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Pero frente a estos libros, que serían los “Number One” de los libros sagrados, había
otros considerados fiel reflejo de la doctrina, y por tanto eran usados en mayor o
menor grado por unas u otras comunidades para su formación y su liturgia del
mismo modo que los anteriores. Así alcanzaron un gran reconocimiento libros hoy
no canónicos pero que eran considerados inspirados en muchas partes, como por
ejemplo El Pastor de Hermas (de mediados del s.II), la Didaché (catecismo de la 2ª
mitad del siglo I), Epístola del papa Clemente (año 96), Apocalipsis de Pedro
(primer tercio del siglo II).
Y por último estaría “la tercera división”, con otra serie de libros que no se
consideraban “perfectos” ni libres de errores doctrinales, pero que eran ampliamente
usados en muchas zonas (aunque no en la liturgia) porque también en ellos se podían
encontrar cosas verdaderas; y ahí tenemos desde libros apócrifos hasta las cartas y
libros de los padres de la Iglesia.
IGLESIA PRIMITIVA
Jesús no escribió nada, y sus apóstoles tampoco escribieron nada hasta años después
de morir Jesús (y la mayoría ni eso), así que el cristianismo comenzó
transmitiéndose oralmente y usando las Escrituras judías no para buscar doctrinas
sino para demostrar con ellas que Jesús es el Mesías. Luego van poco a poco
apareciendo cartas de los apóstoles y otros libros, como los evangelios. Estos
escritos van lentamente difundiéndose y usándose como apoyo a la predicación de
los apóstoles y, muertos estos, de sus seguidores. Esta predicación oral es la que
sobre todo durante los tres primeros siglos se considera la auténtica base de la fe
cristiana. Los escritos sólo irán ganando importancia como fundamento de la fe poco
a poco, y más o menos en el siglo IV podríamos pensar que Tradición y Escritos se
constituyen como las dos columnas sobre las que se asienta la doctrina cristiana,
pero siendo la Tradición el fundamento último. Las siguientes opiniones de los
primeros Padres reflejan muy bien esta percepción de las Escrituras como algo
secundario:
Siendo, pues, tantos los testimonios, ya no es preciso buscar en otros la verdad que
tan fácil es recibir de la Iglesia, ya que los Apóstoles depositaron en ella, como en
un rico almacén, todo lo referente a la verdad, a fin de que «cuantos lo quieran
saquen de ella el agua de la vida» […] Entonces, si se halla alguna divergencia aun
en alguna cosa mínima, ¿no sería conveniente volver los ojos a las Iglesias más
antiguas, en las cuales los Apóstoles vivieron, a fin de tomar de ellas la doctrina para
resolver la cuestión, lo que es más claro y seguro? Incluso si los Apóstoles no nos
hubiesen dejado sus escritos, ¿no hubiera sido necesario seguir el orden de la
Tradición que ellos legaron a aquellos a quienes confiaron las Iglesias? (San Ireneo
de Lyon, Contra las herejías III,4,1. Año 180).
Fíjense que San Ireneo defiende que en caso de dudas doctrinales hay que consultar
a las Iglesias antiguas, guardianas de la Tradición, en lugar de pedir que se acudan a
las Escrituras, e incluso habla de las Escrituras como algo (importante pero)
innecesario, pues tenemos la Tradición para decidir qué es o no doctrina verdadera.
Esta postura, que hoy puede chocar, es lógica si tenemos en cuenta que a la hora de
aceptar o rechazar los libros del canon del Nuevo Testamento se tuvo en cuenta si
eran escritos apostólicos, con lo cual han de ser aceptados por venir de la misma
fuente que la predicación oral, o si contenían alguna doctrina errónea. O sea, si un
libro chocaba con la Tradición se rechazaba, así que era la Tradición la vara de
medir de toda doctrina, y también de las Escrituras, y por tanto en caso de duda no
tenía sentido acudir a los escritos, sino a la fuente misma de esos escritos, que era la
predicación apostólica custodiada especialmente en las iglesias fundadas por ellos
(Roma, Alejandría, Éfeso, etc.)
LA POSTURA DE ORIENTE
LA AUTORIDAD DE LA IGLESIA
En este punto recordemos que la Iglesia normalmente sólo ve necesario hacer una
declaración oficial, y más aún dogmática, cuando una verdad de la fe es atacada, y
así por ejemplo Jesús fue siempre considerado Dios ya por los mismos apóstoles,
que lo llaman Señor, pero el dogma de la divinidad de Jesús no se promulgó hasta el
Concilio de Nicea (año 325), precisamente porque fue entonces cuando el
arrianismo atacó esta doctrina. Por eso mismo, como el canon del Nuevo
Testamento tuvo pocas divergencias y poco a poco se fue alcanzando un consenso,
la Iglesia no sintió al principio la necesidad de proclamarlo oficialmente. La base del
cristianismo estaba (y está) en la Tradición, y ésta, cuando no era o es desafiada, no
necesita de ninguna declaración oficial (papa o concilios) para ser sostenida. Pero
eso no significa que la Iglesia como institución se desentendiera del asunto, pues su
papel de árbitro autorizado fue decisivo y lo único que puede asegurar certeza frente
a las opiniones diversas.
Es la Tradición la que en gran medida crea y elige el canon con la guía del Espíritu
Santo, pero desde el Concilio de Laodicea en oriente (año 363) y desde el de Roma
en occidente (año 382) se añade también la noción de que es la autoridad de la
Iglesia la que puede y debe intervenir para fijar el canon y eliminar dudas, y así
diferentes concilios de oriente y occidente (locales primero y ecuménicos después)
ofrecen listados normativos de qué libros se pueden y qué libros no se pueden leer
en la liturgia. Dios guía y ayuda a los primeros cristianos a discernir qué libros son
los inspirados, pero esta guía no se produce sólo a nivel de Iglesia-personas, pues
nunca hubo un consenso total espontáneo, sino también y en última instancia a
través de la autoridad que para atar y desatar concedió a su Iglesia-institución.
