Caemos en una sensualidad
cada vez más rústica en la práctica, y cada vez más imaginaria, porque nos
obsesiona en silencio y en secreto. Un cuerpo ausente acude a proteger el
deseo, rige su incremento, acompaña su desenlace, sobrevive a su desahogo.
Nos adormecemos en el seno de nuestro sueño.
Y el cuerpo ausente era un cuerpo ausente. Había dejado de ser Marie-
José. No era Trudy. Y además Patrick Carrion empezó a cansarse de los
malos humores en que se enterraba Marie-José y de los reproches que le
hacía todos los días. Los silencios de Marie-José lo herían; sus desplantes lo
encolerizaban. La amistad, la vigilancia de Wilbur Humphrey Caberra lo
fastidiaban. Prefería estar solo con Rydell.
Ahora, Patrick se veía con Rydell en el taller de Antoine Malleure,
donde aquél se había quedado a vivir. Fumaba, se drogaba, bebía, se
pinchaba. Adelgazaba sin ponerse feo. Antes bien, estaba cada día más
guapo, más delgado y más sombrío, más presumido, más agrio. No parecía
interesarse por el amor. Decía: «¡Viva la efervescencia! Es preciso que se
disgregue el rebaño entero». Decía que ya no era sólo la economía lo que se
estaba convirtiendo en algo ajeno a todo el mundo, sino también los
sentimientos, las necesidades, la palabra, los deseos, el ocio; que su dirección
quedaba fuera de todo control de la base, fuera de todo control de los
hombres vivos; que los vendían los anunciantes, con arreglo a sus normas
estadísticas, y que ellos obedecían, a su vez, a los tickets de caja de los
mercaderes. El televisor, que decidía qué estaba de moda y a qué había que
someterse, era su enemigo personal. Aquella música de fondo distraía el
sufrimiento, adormecía la rebelión, desconectaba para siempre a los
trabajadores de los gobernantes. La mediocre sede de dicha desconexión era
la pantalla gris enmarcada en caoba: en aquel espejo reducido y abombado
donde las masas intentaban seducirse a sí mismas se refractaban los políticos.
La sociedad expiraba en aquel lechoso espejo. La vida social se había
convertido en una abstracción privada de lastre, de cuerda de desgarre, de
destino, en la que los ideales no eran ya sino un colorante pintarrajeado
encima de la bajeza, donde la generosidad no era ya sino un truco publicitario
de medio minuto de duración. «Ya avanza la ávida y constante mezquindad
—añadía en un cuchicheo— donde el lenguaje habla para no decir nada y no
remite a nada concreto ni a nada social. Pero no te preocupes, P. C.: se trata
de una política de mercaderes que se interceptan mutuamente. ¡Políticos,
sacerdotes, mercaderes, generales, usurpadores! —gritaba—. La sociedad va
a levantar acta de que estáis fuera de juego. La desilusión ha llegado a un
punto sin retomo. Logreros, estáis desnudos. Grandes engañadores, estamos
desengañados.» Encendía un porro y se ponía a explicar: «No hemos
delegado en vosotros nuestro poder para que nos privéis de él. Os quitamos lo
que nos habéis arrebatado. En cualquier caso, el poder no reside nunca en
vosotros; sólo está depositado en vosotros. ¡Ni siquiera haría falta ya
decapitaros, si no fuera por el gusto que da!». Se exaltaba: «No necesitamos
protección social ni cadena nacional, sino Bastillas en llamas. No
necesitamos funcionarios docentes ni servicio militar obligatorio, sino
rebeliones, como la de esos argelinos asqueados con los que quieren que
acabemos. Vamos a tener que volver a aquella guerra a los tiranos que había
declarado la Revolución francesa, a la guerra total contra cualquier portavoz,
a la guerra contra los jefes. El político está siempre chupando sangre, y a
veces dinero: desde el comienzo de los tiempos, no produce nada. En el
mejor de los casos, pesadillas. La insumisión debe ser total y la secesión
completa, inextinguible, es decir, secreta. La desobediencia no puede ser
espectacular en ningún caso. Incluso este lenguaje no debemos usarlo jamás
más que si no nos compromete. Tenemos que escondemos como topos y
deambular bajo la tierra, tanto por debajo de las ciudades como por debajo de
los desiertos. Ocultamos como ladrones. Hundimos en el silencio como
asesinos. Tenemos que vivir desconectándolo todo. Nuestros valores no son
sus valores. Nuestros valores son la contemplación, la naturaleza, los
cuerpos, la amistad, el placer, cualquier éxtasis y cualquier felicidad, la
música, la droga, los negros, el trabajo para el negro, el dinero para el negro,
la sociedad para el negro, la oscuridad. Cada vez que el Estado piense y que
el ejército programe, es necesario que el pensamiento siga en sus trece y
vomite. Cada vez que el Estado nos llame directamente, uno por uno, la línea
tiene que estar vacía. Propongo una deserción y una apatía completamente
despectivas». Patrick le decía que todo eso sonaba a Villon en 1461. Rydell
contestaba que sonaba a Marie-José en 1959. Patrick se encogía de hombros.
Rydell se encogía de hombros y se iba sin decir palabra. Volvía de repente.
Sólo intentaba agradarse a sí mismo. Colocaba la ropa encima de la
cama plegable, al fondo del taller, en el chiscón acristalado, a la izquierda del
piano pegado a los bidones, en los que se apoyaba el gran espejo
desportillado donde se contemplaba.
Encima de la sábana de la cama provisional colocaba fundas de discos
de veinticinco centímetros o discos de cuarenta y cinco revoluciones, al lado
de la ropa americana de segunda mano que vendía.
Rydell estaba casi siempre desnudo, borracho, con unas gafas negras
iguales que las que le había vendido a Marie-José Vire. Adormilado. Se
tapaba, a modo de manta, con un loden gris muy amplio. Nunca llevaba
calzoncillos. A veces se pasaba horas intentando vestirse como los músicos
negros que posaban en las fundas de cartulina de los discos, y se miraba en el
espejo con odio. Bebía whisky a morro, le tendía la botella a Antoine
Malleure que, enfundado en su mono de mecánico, lo contemplaba con
auténtica devoción.
—Me cago en la conquista del Oeste —voceaba de pronto Rydell—. Me
cago en la bomba Little Boy, en los Ford, en los Chevrolet, en el racismo, en
Wall Street, en los edificios de muchos pisos.
Suspiraba: «Francia es Corea».
Aseguraba que los únicos que eran americanos eran los negros. Rydell
opinaba que había que elegir entre lo siguiente: o los negros, que daban luz a
la vida drogándose y tocando música, o el senador Joseph McCarthy con una
escoba en la mano y rodeado por la policía montada del Capitolio.
Rydell intimidaba a Patrick. Aquella desgana, aquellos bolsillos que tan
pronto rebosaban dinero como estaban vacíos, aquella negativa a estudiar,
aquellos poemas, aquellas paradojas, los porros, la cocaína lo ponían fuera
del alcance de cualquiera. Se llamaba a sí mismo filósofo. Tenían discusiones
secas, y a veces dramáticas, pues prefería el soliloquio y que se lo
aplaudieran. Patrick no sabía de aplausos. Marie-José tampoco tenía esa
costumbre. Contradecía con violencia a Rydell cuando éste se metía con las
luchas feministas, con los valores, con los paisajes, con las novelas y las
películas de América. Para los tres era cuestión de honor enfrentarse con
mayor virulencia que los servicios secretos soviéticos y los servicios secretos
americanos en las novelas de espionaje de aquel tiempo. Aquello era Stalin
contra Roosevelt. En opinión de Rydell, lo que pasaba era que habían
sobornado a la tierra entera. Aquello era de repente Aragon contra Faulkner.
Palabras contra imágenes, música de jazz contra protagonistas de películas.
En opinión de Rydell, en las sociedades todo estaba «alienado», la naturaleza
estaba «colonizada», la población de la tierra entera se había vendido a los
yanquis para colmar el vientre de Danaide del «pulpo de Wall Street». Los
imperios se dan más prisa en envejecer que las generaciones de hombres a
sucederse y las palabras se desgastan con mayor rapidez de lo que se ajan, en
el bostezo de la muerte, los labios que las pronuncian.

Marie-José se entregó a Patrick el 28 de abril de 1959.


Había ido un lunes, a principios de mes, nada más acabar las clases, a
Orleans a ver a un médico. Había sacado la dirección de la guía de teléfonos.
Cuando supo por qué había ido a verlo, la mandó que se desnudara. Cuando
estuvo desnuda, le dijo que se quitara las gafas de sol, y le miró demasiado el
cuerpo. Ella retrocedió, de pronto, azorada. Le dijo en voz baja, muy deprisa,
que sentía vergüenza ajena por él. Se abalanzó hacia el montón de ropa, sobre
el que había dejado las gafas, se vistió deprisa, corrió hacia la puerta. El
médico le tendió una receta en silencio. Marie-José Vire se tomó la
temperatura por la mañana y por la noche, renegando contra la bajeza del
procedimiento y contra la servidumbre a la que se veía sometida, poniendo el
despertador, echando cuentas. Un martes por la tarde fue a buscar a Patrick al
camaranchón. Tenía la boca seca. Le dijo a Patrick: «¡Hoy es el dial».
Subieron al piso de encima de la tienda. Brigitte había ido a clase de
máquina. El tío Vire estaba de recorrido por las aldeas y las casas de labor
con la furgoneta.
Se habían amado, pero el placer no les pertenecía. Volvieron a hacerlo
dos veces, con desabrimiento. El día de las rogativas, el 4 de mayo de 1959,
ella le dijo:
—No puedo más. Tenemos que irnos de este pueblucho. Hay que
volverles la espalda a este hatajo de gilipollas. Tenemos que irnos a USA. Lo
habías prometido. Cada vez estás más distante. Huyes de mí. Aquí se ahoga
uno —añadió—: Seguro que te toca hacer la mili en Argelia. ¿Y si nos
matáramos?

Él no contestaba. Ella miró hacia donde estaba él. Patrick, con la camisa
desabrochada, al lado de la bañera, se hallaba absorto en sus pensamientos.
Ella le dijo en voz baja:
—Me he preguntado muchas veces si no habré nacido como nacen esos
mohos que tiene el queso de Roquefort.
Patrick, sentado en el filo de la bañera, tenía la mirada perdida. Dijo que
sí, que a lo mejor.
—¡No me escuchas nunca! —dijo ella, e hizo salpicar el agua del baño y
saltar la pastilla de jabón, para que le entraran por la camisa abierta.
Patrick se puso de pie de un salto, con la camisa empapada.
En el cuarto de baño de los Vire podían verse objetos antiguos y
solemnes que fascinaban a Patrick. A Marie-José le parecían feos, poco
funcionales, sucios, decrépitos, pringosos, seniles. Había una gran bañera
verde, con oxidadas patas de león, cuyos bordes superiores se enroscaban
como los de los moldes de las tartas; la repisa era de pasta verde traslúcida y
tenía forma de cepillo de iglesia; la jabonera de bronce era como una concha
de peregrino y se asentaba en la mano cortada de un penitente de
Compostela, como las de los porches de las iglesias.
Patrick, de pie, pensativo, se hurgó con la mano debajo de la camisa
mojada y consiguió sacarse la pastilla de jabón de entre la ropa. La arrojó a la
bañera. Salpicó a Marie-José . Se echó hacia atrás, de pronto, señalando con
el dedo la puerta del cuarto de baño, que se estaba entreabriendo.
El gato gris de Marie-José metió el hocico y empujó la puerta. Cat miró
atentamente a Patrick, que estaba de pie, y a Marie-José, que estaba en la
bañera. Entonces, estirando el cuello, el gatito se sentó de golpe y se lamió
sin prisa las patas delanteras, delicada y meticulosamente.
—Aquí está tu gato —dijo Patrick señalándolo con el dedo—. Tu padre
estará a punto de volver. Me marcho.
—No te vayas. Ya salgo de la bañera. Date un baño tú también. Voy a
hacer té. Papá está en Cléry. Tiene para dos horas. Tienes la tripa llena de
jabón. Y Brigitte está en clase. Ya no me quieres.
—¡Eso mismo! —murmuró Patrick levantándose.
Se dirigió a la puerta dando un rodeo para no tropezar con el gato. Ante
el espejo del lavabo se pasó las manos por el pelo. Al llegar a la puerta del
cuarto de baño, dejó de pasárselas. Se volvió hacia Marie-José, que, sentada
en la bañera, lo estaba mirando con los ojos de par en par y estupefactos. Él
le dijo que estaba en lo cierto, que ya no la quería.

