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Simeón y Ana: dos ancianos modélicos

Lucas 2:21-24Nueva Versión Internacional (NVI)

1. Simeón era justo y devoto


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Cuando se cumplieron los ocho días y fueron a circuncidarlo, lo llamaron
Jesús, nombre que el ángel le había puesto antes de que fuera concebido.22 Así
mismo, cuando se cumplió el tiempo en que, según la ley de Moisés, ellos
debían purificarse, José y María llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo
al Señor. 23 Así cumplieron con lo que en la ley del Señor está escrito: «Todo
varón primogénito será consagrado[a] al Señor».[b] 24 También ofrecieron un
sacrificio conforme a lo que la ley del Señor dice: «un par de tórtolas o dos
pichones de paloma».[c]
25 Ahora bien, en Jerusalén había un hombre llamado Simeón, que era justo y
devoto, y aguardaba con esperanza la redención[g] de Israel. El Espíritu Santo
estaba con él 26 y le había revelado que no moriría sin antes ver al Cristo del
Señor. 27 Movido por el Espíritu, fue al templo. Cuando al niño Jesús lo llevaron
sus padres para cumplir con la costumbre establecida por la ley, 28 Simeón lo
tomó en sus brazos y bendijo a Dios:
29 «Según tu palabra, Soberano Señor,
ya puedes despedir a tu siervo en paz.
30 Porque han visto mis ojos tu salvación,
31 que has preparado a la vista de todos los pueblos:
32 luz que ilumina a las naciones
y gloria de tu pueblo Israel».
36 Estaba también allí Ana, profetisa, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, de
edad muy avanzada, pues había vivido con su marido siete años desde su
virginidad,
37 y era viuda hacía ochenta y cuatro años; y no se apartaba del templo,
sirviendo de noche y de día con ayunos y oraciones.
38 Esta, presentándose en la misma hora, daba gracias a Dios, y hablaba del
niño a todos los que esperaban la redención en Jerusalén.
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Trasfondo del texto

Simeón y Ana la profetiza. Un par de viejos en una


historia en la que, pareciera, no hay lugar para ellos. En
efecto, hemos aprendido a hacer de la Navidad una
cuestión de niños. Los íconos de las celebraciones
navideñas, el árbol, el nacimiento, los Reyes Magos, etc.,
tienen que ver, fundamentalmente, con los niños. Me
pregunto si detrás de tales énfasis no habrá una
perversión insana que quiere hacer ver el milagro de
Jesús como una historia apenas propia de niños.
Simeón y Ana nos dicen lo contrario. Para empezar, nos
encontramos ante un par de personajes que se distinguen
no sólo por su avanzada edad, sino también por su
sabiduría y por su fe en circunstancias adversas. La
adversidad es la situación desgraciada en que se
encuentra alguien. Y vaya si no se encontraban Simeón
y Ana en condiciones difíciles. Primero, por su condición
de viejos. La vejez, por más digna y llena de bendiciones
que resulte, implica la pérdida de muchas de las cosas
más preciadas por los seres humanos: vitalidad, ánimo,
independencia, poder para hacer e ir a donde se desee,
etc. Como bien lo dijera nuestro Señor Jesús, el viejo no
sólo deja de ir a donde quiere, sino que tiene que
aprender y aceptar el ir a donde otros lo lleven.
Aprendizaje, este, siempre difícil y doloroso. Sobre todo
porque el desgaste físico hace evidente, como una voz
que grita desde dentro nuestro, que, aunque queramos,
ya no podemos ser, ni hacer, lo que f Una traducción
inglesa de la Biblia, dice que Simeón era un hombre
bueno, un hombre que había vivido en oración
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expectante, esperando ver la llegada del Salvador de
Israel. De Ana, la misma traducción nos dice que esta
anciana, de más de noventa años, nunca salía del área
del Templo, alabando a Dios día y noche, con sus
múltiples oraciones y ayunos. Cuando Simeón todavía
estaba adorando a Dios por el niño Jesús, Ana irrumpió
con gritos de alabanza al Señor, proclamando que había
llegado aquel a quien había estado esperando
anhelantes, pues traería la liberación de
Jerusalén.uimos e hicimos.

La historia de la Navidad nos revela que los ancianos que


viven así, haciendo de Dios su esperanza, verán entrar
por las puertas de su vida el cumplimiento de sus deseos.
Que, como Simeón y Ana, se llenarán de gozo cuando
vean cumplidas sus expectativas de fe; cuando vean
cumplida la promesa de salvación, fortaleza y compañía
que están presentes en Jesús, nuestro Señor y Salvador.