LA POSTURA DE OCCIDENTE
De este modo en el siglo IV aparece ya una lista del canon bíblico, no sólo del
Nuevo sino también del Antiguo Testamento, proclamada por el papa Dámaso I en
el Concilio de Roma (año 382). No falta quien pone en duda que esa lista
conservada fuera realmente parte del concilio o escrita por el papa, pero en cualquier
caso la lista estaba ahí y reflejaría el canon aceptado en ese momento, el cual es
idéntico en todo al canon católico actual en ambos testamentos. En ese mismo
concilio se decide celebrar un concilio para la iglesia africana, precisamente porque
también allí eran incapaces de llegar a un consenso total sobre el canon y se vio
necesario que la Iglesia actuara con autoridad en este asunto. Así comenzamos con
los concilios de Hipona (año 393), Cartago III (año 397) y Cartago IV (año 419). El
concilio de Hipona confirma el canon del de Roma para toda la iglesia africana
occidental. Cuatro años más tarde en Cartago III se vuelve a confirmar el canon
romano y de nuevo se da una lista de libros idéntica a la Biblia católica actual. En
Cartago IV la lista vuelve a ser la misma. De este modo, a donde no llegó el
consenso, actuó la autoridad de la Iglesia.
Las actas del concilio romano están incompletas, las del de Hipona no se conservan
(aunque aparecen resumidas en el de Cartago), pero de Cartago sí tenemos las actas
completas; por eso cuando se habla de cuándo se declaró oficialmente el canon
bíblico algunos mencionan al concilio de Roma (o al papa Dámaso I directamente),
otros Hipona y otros a Cartago. A efectos prácticos bien podemos establecer al papa
Dámaso I en el Concilio de Roma como la primera declaración oficial del canon
bíblico católico.
Para los que dudan de que este canon fuera el del papa Dámaso I tenemos otro dato
sin polémica en su tercer sucesor tan sólo 9 años más tarde: el papa Inocencio I
(401-417). Este papa le escribe una carta a san Exuperio, obispo de Tolosa (Francia)
el 20 de febrero del 405. En esta carta el papa responde a una pregunta sobre los
libros inspirados, y la lista que en ella le escribe el papa es la misma de Dámaso I, la
misma de los concilios africanos, la misma de Trento, la misma que hoy sigue
teniendo la Iglesia católica.
A medida que las Escrituras iban ganando mayor peso como base de las doctrinas
cristianas, disminuyó también la tolerancia a las disensiones y aumentó la necesidad
de tener claro qué era y qué no era escritura. Pero este proceso fue muy lento.
Mientras que Occidente ya en el siglo IV había zanjado el canon de forma oficial,
Oriente todavía aceptaba el canon por puro consenso, y al no estar oficialmente
cerrado seguimos listas que difieren entre sí en algunos puntos. Es de suponer que
“el canon de Dámaso” vigente ya en Occidente fuese visto también en Oriente como
una especie de estándar o referencia, pero ninguna postura oficial había sido tomada
para Oriente y las disputas y divergencias continuaron. Esto hizo que en el concilio
griego llamado Quinisexto o Trulano, celebrado en Constantinopla en el 692, los
orientales se planteasen oficialmente el asunto del canon, como ya había hecho
Occidente en sus concilios. En este concilio no se hace una lista del canon, sino que
se remite a las listas ya aceptadas, especialmente al catálogo del Concilio de Cartago
III, que como hemos visto es el de Dámaso I. En la práctica podemos pues decir que
en este concilio la Iglesia de oriente acepta ya oficialmente el mismo canon que la
de occidente, pero también explica por qué el debate sobre el canon no desapareció
por completo en oriente, pues este concilio no sólo remite al canon de Cartago III,
sino que también alude a las llamadas “Constituciones Apostólicas”, que divergían
de Cartago en algún que otro punto.
Alguien podría decir aquí que si el papa Dámaso I ya había promulgado el canon en
el concilio de Roma y el de Hipona se supone que su decisión debería haber sido
vinculante también para los griegos, pero cuestiones de obediencia aparte, el papa
promulgo el canon en concilios locales, que no eran vinculantes para la Iglesia
universal, por lo que los griegos quedaban fuera de su ámbito. Podríamos decir aquí
que el papa actuó como obispo de Roma y no como cabeza de la Iglesia. Se
proclama un canon oficial, pero no es un canon dogmático. Esta diferencia en esa
época no tenía importancia pues el canon no se veía amenazado y por ello no era
necesario blindarlo.
Y así quedaron las cosas, con un mismo canon oficial aceptado por todos, aunque
sin poner fin a algunas pequeñas disensiones aquí y allá, y oficializado
separadamente por Oriente y Occidente. Ya no volvemos a encontrar ninguna nueva
proclamación o reafirmación del canon hasta el siglo XV porque no era necesario.
En el año 1054 se produce el Gran Cisma que rompe a la Iglesia Católica por la
mitad, separando a Oriente y Occidente. Los motivos doctrinales para esta ruptura
fueron tan pequeños que hoy podrían parecernos casi ridículos, pero las verdaderas
causas eran políticas, y eran demasiado poderosas. La cristiandad oriental, que ya
en parte estaba bajo el yugo del Imperio árabe, sufre unos años más tarde una
amenaza aún mayor cuando los turcos empiezan su expansión por Asia Menor hasta
acabar con Constantinopla y su imperio en 1453, y a partir de entonces será el
propio sultán el que se encargue de impedir cualquier intento de acercamiento entre
ambas mitades de la Iglesia.
Pero desde la ruptura hasta la invasión turca ambas iglesias hicieron varios intentos
de reunificación. En estos intentos tampoco la política fue ajena, pues los bizantinos
buscaban la ayuda de Occidente para rechazar al invasor. Pocos años antes de la
caída de Constantinopla se celebra un concilio ecuménico al que asistirán las dos
iglesias y que producirá una corta reunificación. Será el Concilio de Florencia
(1431-1445). Y es en este concilio cuando por primera vez la Iglesia oriental y la
occidental tomen conjuntamente una postura oficial con respecto al canon. Puesto
que ambas por separado habían fijado ya oficialmente su canon, no es ninguna
sorpresa que el canon que desgrana el concilio sea el mismo que ya vimos en los
concilios de Roma y África. Es normal que algunos señalen Florencia como el
concilio donde se fija el canon bíblico, pues aunque ya estaba fijado, es aquí donde
por primera vez se expone el primer catálogo oficial de libros sagrados de la Iglesia
universal. Pero de nuevo el decreto no es propiamente una definición dogmática
solemne, sino más bien una profesión de fe que presenta la doctrina católica tal
como era aceptada universalmente. El decreto reproduce el canon completo,
siguiendo las definiciones de los sínodos cartaginenses.
