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María González de la Torre

1º Bachillerato - COLEGIO CALASANZ Salamanca (SALAMANCA)

Querida hija, mi Isabel:

¿Quién no te recibiera en brazos? No temo del mar nada, salvo los peligros de su inmensidad y violencia que
pudieran tumbar el María Pita. Reza tu madre por ti desde los cielos, como lo hago yo, tenlo por seguro. Ella ruega
que salves al mundo de la enfermedad que se la llevó de nuestro abrazo. He pedido, por eso, que se escriba por
mi una carta para enviártela una vez estés en tierra, pues sé que desde las Canarias el camino será largo, e intuyo
que apreciarás mi aliento, incluso si no te resulta tan reconocible con estos arreglos. Bien sabes, Isabel, que me es
necesaria una ayuda con las palabras, sobre todo si están escritas. Quizás así se endulcen mis balbuceos brutos.

Ten clara otra cosa más, querida hija: el mundo no sabrá la lucha que hemos mantenido contra la muerte tú y yo.
Primero tus hermanos, luego tu madre, y ahora el mundo… Creo que incluso cuando no exista el dolor de esta
peste, que degrada el cuerpo y el espíritu, no cabrá tu triunfo, por mucho bien que hagas con tu amoroso corazón.
Todos gozaremos de los frutos de tu trabajo, pero como en el caso de los cultivos que plantamos, ¿quién recordará
al sembrador? Te han garantizado honra, una mejor vida; a ti y a los niños a tu cuidado, de los que eres una
madre. Pero yo ya sé que de eso tienes suficiente para estremecer a un santo. Por desgracia, en estos tiempos se
ha de luchar por todo, pelear por ser humano. Incluso por vivir hay pugna, con esta peste al acecho. Sin embargo,
sé que el miedo, el tedio o la dificultad no derrotarán a tu corazón, porque no lo han hecho antes ni los mayores
sufrimientos, que te alentaron aún más al estudio.

Éste mundo nuestro no verá tu esfuerzo, tu sangre, sudor y lágrimas. Rezarán al mar y al cielo por el conveniente
temporal. Incluso alabarán a tus compañeros. No rezarán así a tu favor, ni te adorarán con tanto esmero, pues tu
labor resulta ficticiamente menos ventajosa por su feminidad, y en consecuencia, menos memorable para el senil
seso popular.

Yo también sufro dolores por mi temor, me estremezco al imaginar a mi niña en un barquito frágil, frío, solitario y
decadente. Aun así, sé que esas solo son divagaciones de tu padre. Por desgracia, determinada como estás a
ofrecer salvación, y al saber de tu futuro triunfo opacado, sufro mucho también por eso. Sufro de cólera, miedo y
tristeza. Pero recuerda, hija: debe hacerte orgullosa ante todo tu cometido. No lo dudes, porque es el bien
absoluto.

A su vez te pido que, para proporcionarme algo de sosiego, me digas cómo están tus veintidós angelitos, y el
pequeñajo de Benito. Debo conocer además algunos detalles de tu viaje, y alguno de esos hombres que
embarcaron contigo. Si lo prefieres, pon más interés en el doctor Balmis. Ese hombre ha estado en boca de todos,
incluso antes de partir. Ha sido bañado en tantos halagos que me extraña que el océano no se haya inundado de
ellos. Fue su piedad la que le llevó a la corte de nuestro rey, según he oído, para convencerle de ver con buen ojo
su ambicioso proyecto. Llevando viales vivos, casi parece una curiosa invención, y recorrer el mundo así, también.
Siendo víctima este rey como muchos del padecimiento infernal, en las propias carnes de su hija, nada menos,
confirmó su afirmativa. ¿Quién podría imaginar ese dolor, al fin y al cabo? Yo ya lo he sufrido y no me atrevo.

El camino será duro, pero las recompensas, si no fueran valiosas en tu mano, lo serán en tu conciencia o en las
manitas de los niños. Hoy salvas unas vidas, y mañana al mundo entero.

Jacobo Zendal

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