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El despacho que Eugenio Alliata tiene en Jerusalén es el típico del arqueólogo que prefiere
estar manchándose de tierra a pie de excavación que estar entre cuatro paredes poniendo
orden. En un rincón cría polvo un equipo informático estropeado. Los informes de excavación
comparten las abarrotadas estanterías con cintas métricas y otros implementos del oficio.
Es como el despacho de cualquier arqueólogo que he conocido en Oriente Próximo, con la
diferencia de que Alliata viste hábito marrón de fraile franciscano y tiene su gabinete en
el monasterio de la Flagelación, que según la tradición eclesiástica se alza en el lugar
exacto en que Jesucristo, ya condenado a muerte, fue azotado por los soldados romanos
y coronado de espinas.
«Tradición» es una palabra que se repite muy a menudo en este rincón del mundo, donde
masas de turistas y de peregrinos atestan decenas de lugares que, según la tradición,
constituyen los escenarios de la vida de Cristo, desde su cuna en Belén hasta su sepultura
en Jerusalén.
Para una arqueóloga reconvertida en periodista como yo, sabedora de que culturas enteras
brillaron y sucumbieron sin dejar tras de sí más que unos pocos vestigios sobre la Tierra,
buscar en un paisaje milenario evidencias de una sola persona se antoja la crónica de un
fracaso anunciado, como intentar dar caza a un fantasma. Y si ese fantasma es nada menos
que Jesucristo, en quien más de 2.000 millones de habitantes del planeta ven al mismísimo
Hijo de Dios, en fin, ante tamaña tarea conviene buscar guía divina.
ARQUEOLOGÍA CRISTIANA
Y por ese motivo siempre que viajo a Jerusalén recalo una y otra vez en el monasterio de la
Flagelación, donde el padre Alliata nunca deja de recibirme –a mí y a mis preguntas– con una
paciencia infinita. En calidad de catedrático de arqueología cristiana y director del museo del
Studium Biblicum Franciscanum, forma parte de la misión franciscana que lleva 700 años
cuidando y protegiendo los lugares sagrados de Tierra Santa (y, desde el siglo XIX,
excavándolos de acuerdo con los principios científicos). Como hombre de fe, el padre Alliata
parece reconocer sin incomodidad hasta dónde puede llegar la arqueología, y hasta
dónde no, para revelar la figura fundamental del cristianismo. «Descubrir pruebas
arqueológicas de [un individuo concreto que vivió] hace 2.000 años sería algo raro y
excepcional –reconoce–. Pero tampoco puede negarse que Jesús dejó una huella histórica».
De esas huellas, las más importantes (y puede que también las más controvertidas) son con
diferencia los textos del Nuevo Testamento, sobre todo los primeros cuatro libros:
los Evangelios de Mateo, Marcos, Lucas y Juan.
¿Pero qué tienen que ver esos textos antiguos, escritos en la segunda mitad del siglo I, y las
tradiciones que inspiraron con la labor de los arqueólogos?
«La tradición aporta vida a la arqueología y la arqueología aporta vida a la tradición –responde
el padre Alliata–. A veces van de la mano; otras, no –hace una pausa y esboza una media
sonrisa–, lo cual resulta más interesante».
Y así, con la bendición del padre Alliata, me dispongo a seguir los pasos de Jesús,
visitando los escenarios de su historia tal y como la relatan los evangelistas y la
interpretan generaciones enteras de eruditos. Por el camino espero descubrir cómo cuadran
las narraciones y las tradiciones cristianas con los descubrimientos de los arqueólogos que
hace unos 150 años empezaron a cribar a conciencia las entrañas de Tierra Santa. Pero
antes de emprender mi peregrinación necesito sondear un interrogante explosivo que se
agazapa tras las sombras del estudio del Jesús histórico:
¿es posible que Jesucristo no haya existido jamás, que la historia que narran las
vidrieras sea pura invención?
Así lo sostiene sin tapujos más de un escéptico, pero ningún experto académico, en especial
ningún arqueólogo, cuya labor suele poner los pies en la tierra –literalmente– a quienes
especulan en alas de la fantasía.
¿Es posible que Jesucristo no haya existido jamás, que la historia que
narran las vidrieras sea pura invención?
«No conozco un solo experto de los círculos convencionales que ponga en entredicho la
historicidad de Jesús –me dijo Eric Meyers, arqueólogo y profesor emérito de estudios
judaicos de la Universidad Duke–. Los detalles se debaten desde hace siglos, pero nadie
mínimamente serio pone en duda que haya sido un personaje histórico».