Y ya no volvemos a encontrar ningún motivo para volver sobre este asunto hasta que
no aparece una amenaza seria contra el canon universal con la llegada de Lutero.
LA RUPTURA PROTESTANTE
En el canon bíblico, como en tantas otras cosas, Lutero rechaza las enseñanzas de la
Iglesia. Abandona el canon alejandrino del Antiguo Testamento, que era el que
mayoritariamente usaban los primeros cristianos y el único reconocido en todos los
concilios, y en su lugar aceptaba el canon judío, que no era como entonces pensaban
un canon hebreo más antiguo que el alejandrino, sino un canon fijado por los judíos
de finales del siglo primero en un momento en el que parte de su interés era situarse
frente a un cristianismo que se expandía a gran velocidad.
El Concilio de Trento (1546-1565) vuelve pues con el tema del canon. En la sesión
del 8 de abril de 1546 el Concilio no sólo reafirmó el canon, sino que esta vez
definió “semel pro sempre” (de una vez por todas) el canon de los libros sagrados.
La lista de libros, idéntica a la actual y a la de Dámaso I, comienza con estas
palabras:
“[El Concilio] estima deber suyo añadir junto a este decreto el índice de los libros
sagrados, para que nadie pueda caber duda de cuáles son los libros que el Concilio
recibe”.
LA PARADOJA PROTESTANTE
Esta idea presentaría para los protestantes un problema aún mayor que para los
católicos. A los católicos no nos debería suponer ninguna diferencia pensar que el
canon bíblico se cerró hace mil años o hace tres días, porque el papa y los concilios
tienen autoridad e inspiración divina para fijar la doctrina de modo infalible, así que
nuestra Biblia sería tan libre de error habiendo sida fijada ayer como hace dos mil
años. Pero los protestantes no tienen nada semejante. Ellos no pueden “crear” un
canon bíblico a partir de escritos diversos, ellos necesitan partir de un canon bíblico
ya creado para que todas sus doctrinas tengan sentido, pues toda su teología se basa
en la Sola Scriptura, la cual afirma que toda la verdad está en y sólo en la Biblia, así
que si no hay Biblia no hay doctrinas, y para que sus doctrinas sean verdaderas esa
Biblia necesariamente tiene que ser verdadera, sin que falte ningún libro ni tampoco
que sobre.
La Iglesia católica basó su doctrina en las enseñanzas de Jesús y los apóstoles, y sólo
después los escritos que hoy forman parte de la Biblia fueron desarrollándose y
siendo aceptados, y aunque la mayoría de esos textos llegaron al canon por
consenso, fue también necesaria la autoridad del papa y los concilios (bajo
inspiración divina) para poder fijar el canon sin posibilidad de error, pues el
consenso no era total. Pero el protestantismo no reconoce ninguna autoridad fuera de
la Biblia, por lo que no tendría ningún mecanismo para decidir un canon bíblico si
no estuviera ya creado. Es por eso que para el Nuevo Testamento aceptó como
infalible el canon establecido por la Iglesia Católica, y para el Antiguo Testamento
aceptó como infalible el canon establecido por los judíos de finales del siglo
primero.
La infalibilidad católica podría tener para ellos cierto sentido, pues aunque nos
consideren apóstatas somos cristianos. Mucho más sorprende que asuman como
infalible la decisión de un concilio (o algún mecanismo similar) formado por judíos
décadas después de Cristo, por lo que desde el punto de vista cristiano sería un
concilio herético sin ninguna protección divina en sus conclusiones. Esta paradoja se
debe a dos cosas: por un lado Lutero prefería apartarse del canon católico por marcar
diferencias y porque los libros en disputa daban apoyo bíblico a doctrinas que él
rechazaba; y por otro lado porque en aquellos tiempos no sabían que ese canon había
sido definido después de Cristo, sino que pensaban que ese canon era el mismo que
tenían los judíos de Jerusalén en tiempos de Jesús, y por tanto sí sería un canon de
inspiración divina, lo cual hoy sabemos que no es cierto.
En nuestro artículo sobre el canon del Antiguo Testamento explicamos con detalle el
asunto de los cánones judíos, pero como resumen digamos que el canon de Jerusalén
no estaba cerrado ni definido enteramente, así que cuando los judíos quisieron cerrar
su canon para blindarlo de la influencia cristiana, tuvieron que definirlo y rechazar
algunos libros que sí se habían usado en la Jerusalén de Jesús. Las primeras
evidencias que tenemos de un canon judío cerrado nos las da Flavio Josefo en el año
93 d.C. y el escritor de Esdras IV de la misma época o posterior. Por el contrario el
canon alejandrino estaba mucho más fijado (aunque no sin algunas diferencias) por
hallarse en la traducción griega de la Septuaginta, y por tanto fue creado no después
de Cristo, sino mucho antes de él; la traducción al griego de la Septuaginta comenzó
en el III a.C. y el canon se cerró a finales del II a.C. con la inclusión de Macabeos.
Además, aunque no falta polémica, parece probado que los escritores del Nuevo
Testamento que escribieron en griego utilizaban sobre todo la versión griega de la
Biblia (la Septuaginta) para sus citas del Antiguo Testamento, pues también estaban
escribiendo en griego. Es de notar también que los originales en hebreo de
Macabeos terminaron perdiéndose porque los judíos de finales del siglo primero no
lo incluyeron en su canon (aunque San Jerónimo aún llegó a ver una copia en
hebreo), por lo que la única versión que se conserva es la griega, precisamente
porque los primeros cristianos sí la tenían en sus biblias y así se pudo conservar.
Igualmente la Iglesia primitiva de los siglos I y II reconoce unánimemente como
inspirados a los libros deuteronómicos (de la Septuaginta pero que no fueron
incluidos en el posterior canon judío) y los cita con la misma autoridad que cita los
demás. Las dudas sobre ellos aparecerán más tarde, en los siglos III y IV, volviendo
la unanimidad en el V. Si los apóstoles, que conocían ambos cánones, permitieron
que sus seguidores usaran el canon alejandrino sin hacer ningún reproche, está claro
que no tenían nada que objetar en ello o su obligación habría sido dejar claro que el
canon alejandrino no era correcto.
