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escritura

Escritura, escribir, escritorx…¿cuándo escribimos? ¿cuando hacemos la lista del super?


¿cuando mandamos un wasap?¿cuando nos decidimos a escribir esa monografía que
teníamos colgada hace rato?

En esta clase vamos a pensar en los distintos modos de relacionarse con esa práctica
social que es la escritura. Para empezar lean los siguientes textos:

LA CAUSA INJUSTA

 Por Mercedes Halfon

Hace ocho años escuché a Pablo Katchadjian leer El Martín Fierro ordenado
alfabéticamente en el Festival de Poesía Salida al Mar. Era un domingo a la tarde en
pleno invierno, la lectura se hacía en la ex Iglesia Marineros Finlandeses, una vieja y
rara construcción de madera a pocos metros del bajo, por completo carente de
calefacción. Nos recuerdo a los presentes con camperas superpuestas, las manos
clavadas en los bolsillos, intercambiando palabras de entusiasmo entre lectura y
lectura, mientras salían de nuestras bocas pequeñas nubes de vapor. La joven
concurrencia estaba amuchada para oír poetas de distintas nacionalidades. Alguien
anunció que el siguiente autor sería Katchadjian, quien iba a leer un librito de reciente
edición. Sonreímos cuando dijeron el título del volumen –El Martín Fierro ordenado
alfabéticamente– que anticipaba totalmente el procedimiento literario con que había
sido construido. Hasta esa tarde a Pablo lo conocía apenas de nombre, sabía que era
un escritor de bajo perfil, docente de Sociales de la UBA y que tenía algunos poemas
publicados por la editorial de culto Vox.

El fragmento seleccionado por Katchadjian fue la Y griega, es decir, todos los versos
que se iniciaban con esa consonante. Un recorte que ponía en primer plano la primera
persona del libro, al juntar todas las veces que Fierro decía, como primera palabra, yo.
El efecto en la escucha fue de un impacto inolvidable. Cuando terminó de leer, la
iglesia entera ovacionó. Por supuesto que se trataba de los tan internalizados versos
octosilábicos de José Hernández, pero por eso mismo, el resultado del procedimiento
de reordenamiento que proponía Pablo era un poderosísimo catalizador. De pronto
estábamos escuchando un monologo íntimo de Fierro, un corte trasversal del gran
poema nacional, que lo traía hasta el presente de un modo insospechado. Fue una
lectura extraordinaria. La y griega, como un árbol en medio de la planicie pampeana,
se volvía un eje alrededor del cual el poema entero gravitaba, un eje ya no narrativo
sino sonoro y conceptual. Quiero decir que El Martín Fierro ordenado alfabéticamente
de Pablo Katchadjian era un texto completamente nuevo, un texto que
desnaturalizaba el automatizado y escolar Martín Fierro para acercarlo a nosotros,
jóvenes lectores/escritores de poesía contemporánea que bancábamos el frío.

Años después Pablo Katchadjian editó El Aleph engordado, donde también llevaba un
procedimiento experimental sobre un texto canónico. Lo leí con la misma sorpresa y
emoción con que había recibido el anterior. Otra vez, desde el título se advierte qué es
lo que se va a hacer con ese clásico: una profanación. Como dice Giorgio Agamben: “Si
consagrar es el término que designa la salida de las cosas de la esfera del derecho
humano, profanar significa restituirlas al libre uso de los hombres”. El engordamiento
del célebre cuento de Jorge Luis Borges, es precisamente eso. Veo en su profanación
dos aspectos. Uno al nivel de las ideas: si en el aleph se supone que está todo, Pablo se
permite agregar algunas cosas más. El segundo, de orden estético: al leerlo, se percibe
inmediatamente que se trata de un texto diferente del de Borges, un texto con un
clima enrarecido y un humor sutil propio de la literatura de Katchadjian. El Aleph
engordado es una nouvelle que se inserta en una obra que este autor venía
desarrollando y que continuó en otras novelas como Qué hacer, Gracias, celebradas
internacionalmente, traducidas y reconocidas por su colegas como apuestas singulares
en el panorama de la nueva narrativa argentina.

Luego, llegan las noticias. El aleph engordado está desde 2011 en litigio a partir de una
querella establecida por la única heredera de los derechos de Borges, María Kodama.
Fue desestimada por los jueces de primera instancia y de la Cámara de Apelaciones;
incluso fue desestimada por la fiscalía, que desistió de la acusación y no acompañó
ninguna de las apelaciones de los abogados de la viuda. Así y todo, hace pocos días la
Cámara de la sala IV de Casación dio lugar a la querella de Kodama y logró el
procesamiento de Pablo Katchadjian.