Prácticamente lo mismo oí de boca de Byron McCane, arqueólogo y profesor de historia de la
Universidad Atlántica de Florida. «No se me ocurre ningún otro caso que cuadre tan bien en
su contexto temporal y espacial, pero cuya existencia se niegue», dijo. Incluso John Dominic
Crossan, exsacerdote y codirector del Jesús Seminar, un polémico foro para expertos, cree
que los escépticos radicales van demasiado lejos. Cierto es que los relatos de los milagros de
Jesús –curar enfermos con la palabra, dar de comer a las muchedumbres con unos pocos
panes y peces, incluso resucitar a un hombre que llevaba cuatro días muerto– se atragantan
a las mentes modernas, pero esto no es razón para concluir que Jesús de Nazaret fuese
una fábula religiosa. «Los datos de que hizo determinadas cosas en Galilea, en Jerusalén,
que murió ejecutado… cuadran perfectamente en un escenario histórico muy concreto»,
me dijo.
DOS BANDOS DE EXPERTOS EN JESÚS
Los expertos en Jesús se alinean en dos bandos: los que creen que el Jesús taumaturgo de
los Evangelios es el Jesús auténtico y los que creen que el Jesús auténtico –el hombre que
inspiró el mito– está oculto en los Evangelios y ha de ser revelado por la investigación
histórica y el análisis literario. Ambos bandos apelan a la arqueología.
Quienquiera que fuese Jesucristo –Dios, un hombre o el mayor montaje literario de la
historia–, la diversidad y devoción de sus discípulos modernos se materializa en un
colorido desfile de gente cuando llego a Belén, la ciudad milenaria que tradicionalmente se
considera su cuna. Los autobuses turísticos que franquean el puesto de control entre Jerusalén
y Cisjordania transportan una ONU virtual de peregrinos.
Uno por uno los autocares aparcan y descargan pasajeros que salen con los ojos
entrecerrados por el fulgor del sol: mujeres indias con saris multicolores, españoles con el logo
de la parroquia estampado en la mochila, etíopes con túnicas blancas como la nieve y crucifijos
de color añil tatuados en la frente.
Me acerco a un grupo de peregrinos nigerianos en la plaza del Pesebre y entro con ellos en
la basílica de la Natividad. Las altísimas naves están envueltas con lonas y andamios. Un
equipo de restauradores se afana en limpiar el hollín acumulado durante siglos en los mosaicos
dorados del siglo XII que flanquean los muros superiores, por encima de las vigas de cedro
talladas en el siglo VI. Rodeamos una sección del suelo que se ha levantado para dejar a la
vista la primera versión de la iglesia –erigida entre los años 330 y 340 por orden del primer
emperador romano de religión cristiana, Constantino– y bajamos a una gruta alumbrada con
lámparas y un nicho revestido de mármol.
Allí, una estrella de plata marca el lugar donde, según la tradición, nació Jesucristo. Los
peregrinos se hincan de rodillas para besar la estrella y posar las manos en la fría piedra pulida.
Pronto un celador de la iglesia los conmina a proseguir y dejar que otros tengan oportunidad
de tocar la roca santa (y, según su fe, al Niño Dios).}
La basílica de la Natividad es la iglesia cristiana más antigua todavía en uso, pero no
todos los expertos están de acuerdo en que Jesús de Nazaret naciese en Belén. Solo dos de
los cuatro Evangelios mencionan su nacimiento, y dan versiones distintas: el pesebre y los
pastores aparecen en el de Lucas; los reyes magos, la masacre de los inocentes y la huida a
Egipto, en el de Mateo. Hay quien cree que los evangelistas localizaron la Natividad en Belén
para vincular al campesino galileo con la ciudad de Judea de la que, según la profecía del
Antiguo Testamento, saldría el Mesías.
La arqueología, en general, poco tiene que decir al respecto. Al fin y al cabo, ¿qué
probabilidad existe de demostrar materialmente una visita fugaz de un par de aldeanos
hace 2.000 años? Hasta la fecha las excavaciones en la basílica de la Natividad y alrededores
no han aportado piezas de la época de Cristo, ni tampoco indicios de que los primeros
cristianos considerasen sacro aquel lugar. La primera prueba evidente de veneración data del
siglo III, cuando el teólogo Orígenes de Alejandría visitó Palestina y dejó escrito: «En Belén se
muestra la cueva en la que nació [Jesús]».
A principios del siglo IV el emperador Constantino envió una delegación imperial a Tierra
Santa con la misión de identificar los escenarios de la vida de Cristo y consagrarlos con iglesias
y santuarios. Habiendo localizado lo que consideraron el portal de Belén, los delegados
levantaron sobre él una rica iglesia, origen de la basílica actual.
