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La Historia Completa de un Sermón de Spurgeon.

LA HISTORIA COMPLETA DE UN SERMÓN

Resulta muy interesante contemplar el proceso completo de la historia de un


sermón, desde el momento en que el texto venía a la mente del predicador, hasta el
momento en que la prueba final salía de las manos del impresor.

El trabajo comenzaba a las seis de la tarde del día sábado, cuando C. H. Spurgeon se
despedía invariablemente de cualquier visitante o invitado que se encontrara en su
casa. Se encerraba en su estudio para orar y preparar el sermón que predicaría la
mañana del domingo.

"Ningún oído humano," -nos informa la señora de Spurgeon- "oyó jamás las
poderosas súplicas que elevaba a Dios pidiendo por sí mismo y por su pueblo, que
se escuchaban en esas solemnes noches desde su estudio; ojos mortales jamás lo
contemplaron cuando luchaba con el Ángel del pacto hasta que prevalecía y
regresaba del vado de Jaboc con el mensaje que habría de predicar en el nombre de
su Señor. Sus sermones más grandiosos y fructíferos eran aquellos que ejercitaban
más su alma y le ocasionaban angustia espiritual; no tanto en su preparación y
arreglo, sino en su propio sobrecogedor sentido de responsabilidad ante Dios por
las almas de aquellos a quienes habría de predicar el Evangelio de salvación por fe
en Jesucristo."

Algunas veces algún texto se había metido en su corazón durante la semana, pero
ocasionalmente llegaba el sábado por la tarde y sólo después de mucha oración
podía sentir que tenía un mensaje de lo alto. Los textos sugeridos por otros no eran
aceptables para él, a menos que, al mismo tiempo, C. H. Spurgeon sintiera que era
la clara voluntad de Dios que predicara sobre ese texto, y que la Escritura le había
sido enviada de esa manera. Su esposa fue en muchas ocasiones el instrumento de
transmisión de algún texto para él, y ella le ayudaba bastante en la preparación.

En una ocasión, reunido con un grupo de estudiantes del Colegio del Pastor, les
comentó en privado algo acerca de su método de preparación de cada sermón.

"Hermanos," -les dijo- "no me resulta fácil decirles precisamente cómo preparo mis
sermones. A lo largo de toda la semana busco el material que pueda usar el día
domingo; pero el trabajo específico de prepararlo, lo tengo que dejar
necesariamente hasta el sábado por la noche, pues cualquier otro momento está
plenamente ocupado en el servicio del Señor. He dicho a menudo que mi mayor
dificultad es fijar la mente en los textos específicos que serán el tema del sermón al
día siguiente; o, para decirlo más correctamente, saber qué tópicos quiere el
Espíritu Santo que presente delante de la congregación. Tan pronto como algún
pasaje de la Escritura se apodera de mi corazón y de mi alma, concentro toda mi
atención en él, reviso el significado preciso de las palabras en el idioma original,
examino de cerca el contexto para entender el especial aspecto del texto en ese
contexto, y escribo rápidamente todos los pensamientos que se me vienen a la
cabeza concernientes al tema, dejando para un período posterior el arreglo lógico
para la presentación a mi auditorio.

Cuando he alcanzado este punto, soy detenido a menudo por un obstáculo, que es
únicamente un problema para aquellos de nosotros cuyos sermones son impresos
regularmente. Acudo a mi propia Biblia, que contiene un registro completo de todos
mis sermones publicados; y viendo todos los sermones que he predicado sobre el
texto, encuentro, tal vez, que el sentido del pensamiento es tan similar al que he
señalado, que tengo que abandonar ese tema y buscar otro. Felizmente, un texto de
la Escritura es como un diamante con muchas facetas que brilla y relumbra según la
manera que lo sostengamos, de tal forma que, aunque haya publicado varios
sermones sobre un pasaje en particular, hay todavía una montura fresca para esa
gema invaluable, y puedo proseguir con mi trabajo.

A continuación me gusta ver lo que otros han tenido que decir acerca de mi texto; y,
como regla, mi experiencia es que si su enseñanza es perfectamente clara, los
comentaristas explican abundantemente el texto, mientras que, con igual
unanimidad, evitan estudiosamente o evaden los versículos que Pedro podría haber
descrito como 'algunas cosas difíciles de entender.'

Les agradezco mucho por haberme dejado muchas nueces que partir; pero les
habría estado igualmente agradecido si hubieran hecho uso de sus propios dientes
teológicos para que sirvieran como cascanueces. Sin embargo, entre los muchos que
han escrito sobre la Palabra generalmente encuentro a algunos que me pueden
ayudar al menos arrojando alguna luz lateral en relación al texto; y cuando llego a
esa parte de mi preparación, me da gusto llamar a mi querida esposa para que me
ayude.

