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Antonio Amado Fernández


Profesor de Metafísica de la
Universidad de los Andes
Santiago de Chile
Conferencia dictada en junio 2007

EROS, DON CONYUGAL Y EDUCACIÓN DE LOS HIJOS

1.- Introducción

Las palabras que dan título a la presente conferencia están puestas para significar lo que, a modo de
síntesis, pretendemos reflexionar sobre el carácter de los padres en cuanto son, formalmente, educadores de sus
hijos. Es comúnmente admitido que los padres son los primeros educadores de sus los hijos porque tienen el
carácter de “padres” por haberlos engendrado. La presente exposición busca presentar de modo unitario la
necesidad de que los padres asuman en la integridad de su ser todo lo que en el dinamismo de sus vidas
posibilita que lleguen a engendrar para que puedan constituirse “formalmente” en educadores de sus hijos; de
otra manera, la relación entre ser padres, es decir haber engendrado hijos, y ser educadores de ellos sería
totalmente accidental y, entonces, no podríamos decir que son educadores de los hijos por ser padres; sino,
sencillamente, que en relación al hijo “coincide” que su educador es su padre.

El tema a reflexionar goza de una especial actualidad e incluso urgencia en nuestro tiempo. En muchos
ámbitos se constituye de manera fáctica un tipo de educación que relega a los padres a un segundo plano o los
declara incompetentes para ciertas materias, muy especialmente para la educación sexual. Los padres, por otra
parte, se siente a menudo acomplejados y llega a ser cotidiana la expresión: “¡nadie nos ha enseñado a ser
padres!”. Esta desconcertante falta de sentido común hace urgente volver a pensar de modo sintético qué se
encuentra contenido en la “paternidad” humana para poder hallar en ella la razón misma del ser “educadores”
de los hijos. Querer encontrar aquella síntesis nos lleva, necesariamente, a reflexionar sobre las dimensiones que
en la vida humana deben ser asumidas para poder llegar a constituirse en plenitud la paternidad. En efecto, se es
“educador” por que se es “padre” y la deficiencia en cuanto agentes educativos se reduce a un deficiencia en la
paternidad humana.

Conviene señalar, además, que la presente exposición sólo considera lo que pertenece a los padres en
cuanto educadores de sus hijos y no busca determinar nada en relación con la eficacia o resultados de dicha
educación en la vida de los hijos. En esta ocasión, no se trata de pensar en medios para obtener buenos logros
educativos, sino de pensar en el constitutivo ontológico que posibilita a los padres “dar” y “darse”, mediante la
educación, a sus hijos. Será obra de la “libertad” de los hijos el responder a aquel “don” generoso de los padres.

2.- La soledad originaria

Esta reflexión tiene un cierto carácter metafísico. El hombre tiene como ser personal una radical y
originaria soledad, que se funda en lo que es un ser espiritual. Se quiera o no, estamos con nosotros mismos y
somos ante nosotros mismos. Hay algo en cada uno de nosotros, en lo más íntimo y profundo de nuestro ser,
que los demás sólo conocen si nosotros se lo contamos y aun así, cuando se lo contamos, no nos cabe más que
hacerlo en unos términos que son universales y que no pueden comunicar la propia experiencia de nuestra
interioridad en su singularidad personal. Cada uno de nosotros es capaz de percibirse y experimentarse así
mismo y, según eso, es capaz de decir a otro: te entiendo, te creo, no se de que me hablas, etc., cosas, todas
ellas, que pertenecen a una pertenecen a una percepción singular que tenemos de nosotros mismos y que se nos
da como experiencia, no conceptual o intelectualmente. Esta percepción íntima es la que nos pone frente al
hecho de que hay en cada uno de nosotros una soledad, no en sentido negativo, que no es sino el carácter
incomunicable y subjetivo de cada uno de nosotros. Esta soledad pertenece al constitutivo ontológico de lo que
somos en cuanto seres creados personales y únicos. La posibilidad de la existencia de un ser personal creado, es
2
decir, finito, entraña esta soledad de la subjetividad. En la autoconciencia, en este ser íntimo que es cada uno
para sí mismo, hay una serie de inclinaciones que se nos muestran evidentes: por ejemplo, cada uno de nosotros
es íntimamente consciente de que desea saber, que busca la felicidad, que desea vivir para siempre, que tiene
inclinación a la vida social o tendencia sexual. El tener intimidad hace que todas las inclinaciones que se
patentizan al ser humano tengan que ser asumidas por éste desde aquella radical interioridad. Por consiguiente,
el hombre no sólo se experimenta en su singularidad, sino que con ella también experimenta una serie de
tendencias e inclinaciones que están profundamente enraizadas en su ser. No sólo nos percibimos, sino que nos
percibimos apeteciendo saber, ser felices y, de manera especial para el propósito de esta conferencia, nos
percibimos con inclinación sexual; inclinación que también la poseen los animales, aunque en ellos no se da
como inclinación de un ser que al mismo tiempo se percibe a sí mismo con una irrepetibilidad singular. En los
animales no es, por consiguiente, la inclinación de un ser personal, sino la determinación establecida por la
naturaleza sensitiva en orden a la complementariedad con el sexo opuesto. En nosotros, sin embargo, aquella
soledad originaria, aquel carácter único de nuestra subjetividad, también está detrás de esa percepción que
tenemos por la cual nos sentimos inclinados a una persona del sexo opuesto1. Sólo con respecto al ser humano
tiene sentido la afirmación “no es bueno que el hombre este sólo” 2.

