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2018

La administración de
Raúl Leoni y el
combate a la guerrilla

XVIII Jornadas de
Historia UCAB
EDGARDO MONDOLFI G.
INSTITUTO PROGRESITA | Caracas - Venzuela
DISIPANDO LOS MITOS:
Por Edgardo Mondolfi Gudat.
Más que de la guerrilla propiamente dicha, me corresponde hablar acerca de
Leoni en relación a la guerrilla y, particularmente, del tipo de modalidad insurgente
que le tocó afrontar entre 1964 y 1968. En este sentido, y justamente para hacer un
breve recorrido acerca de los puntos que mayormente saltan a la vista, me propongo
dividir lo que a continuación sigue en tres breves partes con el fin de transitar el
tema.

1.- Una guerrilla distinta.


Mientras el estímulo a la insurrección por la vía de distintos dispositivos habrá
de ser el signo característico con que la izquierda violenta habría de desafiar al
gobierno de Rómulo Betancourt entre el año 62 y fines del 63, Raúl Leoni habrá de
enfrentar en cambio el reto de oponerse a una gramática guerrillera que actuaría
casi exclusivamente en clave rural y dentro del marco de la llamada “guerra
prolongada”. El punto amerita algunas precisiones. En primer lugar, todo cuanto
definió la guerra contra Betancourt por parte de la izquierda se resumió en
expresiones que remedaban la concepción leninista orientada a la toma rápida y
directa del poder. Se tratará, en resumen, de una fórmula polivalente concebida
para enfrentar a Betancourt en el terreno de la violencia bajo modalidades distintas
y, en muchos casos, simultáneas.
Esto quiere decir que el esquema inmediatista de ese periodo 62-63,
pretendía combinar alzamientos de tipo militar a partir del contacto de la izquierda
con facciones desafectas en los cuarteles con la actuación de unidades que
operaban dentro del formato del “guerrillerismo urbano”, muy al estilo del Frente de
Liberación Nacional argelino. Hasta ese punto, la guerrilla de tipo rural, incipiente y
embrionaria (puesto que sus operaciones se verían aún muy limitadas durante este
tiempo), no sería la determinante del proceso sino que actuaría más bien como
soporte al tipo de guerra que se libraba en clave urbana.
Por un lado, el revés que supusieron las operaciones insurreccionales
militares del 4 de mayo en Carúpano y del 2 de junio en Puerto Cabello, en 1962 y,
por el otro, los limitados dividendos obtenidos a partir de acciones “efectistas” que
tuviesen por objeto elevar la tensión y la temperatura política del momento, y cuyo
punto más alto sería el intento por descarrilar la cita electoral prevista para diciembre
de 1963 a través del llamado “Paro Armado” que condujese a deslegitimar, o al
menos, debilitar, el triunfo del sucesor de Betancourt en esos comicios
presidenciales, condujo a darle un vuelco a la forma como venía concibiéndose la
lucha armada hasta ese momento.

