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Fuente: Revista Historia National Geographic

Autor artículo: Kristin Romey (arqueóloga y periodista)

El despacho que Eugenio Alliata tiene en Jerusalén es el típico del arqueólogo que prefiere
estar manchándose de tierra a pie de excavación que estar entre cuatro paredes poniendo
orden. En un rincón cría polvo un equipo informático estropeado. Los informes de excavación
comparten las abarrotadas estanterías con cintas métricas y otros implementos del oficio.
Es como el despacho de cualquier arqueólogo que he conocido en Oriente Próximo, con la
diferencia de que Alliata viste hábito marrón de fraile franciscano y tiene su gabinete en
el monasterio de la Flagelación, que según la tradición eclesiástica se alza en el lugar
exacto en que Jesucristo, ya condenado a muerte, fue azotado por los soldados romanos
y coronado de espinas.
«Tradición» es una palabra que se repite muy a menudo en este rincón del mundo, donde
masas de turistas y de peregrinos atestan decenas de lugares que, según la tradición,
constituyen los escenarios de la vida de Cristo, desde su cuna en Belén hasta su sepultura
en Jerusalén.
Para una arqueóloga reconvertida en periodista como yo, sabedora de que culturas enteras
brillaron y sucumbieron sin dejar tras de sí más que unos pocos vestigios sobre la Tierra,
buscar en un paisaje milenario evidencias de una sola persona se antoja la crónica de un
fracaso anunciado, como intentar dar caza a un fantasma. Y si ese fantasma es nada menos
que Jesucristo, en quien más de 2.000 millones de habitantes del planeta ven al mismísimo
Hijo de Dios, en fin, ante tamaña tarea conviene buscar guía divina.

ARQUEOLOGÍA CRISTIANA
Y por ese motivo siempre que viajo a Jerusalén recalo una y otra vez en el monasterio de la
Flagelación, donde el padre Alliata nunca deja de recibirme –a mí y a mis preguntas– con una
paciencia infinita. En calidad de catedrático de arqueología cristiana y director del museo del
Studium Biblicum Franciscanum, forma parte de la misión franciscana que lleva 700 años
cuidando y protegiendo los lugares sagrados de Tierra Santa (y, desde el siglo XIX,
excavándolos de acuerdo con los principios científicos). Como hombre de fe, el padre Alliata
parece reconocer sin incomodidad hasta dónde puede llegar la arqueología, y hasta
dónde no, para revelar la figura fundamental del cristianismo. «Descubrir pruebas
arqueológicas de [un individuo concreto que vivió] hace 2.000 años sería algo raro y
excepcional –reconoce–. Pero tampoco puede negarse que Jesús dejó una huella histórica».

