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Preludio

Ñoña murió de un infarto a las 2 y 57 de la madrugada. Pesaba sesenta libras. Había


sobrevivido a su hijo por veintiún años. Fumaba dos cajas de cigarro barato al día.
Maldecía en tres de cuatro oraciones. Y odiaba a su Gobierno.
A las 10 y 16 minutos de la noche yo introducía el dedo gordo en la vagina de
Marta.
Marta dormía. Más bien se hacía la dormida. Porque su cuerpo respondía al
lenguaje vulgar de mis dedos. Uno detrás del otro. Cuatro al mismo tiempo. Tres. El
gordo. Luego mi rabo entero.
Una bofetada. El orgasmo.
6:03 a.m. Ñoña se levantaba por séptima ocasión a orinar.
Vivía en un cuartucho minúsculo. Abajo tenía la sala comedor y la cocina. Arriba,
el cuarto y el bañito. Una tambaleante escalera de caracol unía ambos niveles.
Después de una caída que hubiera sido mortal de no ser por sus santos africanos -y
el miedo a la fractura de cadera-, se aconsejó y pasó a dormir en una camita personal
detrás de la puerta.
Ñoña orinaba en una cazuela. Luego echaba los desechos por el vertedero.
A las 5 y 28 de la madrugada estaba parado debajo de la ducha con los ojos
cerrados. El agua caliente me destupía los poros. Disfrutaba el proceso de
purificación.
Cuando abrí los ojos, el pie derecho, inexplicablemente, se me había perdido por el
tragante. Los tobillos sobresalían por los bordes del agujero. Estaba atrapado en una
absorción inconclusa.
El sentido del oído no me funcionaba. El torrente de agua caía en silencio contra el
piso azulejeado de la poceta. Solo sentía las sienes latiéndome a ambos lados de la
cabeza.
Vino entonces la cosquilla. Un sutil arañazo de una criatura al otro lado del
tragante.
No me provocaba daño alguno. Parecía apenas la mano en el hombro para llamar
mi atención. Un roce inofensivo.
La cosquilla fue el gran llamado. El inicio de la revelación.
El mundo giraba hacia el oeste. Y, a medida que ocupaba ángulos agudos de mayor
gradación, el sentido de la escucha se iba liberando de su letargo.
La cosquilla se tornaba un compendio de voces desesperadas. Al principio no
entendía nada. Hablaban agolpándose una detrás de la otra. Se molestaban entre sí y
me llegaban distorsionadas.
El mundo siguió girando. Cuando alcanzó el ángulo de noventa grados las voces
habían aprendido mi idioma.
El tragante se hallaba en posición vertical. Hablaron las voces. Y continuó
moviéndose el mundo. Esta vez buscaba los ciento ochenta grados.
En ese último tramo, las voces contaban mi historia. ¡Cómo olvidarlo! Haber
vivido una mentira afectada por la bidimensionalidad inversa me había costado el
sentido real de la vida. Esperé paciente a la pausa.
Pausa. El mundo se detuvo. Lo entendí todo. Había recuperado mis sentidos. Con
ellos, la imagen reveladora de la pérdida.
Yo era un pie a quien se le había caído un cuerpo por el tragante.
Miré el reloj. Daban las 10 y 33 de la noche. Rápido, intenso. Como gustaba a
Marta.
A esa hora encendía un cigarro. Marta se quedaba durmiendo. Esta vez de verdad.
Al otro día daba clases en la Alianza Francesa.
Se me antojaba una cerveza. Encendí el televisor. Pasaban El Retorno del Rey. Los
días contados para Sauron y el Anillo Único. No encontré cerveza. Me vestí y bajé a
la tiendecita de la esquina.
A las 6 y 10 de la mañana Ñoña encendía el primer cigarro del día. Un asqueroso
Criollos.
Enseguida el cuerpo le exigía café.
Un paquete mensual no le llegaba a la semana. Por lo que dependía de la
misericordia de sus vecinos. A veces, en una solución desesperada, coleccionaba la
borra para el próximo día.
En casos de extrema necesidad patológica se plantaba ante el timbiriche del Cojo
Fernando y compraba una taza a tres pesos. El mayor inconveniente era que el Cojo
abría a las 9.
A las 9 estaba frente al timbiriche del Cojo desde hacía ya quince minutos. Hizo
algo inaudito a su edad y en sus circunstancias. Pidió un vaso entero. Siete cafés.
2 y 58 de la madrugada.
No me podía mover. Estaba petrificado en una superficie acolchonada, pero no por
ello menos incómoda. Tenía el cuerpo rígido. Como un acantilado a punto de ser
provocado por una fuerza innatural.
La presión surgió de arriba.
Me sentí empujado hacia abajo. Una fuerza que abarcaba todos los poderes de la
ira me sometía hacia abajo, siempre hacia abajo.
La superficie acolchonada no cedía. Se hundía, dotaba de una inusitada
flexibilidad. Se estiraba como un chicle de tela sedosa.
Cuando estuve tan abajo que no recordaba mi nombre, los bordes de la superficie
se unieron. Y se cerraron.
Quedé aprisionado para siempre en el punto mínimo.
A las 9 y cuarto de la noche Ñoña volvía a comprobar el funcionamiento de su