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De allí que, entre otras cosas, no sólo los cuarteles como tales no volvieran
a reaparecer dentro del escenario de la insurrección armada, sino que los
promotores de la empresa insurgente comenzaran a formular una acerada crítica
dirigida precisamente a descalificar la técnica del golpe militar (es decir, del
putchismo) con el fin de poner el énfasis en otro tipo de táctica, comenzando por
darle un carácter expansivo a los núcleos guerrilleros.
Tal vez otros elementos pudiesen contribuir a explicar también las mudanzas
que experimentara la línea de la violencia a partir de 1964 y hasta 1969; pero,
agregando a lo ya dicho en cuanto a los cuestionables resultados que arrojara la
prédica de combinar la mayor cantidad posible de formas de lucha en el plano
urbano, acuden al menos dos que resultan evidentes. El primero marcha en
consonancia con el empeño de los núcleos armados de pasar por encima de los
órganos de dirección de los partidos ilegalizados (PCV y MIR). Esto, que podría
denominarse el “desbordamiento” de los aparatos de guerra, comenzó a darse en
respuesta a la forma cómo, desde las instancias directivas de los partidos de
izquierda (cuyos máximos dirigentes cargaban encima con autos de detención o se
hallaban ya en presidio), se interpretara negativamente el resultado del “Paro
Armado” llamado a alterar los comicios del 63 , dando lugar, a partir de ese punto,
a la necesidad de repensar la guerra o, dicho de otro modo, de liquidar la vía armada
y sustituirla por otras fórmulas que permitiesen proseguir el enfrentamiento contra
la –ahora- nueva gestión de Leoni.
Esta meditación hecha por los altos dirigentes desde la cárcel, o desde los
predios de la clandestinidad (y la cual haría especial énfasis en la necesidad de
recuperar la política de masas),se traducirá, con el correr del tiempo, y
especialmente como resultado del VIII Pleno del Comité Central del PCV, en la tesis
de la llamada “Paz Democrática”, embrión del repliegue que llevaría a intentar
recobrar las vías legales, transitar el camino de una tortuosa legalización y, a fin de
cuentas, aterrizar lo más suevamente posible en el terreno electoral. Cabe subrayar
además que no se trataría sólo, en este caso, de las distintas posiciones que
anidaban en el seno del PCV sino de las que emergerían también dentro del MIR.
El problema, aunque jamás manifestado de tal forma en tiempos de
Betancourt (cuando el frente insurreccional parecía lucir compacto) remitía a
tensiones de vieja data. A fin de cuentas, las posiciones pro y anti-lucha armada
dentro de la izquierda serán posiciones que tendrán vida desde un principio, pero
será sólo ahora cuando adquieran carácter de grupos opuestos y contradictorios, y
con una actuación visiblemente diferenciada.
El resultado de todo ello será, pues, el afloramiento de irremediables fisuras
que se plantearían a partir de entonces entre “blandos” y “duros”, es decir, entre los
“pacifistas” y quienes, por el contrario, no sólo pretenderán seguir alentando “con
las armas en alto” la lógica de la guerra sobre bases más firmes, sino que acusarán
a esa alta dirigencia, comprometida hasta entonces con la violencia, de asumir

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actitudes claudicantes o de regresar simplemente a los viejos formalismos propios
de la cultura política del PCV.

De seguidas cabe destacar el segundo, entre la lista de elementos


adicionales, que pudiese explicar que, frente a lo que significaran formas más
urbanas que rurales de lucha durante la gestión de Betancourt, se desembocara
ahora en la modalidad de “guerra prolongada” que sería el signo característico del
accionar insurgente durante todo el periodo de Leoni hasta su etapa, ya residual, en
1969.
Ese elemento es, sin más, lo que significara que los sectores dispuestos a
proseguir la guerra ya no pensarán en términos de un aparato armado abocado a la
realización de acciones inmediatistas sino llamado a trabajar más bien en función
de un enfrentamiento a largo plazo. Y, en el camino a diseñar esta nueva etapa, los
“guerreristas” no sólo ratificarán como fuente de inspiración lo que significara la
experiencia cubana sino que ensayarán a la vez con nuevos aprendizajes gestados
en otros domicilios no-soviéticos, especialmente, los derivados del mundo
emergente. Como resultado de ello, el calco al carbón de la experiencia china –o
incluso vietnamita- determinará ese giro definitivo hacia el guerrillerismo rural que
habría de caracterizar el enfrentamiento contra Leoni. Ésta era –si se quiere- una
forma de re-enfatizar que la de Venezuela era una lucha “de Liberación Nacional”,
al estilo de las planteadas en Asia y África, donde los grupos armados también
cuestionaban el dogmatismo soviético. Al enfrentarse así a quienes ahora
recomendaban el “repliegue”, la tesis de los “guerreristas” será en cambio la de “la
guerra prolongada”, modalidad que no por delirante dentro de la conducta de una
izquierda insurreccional habituada al tanteo, la improvisación, el ensayo y el error,
dejaría de constituir la etapa más tenaz y sostenida de la lucha armada, o sea,
aquella que –como se ha dicho- habría de librarse entre 1964 y 1969.
Aparte de que la “guerra larga” exigiría una ubicación espacial distinta del
conflicto, llevando, por tanto, a que la totalidad del movimiento armado se
desplazara al medio rural, cabe ser enfático en relación a Cuba como fuente aún
más decisiva de inspiración durante esta nueva etapa. Si antes había sido cuestión,
por un lado, de una solidaridad expresada en términos “propagandísticos” y, por el
otro, de cierto grado de inversión en armas y apoyo material, la intervención de La
Habana se traducirá a partir de entonces, y como no había ocurrido jamás en
tiempos de Betancourt, en la provisión directa de combatientes para alimentar los
frentes armados rurales e intentar corregir así los errores tácticos y de concepción
cometidos durante la primera fase de la lucha insurreccional.
En resumen: todo lo dicho explicaría varias cosas a la vez. Explicaría, en
primer lugar, que la insurgencia local no sólo empleara con mucha mayor
determinación lentes castristas sino que, además, comenzase a calzar lentes
maoístas. En segundo lugar, explicaría mejor que nada el salto cuantitativo que
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Cuba habría de describir como centro rector de la insurgencia venezolana durante
la etapa gubernamental de Leoni. Y explicaría, además, otra cosa: la profundización
de la agria polémica entre “duros” y “blandos”, es decir, cuando se haga
completamente evidente que las diferencias entre ambas parcelas eran ya
materialmente insuperables. Ello ocurrirá una vez que el propio Fidel Castro anuncie
a los cuatro vientos su decidido apoyo a quienes veían necesario proseguir la guerra
y, de manera inversa, haga pública condena de los “claudicantes” e “indecisos”
elementos que formaran parte del elenco dirigente del MIR, así como de los órganos
de dirección del PCV que entonaban el lenguaje de la Paz Democrática.