En cualquier caso la concepción que los judíos tenían sobre el canon era parecida a
la que vimos entre los cristianos del principio, que más que tener concepto de una
colección de libros cerrada tenían diferentes grados de consenso. En el caso judío el
Pentateuco era aceptado por todos, los libros proféticos eran aceptados por la
mayoría, y luego hay otros libros con diferentes grados de consenso, y ahí es donde
tenemos a Jesús, en lo que hoy podríamos llamar “un canon líquido”. Por lo tanto lo
que los protestantes llaman “el canon hebreo” no es el canon de la época de Jesús,
sino el canon que los judíos fijaron décadas después de su muerte.
El caso es que los protestantes se encuentran ahora en la extraña posición de que su
infalible Biblia, base de toda su doctrina, se apoya en una columna cristiana
(católica) y en una columna judía (post-alianza) que no garantiza al 100% la verdad,
pues siendo el canon judío una decisión humana sin inspiración divina, basta con
que uno de los libros o fragmentos rechazados en él lo haya sido por error para que
su Biblia deje de ser infalible, o al menos le falte parte de la verdad, con
impredecibles consecuencias, pues una verdad menos supone como mínimo un error
más.
Pero volvamos ahora al asunto antes iniciado sobre por qué existían biblias católicas
que no recogían todos los libros del canon o que añadían libros no canónicos. Frente
a quienes ven en esto una prueba de que el canon no estaba cerrado, daremos aquí
las verdaderas razones que permitían estas pequeñas variaciones a pesar de que el
canon sí estaba cerrado y oficialmente sancionado.
Para conocer el canon oficial hay que acudir a Roma y a los concilios, no a esta o
aquella biblia editada por tal o cual editor de Amberes o Valladolid. El hecho de que
esos libros fueran traducidos por San Jerónimo tampoco demuestran que al principio
formaran parte del canon, pues buena parte de los libros del Antiguo Testamento
(apócrifos o canónicos) los escribió inicialmente a petición de algún amigo y
dirigido expresamente a ellos, como lo demuestra lo que dicen Jerónimo en los
prólogos a esos libros, que son más bien cartas que adjunta a sus amigos junto con la
traducción que les envía. Por eso tampoco resulta extraño que al imprimir o copiar
una biblia, incluyan libros no canónicos pero que habían sido traducidos por San
Jerónimo, y que de todas formas, como ocurría luego con las biblias protestantes, se
consideraba que algunos libros apócrifos, aun no siendo sagrados, tenían material de
interés para los fieles.
Es por eso que un listado de libros canónicos no basta para fijar con exactitud las
Escrituras Sagradas. Por eso Trento no se limita a listar el canon una vez más, sino
que se refiere a la vulgata como el modelo del canon y a continuación hace una
“edición oficial” de la vulgata en la cual se incluyen todos y sólo los libros y partes
de los libros que la Iglesia reconoce como sagrados. En 1590 ya estaba lista esta
edición oficial, llamada Vulgata Sixtina (por el papa Sixto V), que corregía los
errores de transcripción y edición y canon que pudiera haber en otras biblias que
circulaban por entonces. Era, por decirlo de algún modo, en sí misma el canon
sagrado. Unos años más tarde Clemente VIII saca una nueva edición en la que se
incluyen tres apócrifos que frecuentemente venían en las biblias anteriores, los
mencionados Esdras 1 y 2 y la oración de Manasés, pero en un apartado final y
claramente etiquetados como apócrifos; una prueba más de que no es lo mismo el
canon de la Biblia que los libros que vienen incluidos en una biblia. Esta vulgata fue
la edición oficial de la Iglesia Católica hasta 1979, cuando sale la nueva edición
llamada Nova Vulgata, con una traducción latina mejorada y ya sin anexo de
apócrifos.
Es por todo esto que Roma no se tomaba el interés ni veía la necesidad de ejercer un
férreo control sobre si todas las Biblias se ajustaban fielmente al canon o no, y por
qué la existencia de esas biblias con pequeñas variaciones no puede ser usada como
prueba de nada.
FLUCTUACIONES
Y nos queda aún una última cuestión que ha creado confusión en muchos artículos y
discusiones sobre este asunto. Al final publicamos en un apéndice los listados del
canon de los diferentes concilios de los que hablamos, y al compararlos se ven
algunas ligeras variaciones. No son idénticos. De ahí concluyen algunos varias
cosas, según cómo lo interpreten:
1- La autoridad del papa no era respetada en aquella época porque Dámaso I cerró el
canon pero ni los orientales ni los africanos se dieron por aludidos y necesitaron sus
propios concilios.
2- Los concilios no son inspirados por el Espíritu Santo porque ante una misma
cuestión no coinciden entre sí.
CONCLUSIÓN
Por todo lo que hemos visto está claro que es un error decir que el canon cristiano
fue un invento de los concilios o incluso del emperador Constantino, como afirman
algunas novelas, y por tanto un invento humano. Pero igualmente es un error
sostener que el canon llegó por puro consenso, como si los cristianos en general
hubieran tenido claro exactamente qué libros eran inspirados, sin necesidad de que
la Iglesia como institución interviniera; lo que muchos protestantes llaman “la
autoevidencia de las escrituras”.
La Iglesia cristiana desde muy pronto aceptó como sagrados un conjunto de libros
con bastante consenso, pero también con diferencias. El grueso del canon podemos
hacerlo descansar en la Tradición y en el consenso común, pero sin embargo algunos
libros del Antiguo y Nuevo Testamento eran discutidos. Para lograr llegar a un
canon único y universal no bastó el consenso, fue necesario que la Iglesia actuara
con autoridad y con infalibilidad. Por separado primero y en común después,
orientales y occidentales fijaron el canon en concilios, y la única garantía de que a
ese canon no le sobra ni falta ningún libro es que el Espíritu Santo libra a la Iglesia
de error. El canon católico quedó cerrado en el siglo IV con la declaración del papa
Dámaso I, confirmada por otros concilios locales y universales posteriores, y la
declaración dogmática de Trento es la garantía absoluta de que ese antiguo canon
era el verdadero. Nuestro canon surge de la Tradición pero fue definido
infaliblemente por la Iglesia en ejercicio de la autoridad que le viene del Espíritu
Santo.
