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burguesa
Matías Maiello
Uno de los aspectos más conocidos del análisis de Marx de la Comuna de París es su
crítica a la división de poderes (ejecutivo, legislativo y judicial). Le atribuyó un carácter
ficticio que, históricamente, derivó en una progresiva concentración del poder en manos
del ejecutivo, exacerbada en los momentos de crisis. En los regímenes presidencialistas,
el Presidente sería un virtual sustituto del monarca constitucional. En el caso de Estados
Unidos, para defender la necesidad de una presidencia fuerte y unipersonal, Alexander
Hamilton tomaba como referencia la figura del dictador republicano romano [18]. Por
su parte, las “cámaras altas” o senados, vendrían a actuar como cámaras de control
frente a los parlamentos de base electoral más amplia. Representarían un resguardo
frente a la voluntad popular en el terreno legislativo. El poder judicial proclama su
verdadera “independencia” respecto al voto popular. Se lo concibe como poder
“contramayoritario”. Todo el sistema de checks and balances tiene por objetivo evitar
decisiones fundamentales que puedan afectar los intereses de las clases dominantes.
Dicho en términos clásicos: sirve para limitar la soberanía popular.
Marx, en su momento, no escribe ni un tratado de derecho constitucional, ni una historia
del derecho público, le interesa contraponer la república burguesa a la Comuna como
forma política. Al principio de división de poderes le opone un “órgano de trabajo”,
ejecutivo y legislativo al mismo tiempo. Este aspecto es central para entender la
temática de los consejos. La noción de “órgano de trabajo” implica que una misma
asamblea, como fue el caso de la Comuna, no solo es electa para discutir sino para
llevar adelante sus propias resoluciones. Se trata de un principio indispensable para la
democracia de los consejos ya que esta tiene funciones de gobierno mucho más amplias
que cualquier democracia burguesa. No se limita a definir los lineamientos políticos del
Estado sino que incluye la planificación democrática de la economía. En la república
burguesa, la economía es controlada y organizada arbitrariamente por los propietarios
de los medios de producción, la porción de la misma que depende de representantes
electos está, en el mejor de los casos, acotada a las proyecciones del presupuesto estatal.
En cuanto al poder judicial, la unificación de poderes no es completa, en la democracia
consejista se mantiene separado pero pierde su independencia respecto al voto y la
participación popular.
Otro tema central es la responsabilidad ante los electores y la revocabilidad de todos los
funcionarios públicos en cualquier momento. Este solo hecho plantea un principio muy
diferente al de la democracia delegativa burguesa. En ella, por lo menos en la teoría, la
autoridad legítima surge del consentimiento general de aquellos sobre quienes va a
ejercerse. Este principio atravesó las revoluciones burguesas, tanto la inglesa, como la
francesa, como la norteamericana. La masa de ciudadanos es, ante todo, una fuente de
legitimidad política más que un conjunto de personas llamadas a tomar parte en el
gobierno. Su derecho es el derecho a consentir el poder. La libertad de opinión para que
la voz del pueblo pueda llegar a quienes gobiernan aparece como un pobre sustituto de
la ausencia de un derecho a dar instrucciones, una contrapartida a la independencia de
los representantes respecto a los representados. A través del voto solo se puede
sancionar o repudiar una conducta ya realizada. El principio de representantes
responsables y revocables en todo momento, constitutivo de la democracia consejista,
implica ampliar la influencia de los representados más allá de aquel juicio retrospectivo
para darles la potestad de determinar el curso mismo de acción a seguir. Dicho en otros
términos, apunta a acotar la separación misma entre representantes y representados y a
trazar una vía para superarla. Coherente con ello, se basa en el principio igualitario de la
eliminación de los privilegios de los funcionarios públicos con un salario igual al de
cualquier trabajador.