No cabe duda de que las personas mayores,


representantes de lo más genuino de la tradición de fe
en nuestras sociedades, siguen siendo depositarias de
una esperanza ancestral que sigue vigente. Verlas y
escucharlas hablar de su experiencia de vida resulta
todo un desafío para las generaciones presentes. Su
testimonio y la forma en que se expresan sobre sus
experiencias y la manera en que han tratado con Dios os
convierte en voz viva de las comunidades que siguen
con fidelidad el Evangelio de Jesucristo. Atenderlos y
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considerar seriamente lo que dicen para aplicarlo a la
vida de las iglesias es una exigencia cristiana que
permite asomarse a la forma en que el Señor se ha
manifestado en tantas ocasiones para renovar la fe de
su pueblo.

En este contexto, las figuras de Simeón y Ana,


rescatadas tan atinadamente por el evangelio de Lucas,
nos permiten hoy percibir cómo se transmitió la
esperanza en la venida del Mesías en las capas más
sencillas del pueblo de Dios. Su fidelidad y obediencia a
las promesas los presenta como integrantes de una
generación que no quitaba el dedo del renglón: si el
Señor Dios prometió algo, seguramente lo cumplirá,
aunque claro, siempre al modo en que a Él le place y en
el momento menos pensado. Todo ello, más allá de las
mezquindades y abusos de los poderosos que hubieran
querido ser los protagonistas de las gestas espirituales
vividas por la gente común. Acercarse a él y a ella para
compartir su profunda confianza en Dios es una
magnífica oportunidad para ser tocados por la gracia y
la hermosura del Adviento, entendido como temporada
de esperanza y cercanía del amor divino.

Simeón y la tradición bíblica antigua

“Vivir para mirar la salvación de Dios”. Esta fórmula se


aplica perfectamente a Simeón, quien con su anciana
mirada pudo contemplar, en la persona del Niño de
Belén, la consecución de la obra de Dios para salvar a
la humanidad. Su nombre significa: “Dios me ha
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escuchado”, y vaya que en este caso se ha cumplido
plenamente: Simeón “vivía esperando que Dios libertara
al pueblo de Israel. El Espíritu Santo estaba sobre
Simeón, y le había dicho que no iba a morir sin ver antes
al Mesías que Dios les había prometido” (Lc 2.25b-26).
Semejante anuncio le dio fuerzas para sobrevivir y
esperar el momento justo del encuentro, cara a cara, con
tan grande realidad de fe. Al ver al niño en el templo, no
se pudo contener y lo tomó en sus brazos para,
inmediatamente, alabar a Dios con palabras solemnes,
el poema llamado Nunc dimittis, es decir, “Ahora
permites…”, en el que afirma que ya podía morir en paz
después de tamaña experiencia. Su clamor es
extraordinario: “¡Ya cumpliste tu promesa!/ Con mis
propios ojos/ he visto al Salvador,/ a quien tú enviaste/ y
al que todos los pueblos verán” (Lc 2.29b-31).

Comenta Felipe Santos: “Sólo los hombres iluminados


por el Espíritu saben explicar exactamente la Escritura y
juzgar los eventos de la salvación. Los brazos del
anciano Simeón representan los brazos bimilenarios de
Israel que reciben la flor de la vida nueva, la promesa de
Dios”. Y agrega: “El cántico de Simeón se pone en la
línea de la gran tradición del Siervo de Yahvé: ‘Te haré
luz de las naciones para que lleves mi salvación hasta la
extremidad de la tierra’ (Is 49.6). Ahora se cumple
cuanto se había anunciado: ‘Levantaos, revestíos de luz,
la gloria del Señor brilla sobre ti. Porque, he aquí, las
tinieblas recubren la tierra, y las mismas naciones; pero
sobre ti resplandece el Señor, su gloria aparece en ti.
Caminarán los pueblos a tu luz, los reyes al esplendor
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de tu fuente’ (Is 60.1-3)”. Siguiendo esta orientación, el
poema de Simeón es diáfano: “Él será una luz/ que
alumbrará/ a todas las naciones,/ y será la honra/ de tu
pueblo Israel” (Lc 2.32).