Rescato el momento iniciático de la primera escucha porque fue una espontánea y


colectiva celebración de los sentidos, que constata el innegable valor del trabajo de
Pablo. Lo digo, porque en estos días han circulado comentarios en las redes y medios,
que pretenden poner en duda esto y en ese gesto miserable, avalar una causa injusta.
La querella iniciada por Kodama, se basa en la defraudación de los derechos de la
propiedad intelectual –ley 11.723–. Pero, como dicen los abogados, en cualquier
defraudación, sólo se admite la forma dolosa. Es evidente que Katchadjian actuó sin
dolo, esto es, no pretendió engañar a nadie: su procedimiento está exhaustivamente
aclarado en una posdata incluida en el mismo volumen. Ningún lector incauto puede
confundir El aleph engordado con una obra de Jorge Luis Borges. Tampoco quiso
procurarse un lucro indebido ya que el libro se editó en una ínfima y ya extinta
editorial –Imprenta Argentina de Poesía– en 200 ejemplares que fueron mayormente
regalados a familiares y amigos. ¿Entonces?

Volvamos a Agamben: una de las formas privilegiadas de pasaje de lo sagrado a lo


profano, es el juego. Engordar un aleph. En el juego están el mito y el rito propios de
las esferas de lo religioso, pero inmersos en el mundo de los hombres. La profanación
de Katchadjian es claramente de esta índole. Lúdica. Pero el juego en toda su belleza,
en su sentido profundo, está en decadencia en el mundo contemporáneo. La
prohibición de “usar”, de convertir en experiencia humana, la cosificación por
excelencia, tiene su lugar tópico en el museo. Los que buscan la museificación del
mundo, son los que no pueden jugar con lo sagrado. Por eso decimos, con Agamben (y
esperamos que no nos penalicen por hacerlo): la profanación de lo improfanable es la
tarea política de las nuevas generaciones.

en Radar, Página 12, 28 de junio de 2015

Los días del comienzo

Por Antonio Santa Ana

Los editores siempre buscamos “descubrir” un libro por el cual ser recordados.
Queremos que se cuente sobre nosotros una pequeña historia como la de Paco Porrúa
y Cien años de soledad.  

Siendo editor de literatura infantil y juvenil edité a muchos autores inéditos que luego
fueron exitosos, reconocidos y premiados (Sergio Aguirre, Paula Bombara, Martín
Blasco, Sandra Comino), pero la anécdota por la que me recuerdan es por la de Liliana
Bodoc.

Liliana llegó a mi oficina, en ese entonces yo trabajaba para el grupo editorial Norma,
una mañana de verano del 2000, acompañada por su hija Romina y vestida como la
señora Ingalls (ella aseguraba que le dije eso).

En esa época ella vivía en Mendoza y me contó que estaba en Buenos Aires dejando su
novela en todas las editoriales. Más tarde diría que yo “la cagué a pedos” por eso.

Tomé su manuscrito, lo puse en la pila y me dispuse a no leerlo. ¿Una autora inédita


dejando el mismo libro en todas las editoriales? ¡Qué tupé!

Un par de días más tarde estaba esperando una comunicación telefónica con Caracas
haciendo garabatos en un cuaderno, aburrido. Agarré con desdén el manuscrito que
tenía más a mano y leí: “Y ocurrió hace tantas Edades que no queda de ella ni el eco
del recuerdo del eco del recuerdo. Ningún vestigio sobre estos sucesos ha conseguido
permanecer. Y aun cuando pudieran adentrarse en cuevas sepultadas bajo nuevas
civilizaciones, nada encontrarían”. Colgué el teléfono y seguí leyendo. Era un fantasy.

El original estaba mal impreso y a buena parte de las páginas le faltaban cuatro o cinco
renglones. Igual seguí leyendo. Al llegar a la página 40 le mandé un mail explicándole el
problema y pidiéndole el Word. Horas más tarde le dejé un mensaje en su casa. 

Era viernes, me pasé todo el fin de semana leyendo El Señor de los Anillos, que no
había leído, tratando de saber si Bodoc estaba plagiando a Tolkien. Ahora que escribo
esto me doy cuenta de que debo ser el primer lector que llegó a Tolkien por Bodoc.
Pasaban los días y no me contestaba ni el mail ni las llamadas, terminé El  Señor de los
Anillos y volví a leer un par de veces Los días del Venado, lápiz en mano y haciendo
anotaciones. Estaba seguro de que había aceptado una oferta de otra editorial y no se
atrevía a decírmelo. ¡La llegué a llamar desde mi casa a las 2AM pensando en que tenía
identificador de llamadas! 

A los veinte días, cuando ya no tenía esperanza de encontrarla, apareció. Había estado
de vacaciones en Brasil. 

Vino a mi oficina con tres copias bien impresas, anilladas por las dudas. Le ofrecí un
contrato y un anticipo de 500 dólares. 