Sobre la base de las diferencias que fuimos señalando hasta acá, en 1934 Trotsky
ensayó una crítica de la estructura institucional de la Tercer República francesa que
aporta importantes elementos para esta reflexión. Allí resignificaría algunas de las
observaciones de Marx para delinear un régimen alternativo a través de una serie de
planteos programáticos. A saber: la supresión tanto del Senado como de la presidencia
de la República y la constitución de una asamblea única que debía combinar los poderes
legislativo y ejecutivo, donde “sus miembros serían elegidos por dos años, mediante
sufragio universal de todos los mayores de dieciocho años, sin discriminaciones de sexo
o de nacionalidad. Los diputados serían electos sobre la base de las asambleas locales,
constantemente revocables por sus constituyentes y recibirían el salario de un obrero
especializado”. No se trataba del programa de una república de consejos sino de un
programa transicional democrático-radical para confluir con los trabajadores reformistas
contra las tendencias bonapartistas del régimen bajo la premisa de que “una democracia
más generosa facilitaría la lucha por el poder obrero” [19].
Es de desatacar que en el planteo de Trotsky la elección de diputados sobre la base de
asambleas locales está referenciada en el modelo de la Convención jacobina de 1793.
En aquel entonces, muchas de estas asambleas no se disolvieron luego de la elección y
tomaron un rol activo en el proceso político. Aquí tenemos esbozada otra característica
central de la democracia de los consejos: establecer los medios para la facilitar la
participación activa y directa de los trabajadores y sectores populares en los asuntos
públicos. Como señalara Lenin en El Estado y la revolución, el objetivo de la
democracia consejista es que una mayoría de trabajadores se transforme en algún
momento en funcionario público. O como señalara Gramsci: “El consenso se supone
permanente activo, hasta el punto de que los consentidores podrían ser considerados
como ‘funcionarios’ del Estado y las elecciones un modo de enrolamiento voluntario de
funcionarios estatales de cierto tipo, que en cierto sentido podría emparentarse (en
planos distintos) al self–government [autogobierno]” [20]. Es decir, esta democracia no
se limita a obtener el consentimiento mayoritario, tampoco al derecho a revocar
representantes, sino que depende también de la capacidad que tengan las instituciones
democráticas del Estado de los trabajadores de impulsar una alternancia en las
posiciones de “gobernante” y “gobernado” de los mayores contingentes posibles del
movimiento de masas. El objetivo sería lograr la progresiva confusión práctica entre
ambas posiciones.
En otros términos, se trata de trazar un camino de desprofesionalización y difusión de la
actividad política. Si tuviéramos que emparentarlo a alguno de los principios
democráticos clásicos sería sobre todo al de isegoria, que era el derecho igualitario de
los ciudadanos a hablar en asamblea. Claro que, a diferencia de la democracia antigua,
en el marxismo este principio aparece directamente ligado a la propagación de las
condiciones materiales para su ejercicio. Una garantía fundamental para este tipo
de isegoria en un Estado de trabajadores estaría dada, como señalara Lenin: “por el
hecho de que el socialismo reducirá la jornada de trabajo, elevará a las masas a una
nueva vida, colocará a la mayoría de la población en condiciones que permitirán a
todos, sin excepción, ejercer las ‘funciones del estado’, y esto conducirá a la extinción
completa de todo estado en general” [21].