El encuentro con el Mesías-niño es un encuentro


salvador: “Sólo quien ve a Jesús como salvador puede
vivir y morir en paz”. Como reflexiona Santos: “A la
salvación y a la paz, ya presentes en el cántico de
Zacarías, se une la luz con una clara connotación de
universalidad: la salvación es para todos los pueblos”.
Simeón, movido por el Espíritu, reconoció a Jesús y
también predijo su destino: “Dios envió a este niño para
que muchos en Israel se salven, y para que otros sean
castigados. Él será una señal de advertencia, y muchos
estarán en su contra. Así se sabrá lo que en verdad
piensa cada uno. Y a ti, María, esto te hará sufrir como
si te clavaran una espada en el corazón” (Lc 2.34b-35).
La labor profética del Hijo de Dios en el mundo le exigirá
un enorme precio.

2. Ana y la fe del pueblo


Ana era piadosa de joven y de anciana, pero ¿es
distinta la piedad en una joven o en una anciana?. La
piedad no es una virtud exclusiva de ancianas. Es cierto
que con bastante frecuencia los templos son
frecuentados por personas ancianas: son un tesoro. La
piedad es de todos, depende de la fe que se tenga, pero
la edad avanzada puede añadir algo importante: se
valoran las cosas pasadas de un modo diverso a como
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lo hacen los jóvenes. El que es anciano, y conserva la
sabiduría, sabe que muchos entusiasmos juveniles no
son más que flor de un día. El anciano ha visto cosas,
tiene experiencia. Ha visto sistemas políticos
ascendentes como las espuma de los cuales no queda
ni el recuerdo al poco tiempo, personas de relumbrón de
las que no permanece ni la sombra, ha visto muchas
muertes, sabe lo que son las limitaciones de la madurez
y los achaques de la ancianidad.

Entre los antiguos era muy valorada la ancianidad y


su experiencia moderaba los ardores juveniles de los
menores. Hoy día es una pérdida notable no valorar esa
valor de sabiduría. El anciano gana en sencillez si es
piadoso, abandona muchas de esas complicaciones de
los que tienen menos años. El anciano sabio va más a
lo esencial. Otra característica es que se desarrolla más
la capacidad de querer y ser querido. Es frecuente ver a
los abuelos disfrutando de veras con sus nietos, saben
tener más ternura. Se puede decir que lo más
característico en los ancianos piadosos es querer más a
Dios y a los que les rodean.

Ana de Fanuel sabía, porque lo había meditado y lo


había visto, que lo mundano es vanidad de
vanidades, como dice el Eclesiastés, vanidad es la
ciencia, vanidad los placeres, vanidad la misma
sabiduría si se apartan de Dios. Podía decir con
experiencia que quizá no exista nada más trágico en
la vida de los hombres que los engaños padecidos
por la corrupción o por la falsificación de la
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esperanza, presentada con una perspectiva que no
tiene como objeto el Amor que sacia sin saciar . Y
por eso se comprometía en una lucha sincera y total por
la única esperanza que puede llenar los deseos del
corazón humano: Dios mismo. Su esperanza se
concreta en la espera del Salvador prometido por el Dios
de Abraham, de Isaac y de Jacob, y se manifestaba día
y noche en la oración y el ayuno. Su piedad no es la de
la anciana que ya no tiene más que hacer, sino la de la
mujer joven luchadora por un objetivo valioso, persevera
en él, y madurando cada vez más en la intención primera
envejece en esa lucha .

Cuando Simeón terminó de hablar, Ana se acercó y


comenzó a alabar a Dios, y a hablar acerca del niño
Jesús a todos los que esperaban que Dios liberara a
Jerusalén.

Lucas 2.38

El nombre de la profetisa y la de sus advertencias


significan salvación y bendición. Ana quiere decir: “Dios
da la gracia”: Fanuel (su padre): “Dios es luz”; Aser (su
ancestro): “Felicidad”. “Los nombres no están privados
de significado. Y aquí su significado ilumina y sumerge
todo en el esplendor de la alegría, de la gracia y de la
clemencia de Dios. El tiempo mesiánico es tiempo de luz
plena”. Ana es considerada como ejemplo luminoso e,
iluminada por el Espíritu Santo, reconoce al Mesías
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inmediatamente. Como Simeón, también alaba a Dios y
habla continuamente de Jesús a todos aquellos que
esperaban “que Dios liberara a Jerusalén” (Lc 2.38).
Jesús, el niño-Mesías está en el templo para cumplir con
la ley, para sumarse al pueblo de Dios en la fe de sus
padres. Su presencia abre las puertas de la esperanza
para todo el pueblo, aunque solamente estos dos
ancianos tengan la mirada clara para percibirlo. Su
testimonio es firme: él liberará a su pueblo y otorgará la
libertad tan deseada: “De Jerusalén, en cuyo templo se
ensalza el signo, se irradia la luz que llegará a los
paganos y se manifiesta la gloria de Israel. Eso sucede
ahora, mientras Jesús viene al templo; y se verá más
claramente cuando se vea en Jerusalén, es decir,
ensalzado en la gloria. Entonces se reunirá el nuevo
pueblo de Dios, y sus mensajeros desde Jerusalén se
difundirán a todo el mundo para acoger a los pueblos en
torno al signo de Cristo”.