3.- La memoria de la verdad

Para poder avanzar en el orden que nos hemos propuesto haremos uso de una terminología de raigambre
agustiniana, si bien la utilizaremos en un contexto más amplio que aquel en el que primeramente se concretó;
nos referimos al término “memoria”. Dicho término, en general, se utiliza para denominar la facultad que
retiene las cosas pasadas en cuanto pasadas. En ese sentido, cuando hablamos de la memoria nos referimos a lo
pretérito, a lo pasado, a algo que ya ha sido dado en la sucesión del tiempo y que, de alguna manera, permanece
conservado por nosotros. Sin embargo, San Agustín afirma: “Así como llamamos memoria a la facultad por la
que se retienen las cosas pasadas ya sucedidas, parece que tampoco hay ningún inconveniente en llamar
memoria a la facultad por la que el alma se tiene presente a sí misma”3. En efecto, parece que ni el sucederse
del tiempo, ni la retención de lo pasado en cuanto pasado podrían darse en el hombre, así como tampoco la
“expectación” y el “proyecto” si en modo alguno no nos “retuviéramos” a nosotros mismos; si se pierde la
unidad substancial de sí mismo con su autopresencia, ¿qué podríamos recordar?; llamaremos, por consiguiente,
memoria a este ser capaz de retenernos a nosotros mismos, este ser presentes a nosotros mismos.

Ahora bien, esta memoria ontológica del alma posibilita lo que podemos denominar una memoria de la
verdad. El hombre no solamente se percibe a sí mismo en su interior; sino que, inseparablemente a esa
percepción, se le hace presente también, en la luz misma de su inteligencia, la memoria de la verdad. Es
imposible, aunque su comprensión constituye un arduo ejercicio de penetración intelectual, ser criatura
intelectual sin que la perfección por la que puede ser presente a sí misma sea también la luz en que comprende
la verdad universal de todo ente. Un ejemplo servirá para fijar más la terminología introducida: nosotros hemos
entendido muchas cosas a lo largo de la vida; si reflexionamos, captamos que cada vez que entendemos algo,
por una parte, nos da la impresión de que avanza nuestro conocimiento porque, ciertamente, nos apoderamos de
algo que antes no teníamos; pero, por otra parte, tenemos que constatar que al aprender algo se da también una
dimensión que podríamos denominar de reconocimiento; es como si al aprender algo nos encontráramos
también como reconociendo lo que ya poseíamos. Esto se hace particularmente patente en el tema del tiempo y
de la felicidad, por que ¿quién nos ha explicado exactamente en qué consisten el tiempo o la felicidad? y, sin
embargo, todos nos encontramos capacitados para juzgar en qué consisten y en qué no; de alguna manera es
como si ya poseyéramos aquello en lo que consisten, aunque todavía no lo hubiéramos explicitado del todo, y

1
Por el tema concreto de esta conferencia y por el público al que está dirigida, no se entra en la ocasión a explicar que esta inclinación
a la persona no es exclusivamente dirigida al sexo opuesto; sino a la persona en sí. Siempre será una inclinación a la amistad, al
servicio, a la donación a los demás en cuanto son seres personales y, desde luego, a Dios, el ser personal perfectísimo que colma
plenamente al ser humano.
2
Gen 2, 18
3
De Trinitate XIV, 12, 14
3
que en la medida que lo vamos explicitando nos encontramos con aquello que, de alguna manera, ya sabíamos;
y entonces sucede como si lo recordáramos.

4.- Memoria de la verdad y deseo de trascendencia

En el orden del bien, principalmente del bien moral, muchas veces juzgamos sobre lo que se puede hacer
o no; sin embargo, ¿quién nos enseñó acerca de lo moralmente bueno? ¿Podemos reconocer la enseñanza moral
de alguien sin juzgar en nuestro interior si es verdadero lo que enseña? Ninguna enseñanza, por la que
aprendemos, tendría sentido si en la adquisición de aquel saber no hubiera tenido lugar, también, un recordar.
¿Podríamos hablar a un adolescente sobre las relaciones prematrimoniales con un lenguaje coherente y
verdadero sin entrar en conexión con aquella “memoria de la verdad” que se le hace presente en cada acto en el
que es consciente de sí mismo? En ese sentido, en cuanto seres personales, intentaremos avanzar,
profundizando, desde aquella autopresencia que tenemos de nosotros mismos a aquella memoria de la verdad;
entonces descubriremos que el carácter singular y único de cada uno de nosotros, radicalmente personal, por el
que cada uno se experimenta a sí mismo nos hace igualmente presente el hecho de que estamos llamados a
trascender; es decir, no hay ningún ser humano que al experimentarse a sí mismo en la singularidad de su ser
personal haya quedado “agotado” en todo lo que desea; por el contrario, desde el mismo momento en que se
percibe en su interioridad apetece también trascenderse y aquella soledad que es originariamente un límite de la
subjetividad, hace más intenso el deseo de trascender.