A través del conjunto de estos mecanismos, la democracia de los consejos busca
establecer un contacto infinitamente más estrecho, más orgánico, más honrado, con la
mayoría del pueblo trabajador que cualquier institución parlamentaria. Su característica
más importante no es reflejar estáticamente una mayoría, ratificada cada 2, 4 o más
años, sino formularla dinámicamente. Por este motivo es potencialmente capaz de
superar la imposibilidad de los mecanismos jurídicos y parlamentarios para expresar el
poder constituyente de las mayorías en momentos de cambios revolucionarios. Trotsky
formulaba esta relación orgánica y dinámica en los siguientes términos:
Todas estas características hacen al contraste entre la democracia de los consejos y las
instituciones basadas en el sufragio universal como tal que apelan exclusivamente a la
igualdad formal del ciudadano atomizado. Como sintetizara Ellen Meiksins Wood en la
democracia capitalista, la separación entre el estatus civil y la posición de clase opera en
dos direcciones:
Ahora bien, ¿es viable este tipo de organización democrática en las sociedades
complejas contemporáneas? Hay una crítica tradicional al sistema de consejos según la
cual representaría una experiencia históricamente perimida incapaz de adaptarse a las
complejidades de las sociedades actuales. Sin embargo, el trasfondo de esta crítica es
que cuanto más complejas son las sociedades, más difícil sería la democracia en
general. Si nos situamos desde el punto de vista del capitalismo, en buena medida esto
es cierto. Como señala Perry Anderson, “la libertad de una democracia burguesa parece
establecer los límites de lo socialmente posible para la voluntad colectiva de un pueblo,
y, por tanto, puede hacer tolerables los topes de su impotencia” [26]. Pero la clave de la
democracia de los consejos es que va más allá del capitalismo, empezando por las
posibilidades para la democracia que plantearía una reducción drástica de la jornada
laboral habilitada por la planificación racional de la economía y del trabajo, y, más en
general, por el hecho de que, como decía Marx, ya no sea el tiempo de trabajo la medida
de la riqueza, sino el tiempo disponible [27].
La pregunta es si con los cambios de las últimas décadas y las características que han
adquirido las sociedades, la temática de los consejos y la crítica que esta contiene a la
democracia delegativa burguesa han perdido o han aumentado su valor. Para nosotros la
respuesta es claramente la segunda. Las condiciones de las sociedades contemporáneas,
la mayor complejidad de las estructuras sociales y político-culturales, la extensión
exponencial de la clase trabajadora y su mayor heterogeneidad, la multiplicidad de
“movimientos”, la inmigración masiva –enemiga irreconciliable de las nociones
nacionalistas de democracia–, entre otras características, vuelven plenamente madura la
temática de la democracia de los consejos. La experiencia más desarrollada al respecto,
que fue la de los soviets rusos durante los primeros años de la revolución, ya tiene más
de un siglo. Para reactualizar la temática de los consejos no es posible quedarnos allí.
Parafraseando a Trotsky, la democracia consejista del siglo XXI será tan distinta a la de
los soviets rusos como lo son nuestras sociedades contemporáneas de la Rusia zarista
semifeudal.
Las condiciones han cambiado bastante desde que Giovanni Sartori comenzara a
analizar la “video–política” bajo la cual el pueblo soberano “opina”, en buena medida,
en función de lo que los grandes medios de comunicación inducen a opinar [30]. Las
nuevas tecnologías de la comunicación y de la información han amplificado aquella
tesis. Controladas por un reducido número de megacorporaciones, han sido utilizadas
por las clases dominantes para desarrollar mecanismos típicamente totalitarios. Una
vinculación de los líderes políticos con una masa atomizada por encima de las
mediaciones políticas paralela a la transformación de los partidos políticos en muertos
vivientes. Las nuevas formas de conducción de la opinión pública, han fortalecido su
función coactiva hacia las clases opositoras a través del consentimiento de los grupos
sociales aliados, como la define Peter Thomas [31]. Estos procesos han ido de la mano
con la degradación práctica de cualquier incidencia sustancial de la voluntad popular a
la hora de definir la acción concreta de gobiernos cada vez más independientes de los
“representados”.
