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El uso del ritmo y del sonido en El Gran


Desfile (The Big Parade, 1925) de King Vidor
ABRIL 13, 2022 TESTAMENTODRCALIGARIDEJA UN COMENTARIO

Aunque el cine mudo era, tal y como indica su nombre, sin diálogos, eso no quiere decir
que el sonido no pudiera tener un papel importante tanto en los rodajes como en las
proyecciones de películas. Como ejemplo de ello, voy a rescatar dos fragmentos tomados
de la excelente autobiografía de King Vidor titulada Un árbol es un árbol que atañen a
una de sus obras más míticas: el drama antibélico El Gran Desfile (The Big Parade,
1925). La primera es una muestra de cómo en las filmaciones de las películas los cineastas
a menudo se servían del sonido para conseguir determinados efectos de los actores. Es
conocido por ejemplo cómo en los rodajes de filmes mudos solía haber músicos
interpretando música en el set para inspirar a los intérpretes mientras trabajaban, pero en
este caso veremos que se trata más bien de un efecto rítmico. El segundo fragmento es
una pequeña divertida anécdota que rompe la idea que tienen algunos cinéfilos de que las
proyecciones de estas películas mudas se hacían en un clima de reverencial respeto, en
que se cuidaba mucho la música de acompañamiento. Nada más lejos de la realidad, hay
crónicas de prensa de la época que se quejaban de pianistas más preocupados en exhibirse
que en acompañar la película y, en este caso, veremos cómo a veces los propios directores
eran abiertos a experimentos… que a veces se cargaban las películas. Le cedo la palabra
al gran King Vidor:
«Con la cooperación del Cuerpo de Transmisiones del ejército de Estados Unidos,
habíamos conseguido casi cien bobinas de películas documentales filmadas durante la
Primera Guerra Mundial. Para familiarizarme con los distintos métodos de combate que
se habían empleado en Europa, estudié atentamente todo aquel material. Un día, al ver
un fragmento de película, me di cuenta de que una compañía de soldados estaba pasando
por delante de la cámara a una velocidad completamente diferente de la normal. Era el
ritmo de un movimiento suspendido, que sugería la existencia de un acontecimiento
ominoso. No había banda sonora, pero uno no podía dejar de ver en aquellas imágenes
la presencia de la muerte. Entonces un ataúd, cubierto por la bandera, entró en campo,
sobre un carromato tirado por caballos. Los hombres formaban parte de un cortejo
fúnebre. Se me ocurrió que si lograba reproducir aquella cadencia lenta y mesurada
mientras mis tropas americanas se acercaban a primera línea del frente, ilustraría la
proximidad de la muerte por medio de un efecto elocuente y poderoso. Estaba en el
terreno de mi gran obsesión, la de experimentar con las posibilidades de la «música
muda».

Me llevé un metrónomo a la sala de proyección y establecí el tempo que cuadraba con el


ritmo que veía en la pantalla. Cuando filmamos la marcha a través del bosque de Belleau
en un pequeño bosque cerca de Los Ángeles, utilicé el mismo metrónomo, y un
tamborilero armado con un bombo amplificó los golpes del metrónomo para que se
pudieran oír a unos cuantos cientos de yardas a la redonda. Les dije a los hombres que
cada paso debía coincidir con un golpe de tambor, así como cada giro de cabeza,
elevación del rifle o presión del gatillo: en suma, que todo movimiento físico debía
hacerse al mismo tiempo que sonaba un golpe de tambor. Aquellos extras, que eran
veteranos de la AEF y habían servido en Francia, pensaron que me había vuelto
completamente loco, y expresaban su sensación de ridículo en voz bien alta. Un veterano
británico quiso saber si estaba actuando en «algún maldito ballet». Y aunque yo no dije
nada, eso era exactamente lo que aquello era: un maldito ballet, el ballet de la muerte.
Al público le impactó la escena mucho más de lo que yo había imaginado. En el
Grauman’s Egyptian Theater de Hollywood, donde el filme se estrenó, le pedí a Sid
Grauman que la orquesta dejara de tocar al comienzo de la secuencia, y permaneciera
en silencio hasta que finalizara. Dijo que la idea le encantaba y al ensayarla vio lo
efectiva que resultaba. Con la pausa súbita de la orquesta, la lenta y mesurada cadencia
de la película se volvía discernible, y el observador casi podía oír el sonido amortiguado
del bombo anunciando un peligro inminente.»

(…)
«Cuando el regimiento recibía la orden de trasladarse desde el pueblo al frente, yo había
insertado un plano de un corneta que salía del cuartel de los oficiales y que daba la señal
con su instrumento. Había acordado con [Irving] Thalberg que en la sala donde se
estrenó la película estuviera presente un corneta que proporcionara el efecto sonoro para
aquel primer plano, así como para otro que aparecía más adelante. Según iba
acercándose el gran momento del toque de llamada, notaba que el público estaba
cautivado. Me imaginaba la sorpresa que iba a producirse cuando el toque de corneta
sonara en la sala. Pero cuando el excitado corneta salía del cuartel en la pantalla, en el
teatro no se oyeron sino unos cuantos sonidos apagados y desafinados. Nuestro corneta
soplaba y soplaba a pleno pulmón, incapaz de articular correctamente ni una sola nota.
Cuando el primer plano ya había desaparecido de la pantalla, él continuó
desgañitándose. Literalmente, me escondí debajo de la butaca.
Una vez hubo cesado aquel chirriante ruido, recé para que la acción de la película
hubiera dejado en segundo término el fiasco del corneta. Pero enseguida llegó el
momento del segundo toque, y ¿acaso no cabía pensar que nuestro corneta debía de
estar abochornado por su incapacidad para producir una sola nota que se oyera con
nitidez? ¡Pues no! Volvió a intentarlo, y esta vez sus labios se mostraron aún más débiles
que en la ocasión anterior, si es que eso era posible. Tenía que hacer algo. Salté sobre
una docena de asientos y corrí por el pasillo chillando: «¡Basta! ¡Basta, por favor! ¡Por
hoy ya ha sido bastante, se lo ruego!». Quizá aquel corneta hubiera sido enviado por la
oficina de reparto y fuera un corneta de película muda, es decir, un figurante que
resultaba fotogénico en la filmación de escenas en las que aparecía un corneta y en las
que el sonido que en realidad produjese era lo de menos. Estaba demasiado hundido
para averiguarlo. ¡En aquella ocasión realmente debería haber insistido en la idea de la
‘música muda’!».

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