En este apetecer trascenderse se da aquello por lo que, en un primer momento, todos somos conscientes
de nuestra propia finitud. Esta conciencia de finitud no nos viene desde el entendimiento del concepto, ya que
cuando nos vemos interiormente poseemos todo lo que está con nosotros y para darnos cuenta que somos finitos
necesitaríamos encontrarnos frente a algo que nos trasciende. Nadie nos ha explicado, tampoco, que somos
limitados; pero está en el fundamento mismo de todas nuestras apeticiones, tendencias e inclinaciones. El que
aprende algo apetece seguir conociendo porque en ese mismo momento se le muestra su propia finitud. Los
seres humanos cuando nos experimentamos íntimamente, es decir, al percibir la singularidad de nuestro ser,
percibimos también nuestra propia finitud en radical conexión con un cierto apetito de infinito. Esta percepción
de la propia finitud se da en nosotros inseparablemente vinculada y unida a la percepción de nuestra
corporeidad, pero no por ella; aunque, en la percepción de nuestra finitud está incluido el darnos cuenta de que
tenemos una corporeidad y por eso mismo, desde lo más profundo de nuestro ser, apetecemos un complemento,
apetecemos radical y absolutamente algo que sea perfección nuestra. Como seres personales dotados de
intimidad, pero que también tienen corporeidad, todas las dimensiones de nuestros ser constitutivamente
“apetecen”; es decir, se hacen partícipes de un dinamismo por el que tendemos a todo aquello que nos
trasciende. Esto se da también en las demás criaturas: minerales, vegetales y animales, pero sin conciencia de su
propia finitud ni de su propia limitación. Sólo la percepción o conciencia de la propia finitud y limitación puede
explicar que una persona humana experimente un cierto remedio en la satisfacción de un apetito corporal y que
pueda comprender así una metáfora como “el que beba de esta agua volverá a tener sed”. En resumen, en la
percepción íntima, radicar y singular que tenemos cada uno de nosotros mismos, la conciencia de nuestra finitud
abarca también nuestra corporeidad y, en razón de esta conciencia de finitud, se da en cada uno de nosotros un
dinamismo por el que apetecemos todo aquello que nos trasciende. En el hombre, este apetito por el que tiende
a lo que le trasciende desde la conciencia radical de su finitud, es apetito de perfección infinita. No puede ser de
otra manera, y así lo experimentamos todos; este apetito de infinito, vinculado a lo más íntimo de nuestro ser y
expresado en la misma corporeidad, se expresa de un modo muy particular en la sexualidad.

5.- Apetito de trascendencia e inclinación sexual

Un ser personal de naturaleza humana es capaz de ser consciente de las inclinaciones más radicales que
están en él; es un ser que es capaz, también, de pensar cuál será el sentido último de todas esas inclinaciones
que, de alguna manera, se le imponen a su subjetividad y que aparecen también marcadas en su corporeidad. Al
ser humano, desde aquella soledad originaria y con un apetito de infinitud del que participa su misma
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corporeidad, se le hace muy comprensible ser varón y mujer; no le sorprende, no se yuxtapone
extrínsecamente a lo que ya es, no le usurpa su propia singularidad y su dimensión de interioridad; por el
contrario, parece que la diferenciación entre varón y mujer opera muy positivamente en el reconocimiento
actual de lo que ya somos. Apetito de trascendencia e infinitud y corporeidad parecen exigir la diferencia entre
lo masculino y lo femenino. Una corporeidad que constitutivamente sólo se adaptara a las cosas físicas no
podría ser corporeidad personal; sería, metafóricamente, una corporeidad sin rostro. Por eso los seres humanos
experimentamos en nuestra corporeidad mediante la tendencia sexual una fuerza que lleva en sí la promesa de
una felicidad. Los animales también apetecen con intensidad, desde su sensibilidad, unos bienes; sin embargo,
no los apetecen con la misma radicalidad que el hombre, precisamente porque carecen de autoconciencia. El
instinto sexual en el animal sólo lleva consigo placer; pero no promesa de felicidad. La promesa de felicidad
que percibimos conexa con la inclinación sexual es inseparable de la memoria de lo que somos, de la soledad de
nuestro ser y exige, en el marco de nuestra conferencia; pero no absolutamente, una corporeidad que remedie
nuestra finitud subjetiva.