Sin embargo, este no es el destino fatal de las nuevas tecnologías de la comunicación y
de la información. Como mostraron los procesos de revuelta de la última década en todo
el mundo, las nuevas tecnologías también encierran un potencial democrático muy
importante. Sin duda, la reformulación de la temática de los consejos para el siglo XXI
implica también la exploración de aquellas potencialidades democráticas de las nuevas
tecnologías, sustrayéndolas del control de despótico de las corporaciones. Una forma de
hacerlo sería establecer el control de los mismos en forma democrática,
proporcionalmente a los votos obtenidos por cada agrupamiento en las elecciones a los
consejos. Las nuevas tecnologías tendrían un enorme potencial en una democracia
consejista para la democratización de la información y para la ampliación de los canales
democráticos de discusión pero, sobre todo, para aumentar la incidencia de sectores
cada vez más amplios en la toma de decisiones (estratégicas y cotidianas), es decir,
ampliar la participación y la prerrogativa democrática de dar instrucciones de gobierno.
Desde luego, el sistema de los consejos no puede hacer milagros, su función es reflejar
la voluntad popular de la forma más dinámica, democrática y amplia posible. La
potencia de una democracia de los consejos dependerá siempre de la vitalidad y el
convencimiento de las grandes mayorías para avanzar hacia el socialismo. La
construcción de una sociedad socialista solo puede ser fruto de la actividad consciente.
Lo que sí podemos afirmar es que la democracia de los consejos basada en el impulso
de la autoorganización es la única forma política –de las que hoy conocemos– para
emprender una transición hacia el socialismo y hacer viable la perspectiva de la
extinción del Estado.
El plan debe adoptar la forma de un conjunto de alternativas entre las cuales pueden
elegir las voluntades individuales canalizadas en nuevas instituciones consejistas. Se
trata de organizar el modo en que la necesidad puede convertirse en un aumento de la
libertad. Es decir, superar la constatación post festum de las necesidades sociales –con la
irracionalidad que implica desde el punto de vista de la producción y el consumo– para
que estas puedan ser conscientemente percibidas a través de una disposición activa de
los propios productores/consumidores y, a partir de ello, adoptar un determinado curso
de acción entre las alternativas disponibles. El objetivo es que la gestión social se
convierta en colectiva y supere el momento inconsciente propuesto por el capitalismo
como sistema de apropiación privada de los frutos del trabajo. La contrarrevolución
estalinista dejó trunco el proyecto plasmado por Lenin en El Estado y la revolución y
luego retomado por Trotsky en La revolución traicionada, para quienes aquella
reapropiación de lo colectivo iba de la mano del renacimiento del individuo dentro de la
“colectividad”.
Como señalara Gramsci, el individualismo que se ha vuelto antihistórico es aquel que se
manifiesta en la apropiación individual de la riqueza, mientras que la producción de la
riqueza se ha ido socializando cada vez más [37]. A esto le contrapone un nuevo
individualismo que se presenta como un tipo diferente de tensión de voluntades,
utilitaria pero desinteresada, de la misma naturaleza que la que determina el
renacimiento del individuo dentro de la “colectividad”. Es decir, un nuevo
individualismo desarrollado a partir de lo colectivo, más precisamente, de la
articulación de la autogestión de la vida colectiva. Donde el individuo no se limita a
aceptar pasivamente la impronta que le imponen, desde afuera, unas relaciones sociales
inconscientemente asumidas y pasa a ser protagonista consciente del gobierno y la
planificación de lo colectivo. El salto cualitativo en lo económico de lo privado a lo
colectivo es el marco potencial para una revitalización de la sociedad civil –también
tematizada por Trotsky en sus escritos sobre la transición– como lugar de autogobierno
y desarrollo de la libertad individual. También es el sustrato para el desarrollo de aquel
nuevo individualismo formado en las condiciones dadas por una sociedad que se
autogestiona a través de la planificación de su relación orgánica con la naturaleza y con
sus propias formas de vida. De esta forma la necesidad puede transformarse en mayor
libertad, claro que no en omnipotencia, sus posibilidades dependen del nivel alcanzado
por la civilización en un momento determinado.