Ella no sabía que yo editaba infantil y juvenil. ¿Por qué me lo trajiste entonces? Era la
única editorial que me faltaba, respondió. Me contó que en varias se la habían
rechazado y hasta me mostró un copia de una carta de una editora, con mucha más
trayectoria que yo, que le explicaba con mucho detalle que el suyo era un libro que
jamás se iba a vender…

Cuando se fue me quedé pensando si no había cometido un error. ¿Todas las


editoriales la rechazan y yo que desconozco el género la acepto?, ¿habría tirado un
anticipo a la basura? No sería ni la primera vez ni la última después de todo.

Me crucé con Marcelo Cohen y le pedí consejo, el leyó unas páginas y me dijo algo así
como está bien, está bien, si llegás a necesitar ayuda con la edición llámalo a Fernando
Cittadini.

Con Fernando editamos juntos los tres libros de La saga de los Confines. Nos peleamos
entre nosotros en el proceso, Liliana nos odió alternativamente a uno y a otro. Nos
encerramos en una sala de reuniones durante una semana para armar la estructura de
Los días de la Sombra. Teníamos todos los capítulos impresos apoyados en una mesa y
una cartelera donde anotábamos el orden. Los cambiamos de lugar y veíamos cómo
funcionaban. Se los mandábamos a Liliana para que los aprobara o no... Editar Los días
de la Sombra fue uno de los trabajos más intensos de mi vida editorial. Fueron
dieciocho meses con una dedicación casi exclusiva de dos o tres días por semana. 

Editar a Liliana fue una experiencia hermosa e intensa. Era una mujer abierta,
generosa, receptiva a las opiniones. Pedía que participaras y que le recomendaras
lecturas e información. Recuerdo a Fernando investigando cómo se podía fabricar
pólvora para las armas del ejercito del Venado y en qué lugar de las Tierras Fértiles se
podrían encontrar los minerales.

Y también recuerdo siempre que en uno de nuestros primeros encuentros le reproché


la forma en la que muere Dunkancellin, de manera tan poco épica. Me contestó: ahí
está la clave de lo que escribo. Muere así porque el poder siempre mata de lejos y
desapasionadamente.

en Radar, Página 12, 11 de febrero de 2018


PIERRE MENARD, AUTOR DEL QUIJOTE

Jorge Luis Borges

A Silvina Ocampo

         LA OBRA VISIBLE que ha dejado este novelista es de fácil y breve enumeración.
Son, por lo tanto, imperdonables las omisiones y adiciones perpetradas por
madame Henri Bachelier en un catálogo falaz que cierto diario cuya tendencia
protestante no es un secreto ha tenido la desconsideración de inferir a sus
deplorables lectores —si bien estos son pocos y calvinistas, cuando no masones y
circuncisos. Los amigos auténticos de Menard han visto con alarma ese catálogo y
aun con cierta tristeza. Diríase que ayer nos reunimos ante el mármol final y entre
los cipreses infaustos y ya el Error trata de empañar su Memoria... Decididamente,
una breve rectificación es inevitable.
          Me consta que es muy fácil recusar mi pobre autoridad. Espero, sin
embargo, que no me prohibirán mencionar dos altos testimonios. La baronesa de
Bacourt (en cuyos vendredis inolvidables tuve el honor de conocer al llorado
poeta) ha tenido a bien aprobar las líneas que siguen. La condesa de Bagnoregio,
uno de los espíritus más finos del principado de Mónaco (y ahora de Pittsburgh,
Pennsylvania, después de su reciente boda con el filántropo internacional Simón
Kautzsch, tan calumniado, ¡ay!, por las víctimas de sus desinteresadas maniobras)
ha sacrificado “a la veracidad y a la muerte” (tales son sus palabras) la señoril
reserva que la distingue y en una carta abierta publicada en la revista Luxe me
concede asimismo su beneplácito. Esas ejecutorias, creo, no son insuficientes.
          He dicho que la obra visible de Menard es fácilmente enumerable.
Examinado con esmero su archivo particular, he verificado que consta de las
piezas que siguen:

          a) Un soneto simbolista que apareció dos veces (con variaciones) en la


revista La Conque (números de marzo y octubre de 1899).
          b) Una monografía sobre la posibilidad de construir un vocabulario poético
de conceptos que no fueran sinónimos o perífrasis de los que informan el lenguaje
común, “sino objetos ideales creados por una convención y esencialmente
destinados a las necesidades poéticas” (Nîmes, 1901).
          c) Una monografía sobre “ciertas conexiones o afinidades” del pensamiento
de Descartes, de Leibniz y de John Wilkins (Nîmes, 1903).

          d) Una monografía sobre la Characteristica Universalis de Leibniz (Nîmes,


1904).

          e) Un artículo técnico sobre la posibilidad de enriquecer el ajedrez


eliminando uno de los peones de torre. Menard propone, recomienda, discute y
acaba por rechazar esa innovación.