2.- Una respuesta distinta


Todo esto habla a las claras de una situación a partir de la cual el gobierno
de Leoni podía derivar inteligente provecho en vista de la ruptura que había venido
registrándose de manera cada vez más aguda entre los dos bandos de la izquierda
desde 1963 y para insistir, una vez más ante sus propios partidarios, en que la
división entre “blandos” y “duros” no era algo ficticio ni aparente.
Aquí asoman dos elementos de valía que habrán de distinguir de manera
significativa un quinquenio del otro frente al problema de la violencia o, dicho de otro
modo, asoman dos circunstancias no presentes durante la gestión de Betancourt.
Hablamos, por un lado, de la ruptura de Cuba con el alto mando del PCV y, por el
otro, el empeño de algunos sectores por mantener en pie el esquema insurreccional
de tipo guerrillero.
Sin duda, estas diferencias las imponía un entorno cambiante en el marco de
la dinámica armada; pero existían al mismo tiempo otras diferencias que parecían
responder más bien al estilo de liderazgo que habría de exhibir el nuevo mandatario
con respecto a su antecesor. Esto explicaría naturalmente la adopción de un
enfoque distinto en relación al tema de la violencia insurreccional. El punto es
importante, sobre todo frente a una tradición que ha insistido en despojar a Leoni
de toda autonomía en muchos aspectos de su administración o diluirlo así, sin más,
dentro de las ejecutorias de Betancourt. En este sentido, puede que existiera un
programa conjunto entre ambos gobiernos o una lógica estructurada en torno a la
planificación central democrática; pero también existían importantes diferencias de
estilo y liderazgo entre los dos mandatarios. Tal cosa podría resumirse diciendo que
la “continuidad” que garantizaba Leoni no debía interpretarse en ningún caso como
sinónimo de “continuismo”.
Aparte de todo está el hecho de que se tratara de dos regímenes
coalicionistas distintos: primero el de Betancourt -junto a AD, COPEI (y, por breve
tiempo, URD)- y segundo, el de Leoni, junto a AD (acompañado también, durante
breve tiempo, por URD) y el FND, liderado por Arturo Uslar Pietri. La principal y más
significativa diferencia entre ambas coaliciones radica en el caudal electoral recibido
por cada uno de los dos presidentes, así como en los propósitos que animaba a las