De esas huellas, las más importantes (y puede que también las más controvertidas) son con
diferencia los textos del Nuevo Testamento, sobre todo los primeros cuatro libros:
los Evangelios de Mateo, Marcos, Lucas y Juan.
¿Pero qué tienen que ver esos textos antiguos, escritos en la segunda mitad del siglo I, y las
tradiciones que inspiraron con la labor de los arqueólogos?
«La tradición aporta vida a la arqueología y la arqueología aporta vida a la tradición –responde
el padre Alliata–. A veces van de la mano; otras, no –hace una pausa y esboza una media
sonrisa–, lo cual resulta más interesante».
Y así, con la bendición del padre Alliata, me dispongo a seguir los pasos de Jesús,
visitando los escenarios de su historia tal y como la relatan los evangelistas y la
interpretan generaciones enteras de eruditos. Por el camino espero descubrir cómo cuadran
las narraciones y las tradiciones cristianas con los descubrimientos de los arqueólogos que
hace unos 150 años empezaron a cribar a conciencia las entrañas de Tierra Santa. Pero
antes de emprender mi peregrinación necesito sondear un interrogante explosivo que se
agazapa tras las sombras del estudio del Jesús histórico:
¿es posible que Jesucristo no haya existido jamás, que la historia que narran las
vidrieras sea pura invención?
Así lo sostiene sin tapujos más de un escéptico, pero ningún experto académico, en especial
ningún arqueólogo, cuya labor suele poner los pies en la tierra –literalmente– a quienes
especulan en alas de la fantasía.
¿Es posible que Jesucristo no haya existido jamás, que la historia que
narran las vidrieras sea pura invención?
«No conozco un solo experto de los círculos convencionales que ponga en entredicho la
historicidad de Jesús –me dijo Eric Meyers, arqueólogo y profesor emérito de estudios
judaicos de la Universidad Duke–. Los detalles se debaten desde hace siglos, pero nadie
mínimamente serio pone en duda que haya sido un personaje histórico».
Prácticamente lo mismo oí de boca de Byron McCane, arqueólogo y profesor de historia de la
Universidad Atlántica de Florida. «No se me ocurre ningún otro caso que cuadre tan bien en
su contexto temporal y espacial, pero cuya existencia se niegue», dijo. Incluso John Dominic
Crossan, exsacerdote y codirector del Jesús Seminar, un polémico foro para expertos, cree
que los escépticos radicales van demasiado lejos. Cierto es que los relatos de los milagros de
Jesús –curar enfermos con la palabra, dar de comer a las muchedumbres con unos pocos
panes y peces, incluso resucitar a un hombre que llevaba cuatro días muerto– se atragantan
a las mentes modernas, pero esto no es razón para concluir que Jesús de Nazaret fuese
una fábula religiosa. «Los datos de que hizo determinadas cosas en Galilea, en Jerusalén,
que murió ejecutado… cuadran perfectamente en un escenario histórico muy concreto»,
me dijo.
DOS BANDOS DE EXPERTOS EN JESÚS
Los expertos en Jesús se alinean en dos bandos: los que creen que el Jesús taumaturgo de
los Evangelios es el Jesús auténtico y los que creen que el Jesús auténtico –el hombre que
inspiró el mito– está oculto en los Evangelios y ha de ser revelado por la investigación
histórica y el análisis literario. Ambos bandos apelan a la arqueología.
Quienquiera que fuese Jesucristo –Dios, un hombre o el mayor montaje literario de la
historia–, la diversidad y devoción de sus discípulos modernos se materializa en un
colorido desfile de gente cuando llego a Belén, la ciudad milenaria que tradicionalmente se
considera su cuna. Los autobuses turísticos que franquean el puesto de control entre Jerusalén
y Cisjordania transportan una ONU virtual de peregrinos.
Uno por uno los autocares aparcan y descargan pasajeros que salen con los ojos
entrecerrados por el fulgor del sol: mujeres indias con saris multicolores, españoles con el logo
de la parroquia estampado en la mochila, etíopes con túnicas blancas como la nieve y crucifijos
de color añil tatuados en la frente.
Me acerco a un grupo de peregrinos nigerianos en la plaza del Pesebre y entro con ellos en
la basílica de la Natividad. Las altísimas naves están envueltas con lonas y andamios. Un
equipo de restauradores se afana en limpiar el hollín acumulado durante siglos en los mosaicos
dorados del siglo XII que flanquean los muros superiores, por encima de las vigas de cedro
talladas en el siglo VI. Rodeamos una sección del suelo que se ha levantado para dejar a la
vista la primera versión de la iglesia –erigida entre los años 330 y 340 por orden del primer
emperador romano de religión cristiana, Constantino– y bajamos a una gruta alumbrada con
lámparas y un nicho revestido de mármol.
Allí, una estrella de plata marca el lugar donde, según la tradición, nació Jesucristo. Los
peregrinos se hincan de rodillas para besar la estrella y posar las manos en la fría piedra pulida.
Pronto un celador de la iglesia los conmina a proseguir y dejar que otros tengan oportunidad
de tocar la roca santa (y, según su fe, al Niño Dios).}
La basílica de la Natividad es la iglesia cristiana más antigua todavía en uso, pero no
todos los expertos están de acuerdo en que Jesús de Nazaret naciese en Belén. Solo dos de
los cuatro Evangelios mencionan su nacimiento, y dan versiones distintas: el pesebre y los
pastores aparecen en el de Lucas; los reyes magos, la masacre de los inocentes y la huida a
Egipto, en el de Mateo. Hay quien cree que los evangelistas localizaron la Natividad en Belén
para vincular al campesino galileo con la ciudad de Judea de la que, según la profecía del
Antiguo Testamento, saldría el Mesías.
La arqueología, en general, poco tiene que decir al respecto. Al fin y al cabo, ¿qué
probabilidad existe de demostrar materialmente una visita fugaz de un par de aldeanos
hace 2.000 años? Hasta la fecha las excavaciones en la basílica de la Natividad y alrededores
no han aportado piezas de la época de Cristo, ni tampoco indicios de que los primeros
cristianos considerasen sacro aquel lugar. La primera prueba evidente de veneración data del
siglo III, cuando el teólogo Orígenes de Alejandría visitó Palestina y dejó escrito: «En Belén se
muestra la cueva en la que nació [Jesús]».
A principios del siglo IV el emperador Constantino envió una delegación imperial a Tierra
Santa con la misión de identificar los escenarios de la vida de Cristo y consagrarlos con iglesias
y santuarios. Habiendo localizado lo que consideraron el portal de Belén, los delegados
levantaron sobre él una rica iglesia, origen de la basílica actual.
Muchos de los especialistas con los que hablé no se mojan en la cuestión de dónde
nació Cristo, aduciendo que no existen pruebas materiales suficientes para aventurar una
opinión. Creen que es aplicable el aforismo que los arqueólogos aprendemos el primer día de
clase: «La ausencia de la prueba no es la prueba de la ausencia».