Ahora bien, todas las inclinaciones percibidas en nuestra interioridad, tanto el deseo de saber, como de
vida social, como de comida y el mismo impulso sexual, participan de aquel radical apetito de infinito que hay
en nosotros. Si esas inclinaciones no estuvieran enraizadas en una voluntad natural de infinitud sería imposible
el desorden en ellas; sería imposible ser glotón, avaro, vanidoso, soberbio o lujurioso. Por ejemplo, ¿qué es lo
que le pone el hombre a la comida para ser un glotón, o a los bienes externos para ser un avaricioso, o qué es lo
que le pone el hombre al placer sexual para ser un lujurioso? Lo único que le pone es aquel apetito de infinitud,
pero desordenadamente. Cuando el hombre se apodera de la comida como si en ella estuviera aquello que
íntimamente apetece cuando desea ser feliz, es un glotón; cuando pone aquel apetito de infinitud que tiene en
su interior en los bienes de fuera, se vuelve avaricioso y cuando pone en su pulsión sexual aquel apetito de
infinitud, como si ahí estuviera la infinitud misma, se vuelve lujurioso. Sin embargo, todos esos apetitos: el de
comer, el de riquezas, el sexual; todos, participan de aquel radical dinamismo: la ordenación hacia lo infinito.
Por eso el hombre puede ser capaz de releer el sentido de todos los impulsos y apetitos desde la verdad más
profunda de su ser y decir a sí mismo: ¿qué lugar ocupa en mí el deseo de comer, de saber, o el impulso sexual?
¿Cuál es el fin de la comida, o de las riquezas? y también puede preguntarse: ¿quién ha puesto en mí la
atracción o tendencia a una persona del sexo opuesto? Y puesto que todos estos apetitos se imponen al hombre
por su propia naturaleza, éste puede descubrir en la memoria de su ser, en la memoria de la verdad, un sentido
más radical de cada apetito y tendencia.

En ese sentido, el hombre puede, entrando en sí mismo, confrontarse con la verdad que descubre en su
interior, meditar y preguntarse cuál es el sentido radical del deseo, de esa tendencia sexual, por la que apetece a
una persona del sexo opuesto. Tenemos ahí una invitación a avanzar hacia nosotros mismos para alcanzar, en la
lectura de la verdad de nuestro ser, cuál es el sentido de estas inclinaciones de las que todos somos conscientes
y, muy específicamente, de esta inclinación tan noble y profunda que es la inclinación sexual.

Cada uno de nosotros podría preguntarse: ¿no es patente que la inclinación sexual se impone? ¿No es
evidente que no es una inclinación que hayamos elegido? ¿No es, de alguna manera, una tendencia que todos
percibimos como algo de lo que ya venimos dotados y que en un cierto momento emerge, como todas las
inclinaciones y apetencias, con una promesa de particular felicidad? Si esto es así, y como ello se da en un ser
que posee autoconciencia, también es verdad que es una tendencia que está llamada a ser ratificada en nosotros
mediante una elección que sigue a un juicio personal, de cada uno, mediante el cual actualizamos nuestra
subjetividad de modo perfecto. Por eso no podemos divinizar esta tendencia como si fuera algo absoluto, algo
cuya ciega obediencia tiene que ser para nosotros “la felicidad”; no puede ser así porque todas las tendencias
están en el hombre enraizadas en aquella memoria por la que también él es consciente de su propia finitud y,
por lo tanto, llamado a trascenderse. En ese sentido, todas las tendencias son para el hombre un invitación para
que, leyendo en su interior la verdad de la inclinación, desde la memoria de su ser juzgue sobre su sentido y,
juzgando sobre él, haga un acto electivo; entonces, este hombre que desciende a su memoria encuentra allí la
connaturalidad de la inclinación sexual humana con el hecho de que el ser humano sea varón y mujer; es decir,
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encuentra totalmente coherente con aquello que se le patentiza en lo más íntimo de su ser, que exista en él un
dinamismo que dispone a complementarse con una persona del sexo opuesto. Sin embargo, este dinamismo de
atracción, de búsqueda, de entusiasmo, de complemento con una persona del sexo opuesto, está llamado a ser
reexaminado, a ser lúcidamente comprendido, porque de otro modo no se insertaría perfectamente en el ser
personal finito que somos cada uno de nosotros.

Ahora podemos expresar con más precisión la tesis principal de nuestra exposición: lo que
constituye formalmente a los padres en educadores de sus hijos es idéntico al acto de elección por el que
asumen, desde la memoria de su propio ser, el dinamismo por el que el varón y la mujer se atraen,
contraen matrimonio y engendran.

6.- La fuerza del eros

Al experimentar, desde lo más profundo de nuestro ser, una inclinación hacia una persona del sexo
opuesto que lleva consigo una promesa de felicidad, podemos percibir la estructura de una cierta dimensión de
bondad “para nosotros”; al impulso hacia ese bien, que nos perfecciona y que deseamos poseer, le
denominamos eros. Sin embargo, junto con este amor-eros se presenta inseparablemente la exigencia de un
juicio moral por el que determinamos, desde aquella memoria señalada, lo verdadero y justo que hay en una
inclinación que se dirige a una persona y que en su misma esencia conlleva la posibilidad de engendrar otra
persona. Se presenta ahora con más fuerza la pregunta: ¿quién puso en nosotros el deseo sexual, quién puso este
deseo que, de alguna manera, se nos impone? El deseo sexual no es semejante, por ejemplo, al deseo de comer;
en efecto, cuando el hombre se alimenta no tiene porqué “respetar” aquello fungible, sino que sencillamente lo
come; podría, en todo caso, tener que respetar al dueño del fungible si este no fuera suyo; pero, en todo caso, la
inclinación a comer no me refiere como inclinación a una persona o al cuerpo de una persona. Sin embargo, en
la inclinación sexual se nos impone el deseo de una persona de sexo opuesto que en cuanto persona exige ser
tratada como fin en sí mismo, es decir, como un bien honesto. Nos preguntamos de nuevo, ¿qué será entonces lo
que debe ser ratificado por nuestra elección en aquella inclinación para que el eros no opere transformando a la
persona del otro en un medio para lo que me satisface? ¿Qué naturaleza debe tener la elección inseparable del
eros que me inclina a la posesión de una persona del sexo opuesto?