Hemos elegido la conclusión final de un artículo protestante que nos parece refleja
bien la postura general de los protestantes ante este asunto del canon, al menos a
nivel popular. Copiamos a continuación (las negritas están en el artículo original):
Finalmente, sobre la razón por la cual los libros que componen nuestro Nuevo
Testamento son esos y no otros, podemos de buen grado asentir lo afirmado por la
Iglesia Católica nada menos que en el Concilio Vaticano I, sobre los libros del
canon:
Ahora bien, la Iglesia los tiene por sagrados y canónicos, no porque compuestos por
sola industria humana, hayan sido luego aprobados por ella; ni solamente porque
contengan la revelación sin error; sino porque escritos por inspiración del Espíritu
Santo, tienen a Dios por autor, y como tales han sido transmitidos a la misma
Iglesia.
Dado que los libros sagrados tienen una autoridad intrínseca que proviene de su
Autor, su carácter canónico no depende de la sanción humana en general, ni
eclesiástica en particular. La Iglesia católica antigua (de la cual por entonces era
parte la Iglesia de Roma) no decidió ni decretó el canon, sino que lo discernió o
reconoció, y a continuación lo confesó y proclamó.
De entrada el párrafo que citan de Vaticano I no sirve para su propósito, pues está
refiriéndose a la naturaleza de los libros sagrados, no al canon en sí. Efectivamente
los libros sagrados no fueron compuestos “por sola industria humana”, sino que
fueron inspirados, y por eso fueron aprobados. Ni tampoco son sagrados sólo por
carecer de errores, sino que son sagrados y los tenemos en el canon porque son
inspirados por Dios y como tales, como libros inspirados, han sido transmitidos a la
misma Iglesia. Pero no se dice allí que el canon ha sido transmitido, sino que esos
libros han sido transmitidos, es de los libros de lo que se está hablando.
Aun así, tampoco es imposible ver en esa expresión la idea de que la Iglesia de
Vaticano I habla de “un canon transmitido”, igualmente volveríamos a lo mismo. En
prácticamente todos los concilios que confirman el canon de Dámaso I se dice más o
menos la misma expresión “este es el canon que la Iglesia ha recibido”. ¿Recibido
de quién? Ni de Jesús ni de los apóstoles, evidentemente, pues en el siglo IV todavía
seguían los debates sobre este o aquél libro. Recibido de la Iglesia. En cada concilio
la Iglesia declara haber recibido ese canon de la Tradición, o sea, de las creencias de
los antiguos cristianos, de los concilios y de las declaraciones papales. Así se
expresa la Iglesia, es una constante en las declaraciones oficiales. Para entender esto
mejor vaya al apéndice C.
Es evidente que nadie le dijo a los cristianos del primer siglo qué libros eran y no
eran canónicos, y de hecho tenemos en los primeros siglos diferentes listados de
libros considerados Escrituras del Nuevo Testamento, pero en todos ellos faltan o
sobran libros, así que el proceso de discernimiento para saber reconocer cuáles son
esos libros inspirados no nos vino de los apóstoles ni de Jesús, sino que fue fruto de
un proceso lento que duró al menos cuatro siglos y que fue protagonizado por la
Iglesia, activamente, no pasivamente.
El articulista dice luego que los libros sagrados tienen una autoridad intrínseca que
procede de su Autor (o sea, Dios), y es cierto, pero vuelve a confundir libros con
canon al decir que “su carácter canónico no depende de la sanción humana ni
eclesiástica”. La realidad es que un libro inspirado tiene autoridad intrínseca sólo
desde el momento en que los hombres son capaces de reconocer que son inspirados.
Una antigua leyenda afirmaba que el canon se formó arrojando todos los libros
disputados a una hoguera; los libros sagrados saltaron fuera del fuego y el resto se
quemó. Pues bien, esta idea que el articulista expresa parece ir exactamente por ese
mismo camino, como si los libros sagrados por sí mismos fueran autoevidentes
(como efectivamente afirman) y los cristianos se hubieran limitado a aceptar la
evidencia, en cuyo caso la Iglesia no pintó nada en el proceso, que fue enteramente
divino.
Bonito pero muy lejos de la realidad, hubo libros que no fueron mayoritariamente
aceptados durante mucho tiempo, y otros que tardaron mucho tiempo en ser
rechazados, por tanto esa afirmación de que la Iglesia católica antigua no decidió el
canon sino que lo reconoció no se sostiene. No hubo un simple reconocimiento, sino
un lento proceso de discernimiento hasta tener la seguridad.
Esta infalibilidad significa no sólo que la Iglesia eligió correctamente, sino más
importante aún en este asunto, que podemos tener la total seguridad de que eligió
correctamente. ¿Y de dónde nos viene esa seguridad? De que el Espíritu Santo la
protege y por tanto sus decisiones doctrinales son infalibles. Pero aquí el protestante
se ve obligado a rechazar esta idea, pues se supone que esa Iglesia es apóstata y no
la verdadera. Y ahí empieza para ellos el problema. Ciertamente es una
contradicción afirmar que la Iglesia católica es apóstata y está paganizada y al
mismo tiempo aceptar como infalible un canon neotestamentario que ella ha
decidido. Peor aún, es también contradictorio aceptar como infalible su decisión
sobre el canon del N.T. y al mismo tiempo rechazar su decisión sobre el canon del
A.T. Pero si ellos no ven esas contradicciones es por lo que ese artículo muestra, en
el fondo piensan que el canon bíblico es algo que de algún extraño modo llegó a este
mundo independientemente de la Iglesia, como si la Iglesia se hubiera limitado a
recibirlo del cielo pasivamente, en cuyo caso da igual que fuese la Iglesia de Jesús o
una falsa Iglesia hereje, pues se limitó a recibir lo que Dios mandó a todos.