Muchos de los especialistas con los que hablé no se mojan en la cuestión de dónde
nació Cristo, aduciendo que no existen pruebas materiales suficientes para aventurar una
opinión. Creen que es aplicable el aforismo que los arqueólogos aprendemos el primer día de
clase: «La ausencia de la prueba no es la prueba de la ausencia».
ARQUEOLOGÍA CRISTIANA
En 2009, ante el inicio de las obras, un equipo de arqueólogos de la Autoridad de Antigüedades
de Israel se presentó en el lugar para llevar a cabo la inspección que exige la ley. Tras varias
semanas de calicatas, hallaron para asombro general las ruinas soterradas de una
sinagoga de la época de Jesús. Era la primera estructura de su género desenterrada en
Galilea. El hallazgo era especialmente significativo porque refutaba de una vez por todas
el argumento escéptico de que en Galilea no existieron sinagogas hasta varias décadas
después de muerto Jesús. Si los escépticos hubiesen tenido razón, habría sido el fin del
retrato evangélico de Jesús como un fiel judío que acudía a la sinagoga, escenario
habitual de su magisterio y sus milagros. Al excavar las ruinas, los arqueólogos sacaron
a la luz unos muros recorridos por bancos –señal de que se trataba de una sinagoga– y un
suelo de mosaico. En el centro de la sala descubrieron una piedra del tamaño de un
baúl decorada con bajorrelieves que reproducían los elementos más sagrados
del Templo de Jerusalén. El hallazgo de la Piedra de Magdala, como se conoce la pieza,
dio el golpe de gracia a la idea, entonces en boga, de que los galileos eran unos rústicos
impíos aislados del centro religioso de Israel.
Si los escépticos hubiesen tenido razón, habría sido el fin del retrato
evangélico de Jesús como un fiel judío que acudía a la sinagoga.
Al seguir excavando, descubrieron una ciudad entera enterrada a menos de 30
centímetros de la superficie. El magnífico estado de conservación de las ruinas hizo que
algunos empezasen a llamar a Magdala «la Pompeya israelí”. La arqueóloga Dina Avshalom-
Gorni me guía por el yacimiento, señalándome los restos de almacenes, baños rituales y
una zona industrial donde se debía de preparar y vender pescado. «Es como si viera a las
mujeres comprando pescado aquí mismo», me dice, señalando los cimientos de los
puestos de piedra. ¿Y quién sabe? Es posible que una de aquellas compradoras fuese la
famosa hija nativa de la ciudad, María Magdalena. El padre Solana se acerca a saludarnos
y aprovecho para preguntarle qué dice a los visitantes que quieren saber si Jesús recorrió
estas mismas calles. «No podemos pretender dar respuesta a eso –admite–, pero somos
conscientes de cuántas veces los Evangelios mencionan a Jesús en una sinagoga de Galilea».
Habida cuenta de que la sinagoga funcionaba durante el ministerio de Jesús y quedaba a un
corto trayecto en barco desde Cafarnaúm, concluye Solana, «no tenemos motivos para negar
o dudar de que Jesús estuvo aquí».
En cada parada de mi viaje por Galilea, las sutiles huellas de Jesús parecían algo más
definidas, menos borrosas. Pero no llegaron a dibujarse con nitidez hasta que regresé a
Jerusalén. En el Nuevo Testamento, esta ciudad ancestral es el escenario de muchos de sus
milagros y de sus momentos más dramáticos: la entrada triunfal, la expulsión de los
mercaderes del Templo, las sanaciones de las piscinas de Betesda y Siloé (ambas localizadas
en excavaciones arqueológicas), sus conflictos con las autoridades religiosas, su última cena
pascual, su agónica plegaria en el huerto de Getsemaní, su juicio y ejecución, su enterramiento
y resurrección.
Pese a divergir en el relato del nacimiento de Jesús, los cuatro Evangelios coinciden bastante
al narrar su muerte. Habiendo llegado a Jerusalén para celebrar la Pascua, Jesús es llevado
ante el sumo sacerdote Caifás y acusado de verter blasfemias y amenazas contra el Templo.
Condenado a muerte por el gobernador romano Poncio Pilato, es crucificado en una colina
fuera de las murallas de la ciudad y sepultado en las inmediaciones, en una tumba excavada
en la roca.
La ubicación tradicional de esa tumba, dentro de lo que hoy es la iglesia del Santo
Sepulcro, se considera el lugar más sagrado de la cristiandad. También es el lugar que
encendió mi interés por el Jesús histórico. En 2016 hice varios viajes a esa iglesia para
documentar las sucesivas restauraciones del edículo, el santuario que alberga la supuesta
sepultura de Jesús. Ahora, en plena Semana Santa, regreso para verlo en todo su esplendor,
reforzado y limpio de hollín.