          f) Una monografía sobre el Ars Magna Generalis de Ramón Llull (Nîmes,
1906).

          g) Una traducción con prólogo y notas del Libro de la invención liberal y arte
del juego del axedrez de Ruy López de Segura (París, 1907).

          h) Los borradores de una monografía sobre la lógica simbólica de George


Boole.

          i) Un examen de las leyes métricas esenciales de la prosa francesa, ilustrado


con ejemplos de SaintSimon (Revue des Langues Romanes, Montpellier, octubre
de 1909).

          j) Una réplica a Luc Durtain (que había negado la existencia de tales leyes)
ilustrada con ejemplos de Luc Durtain (Revue des Langues Romanes, Montpellier,
diciembre de 1909).

          k) Una traducción manuscrita de la Aguja de navegar cultos de Quevedo,


intitulada La Boussole des précieux.
          l) Un prefacio al catálogo de la exposición de litografías de Carolus Hourcade
(Nîmes, 1914).

          m) La obra Les Problèmes d'un problème (París, 1917) que discute en orden
cronológico las soluciones del ilustre problema de Aquiles y la tortuga. Dos
ediciones de este libro han aparecido hasta ahora; la segunda trae como epígrafe
el consejo de Leibniz Ne craignez point, monsieur, la tortue, y renueva los
capítulos dedicados a Russell y a Descartes.

          n) Un obstinado análisis de las “costumbres sintácticas” de Toulet (N.R.F.,


marzo de 1921). Menard recuerdo declaraba que censurar y alabar son
operaciones sentimentales que nada tienen que ver con la crítica.

          o) Una transposición en alejandrinos del Cimetière marin, de Paul Valéry


(N.R.F., enero de 1928).

          p) Una invectiva contra Paul Valéry, en las Hojas para la supresión de la
realidad de Jacques Reboul. (Esa invectiva, dicho sea entre paréntesis, es el
reverso exacto de su verdadera opinión sobre Valéry. Éste así lo entendió y la
amistad antigua de los dos no corrió peligro.)

          q) Una “definición” de la condesa de Bagnoregio, en el “victorioso volumen”


la locución es de otro colaborador, Gabriele d'Annunzio que anualmente publica
esta dama para rectificar los inevitables falseos del periodismo y presentar “al
mundo y a Italia” una auténtica efigie de su persona, tan expuesta (en razón
misma de su belleza y de su actuación) a interpretaciones erróneas o apresuradas.

          r) Un ciclo de admirables sonetos para la baronesa de Bacourt (1934).

          s) Una lista manuscrita de versos que deben su eficacia a la puntuación.[1]

          Hasta aquí (sin otra omisión que unos vagos sonetos circunstanciales para el
hospitalario, o ávido, álbum de madame Henri Bachelier) la obra visible de
Menard, en su orden cronológico. Paso ahora a la otra: la subterránea, la
interminablemente heroica, la impar. También, ¡ay de las posibilidades del
hombre!, la inconclusa. Esa obra, tal vez la más significativa de nuestro tiempo,
consta de los capítulos noveno y trigésimo octavo de la primera parte del Don
Quijote y de un fragmento del capítulo veintidós. Yo sé que tal afirmación parece
un dislate; justificar ese “dislate” es el objeto primordial de esta nota.[2]

          Dos textos de valor desigual inspiraron la empresa. Uno es aquel fragmento
filológico de Novalis —el que lleva el número 2005 en la edición de Dresden— que
esboza el tema de la total identificación con un autor determinado. Otro es uno de
esos libros parasitarios que sitúan a Cristo en un bulevar, a Hamlet en la
Cannebiére o a don Quijote en Wall Street. Como todo hombre de buen gusto,
Menard abominaba de esos carnavales inútiles, sólo aptos decía para ocasionar el
plebeyo placer del anacronismo o (lo que es peor) para embelesarnos con la idea
primaria de que todas las épocas son iguales o de que son distintas. Más
interesante, aunque de ejecución contradictoria y superficial, le parecía el famoso
propósito de Daudet: conjugar en una figura, que es Tartarín, al Ingenioso Hidalgo
y a su escudero... Quienes han insinuado que Menard dedicó su vida a escribir un
Quijote contemporáneo, calumnian su clara memoria.

          No quería componer otro Quijote —lo cual es fácil— sino el Quijote. Inútil
agregar que no encaró nunca una transcripción mecánica del original; no se
proponía copiarlo. Su admirable ambición era producir unas páginas que
coincidieran palabra por palabra y línea por línea con las de Miguel de Cervantes.

