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De grietas y búsquedas

Carlos Losilla
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Me gustaría hablar de Carol como de una película en la que habitan no solo varias películas, o quizá
diversas experiencias cinematográficas, sino también diferentes épocas de la historia del cine. Y en
ese punto, para empezar, debería decir que cada vez estoy más convencido de que las películas no
son imágenes planas, como podría parecer, sino superposiciones de capas, unas encima de otras, o
quizá unas entreveradas en otras. Y de ahí, creo, procede todo lo que importa. Cualquier travelling,
por ejemplo, se revela de este modo como una sucesión de planos que van modificándose a medida
que la cámara se mueve hacia un lado, o hacia delante, o hacia atrás. 1 Cualquier plano-contraplano
—por otro lado— acaba superponiendo dos cuerpos y dos rostros, creando un tercer plano
imaginario en el que los otros dos se fusionan. Ingmar Bergman puso al desnudo ese mecanismo en
aquella escena de Persona (Persona, 1966) en la que Liv Ullmann y Bibi Andersson se turnan los
rostros para recitar el mismo monólogo manteniendo a la otra actriz fuera de campo. Si en esa
película debíamos imaginar el contraplano en cada uno de esos bloques, ¿no será que todo es
cuestión de imaginar, que cualquier imagen cinematográfica no solo es lo que es, sino también
aquello que yo le añado, ese plus de goce y de emoción? ¿No se trata de imaginar también aquello
que no está, pero yo tengo y por lo tanto existe? Y es más: ¿no es también la historia del cine una
mezcla de imágenes que están ahí e imágenes que yo creo, deseo o imagino que están en ese mismo
ahí, que a partir de ese momento ya pasa a ser otro lugar?

Carol empieza con una imagen geométrica. Podría tratarse de uno de esos fondos sobre los que se
desarrollaban los títulos de crédito iniciales de ciertos melodramas hollywoodienses, o a veces
comedias, de los años 50 y 60. Sin embargo, poco después la cámara se alza, el plano se altera, y nos
muestra que esas figuras, apretadas unas junto a otras, forman parte de la reja de ventilación del
metro de Nueva York. Inmediatamente, la geometría se convierte en otra cosa, en una sucesión de
siluetas borrosas que se mueven a través del asfalto en una noche de invierno, iluminadas por neones
inciertos. En ese travelling, en ese desplazamiento mínimo de la cámara —que sin embargo pasa de
filmar una porción muy pequeña de espacio a abarcar toda una calle, un cruce, una multitud— se
1
Según Jean Mitry, «se podría decir que un travelling es un conjunto de planos sucesivos en el que prácticamente a todas
las imágenes les corresponde un punto de vista diferente, del mismo modo que un círculo es una sucesión de líneas
rectas» (Citado por BONITZER, Pascal en El campo ciego. Ensayos sobre el realismo en el cine. Buenos Aires: Santiago
Arcos Editor,Aires, 2007, p. 14 nota 3).
debate ya el devenir incierto de la película, esa basculación entre épocas de la historia del cine que la
definirá de continuo. Del protagonismo de los créditos y su abstracción se ha pasado al protagonismo
colectivo del paisaje urbano, de la definición absoluta de la figura a su disolución en un universo de
sombras y luces que parpadean sin terminar de tomar forma. O dicho de otra manera: de la solidez
del cine clásico a la incertidumbre del cine contemporáneo, en medio del cual ni siquiera puedo
reconocer a un protagonista claro que me guíe desde el principio. Al contrario, la cámara se alza —
decía— y empieza a buscar, se lanza a tantear el terreno con el fin de conseguir que alguien se sitúe
más o menos en el centro del plano. Ese rastreo tiene que ver con la desorientación del cine de ahora
mismo, por lo menos de aquel que persigue una cierta herencia del clasicismo, como sin duda es el
caso de Carol, por mucho que sea a través de los filtros de la modernidad.