Marie-José no se decidió por Rydell. Marie-José Vire salió con Wilbur


Humphrey Caberra.
Patrick Carrion los miraba por encima del murete del jardín trasero. O
los veía por la ventana de su cuarto, a poco que se asomara y alargara el
cuello fuera de la capa de hiedra.
Los veía al atardecer ir por el camino, dirigirse al río.
En la distancia, Marie-José tiraba de la cadena oxidada de la barca plana
y negra, la recogía haciendo el menor ruido posible, la enrollaba en el fondo
plano de la barca.
Con un solo remo, Wilbur dejaba que la barca bajara por el río. Iban a la
isla de los sauces. Con el corazón lleno de encono, miraba cómo se alejaban
por el Loira la barca y las siluetas de Marie-José y Wilbur.
Empezó a odiar aquella luz, aquella alegría en su rostro, sospechando a
qué se debían.
En cuanto se le presentaba ocasión, Wilbur lo tundía a puñetazos.
Patrick intentó desviar hacia otros acompañantes a aquel sargento generoso
hasta el agobio, pero gárrulo en su aislamiento. La incomprensible asiduidad
de aquel afecto lo hacía sentirse incómodo. Era de munificencia ilimitada y,
al tiempo, tacaña, pues se presentaba todos los días, como un contable, para
comprobar si progresaba con la batería. En los momentos en que recuperaba
la infancia, en los momentos en que olvidaba dónde estaba, quién era, qué
estaba haciendo, qué tal estaba tocando y qué fallos cometía, Wilbur
Humphrey Caberra asomaba la cabeza. Su enorme cuerpo invadía el
camaranchón.
El gigante de uniforme acababa por poner las plantas en la tarima del
antiguo local de los scouts, con un platillo en la mano.
El sargento no cabía de pie; se sentaba directamente en el suelo, a
contraluz, con la espalda apoyada en la pared del ojo de buey, y lo miraba
tocar. Así le fue dando, una a una, todas las piezas que le faltaban.
Desgraciadamente, con mucha frecuencia, Marie-José llegaba a lo alto de la
escalera tras él y asomaba también la cabeza. Iba primorosamente pintada,
con mucho maquillaje de fondo. Contemplaba a Patrick sin quitarse las gafas
negras.
Se acercaba al sargento americano, al que llamaba Will. Se le cogía del
brazo. Se arrimaba a él. Patrick seguía tocando, esforzándose por parecer
abstraído, haciendo por no mirarla.
Patrick tocaba cada vez mejor y dedicaba a ello todo su tiempo. Los
rehuyó todo lo que pudo. Se trató exclusivamente con Rydell. Evitaba incluso
encontrarse con Antoine. Patrick y Rydell se veían en el café o en la cabaña,
que habían convertido en almacén, para acumular allí los sacos llenos de
cartones de cigarrillos que conseguían mediante trueques en las bases, o que
les regalaban allí. Ahora que ya no le pertenecía, empezó a imitar a Marie-
José . Se enterraba en el silencio y en el rechazo. En su casa, no despegaba
los labios. Cuando no podía dar con Rydell, buscaba la soledad,
vagabundeaba él solo, de noche. Cuando daba con Rydell, despotricaba
contra las luces, e incluso contra los fulgores, lo imitaba al quemar lo que
había adorado, se burlaba de la América blanca a la que Marie-José se había
entregado voluntariamente, vilipendiaba incluso el jazz. Si quedaba con
Trudy, Trudy Wadd no colmaba ninguno de sus vacíos. Lo había masturbado
inútilmente en un sendero, escondidos tras un espino, un día en que estaban
dando un paseo en bicicleta. No se había empalmado en la mano de ella, y
ella lo había insultado, lo había acusado de ser impotente. Basándose en una
experiencia que él no había sospechado que tuviera, declaró que todos los
franceses eran impotentes.
De repente, no quiso ya ponerse ropa nueva. Llevaba dentro un secreto,
un dolor que no comprendía. Los discursos de Rydell lo intrigaban sin
convencerlo; probó el hachís, le revolvió el estómago y estuvo malo dos días.
Comprendía por qué aborrecía Rydell el poder mañoso de los dos grandes
bloques blancos, pero lo que le preocupaba a Patrick en los hombres blancos
no era exactamente eso. ¿Quiénes —su padre, el alcalde, el cultivador de
maíz o el notario— les habían dispensado buena acogida en Meung a las
tropas alemanas? ¿Hasta qué punto se había visto su familia obligada a
cederles el primer piso de la casa? ¿Y por qué les había dispensado él aquella
acogida a las tropas de McCarthy y del general Young? ¿Por qué se había
pasado años hurgando, con Marie-José, en sus cubos de basura y había
convertido en tesoros los desperdicios de sus comidas y lo que quedaba de su
ropa? ¿Por qué se habían disfrazado ambos, por qué habían aprendido la
lengua del ocupante, se habían amoldado a sus valores, habían adoptado sus
gustos, su cine, sus libros, su música? También Rydell había empezado a
cambiar de teorías. Rydell adoptó la consigna de Coltrane. Pasó de ser
«negro-lover» a enamorarse de los brahmanes. Afirmaba que se había hecho
budista. «Budista negro», precisaba, circunstancia que, al mirarlo, no saltaba
a la vista. El universo era un conglomerado de imágenes ilusorias: elefante de
seis colmillos, PX, cruz gamada, Schweppes con whisky, Chevrolet Bel Air,
hongo de Hiroshima. No quedaba imagen que no contribuyera a crear la
ilusión y la corte de los estupores. La historia era una breve intriga, parricida
a veces, fratricida casi siempre, que se repetía de forma interminable,
lanzando aullidos de muerte. La libertad y la democracia no había
prevalecido sobre los campos, sino que los campos nazis habían contaminado
a toda Europa. Los «plutócratas de Wall Street» habían desembarcado en las
playas de la Mancha y los habían extendido por todo el tejido social; se
habían protegido del campo de concentración europeo construyendo, dentro
del Gran Campo del Viejo

Continente, campamentos de redención y PX de dicha paradisíaca, y


rodeándolos también de alambradas, poniéndolos bajo el control de la MP y
del Supreme Allied Commander Europe. Los Globemaster, los Thunderjet,
los Sabre F. 86, los Skorpion pasaban por encima de las cabezas en un puente
aéreo sin fin. Llevar al día la lista de los crímenes se llamaba calcular la
cronología de los reyes. El ámbito del planeta consistía en esa cadena de
imágenes estereotipadas: ensangrentadas postales que se revendían al mejor
postor. El tiempo era ese encadenamiento de muertos y de anhelos de muerte.
Lo real no era nunca imagen de la realidad. Lo real, decía Rydell
cuchicheando, era el brahmán. El brahmán era las palabras que formaban la
pregunta. El brahmán era el enigma. Era un presente eterno y
prodigiosamente activo, que sólo podía concebirse mediante el éxtasis
ascético o la droga, esa droga que a Patrick le sentaba mal. Lo real poseía dos
rasgos que lo definían sin dejar resquicios: era incomprensible y alucinatorio.
El alma dormida era un espectador que contemplaba una pantalla. El alma, al
despertar, alzaba los párpados y se encontraba con otro espejo vacío: un
espejo tan vacío como una pantalla de televisión. No existían los dioses. La fe
también era un sueño rodeado de imágenes. También la política, la
procreación familiar, la vida social, el pensamiento individual eran funciones
de teatro durante las cuales el alma soñaba que estaba representando un
papel, siendo así que había vuelto a quedarse dormida y se estaba dando la
vuelta mientras roncaba.
Rydell decía:
—Todo se ha perdido. Todo se ha extraviado, como la gota de agua se
extravía en la inmensa extensión del mar. Entre la alucinación y el caos, lo
real se alza y palpita como una ola de nacimiento y muerte. Es una
conmoción tan caprichosa al abocar como imaginaria al percibirla. La trama y
la cadena de las generaciones y las metamorfosis persiguen un mismo
propósito, impaciente, asesino e inexplicable. Los actos abrasan. Los sexos
abrasan. Todo está en llamas, todo es anhelo de satisfacción. Todo es
voluntad de apaciguamiento. Todo es anhelo de muerte. Tenemos los ojos
sedientos en los sueños, y también en la vida cotidiana. Sedientos de
imágenes de Sirenas que beben en la fuente de la muerte; y esa fuente, en
ellas, subyuga. Todo es odio de la vida, servilismo, sueño.
Patrick reconocía que intuía algo justo e inexorable en los discursos que
Rydell solía soltarle casi siempre bajo los efectos de la droga. La civilización
americana iba acumulando tal cantidad de cachivaches caducos que le daba la
impresión de que la diosa del mundo aquel empezaba a parecerse —como en
los primeros días, como al salir de la infancia, junto a Marie-José Vire— a un
gran almacén de carcasas de coches y de instrumentos descabalados. El altar
de esa diosa era un gigantesco cubo de basura volcado, cuyo contenido se
había extendido de pronto, en menos de diez años, por toda la superficie del
globo. Era cierto que las almas se habían convertido, como decía Rydell, en
triviales collages de apariencias, de cómics, de secuencias de películas, de
fundas de discos, de anuncios. Las reacciones de Trudy, de Wilbur Caberra,
de la familia de los Wadd le parecían todas igualmente impenetrables. Todo
lo de aquel mundo quedaba fuera de su alcance: la violencia de los gestos, el
impudor de las palabras, la legalidad repentinamente escrupulosa, la religión
inopinada, el dinero obsesivo, la bronca inesperada, la cordialidad pródiga, la
droga en la que se iba hundiendo Rydell. Aquel mundo no formaba nunca un
todo cohesionado. No era un mundo para vivir en él, puesto que de lo que se
trataba era de morir en él y de difundir su modorra, para que creciera la
omnipotencia que garantiza el beneficio. La gente, en él, se angustiaba, se
cuidaba, se reía, mataba, rezaba por naderías. Ni uno solo de los
comportamientos de Trudy dejaba de resultarle chocante.
Lo obsesionaba una imagen que había utilizado Rydell. Rydell afirmaba
que la conciencia que se afincaba en la cabeza de los hombres podía
compararse a la llama de una vela prendida en la oscuridad de la hipnosis.
Era posible apagar aquella llama, y entonces se conseguía ver lo que había en
la oscuridad. Beber mucho, interpretar música con total entrega, leer con
pasión, amar, tomar droga, era apagar aquella llama.
Rydell le explicó que la palabra nirvana era el nombre indio de la
despabiladera de dos hojas que se usaba para apagar la mecha sin que
humeara.
Eso era el nirvana: el sueño que sabe que nadie lo está soñando.

Patrick Carrion aprovechó unos días que pasó en Paris con su madre
para comprar en el rastro de la Puerta de Saint-Ouen una despabiladera
pequeña de tres hojas.
Al día siguiente se la regaló a Rydell.
Rydell, desnudo bajo el loden, bailaba de alegría en el taller de Antoine,
con la despabiladera en la mano.
Patrick Carrion, obsesionado por los ritmos de jazz, se dedicaba casi por
completo a estudiar batería en el camaranchón de los scouts de la casa
parroquial de Meung. Veía a Trudy lo imprescindible para soñar con poseerla
y no poder conseguirlo, lo imprescindible para no pensar en Marie-José Vire.
Rydell, por su parte, prefería la amistad de Malleure a las mujeres. Las
mujeres le parecían cuerpos incompletos, disimulados, venidos del otro
mundo, ladrones y devoradores. En Cléry, los servicios de Obras Públicas
habían encontrado, enterrada bajo un dolmen, dos años antes, en 1957, al
elevar la carretera sobre el nivel del terraplén del Loira, a una mujer
Magdalenien— se espolvoreada de ocre rojo. Lucía un collar de cincuenta
dientes.

Durante todo el mes de mayo, cuando tocaban por la noche en la


cervecería o en una base, Rydell y Malleure esperaban a Patrick Carrion
delante de la casa parroquial de Meung; otras veces, si Patrick asistía a alguna
clase, cargaban la batería Premier en la casa parroquial e iban a esperarlo a la
salida del instituto, delante de la conserjería.
Patrick cruzaba el vestíbulo a toda prisa, empujando a sus condiscípulos;
arrojaba bajo la lona, junto a la batería y el contrabajo, la eterna bolsa de la
bicicleta donde llevaba los libros de clase, y se subía a la cabina de la grúa.
Se quitaba la corbata, rechazaba el cigarrillo o el porro que le tendía
Rydell, se desabrochaba el cuello de la camisa.
Progresó de tal forma que él mismo se quedó asombrado. Hubo
momentos en los que llegó a alcanzar el estado de gracia. El sábado 23 de
mayo de 1959, en el bar de los GI del campamento, cuando tocaba, en un
grupo reducido, con Mel al saxofón, Augustus a la trompeta, Rydell al piano
y Malleure al contrabajo, Augustus se interrumpió de pronto en mitad de un
solo de trompeta, dejando que Patrick tocara la batería sin más
acompañamiento.
Patrick se desmelenó.
La sala entera calló para escucharlo. Luego la sala silbó. En el momento
en que estaba acabando el solo de batería, Augustus se quitó el gorrito de lana
roja con el que tocaba siempre y se lo arrojó a Patrick, manifestando así la
satisfacción que había sentido al escucharlo. La sala estaba abarrotada. Los
GI se echaron a reír ruidosamente y aplaudieron.
A la derecha, en la hilera de los blancos, el sargento Wílbur, el teniente
Wadd, la señora Wadd, Trudy y Marie-José se pusieron de pie y lo
aclamaron.
Se sintió tan dichoso que no pudo por menos de ruborizarse. Secándose
las manos en el vaquero, al fondo del barracón de chapa, incapaz de mirar de
frente a los que lo aplaudían, alzó los ojos hacia el techo del bar rodeado de
tubos de neón, hacia los parpadeantes anuncios de las cervezas Budweiser y
Miller, hacia el gran Teddy Bear, hacia la bandera americana de las estrellas
y el cartel de Rita Hayworth.

Era de noche. El Chevrolet de Wilbur Caberra, con los faros encendidos,


estaba aparcado delante del café—estanco, cerca de la casa de los Carrion.
Wilbur estaba borracho. Hablaba a voces. Le estrujaba a Patrick Carrion
la mano izquierda, que le tenía cogida. Estaba preguntando en inglés
americano cómo se traducía nuts.
—Chiflado. Chalado —susurró Patrick. —Marie-José ’s pussy is driving
me chalado!
(El sargento Wilbur Humphrey Caberra afirmó que el chocho de Marie-
José Vire lo tenía chalado.)
Wilbur lo había traído a casa. Patrick no comprendía por qué estaba
Wilbur encaprichado con él, ni la ambigua solicitud del gigante. Todas las
noches lo traía a casa después de los gigs, y se pasaba horas contándole su
vida. Se había echado a llorar.
Decía que era un hombre malo. Que no podía casarse con su amiga. Le
encargaba que le dijera que tenía que enamorarse de otro. Del guarda forestal.
O del cartero con su bicicleta. De cualquiera mejor que de él.
Era imposible que Patrick pudiera llegar a imaginarse lo mal hombre
que era.
El sargento le soltó la mano a Patrick Carrion. Estaba sollozando de
nuevo. Sorbiendo ruidosamente, abrió la pequeña nevera empotrada en el
salpicadero del Chevrolet y cogió otra cerveza. Le quitó la chapa con los
dientes y la escupió en el arroyo tras haber entreabierto la puerta. Decía en
inglés americano:
—Mi mujer me dejó hace seis años por un coreano pringoso, a slimy
Korean, forrado de pasta, amarillo como el pus. Yo habría querido tener un
hijo. Tú...
Se interrumpió.
Ante ellos, la verja del jardín delantero de los Carrion se había abierto en
la oscuridad, y por ella salía el doctor Carrion con el maletín marrón en la
mano. Patrick le susurró a Wilbur que era su padre. El sargento Wilbur
Humphrey Caberra, al reconocer al doctor Carrion, le hizo un guiño con los
faros. Patrick abrió la puerta de su lado. Le preguntó a su padre adónde iba.
El doctor Carrion, deslumbrado, se llevó la mano a los ojos, frotándose
los párpados con el dorso. Reconoció, en medio de la carretera, en medio de
la oscuridad, a Patrick, que había salido del coche.
—¡Ah! ¡Eres tú! —dijo el doctor— Hay un ternero que viene mal en La
Lotiére.
Con tono repentinamente rebosante de exaltación, Patrick le preguntó si
podían acompañarlo.
Wilbur, completamente borracho, golpeaba el volante voceando:
—Yes! Yes! (\Si\ ¡Sí!)
Al ponerse el sargento Caberra, borracho, a ratificar tales palabras
tocando la bocina, el doctor Carrion le hizo una seña para que parara. Se
acercó al descapotable.
—If you wish to come with me, it will be in my own car, sergeant. (El
doctor Carrion le contestó, en su ridículo inglés, al sargento Wilbur
Humphrey Caberra que, en tal caso, subiesen en su coche.)
El sargento se bajó del Chevrolet descapotable. La noche había
refrescado. Se acomodaron como pudieron en el Renault Juvaquatre de antes
de la guerra.