          “Mi propósito es meramente asombroso”, me escribió el 30 de septiembre


de 1934 desde Bayonne. “El término final de una demostración teológica o
metafísica —el mundo externo, Dios, la causalidad, las formas universales— no es
menos anterior y común que mi divulgada novela. La sola diferencia es que los
filósofos publican en agradables volúmenes las etapas intermediarias de su labor y
que yo he resuelto perderlas.” En efecto, no queda un solo borrador que atestigüe
ese trabajo de años.

          El método inicial que imaginó era relativamente sencillo. Conocer bien el
español, recuperar la fe católica, guerrear contra los moros o contra el turco,
olvidar la historia de Europa entre los años de 1602 y de 1918, ser Miguel de
Cervantes. Pierre Menard estudió ese procedimiento (sé que logró un manejo
bastante fiel del español del siglo diecisiete) pero lo descartó por fácil. ¡Más bien
por imposible! dirá el lector. De acuerdo, pero la empresa era de antemano
imposible y de todos los medios imposibles para llevarla a término, éste era el
menos interesante. Ser en el siglo veinte un novelista popular del siglo diecisiete le
pareció una disminución. Ser, de alguna manera, Cervantes y llegar al Quijote le
pareció menos arduo por —consiguiente, menos interesante— que seguir siendo
Pierre Menard y llegar al Quijote, a través de las experiencias de Pierre Menard.
(Esa convicción, dicho sea de paso, le hizo excluir el prólogo autobiográfico de la
segunda parte del Don Quijote. Incluir ese prólogo hubiera sido crear otro
personaje —Cervantes— pero también hubiera significado presentar el Quijote en
función de ese personaje y no de Menard. Éste, naturalmente, se negó a esa
facilidad.) “Mi empresa no es difícil, esencialmente” leo en otro lugar de la carta.
“Me bastaría ser inmortal para llevarla a cabo.” ¿Confesaré que suelo imaginar
que la terminó y que leo el Quijote —todo el Quijote— como si lo hubiera
pensado Menard? Noches pasadas, al hojear el capítulo XXVI —no ensayado nunca
por él— reconocí el estilo de nuestro amigo y como su voz en esta frase
excepcional: las ninfas de los ríos, la dolorosa y húmida Eco. Esa conjunción eficaz
de un adjetivo moral y otro físico me trajo a la memoria un verso de Shakespeare,
que discutimos una tarde:
Where a malignant and a turbaned Turk...
          ¿Por qué precisamente el Quijote? dirá nuestro lector. Esa preferencia, en un
español, no hubiera sido inexplicable; pero sin duda lo es en un simbolista de
Nîmes, devoto esencialmente de Poe, que engendró a Baudelaire, que engendró a
Mallarmé, que engendró a Valéry, que engendró a Edmond Teste. La carta
precitada ilumina el punto. “El Quijote”, aclara Menard, “me interesa
profundamente, pero no me parece ¿cómo lo diré? inevitable. No puedo imaginar
el universo sin la interjección de Edgar Allan Poe:
Ah, bear in mind this garden was enchanted!
o sin el Bateau ivre o el Ancient Mariner, pero me sé capaz de imaginarlo sin el
Quijote. (Hablo, naturalmente, de mi capacidad personal, no de la resonancia
histórica de las obras.) El Quijote es un libro contingente, el Quijote es innecesario.
Puedo premeditar su escritura, puedo escribirlo, sin incurrir en una tautología. A
los doce o trece años lo leí, tal vez íntegramente. Después, he releído con atención
algunos capítulos, aquellos que no intentaré por ahora. He cursado asimismo los
entremeses, las comedias, la Galatea, las Novelas ejemplares, los trabajos sin duda
laboriosos de Persiles y Segismunda y el Viaje del Parnaso... Mi recuerdo general
del Quijote, simplificado por el olvido y la indiferencia, puede muy bien equivaler a
la imprecisa imagen anterior de un libro no escrito. Postulada esa imagen (que
nadie en buena ley me puede negar) es indiscutible que mi problema es harto más
difícil que el de Cervantes. Mi complaciente precursor no rehusó la colaboración
del azar: iba componiendo la obra inmortal un poco à la diable, llevado por
inercias del lenguaje y de la invención. Yo he contraído el misterioso deber de
reconstruir literalmente su obra espontánea. Mi solitario juego está gobernado
por dos leyes polares. La primera me permite ensayar variantes de tipo formal o
psicológico; la segunda me obliga a sacrificarlas al texto ‘original’ y a razonar de un
modo irrefutable esa aniquilación... A esas trabas artificiales hay que sumar otra,
congénita. Componer el Quijote a principios del siglo diecisiete era una empresa
razonable, necesaria, acaso fatal; a principios del veinte, es casi imposible. No en
vano han transcurrido trescientos años, cargados de complejísimos hechos. Entre
ellos, para mencionar uno solo: el mismo Quijote.”