NAZARET, UNA ALDEA AL SUR DE GALILEA


Si el rastro del Jesús histórico se pierde en Belén, vuelve a percibirse con bastante más
fuerza 105 kilómetros al norte, en Galilea, la región montañosa del norte de Israel. Tal y
como sugieren los nombres «Jesús de Nazaret» y «Jesús el nazareno», este se crio en
Nazaret, una pequeña aldea agrícola del sur de Galilea. Los expertos que conciben su figura
en términos estrictamente humanos –como un reformador religioso, un revolucionario social o
un profeta apocalíptico– indagan en las corrientes políticas, económicas y sociales de la
Galilea del siglo I en busca de las fuerzas en juego que pudieron dar lugar al hombre y
su misión.}
Con diferencia, el factor más poderoso de aquel tiempo a la hora de conformar la vida en
Galilea era el Imperio romano, que había sometido Palestina unos 60 años antes del
nacimiento de Jesús. La inmensa mayoría de los judíos aborrecían el férreo dominio de
Roma, con su fiscalidad tiránica y su religión idólatra, y muchos estudiosos ven en ese
descontento social el caldo de cultivo perfecto para el agitador judío que irrumpió en escena
vituperando a los ricos y poderosos y bendiciendo a los pobres y marginados.
Otros argumentan que la embestida de la cultura grecorromana moldeó a Jesús e hizo
de él un paladín de la justicia social menos judaico y más cosmopolita. En 1991 John
Dominic Crossan publicó El Jesús de la historia, un libro que cayó como una bomba. En
él formulaba la teoría de que Jesús era un sabio errante cuyo estilo de vida contracultural y
sus sentencias subversivas presentaban llamativos paralelismos con la doctrina de los cínicos.
Aquellos filósofos peripatéticos de la antigua Grecia no eran cínicos en la acepción moderna
del término, pero despreciaban las convenciones sociales, desde la higiene hasta el deseo de
obtener riqueza y estatus.
La heterodoxa hipótesis de Crossan se inspiraba hasta cierto punto en hallazgos
arqueológicos según los cuales Galilea –que siempre se había tenido por un enclave judío
rural aislado y atrasado– experimentaba en la época de Jesús un proceso de urbanización y
romanización mucho más significativo de lo que los expertos habían imaginado.
También se basaba en el hecho de que la ciudad donde se desarrolló la infancia de Jesús
estaba a apenas cinco kilómetros de Séforis, la capital provincial romana. Aunque en los
Evangelios no se habla de ella, la ambiciosa campaña de construcción alentada por el
tetrarca de Galilea, Herodes Antipas, habría atraído obreros cualificados de las aldeas
circundantes.