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distintas alianzas: la primera, con el fin de estabilizar el ensayo democrático en su
etapa inicial; la segunda, para gobernar en toda regla, tomando en cuenta además
que, aun cuando la cifra del electorado nacional hubiese crecido desde 1958, Leoni
apenas se alzó con el 32,80% frente al 49,18% con el cual resultó favorecido
Betancourt, representando de este modo una disminución del 16% para los
cómputos de AD. La revista Momento lo pondría así, por más paradójico que ello
pudiera sonar: “Acción Democrática triunfó en las elecciones, pero perdió”.
Otra diferencia visible, y sobre todo pertinente a los fines de lo que pretende
afirmarse, es que se trataba de una violencia heredada y, por tanto, los dos años y
medio de guerra que habían transcurrido hasta entonces entre el gobierno de
Betancourt y la izquierda en armas permitía pensar en la posibilidad de que se
asumieran nuevos enfoques con respecto al fenómeno de la violencia, algo en torno
a lo cual los nuevos socios tripartidos coincidirían en grados más o menos variables.
Además, ello se vería claramente recogido en el acuerdo programático de la Amplia
Base adoptado en octubre del 64, varios meses después de haber asumido Leoni,
y luego de arduas negociaciones entre los tres factores de poder. Hablamos
justamente en este caso de lo que significaría la integración de un gobierno de AD
junto a dos fuerzas (URD, capitaneada por Jóvito Villalba y el FND, liderado por
Uslar Pietri) que habían discrepado, cada cual a su modo, de la estrategia anti-
insurreccional manejada hasta entonces por Betancourt.
A la hora de las diferencias que cabe observar entre ambos gobernantes
cuando de aplicar algunas variantes específicas al fenómeno de violencia se
trataba, asoma otra particularidad bastante relevante y que, por ello mismo, se hace
preciso tener en cuenta. Nos referimos al hecho de que la candidatura de Leoni no
sólo nacería al calor de un sentimiento de ruptura de la alianza con Copei sino que
se fraguó en buena medida gracias al apoyo del Buró Sindical de AD, el cual
planteaba, entre otras cosas, la idea de buscarle una salida diferente al tema del
enfrentamiento con los grupos armados.
También pesa mucho a este respecto lo que diría la propia izquierda –o al
menos parte de ella- al subrayar las diferencias que creía percibir entre Betancourt
y Leoni. De hecho, en ningún caso se verá con mayor evidencia la separación que
comenzaba a gestarse entre “duros” y “blandos” como a la hora en que la izquierda
se detuviera a analizar si Betancourt y Leoni eran químicamente equivalentes o, en
otras palabras, considerar que Leoni podía ser capaz de exhibir un estilo propio y,
por ello mismo, darle un tratamiento diferente a la izquierda en la medida en que el
ya mencionado “Gobierno de Amplia Base” fuese garantía de la presencia de otras
voces y sensibilidades como las que podían representar Uslar, a través del FND, o
Villalba, por medio de URD.
Sin embargo, la diferencia esencial entre ambos mandatarios a la cual
quisiéramos hacer referencia de seguidas tiene que ver con el estilo francamente
polarizador que caracterizara a Betancourt dentro de la propia escena nacional. Así,

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para quienes vieron que Betancourt había emergido intacto luego de su quinquenio
y que, derrotada la fórmula de la abstención electoral, verían a Leoni instalado ahora
en el poder, se hacía necesario redirigir los pasos y reorientar los objetivos del
movimiento revolucionario. Por tanto, la necesidad de repensar la guerra como
método tras el resultado de las elecciones que le dieran el triunfo a Leoni será, como
se dijo, el primer paso emprendido por cierto sector de la izquierda hacia la
formulación de lo que vendría a conocerse a la larga como la “Paz Democrática”, en
consonancia con la acción rectificadora. No obstante, para el sector que continuaba
apegado a la línea armada, a Leoni sólo podía leérsele con base en los mismos
“contenidos de clase” y en apego a la misma “estructura represiva” que le había
dado piso al gobierno de Betancourt. Se tratará según este parecer –y para decirlo
de algún modo- del “betancourismo continuado por otros medios”.
Sobra decir desde luego que Leoni no abandonaría en ningún caso el
lenguaje de la guerra durante sus cinco años de gobierno. Antes bien, la ejecución
de operaciones contra-insurgentes cobrará mayor nivel de sofisticación y tecnicismo
durante su quinquenio comparado a los tiempos de Betancourt, amén de que será
sólo a partir de entonces cuando, al decretarse la “guerra prolongada”, el Ejército
asuma plenamente su responsabilidad en el combate, superando de este modo la
impericia que supuso haber dejado en manos de organismos policiales y de
inteligencia la labor fundamental del enfrentamiento contra los grupos armados.
También incidirá en ello –por tratarse de la “guerra prolongada”- un cambio de teatro
(del medio urbano al medio rural), lo cual implicaría la drástica reconversión de unas
FF.AA. que habían sido concebidas hasta entonces –doctrinalmente hablando- a
partir de una estructura divisional y con base en la hipótesis de conflictos de tipo
convencional, para adecuarse a la dinámica de una guerra irregular que exigía la
conformación de unidades móviles de combate y, junto a ello, el particular tipo de
capacitación técnica para oficiales y tropa que ello requería.
Mas sin embargo no sólo –o exclusivamente- de guerra estaría hecha la
estrategia de Leoni. De allí que, a raíz del enfrentamiento que se registraba entre
quienes se situaban ahora en posición de regreso y quienes abogaban en cambio
por intensificar la lucha armada bajo nuevas premisas, el gobierno de Leoni tuviese
la suficiente claridad (y habilidad) para hacer distingos que le arrojaran dividendos
y profundizar en todo lo posible tales diferencias.
Agustín Blanco Muñoz resumirá todo esto así, desde la perspectiva del nuevo
Presidente: “La línea de actuación del gobierno ha sido expresada claramente por
Raúl Leoni desde el momento de la toma del mando. (…) [L]a era de la violencia
abierta, agresiva, rica en alardes y verbalismos finaliza y da paso [a juicio del nuevo
mandatario] al momento de la “ponderación, la concordia y la reconciliación”, el
llamado al diálogo, el intento de pacificación, el tender la mano a quienes rectifiquen,
a quienes entiendan la necesidad de volver (…) a la lucha legal”.