          A pesar de esos tres obstáculos, el fragmentario Quijote de Menard es más


sutil que el de Cervantes. Éste, de un modo burdo, opone a las ficciones
caballerescas la pobre realidad provinciana de su país; Menard elige como
“realidad” la tierra de Carmen durante el siglo de Lepanto y de Lope. ¡Qué
españoladas no habría aconsejado esa elección a Maurice Barrès o al doctor
Rodríguez Larreta! Menard, con toda naturalidad, las elude. En su obra no hay
gitanerías ni conquistadores ni místicos ni Felipe II ni autos de fe. Desatiende o
proscribe el color local. Ese desdén indica un sentido nuevo de la novela histórica.
Ese desdén condena a Salammbô, inapelablemente.

          No menos asombroso es considerar capítulos aislados. Por ejemplo,


examinemos el XXXVIII de la primera parte, “que trata del curioso discurso que hizo
don Quixote de las armas y las letras”. Es sabido que don Quijote (como Quevedo
en el pasaje análogo, y posterior, de La hora de todos) falla el pleito contra las
letras y en favor de las armas. Cervantes era un viejo militar: su fallo se explica.
¡Pero que el don Quijote de Pierre Menard —hombre contemporáneo de La
trahison des clercs y de Bertrand Russell— reincida en esas nebulosas sofisterías!
Madame Bachelier ha visto en ellas una admirable y típica subordinación del autor
a la psicología del héroe; otros (nada perspicazmente) una transcripción del
Quijote; la baronesa de Bacourt, la influencia de Nietzsche. A esa tercera
interpretación (que juzgo irrefutable) no sé si me atreveré a añadir una cuarta,
que condice muy bien con la casi divina modestia de Pierre Menard: su hábito
resignado o irónico de propagar ideas que eran el estricto reverso de las
preferidas por él. (Rememoremos otra vez su diatriba contra Paul Valéry en la
efímera hoja superrealista de Jacques Reboul.) El texto de Cervantes y el de
Menard son verbalmente idénticos, pero el segundo es casi infinitamente más
rico. (Más ambiguo, dirán sus detractores; pero la ambigüedad es una riqueza.)

          Es una revelación cotejar el Don Quijote de Menard con el de Cervantes.


Éste, por ejemplo, escribió (Don Quijote, primera parte, noveno capítulo):

         ... la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las
acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo
por venir.
         Redactada en el siglo diecisiete, redactada por el “ingenio lego” Cervantes,
esa enumeración es un mero elogio retórico de la historia. Menard, en cambio,
escribe:

         ... la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las
acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo
por venir.

         La historia, madre de la verdad; la idea es asombrosa. Menard,


contemporáneo de William James, no define la historia como una indagación de la
realidad sino como su origen. La verdad histórica, para él, no es lo que sucedió; es
lo que juzgamos que sucedió. Las cláusulas finales —ejemplo y aviso de lo
presente, advertencia de lo por venir— son descaradamente pragmáticas.

          También es vívido el contraste de los estilos. El estilo arcaizante de Menard


—extranjero al fin— adolece de alguna afectación. No así el del precursor, que
maneja con desenfado el español corriente de su época.
          No hay ejercicio intelectual que no sea finalmente inútil. Una doctrina es al
principio una descripción verosímil del universo; giran los años y es un mero
capítulo —cuando no un párrafo o un nombre— de la historia de la filosofía. En la
literatura, esa caducidad es aún más notoria. El Quijote —me dijo Menard— fue
ante todo un libro agradable; ahora es una ocasión de brindis patriótico, de
soberbia gramatical, de obscenas ediciones de lujo. La gloria es una incomprensión
y quizá la peor.

          Nada tienen de nuevo esas comprobaciones nihilistas; lo singular es la


decisión que de ellas derivó Pierre Menard. Resolvió adelantarse a la vanidad que
aguarda todas las fatigas del hombre; acometió una empresa complejísima y de
antemano fútil. Dedicó sus escrúpulos y vigilias a repetir en un idioma ajeno un
libro preexistente. Multiplicó los borradores; corrigió tenazmente y desgarró miles
de páginas manuscritas.[3] No permitió que fueran examinadas por nadie y cuidó
que no le sobrevivieran. En vano he procurado reconstruirlas.