Si se atienen a los datos tendrán que aceptar una incómoda realidad: el canon bíblico
de su Nuevo Testamento no aparece íntegramente hasta después del Concilio de
Nicea, cuando en el 367 San Atanasio nos da por primera vez un canon idéntico al
actual. Tan sólo 5 años antes de Nicea tenemos el canon que nos da Eusebio de
Cesarea, y aunque ya varía muy poco del actual, todavía hay diferencias, así que el
ansiado consenso se produjo ya dentro de la Iglesia surgida de Nicea, esa misma a la
que algunos sectores protestantes tachan de sierva del Diablo. Pero tampoco
podemos tomarnos el canon de San Atanasio como el fin del consenso, pues en
oriente siguieron los debates sobre el canon. No será hasta que se pronuncien los
concilios (primero locales y luego universales) cuando ese canon se vaya
imponiendo por autoridad de la Iglesia y se pongan fin a los debates. Y si aún así
quieren negar la evidencia e insisten en que el canon se deriva exclusivamente de un
consenso, tendrán que explicar por qué ellos no aceptaron igualmente el consenso
que se produjo poco después en torno al Antiguo Testamento, pues cualquier
explicación que sirva para legitimar un canon serviría igualmente para legitimar el
otro, y si no nos podemos fiar del uno, el otro queda igualmente en duda.
La única forma de resolver ese problema sería si aquella Iglesia que configuró el
canon hubiera sido protestante, pero tal cosa no sólo no es histórica, sino que es
además imposible porque no se puede ser protestante sin tener un canon definido,
pues no es posible la Sola Scriptura si no hay una clara Scriptura de la que partir, lo
cual también echa por tierra la ilusión de aquellos convencidos de que las primeras
comunidades cristianas que aparecen en Hechos eran comunidades protestantes, de
modo que ellos serían en realidad los herederos de la Iglesia apostólica y no los
católicos. ¿Escrituristas antes de las Escrituras? Imposible.
APÉNDICE B
Cuando sus co-discípulos y obispos le animaron, dijo Juan, “Ayunad junto conmigo
durante tres días a partir de hoy, y, lo que nos fuera revelado, contémoslo el uno al
otro“. Esta misma noche le fue revelado a Andrés, uno de los apóstoles, que Juan
debería escribir todo en nombre propio, y que ellos deberían revisárselo. Por lo
tanto, aunque se enseñan comienzos distintos para los varios libros del evangelio, no
hace diferencia para la fe de los creyentes, ya que en cada uno de ellos todo ha sido
declarado por un solo Espíritu, referente a su natividad, pasión, y resurrección, su
asociación con sus discípulos, su doble advenimiento – su primero en humildad,
cuando fue despreciado, el cual ya pasó; su segundo en poder real, su vuelta. No es
de extrañar, por lo tanto, que Juan presentara de forma tan constante los detalles por
separado en sus cartas también, diciendo de sí mismo: “Lo que hemos visto con
nuestros ojos y oído con nuestros oídos y hemos tocado con nuestras manos, éstas
cosas hemos escrito“. Porque de esta manera pretende ser no sólo un espectador sino
uno que escuchó, y también uno que escribía de forma ordenada los hechos
maravillosos acerca de nuestro Señor.
Los Hechos de todos los apóstoles han sido escritos en un libro. Dirigiéndose al
excelentísimo Teófilo, Lucas incluye una por una las cosas que fueron hechas
delante de sus propios ojos, lo que él muestra claramente al omitir la pasión de
Pedro, y también la salida de Pablo al partir de la Ciudad [esta ciudad de Roma] para
España.
En cuanto a las cartas de Pablo, ellas mismas muestran a los que deseen entender
desde qué lugar y con cuál fin fueron escritas. En primer lugar [escribió] a los
Corintios prohibiendo divisiones y herejías; luego a los Gálatas [prohibiendo] la
circuncisión; a los Romanos escribió extensamente acerca del orden de las escrituras
y también insistiendo que Cristo fuese el tema central de éstas. Nos es necesario dar
un informe bien argumentado de todos éstos ya que el bendito apóstol Pablo mismo,
siguiendo el orden de su predecesor Juan, pero sin nombrarle, escribe a siete iglesias
en el siguiente orden: primero a los Corintios, segundo a los Efesios, en tercer lugar
a los Filipenses, en cuarto lugar a los Colosenses, en quinto lugar a los Gálatas, en
sexto lugar a los Tesalonicenses, y en séptimo lugar a los Romanos. Sin embargo,
aunque [el mensaje] se repita a los Corinitios y los Tesalonicenses para su
reprobación, se reconoce a una iglesia como difundida a través del mundo entero.
Porque también Juan, aunque escribe a siete iglesias en el Apocalipsis, sin embargo
escribe a todas. Además, [Pablo escribe] una [carta] a Filemón, una a Tito, dos a
Timoteo, en amor y afecto; pero han sido santificadas para el honor de la iglesia
católica en la regulación de la disciplina eclesiástica.
Se dice que existe otra carta en nombre de Pablo a los Laodicenses, y otra a los
Alejandrinos, [ambos] falsificadas según la herejía de Marción, y muchas otras
cosas que no pueden ser recibidas en la iglesia católica, ya que no es apropiado que
el veneno se mezcle con la miel.
Pero la carta de Judas y las dos superscritas con el nombre de Juan han sido
aceptadas en la [iglesia] católica; la Sabiduría también, escrita por los amigos de
Salomón en su honor. El Apocalipsis de Juan también recibimos, y el de Pedro, el
cual algunos de los nuestros no permiten ser leído en la iglesia. Pero el Pastor fue
escrito por Hermas en la ciudad de Roma bastante recientemente, en nuestros
propios días, cuando su hermano Pío ocupaba la silla del obispo en la iglesia de la
ciudad de Roma; por lo tanto sí puede ser leído, pero no puede ser dado a la gente en
la iglesia ni entre los profetas, ya que su número es completo, ni entre los apóstoles
al final de los tiempos.
En este apéndice copiaremos los decretos que poseemos referentes al canon bíblico
en cada concilio de los comentados.