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3.- La “Proto-pacificación”
Sin embargo, los reparos a la nueva política de mano tendida alentada por
Leoni procederán de sectores opuestos entre sí. Es decir, no sólo provendrán del
sector “anti-dialogante” del movimiento revolucionario (es decir, de los “duros”) sino
también de ciertos núcleos del propio estamento político –e incluso, de otros
factores de poder y sectores de la sociedad- que creían ver en la táctica de la Paz
Democrática un mero recurso retórico de la izquierda para engañar y confundir al
gobierno mientras se fuesen creando las condiciones necesarias para un nuevo
“asalto revolucionario”.
Un caso muy significativo entre las propias filas del oficialismo lo representará
el ex Ministro de Relaciones Interiores, diputado y por entonces jefe de la fracción
parlamentaria de AD en la Cámara Baja, Carlos Andrés Pérez, quien mostraría
durante sus intervenciones una actitud de permanente recelo frente a lo que podía
entrañar la “palabra empeñada” por la izquierda a la hora de llevar a que el gobierno
tendiese puentes y propiciara el diálogo.
Empero, más preocupante aún será la reserva mostrada por los propios
militares ante las aperturas practicadas por Leoni. De hecho, el Presidente debió
haber tenido que muñequear con fuerza a la hora de vencer la resistencia de las
FF.AA. e intentar impulsar una política distinta frente al fenómeno de la violencia
extremista y, por tanto, al pasar por encima del sector castrense a fin de que su voz
llegase a oídos de quienes pretendían renunciar a la vía insurreccional.
Además, tal vez uno de los elementos más significativos en todos los
discursos en los cuales Leoni aludió al tema de la política insurreccional y el manejo
de la violencia fuese su estilo totalmente “anti-betancourista”, tal como quedara
patentado al haber dicho lo siguiente al no más comenzar su Presidencia: “[N]o
cerraré nunca los caminos que conduzcan a la concordia nacional”. Ese lenguaje
no había sido escuchado prácticamente en ningún momento durante el quinquenio
de su predecesor, ni tan siquiera al cierre del mismo cuando, a propósito de su
último mensaje presidencial, Betancourt tuvo esto qué decir al referirse a los presos
políticos: “Están encarcelados porque son agentes de una conspiración extranjera
contra la paz, la libertad y la soberanía de Venezuela. La democracia no es un
régimen laxo y medroso frente a sus enemigos”.
Si bien nada de esto impidió que Betancourt dispensara algunas medidas
puntuales de gracia, amparándose para ello en las facultades que le brindara su
condición de Presidente, sólo una serie de circunstancias un tanto distintas entre la
primera y segunda mitad de la década de 1960 podrían explicar que el ahora
exmandatario se hubiese visto envuelto en una dinámica polarizadora que él mismo
se había hecho cargo de estimular al máximo para deslindar las aguas en el
momento en el cual resultaba preciso hacerlo. E incluso, para ir más allá, tal vez no
se tratara solamente de dividir las aguas de manera violenta sino de legitimar de