Estaba muy oscuro. El húmedo olor del soto empapaba el Renault


Juvaquatre. Iban cruzando el bosque de Sologne por una estrecha carretera.
Un ciervo cruzó la carretera.
En la calzada, escrito con pintura blanca, leyeron US GO HOME.
Wilbur, que seguía borracho, empezó a salmodiar con bríos:
—Go home! Go home! Go home!
De un clavo del establo colgaba una linterna sorda.
Era un establo pobre, donde había tres vacas. El parto era realmente
dramático. La vaca mugía. El labriego y su hijo, que estaba junto a él, teman
una borrachera tan grande como la del propio sargento Caberra. Con la boina
calada, el hijo del labriego le señalaba, muerto de risa, a su padre, que
intentaba hacerlo callar, la pequeña kippa roja que Patrick seguía llevando
puesta.
Patrick se la quitó y se la metió en el bolsillo de los pantalones. El
doctor Carrion se estaba desabrochando la camisa en el establo helado. Se
quedó en camiseta. Introdujo el brazo, hasta el hombro, en el útero de la vaca,
intentando darle la vuelta al ternero, que no podía salir. No lo consiguió.
Abrió el maletín, que estaba en el suelo, sacó una segueta dentada y la
abrió. En cada extremo de la segueta había un palo. Introdujo con cuidado la
segueta en el útero de la vaca.
A Wilbur le dio una arcada. Le preguntó a Patrick qué estaba haciendo
su padre.
—What’s he doing?
—He has to cut up the calf inside the cow. (Patrick Carrion le respondió
al sargento Wilbur Humphrey Caberra que el doctor estaba serrando el
ternero dentro del vientre.)
El doctor serró el ternero dentro de la vaca. Iba sacando del útero trozos
sangrientos de la cría, y los arrojaba sobre la paja.
—You people are savages. (El sargento Wilbur Humphrey Caberra
exclamó que los franceses eran unos salvajes.)
—O eso o se muere la vaca —contestó el doctor Carrion.
—It’s an act of kindness —tradujo Patrick.
—Así naciste tú —le dijo el labriego más joven a Patrick soltando la
carcajada.
Los trozos sanguinolentos iban cayendo en la paja, al lado del maletín.
El doctor sacó las secundinas.
El sargento Caberra se había apoyado en la puerta del establo. El
labriego le tendió la botella que tenía en la mano.
—¿Un traguito?
El sargento miró con horror la botella verde cubierta de telarañas y de
suciedad. Dijo que no con la cabeza. Sollozaba. Hizo el gesto de lavarse las
manos, siendo así que no había tocado nada. Salió del establo.
Fuera, en la oscuridad, pegaba con la frente en los tablones del establo.
Estaba borracho. Gritaba.
—Why is God so demanding? Why is He so angry? Why does He expect
so much of us? Look at me, Lord! Lord, look at me! Why is there something
deep inside of us that we ’re so ashamed of? We’re all like that newborn calf,
sliced up and bleding? (¿Por qué se muestra Dios tan exigente? ¿Por qué es
tan feroz? ¿Por qué espera Dios tanto de nosotros? ¡Mírame, Señor! ¡Señor,
mírame! ¿Por qué llevamos dentro algo que nos avergüenza continuamente,
que nos expulsa como el ternero que nace, y me estremece?)
Estaba de rodillas en el corral, bajo la luna, junto al montón de estiércol.
Patrick lo miraba estupefacto. Los labriegos habían salido al quicio de la
puerta del establo y se reían sin parar. El sargento Caberra se volvió hacia
ellos.
—You ’re worse than the Koreans. You ’re worse than the Japanese. (El
sargento Wilbur Humphrey Caberra les espetó a los labriegos de Sologne que
eran peores que los coreanos, más crueles que los japoneses.)
Entre las sombras, Wilbur Caberra estaba vomitando en el muladar. La
luna lo alumbraba. El labriego más joven no podía parar de reír.

El lunes uno de junio, por la mañana, al final de la calle de la Malva, en


la orilla del río, Patrick divisó a un granjero con su carro. Tiró de las riendas
y se detuvo ante la tienda de ultramarinos Vire y Ménard.
Patrick reconoció al caballo blanco que su padre había castrado hacía
tiempo con su ayuda. El carro iba cubierto con una lona verde. El caballo
llevaba grandes anteojeras de cuero negro. El labriego descargó unos bidones
de leche. Marie* José Vire empezó a recogerlos.
Marie-José Vire, al alzar la mirada, vio a Patrick Carrion. Le indicó los
bidones de leche con la mano. Patrick titubeó. Luego se acercó y ayudó a
Marie-José a recogerlos.
Marie-José no llevaba puestas las gafas y tenía los ojos húmedos. Lo
saludó con un breve gesto de la barbilla. Miraba, a lo lejos, la carretera y el
puente. Decía que el sargento iba a venir, que tenía que llevársela lejos de
allí.
—Pee Cee, ¿has oído al general De Gaulle por la radio?
Patrick asintió. Marie-José se puso, como antes, a darle vueltas a las
cosas, como si nada hubiera pasado. Sacaba a relucir los antiguos agravios
contra Meung. El pueblo no había acogido a François Villon sino para
aherrojarlo en la torre. El pueblo padecía esa enfermedad y segregaba ese
odio en lo hondo de sí mismo.
—Me muero aquí.
Aquel lugar echaba mal de ojo. Meung se lo había echado a ella. Como
se lo había echado a François Villon. Como se lo había echado a su madre.
Todos los americanos se iban a marchar.
—Wilbur tiene que llevarme, Pee Cee, ¿me oyes? ¿Crees que se casaría
conmigo?

Patrick no contestó.
—Me gustaría que tuviéramos una casa en América, en Denver. Una
casa de verdad.
—¡Chisss!
Patrick le hizo una seña a Marie-José, le señaló al tío Vire, que salía de
la tienda y se ponía a cargar personalmente la furgoneta Citroén para ir a
recorrer las aldeas de Sologne: paquetes de sal, sacos de café, cepillos de raíz,
tela para delantales, escobas colgadas en la furgoneta con el mango hacia
abajo, lotes de velas atadas de diez en diez.
El tío Vire comprobó todo lo que había cargado en una libretita con
tapas de hule negro. Marie— José seguía vigilando la carretera, a lo lejos,
hacia el este, más allá del puente.
Un Thunderbird rosa apareció a lo lejos y se detuvo bruscamente ante
ellos. El cristal de la ventanilla se bajó: era el teniente Wadd. Les explicó que
el coche era nuevo. Acababan de desembarcarlo en El Havre. El teniente
abrió la puerta, se bajó y le presentó a Patrick el «new T-bird», cien millas
por hora, motor de 4.784 cm³, 27 caballos, parabrisas panorámico, radio,
limpiaparabrisas accionados por vacío.
El teniente volvió a cerrar el capó. Subió al coche y cerró la puerta. Le
dijo a Patrick:
—Trudy's inviting you to her birthday party next Saturday. Wear your
fancies clothes. It has to be a real showpiece. (El teniente Wadd los invitó el
sábado siguiente a la fiesta que iba a dar Trudy por sus dieciséis años. Añadió
que tenían que ponerse de tiros largos porque todo tenía que ser de primera.)
Marie-José Vire le dio las gracias al teniente Wadd. Al hablar, se le
movía de arriba abajo la negra cabellera. Dijo que desde luego que irían.
Cuando se hubo marchado el Thunderbird, el tío Vire, sin alzar la nariz
de su libretita de hule, dijo por lo bajo:
—Hijos, que no se os vea mucho con los americanos. Vosotros no os
acordáis. Acabamos de salir de los alemanes. Ahora, el general no quiere
saber ya nada de los americanos. Mañana, serán los rusos los que vengan a
nuestras tierras, los que vivan en nuestras casas, los que ensucien a nuestras
hijas.
Sin alzar la vista, dijo por lo bajo:
—¿Verdad, hija mía?
El tío Vire se quedó pensativo otro rato. Al fin, alzó los ojos hacia ellos.
Mientras los miraba, siguió mascullando:
—Los alemanes, los americanos, los rusos, es mucho para un pueblo
pequeño.

El sábado 6 de junio se reunieron en el jardín del hotelito de los Wadd,


construido con piedra molar. Los hombres iban de esmoquin. Hacía muy
bueno. Sólo había blancos. En aquel tiempo, los negros no tenían derecho al
voto. En aquel tiempo, la segregación era total en cuanto los oficiales salían
del cuartel. Lo único que ha perdurado ha sido el odio.
El teniente Wadd, con un delantal puesto, estaba colocando filetes en
una parrilla.
Las mujeres de los oficiales iban demasiado pintadas. Les cubría todo el
rostro, el cuello y la parte alta del pecho un maquillaje de fondo anaranjado.
Llevaban las uñas color rosa tirio o rojo carmesí y las manos llenas de
sortijas. Todas tenían en la mano izquierda un plato de cartón. Con la mano
derecha, mojaban verduras crudas en tarros de mostaza o de mayonesa.
Marie-José llevaba un vestido de rayas amarillas y blancas abrochado
hasta el cuello. Parecía incómoda; tenía la cara chupada y llevaba el pelo
recogido en un moño. Iba detrás de Wilbur como si fuera su sombra.
El sargento Wilbur Humphrey Caberra rechazaba cuanto le era posible a
Marie-José con el guante de cuero y se dedicaba a parar las pelotas de béisbol
que le lanzaba un coronel americano tan joven como él. Ella se apartó para
dejar pasar a Patrick, que llegaba con una chaqueta blazer negra, una camisa
blanca de manga corta y una corbata azul al cuello. No le echó ni una mirada.
Él palideció. A grandes zancadas, con los brazos colgando y un regalo
en la mano, se acercó al hotelito. Le tendió a Trudy un disco de cuarenta y
cinco revoluciones envuelto. La joven americana abrió el paquete. Torció el
gesto al ver la cara negra de Miles Davis. Le dio un beso a Patrick en la
mejilla, poniéndose de puntillas para besarle la ceja.
—¡Herida! —dijo.
Patrick cerró los ojos. Ella miró el disco de cuarenta y cinco
revoluciones de Miles Davis. Dijo en inglés americano que no conocía al
músico negro.
—Never heard of him.
Le sonrió. Le sugirió, pestañeando, que a lo mejor le habría gustado más
el molinillo de café romano de su madre.
—The wooden mill. The copper crank.
Le dijo que le gustaba la manivela de cobre. Con la mano, hacía el gesto
de darle vueltas a una manivela. Se llevó consigo a Patrick. Rydell andaba
por allí, con cara especialmente preocupada y sombría, con el pelo planchado,
visiblemente drogado, desdeñoso. Se fue detrás de su amigo. Llegaron los
tres a las escaleras del hotelito donde estaba colocado el tocadiscos Teppaz.
La joven americana dijo que le había llegado el último Paul Anka. Dijo
que era algo inmenso. Dejó al lado del Teppaz el disco que le había regalado
Patrick, volvió a colocar el brazo de plástico al principio del disco de
cuarenta y cinco revoluciones de Paul Anka, subió el volumen. Los oficiales
americanos que estaban por allí cerca se acercaron contorsionándose y dieron
muestras de regocijo.
Rydell, con las mandíbulas crispadas, se agachó, cogió la funda de
cartulina del disco de cuarenta y cinco revoluciones y miró de hito en hito a
Paul Anka. Trudy y su madre se habían puesto a tararear, cogiéndose de los
brazos. Bailaban juntas. Patrick se reía con risa de conejo. Le lanzó una
ojeada inquieta a Rydell. Éste había soltado la funda y se alejaba.
Trudy volvió la cara hacia Patrick y le preguntó a voces si había visto su
tomavistas. Patrick miró hacia el hotelito y vio, en la entrada, directamente en
las baldosas, un tomavistas Pathé Baby.
Volvió a mirar a Rydell, que se iba. Había cruzado todo el jardín. Estaba
empujando la verja. Patrick lo alcanzó, corriendo por la acera.
—¿Adónde vas? ¡No te marches!
—Son despreciables. Son racistas. Son el deshonor del planeta. Míralos.
Ni siquiera entienden la música que han conseguido esclavizando a todo un
continente. ¿Cómo es posible imaginar que una sociedad tan podrida pueda
tener un arte? Estamos criando fantasmas. Ectoplasmas de páginas de
anuncios, de páginas de periódicos, de vales de pedidos. No comprendo que
te hayas encaprichado con Wilbur, con True, con esa panda de cabrones.
Todos esos blancos, que nos roban y se atiborran de comida, dan vergüenza.
Los que son de veras son los negros. Los otros son de mentira. ¡Mira! Son
fantasmas color de rosa. Déjame. ¡Vete con Brenda Lee!
Marie-José los adelantó corriendo, con las mejillas llenas de lágrimas.
Se iba apretando los ojos con los dedos. Se había recogido con un lazo —
antes lo llamaba pasador— el negro cabello en la nuca, en un moño pequeño.
El lazo era de terciopelo amarillo. El vestido era de rayas amarillas. El
gigantesco Wilbur la seguía. No intentaba alcanzarla. La iba insultando.
Tenía el rostro rubicundo. Estaba muy asustado. Se detuvo delante de Patrick
y le dijo que Dios le había enviado una señal. Dios quería castigarlo por
haber jodido con una vulgar tendera que podía ser su hija.
—You could be my son. (Podrías ser mi hijo.)
—No. (No.)
—No? No, you ’re right. Then it’s not so bad. It is? (No. Es cierto.
¿Entonces no es nada grave?)
—No!(¡No!)
El sargento Wilbur Humphrey Caberra, aliviado de pronto, se arrodilló
en los hierbajos de la acera. Cerró los ojos. Juntó las manos y le pidió a Dios
en un susurro que lo ayudara a ser bueno.
Al día siguiente, domingo, Patrick se llevó a Trudy a la isla. La hizo
subir a la barca embreada. Ella puso el pie en la madera húmeda con asco. A
Trudy Wadd todo le parecía sucio.
Hacía mucho calor, como la víspera. La isla relucía en la neblina, en
medio del Loira. Patrick hizo que la barca embreada se deslizara entre los
juncos y lanzó la vieja ancla hacia la isla. Con la bolsa de la bicicleta en la
mano, ayudó a Trudy Wadd a saltar de la barca.
A True pareció preocuparla que se le hundieran las sandalias blancas en
el cieno cuarteado pero blando de la orilla.
El refugio, en forma de trinchera, en el que Patrick y Rydell
almacenaban cartones de LM y de Lucky, cómics, adornos de cromo robados,
le pareció muy poca cosa y digno de burla.
—Aquí veníamos Marie-José y yo a escondernos cuando éramos
pequeños.
Trudy preguntó que quién era Marie-José.
—La hija del tendero que sale con el sargento Caberra.
Se le puso un nudo en la garganta al decir tales palabras. Patrick se
alejó. Hizo una hoguera amontonando maleza. Volvió hacia la bolsa de la
bicicleta para coger las ranas que el pequeño Marc, el nuevo maestro de
ceremonias, le había pescado y había envuelto cuidadosamente en papel de
periódico. Patrick partió en dos los menudos cuerpos con una navaja suiza.
Luego deshojó dos ramas de sauce en la corriente. Despellejó las ranas con la
navaja. Las ensartó en las remitas. Las sumergió en el agua y colocó con
cuidado las brochetas de rana y sauce en el fuego.
—Vil never eat that. (Trudy Wadd le declaró a Patrick Carrion que no
pensaba comer semejante cosa.)
Patrick le replicó que había sido ella, Trudy, quien le había dicho que
quería comer ranas. Ere ella quien le había dicho que quería enterarse de a
qué sabían esos bichos.
—¡Tienes que probarlas, no hay más remedio!
True se encogió de hombros. Se arrodilló y se fijó en cómo funcionaba
la pequeña barbacoa de madera a la que Patrick daba vueltas sobre el fuego.
—Vosotros los franceses —decretó en inglés americano— imitáis todo
lo que hacemos nosotros.
Patrick la miró pasmado.
Luego Trudy se negó a comerse las ancas de rana asadas que le tendía
Patrick.
Patrick sacó de la bolsa una botella de whisky, pero Trudy se negó a
beber de la botella.
—¿Por qué te llaman Pee Cee? —le preguntó en inglés americano—.
¿Eres comunista?
—Son mis iniciales. Patrick Carrion. ¡Ven a bañarte!
Patrick se puso de pie y se desabrochó los pantalones.
—Water’s too dirty! (¡No! ¡El agua está sucia!) —exclamó Trudy.
Luego confesó apurada, con auténtico terror, que tenía miedo de coger la
poliomielitis.
—I’m afraid I’ll catch polio.
Patrick, con cara enfurruñada, en traje de baño, sentado en el limo, con
los pantalones hechos un sacacorchos en las pantorrillas, se estaba desatando
los zapatos.
Se había puesto un bañador de nilón azul cielo muy ceñido que su madre
acababa de comprarle en París para el verano. Nadó en el Loira. Cuando salió
del agua, estaba excitado.
—That swimsuit makes your balls stick out. It’s disgusting! (El traje de
baño se te pega a las partes. ¡Es repugnante!) —dijo Trudy riéndose —añadió
—; lean do that too! (¡Yo también puedo hacer lo mismo!)
Se levantó la falda, estiró la braga de algodón y, tirando con fuerza, hizo
que le marcara la forma de los labios. Ahondó la raja con el dedo.
—Does that excite you? (¿Te parece muy excitante?)
Él se le acercó, a pesar de todo, y ella lo rechazó. Se le aferraba a la
mano para mantenerlo a distancia. Así que se tendió ante ella, en el limo.
De cara a Patrick, mirándolo de reojo, dijo en voz baja que una vez
había visto a sus padres hacer el amor. El amor era como la silla eléctrica, o
como cuando los cuerpos danzaban bajo la tralla de un látigo.
—have to get you a decent swimsuit. (Trudy Wadd le dijo a Patrick
Carrion que tenía que comprarse a toda costa otro traje de baño, y le preguntó
si se imaginaba a Elvis Presley con semejante bañador.)
Patrick le dio la espalda arrastrando las nalgas. Se encerró en el
mutismo. Estaba ofendido.
Al cabo de un buen rato, Trudy le puso la mano en el hombro. Le dijo:
—Don’t get mad! Come back! Talk to me! Come talk to me! Women
aren’t animals. We aren’t frogs. (¡Ya está bien! ¡Lo que tienes que hacer es
hablarme! ¡Háblame! Las mujeres no son animales. No somos ranas.)
A la vuelta, cuando Patrick aún no había varado la barca, ya se estaba
alejando ella a toda velocidad en su bicicleta azul, amarilla y blanca.