El siglo pasado estuvo atravesado por múltiples debates en torno a las posibilidades de
planificación socialista de la economía: sobre la viabilidad de la sustitución del mercado
por la planificación; sobre el cálculo de los valores en una economía planificada; sobre
compatibilidad entre la centralización del plan para comprender el conjunto de las
necesidades sociales y la descentralización requerida en términos de preferencias
individuales y democratización; sobre la cuestión de la calidad y la innovación en una
economía no regida por la ganancia capitalista; entre otros. En lo que va del siglo XXI
estos debates han tenido un relativo nuevo impulso a partir de los grandes avances de la
informática, la cibernética y las tecnologías de comunicación. Autores como Evgeny
Morozov, Daniel Saros, Paul Cockshott, Maxi Nieto, entre otros han expuesto diferentes
ángulos de la problemática de la planificación ligada a las nuevas tecnologías, no
necesariamente vinculadas a una perspectiva socialista revolucionaria pero con
formulaciones sugerentes que muestran la vitalidad del tema.
Uno los debates clásicos en torno a la planificación cuyos términos se han modificado
más radicalmente es el del llamado “cálculo socialista”. En su momento había sido
motorizado por figuras de la Escuela Austríaca, enemigas del socialismo, como Ludwig
von Mises y Friedrich Hayek entre las décadas de 1920 y 1940. El planteo era que la
única forma de cálculo económico racional la proporcionaba espontáneamente el
mercado a través del dinero y la competencia. Esto hacía del socialismo un sistema
económico inherentemente ineficiente. Según Mises, probar que el cálculo económico
era imposible dentro de una economía socialista era probar también que el socialismo
era impracticable. No había forma de calcular el volumen de información necesaria para
evaluar los usos alternativos de la fuerza de trabajo y los recursos disponibles, no era
posible dar cuenta del complejo patrón de demanda de bienes finales e intermedios
necesario para una planificación a escala. En contraste, el capitalismo permitiría una
participación mucho más amplia en la toma de decisiones a través del mercado.
Sin embargo, estos argumentos refieren a un capitalismo utópico que, no solo nunca
existió, sino que se choca de frente con las características más básicas de la época
imperialista, marcada por el enfrentamiento militar entre potencias para dominar de los
mercados y por las profundas tendencias oligopólicas y monopólicas del sistema. En la
actualidad, estas características, en muchos casos exacerbadas, junto con el fabuloso
cúmulo de capital ficticio en la economía mundial y sus respectivas “burbujas” hacen
aún más utópica la transparencia del sistema de precios. Aquellos argumentos de Mises
y Hayek recibieron diferentes réplicas, pero aquí nos interesan las que dan cuenta de los
cambios más recientes.
En su clásico “El uso del conocimiento en la sociedad”, Hayek afirmaba que “debemos
considerar al sistema de precios como un mecanismo para comunicar información;
función que, por supuesto, cumple menos perfectamente a medida que los precios se
vuelven más rígidos” [39]. Paul Cockshott y Maxi Nieto resaltan esta definición del
sistema de precios como “mecanismo para comunicar información”, es decir, de los
precios no como información en sí sino como medio que la trasmite. Entonces, si el
sistema de precios es un sistema de comunicación es evidente que puede ser
reemplazado por otro. La única limitación para lograrlo sería de carácter técnico,
relativa a la capacidad de procesamiento de datos necesaria para el volumen de
información de una economía a tiempo real. La conclusión de los autores es clara en
este punto: los requerimientos computacionales para una genuina planificación
socialista a gran escala ya están dados por el desarrollo actual de la tecnología [40]. En
el mismo sentido, Daniel Saros sostiene que los argumentos de la Escuela Austríaca en
relación al cálculo socialista han sido superados por el desarrollo de la tecnología
informática moderna [41].