Asimismo se decreta: Ahora hay que tratar de las Escrituras divinas, aquello que ha
de recibir la universal Iglesia Católica y aquello que debe evitar. Empieza la relación
del Antiguo Testamento: un libro del Génesis, un libro del Éxodo, un libro del
Levítico, un libro de los Números, un libro del Deuteronomio, un libro de Jesús
Navé [= Josué], un libro de los Jueces, un libro de Rut, cuatro libros de los Reyes [=
Samuel 1, 2 y Reyes 1, 2], dos libros de los Paralipómenos [= Crónicas 1 y 2], un
libro de ciento cincuenta Salmos, tres libros de Salomón: un libro de Proverbios, un
libro de Eclesiastés, un libro del Cantar de los Cantares; igualmente un libro de la
Sabiduría, un libro del Eclesiástico. Sigue la relación de los profetas: un libro de
Isaías, un libro de Jeremías [= Jeremías + Baruc], con Cinoth, es decir, sus
lamentaciones, un libro de Ezequiel, un libro de Daniel, un libro de Oseas, un libro
de Amós, un libro de Miqueas, un libro de Joel, un libro de Abdías, un libro de
Jonás, un libro de Naún, un libro de Abacuc, un libro de Sofonías, un libro de Agéo,
un libro de Zacarías, un libro de Malaquías. Sigue la relación de las historias: un
libro de Job, un libro de Tobías, dos libros de Esdras [= Esdras y Nehemías], un
libro de Ester, un libro de Judit, dos libros de los Macabeos [= Macabeos 1 y 2].
Así mismo, de las listas de las Escrituras del Nuevo y Eterno Testamento, el cual es
recibido por la Iglesia Católica: de los Evangelios, un libro según Mateo, un libro
según Marcos, un libro según Lucas, un libro según Juan. Las Epístolas del apóstol
Pablo, en número de 14: 1 a los romanos, 2 a los corintios, 1 a los efesios, 2 a los
tesalonicenses, 1 a los gálatas, 1 a los filipenses, 1 a los colosenses, 2 a Timoteo, 1 a
Tito, 1 a Filemón, 1 a los hebreos. Así mismo, el Apocalipsis de Juan. Y los Hechos
de los Apóstoles. Así mismo, las Epístolas canónicas son siete: dos del apóstol
Pedro, una del apóstol Santiago, una del apóstol Juan, dos del otro Juan, el
presbítero, una del apóstol Judas el Zelote. Y así concluye el canon del Nuevo
Testamento.
Así mismo se decreta: después del anuncio de todos estos escritos proféticos,
evangélicos o también apostólicos, que hemos listado arriba como Escrituras, sobre
la cual se funda la Iglesia por la gracia de Dios, hemos considerado que se debe
proclamar que aunque todas las Iglesias católicas desparramadas por el mundo no
son sino una sola novia de Cristo, sin embargo la santa Iglesia de Roma debe ser
colocada en primer lugar, no por decisión conciliar de las otras Iglesias, sino por
haber recibido el primado por la voz evangélica de nuestro Señor y Salvador, el cual
dijo: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra construiré mi Iglesia, y las puertas del
infierno no prevalecerán contra ella; y te daré las llaves del reino de los cielos; todo
lo que tú ates en la tierra será atado en el cielo, y todo lo que desates en la tierra
quedará desatado en el cielo.”
Otro dato a favor de la autenticidad de estas actas es algo que fácilmente puede
pasar desapercibido. En todas las declaraciones conciliares la Iglesia siempre dice
que no se está inventando ningún canon, sino que está proclamando el canon “que
hemos recibido“. ¿Recibido de quién? no de Jesús ni de los apóstoles, claro, sino de
la propia Iglesia anterior, de los concilios anteriores, en donde ya se había fijado el
canon y por tanto era ya parte de la Tradición. Por supuesto ese canon no se lo ha
inventado ningún concilio, se parte de un amplio consenso del pueblo cristiano, pero
ese consenso no bastaba, la autoridad de la Iglesia, el Magisterio guiado por el
Espíritu Santo, tiene que intervenir y zanjar la cuestión, y ahí entraron los concilios.
Pero entonces el primer concilio en fijar el canon no podría decir “este es el canon
que hemos recibido”. Y efectivamente, estas actas del Concilio de Roma lo que nos
dicen literalmente es “Hay que tratar de las Escrituras divinas, aquello que ha de
recibir la universal Iglesia Católica.” Si todos los concilios afirman estar recibiendo
el canon, este concilio es el único que afirma lo contrario, que va a proclamar
“aquello que la Iglesia ha de recibir“. Y por eso no sorprende en absoluto que a
continuación se recuerde la autoridad de Roma y se cite aquello de “todo lo que tú
ates en la tierra será atado en el cielo”.
Se reafirmó por segunda vez el canon del Papa Dámaso I con estas palabras:
Hemos decidido que en las iglesias no se lea nada bajo el nombre de “divinas
Escrituras” excepto las Escrituras canónicas. Y las Escrituras canónicas son las
siguientes:
Génesis, Éxodo, Levítico, Números, Deuteronomio, Josué hijo de Nun, Jueces, Rut,
Reyes (4 libros), Crónicas (2 libros), Job, los Salmos, los 5 libros de Salomón
(incluyendo Sabiduría y el Eclesiástico o Sirac), los 12 libros de los Profetas [=
Profetas menores], Isaías, Jeremías, Daniel, Ezequiel, Tobías, Judit, Esther, Esdras
(2 libros) [= Esdras y Nehemías], Macabeos (2 libros).
[canon XXXVI del Concilio de Hipona tal como se leyó en el III de Cartago]
Hemos decidido que en las iglesias no se lea nada bajo el nombre de “divinas
Escrituras” excepto las Escrituras canónicas. Y las Escrituras canónicas son las
siguientes: Génesis, Éxodo, Levítico, Números, Deuteronomio, Josué hijo de Nun,
Jueces, Rut, 4 libros de Reyes [= 1, 2 Reyes y 1 , 2 Samuel], 2 de Paralipomenos [=
Crónicas], Job, El Salterio [= Salmos], 5 libros de Salomón (Proverbios, Eclesiastés,
el Cantar de los Cantares, Sabiduría y Sirac [= Eclesiástico]), los 12 libros de los
Profetas [= Profetas menores], Isaías, Jeremías [= Jeremías, Lamentaciones y
Baruc], Ezequiel, Daniel, Tobías, Judit, Esther, 2 libros de Esdras [= Esdras y
Nehemías], 2 libros de Macabeos.