          He reflexionado que es lícito ver en el Quijote “final” una especie de


palimpsesto, en el que deben traslucirse los rastros —Tenues pero no
indescifrables— de la “previa” escritura de nuestro amigo. Desgraciadamente,
sólo un segundo Pierre Menard, invirtiendo el trabajo del anterior, podría
exhumar y resucitar esas Troyas...
          “Pensar, analizar, inventar (me escribió también) no son actos anómalos, son
la normal respiración de la inteligencia. Glorificar el ocasional cumplimiento de esa
función, atesorar antiguos y ajenos pensamientos, recordar con incrédulo estupor
que el doctor universalis pensó, es confesar nuestra languidez o nuestra barbarie.
Todo hombre debe ser capaz de todas las ideas y entiendo que en el porvenir lo
será.”
          Menard (acaso sin quererlo) ha enriquecido mediante una técnica nueva el
arte detenido y rudimentario de la lectura: la técnica del anacronismo deliberado
y de las atribuciones erróneas. Esa técnica de aplicación infinita nos insta a
recorrer la Odisea como si fuera posterior a la Eneida y el libro Le jardin du
Centaure de madame Henri Bachelier como si fuera de madame Henri Bachelier.
Esa técnica puebla de aventura los libros más calmosos. Atribuir a Louis Ferdinand
Céline o a James Joyce la Imitación de Cristo ¿no es una suficiente renovación de
esos tenues avisos espirituales?

Nîmes, 1939

[1] Madame Henri Bachelier enumera asimismo una versión literal de la versión
literal que hizo Quevedo de la Introduction à la vie dévote de san Francisco de
Sales. En la biblioteca de Pierre Menard no hay rastros de tal obra. Debe tratarse
de una broma de nuestro amigo, mal escuchada.

[2] Tuve también el propósito secundario de bosquejar la imagen de Pierre


Menard. Pero ¿cómo atreverme a competir con las páginas áureas que me dicen
prepara la baronesa de Bacourt o con el lápiz delicado y puntual de Carolus
Hourcade?

[3] Recuerdo sus cuadernos cuadriculados, sus negras tachaduras, sus peculiares
símbolos tipográficos y su letra de insecto. En los atardeceres le gustaba salir a
caminar por los arrabales de Nîmes; solía llevar consigo un cuaderno y hacer una
alegre fogata.

en El jardín de senderos que se bifurcan 1941;Ficciones, 1944.


Escribir, pintar y el ghost writer

Junto con sus compañeros de clase Silvia hizo una visita al Messaggero y,
naturalmente, apenas regresó tuvo que redactar un informe sobre lo que había visto.
Con referencia a este punto podría preguntarme por qué a los niños se les pide que
hagan una redacción después de cualquier experiencia que los docentes consideran
importante. Pero prefiero detenerme en otro punto que tiene que ver con el tema de
la “lingüística” ingenua de los niños.

Lo cierto es que la maestra apreció el trabajo de Silvia. Mientras la felicitaba


por aquel éxito, Silvia me declaró sin la menor turbación que la madre le había dictado
enteramente aquella redacción. Le dije entonces que, a mi juicio, la buena nota que
había obtenido le correspondía a la madre, que prácticamente había redactado el
texto. Pero Silvia me detuvo y me explicó que la mamá solamente había “dictado” el
texto, pero que “las cosas que había que decir” las había puesto ella misma, Silvia, que
además había “escrito” (esto es, “puesto por escrito”) el informe. Por eso, la buena
nota le correspondía a ella y a nadie más.

Así, Silvia suscitó en mí una delicada cuestión de lingüística textual al


recordarme que, en la redacción de un texto, hay diferentes niveles de participación y
que algunos de ellos son más importantes que otros. Según el razonamiento de Silvia,
los niveles de elaboración del texto eran tres: en primer lugar, el hecho de proveer las
cosas que hay que decir, las ideas (la inventio, como habría dicho la retórica clásica);
luego la selección de las palabras, el modo de decir las cosas, el orden en que hay que
decirlas (la dispositio, según las tradición de la retórica), y por fin la redacción o
hechura material. (No creo que haya un nombre clásico que designe este acto, pero
me parece que con un término no demasiado inventado podemos llamarlo la scriptio.)
Según Silvia, hay una jerarquía entre estas tres fases: inventio y scriptio son las más
importantes (eran las fases en las que ella misma había contribuido y las que, según su
concepción, le habían ganado la buena nota), mientras que en cambio la dispositio era
una cuestión exterior que no merecía particular atención. Por eso la “autora” del texto
era ella, no la madre.
¿Cuál es, pues, la situación en esta delicada cuestión de la paternidad de un
texto? Según un punto de vista muy difundido, el autor del texto es quien lo idea (es
decir, quien encuentra las cosas que hay que declarar) y quien lo organiza (es decir,
quien realiza la dispositio). No es necesariamente el autor quien escribe el texto
materialmente. El texto de un relato puede ser dictado por un escritor ciego (como
Borges) a una persona completamente ajena al tema o bien una dactilógrafa puede
ponerlo en limpio y pasarlo a máquina, pero no por eso se dirá que el secretario y la
dactilógrafa son los autores de lo que se ha escrito. En la escritura, la parte manual
gráfica (por lo menos en los niveles elevados) no contribuye en nada a la calidad del
texto ni define a su autor.