En las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, en la URSS hubo diversos
intentos de utilizar las tecnologías de información avanzadas para la planificación, pero
ninguno de ellos fue llevado a la práctica. Uno de los más conocidos despliegues en este
sentido tuvo lugar en Chile, bajo el gobierno de Salvador Allende, con el sistema
Cybersyn a cargo del cibernetista británico Stafford Beer, cuyo objetivo era coordinar
centralizadamente las industrias del sector estatal de la economía. Hoy estamos a años
luz de las tecnologías sobre las cuales se basaban aquellos experimentos. En tiempos de
Big Data, la tecnología para la planificación correspondiente a la producción y al flujo
de productos ya existe gracias al software de códigos de barras y de gestión de
inventarios. Para marcar el contraste, por ejemplo, el gran proyecto de Viktor
Gluschkov en la década de 1960 en la URSS consistía en digitalizar las comunicaciones
telefónicas para trasmitir mayor cantidad de información al servicio de la planificación.
Hoy las tecnologías de la información y la capacidad informática, así como los
desarrollos de la Inteligencia Artificial abren un campo totalmente novedoso para una
planificación socialista si lo comparamos con el siglo XX.
Se trata de tecnologías que ya están siendo utilizadas a gran escala por las grandes
corporaciones capitalistas para la planificación intrafirma, la cual convive con la
anarquía capitalista a nivel global producto de la competencia por maximizar ganancias.
Como señala Nieto:
La importancia de esta aproximación se debe a que las ideologías son también prácticas
que se ajustan a una determinada concepción del mundo. Adquieren consistencia y se
encarnan en sectores de masas no por casualidad, sino porque expresan de algún modo
necesidades estructurales profundas. Desde luego, esto no sucede mecánica ni
automáticamente. Para ello deben tomar la forma de una lucha de ideologías capaz de
influir duraderamente en las prácticas y cristalizar en una disputa de hegemonías
alternativas. Esto implica la constitución de instituciones independientes, propias del
movimiento de masas. Se configura así la “guerra de posiciones” que debe librar la
clase trabajadora por su autonomía frente la estatización de sus organizaciones. Una
“guerra de posiciones” de carácter preparatorio que no solo incluye momentos de
“guerra de maniobras” sino que adquiere su sentido final en la prueba del pasaje
estratégico a la “guerra de maniobras” por la conquista del poder [52].
En esta “guerra de posiciones”, la lucha por constituir partidos revolucionarios en
terreno nacional e internacional busca condensar la voluntad de la que emana y que
impulsa la lucha de ideologías y el desarrollo de nuevas prácticas capaces de coagular
en una verdadera alternativa hegemónica. Lo hace a partir del despliegue de todo una
serie de engranajes que hunden sus raíces en la clase trabajadora, en los movimientos
sociales y democráticos, en sectores de la intelectualidad. Como dijera Gramsci: “El
elemento decisivo de toda situación es la fuerza permanentemente organizada y
predispuesta desde largo tiempo, que se puede hacer avanzar cuando se juzga que una
situación es favorable (y será favorable sólo en la medida en que una fuerza tal existe y
esté llena de ardor combativo). Es por ello una tarea esencial la de velar sistemática y
pacientemente por formar, desarrollar, tornar cada vez más homogénea, compacta y
consciente de sí misma a esa fuerza” [53].
En tiempos como el actual, donde se conjugan el retorno de la intensidad de lo político
y una reapertura del terreno para la lucha de ideologías, la recreación del proyecto
socialista y el horizonte de su transformación en fuerza material están cada vez más
entrelazados. Los apuntes que hemos presentado en estas páginas tienen el doble
objetivo de repensar dos problemas centrales para la lucha de ideologías como la
democracia consejista y la planificación socialista en función de las nuevas
circunstancias históricas y, al mismo tiempo, su vínculo con el desarrollo de nuevas
prácticas, de instituciones propias del movimiento de masas y organizaciones
revolucionarias. Más allá de los aspectos que abordamos, muy parcialmente por cierto,
el sentido de estas líneas es, por sobre todo, impulsar un debate que creemos
indispensable para la reconstrucción del marxismo revolucionario en el siglo XXI.
Esperamos haber contribuido a ello.