Ella me lee hasta que obtengo una clara idea del tema completo; y gradualmente
soy guiado al mejor bosquejo de un esquema, que copio en media hoja de papel,
para uso en el púlpito. Esto se relaciona únicamente con el sermón del domingo por
la mañana; en cuanto al sermón de la noche del domingo, usualmente me contento
si puedo decidir sobre el texto y si tengo una noción general de las lecciones que
pueden derivarse de él, dejando para el domingo por la tarde el arreglo final de las
divisiones, subdivisiones e ilustraciones."

Puede mencionarse de paso que los señores Passmore y Alabaster han publicado un
pequeño volumen interesante, titulado "Notas Facsímiles del Púlpito," que contiene
una docena de sermones de Spurgeon, conjuntamente con las copias facsímiles de
las notas escritas en media hoja de papel, que se usaron para la predicación. Por
medio de este libro se pueden seguir los métodos de predicación del predicador.

En el Tabernáculo se encontraba siempre presente un escritor que tomaba el


sermón en taquigrafía conforme se iba predicando, y el reportero afirmaba que el
señor Spurgeon era un orador ideal para este propósito.
El señor Thomas Allen Reed, quien por muchos años desempeñó este importante
cargo, ha registrado sus impresiones del orador: "cuando un orador," -dice- "tiene
una clara articulación, combinada con una voz potente y clara, el reportero, que
tiene que seguirlo, se siente en el Elíseo; esto sucede si la expresión no es
demasiado rápida, o el estilo de composición no es demasiado difícil. Sin embargo,
esa combinación es rara.

Tenemos un impactante ejemplo en el señor Spurgeon, quien, sin un esfuerzo


aparente, se hace oír con claridad en los últimos rincones del Tabernáculo. A una
voz clara, resonante y musical, él agrega una casi perfecta articulación. . .

La tasa promedio de la oratoria en público es de cerca de 120 palabras por minuto.


Algunos oradores varían grandemente en su discurso. Tengo, por ejemplo, un
memorando de un sermón del señor Spurgeon, que muestra que durante los
primeros diez minutos habló a una tasa de 123 palabras por minuto; los siguientes
diez minutos, 132; los otros diez minutos, 128; los otros diez minutos, 155; los
restantes nueve minutos, 162; esto nos da un promedio de 140 palabras por minuto.
Otro sermón muestra un promedio de 125 palabras por minuto: es decir, los
primeros diez minutos, 119; los siguientes diez minutos, 118; los siguientes diez
minutos, 139; y los restantes dieciséis minutos, 126. Tomando el promedio de un
número de sermones, su tasa puede calcularse en cerca de 140 palabras por
minuto."

El sermón era transcrito luego en escritura corrida por el reportero, y era llevado a
la casa de Spurgeon, y muy temprano por la mañana, el día lunes, él lo revisaba,
antes que nada, en cuanto a la longitud del discurso, para ver si tenía que acortarlo
o alargarlo para que se adaptara la longitud establecida.

Al menos en una ocasión, los sirvientes de Spurgeon lo encontraron revisando el


manuscrito a la cuatro de la madrugada del lunes, y algunas veces, cuando tenía
compromisos de predicación en el campo el día lunes, que requerían de una
temprana salida, se veía obligado -el domingo por la noche, después de regresar
cansado de todas las labores del día en el Tabernáculo- a comenzar la revisión del
manuscrito del reportero.

El trabajo no se podía dejar para el martes, y C. H. Spurgeon solía decir en broma


que la tierra dejaría de girar si el sermón no se publicaba cada día jueves por la
mañana.

Después de que el predicador hacía las alteraciones y correcciones que consideraba


necesarias en el manuscrito, lo entregaba a su secretario privado para verificación
de citas, de la debida puntuación, etcétera, y cuando cerca de un tercio del sermón
estaba listo, un mensajero llevaba la parte revisada a los impresores, regresando
luego por el resto.
Para entonces ya era avanzada la tarde del lunes, y después del té, el predicador se
tenía que apresurar al Tabernáculo para la reunión de oración semanal, que venía
seguida a menudo por algún otro compromiso.

Luego al regresar a casa, su primera pregunta era: "¿ya ha venido el sermón?", y si


así era, procedía a revisar si la longitud era aceptable en las pruebas de galera, y si
tenía las medidas precisas. De otra manera, tenía que cortar o que alargar otra vez
el texto. Si tenía algún compromiso de predicación, la labor de revisión se
completaba esa noche o temprano por la mañana, al día siguiente, y así se
terminaba el trabajo.

Probablemente, muy pocas personas que leen los sermones tienen una idea de la
cantidad de trabajo que implicaban, no sólo en la preparación antes de la
predicación, sino en cuanto a revisión y corrección posteriores.

Tomado de A Marvellous Ministry por Charles Ray, 1905, Pilgrim Publications,


Pasadena, Texas. Un Ministerio Maravilloso.

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