televisor. Lo encendió. Esperó a que se calentara la pantalla. La imagen, opaca y un
poco desfasada del centro, era aceptable. El problema seguía siendo el mismo: la
ausencia de sonido.
Ñoña no podía ver la telenovela en silencio. Estaba doblada al español. En otras
ocasiones tocaba la puerta a Tufandi, la testigo de Jehová, para que le permitiera ver
la novela en su casa.
No esa noche. Esa noche era para ella. Para gastarla con los defectos de su vida.
Con sus carencias.
En la mañana, a eso de las 9 y media, yo andaba sentado en un parque leyendo a
Lovecraft.
«¿En qué se parecen un cadáver y la literatura?» Me dio por pensar.
Encendí un cigarro.
A las 2 de la tarde en punto Ñoña ponía la radio. Es el horario fijo de la «novela de
las dos».
Recuerdo la atmósfera que creaba el relato oral, con sus efectos de sonido y los
giros dramáticos del guion. Las 2 de la tarde era el momento en que caía hipnotizado
en el incómodo sillón de cabillas y suiza.
Caer nunca fue una pasión tan dulce y peligrosa.
Ñoña ya se había tomado el vaso de café a las 2 de la tarde. Solo había comido un
pedazo de pan mohoso. Y dos deditos de leche fría para bajar las pastillas de los
nervios.
Había dejado la puerta entreabierta para que entrara la gatica que había rescatado
dos meses atrás. Pero esta vivía más en el pasillo que en su cuartucho.
Hasta ella se ahogaba. No la culpaba. La abertura, en todo caso, era más para Ñoña
que para el animal.
A la 1 y 55 de la madrugada metía la llave en la cerradura de casa de Ñoña.
A las 10 y 40 de la noche me tropezaba en la tiendecita con Alberto y Eiler.
Celebraban la despedida del hermano del segundo. Se marchaba a los Estados Unidos.
Dicen que si no celebras la partida no se cumple el sueño americano.
Por si acaso, ellos celebraban.
A la 1 y 59 de la madrugada me tiraba, con ropa y todo, al lado de mi abuela en la
cama. Tan flacos estábamos que cabíamos en una cama personal. Y todavía sobraba
espacio.
A las 11 y 2 minutos de la noche me besuqueaba con una rubia, cuyo nombre no
recuerdo. Tampoco recuerdo si era rubia. Retengo esa impresión engañosa como
única prueba de mi presencia.
Marta dormía. Seguramente. El televisor se había quedado mostrándole El Retorno
del Rey al sofá vacío.
A las 11 y 5 de la noche encendía un cigarro. De una marca extranjera que no
había probado antes.
Cuando dieron exactamente las 10 de la noche Ñoña se fue a dormir.
Sesenta y tres años antes nacía su único hijo.
A las 10 de la noche me acostaba junto a Marta.
Marta estaba desnuda. Solo pensaba en la calidez del trazo de su vagina. Sus
piernas superpoblaban la marca de carne húmeda.
Me había olvidado por completo del cumpleaños de papá.
El libro de Lovecraft estaba sobre la mesita de noche.
A las 2 y 50 de la madrugada me daba la vuelta en la cama de Ñoña y quedábamos
cara a cara.
Nos separaba una fina capa de oscuridad. Una línea de tiempo permeable. Una
delgada raíz de pesadillas.
A las 6 y 24 de la mañana terminaba de pesarme.
Trescientas cincuenta libras. Mi cuerpo era una pecera para pulpos ciegos que se
arremolinaban y golpeaban las paredes de cristal para salir.
Los sentía hurgando en mis órganos. Sus miembros gelatinosos escarbaban en mi
estómago y se adherían a los restos de otros compañeros corroídos por el jugo
gástrico.
Algunos de estos octópodos se conocían de toda la vida. Por eso se buscaban. Se
añoraban. Se lloraban desde la triple oscuridad: la ceguera física, la ausencia de luz
del interior de mi cuerpo y su incapacidad de llanto.
Uno solo se desligó de la manada. Desgarró mis dimensiones internas. Descubrió
mi punto débil, y lo atacó.
Sentía cómo un frío tentáculo, cubierto de sangre negra, recorría el camino de mis
fosas nasales al exterior.
No fue un tentáculo lo que definí en el espejo. Fue la mano ensortijada de mi
padre.
2:56 a.m. Ñoña abre los ojos. Define la capa, la línea y la raíz. No es un espejo. No
es una aparición. Es un regreso. Un regreso al estado primordial de la oscuridad.
2:57 a.m. Ñoña muere de un infarto. Sus ojos quedan abiertos. Mirando mis ojos a
través del tiempo.
2:58 a.m. No me puedo mover.
6:27 a.m. Los ojos de Ñoña están muertos. Allá abajo, en el punto mínimo, fueron
ellos quienes me guiaron hasta la primera puerta.
La primera puerta es la penúltima. La última son los ojos.
6:28 a.m. Tapo a mi abuela hasta los hombros. Me acurruco bien a su lado. Cara
contra cara. Mi frente roza su frente helada.
A las 6 y 29 de la mañana Ñoña abría los ojos. Encendió el primer cigarro del día.
Se levantó a por café.
A las 9 de la mañana me llegaba el olor a recién colado. No podía moverme.
Solo escuchaba cómo Ñoña sorbía el brebaje.
Se preparaba para vivir.

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