JESÚS, UN ARTESANO DE LA ZONA


Muchos estudiosos ven razonable imaginar a Jesús, un joven artesano de la zona, trabajando
en Séforis y cuestionándose los límites de la religión que sus mayores le habían inculcado. Un
espléndido día de primavera, después de que las lluvias caídas hayan tapizado de flores
silvestres las colinas de Galilea, recorrió a pie las ruinas de Séforis con Eric y Carol Meyers,
los arqueólogos de la Universidad Duke a quienes consulté al inicio de mi odisea.
El matrimonio dedicó 33 años a excavar el inmenso yacimiento que encendió un acalorado
debate académico sobre el grado de judaísmo de Galilea y, por extensión, del propio Jesús.
Eric Meyers se detiene frente a un montón de columnas. «Hubo bastante acritud», dice,
recordando las décadas de disputas a cuento de la influencia de una ciudad en pleno proceso
de helenización sobre un joven campesino judío.
Se detiene en lo alto de un cerro y con un gesto de la mano abarca una extensión de muros
cuidadosamente excavados. «Para llegar a las viviendas tuvimos que excavar un vivac de la
guerra de 1948. Incluso apareció un obús sirio sin explotar –explica–. ¡Y debajo encontramos
los mikvaot!».
Al menos 30 mikvés, los baños rituales judíos, puntean el barrio residencial de Séforis: es la
mayor concentración doméstica localizada hasta la fecha por los arqueólogos. Sumados
a los recipientes de piedra ceremoniales y a la destacada ausencia de huesos de cerdo (cuya
ingesta evitan los judíos que guardan la kashrut), constituyen una prueba clara de que
incluso aquella ciudad imperial seguía teniendo una marcada identidad judía durante
los años formativos de Jesús.
Este y otros datos recabados de excavaciones arqueológicas a lo largo y ancho de Galilea
han conducido a un importante viraje en la opinión de los expertos, dice Craig Evans,
profesor de orígenes del cristianismo en la Facultad de Pensamiento Cristiano de la
Universidad Baptista de Houston. «Gracias a la arqueología se produjo un cambio sustancial
en el concepto de Jesús, que pasó de helenista cosmopolita a judío observante».
Cuando Jesús rondaba los 30 años se sumergió en el Jordán con el predicador judío Juan
el Bautista y, según se narra en el Nuevo Testamento, la experiencia le cambió la vida. Al
salir del agua vio que el Espíritu Santo descendía sobre él «como una paloma» y oyó que la
voz de Dios proclamaba: «Este es mi Hijo muy querido, en quien me complazco». A raíz de
ese encuentro divino, Jesús emprendió una misión de prédicas y curaciones que comenzó en
Galilea y terminó, tres años después, con su ejecución en Jerusalén.
Una de sus primeras paradas fue Cafarnaúm, un pueblo de pescadores de la orilla
noroccidental de un gran lago de agua dulce llamado, para confusión de muchos, mar de
Galilea. Allí Jesús conoció a los pescadores que se convertirían en sus primeros
discípulos –Pedro y Andrés, que echaban las redes; Santiago y Juan, que las reparaban– y
estableció su primera base de operaciones. Conocido en la ruta turística cristiana como «la
ciudad de Jesús», el centro de peregrinación de Cafarnaúm pertenece hoy a los
franciscanos y está rodeado por una alta valla metálica. Justo al otro lado del portal de
acceso se alza sobre ocho pilares una iglesia de una modernidad incongruente. Es el Memorial
de san Pedro, consagrado en 1990 sobre uno de los hallazgos más trascendentales del siglo
XX realizado por los arqueólogos que investigaban al Jesús histórico. Desde su original
elevación, la iglesia ofrece unas impresionantes vistas del lago, pero todas las miradas se
dirigen al centro del edificio, cuyos visitantes escudriñan con afán –por encima de una
barandilla y a través de un suelo de vidrio– las ruinas de una iglesia octogonal construida hace
unos 1.500 años.
Cuando en 1968 unos arqueólogos franciscanos excavaban por debajo de esa
estructura, descubrieron que se había erigido sobre los restos de una casa del siglo I.
Era la prueba de que una vivienda privada se había transformado en un foro de reunión
pública en un espacio de tiempo muy ajustado.
En la segunda mitad del siglo I –apenas unas décadas después de la crucifixión de Jesús–,
los bastos muros de piedra de aquella casa fueron enyesados y los utensilios de cocina dejaron
paso a las lámparas de aceite, propias de un lugar de congregación.