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ese modo el miedo al llamado “peligro comunista”, elemento que se añadió a la lista
de los estigmas más característicos de la Guerra Fría.
Habrá, pese a todo, varios factores que compliquen la oferta pacificadora de
Leoni a lo largo de su quinquenio. Para comenzar, el más importante podría
resumirse en la clásica imagen del huevo o la gallina: legalizar primero a las
organizaciones en armas para que, a la postre, pudiesen pacificarse
progresivamente o, la que sería más bien la tesis prohijada por el propio Presidente:
que los movimientos armados se pacificaran primero para ser legalizados después.
Importa subrayar entonces que Leoni exigiría de entrada, como parte de su nueva
política, el requisito sine qua non del desarme, el desmantelamiento total de los
aparatos de guerra y la desmovilización de los combatientes como única forma de
conjurar el riesgo de que subsistiese cualquier ambigüedad por parte del
movimiento armado. Esto llevaría incluso a que, dentro del capítulo de cargos, tal
fuese una de las razones invocadas por Uslar y los suyos a la hora de justificar su
salida del acuerdo tripartito, al discrepar de la forma en que Leoni, supuestamente,
conducía la Pacificación a partir de una concepción inmutable y unívoca del
fenómeno guerrillero. Sin embargo, para AD, no quedaban dudas: Leoni había
invitado a la rectificación desde que tomara posesión de la jefatura del Estado en
marzo del 64, demostrando así frente al país, y ante sus propios socios de la Amplia
Base, que había tenido voluntad “pacifista”; lo que no había tenido en cambio, ni
podía tener, era voluntad apaciguadora.
Resulta importante hacer referencia de seguidas a lo que, para mayor
desorientación de la izquierda, significara que Leoni aprovechase las fisuras que
venía experimentando el frente armado con el fin de promover un conjunto mucho
más numeroso de beneficios procesales que los concedidos previamente por el
gobierno de Betancourt. En este sentido, y en el marco de la Pacificación, la suya
será una política más sistemática aún con respecto a la solución de “casos
puntuales”, es decir, del conferimiento de medidas de gracia de carácter parcial y
de aplicación selectiva. En este sentido, el gobierno de Leoni había resuelto adoptar
una serie de beneficios puntuales a quienes resultaran responsables por la comisión
de actividades subversivas y ello sólo sobre la base de que hubiesen expresado con
la claridad necesaria su interés por abandonar la actividad armada e incorporarse
plenamente a la dinámica democrática.
El hecho de que, según la percepción del propio alto gobierno, no todo el
sector revolucionario hubiese dado muestras fehacientes de querer rectificar,
corregir su rumbo y renunciar de modo convincente a la vía armada, esto debía
interpretarse como una razón adicional para concluir que la única forma correcta de
actuar era la de continuar concediendo beneficios en forma selectiva a quienes,
como se ha dicho, mostraran la intención, clara y manifiesta, de renunciar al camino
de la violencia. En tal sentido, el gobierno se preciaría de poseer los instrumentos
adecuados, tales como el indulto presidencial, el sobreseimiento y otras medidas de
gracia, para ir aplicándolas de manera progresiva a fin de proceder a revisar los
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juicios de muchos detenidos. Quedaba claro pues, que el gobierno no transigiría
ante ninguna fórmula que borrase el delito. Pero, al mismo tiempo, quedaba claro
también que Leoni continuaría apegado a esta línea “ancha-basista” en la medida
en que se entendiera que era a individuos en particular, y no a todo un movimiento
“no pacificado”, al cual se le dispensaban semejantes beneficios.
Ya en cuanto al volumen de indultos y sobreseimientos otorgados durante el
gobierno de Leoni vale la pena apuntar por ejemplo que, sólo durante su primer año
de gestión (1964-65), estas providencias llegaron a beneficiar de manera directa a
doscientos cincuenta presos políticos, principalmente a muchos de quienes se
habían visto implicados en las dos fallidas insurrecciones militares motorizadas
contra Betancourt durante el año 62, en alianza con la izquierda.
Al margen de que las figuras del indulto y el sobreseimiento estuviesen
previstas en la normativa existente, vale la pena hacer referencia a un instrumento
que sí sería hechura del propio gobierno de Amplia Base a objeto de hacer buena
la oferta pacificadora formulada separadamente por sus tres componentes (AD,
URD y el FND) durante la campaña electoral y para ensayar, por ese camino, una
alternativa que contribuyese a solucionar el problema de la violencia como método
de acción política. Nos referimos a la llamada “Ley de Conmutación de Penas por
exilio”, que el Congreso Nacional dio por aprobada el 11 de diciembre de 1964.
A la hora en que se concediera este tipo de conmutación no se estaría
actuando conforme al derecho penal sino realizándose un “acto jurídico-político”, lo
cual le daba aval a la disposición pacificadora que pretendía mostrar la alianza de
gobierno. El hecho de conmutar la pena de prisión por la pena de destierro fue visto
como el primer ejemplo de algunas de las medidas puntuales alcanzadas en materia
pacificadora entre AD, como partido-eje de la coalición de gobierno, y sus socios
URD y FND, prefigurando así lo que implicaría que, a partir de entonces, el
oficialismo intentase continuar cocinando el problema guerrillero a fuego lento.
Según la coalición “tripartita”, el hecho de que el delito político pudiera
consagrarse como objeto de conmutación, siempre que ello fuese a solicitud del reo,
equivalía a la posibilidad de darle cabida a una válvula de escape para distender la
presión subversiva y ensayar un paso significativo frente a quienes estaban
dispuestos a llegar al diálogo desde los sectores en armas. Ciertamente, a
diferencia de la figura del indulto, que sería aplicada en numerosos casos más tarde
y que extinguía totalmente la pena, de lo que se trataba en este caso era de variar
la índole de la pena en prisión por otra que, al menos relativamente hablando, lucía
menos rigurosa, como lo suponía el destierro.
En este sentido hubo incluso quien, como Jorge Olavarría, en calidad de
diputado independiente desde las filas de la oposición, la considerara una iniciativa
“esencialmente humana” puesto que dejaba en manos de quien otorgaba la gracia
la posibilidad de abrir una solución a situaciones de orden político sobre la base de