En orden a responder estas preguntas, el hombre puede descubrir que posee una corporeidad
personalizada y que todos los valores que se presentan en su cuerpo son también valores de la persona: ¿puede
el hombre apropiarse de la belleza que está en el cuerpo de la persona y a la que me impulsa el eros, sin tomar
en cuenta que son valores de una persona? Quien no tuviera memoria de sí mismo en cuanto es ser personal,
como un animal se precipitaría hacia esos valores como quien se vuelca sobre el alimento.

Siempre que está en el hombre la pulsión sexual se encuentra también la necesidad, en orden a la realización de
cualquier acto según dicha inclinación, de realizar un juicio ético; a no ser que el hombre haya perdido por
completo el dominio de sí mismo y sólo se mueva hacia el cuerpo de la otra persona como valor escindido del
ser personal mismo. ¿Cómo hacer propios todos aquellos bienes que son apetecidos con amor-eros sin reducir a
la persona a un medio? Frente a este impulso de atracción se necesita una valoración moral: ¿qué valoración le
doy yo a este eros? ¿Cómo lo valoro para que, yendo hacia la otra persona, me sirva para posesionarme de ella
de manera que pueda tomar su cuerpo como el de otro yo? El hombre, asumiendo la fuerza del eros, descubre la
necesidad de releer la verdad del cuerpo de la otra persona, haciéndolo suyo, sólo mediante la total aceptación
de la persona del otro de tal manera que, sobre la fuerza del eros y en virtud de un acto electivo, la misma fuerza
de atracción y deseo quede incorporada en un acto de donación a la otra persona. Apoyado en aquella fuerza
originaria, que entiende como una invitación hacia el otro, el hombre ratifica y eleva esa fuerza con su libertad
al orden del don de sí e incorpora la atracción sexual en el dinamismo de la propia felicidad.
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Nuestro cuerpo participa radicalmente de ese apetito de felicidad, con entusiasmo, como fuerza de
deseo que embriaga cuando se dirige hacia un sexo complementario. Si no lo tuviéramos, no podríamos tener
tampoco un impulso hacia la persona del sexo complementario. sin embargo, nos damos cuenta que estamos
siempre involucrados en la singularidad de nuestro ser y que el apetito de felicidad necesita ser ratificado con
actos electivos nuestros, con acto de libertad. Por eso, ante la pregunta ¿cómo puede el hombre mantener,
estando presente el eros, lo que corresponde a un comportamiento estrictamente personal según la memoria de
su ser? Es entonces cuando, sobre la fuerza del eros y desde la memoria más íntima de lo que cada hombre es,
descubre la necesidad de establecer y fundar un amor oblativo, un amor que busca principalmente dar, un amor
que entrega.

En una perspectiva más universal, se puede afirmar que la fuerza del eros viene a establecer una cierta
medida de lo que es el amor benevolente de entrega a la otra persona; en la medida que el hombre se siente
atraído por los bienes que anuncia la corporeidad personal del otro, puede también establecer, mediante su acto
libre, una más completa entrega y aceptación en relación con la otra persona. La fuerza del eros es dada al
hombre para que éste, a su vez, comunique perfección.

Ahora bien, en la medida que el hombre desde la memoria de su ser asume la radical destinación del
eros, éste se presenta inseparable de otra dimensión que debe integrar, aceptándola, en la totalidad de su vida
personal: en cada uno de los actos en los que asumiendo la fuerza del eros dialoga con la persona del otro sexo
está encerrada la posibilidad de engendrar una nueva persona humana; es decir, la fuerza del eros,
personalmente asumida, enfrenta a cada ser humano a la posibilidad de ser padre. en este sentido es obvio el
motivo por el que debe reconocerse el carácter natural de la institución matrimonial, así como el derecho de los
padres a la educación de los hijos. Sin embargo, desde la concepción de la supremacía del eros en la vida
personal: ni la estabilidad del matrimonio, ni la generación del hijo, ni el bien del otro, se podrían enraizar en la
memoria del hombre y, por consiguiente, no habría modo de establecer la relaciones entre esposos o padres e
hijos sino en la línea de la posesión y dominio de cosa4.

Por consiguiente, cuando se manifiesta la fuerza del eros, inmediatamente se le presenta al hombre la
necesidad de juicios éticos profundos. En efecto, descubre inseparablemente que en el mismo dinamismo por el
que se siente atraído puede engendrar y al mismo tiempo observa la necesidad de integrar el eros en el acto de
donación. No sólo el varón apetece a la mujer y viceversa, sino que en su mutua atracción son conscientes de la
necesidad de respetar personalmente a aquel con quien unidos sexualmente pueden llegar a ser padres. De esta
forma tendremos que afirmar como perteneciendo a la memoria de nuestro ser personal, que aquella felicidad
que se promete a cada persona humana en su encuentro con alguien del sexo opuesto se encierra también,
porque forma parte de la misma inclinación, la promesa y la abundancia de la fecundidad. No se puede amar
verdaderamente a una persona si no se acepta la totalidad de las dimensiones constitutivas de su ser personal y
en concreto la verdad inscrita en el dinamismo de atracción del varón y la mujer con su capacidad de engendrar.
Así, el eros no sólo lleva la promesa de la felicidad por aquellos valores que se pueden encontrar en el otro, sino
también por el hijo que se puede seguir de aquella unión, y frente a ambos aspectos, el hombre debe asumir una
responsabilidad cuyo valor y sentido es fundamental para constituir su perfección en cuanto educador. El
dinamismo generador de vida personal deviene dinamismo perfeccionador del hombre engendrado: educar es
engendrar pero en el orden de la vida interior.