RELIGIÓN OFICIAL DEL IMPERIO


En siglos subsiguientes se grabaron en esos muros ruegos a Cristo, y para cuando el
cristianismo pasó a ser la religión oficial del Imperio romano, en el siglo IV, la morada se había
transformado en un centro de culto con una decoración elaborada. Desde entonces la
estructura ha venido conociéndose como la Casa de Pedro. Aunque es imposible demostrar
que ese discípulo morase realmente en aquella vivienda, muchos expertos dicen que es
plausible. Los Evangelios apuntan que Jesús curó a la suegra de Pedro, que padecía
unas fiebres, en la casa de esta en Cafarnaúm. La noticia del milagro corrió como la pólvora
y esa misma noche la suegra tenía a la puerta de su casa multitud de personas con algún
padecimiento. Jesús sanó a los enfermos y expulsó los demonios de los poseídos. Los relatos
de que grandes muchedumbres acudían a Jesús en busca de sanación concuerdan con
lo que revela la arqueología sobre la Palestina del siglo I, donde eran muy comunes
enfermedades como la lepra y la tuberculosis. Tras estudiar enterramientos en la Palestina
romana, el arqueólogo Byron McCane llegó a la conclusión de que entre dos terceras partes
y tres cuartas partes de las sepulturas analizadas contenían restos de niños y
adolescentes. Sobrevivir a los peligrosos años de la infancia aumentaba la probabilidad de
llegar a viejo, dice McCane. «En la época de Jesús, parece que la frontera crítica eran los 15
años».
Desde Cafarnaúm sigo el mar de Galilea hacia el sur hasta llegar a un kibutz que en 1986 fue
escenario de un gran revuelo, y de una excavación de emergencia. Una grave sequía había
disminuido de forma drástica el nivel del lago, y dos hermanos de la comunidad que buscaban
monedas antiguas en el lecho expuesto distinguieron el sutil contorno de una
embarcación. Los arqueólogos que la examinaron hallaron piezas de la época romana en
su interior y al lado del casco. La datación por carbono-14 confirmó la edad de la
barca: coincidía aproximadamente con la vida de Jesús. Aunque al principio se intentó
ocultar el descubrimiento, la noticia de que había aparecido «la barca de Jesús» fue un
reclamo para los buscadores de reliquias, que pusieron en peligro una pieza tan frágil.
Justo entonces volvió a llover y el nivel del lago empezó a recuperarse. Se emprendió entonces
una «excavación de rescate» a marchas forzadas. En tan solo 11 días se completó un proyecto
que en condiciones normales habría exigido meses de planeamiento y ejecución.
Aquella preciada embarcación ocupa hoy un lugar de honor en un museo del kibutz, cerca del
lugar donde fue descubierta. Con unos ocho metros de eslora y dos de manga, podría dar
cabida a 13 hombres, aunque no hay prueba alguna de que Jesús y sus doce apóstoles
navegasen en aquella nave en concreto. Para ser franca, no es precisamente una belleza: un
esqueleto de tablones parcheados y reparados una y otra vez, hasta que al final lo
desmantelaron y hundieron.
«Fueron reparando y reparando la barca hasta que ya no tuvo arreglo posible –dice Crossan–
, pero su valor historiográfico es incalculable. Ver cuánto trabajo tuvieron que invertir para
mantenerla a flote dice mucho sobre el contexto económico del mar de Galilea y la actividad
pesquera en tiempos de Jesús».
Otro hallazgo espectacular tuvo lugar más al sur, a dos kilómetros de la barca de Jesús, en
el yacimiento de la antigua Magdala, el pueblo natal de María Magdalena, devota seguidora
de Jesús. Los arqueólogos franciscanos empezaron a excavar parte de la ciudad en los
años setenta, pero la mitad norte seguía oculta bajo un complejo turístico abandonado a orillas
del lago. Hasta que llegó el padre Juan Solana, delegado papal a cargo de supervisar un
albergue de peregrinos en Jerusalén. En 2004 Solana decidió construir un retiro de
peregrinos en Galilea, así que se dispuso a recabar millones de dólares y adquirir parcelas
de terreno a orillas del lago, incluido el complejo turístico.