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una fórmula que le permitía al reo cumplir el resto de la condena sin seguir viéndose
sometido a la pena corporal que le fuera impuesta mediante sentencia firme.
Lo interesante de esta ley, apoyada de manera calurosa por el propio Leoni,
es que venía a regular un dispositivo constitucional que ya tenía su asiento en el
artículo 64 de la Constitución de 1961, según el cual “ningún acto del Poder Público
[podía] establecer la pena de extrañamiento del territorio nacional contra
venezolanos, salvo como conmutación de otra pena y a solicitud del mismo reo”.
Si se considera que históricamente el extrañamiento había sido utilizado para
resolver problemas políticos internos, el nuevo instrumento promovido por la Amplia
Base pretendía poner distancias frente a prácticas pretéritas a través de una figura
que se aspiraba fuese vista como una especie de exilio reglado. La diferencia con
relación a otras experiencias del pasado radicaba, pues, en que el extrañamiento
no se aplicaría, de acuerdo con esta ley, como un acto discrecional del gobierno
sino que se trataba de una facultad con la que contaba el Presidente una vez
recibida la solicitud que hiciera el reo de acogerse a tal conmutación.
Visto así, el nuevo instrumento, el cual pretendía promover una modalidad de
escarmiento que sustituyera la pena de carácter corporal por el destierro,
presuponía necesariamente, como ya se ha dicho, que ésta no sólo se hiciera
efectiva a partir de la aquiescencia del reo sino que, además, a la hora de
implementarse, fuese por un tiempo de duración incluso menor (según fuera el caso)
del que faltare por cumplir la condena.
Aparte de sustituirse la pena corporal por la vía de esta Ley de Conmutación
de Penas, y amén de los restantes recursos de gracia (indultos o sobreseimiento de
procesos militares) puestos en práctica durante distintos momentos del quinquenio
de Leoni sobre la base de las atribuciones discrecionales con las que contaba el
Presidente, tampoco puede perderse de vista, al menos por el peso simbólico que
ello revistió, que uno de los pasos previos en el camino hacia la legalización
definitiva, y a la vez una de las medidas más orientadas hacia el logro de la
Pacificación, fuera la “ventana” electoral que habría de abrírsele al aún proscrito
PCV.
Tal y no otra cosa fue lo que significó que, bajo el nombre de fachada de
Unión para Avanzar (UPA), los dirigentes del sector “dialogante” del PCV se
incorporaran al proceso comicial previsto para diciembre de 1968 y que lo hicieran
sobre todo en procura de obtener de nuevo la representación legislativa perdida
desde 1963. Obviamente, UPA (admitido así como ente legal durante el último año
del mandato de Leoni) significaría también una forma indirecta de rehabilitación de
las fuerzas de izquierda.
Uno de los aspectos que más llama la atención acerca de la forma en que
culminó este proceso que dio lugar a la creación de UPA es que, a lo largo de su
mandato, el propio Leoni pareció haberse distanciado de algún modo de la