Escribe José-Román Flecha Andrés: “Ana alaba a Dios


y habla del Niño a todos los que esperaban la redención
de Israel. Es interesante anotar que el verbo que aquí se
refiere a la alabanza pública que Ana dedica a Dios no
aparece más veces en todo el Nuevo Testamento. El
análisis del texto sugiere, además, que la buena anciana
no se limitó a hablar aquel día de Jesús, sino que ‘sus
palabras sobre el Niño siguieron difundiéndose más allá
de los muros del santuario’ (J.A. Fitzmyer). Así pues,
Ana descubre al Salvador y proclama la hora de la
salvación, es decir, de la redención y del ‘rescate’, que
evoca la antigua liberación de su pueblo del poder
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opresor de los egipcios. Ana contempla al Salvador y
anuncia la llegada de su salvación. En eso consiste su
don de profecía”.

Conclusión

“Entre las personas que vivían a la espera de la novedad


de Dios, el evangelista Lucas nos presenta a dos
personas ancianas: Simeón y Ana. Además del papel
teológico que desempeñan en el texto, Simeón y Ana
nos descubren el misterio y ministerio de una ancianidad
que, en medio de la algarabía -como la de aquel templo
de Jerusalén- abren su espíritu al paso del Espíritu. Son
dos ‘testigos’ que nos hablan de las posibilidades de una
ancianidad al servicio del Evangelio y la evangelización”.
Podría decirse que, tras los pastores y los magos,
ambos ancianos son “los primeros discípulos y apóstoles
del Mesías”. Simeón, hombre justo y piadoso, lleno del
Espíritu. “Por él pasa el eje que separa el mundo de la
Ley y el mundo del Espíritu”. Y Ana, con su clarividencia,
encuentra en Jesús al Mesías de Israel y así lo anuncia
a todos quienes esperan la liberación. “San Lucas ha
querido ver en estos dos ancianos los prototipos del
profetismo más auténtico”.

El gran poeta T.S. Eliot dedicó a Simeón uno de sus


poemas más singulares.

Un canto para Simeón

Señor,
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Los jacintos romanos florecen en los tiestos
Y el sol de invierno repta por laderas nevadas;
Ha hecho una pausa la terca estación.
Mi vida es leve, como
A la espera del viento de la muerte
Una pluma en la palma de mi mano.
El polvillo en la luz y el recuerdo en los huecos
Esperan ese viento
Que sopla helado hacia la tierra muerta.

Danos tu paz.
He caminado muchos años en esta ciudad,
Fe y ayuno he guardado, he ayudado a los pobres,
He dado y recibido honor y bienestar.
Nunca nadie fue echado de mi puerta.
¿Alguien recordará mi casa,
Los hijos de mis hijos tendrán donde vivir
Cuando lleguen los días del dolor?
Buscarán el sendero de las cabras, la guarida del zorro,
Huyendo de las caras extranjeras, de extranjeras
espadas.
Antes del tiempo de las cuerdas y los azotes y sollozos,
Danos tu paz.
Antes de los estadios de la montaña de desolación,
Antes de la hora cierta del dolor maternal,
Ahora en la naciente estación del deceso,
Deja que el Niño, la Palabra que aún no ha sido ni es
pronunciada,
Conceda la consolación de Israel
A quien tiene ochenta años y no tiene un mañana.

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De acuerdo a tu palabra.
Alabarán tu nombre y sufrirán
Con gloria y con escarnio, cada generación,
Luz sobre luz, subiendo la escala de los santos.
Que el martirio no sea para mí, ni el éxtasis
Del pensamiento y la plegaria,
No sea para mí la visión última.
Dame tu paz.
(Y una espada traspasará tu corazón,
Tuya también).
Estoy cansado de mi vida y de las vidas de los que han
de venir,
Estoy muriendo de mi muerte y de las muertes de los
que han de venir.
Deja a tu siervo partir,
Después de ver tu salvación.

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