ARQUEOLOGÍA CRISTIANA
En 2009, ante el inicio de las obras, un equipo de arqueólogos de la Autoridad de Antigüedades
de Israel se presentó en el lugar para llevar a cabo la inspección que exige la ley. Tras varias
semanas de calicatas, hallaron para asombro general las ruinas soterradas de una
sinagoga de la época de Jesús. Era la primera estructura de su género desenterrada en
Galilea. El hallazgo era especialmente significativo porque refutaba de una vez por todas
el argumento escéptico de que en Galilea no existieron sinagogas hasta varias décadas
después de muerto Jesús. Si los escépticos hubiesen tenido razón, habría sido el fin del
retrato evangélico de Jesús como un fiel judío que acudía a la sinagoga, escenario
habitual de su magisterio y sus milagros. Al excavar las ruinas, los arqueólogos sacaron
a la luz unos muros recorridos por bancos –señal de que se trataba de una sinagoga– y un
suelo de mosaico. En el centro de la sala descubrieron una piedra del tamaño de un
baúl decorada con bajorrelieves que reproducían los elementos más sagrados
del Templo de Jerusalén. El hallazgo de la Piedra de Magdala, como se conoce la pieza,
dio el golpe de gracia a la idea, entonces en boga, de que los galileos eran unos rústicos
impíos aislados del centro religioso de Israel.
Si los escépticos hubiesen tenido razón, habría sido el fin del retrato
evangélico de Jesús como un fiel judío que acudía a la sinagoga.
Al seguir excavando, descubrieron una ciudad entera enterrada a menos de 30
centímetros de la superficie. El magnífico estado de conservación de las ruinas hizo que
algunos empezasen a llamar a Magdala «la Pompeya israelí”. La arqueóloga Dina Avshalom-
Gorni me guía por el yacimiento, señalándome los restos de almacenes, baños rituales y
una zona industrial donde se debía de preparar y vender pescado. «Es como si viera a las
mujeres comprando pescado aquí mismo», me dice, señalando los cimientos de los
puestos de piedra. ¿Y quién sabe? Es posible que una de aquellas compradoras fuese la
famosa hija nativa de la ciudad, María Magdalena. El padre Solana se acerca a saludarnos
y aprovecho para preguntarle qué dice a los visitantes que quieren saber si Jesús recorrió
estas mismas calles. «No podemos pretender dar respuesta a eso –admite–, pero somos
conscientes de cuántas veces los Evangelios mencionan a Jesús en una sinagoga de Galilea».
Habida cuenta de que la sinagoga funcionaba durante el ministerio de Jesús y quedaba a un
corto trayecto en barco desde Cafarnaúm, concluye Solana, «no tenemos motivos para negar
o dudar de que Jesús estuvo aquí».
En cada parada de mi viaje por Galilea, las sutiles huellas de Jesús parecían algo más
definidas, menos borrosas. Pero no llegaron a dibujarse con nitidez hasta que regresé a
Jerusalén. En el Nuevo Testamento, esta ciudad ancestral es el escenario de muchos de sus
milagros y de sus momentos más dramáticos: la entrada triunfal, la expulsión de los
mercaderes del Templo, las sanaciones de las piscinas de Betesda y Siloé (ambas localizadas
en excavaciones arqueológicas), sus conflictos con las autoridades religiosas, su última cena
pascual, su agónica plegaria en el huerto de Getsemaní, su juicio y ejecución, su enterramiento
y resurrección.
Pese a divergir en el relato del nacimiento de Jesús, los cuatro Evangelios coinciden bastante
al narrar su muerte. Habiendo llegado a Jerusalén para celebrar la Pascua, Jesús es llevado
ante el sumo sacerdote Caifás y acusado de verter blasfemias y amenazas contra el Templo.
Condenado a muerte por el gobernador romano Poncio Pilato, es crucificado en una colina
fuera de las murallas de la ciudad y sepultado en las inmediaciones, en una tumba excavada
en la roca.
La ubicación tradicional de esa tumba, dentro de lo que hoy es la iglesia del Santo
Sepulcro, se considera el lugar más sagrado de la cristiandad. También es el lugar que
encendió mi interés por el Jesús histórico. En 2016 hice varios viajes a esa iglesia para
documentar las sucesivas restauraciones del edículo, el santuario que alberga la supuesta
sepultura de Jesús. Ahora, en plena Semana Santa, regreso para verlo en todo su esplendor,
reforzado y limpio de hollín.