Con Trudy, Patrick no entendía nada. No sabía ya quién era. Tenía casi
dos años menos que él, pero sus más insignificantes observaciones lo herían.
Tan pronto era cruda como sutil o seria. Según los días, tenía la piel
sonrosada o blanca como el papel. Se depilaba por completo las cejas. Sentía
pasión por la geografía y se sabía todos los países del mundo, las capitales, el
número de habitantes, el PNB, los husos horarios. Lo humillaba sin
proponérselo con lo acertado de sus expresiones. Un día que estaba bailando
con él, después de haberle puesto la cabeza en el hombro, junto al cuello,
durante un slow, le dijo mientras jugaba con él, le estrechaba la parte baja de
la espalda, se lo separaba luego del vientre y lo volvía luego a arrimar así:
—Look! You’re a clever dog. Your prick’s comin ’up as I pinch your
bottom. (¡Fíjate! Eres como un perro amaestrado. Levantas la cola si te
pellizco las nalgas.)
Él se ruborizó. No sabía qué decir. En su cuarto, a solas, soñaba con ella
y la aborrecía. A Patrick Carrion le daba la impresión de ser, a su lado, un
labriego, un hombre primitivo, un negro, un francés. Cada día le parecía que
tenía que volver a empezar desde el principio, salir con esfuerzo del río
crecido, salir con esfuerzo de la indiferencia, salir con esfuerzo de todo lo que
resulta insensato, salir con esfuerzo de la angustia, renacer.
El gran día, el día fatídico, el día de dolor para el grupo que formaban
François-Marie Ridelsky,
Antoine Malleure y Patrick Carrion fue el 12 de junio de 1959. Fue el
día en que grabaron un disco de vinilo de treinta y tres revoluciones y treinta
centímetros en el estudio de la base.
Les daban la cara a los soldados americanos que estaban ante la consola.
La MP los vigilaba desde atrás.
Un cristal los separaba de ellos. Seis mil kilómetros los separaban de
ellos.
Cada tres cuartos de hora, Rydell y Mel, sin que se diera cuenta la MP,
se iban a fumar un porro a los servicios que había al lado del estudio de
grabación. Augustus a la trompeta y Mel al saxofón eran músicos conocidos
en US A. Habían grabado ya varios discos. Antes de cada toma, ensayaban
las melodías una tras otra. Al acabar el segundo ensayo, François-Marie, más
borracho que una cuba, no podía tocar ya más que a ratos. Patrick, a la
batería, trajinaba, tocado con el gorrito de lana roja. Detrás del cristal, Wilbur
Humphrey Caberra comentaba la forma de tocar de cada uno de ellos, con los
pies encima de la consola, emitiendo ante el micrófono opiniones absurdas
que encolerizaban a Rydell, pero de las que nadie más hacía caso.
De pronto, divisaron tras el cristal a Wilbur, que se había cuadrado.
La cabeza de un general, tras la que venía la del coronel Simpson,
acompañados ambos de sus ordenanzas, aparecieron en la cabina. Todos los
GI se habían cuadrado. Wilbur mantenía la barbilla alzada. Mel y Augustus
fueron los primeros en percatarse de la presencia del general y dejaron de
tocar antes que los otros. También ellos se cuadraron, tambaleándose.
Malleure tuvo que coger a Rydell del hombro para que éste dejara de tocar.
Rydell se paró. No se levantó del taburete. Se sacó del bolsillo de la
chaqueta la pequeña despabiladera de tres hojas que le había regalado Patrick.
Se puso a chupar una de las hojas sin dejar de hurgarse en el bolsillo.
El coronel le enseñó al jefe de estado mayor el estudio de grabación que
había mandado instalar para las tropas. El general, el coronel y sus
ordenanzas se fueron. Los músicos llevaban tocando desde por la mañana.
Habían perdido la concentración. Rydell, completamente trompa, dejó la
despabiladera y se sacó del bolsillo un porro. Augustus, que seguía de pie y
cuadrado, le cogió el porro de las manos y dijo:
—Folks, this is the apehead talking ’to ya. A slave ’s talkin ’. (Señores,
les está hablando un mono, un esclavo.)
—Ain’t no slaves no mo ’, boy. (Ya no hay esclavos) —rectificó Mel.
—Y’all believe that? Ya buyin ’ that shit, Mel? (¿Eso crees tú? ¿Lo
crees en serio, Mel?)
—I reckon I ain’t. (No, no lo creo) —reconoció Mel.
—Awrighty! So this here slave’s gonna tell... (Bueno, pues el esclavo va
a deciros...)
Y Augustus encendió el porro gritando de pronto que iba a dar una
vuelta, a ver si Nikita Serguéievich Jruschov estaba en el retrete, y salió del
estudio. Así fue como murió. En el estudio, se abrió de pronto la puerta de los
aseos. Augustus se quejaba. Babeaba.
Al verlo, todos pensaron que le había dado un ataque de epilepsia.
Tiraron de él para tenderlo en el suelo de linóleo del estudio de grabación.
Mel quiso subirle los pantalones. Patrick le metió una escobilla metálica entre
los dientes.
Augustus la escupió. Echado en el linóleo, moviendo la cabeza a
izquierda y derecha, gemía.
—Get away from me, all you dead folks. I don’t want to join you. You
’re cold. You... Is there any salt around here? (¡Dejadme en paz, muertos! No
quiero ir con vosotros. Estáis fríos. Estáis... ¿Alguien tiene sal?)
Augustus intentaba hacer el gesto de tirar sal por encima del hombro.
Sudaba mucho. Patrick se quitó la kippa. Arrodillado al lado de Augustus, le
enjugaba el rostro con el gorro de lana.
—I don ’t wanna go back down into the dark. I hate the dark. The deads
are hungry. The deads are thirsty. They... (No quiero volver a la oscuridad.
Odio lo oscuro. Los muertos tienen hambre. Los muertos tienen sed. Los
muertos...) Augustus calló de pronto.
Patrick, de rodillas, lo miraba temblando de miedo.
De pronto, comprendieron que Augustus había muerto. Mel empezó a
girar sobre sí mismo como un chamán, lanzando breves gemidos. Patrick se
puso de pie, volvió a sentarse en el taburete, delante de la batería, inmóvil.
Hundía el rostro en el gorro rojo. Estaban llegando los enfermeros. Augustus
murió de esta extraña forma, pidiendo sal para arrojarla por encima del
hombro. Nadie lloró. Como los de la ambulancia eran blancos, ni los técnicos
de sonido ni Mel pudieron acompañarlo. El único que obtuvo permiso para
permanecer junto al cuerpo fue Wilbur Humphrey Caberra.
Tocaron un tombeau1, porque Mel había empezado a cantar. François-
Marie Rydell no era ya sino un zombi transido de dolor, al que Malleure tuvo
que sostener físicamente para sentarlo en el suelo, después que hubo tocado
algunos acordes. Pero el saxofón seguía cantando y dando vueltas, y Patrick
se esforzaba por seguirlo con la batería. Así fue como desapareció del mundo
el cuerpo del trompeta —con la excepción de un pequeño gorro rojo de punto
que un adolescente se llevaba a los ojos. La oscuridad, luego el silencio,
luego el olvido, lo sepultaron sin que ninguno de ellos pudiera presenciarlo.
Así fue como de negro que era, volvió a ser oscuro.

Esa misma noche, Patrick Carrion estaba estudiando en su cuarto,


tocado con el gorrito de lana roja, sucio del sudor y la agonía de Augustus.
Cuando el doctor Carrion entró en el cuarto de su hijo, Patrick no alzó la
cabeza y siguió estudiando. El doctor se sentó en la cama de su hijo.
—Patrick, me gustaría que de momento dejaras la música por las
noches. Y también los fines de semana. Faltan veinte días para el examen
final.
Patrick, sin mirar a su padre, sin desviar la cabeza del cuaderno,
contestó:
—Padre, me gustaría que de momento me dejaras estudiar. Porque no sé
si lo sabes, pero faltan veinte días para el examen final.
Alzó la cabeza y miró fijamente a su padre.
—Porque estaba estudiando cuando has entrado —dijo.
—No estudias como es debido.
El doctor se levantó de la cama, se acercó a la mesa, le quitó con
cuidado el gorro a Patrick, que echó bruscamente la cabeza hacia atrás.
A Patrick Carrion lo llenó de súbita rabia que su padre se hubiera
atrevido a tocar la kippa de Augustus. Patrick se hundió las manos en el pelo,
se lo revolvió.
—Estudias de manera irregular —estaba diciendo el doctor— La música
esa es un entretenimiento. Ya tocarás todo lo que quieras durante las
vacaciones de verano. Te pido que lo dejes de momento y durante los veinte
días que faltan.
Patrick se quitó las manos del pelo, se puso de pie y dijo:
—No estoy de acuerdo, padre. La música no es de ninguna manera un
entretenimiento.
—Un desahogo, si te parece mejor. Ni siquiera es agradable. Ni siquiera
es bonita.
Patrick alzó el tono:
—¡A Dios gracias!
El doctor Carrion, frente a su hijo, mantenía la cabeza gacha y se miraba
las manos. Dijo:
—Plutarco habla de un general romano que había construido un templo
a la Impostura...
—Charlie Parker habla de un veterinario de Beauce que había
construido un templo a la gilipollez...
El padre alzó la mirada hacia el hijo. Estaba pálido. Dijo poco a poco:
—Poco a poco, Patrick, poco a poco.
Marie-José Vire dejó de preparar el examen final, renunció incluso a la
idea de presentarse. Decía:
—Quiero una vida, no una nota.
Marie-José le estaba hablando a Wilbur Caberra en el comedor de
oficiales. Éste no la escuchaba y acariciaba los largos cabellos negros que ella
llevaba sueltos por los hombros. Patrick Carrion les daba la espalda, mientras
bebía una cerveza en la barra. Patrick, esa misma noche, el miércoles 17 de
junio, empezó a preparar frenéticamente el examen. En cartoncitos rosa,
recortados según las superficies o los volúmenes de sus antebrazos, de su
pecho, de sus pantorrillas, condensó minúsculas crónicas y escribió, uno tras
otro, breves formularios. Las llamaba chuletas contra la sequía. ¿Quién seca
el alma, a no ser la muerte? ¿Quién seca nunca el llanto de los niños
invadidos por un temor que aún no tiene nombre para ellos? ¿Tiene alguna
vez nombre el dolor? ¿Quién enjuga el llanto que cae sobre el mundo? ¿Qué
dios seca día a día el rocío del alba en las correosas hojitas de boj? ¿Qué
garganta restaña la sangre que ha corrido durante las guerras desde el inicio
de esas sociedades en las que los hombres se aglutinan con violencia y
destruyen con rabia? ¿Pueden lavar esa sangre las lluvias y las tempestades
más violentas? ¿Existe algún animal a quien le guste la sangre más que al
hombre? ¿Qué diversas categorías de diluvio se merece este mundo? ¿Dónde
está la crecida sin fin que determina Dios? ¿Por qué se cuajan de lágrimas los
ojos de los hombres? ¿Acaso llora Dios?
El jueves por la mañana, muy temprano, tras pasar la noche copiando y
sin dormir, fue a casa de Trudy. Estaba en su cuarto. Se estaba peinando
delante de un tocador pequeño pintado de rosa. El espejo redondo estaba
clavado encima de una repisa vestida con volantes de algodón. Encima de la
repisa había unos pasadores, los tarros de crema, el cepillo, la lima de uñas, el
peine, las pinzas de depilar, la pasta de dientes.
Se estaba pintando los labios con una barra rosa.
Repentinamente, se echó hacia atrás. Exclamó que la camiseta que
llevaba era feísima. Se quitó la camiseta negra. Llevaba un sostén azul muy
escotado. Se puso una blusa amarillo limón, se la abrochó, se miró al espejo.
No le gustó su aspecto. Se la volvió a quitar, sin tomarse el trabajo de
desabrocharla, intentando sacársela por la cabeza.
Él ya no vio más que sus pechos. Trudy Wadd no conseguía sacar la
cabeza ni el pelo. Patrick Carrion estaba sentado en la banqueta de tomillo,
delante de la mesa de la muchacha donde se apilaban Life, Fortune y los
discos de cuarenta y cinco revoluciones. Allí estaban todas las canciones
favoritas de True: Love me Tender, Hello Mary Lou,
Dynamite, Peggy Sue, Diana, That il Be the Day.
Él contemplaba sus forcejeos. Se levantó de la banqueta.
True, que seguía con los ojos tapados, se esforzaba por desabrocharse el
botón de arriba de la blusa para poder sacar la cabeza.
Patrick acercó los labios. Le besó los pechos. Ella se apartó dando
voces. Se arrancó la blusa de la cabeza. Había empezado a pegarle con la
blusa. Patrick volvió a sentarse en la banqueta de tornillo. Giraba sobre sí
mismo. Con la mano, se colocó de repente el sexo tenso entre las piernas.
Trudy le dio un violento empujón, se sentó en la banqueta en que estaba él
antes y empezó a ponerse las medias delante de él.
Los dos callaban. Ella alzó la cabeza. Le sonrió. Se abrochó el liguero.
Hablaba como un libro. Hablaba mejor que un libro: hablaba como una
revista de Hollywood. Aseguraba, sonriente, que, desde que el mundo era
mundo, los hombres y las mujeres no habían tenido nada que decirse.
—A man only brings a woman embarrassment and hate. (Un hombre
sólo le acarrea a una mujer vergüenza u odio.)
Entonces, le acarició el vientre a Patrick, que estaba de pie a su lado.
Luego se levantó. Tomó el cabello de Patrick entre las manos, le miró la ceja,
puso los labios en las señales que habían dejado los puntos de sutura.
Tiró suavemente del párpado hacia el ojo. Le cerró despacio el párpado
para que ya no pudiera verla, y lo besó mucho rato, con suavidad, en la boca.
Acariciándole con la mano el tenso sexo bajo la franela de los pantalones
grises, le habló al oído.
—I like you this way —cuchicheó.
Le mordisqueó la oreja y luego le pidió que se fuera. Tema que redactar
un comentario de texto. Él también tenía que estudiar. Patrick miró los dedos
que la joven americana seguía apoyándole en el sexo. Alzó la mano y se la
puso en la boca a la joven, tan rubia. Mientras le quitaba la pintura rosa que
se había puesto en los labios, le susurró que no existía.