Del Nuevo Testamento: cuatro libros de los Evangelios, uno de los Hechos de los
Apóstoles, trece epístolas del apóstol Pablo, otra epístola del mismo [autor] a los
hebreos, dos epístolas del apóstol Pedro, tres de Juan, una de Santiago, una de Judas,
un libro del Apocalipsis de Juan.
Sobre la confirmación de este canon consúltese la Iglesia transmarina [= Roma]. Sea
lícito también leer las pasiones de los mártires, cuando se celebran sus aniversarios.
Vuelve a confirmarse el mismo canon de Dámaso I y otra vez se pide que el canon
propuesto sea aprobado por el papa. Siendo este canon de Cartago, como el anterior,
el mismo de Roma, esta petición de aprobación parece más un mero formalismo o
una muestra más de adhesión a Roma. El canon xxiv dice así:
Que fuera de las Escrituras canónicas, nada se lea en la Iglesia bajo el nombre de
Escrituras divinas.
Las Escrituras Canónicas son las siguientes: cinco libros de Moisés, a saber:
Génesis, Exodo, Levítico, Números, Deuteronomio; Jesús Navé [= Josué], uno de
los Jueces, cuatro libros de los Reinos [= Samuel I, II y Reyes I, II], juntamente con
Rut, dieciséis libros de los Profetas [mayores y menores, incluyendo Baruc y
Lamentaciones, que iban con Jeremías], cinco libros de Salomón [Proverbios,
Eclesiastés, el Cantar de los Cantares, Sabiduría y Eclesiástico], el Salterio [=
Salmos de David]. Igualmente, de las historias: un libro de Job, un libro de Tobías,
uno de Ester, uno de Judit, dos de los Macabeos, dos de Esdras [= Esdras y
Nehemías], dos libros de los Paralipómenos [= Crónicas I y II].
Igualmente, del Nuevo Testamento: cuatro libros de los Evangelios, catorce cartas
de Pablo Apóstol, tres cartas de Juan, dos cartas de Pedro, una carta de Judas, una de
Santiago, los Hechos de los Apóstoles y el Apocalipsis de Juan.
Sea lícito también leer las pasiones de los mártires, cuando se celebran sus
aniversarios.
Haced que esto sea enviado a nuestro hermano y compañero obispo (Papa)
Bonifacio, y a los otros obispos de esa región, para que confirme este canon, ya que
estas son las cosas que hemos recibido de nuestros padres para ser leídas en la
Iglesia.
[El Concilio] Profesa que uno solo y mismo Dios es autor del Antiguo y Nuevo
Testamento, es decir, de la ley, de los profetas y del Evangelio, porque por
inspiración del mismo Espíritu Santo han hablado los Santos de uno y otro
Testamento. Los libros que ella recibe y venera, se contienen en los siguientes
títulos:
Del Testamento nuevo, los cuatro Evangelios; es a saber, según san Mateo, san
Marcos, san Lucas y san Juan; los hechos de los Apóstoles, escritos por san Lucas
Evangelista; catorce Epístolas escritas por san Pablo Apóstol; a los Romanos; dos a
los Corintios; a los Gálatas; a los Efesios; a los Filipenses; a los Colosenses; dos a
los de Tesalónica; dos a Timoteo; a Tito; a Philemon, y a los Hebreos; dos de san
Pedro Apóstol; tres de san Juan Apóstol; una del Apóstol Santiago; una del Apóstol
san Judas; y el Apocalipsis del Apóstol san Juan.
En el 1546 se convocó este concilio para poner orden en la Iglesia tras el terremoto
producido por la ruptura de Lutero y reafirmar la doctrina católica frente a la nueva
herejía. Se confirmó una vez más el anterior canon que incluía en el Antiguo
Testamento los 46 libros de que consta hoy, frente a la decisión protestante de sacar
del canon a los libros deuterocanónicos, que son: Tobías, Judit, parte griega de
Esther, Sabiduría, Eclesiástico (Sirac), Baruc + carta de Jeremías (cap. 6 de Baruc),
parte griega de Daniel, Macabeos 1 y 2. Se establece además que el canon será aquél
contenido en la Vulgata, con lo que se zanja también el debate sobre algunos
fragmentos de ciertos libros, y para evitar la confusión que crean ediciones erróneas
de la Vulgata, se prohíbe a los editores que impriman vulgatas sin la aprobación de
la Iglesia, y tras el concilio se encarga la elaboración de una edición oficial de la
vulgata que ha de ser el modelo de todas las que se impriman. He aquí las actas de la
cuarta sesión, que es la que trata sobre este asunto:
Resolvió además unir a este decreto el índice de los libros Canónicos, para que nadie
pueda dudar cuales son los que reconoce este sagrado Concilio. Son pues los
siguientes.
Del Testamento nuevo, los cuatro Evangelios; es a saber, según san Mateo, san
Marcos, san Lucas y san Juan; los Hechos de los Apóstoles, escritos por san Lucas
Evangelista; catorce Epístolas escritas por san Pablo Apóstol; a los Romanos; dos a
los Corintios; a los Gálatas; a los Efesios; a los Filipenses; a los Colosenses; dos a
los Tesalonicenses; dos a Timoteo; a Tito; a Filemón, y a los Hebreos; dos de san
Pedro Apóstol; tres de san Juan Apóstol; una del Apóstol Santiago; una del Apóstol
san Judas; y el Apocalipsis del Apóstol san Juan.
Si alguno, pues, no reconociere por sagrados y canónicos estos libros, enteros, con
todas sus partes, como ha sido costumbre leerlos en la Iglesia católica, y se hallan en
la antigua versión latina llamada Vulgata; y despreciare a sabiendas y con ánimo
deliberado las mencionadas tradiciones, sea excomulgado. Queden, pues, todos
entendidos del orden y método con que después de haber establecido la confesión de
fe, ha de proceder el sagrado Concilio, y de qué testimonios y auxilios se ha de
servir principalmente para comprobar los dogmas y restablecer las costumbres en la
Iglesia.
Item establece y decreta este sacrosanto Concilio, que la próxima futura Sesión se ha
de tener y celebrar en la feria quinta después de la próxima sacratísima solemnidad
de Pentecostés.