MILES DE PEREGRINOS EN EL SANTO SEPULCRO


Apretujada entre los peregrinos que hacen cola para acceder al minúsculo santuario, recuerdo
las noches que pasé en el interior de la iglesia vacía con el equipo de restauradores,
descubriendo siglos y siglos de grafitis y tumbas de reyes cruzados.
Me maravillo ante los numerosos hallazgos arqueológicos que, a lo largo de los años, tanto
en Jerusalén como en otros lugares, han aportado credibilidad a las Escrituras y a
las tradiciones que rodean la muerte de Jesús, como es el caso de un ornamentado
osario que quizá contenga los huesos de Caifás, una inscripción que alude al mandato
de Poncio Pilato y un hueso calcáneo perforado por un clavo de hierro para
crucifixiones hallado dentro de la tumba de un judío llamado Yehohanan en Jerusalén.
También me impresionan las múltiples cadenas de indicios que aquí convergen. A apenas
unos metros de la sepultura de Cristo hay otros sepulcros contemporáneos, confirmación de
que esta iglesia, destruida y reconstruida dos veces, se levantó efectivamente sobre una
necrópolis judía. Recuerdo estar sola dentro del sepulcro, cuyo revestimiento de mármol se
había retirado provisionalmente, y sentirme abrumada al saber que contemplaba uno de los
monumentos más importantes del mundo: un sencillo saliente de piedra caliza que se venera
desde hace milenios, una estampa que nadie había visto en quizá mil años.
Sentía el peso de todos los interrogantes históricos que aquel instante revelador, tan
fugaz como espectacular, acabaría por responder. Hoy, en mi visita pascual, estoy una vez
más dentro de la tumba, compartiendo su angostura con tres rusas que cubren su
cabeza con pañuelo. El mármol está de nuevo en su lugar, protegiendo el lecho funerario de
los besos y los rosarios y las estampas que continuamente friegan y refriegan la superficie
pulimentada por el tiempo. La más joven de las tres ruega en un susurro a Jesús que sane a
su hijo Yevgeni, enfermo de leucemia.
Desde la puerta, un sacerdote nos recuerda a voces que se nos ha acabado el tiempo, que
hay más peregrinos esperando. De mala gana, las mujeres se levantan y salen en fila; yo las
sigo. En ese momento comprendo que para los creyentes sinceros la búsqueda científica del
Jesús histórico y no sobrenatural carece de importancia. Es una búsqueda que no concluirá
jamás, cuajada de teorías mudables, dudas irresolubles, datos irreconciliables. Pero para los
fieles verdaderos, su fe en la vida, la muerte y la Resurrección del Hijo de Dios es una
prueba más que suficiente.

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