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indeclinable exigencia formulada al comienzo del quinquenio de no dar ningún paso
que le permitiera al PCV y el MIR recobrar legalmente su entidad colectiva sin antes
haberse obtenido el renunciamiento completo del recurso armado. Esto viene a ser
clara demostración de la forma en que su gobierno logró beneficiarse poco a poco
del amplio boquete que continuaba abriéndose entre los partidarios y los
adversarios de la Lucha Armada. La creación de UPA, en lo que al PCV se refiere,
así lo demuestra.
La discrecionalidad con que obró Leoni a la hora de indultar total o
parcialmente algunos casos, o sobreseer el estado de diversas causas, en cualquier
estado en que se hallaran, aun tratándose de procesos ante tribunales militares,
habla también, junto a la aprobación de la ley de “De conmutación de penas por
extrañamiento del territorio nacional”, del empeño por impulsar una Pacificación por
etapas, según lo fueran permitiendo las circunstancias.
Ahora bien, no es cuestión de pasar a la ligera por encima de estos recursos
de gracia. Significaron mucho puesto que, al dejarse de aplicar las penas impuestas
por los órganos jurisdiccionales, ello servía como aval de una política de
entendimiento que, con toda seguridad, llegó a contar en más de una ocasión con
la resistencia de las propias Fuerzas Armadas.
Más allá de las pocas cifras que existen, o que han podido recabarse, resulta
difícil hacer un cálculo más o menos confiable, más o menos exacto, del número de
quienes, por la vía del indulto, el sobreseimiento de juicios o la conmutación de
penas por exilio se vieron favorecidos mediante tales beneficios parciales
impulsados durante el quinquenio de Leoni.

4.- Conclusiones
Vale la pena puntualizar algunas cosas al cierre, sobre todo a la hora de
desmentir ciertas falsedades de común circulación en torno al proceso que ha
querido examinarse hasta este punto.
En primer lugar, tanto como lo hizo a favor de que se ampliaran los esfuerzos
de diálogo, Leoni apostó a la Pacificación, pero no al “apaciguamiento”.
En segundo lugar, ese intento de Pacificación, o de “proto” Pacificación (para
darle relieve así a su carácter embrionario) fue un logro que terminó viéndose diluido
en buena medida como resultado del triunfo electoral que condujo a Rafael Caldera
a la Presidencia en 1969. No puede perderse de vista en este sentido que tanto el
líder copeyano como su partido hicieron de la Pacificación una de sus principales
ofertas electorales durante la campaña para suceder a Leoni, derivando de ello el
mayor rédito posible luego del triunfo comicial. Sin embargo, pese al cartel que

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gozara la Pacificación en tiempos de Caldera, sería un serio error considerar que la
violencia simplemente se eclipsó a partir de entonces. De hecho, el fin de la
violencia armada no fue el fácil tránsito que cabe suponer, o sobre el cual insistiría
más tarde la mitología copeyana, puesto que subsistirían, aunque reducidos ya a
minúscula expresión, algunos grupos que habrían de persistir en la empresa
insurreccional hasta bien entrada la década de los años setenta.
En tercer lugar, no puede perderse de vista que, ante el nuevo aire que
cobrara la Pacificación, y a raíz de lo que parecía ser un simpático baile entre la
izquierda pacificada y Caldera, era llegada la hora (y ello estaba en el interés de
ambas parcelas) de enfilar de consuno las baterías contra AD luego de diez años
de gobierno y, también (aunque a Copei le costase un tanto desmarcarse como
socio que fuera del gobierno de Betancourt), para poner todo el acento del
fenómeno insurreccional sobre su “desacertado” e “ineficaz” manejo durante el
decenio Betancourt/Leoni. Luego de semejante aluvión “anti-adeco”, y a los efectos
de la posteridad, no hay duda de que la “proto” Pacificación impulsada por el
mandatario guayanés quedó prontamente relegada a un segundo plano.

En cuarto lugar no sobra ni lastima insistir en lo dicho en algún momento


acerca del hecho de que, si bien existía un programa conjunto entre ambos
gobiernos, hubo importantes diferencias entre los estilos de Betancourt y Leoni,
como también las hubo en relación al tipo de violencia que caracterizó a cada uno
de ambos gobiernos. A este respecto cabría hacer énfasis nuevamente en lo que
significara el repertorio insurreccional (incluyendo la opción cuartelaria entre 1960 y
1962) que manejó la izquierda armada durante el quinquenio de Betancourt.
Finalmente, y sumado a las medidas de gracia acordadas por Leoni, asoma
lo referido al empeño que tuvo su gestión por intentar mejorar el clima imperante de
manera progresiva. Pero también destaca en este sentido como algo digno de nota
la disposición mostrada por el sector “dialogante” del PCV a la hora de propugnar
una tesis como la “Paz Democrática” que, sin renunciar total ni expresamente a la
vía armada, estimulaba la posibilidad de que la gestión del guayanés ensayase un
camino diferente frente a una violencia heredada del pasado inmediato.

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