Volveré a ello, pues por ahora me interesa que otra cosa me conduzca al centro del drama, al corazón
mismo de lo que Carol me quiere transmitir. La cámara, en efecto, se despega de las rejas, se acerca
a la salida del metro y filma a unas cuantas figuras humanas que vienen y van, que emergen de las
profundidades de la tierra —como en el inicio de una leyenda o de la narración de un mito,
seguramente órficos— y se mezclan con las otras que pueblan las grandes avenidas colindantes.
Finalmente, sin que el espectador se dé cuenta, ya se ve a sí mismo siguiendo a una de ellas, no se
sabe muy por qué precisamente esa de entre todas las que aparecen en campo. El travelling, así,
realiza otra superposición, esta vez de varios cuerpos, para quedarse con solo uno de ellos que a su
vez nos va a llevar a otros, como si su única misión consistiera en ejercer de hilo conductor entre el
abismo indiferenciado y la individualidad, la masa informe y el sujeto —o sujetos— que van a
protagonizar ese relato que está tomando forma. La figura a la que de súbito nos vemos siguiendo es
un hombre, un amigo de las protagonistas que nos conducirá hasta ellas. Y estas últimas, por
supuesto, serán Therese (Rooney Mara) y Carol (Cate Blanchett), la joven inocente y la mujer
madura y experimentada de la que un día se enamoró y que ahora permanece ante ella, en una mesa
cualquiera de la cafetería de un hotel de Nueva York. Se trata de esos otros cuerpos a los que nos ha
conducido el primero, el que se ha desplazado desde el metro hasta el local, y entre los cuales, entre
los tres, se empieza a establecer una comunicación que también incluye enseguida al espectador. Un
hombre me ha conducido hasta un lugar en el que se encuentran dos mujeres, pero esa situación no
ha dejado paso a una unidad armoniosa, a un plano-contraplano, ni siquiera a un plano largo que los
abarque a todos. Como mucho, va a ser un plano-contraplano que el hombre presidirá, que no une a
las dos mujeres, sino que las divide y precipita su despedida. Él reconoce a Therese, la saluda,
irrumpe en el plano que hasta entonces dominan ellas dos y de algún modo lo rompe, lo fragmenta.
Se dirige a ellas desde atrás y vemos a Therese de espaldas, como una desconocida que se nos va a
hacer familiar gracias a la narración, que por ahora es solo alguien que está ahí pero que pronto será
otro alguien que dominará ese mismo ahí. Hasta que todo termina con un plano de la nuca de
Therese y vemos cómo se vuelve hacia nosotros, cómo va en busca del contraplano, cómo ese
girarse representa también el momento en que un lenguaje —del cuerpo, del plano— empieza a
constituirse.

Toda la película será la búsqueda de ese contraplano por parte de Therese: en los grandes almacenes,
cuando se conocen; en las escenas en las que Therese fotografía a Carol, allá donde el objetivo
escudriña el espacio para encuadrarlo… He ahí, expuesta con brevedad y concisión, la historia de un
desencuentro que quiere resolverse de manera equilibrada. Pues no solo se trata de hacer coincidir a
Therese y a Carol en una puesta en escena eufónica, que nunca chirríe ni se precipite hacia los
márgenes, sino también de enderezar la pérdida y la melancolía que siempre se asocian con el cine
moderno y que lo diferencian de la plenitud cadenciosa del cine clásico. Tanto una como otra forman
parte de algo que siempre ha estado en las películas de Todd Haynes, que ha constituido
ininterrumpidamente una de sus señas de identidad, y eso puede verse en la ausencia casi constante
de contraplanos que respondan a la soledad de la protagonista de Safe (1995), en los personajes rotos
y desunidos de Far from Heaven (2002), en la fragmentación salvaje de I’m not there (2007)... Como
en el título de esta última, como en la deriva dylaniana que recrea, las películas de Haynes nunca han
estado ahí, sino en otra parte, y es en medio de ese desgarro donde intentan tomar forma. ¿Cómo?
¿Mediante un regreso al cine clásico? Eso no puede ser, no sería digno ni de Haynes ni del cine
contemporáneo que nos importa. Entonces se tratará más bien de convocar imágenes ausentes,
aquellas que el clasicismo daba por descontado, que no mostraba pero que albergaba implícitamente,
esas que no veíamos pero sabíamos ciertas.2 En Carol, las imágenes intermedias que ve Therese
desde la ventanilla del taxi —al que sin duda se precipita tras la despedida en el bar del hotel y desde
el que vemos sus propios cristales empañados o la gente que camina presurosa bajo la lluvia—
representan un poco aquello que el cine clásico convertía en elipsis, en este caso el instante de
empezar a recordar que allí se resolvía invariablemente a través de un agujero en el tiempo que nos
hacía saltar de una imagen a otra, de una imagen en presente a otra que ya era pasado. ¿No será que

2
Si, como escribe Núria Bou, «el cine clásico es un Orden estructurado en torno a una concepción del montaje como
cópula pasional entre miradas» (Plano/contraplano. De la mirada clásica al universo de Michelangelo Antonioni.
Madrid: Biblioteca Nueva, 2002, p. 64), el cine contemporáneo escenificaría el deseo del reencuentro tras la separación
obligada, la melancolía respecto a aquel coito escópico, el vagabundeo que se lanza en su búsqueda y se resigna a poner
en escena cada paso de ese trayecto.
la imagen ausente por excelencia del cine clásico es la memoria, o mejor, el modo en que se
representa la memoria? ¿Y no será que, por eso, la primera imagen que ve Therese cuando empieza a
recordar es el rostro de Carol contra un fondo difuminado, aquel día también de invierno, en los
grandes almacenes, como si esa figura destacara en su recuerdo por encima de todo lo demás, como
si solo tuviera ojos para esa cara, como si no tuviera otro remedio que rescatarla de entre todo lo que
ahora ya le resulta definitivamente ausente, al menos por el momento?