7.- La finalidad de la facultad generativa en los seres personales

Conviene ahora realizar una reflexión sobre el fin de la facultad generativa en los seres personales y
responder a la objeción biologicista y determinista según la cual la fuerza del eros sólo se ordena a perpetuar la
especie. En efecto, según este planteamiento, la inclinación sexual y su fuerza se enraizarían en el dinamismo de

4
el amo-deseo o eros es un amor de dominio y el amor benevolente es un amor oblativo, un amor de entrega.
7
cada especie para perpetuarse en el tiempo y, aun en el caso del ser humano, no podríamos encontrar otro valor
y podríamos darle el significado que quisiéramos.

Para responder a esa objeción, vale la pena notar que ya Aristóteles había observado que en las
facultades generativas había algo divino, pues de alguna manera intentaban lo eterno; gracias a las potencias
generativas se perpetuaba la especie y lo limitado del individuo se hacía eterno en la especie. Sin embargo, en el
ser humano la facultad generativa intenta lo eterno de un modo totalmente distinto, pues el término de cada
generación humana es algo eterno, no según la especie sino según el individuo; es decir, lo que últimamente es
intentado y a lo que se ordenan las potencias generativas en el ser humano es a una persona distinta y singular
que, por su alma inmortal, es capaz de eternidad según ella misma y no según la especie. La persona así
engendrada no queda por ello subordinada a la especie, por ende tendrá valor por sí misma y exigirá ser amada
por sí misma. Si la persona humana se subordinara a la especie sería contradictorio que se diera en ella lo eterno
y viceversa, no se puede intentar un ser personal y que, al mismo tiempo, por sus principios intrínsecos, no sea
eterno. Ahora bien, si esto es así, deberemos reconocer que la facultad generativa en los seres humanos, que son
seres personales, con todo su dinamismo tendencial, exige en el ejercicio de sus actos la completa y libre
autoposesión de sí que emana desde el alma personal y que, desde la memoria de nuestro ser, nos permite
reconocer a la nueva persona engendrada como hijo, valiosa por sí misma y alguien para quien los padres
existen. Sólo al asumir responsablemente el dinamismo de nuestra facultad generativa integrado en un alma
personal que apunta a lo eterno según el individuo, quedan los padres formalmente constituidos en capaces de
“decir” a la nueva persona engendrada el sentido de su “radical novedad” en el mundo y eso es educarla. Sólo
los padres pueden “decir” aquella palabra sobre la que se constituye todo el proceso educativo de la vida
humana.

Cuando un animal engendra, el término de la generación es otro animal de la misma especie a la que se
subordina, por ejemplo: un gato engendra otro gato que está subordinado a la continuidad de la especie y por
eso lo gatos, así engendrados, se pueden amar como medios, es decir, en razón de otra cosa. Sin embargo, las
potencias generativas en el hombre no se ordenan radicalmente a que surja un individuo para que se continúe la
especie, porque entonces el individuo que nace podría ser tomado como medio y subordinado a la especie. Por
eso, siguiendo a Aristóteles, tendremos que reconocer que en las potencias generativas del hombre se encuentra
una más alta participación de lo divino y si se engendra otro hombre, se engendra para que exista un individuo
capaz de eternidad. Por un mismo razonamiento se comprende que la multiplicación de individuos en el género
humano no pude tender sino a aumentar el número de aquellos que, valiosos por sí mismos, constituyen la
comunidad de los hombres que pueden comunicar amistosamente la riqueza singular de su ser personal;
Precisamente en razón de su insubordinación a la especie, los hombres engendrados de otros hombres pueden
constituir vida amistosa.

Ahora se puede entender con más profundidad el sentido de la alegría de los padres por la novedad que
supone la venida de un hijo al mundo; no se alegran por la perpetuidad de la especie, sino por el carácter único
y singular del hijo que ha nacido. Se comprende también, de modo más perfecto, cómo la fuerza del eros queda
incorporada en un acto que se abre a la posibilidad de engendrar a alguien que, por tener dignidad en sí mismo,
existirá para siempre. La tendencia sexual, el placer sexual, la generación y educación del hijo, pueden empezar
a concebirse como formando parte de un dinamismo comunicador de perfección; la persona humana participa
de lo divino cuando, mediante las facultades enraizadas en la memoria de su ser personal se abre a la generosa y
efusiva fecundidad de una nueva vida personal. Si la fuerza del eros no pude quedar incorporada en un
dinamismo comunicativo de perfección personal, ¿qué razón podríamos encontrar para decir que el nuevo ser
engendrado debe ser amado por sí mismo? ¿No tendríamos que pensar, en ese caso, que nosotros mismos somos
“engañados” por la pulsión sexual y tomados como medios en orden a la generación de nuevas vidas humanas?
¿No sería entonces lícito desentenderse del hijo engendrado?