—Ni se te ocurra ir. Ten cuidado, Patrick. ¡No pienso repetírtelo!


Cuando su padre acabó de hablar, Patrick se puso la chaqueta y se fue a
la procesión. El padre Montret, al frente de sus fieles, bendijo los campos, las
viñas, las barcas de pesca y el río. En 1959, el ayuntamiento de Meung había
conseguido convencer al padre Montret de que reuniera en una sola fiesta la
procesión, la tómbola y el partido de fútbol americano que organizaba la
base. El castillo prestaba siempre el parque para la tómbola. La banda
municipal de Meung tocó, por ignotas razones, Sambre et Meuse. Hubo una
carrera de sacos en la que participó Rydell, aunque no la ganó. La sombra de
François Villon iba a trompicones. Mel, el saxofón, estaba metido en uno de
los sacos, al lado de Rydell, y avanzaba a saltos. Ganó Malleure. El padre
Montret le sacó una foto al saxofón negro al lado del joven pianista, saltando
metido en su saco de patatas gris, lejos de la línea de meta.
El teniente Wadd y su mujer, Wilbur y Marie— José, Patrick, Trudy y
Mel siguieron al padre Montret, que los conducía hacia el campo de fútbol
americano que habían acondicionado cerca de la avenida de los tilos. Pasaron
delante del puesto de bebidas, donde había chicharrones de Le Mans, paté,
camembert, panes de kilo.
Habían colocado un tonel de vino encima de un caballete.
Pasaron delante de las gallinas blancas que, con un pañuelo a la cabeza,
bailaban al unísono y a toda velocidad un fox-trot. Las habían colocado sobre
una placa eléctrica oculta bajo el armazón del guiñol.
Cayó el telón. Los labriegos no decían ni palabra, pasmados de que
fuera posible amaestrar gallinas y conseguir tal simultaneidad en los
movimientos de todas y cada una de ellas.
Mel dejó de mirar las gallinas blancas. Le dijo suspirando al padre
Montret que las razas más oscuras contaban con una eterna desventaja de
honor, de claridad, de pureza.
—Fíjese en mi sotana. Fíjese en mi máquina de fotos —le contestó el
cura.
Mel se rió. Trudy y la señora Wadd escupían con asco trozos de
camembert en unas servilletas. Se cruzaron con la señora Carrion, que llevaba
un vestido recto gris y una torera con hombreras. Lucía en la cabeza un
sombrero de festones adornado con un pensamiento de trapo. Tenía los labios
rojos, el ojo, único y perdido en la lejanía.
Patrick se acercó a su madre. El padre Montret quiso hacerles una foto.
La señora Carrion se apartó irritada. El padre Montret insistió en sacarle una
foto con Patrick y Trudy. ¿Para quién es nuestra sonrisa cuando sonreímos
espontáneamente, bobaliconamente, ante el objetivo? Para nosotros mismos,
en el momento de la agonía.
Patrick consiguió disuadir al padre Montret. Su madre estaba a punto de
echarse a llorar cuando la banda del ejército americano, que había llegado
hasta la avenida de los tilos, tocó de repente la carga contra los indios, y toda
la población de Meung se dirigió hacia el improvisado campo de fútbol, en el
centro del parque. La banda del ejército americano tocó Dixie. Dos
ambulancias, y las camillas, se situaron en torno al campo. Mel, bajo los tilos,
estaba acabando de vestirse de futbolista y vino a saludar al padre Montret y
a pedirle al sacerdote, bajito, tímido y viejo, con sotana negra, que le sacara
otra foto.
El cura, de momento, no lo reconoció; luego, boquiabierto ante el
extraordinario traje, le hizo la foto. Un instante después, empezaba el partido
con una mélée de violencia impenetrable.
Todos callaron menos el padre Montret que, de repente, dejó de mirar la
máquina de fotos de baquelita negra que llevaba colgando sobre el vientre y
le dijo inquieto a Patrick, que estaba a su lado:
—Hijo, los marcianos debemos de ser nosotros. ¿Dónde está Dios?

Por la noche, estaban todos invitados al campamento, al barracón del


club de los soldados.
En el estrado, Mel, Rydell, Patrick —que se había puesto la kippa—
tocaron para el padre Montret. La música que estaba descubriendo lo fue
conmoviendo poco a poco. Ebrio, quizás a causa de los excesos de la kermés
parroquial, sentado ante una botella pequeña de cerveza Schütz, con la
máquina cuadrada de baquelita negra colocada ante sí, sonreía
beatíficamente. Por tumos, bebía un trago de Schiltz, dejaba el vaso de golpe,
cogía la máquina, se levantaba, luego hacía una foto.
Sucedió que un capellán negro, que estaba de pie cerca de la puerta del
bar, se acercó para darle la mano. En el acto, Mel, el saxofón, se acercó al
micrófono y empezó a decir que iba a cantar en honor del French preacher y
del capellán americano una canción religiosa que había oído cuando era niño,
cuando Dios moraba aún en su corazón y Augustus estaba vivo. Cantaron
Josuah Fit the Battle of Jericho. Todos los negros, dirigidos por el capellán
americano, corearon juntos el viejo gospel puestos de pie.
Giraban en torno a Jericó. Siete veces rodearon la ciudad cerrada. Iban
silbando. Los soldados blancos aplaudían. Rydell dejó de tocar el piano:
estaba llorando. Un grupo de negros tomó en sus manos, en sus brazos, al
padre Montret, lo alzaron del suelo de repente, sin dejar de cantar a pleno
pulmón, lo pasearon a hombros. El anciano sacerdote estaba también a punto
de echarse a llorar.

Ella reía. Estaba de rodillas. Mantenía abierta la bragueta del vaquero de


Patrick. Era media tarde en la isla, en medio del Loira, en el departamento de
Loiret, en Francia, en Europa, al oeste del mundo.
Delante de la trinchera-cabaña, Trudy, vestida también con un vaquero y
una camiseta, acabó de masturbar a Patrick, sentado en el suelo. Él no se
había quitado los pantalones. Se puso a gemir.
—Cool down, Pee Cee! (¡Cálmate, Patrick!) —le decía ella, mientras él
gozaba en su mano.
Le sacó la mano del pantalón y se limpió la palma en la camiseta de
Patrick, despacio, con eficacia. Se reía. Patrick la atrajo hacia sí, intentó
besarla en la boca. A Patrick se le había metido en la cabeza explicarle que
existían músicas más elaboradas que la de Paul Anka.
—Me gustaría hacerte oír auténtica música americana. El sábado que
viene damos un concierto de verdad en Dreux. Me gustaría...
True le puso un dedo en los labios para que se callara, lo besó
suavemente en el ojo. Arrastró las nalgas por la arena, se colocó a su lado, se
pegó a él, se puso cómoda, hundió la cabeza en el hombro de Patrick,
diciéndole que era feliz. Susurró:
—Pee Cee, how many babies you want? (Pee Cee, ¿cuántos niños
quieres tener?)
Patrick tomó entre los dedos los rubios rizos de permanente. Le contestó
con indiferencia:
—What about you? (¿Cuántos quieres tener tú?) Trudy alzó la cabeza del
hombro de Patrick, donde se había acurrucado. Le tiró a Patrick del pelo
corto de la nuca y lo miró a los ojos. Cogió un porro. Lo encendió. Él no
quiso. Ella le echaba el humo a los ojos. Le echaba el humo a la camiseta
sucia de Patrick, riéndose. De repente, cerró los ojos. Dijo con avidez, sin
abrir los ojos, en inglés americano:
—¿Por qué no me has regalado tu molinillo de café de madera? Me
habría gustado ese chisme de madera, Pee Cee. ¿Es un molinillo de café
romano? Me gusta la madera. Me gustan los árboles. Me gustan las cosas
antiguas. Me gustan las cosas sólidas. Quiero un hombre sólido. ¿No te
morirás a los veintidós años? ¿No te morirás como se murió Buddy Holly?
Quiero un roble sólido.
Trudy repetía en voz baja «I want a sturdy oak». (Quiero un roble
sólido.)

Al volver, se cruzó en el pasillo con su padre que regresaba de Cléry. Se


quedaron atascados, uno junto a otro, en el estrecho vestíbulo. La camiseta
sucia de Patrick olía al esperma que Trudy Wadd se había limpiado en su
torso y al porro que se había fumado.
—¿Y esa camiseta? —exclamó el doctor Carrion. Intentaba esquivar a
su padre, que olfateaba la camiseta agarrándola con ambas manos. De
repente, su padre levantó la mano para darle una bofetada. Patrick levantó la
mano también.
Su padre se quedó cortado. El doctor se fue a la biblioteca. Patrick subió
a su cuarto.
El doctor Carrion entró en el cuarto de Patrick con una biografía de Juan
Sebastián Bach en la mano y se la tendió a su hijo, que estaba estudiando
sentado ante su pequeña mesa. Patrick se negó a cogerla.
—Hay otras músicas además de esas que se creen que están vivas —le
dijo su padre.
—Los muertos no me interesan —replicó Patrick.
El doctor se encogió de hombros. Le prohibió que viera a Trudy Wadd.
Le exigió que estudiase a destajo durante los diez días que quedaban.
—Lo que pensaron los muertos, lo que hicieron los muertos es cosa suya
—prosiguió Patrick— Fue cosa suya. No es cosa mía. No me interesa en
absoluto.
Patrick empujó por encima de la mesa, en dirección a su padre, el libro
que éste le había traído por sarcasmo. El doctor recogió la biografía de Juan
Sebastián Bach. Patrick estaba diciendo:
—Me importa un carajo que otros se hayan expresado con obras
soberbias hace cien mil años. Yo quiero expresarme a mí mismo.
Patrick empezó a cantar:
—Elle avait des tout petits petons, Valentine, Valentine... ¡Eso es lo que
te gusta a ti! ¡Esa es la música francesa de toda la vida!
—Ten cuidado, Patrick —dijo su padre alzando la voz—. Es la tercera
vez. Es la última vez que te digo que estudies.
—¿Y a la próxima? ¿Qué me vas a hacer a la próxima, dime, padre?
CUARTA PARTE

NIRVANA

LLEGÓ el día del cumpleaños de Patrick Carrion. En 1959, el 25 de junio


cayó en jueves. El jueves era día de mercado. El día de su cumpleaños,
Marie-José Vire le regaló una cajetilla de cigarrillos LM llena de mierda.
Estaban en la plaza del pueblo, al lado del puesto del verdulero, en medio del
barullo. La sacó con cuidado de la bolsa de la compra, se la tendió y él la
aplastó al cogerla.
Ella soltó una leve carcajada. Hacía mucho calor. Patrick tiró la cajetilla
al suelo. Se miró la mano, que le apestaba. No sabía qué hacer con la mano.
Marie-José lo atrajo hacia sí por la manga y le dio el primer beso auténtico de
su vida. Le metió la lengua entre los labios delante de todos. Luego echó a
correr cruzando la plaza del mercado.
True le había regalado a Patrick un alfiler de corbata con un escudo. El
adolescente no supo qué decir. Se ruborizó. Murmuró:
—Puede ser útil más adelante. Muchas gracias. Es muy bonito, True.
Se fue a su casa. Subió al cuarto de baño y estuvo mucho rato lavándose
las manos con la pastilla grande de jabón de Marsella, imposición de su
madre. Le volvía a la memoria un poema de François Villon: «Basura,
gustemos la basura... Bajo la mujer que lo monta, gime el hombre. Más fuerte
suena el vientre de las mujeres. El mundo es un lupanar».
Se dirigió a la ventana de su cuarto. Apartó con el dedo la opaca cretona
blanca que cubría los viejos cristales que daban al camino de sirga y al Loira.
Apoyó la frente en el cristal frió.
Hacía muy bueno. La orilla estaba desierta. El río estaba desierto.

Lo sobresaltó la bocina del Chevrolet. Al salir del jardín delantero de su


casa, iba empujando la bicicleta con la mano mientras abría la verja con la
espalda. Soltó el manillar un momento y lo volvió a coger.
—Me llevo la bicicleta —dijo Patrick.
—No way. (Ni hablar.)
—Va a llover.
—Get in, man. (Anda, sube) —dijo Wilbur.
Patrick Carrion apoyó la bicicleta en la verja de la casa de sus padres y
se subió al descapotable del sargento Wilbur Humphrey Caberra.
En el coche hacía aún más calor. Wilbur, achispado ya, abrió la nevera
empotrada y sacó una cerveza.
—How old are you now? (¿Cuántos cumples?) —Dieciocho.
Wilbur le preguntó dónde estaba Marie-José. —No quiero que venga —
contestó Patrick.
Wilbur le dio un fuerte golpe en el vientre.
—Anyway, we 're not gonna miss women today. (Wilbur Humphrey
Caberra le dijo a Patrick Carrion que aquel día no echarían de menos gran
cosa a las mujeres.)
Añadió que era Marie-José la que le había dicho que era su cumpleaños
y que le iba a hacer un regalo estupendo.
Patrick estaba doblado en dos en el asiento delantero. Intentando
recobrar la respiración, Patrick susurró que ya le había regalado la batería
Premier.
—Shut up! I’m talkin ’ serious. This is gonna be one birthday you ’ll
never forget, never ever. (El sargento Wilbur Humphrey Caberra le dijo a
Patrick Carrion que más valía que se callara. Iba a organizar un cumpleaños
de verdad en su honor, un cumpleaños tal que nunca lo olvidaría.)
Wilbur puso en marcha el motor y el Chevrolet arrancó a toda velocidad
en medio de la tormenta.
El cielo estaba negro como boca de lobo. La lluvia empezó a caer
despacio. A la entrada del cuartel americano, Wilbur frenó con tal
brusquedad que los neumáticos patinaron ante la barrera blanca. El centinela
la alzó. Cruzaron el aparcamiento. La lluvia, que ahora caía con violencia,
crepitaba en el asfalto. Wilbur aparcó delante del barracón de chapa.
Patrick bajó del Chevrolet Bel Air descapotable y echó a correr bajo el
chaparrón. Wilbur empujó la puerta del PX. En él se amontonaban en grandes
cantidades todos los productos del mundo americano. Todo estaba iluminado.
Los largos mostradores resplandecían. A Patrick le dio la impresión de que
echaba de menos a alguien. Le pareció que la alegría se le iba a desbordar.
Hizo como que se sacudía el agua para disimular. Era como si hubiera vuelto
a la infancia; era como si lo que sentía fuera una emoción que no le cupiera
en el cuerpo.
Había visto todas aquellas cosas hechas jirones en el fondo de un cubo
de basura. La realidad era aún más deslumbrante. La intensa luz de los tubos
de neón aumentaba la abundancia, que ya era, de por sí, como una magia. Era
como oro sobre oro. En el valle de Caná fluyen la leche y la miel. Wilbur se
estaba sacando unos dólares del bolsillo de la chaqueta y quiso ponérselos en
la mano.
—Go on. Help yourself! Take all you want! (Toma. Cógelo. ¡Compra!
¡Compra todo lo que quieras!)
Patrick los rechazó. Wilbur se adelantó a su negativa.
—Go on. Take it all! (Venga. ¡Cómpralo todo! ¡Hay que comprarlo
todo!)
Wilbur Humphrey Caberra escogía. Patrick Carrion recibía todos los
regalos, el Levi’s tieso, la cazadora, un cinturón con hebilla de vaquero, una
camisa Arrow blanca, álbumes de cómics recién publicados. En la caja,
Wilbur pagó mientras Patrick metía las compras en las bolsas de papel del
PX. Estaba muy encamado. Se volvió hacia Wilbur. Le dijo en voz baja:
—Thankyou, Wilbur (Patrick Carrion le dijo en voz baja al sargento
Wilbur Humphrey Caberra: Gracias.)
Antes de que hubiera acabado de decirlo, Wilbur Humphrey Caberra le
había metido la cabeza en una de las bolsas marrones del PX. Le dijo que
tenía que seguir aprovechándose de él porque, antes de un mes, los iba a
echar a todos Big Charlie. (Your pal big Charlie screwed us.) ¿No veía la
televisión?
La bolsa de papel negó con la cabeza.
Wilbur arrimó las manos a la bolsa que le cubría el rostro a Patrick. Le
tomó el rostro entre las manos. Besó ruidosamente la bolsa a la altura de la
frente.
—Good luck with the Russians, son! (El sargento Wilbur Humphrey
Caberra le dijo a Patrick
Carrion que le deseaba mucha suerte para cuando llegaran los rusos.)