Entre ambos planos, entre el plano de Therese mirando por la ventanilla del taxi y el plano de Carol
en los grandes almacenes, hay un abismo —más de tiempo que de espacio— que la película pone en
escena por medio de constantes interrupciones, como si no lo pudiera representar en su integridad,
como si todo aquello que el cine clásico había omitido fuera de tal enormidad que resultara imposible
captarlo por completo y en continuidad. Y ese abismo se amplía, se hace aún más monstruoso, pero
también más bello, si consideramos que el verdadero contraplano de las primeras miradas de
Therese, tanto de la mirada desde el taxi como de la mirada en los grandes almacenes, se produce en
la escena final: es el resultado del momento en que de nuevo Therese busca el rostro de Carol, ahora
en un restaurante, y esta le responde, a su vez, mirándola. Toda la película, pues, puede verse como
esa búsqueda que empieza tras unos cristales húmedos y culmina en un ambiente enrarecido por el
humo de los cigarrillos. El mundo es un lugar turbio, todos somos figuras desvaídas que nos
movemos entre la niebla, pero la mirada del deseo puede traspasar todos esos velos y alcanzar una
cierta verdad, una cierta belleza, un cierto goce de la imagen que es también del saber ver.

Digamos entonces que Therese entra en el restaurante, la cámara se pasea por las mesas en un
movimiento incierto y dubitativo, y se centra finalmente en Carol, que conversa con los demás
integrantes de su grupo en una actitud que se adivina más educada que efusiva. Le falta algo, le falta
que alguien la mire, y no un alguien cualquiera, sino ese que puede insuflarle de nuevo la vida.
Entonces se da cuenta, se apercibe de que Therese mantiene los ojos clavados en su rostro, inmóvil,
como hechizada en el centro del local, y ella le devuelve la mirada. Y nos mira también a nosotros, a
los espectadores, en lo que podría ser una mirada a cámara. Si Therese ha encontrado por fin su
contraplano en Carol, esta lo hace también a la vez en aquella y en la audiencia, a la que interpela
como preguntándole dónde se encuentra ella, qué papel desempeña en todo eso. La búsqueda del
clasicismo perdido se convierte en gesto de modernidad que ahuyenta toda nostalgia. La ficción a la
vez se clausura y queda abierta, en una tensión irresoluble, allá donde aquello que importa es el
agujero entre los planos, el lugar del deseo, que es siempre un lugar doble, un espacio real y un
fantasma de lo que querría ser.

Pero Carol no termina ahí, como pudiera parecer. Es la búsqueda de un contraplano, como se ha
dicho, pero también de un relato que le dé sentido a todo, sin el que no se puede vivir, o por lo menos
mantenerse con vida. Y este relato procede de una narrativa del pacto: entre dos mujeres que también
se preguntan constantemente cómo encontrar un relato común a través de diversas interrupciones —
la larga secuencia del viaje sería, en este sentido, la Gran Interrupción— y que nos dicen al final que
la única manera de hacerlo es aceptar la discontinuidad, tanto de la narración como de la vida, del
amor, del deseo. Del mismo modo en que la película de Haynes certifica que no se puede regresar al
cine clásico, pero sí seguir viéndolo como referencia indispensable, o aceptar esa otra discontinuidad
que se da entre clasicismo y modernidad, la historia de amor entre Therese y Carol propone partir del
deseo y el enamoramiento para asumir esas grietas que antes no se podían mostrar, incluida la grieta
que ciertas formas transgresoras del goce suponen para otros cuerpos, el cuerpo social y el cuerpo
siempre frágil y quebradizo de la historia del cine. Y la grieta de un clasicismo que está en la base de
Carol pero que ya solo puede mostrarse intermitentemente, como búsqueda, ahora también, de otro
cuerpo ideal del cine: el cuerpo del público, al que alude ese último plano de la película, el rostro de
Carol que roza su mirada con la nuestra y que, a su vez, podría enlazar con el primero, con las
figuras geométricas de las rejas del metro neoyorquino, esa apelación a nuestro pasado como
audiencia. Pues, como comunidad que surge de la memoria cinematográfica, también emergemos de
las profundidades del deseo, del inconsciente, del cine clásico, en busca de nuestro contraplano ya no
ideal, sino irremediablemente real, por doloroso que resulte encontrarlo.

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