Las reflexiones anteriores pueden ponerse en otra perspectiva, considerando el orden generativo desde la
persona engendrada. El hombre que ha nacido, por ser quien es, parece que puede exigir, precisamente por ser
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una “radical novedad” el haber venido al mundo gratuitamente. Sin embargo, esta gratuidad sólo la puede
reconocer en quienes le han traído al mundo si existen para él y no, por el contrario, él para ellos. Entonces,
nuevamente, nos preguntamos ¿cuál será aquella estructura que tiene que tener el acto sexual en su componente
oblativo y de donación para que la persona que viene, venga precisamente en aquel contexto de gratuidad y que
aquellos que le han engendrado lo hayan hecho porque ellos quieren ser para él y no él para ellos? Si el niño que
ha sido engendrado lo ha sido “para” los padres, en sentido utilitario, es como si hubiera sido engendrado “para”
la especie y, en ese sentido, él percibiría su venida al mundo como teniendo un defecto originario: el hecho de
no poder ser amada por sí mismo.

¿Qué estructura tiene que tener aquel acto oblativo, aquel acto de amor conyugal de los padres, para que
se pueda salvaguardar que quien viene al mundo, viene con esa gratuidad? Tiene que ser un acto que respete
íntegramente la verdad de lo que se contiene en la estructura misma de la sexualidad. Es un acto que debe
salvaguardar siempre la dimensión de entrega al cónyuge inseparablemente siempre de la condición de acto
abierto a la posibilidad de engendrar. No se salvaguardará como acto de entrega si, al mismo tiempo, no asume
en la verdad la dimensión de procreación que de tal acto se puede seguir. Es un acto en el que si, en algún
momento, se pone entre paréntesis alguna de estas dimensiones se encontrará irremediablemente viciado, es
decir, no proporcionado a la dignidad de los cónyuges ni a la dignidad del hijo. Si en el acto conyugal el esposo
y la esposa ponen entre paréntesis la posibilidad de engendrar, aquel acto no podrá contener la dimensión de un
acto de donación perfecta.

8.- La educación de los hijos en relación con el acto generativo

La educación de los hijos es inseparable de aquel dinamismo por el que llegamos a ser padres
salvaguardando la posibilidad de “ser para el hijo”. Leer con la inteligencia la verdad de la inclinación sexual
significa asumir responsablemente la exigencia ética de salvaguardar en la orientación del eros la posibilidad de
una nueva vida que deberá ser amada por sí misma. La fuerza del eros atrae, impulsa a la acción, pero por otra
parte nos pone en el horizonte el sentido de la existencia de un nuevo ser que lleva consigo el carácter de la
eternidad. Sin embargo, ¿por qué esta relectura de la verdad de la inclinación del eros, desde la memoria de
nuestro ser, constituye a los padres formalmente en educadores?

Los padres, cuando educan, en el sentido más profundo del término, han de dar a su hijo razón de su ser
en el mundo, es decir, porqué existe, cual es el fin y sentido de su vida. Esta tarea educativa no pude ser
adecuadamente realizada, no se puede constituir como tal, si en cada uno de los actos educativos no queda a
salvo el carácter gratuito de la existencia del hijo en este mundo. Desde el momento que se presente en la
educación del hijo algún aspecto no coherente con su dignidad y destinación a ser amado por sí mismo el hijo
desconfiará de sus padres y de cualquier otro posible educador; y lo va ha hacer porque, desde la memoria de su
ser, se percibe como persona y no es capaz de entender todo aquello que suponga su ser en el mundo como
subordinado o de carácter utilitario.

Los padres tienen que darle al hijo razón del carácter gratuito de su existencia y al mismo tiempo han de
señalarle el sentido último de su vida humana, eso supone que han de poder manifestar, mostrar, algo que
convenga con la memoria de sí del hijo, es decir, con aquello que inmediatamente percibe el hijo como
constitutivo ontológico de su propio ser en su radical soledad y finitud; el hijo debe poder unir de forma
sintética el origen de su existencia con el sentido de la misma. Los padres han de poder contar así al hijo e l
“origen de su existencia” y se lo dicen, principalmente, porque como padres se siguen amando asumiendo la
verdad de lo que está inscrito en lo más profundo de ellos como seres personales, como varón y mujer. La
perpetuidad del amor de los padres establece entonces el suelo en el que el hijo consigue descifrar el primer
enigma de su existencia. Entiende que sus padres le dicen: “somos tus padres y has sido engendrado porque
libremente hemos querido aceptar la verdad de un fuerza que se impone a nuestro ser y que es un don y regalo
de alguien –Dios- que nos mueve y nos impulsa a dar”. Sobre el suelo fecundo de esta generosidad fundamental
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el hijo se siente remitido a alguien superior a los padres mismos y entiende que “no es para los padres”, en
sentido utilitario, porque existe gratuitamente en virtud de algo, un don, que se les dio a sus padres y que ellos
acogieron desde la memoria de su ser personal. Desde ese momento se constituye sobre la vida de este niño, un
suelo en el que es posible edificar una continuidad histórica, todas las virtudes y toda perfección de vida
personal. Mientras esto no se haga presente en la educación del hijo persistirán dos sospechas fundamentales: la
sospecha de la falta de gratuidad y la sospecha de la falta de sentido. Si los padres quieren comunicar a su hijo
la forma por la que éste pueda hallar la razón definitiva de lo que orientará su crecimiento personal no hay otra
manera de lograrlo que la de asumir la verdad implícita en el acto conyugal. Los padres deben reconocer en la
unión conyugal la verdad de que pueden ser padres y sólo asumiendo esa dimensión se constituye el marco en el
que cobra sentido toda la educación del hijo: no se puede educar sin relacionar la vida del niño con su principio,
sin mostrar que en el origen de su genealogía hay un principio trascendente a los padres y al que los padres
mismos estaban abiertos al aceptar donar la vida al hijo.