Se volvió a casa. Subió a su cuarto. Estaba loco de alegría. Extendió


encima de la colcha de la cama el vaquero, el cinturón, la camisa de tejido
Oxford con dos botones en el cuello. Colocó los cómics en la mesilla, junto a
la cama.
Eran las seis de la tarde. Se arregló para el gig de Dreux, que se
celebraba en el teatro municipal. Era la primera vez que el grupo tocaba en un
teatro. Se bañó.
Cuando salió del cuarto de baño, en calzoncillos, con una toalla en la
mano, la señora Carrion se hallaba en el cuarto de su hijo. Estaba examinando
la ropa que le había regalado Wilbur en el PX.
—La cazadora, sobre todo, es espléndida. Ese amigo tuyo es
increíblemente generoso —le dijo—. Nosotros también te tenemos una
sorpresa. Celebraremos tu cumpleaños el domingo. Habrá ternera asada a la
cazuela.
—Madre, tengo que vestirme.
Su madre salió de la habitación.
Patrick volvió a colocar voluptuosamente encima de la colcha la
cazadora, junto a las largas perneras tiesas del vaquero Levi’s que había
extendido en ella; desenrolló el cinturón de vaquero con hebilla de cobre.
Estaba desabrochando la camisa Arrow cuando entró su padre en la
habitación.
Su padre le preguntó violentamente por qué llevaba meses sin ir al
instituto.
—Estaba ensayando con Rydell para esta noche en Dreux —contestó
Patrick, airado.
—No me habías dicho nada.
—Había avisado a mi madre.
El doctor Carrion se limitó a decir:
—No vas a ir a Dreux.
Patrick se encaró de pronto con su padre. Estaba lívido. Adelantaba las
manos al hablar.
—Papá, es una velada excepcional. Es nuestro mayor concierto. Dreux
no es una ciudad cualquiera. Seremos siete. Es en el teatro. Déjame ir, por
favor. He quedado dentro de diez minutos con Rydell en el taller de Antoine.
¡Tengo que vestirme!
Patrick cogió el vaquero nuevo de la cama y se lo puso en silencio.
—¿Qué haces? —le preguntó su padre.
Patrick estaba concentrado en abrocharse con dificultad los botones de
cobre que cerraban la bragueta del vaquero nuevo.
—Me estoy vistiendo. No escuchas lo que te digo. Es un concierto serio.
Ya se me ha hecho tarde.
Patrick cogió de la cama el cinturón de vaquero para meterlo por las
anchas trabillas del Levi’s. Su padre alzó la voz:
—¡Patrick! El examen es dentro de seis días. ¡No vas a ir! —Volvió a
gritar—: ¡Te vas a quedar aquí!
Patrick miraba a su padre con el cinturón en la mano.
Patrick le hizo un corte de mangas a su padre. El doctor Carrion le
arrebató el cinturón de las manos a su hijo y lo golpeó violentamente dos
veces, primero en el torso y luego en el rostro.
A Patrick le brotó sangre de la mejilla mientras se quejaba:
—¡Papá! ¡Papá!
El doctor Carrion soltó el cinturón, se acercó en el acto a su hijo y le
examinó las heridas. Eran superficiales. Patrick estaba pálido, le corrían gotas
de sangre por la mejilla.
El doctor Carrion se dio la vuelta con brusquedad, sacó la llave de la
cerradura, dio un violento portazo. Desde el pasillo, cerró la puerta con llave.
Patrick se quedó sentado en la cama, entre la ropa americana, consternado,
abatido, quejándose en voz baja. Susurró:
—Papá.
Estaba solo, con los vaqueros puestos y el torso desnudo, sentado en la
butaca con la toalla en la mano apretándosela contra la mejilla. En la otra
mano, apoyada en las perneras azules del vaquero Levi’s, sostenía un tubo de
pomada.
Se había puesto pomada en el torso y en la mejilla, en las dos señales de
los cintarazos.
Patrick miró de reojo el reloj de pulsera. Se puso en pie en el acto como
loco. Se le había pasado la hora de la cita con Malleure y Rydell en el taller.
Cogió la camisa de encima de la cama y fue hacia la puerta mientras se la
ponía. Giró el pestillo inútilmente.
Le asestó con el puño un violento golpe a la puerta. El primer piso
permaneció en silencio.
Se estaba abotonando la camisa mientras buscaba con la mirada el
cinturón. Vio el cinturón con hebilla de cobre en el suelo.
Recogió el cinturón que lo había herido. Se lo metió por las trabillas
mientras iba hacia la ventana; alzó la falleba; la abrió sin hacer ruido.
Se ató los zapatos. Regresó hacia la mesilla de noche; se metió en el
bolsillo del Levi’ s la pequeña kippa de lana roja de Augustus, cogió la
cazadora y salió por la ventana.
Estaba oscuro. Había luna nueva, la noche era tibia.
Se agarró al marco de madera de la ventana abierta. Se deslizó hasta el
murete. Soltó el marco de la ventana. No perdió el equilibrio, cayó en
cuclillas.
En la oscuridad, Patrick fue avanzando a cuatro patas por el murete que
rodeaba el jardín.

Llegó a todo correr.


La muestra del taller de Antoine Malleure estaba apagada. El cierre
metálico estaba echado. Miró el reloj de pulsera encendiendo el mechero de
yesca. Consiguió abrir el cierre metálico e introducirse en el taller. Se
abalanzó hacia el fondo del taller, alzó un bidón de aceite de lo alto de la pila,
cogió la llave. Abrió la puerta acristalada, encendió la luz. Brilló la bombilla,
que colgaba sin pantalla. Descolgó el teléfono, marcó el número de Wilbur en
la base. Hablaba fuerte. Tenía la voz tensa. Decía en inglés americano:
—Oye, Wilbur. Soy Patrick. Tienes que ayudarme. Soy Patrick. Pee
Cee. Tienes que ayudarme. Rydell y Malleure se han ido a Dreux sin
esperarme. A Dreux. D.R.E.U.X. Estás borracho. Da igual que estés
borracho. Tienes que llevarme a Dreux ahora mismo. Ahora mismo. Oye,
Will. No, no te da tiempo a tomarte un café. Si tienes que recoger a Marie-
José, recógela antes de venir aquí. La llamo. Ya la llamo yo. Ven
directamente aquí. Ven lo más deprisa que puedas.
Esperó a la puerta del taller, en la oscuridad. El sargento Wilbur
Humphrey Caberra no llegaba. Patrick Carrion no comprendía que tardara
tanto en llegar desde la base. Daba paseos por la carretera oscura, impaciente,
colérico, odiando a su padre, mirando el reloj a la luz de la luna,
sobresaltándose cada vez que se acercaba un coche y pasaba de largo.
Se estaba levantando una brisa cuyos soplos hacían gemir los árboles. Se
sacó del bolsillo el gorro de lana roja. Se lo echó hacia la frente.
De repente, oyó el motor de una furgoneta. Desembocó del cruce. La
furgoneta de la tienda de ultramarinos Vire y Ménard frenó ante él. Patrick
Carrion echó a correr.
Vio, al lado del tío Vire, que iba al volante, a Marie-José muy pálida.
Ella lo miró con ojos asustados. Aquellos ojos lo miraron fijamente y
volvieron a sumirse en el horror. Al tiempo, Marie-José Vire abrió la puerta
corredera de la furgoneta.

Llegaron al cruce de Ingré en medio de la oscuridad. En la carretera


había un grupo de gente. El tío Vire aparcó detrás del furgón de los
gendarmes y delante de un jeep de la Military Police. Patrick se apeó.
Dio seis pasos.
A la luz de los faros de los jeeps, que habían dejado encendidos, vio el
Bel Air gris descapotable estrellado contra un castaño. Se pasó la mano por
los ojos. Se quitó el gorro rojo y vio el cuerpo de Wilbur ensangrentado; lo
habían llevado hasta el borde de la calzada, sobre la pintada HOME de US
GO HOME.
Vio cómo dos gendarmes colocaban el cuerpo de Wilbur en una camilla.
Marie-José se había apeado. Había llegado pisándole los talones. Miraba, con
rostro delgado e impenetrable, el Chevrolet gris, el cuerpo tendido.
Patrick quiso acercarse a ella despacio.
Ella retrocedió despacio.
Quiso quedarse sola. Era una desesperación sin lágrimas. Se abalanzó
hacia ella, la tomó a la fuerza en sus brazos. Su padre se la quitó y, tirando de
ella, la volvió a llevar hasta la furgoneta. Ella se dejó.

Patrick regresó solo, a pie. No tenía ninguna gana de volver a su casa.


Llegó a la puerta del taller de Antoine. El cierre metálico estaba levantado.
En la oficina, al fondo del taller, había luz. Eran las tres de la madrugada. La
grúa estaba aparcada delante de la oficina acristalada.
Se acercó. Bajo la lona, vio la batería y el contrabajo de Malleure. Entró
en la oficina. Antoine estaba sentado delante de la mesa. Antoine Malleure
alzó la cabeza y le preguntó:
—¿Dónde estabas? ¿Por qué no has venido a la cita?
—¿Ha estado bien?
Antoine asintió con la cabeza con cara preocupada. Añadió que había
estado muy bien, algo grande de verdad. Que Royan lo había sustituido a la
batería y que no había sido nada del otro mundo. Que Rydell estaba furioso
de que no hubiera ido.
—¿Es verdad que el sargento Caberra ha tenido un accidente? —
preguntó de repente Antoine.
Patrick Carrion no contestó. Se dirigió al rincón oscuro donde dormía
Rydell, junto al piano. La cama plegable estaba vacía.
—¿Dónde está Rydell? —preguntó.
Antoine Malleure le contestó que no sabía, que lo había dejado cerca de
la isla de los sauces, que no andaba nada bien, desde luego, que tomaba
demasiada droga, que luego ni se le podía hablar. Que estaba convencido de
que la tierra entera quería exterminar a los negros, el arte, la parte oscura del
mundo, y a él también. Rydell había alcanzado otros parajes. Estaba
abandonando la realidad. Creía que era un mártir. Decía que la tierra había
abandonado la tierra. La libertad había abandonado a los hombres.
Sakyamuni ya no sumergía su remendada túnica en el agua fangosa del río
inmenso. Malleure dijo para terminar que no le iba a quedar más remedio que
decirle que se buscara otro sitio donde vivir.
Amanecía sobre el Loira cuando Patrick llegó al puente. La neblina del
calor envolvía las orillas, los espigones. La campana de la iglesia llamó a la
primera misa.
Patrick estaba en la orilla. Tenía frío. Volvió a ponerse el gorrito de lana
roja. Con cuidado, tiritando, se metió las manos en los bolsillos de la
cazadora recién estrenada.
Miraba cómo los bancos de niebla se iban deshilachando sobre el Loira.
Contempló la isla.
Poco a poco, fue viendo la barca negra arrimada a la orilla de la isla.
De pronto, se metió en el agua con energía.
Cruzó a pie el brazo del Loira. El agua le llegaba a la cintura.

Llegó a la isla empapado hasta el vientre. Entró en el refugio de juncos


de su infancia, cubierto de ramas de sauce. Descubrió a Rydell hecho un
asco, lívido, con la barba crecida. François-Marie dormía. A su lado ardía una
vela pequeña, hundida en el gollete de una botella de Coca-Cola vacía. Eran
los antiguos candeleras que hacía Marie-José Vire. Patrick zarandeó a su
amigo.
No consiguió despertarlo. Sintió en el rostro el olor a sueño rancio de los
que han bebido con exceso. Se agachó a su lado. Murmuró:
—Atiende, Rydell, ¿me oyes?
Rydell parecía casi desmayado. Intentó despertarlo tirándole de la
chaqueta de pata de gallo. Repitió más alto:
—¿Me oyes? ¿Sabes que se ha muerto Wilbur?
Rydell acabó por entreabrir los ojos. Tenía la voz vacilante y pastosa.
Volvió a cerrar los ojos rezongando:
—Me importa un rábano que se haya muerto ese gilipuertas.
Patrick insistió:
—Atiende, Rydell, ¿me oyes?
Rydell se incorporó, se sentó. No abrió los ojos y dijo con énfasis:
—No pienso oír nada más.
Rydell había hablado despacio, claramente, articulando las sílabas, sin
abrir los párpados.
Luego se hurgó en el bolsillo de la chaqueta de pata de gallo. Sacó la
pequeña despabiladera de tres hojas. Alzó los párpados, miró a Patrick, guiñó
los ojos. Acercó la pequeña despabiladera india de Saint-Ouen a la botella de
Coca-Cola. Apagó la vela de Marie-José, adherida a la botella.
Permaneció un momento indeciso.
Luego volvió a meterse la mano en el bolsillo de la chaqueta, sacó una
cucharilla retorcida, sacó un papelito doblado, sacó una jeringuilla.
Patrick Carrion se puso de pie.

Volvió a cruzar el Loira, entró en el jardincillo delantero de la casa,


entró en la cocina. La señora Carrion no estaba en la cocina. Fue al
dormitorio de sus padres. Su madre no estaba en él. Fue al cuarto de baño. Su
madre no estaba en él. Fue a la habitación en la que les había prohibido
entrar.
Titubeó. Estaba chorreando. Acercó la mano al picaporte.
Hizo girar el pomo de porcelana.
Entró.
La señora Carrion le golpeaba llorando el rostro con los puños.
—Pero ¿por qué? —decía Patrick protegiéndose el rostro—. Madre,
¿qué había escondido? ¿Qué he visto? ¡No hay nada!
—A lo mejor no hay nada —repetía ésta—, pero esa nada es mía.
—Mamá, mi amigo ha muerto.
La señora Carrion le dio la espalda. Llevaba un traje sastre amarillo.
Nunca más volvió a verla a no ser en compañía de su padre. No volvieron a
dirigirse la palabra.