NOTAS AL PIE
[1] Cfr. Cinatti, Claudia y Maiello, Matías, “[La reactualización de la ‘época de crisis,
guerras y revoluciones’ y las perspectivas para una izquierda revolucionaria
internacionalista- >https://www.laizquierdadiario.com/La-reactualizacion-de-la-epoca-
de-crisis-guerras-y-revoluciones-y-las-perspectivas-para-una-izquierda-revolucionaria-
internacionalista]”.
[2] Trotsky, León, “Completar el programa y ponerlo en marcha”, en El Programa de
Transición y la fundación de la IV Internacional, Buenos Aires, Ediciones IPS–CEIP
León Trotsky, 2017 (Obras Escogidas 10, coeditadas con el Museo Casa León Trotsky),
p. 163.
[5] Albamonte, Emilio y Maiello, Matías, “En los límites de la Restauración burguesa”.
[6] Contra cualquier nostalgia de la “guerra fría” este choque de hegemonías fue
sufriendo una progresiva degradación, paralela a la degeneración burocrática de la
URSS y a las deformaciones burocráticas que caracterizaron a los nuevos Estados
surgidos de las revoluciones de posguerra. Los procesos de “revolución política” (Berlín
1953, Hungría 1956, Checoslovaquia 1968, Polonia 1980–81, etc.) que tenían la
capacidad de revertir esta tendencia fueron derrotados. Este vaciamiento hegemónico,
por llamarlo de algún modo, facilitó en buena medida que los levantamientos
antiburocráticos de 1989–91 fueran desviados hacia objetivos restauracionistas.
[13] Cfr. Santiago Lupe, “Prólogo”, en Trotsky, León, La victoria era posible. Escritos
sobre la revolución española [1930–1940], Buenos Aires, Ediciones IPS–CEIP León
Trotsky, 2014.
[14] Cfr. Womack, John Jr., Posición estratégica y fuerza obrera, México, FCE, 2007,
p. 50 y ss.
[15] Stuart Hall, John, The hard road to renewal, London/New York, Verso, 2021.
[18] Hamilton, A., Madison, J., Jay, J., The federalist, Indianapoilis, Hackett, 2005, p.
374.
[19] Trotsky, León, “Un programa de acción para Francia”, en ¿Adónde va Francia? /
Diario del exilio, Buenos Aires, Ediciones IPS–CEIP León Trotsky, 2013 (Obras
Escogidas 5, coeditadas con el Museo Casa León Trotsky), p. 34.
[21] Lenin, V. I., “El Estado y la revolución”, en Obras Completas, T. XXV, Buenos
Aires, Cartago, 1958, p. 483.
[23] Meiksins Wood, Ellen, Democracia contra capitalismo, México, Siglo XXI, 2000,
p. 248.
[25] Lordon, Frédéric, Capitalismo, deseo y servidumbre. Marx y Spinoza, Tinta Limón,
Buenos Aires. 2014, p. 147.
[28] A partir del planteo de Hilferding fue que los consejos de la revolución alemana de
1918–19 fueron absorbidos por el Estado burgués bajo la forma de especie de cámaras
del trabajo esterilizadas de su contenido revolucionario. Sobre la relación entre
democracia burguesa y consejos en Poulantzas, ver: Poulantzas, Nicos, Estado, poder y
socialismo, Madrid, Siglo XXI, 1980. Sobre la aproximación de Artous, ver:
Artous, Antoine, “Democracia y emancipación social (II)” y Marx, l’État, et la
politique, París, Syllepse, 1999.
[34] Ver: Chingo, Juan, “El fin de los ‘vientos de cola’ de la globalización neoliberal
desde fines de 1970”.
[36] Ídem.
[45] Ídem.
[47] Paul Cockshott, Allin Cotrell y Jan Philipp Dapprich en su libro Economic
planning in an age of climate crisis, también realizan aportes sobre las potencialidades
de la planificación socialista para evitar la catástrofe climática a la que nos lleva el
capitalismo. Ver: Schapiro, Martín, “La planificación económica en tiempos de cambio
climático”.