Sin esa dimensión, la educación está entre paréntesis porque está escindida la “novedad” del ser personal
que viene al mundo y el acto comunicativo de vida por parte de los padres al tiempo que ha quedado bajo el
impulso de un eros que, sin referencia personal, no tiende más que a la perpetuación de una especie y por eso,
precisamente, hace innecesaria la educación, porque cuando algo tiende a la perpetuación de la especie, la
especie tiene principios suficientes para culminar el desarrollo.

Tanto la obra educadora como la obra generadora se enraízan en una memoria de sí. La obra generadora
se funda en esa memoria que estamos llamados a asumir en cada acto sexual, en cada uno de ellos, para que ese
acto sexual sea conscientemente un acto de entrega a otra persona. Pero el acto educativo se funda también en
otra memoria, en la memoria de la verdad. ¿Por qué? Porque la persona solamente es educada cuando se le
“dice” algo que encuentra eco en su interior, cuando se le “dice” una palabra que está en conexión con aquello
que ya sabe, pero que ahora se le explicita.

Por eso San Agustín decía que el discípulo no va a clases para aprender lo que dice el maestro, sino para
juzgar si lo que dice el maestro es verdad. Y ¿dónde juzgará si es verdad si no los juzga dentro de sí mismo? y
¿cómo puede descubrir dentro de sí mismo si lo que el maestro dice es verdad? Efectivamente, lo juzga dentro
de sí mismo y lo juzga con aquella luz de la verdad que resplandece dentro de él y que no es otra cosa que la
memoria de la verdad. Toda obra educadora se funda en una memoria de la verdad. A partir de esta memoria se
constituye un concepto, una palabra mental, que es aquella palabra que tienen que estar referida y dicha al otro
y que el otro reconoce como un apalabra que está dicha en la verdad y que encuentra coherente con aquello que,
de algún modo, ya sabe. Si los padres deben ser los primeros educadores del hijo es en razón de que la primera
palabra a comunicar y entroncar con la memoria de la verdad se refiere a su origen.

Toda palabra que el padre comunica al hijo está relacionada intrínsecamente con la memoria del
engendrar. La memoria del engendrar apunta a lo eterno, porque en la generación del ser humano no se busca la
perpetuación de la especie, sino que exista “un nuevo hombre” que individualmente es perfecto y digno de ser
amado por sí mismo. Por lo tanto, si el padre no es consciente de esta dimensión eterna de la actividad
generativa en el ser humano, es decir, en la acción de engendrar, la palabra que comunique será una palabra que
no tiene proporción con la dimensión eterna de este nuevo ser personal que ha sido engendrado. Se requiere que
quien engendra eduque, porque sólo él es capaz de decir singularmente la palabra que personalmente es valiosa
para alguien eterno. Pues toda palabra, toda educación, que dice cosas a una persona sin situar su palabra en el
horizonte del carácter eterno del ser personal, es una palabra que, en última instancia, no tiene fundamento para
ser educadora.

El hijo preguntará por qué tiene que sentarse bien o llegar temprano de una fiesta y tendrá que haber una
razón eterna, enraizada en lo eterno, por ser él un ser personal, es decir, eterno; de lo contrario, no encontrará
ningún sentido en lo que le están diciendo. La única razón eterna se vinculará, con todas las figuras y
posibilidades contingentes de realización, con el carácter de donación y de apertura a los demás en que debe
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configurase el crecimiento personal de cada hombre. Si no se une el engendrar, desde la memoria de sí, con la
memoria de la verdad no se constituye el suelo original que posibilita la educación. Para hacerlo es necesario
que los padres realicen en cada uno de los actos conyugales en un acto de donación.

Cuando un niño comience a tener dificultades o los padres se pregunten cómo educarlo, los esposos
deberán volver a mirarse, a amarse, y a descender juntos a la memoria más radical de su ser y descubrir que, en
definitiva, son el principio del hijo porque existen para el hijo. Resolver los problemas, discernir lo que deben
realizar, se hará a la luz de la renovación de aquellos actos oblativos por los que se aman y entregan como
esposos y, al renovarlos, descubrirán más allá de sí mismos el perenne fundamento por el que son educadores
con la misma razón que son padres.

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