Al sargento Wilbur Humphrey Caberra no lo enterraron en territorio


francés. Lo repatriaron en un avión de carga a la base militar americana de
Saran con el fin de trasladarlo a Denver e inhumarlo allí.
El teniente Wadd le dio permiso a Patrick para que estuviera presente en
el campo de aviación de Saran durante el traslado del cuerpo de Wilbur.
Seguía haciendo calor y el tiempo seguía bochornoso. La lluvia se
mezclaba con el sol. Para empezar, llegó brutalmente una ambulancia
americana acompañada de dos jeeps en medio de una tromba de agua. El
reducido convoy se detuvo delante de un avión de carga de hélice. Seis GI de
gala bajaron de los jeeps en medio del chaparrón; los hombres, que
pertenecían a la sección del sargento Caberra, se cuadraron. Los enfermeros
sacaron el cuerpo del sargento W. H. Caberra envuelto en un body-bag y lo
depositaron con rudeza en la cinta transportadora que subía hasta el avión.
Todos los hombres de la sección de Caberra lo saludaron.
A quince metros de distancia, delante del Thunderbird rosa, en posición
de firmes, Trudy, Marie-José Vire, Patrick Carrion, Mel, el saxofón, y el
teniente Wadd asistían a la ceremonia. Los dos enfermeros sacaron la
impedimenta y la arrojaron sobre la cinta transportadora. Marie— José le
cogió de repente la mano a Patrick. Se la llevó a los labios. Le dijo con voz
sorda: —¡Patrick!
Le besó la palma de la mano.
—Te quiero, Patrick.
Trudy se puso rígida. Marie-José le besaba la mano a Patrick Carrion.
Trudy Wadd gritó de pronto:
—Shut up! Shut up! (¡Cállate! ¡Cállate!) Patrick retiró la mano en el
acto. Se había quedado cortado. Trudy corrió hacia el Thunderbird y se
encerró dentro.
Tenía el pelo y la frente calados por la lluvia. Patrick parecía ido. Marie-
José volvió a cogerle la mano.
El teniente Wadd miró severamente a Marie-José y a Patrick.
El cuerpo envuelto en plástico del sargento Wilbur Humphrey Caberra
desapareció dentro del avión de carga.
Patrick rechazó la mano de Marie-José, que se arrodilló delante de él en
la pista de cemento del aeródromo, bajo la lluvia.
—¡Eres un monstruo! —le cuchicheó él obligándola a incorporarse.
Se reunieron con el teniente Wadd, que estaba sentándose al volante del
Thunderbird.

—He quedado con el padre a las doce —le dijo él.


Marie-José Vire y Patrick Carrion se habían encontrado en el banco del
pabellón de caza. Al principio no dijeron ni una palabra. Ella llevaba las
gafas negras. Se las quitó. Tenía ojeras. Tenía las mejillas chupadas. Tenía el
rostro desfigurado por el dolor. Le brillaban los ojos. Se enlazaron por última
vez. Poco a poco, les volvían a los dedos las caricias con la persistencia de
los recuerdos de infancia, con la ternura de más de quince años de
conocimiento mudo, de abrazos titubeantes, escasos, desmañados,
envenenados, bruscos, de confesiones en cantidades incalculables. Luego se
desenlazaron.
—Es algo que no se puede expresar —murmuró él.
Le dijo a Marie-José que, desde el accidente, le parecía que no estaba ya
vivo del todo. Se había presentado al examen escrito como un fantasma.
Marie-José Vire lo miró con condescendencia. Patrick decía que era él quien
había hecho salir a toda velocidad al sargento Wilbur Humphrey Caberra
cuando estaba borracho. Porque estaba loco de rabia de que lo hubiera
encerrado su padre, como a un niño pequeño castigado, el día que cumplía
dieciocho años, en vez de estar en el teatro municipal de Dreux. Porque, a
pesar del disco de vinilo que había grabado en la base, sus padres no
entendían nada de la música que lo había conquistado y que él había
conquistado. El otro había muerto porque a él no lo dejaban vivir.
Ella le dijo que la razón que estaba dando no era la verdadera. Que era
porque ellos dos se habían separado. Tras decir estas palabras, quiso besarlo.
Acercó la boca.
—No —dijo él.
No quería volver a tocar a Marie-José. No se atrevía a volver a tocarla.
Ella le acercó los menudos pechos, se los estaba apoyando en el torso. Se
quedaron inmóviles, molestos.
—Yo no me he acostado con Trudy Wadd —dijo él.
Estaba hablando de los seis meses que acababan de transcurrir. Ella
evocó la infancia de ambos. La evocó en vano. Ya no eran más que imágenes
y se habían vuelto falsas. No servían de intermediarías para tomar más
próximo lo que habían vivido, el mundo que habían conocido juntos.
Del malestar, que es la señal de la verdad cuando se la recuerda, nunca
llega a traslucirse nada.
Hablaban demasiado. El agua corría a sus pies. Un lucio andaba de caza.
Tragaba efímeras sin parar.
—Estoy sufriendo —dijo ella.
—Yo no siento nada —dijo él.
Callaron de nuevo. Él prosiguió, muy bajo:
—¿Qué sensaciones me ha dado todo lo que he vivido contigo?
Ninguna. ¿Qué sensaciones me ha dado la música? Ninguna. Marie-José, te
llevé a los cubos de basura del campamento. Eres un cubo de basura lleno.
Soy un cubo de basura vacío.
—De mí no hables. Yo no soy un cubo de basura.
—Hablo de mí. Soy un cubo de basura. Tengo alma de cubo de basura.
Huelo a cubo de basura. ¿Dónde están los tostadores, los Chrysler, los juke-
boxes Wurtlitzer que nos deslumbraban la mirada como los puñales en los
sueños?
Miró el Loira, el campanario de Meung enfrente, el castillo, el cielo
inmenso. Se los señaló con la mano.
Ella se encogió de hombros.
—¡El pueblucho este! —cuchicheó con increíble desprecio.
Él asintió. Dijo que también era como un cuadro viejo del que se
desprendía la pintura.
Como troncos de madera podridos que se desmenuzaban en la mano.
Como se deshacían en polvo anaranjado los troncos de los sauces viejos.
Entonces ella le puso despacio la mano en el pene.
Él se sobresaltó. Se levantó asustado.
—¿Ya no me quieres? —preguntó ella en voz baja.
—¿Pero a quién has querido tú? —gritó él con violencia—. Y, si me
quieres, ¿por qué me has hecho ese regalo de mierda?
—Te he hecho ese regalo de mierda para explicarte en qué mierda me
has metido. Esa mierda era mi mierda. Mira. Tú mismo lo dices. Todo muere.
Will muere. Todas las personas mueren. ¿No sabes que Caí desapareció hace
ocho días? Todo se desmorona. Se van. Todas las bases se van. Tenemos que
irnos.
—Yo ya he dejado de opinar así. ¿Dónde está el gato?
—Debe de estar en el bosque.
—Mejor para él y peor para el bosque.
—Tenemos que morir.
—¿Por qué...?
De pronto, dejaron de oír lo que se estaban diciendo. Alzaron la cabeza.
Un helicóptero de la US Air Force estaba pasando precisamente por encima
de sus cabezas.
Marie-José intentaba recitar un poema de Villon a gritos.
—Nos acecha el mortal cuchillo... ¿Te acuerdas: Villon?
El ruido de los rotores era ensordecedor. El aparato se dirigió hacia el
oeste. Lo siguieron con la mirada.
Desapareció. Ella dijo despacio, muy bajo:
—Te quiero, Patrick.
—No es cierto.
La voz de Patrick era rápida y seca. Por un instante, Marie-José sintió
deseos de matarlo. Estaban sentados en el banco. Se había vuelto a hacer el
silencio a orillas del río. El aire era suave. El agua cantaba, chapoteaba.
Estaban en julio. Hablaban como antes, cuando soñaban con América. Ella se
imaginó que dejaba caer el bolso a su espalda, que se agachaba, lo abría,
sacaba el puñal florentino que llevaba escondido dentro, se lo hundía
gimiendo en la espalda a Patrick, susurrando que lo amaba, que nunca amaría
a ningún otro; se arrodillaba a su lado; era el último beso; se incorporaba; iba
hasta el Loira; se metía en el agua; se clavaba el cuchillo; su sangre, al correr,
se diluía en el agua lenta del río; al fin se iba a ir; se iba a ir hacia Nantes; iba
a llegar al mar.
De pronto, Marie-José Vire se puso en cuclillas delante de Patrick, le
apoyó los brazos en las rodillas, lo miró a los ojos.
—Nunca lo quise —le dijo en voz baja—. Te lo juro.
—¡Cállate! —dijo él.
Contemplaba el rostro que ella le brindaba. No era hermosa. Era más
que hermosa. El negro pelo le rodeaba el rostro. Le acentuaba la delgadez del
rostro. Tenía el cuerpo aún más esbelto. Los ojos negros quemaban. Era una
belleza que ya no le pertenecía, cuyo cuerpo le daba asco. Aquel cuerpo lo
sublevaba de odio cuando pensaba en las manos y en el cuerpo de Wilbur
muerto obligándola a chupar o a no chupar un miembro que ya no existía.
—Patrick, te pido perdón.
—Levántate —rogó él.
—Patrick, te pido perdón por lo de Wilbur. ¡Al quererlo, era a ti a quien
quería!
—¿Y al quererme a mí, a quién querrías en vez de a mí?
Ella le oprimió la rodilla. El apartó la rodilla. Marie-José se sentó en la
arena. En la otra orilla, en el reloj de la iglesia de Meung dieron las doce.
—Es la hora —dijo él.
Le dijo que tenía que ir a ver al padre Montret. Que había puesto en
venta la batería.
—¿Por qué has puesto en venta la batería de Wilbur? —le preguntó
enfadada Marie-José.
No le contestó. Se levantó del banco. Ella seguía sentada en la arena de
la orilla aferrándosele a las perneras del pantalón. Imploraba:
—Ya no existo. Sin ti, no existo. ¡Sin los sueños que teníamos, sin una
meta que alcanzar, no existo!
Calló. Le temblaba la mano. Él le tomó un instante la mano para abrirle
los dedos y desprendérselos del bajo del pantalón. Los largos dedos de
aquella mano eran suaves y estaban helados. Marie-José dijo muy bajo:
—Cuando se ha dejado de existir, ya no hay solución.
Echó a correr, cruzó el puente deprisa, llegó a la casa parroquial. En el
patio y en las leñeras recogió y volvió a enrollar las alargaderas. Subió a la
antigua habitación de los scouts.
Estaba en el camaranchón cerrando la tapa del tocadiscos cuando oyó las
voces y los crujidos de los peldaños de la escalera de mano.
El padre Montret entró en el camaranchón seguido de Jean-René Jaune.
El padre de Jean-René Jaime era un acaudalado cultivador de maíz de Blois.
Patrick estrechó la mano que le tendía Jaune. El padre Montret, sacudiéndose
el polvo de la vieja sotana, iba diciendo:
—El obispo Remigio le dijo al rey Clodoveo que Dios exigía que
quemara lo que más había amado. Incende quod adorasti! El rey...
Patrick se volvió. Tenía una mirada tan triste que el párroco se calló.
Patrick Carrion le dijo en voz baja:
—Padre, quiero pedirle una cosa.
Jean-René Jaune daba vueltas alrededor de la batería sin acabar de
atreverse a ponerle la mano encima. Patrick se llevó al padre Montret junto a
la escalera. Hablaron en susurros mientras Jean-René Jaune probaba los
torns. Utilizó el bombo como si fuera un tambor. Tocó el higt-hat como si
fuera un triángulo.
El padre Montret reflexionó mientras miraba el rostro decidido de
Patrick.
—De acuerdo —dijo por fin el párroco.
—No pienso ayudar —dijo Patrick.
—Lo he entendido, hijito. Nadie ayuda.

Dos días después, en la silenciosa oscuridad de la iglesia, el padre


Montret ofició una misa de difuntos por Wilbur Humphrey Caberra.
Solo en la nave, Patrick Carrion permanecía de pie.
La señorita Lamuré estaba interpretando en la tribuna la oda de Henry
Purcell a la reina María, Why are all the Muses mute, cuando la pesada puerta
se abrió sin ruido al fondo de la iglesia, detrás de Patrick. Cuando Patrick oyó
abrirse la puerta, no se volvió. Tenía apoyadas las manos en el respaldo del
reclinatorio. Se echó a llorar.
Marie-José Vire se quedó inmóvil, con los brazos cruzados, apretados
sobre los pechos, junto a la pila del agua bendita, ocultando algo.
Se acercó.
Dejó encima de una silla de paja un Citroen 11 ligero de hojalata con la
pintura saltada, todo lleno de tierra. Las largas manos de Marie-José estaban
negras de tierra. Estaba de pie. Llevaba el pelo cardado como un alto
matorral. No lloró. Él no se volvió. La sintió acercarse. No la sintió irse. En el
momento de la comunión, vio de pronto en el asiento de paja de la silla el
juguete que ella había desenterrado, pero ya se había ido.

Se encontraron por casualidad en el salón de festejos del patronato laico.


Se celebraba el baile de la fiesta municipal del lugar. Eran las nueve de la
noche. Se oía una estruendosa música de pasodoble. Las chicas de Meung y
de Cléry estaban sentadas a lo largo de la pared del fondo, delante de las
mesas de hierro colado gris. Él las reconocía a todas. Una de ellas estaba
trenzando un llavero retorciendo, nerviosa, las tiras de plástico de colores. Se
llamaba Florence. Le sonrió. Él le sonrió a su vez. Se recitó por dentro el
primer poema que se habían aprendido de memoria en el primer curso de
primaria: «Decidme dónde, en qué país, está Flora. La reina que ordenó que
arrojaran a Buridan al Sena, dentro de un saco, ¿dónde está? ¿Y la buena
Juana de Lorena, que en Ruán los ingleses mandaron quemar? Las nieves de
antaño ¿dónde están?». Se acercó a los chicos, que estaban arremolinados en
la otra punta de la pista, alrededor del mostrador de las bebidas. Llevaban el
tupé ondulado. Lucían cazadoras US. Encima de los manteles de flores se
alineaban botellas de vino espumoso.
El telón de fondo era un decorado que representaba un soto por el que
una corza escapaba de un ciervo. Delante del telón, en la tarima que hacía las
veces de escenario, una orquesta de cinco músicos tocaba un rock’n roll de
merendero. El cantante se acercó al micrófono; frunció las cejas; hizo como
que cantaba en inglés soltando, muy serio, incorrectos sonidos
pseudonorteamericanos.
En aquel tiempo a aquello lo llamaban cantar en inglés macarrónico. A
quien mejor se le daba era a Danyel Gérard.
Solo al fondo del salón, junto a la puerta de entrada, Patrick estaba
mirando al músico de la batería. La batería estaba adornada con guirnaldas de
flores de trapo. Jean-René Jaune golpeaba torpemente las diferentes piezas de
la batería Premier que acababa de adquirir.
De pronto, una mano fresca y larga se posó en el hombro de Patrick
Carrion.
Era Marie-José Vire con un vestido azul oscuro. Estaba aún más alta y
más delgada. Los ojos le comían la cara.
Se lo llevó a la pista de forma autoritaria riendo. Bailaron muy juntos un
slow campestre de vaqueros sacado de una canción de Buddy Holly.
De repente, separó el cuerpo del de la joven. Estaba pálido.
La miró con asco.
Marie-José le devolvió la mirada con el mismo asco.
Patrick apartó la vista en el acto. Marie-José lo atrajo de nuevo, pero
notó que el cuerpo de Patrick no seguía ya el ritmo del baile. Andaba en vez
de bailar. Se separó de él hablándole bajo y de forma violenta:
—No lo he querido.
—Yo te vi.
Marie-José Vire le dio una bofetada. Repitió muy bajo:
—¡No lo he querido!
Como habían dejado de bailar, las demás parejas renegaban. Se
dirigieron hacia el mostrador del vino espumoso. Con el vestido azul oscuro,
húmedo de sudor en el pecho y las axilas, parecía una muchacha aterida de
frió.
Oprimía con fuerza el bolsito negro contra el pecho. Gimió:
—Estoy harta. Vamos a matamos, Pee Cee.
Le tocó el brazo.
Él apartó la presión de la mano rebelándose repentinamente.
—¡Deja de decir insensateces!
Ella seguía con la cabeza gacha. Tenía una mirada totalmente vuelta
hacia el interior, que ya no veía nada del mundo. Se había recogido el negro
pelo en una cola de caballo. Gritaba:
—Vámonos, Pee Cee. ¡Vámonos! —repetía— Vámonos a Liverpool.
Vámonos a Nantes. Vámonos a París. Vámonos a Nueva York. Vámonos...
Él decía que no con la cabeza.
—Patrick, haz algo. Estoy mal. Estoy angustiada, Pee Cee. Sácame de
aquí. ¡O vuelve conmigo! —añadió muy bajo—: ¿No me quieres porque soy
morena?
Lo estaba perdiendo todo a la vez, América en Wilbur, el amor, o los
lazos de la infancia, o el matrimonio, en Patrick, el futuro, en el examen al
que no se había querido presentar, los campamentos, las comidas, los coches,
la ropa, las alambradas, los cubos de basura, los sueños... Él se encogió de
hombros.
Ella alzó la cabeza. La cólera le encendía las mejillas. Exclamó:
—Follaba mejor que tú.
Patrick se hartó. Dio media vuelta. Marie-José lo siguió. Lo perseguía
diciendo:
—Da igual. Ya da todo igual. Ya no me quieres. Will es un cadáver.
¿Qué más da?
—Mira, no es verdad. Tú...
—¿Qué más da? Tú también eres un cadáver. Eres como el PX. Lo
desmontan y se lo llevan a otro sitio. A Alemania. A Holanda... Yo no puedo
con toda esta angustia. Tenemos que irnos, Pee Cee...
Le tomó las mejillas entre las manos súbitamente. Estaba llorando. Dijo
muy deprisa:
—Cállate. Cállate. No busques excusas. Lo sé todo. Lo he comprendido
todo. Te conozco de memoria. Soy más tú que tú mismo. He visto nacer tus
primeros sentimientos. He presenciado tus primeros miedos y me he
esforzado siempre por que todo lo que te asustaba te resultara menos penoso.
Ya no me quieres. Ya no me quieres. Y nada más.
Gruesas lágrimas le velaban los ojos mientras lo miraba. Lo miraba
fijamente. Se le había atascado algo por dentro. Gimió con voz de niña:
—Si te vas, es como si mamá se fuera otra vez.
Él se soltó refunfuñando.
—Si me quieres aún un poquito —añadió ella—, si por lo menos quedan
aún algunos rastros de la confianza de antes, un resto de amistad, no intentes
volver a verme. Si nos encontramos por casualidad en la plaza de la Iglesia o
por la calle, no te acerques. Sufro al verte.
Él se quedó cortado un instante.
—Vale —dijo.

El jueves 16 de julio de 1959, en la puerta del instituto masculino, donde


estaban expuestas, repasó las listas de resultados de los exámenes orales de la
primera convocatoria 1958-1959 del examen final. Un día, había tenido el
cuerpo cubierto de cartoncitos rosa cuadriculados que le habían sido útiles.
Vio su nombre. De repente, lo invadió el júbilo.
Se separó del grupo de adolescentes que buscaban sus nombres en la
lista exhalando quejidos de despecho o lanzando gritos de triunfo.
Vio la bicicleta Peugeot apoyada en el seto de cañas. Vio el Renault
Juvaquatre verdoso aparcado ante ella. Oyó la voz de su padre a sus espaldas.
—¿Has aprobado? —le preguntó ansiosamente el doctor Camón.
Patrick se volvió y dijo con violencia que por supuesto.
El doctor quiso tomarle entre las manos la cabeza a su hijo y regocijarse,
pero Patrick apartó la cabeza, se subió en la bicicleta y se fue.
El 14 de septiembre de 1958, el general De Gaulle le envió un
memorándum al presidente Eisenhower. El 11 de marzo de 1959, el general
De Gaulle retiró la flota del Mediterráneo del mando interaliado. En el mes
de junio de 1959 empezó la evacuación de las bases de la OTAN. Durante la
tercera semana de julio de 1959, los GI salieron de Meung.
Nunca más volvió a tocar música.
Sólo vio a su padre una vez más mientras hacía la maleta. Se dijeron
palabras que no valían nada. Su madre no quiso estar presente en el momento
de su partida. No hay partida. No hay viaje. No hay vuelta. No hay ningún
reencuentro porque nunca hay partida. Nunca hay partida porque nunca se
abandona nada.
La única que arranca nuestra vida de sí misma es la muerte. Nunca
abandonamos el primer miedo. No nos emancipamos de la tristeza, del sexo y
de la alegría más que al morir. ¿Qué vale una infancia cuyo recuerdo se
desvanece más deprisa que el humo de un cigarrillo LM en el lodo
polvoriento de la orilla que limita el Loira? ¿Quién se acuerda de la propia
estatura de niño? ¿Quién recuerda el propio pubis sin vello? ¿Quién conserva
el recuerdo de las palabras de que carecía? ¿De los sustos que daban las
arañas? ¿O las ocas más altas que la mirada que las temía? Ya no se trataban.
Ella se iba desmejorando. Cuando la veía de lejos en el pueblo, la rehuía.
Tenía las mejillas chupadas. Las ojeras muy marcadas. La mirada le comía
cada vez más la cara. Andaba dando vueltas por la calle, por la plaza, por el
puente, desaliñada, con el vestido negro, muy corto, de las mangas de farol.
Se le veían las rodillas angulosas. Parecía rendida. Ya no hablaba. Si le
dirigía la palabra en la panadería o en el café-estanco, se encogía de hombros
y no daba pie a ninguna confidencia, como si ya no le importaran.

La temperatura era suave. Vibraba en el aire la bruma del amanecer.


Todo era un espejeo. Era el viernes 17 de julio. Frunció los ojos.
Al otro lado del puente, entre la bruma mezclada con el calor, vio a
Marie-José que lo estaba observando.
Nada puede resultar ya doloroso cuando se ha contemplado sin disgusto
el abandono. Nada puede resultar ya feroz cuando se lo ha provocado
personalmente. Nada puede resultar ya amargo cuando se ha sobrevivido a
ello.
Ella estaba esperando. Era por la mañana. Quizá llevaba mucho
esperando. Él titubeaba.
Se estuvieron mirando un buen rato.
Ella fue alzando poco apoco una mano indecisa. Estaba paralizado.
Tomó una decisión. Corrió hacia ella, cruzó el puente, la alcanzó, estuvo a
punto de tirarla al suelo cuando la tomó en sus brazos.
Ella percibió su olor. Recuperó el olor del cuello de él. Había en el olor
de Patrick algo fraterno que la conmovió profundamente. Quiso hundir el
rostro en el hombro de aquél a quien amaba. Acercó los labios. Patrick puso
los resecos labios en los de ella sin besarla. Ella retiró repentinamente los
labios.
Fueron hasta el banco. Se habían sentado en la vieja piedra roída por el
musgo. Hablaban. El agua corría a sus pies.
—¿Qué pretendías? —le preguntó él.
—Salir de este mundo —le dijo ella— ¿Y tú?
—No estar atado.
—Entonces ven conmigo.
—Pero si acabo de decírtelo. No quiero estar atado. Si hay algo que odio
con todas mis fuerzas es la palabra «con».
—De acuerdo, Pee Cee. De acuerdo.
Se había hecho un moño. Llevaba el vestido corto de raso negro con
mangas de farol. Se mantenía alejada de Patrick. Se cogió la cabeza con las
manos, apoyándoselas en las sienes, alzando los codos, abombando el busto.
Se quedó sentada en esa postura.
—Donde ya no quedan esperanzas está el infierno —dijo.
Marie-José se suicidó. Se mató en la bañera con un alambre de espino
con el que se abrió las venas. El padre Montret accedió a decir una misa y
aceptó que la enterraran en sagrado, en el cementerio de Meung. A las
feligresas que se lo reprochaban les contestaba:
—¿Quién, hombre o mujer, no desea huir de la oscuridad de su
existencia? También rezar es, si se fruncen con fuerza las cejas y se aprietan
con fuerza los dedos, huir de la oscuridad de la existencia.
Patrick no asistió al entierro de Marie-José Vire. Todo el pueblo lo
criticó. Se avergonzaba de haberla querido. El odio y la mala fe habían
conseguido disolver en él todos los recuerdos.
Una niña abandonada había querido a un niño sin hermanos. Un niño sin
hermanos se convirtió en un niño solitario. Pero incluso la soledad falló. Al
quedarse solo, se había consagrado a la búsqueda de otro mundo. Incluso en
el firmamento, da la impresión de que los astros van en manada. El deseo de
irse a otro sitio, sumado al de estar solo, lo había sumido en un estado de
rabia. Si le hubieran pedido que se definiera, la palabra «partida» le habría
bastado para nombrar todo lo que lo impulsaba. Si le hubieran pedido que
definiera la ambición que alimentaba, habría contestado: cortar los vínculos
con la tierra entera. Pero, a decir verdad, aquel noble deseo se había resumido
en este otro, que no se había atrevido a formularse a sí mismo:
deshacerse de Marie-José.
El día de julio que se marchó, el 22 de julio, a las diez de la mañana, al
salir de la calle de la Malva para ir a la estación, en la pared de la tienda de
ultramarinos Vire y Ménard, Patrick Carrion se fijó en un viejo cartel
amarillo que llevaba allí desde la guerra: «Con la Victoria volverán las
LANAS DEL PINGÜINO».
Se quedó plantado allí, con la bolsa en la mano, como un fardo
abandonado en un andén, como un dios crucificado en una iglesia, como un
cubo de basura delante de un rollo de alambrada.
Entonces recordó. Era un pueblo diminuto. Era un pueblecito donde
había estado encarcelado Villon. Villon decía: lo que más se conoce no es
sino el satélite de algo desconocido. París, la capital, no es sino una ciudad
cerca de Pontoise. Villon era también el nombre de una ciudad pequeña. El
sitio en que nacemos es la Bastilla que tenemos que derribar. «No existe
toesa que pueda medir la violencia de estar vivo. Ya muera París, ya muera
Helena, cualquiera que muera con dolor muere.»
Entonces recordó la guerra. Después de haber recordado el pueblo y de
haber recordado la guerra, recordó la carita menuda de Marie-José Vire, la
capucha que llevaba, las manoplas empapadas, su mano, sus brazos, sus
tirabuzones. Volvió a ver el pelo liso y negro. Sintió su tacto. Recobró su
perfume.
Recordó su voz desaparecida. Se estremeció de dicha cuando la volvió a
oír hablar dentro de él, repetir sus sueños dentro de él, dar órdenes dentro de
él, prohibir los cochecitos de neumáticos escamoteares por los caminos
trazados con la puntera del zapato en la arena de la orilla, avergonzarlo, como
hacía antaño, dándole consejos sin parar. Ella era su conciencia. Ella era la
energía de sus aspiraciones, la fogosidad y la susceptibilidad de sus
sentimientos. Ella era quien lo construía y lo dirigía, quien, dentro de él,
seguía eligiéndole la ropa, quien desechaba las camisas de manga corta, quien
exigía que llevara esa bolsa en la mano en vez de una maleta de cuero. Tenía
los dientes pequeños. Terna un sexo estrecho y suave.
Los brazos han desaparecido. Ella lo cogía del brazo. Los labios de ella
quemaban. Aún le llegaba el olor a lana mojada de la trenca. Hacía calor. Era
verano, pero no era ya el mismo verano. No volvería a haber verano. No
volvería a haber estaciones porque ya no las compartirían, porque ya no las
descubrirían juntos, porque ya no se asustarían de las avispas en la fruta
recalentada, porque ya no se desbordarían las crecidas, ya no se anegarían los
campos, ya no se perdería la vista, porque ya no protestarían, sentados juntos
en el banco, del agua que los privaba de sus mediocres abrazos cuando crecía
y lo cubría.
Tenía unos huesos tan delgados, tan frágiles. Tenía la piel blanca y
aterciopelada, extraordinariamente lisa. Se le desprendía de la piel un olor
que él amaba. Tenía los pechos pequeños y duros. Tenía un perfume en el
aliento. Había en ella una costumbre de estar sola tan tranquilizadora, tan
arincada. Las Lanas del Pingüino hacían votos por la victoria. Los rusos
estaban hablando de mandar un cohete a la Luna

Dejó atrás la calle de la Malva. No cruzó el puente. Fue por la calle de


los Bateleros. Para ir a la estación, no le quedaba más remedio que pasar por
la calle de las Casas Nuevas. Vio por la carretera de Orleans los camiones
americanos que iban desfilando en hilera. Se marchaban. Así que los US
volvían al home. Pero, en realidad, el home era ahora el mundo entero. Lo
que habían hecho en el Japón lo habían hecho también aquí. Vio la furgoneta
blanca y negra del taller de albañilería Ridelsky. Divisó un Thunderbird rosa.
Vio a Trudy bajando la ventanilla del Thunderbird.
Le hizo una seña con la mano.
Se dirigió hacia el Thunderbird rosa. Torció a un lado de pronto. Se
apartó del buen camino.

Cruzó el puente. Se internó en el bosque de Sologne. Se fue de Meung.


Fue a Heilbronn. Luego encontró trabajo en una fábrica de reconversión de
Baden-Württemberg. El 7 de marzo de 1966, el general De Gaulle anunció
que Francia se retiraba de la OTAN y exigió que saliera del territorio
nacional el estado mayor de Rocquencourt. Las fuerzas de la OTAN salieron
de las últimas bases de Orleans y se reagruparon en la RFA. El 31 de marzo
de 1967, a las cuatro de la tarde, en el patio del cuartel Coligny de Orleans,
arriaron la bandera de las estrellas. Los PX se cubrieron de óxido. Los
burdeles se tomaron silenciosos. Enrollaron las alambradas y, más adelante,
las fundieron. El 27 de abril de 1967, el territorio quedó totalmente liberado.
En 1973, él se fue de Stuttgart. En 1982 estaba dirigiendo una importante
empresa de fletes en el estado de Bihar, en la India. Allí fue donde lo conocí.
Allí fue donde me contó esta historia. La ciudad se llamaba Ara. «Cuando se
descubre que todo es irreal, ya no hay salvación posible», murmuró al acabar.
Ara tiene cuatrocientos veinte mil habitantes. Por Ara pasa el Ganges. Es la
lágrima de Dios.

notes
Notas a pie de página
1 Obra musical en honor de un artista fallecido.

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