¿Cómo es posible entonces que para Silvia sea tan importante haber escrito
materialmente el texto? ¿Cómo se explica que, para el niño que escribe, el carácter
material de escribir sea “parte del texto” mientras que para el adulto que escribe (o
para el escritor) ése es un aspecto completamente marginal? Para dar una respuesta a
esta pregunta creo que es conveniente atenerse a la diferencia que existe entre la
escritura y las otras técnicas de expresión, como la pintura, por ejemplo. En la pintura,
el autor de la obra es quien la pinta y la contribución de la parte manual en la
elaboración de la obra de arte es fundamental. No miraremos una pintura hecha por la
mano de un discípulo de Rafael con el mismo espíritu con que miraremos a un Rafael
auténtico; y cuando se demuestra la falsedad de una obra que creíamos de un autor
famoso, dejamos de mirarla con la misma actitud de antes, si no la rechazamos
francamente. El carácter material de la elaboración pertenece al autor como parte de
la obra misma, y el observador busca ese carácter como señal de la presencia de un
determinado autor, no de cualquier otro.

Quizá la respuesta a la pregunta que acabamos de hacer esté precisamente


aquí. Silvia considera suyo no sólo el hecho de haber provisto las cosas que hay que
decir, sino también de haber escrito materialmente el texto, porque en su conciencia
escribir tiene la misma naturaleza que pintar: lleva su señal, su sello, atestigua la
precisión del “diseño”, la exactitud de la ejecución. En cierto sentido, el escrito
(entendido materialmente) es una pintura suya. Pero si esta es la respuesta a la
primera pregunta, nos queda todavía un problema sin resolver. ¿Cómo es posible que
Silvia considere poco importante la dispositio para atribuir la paternidad de un texto? A
decir verdad, sobre este punto existen dos perspectivas diferentes de los adultos que
escriben. En los escritos creativos (literatura de imaginación, ensayos, etc.) el autor
concibe no sólo las cosas que debe decir sino que reflexiona también sobre las
palabras que habrá de darles; en otros tipos de escritos,en cambio, el autor reflexiona
sobre las cosas que debe decir y confía a otros la tarea de encontrar las palabras
adecuadas para expresarlas. En el fondo, la figura del ghost writer es plenamente
legítima: una persona especializada en “escribir” recibe de otra las cosas que hay que
decir y las pone por escrito. Los discursos políticos, las encíclicas papales, los
documentos internos de una empresa comercial o una parte no indiferente del
periodismo se hacen de este modo: por una persona que piensa lo que hay que decir y
por otra que lo pone por escrito.

Ciertamente en los Estados Unidos este modelo es del todo normal. Las
autobiografías que todos los años publican personajes famosos llevan siempre dos
firmas: la del protagonista (que pone lo que hay que decir, aunque quizá sea
semianalfabeto) y la de un periodista que ofrece su pluma para escribir el texto. Es
más, en los Estados Unidos la figura del ghost writer es bien conocida y apreciada y, en
ciertos ambientes muy buscada. En Europa, y especialmente en Italia, la situación es
un tanto diferente: ningún periodista serio aceptaría aparecer como redactor de un
libro narrado por otros, y quien practica ese oficio verdaderamente siempre se
esconde un poco. En nuestro país, la escritura (la dispositio) debe ser siempre obra de
la misma persona que ha imaginado los materiales, lo que hay que decir.

En lo que se refiere a la escritura, Silvia está, pues, adelantada y al mismo


tiempo es primitiva. Es primitiva porque se atiene a la dimensión material de su acción
de escribir al considerarla como un rasgo personal suyo; y está adelantada porque en
el fondo considera más importante tener cosas que decir que preocuparse de su
ordenación y de su expresión con palabras. Esta es una labor que pueden realizar
otros. Y tal vez se aprendería a escribir mejor (y a formar gradualmente una sociedad
más densamente alfabeta) si, sin el peso de los años de escuela, tuviésemos la
posibilidad de separar las tres fases de la escritura (inventio, dispositio y scriptio) y de
ejercitarnos ya en una, ya en la otra sin tener la terrible carga de deber desarrollar
simultáneamente las tres fases.

Post scriptum

También este Diario insiste en un aspecto de la teoría lingüística ingenua del


niño que orienta su conducta lingüística concreta. Aquí se trata del problema de la
“paternidad” de lo escrito.

La conducta de Silvia (que distingue diferentes niveles de paternidad, uno en el


caso de la inventio, uno en el de la dispositio y uno en el caso de la scriptio) hace
pensar que nuestra concepción (adulta e “instruida”) de la escritura, entendida como
un todo indistinguible de fases que pertenecen simultáneamente a una misma
persona, es una construcción cultural, un producto artificial.

Por lo demás, el hecho de que la escritura entendida en el sentido gráfico


pueda tener autonomía respecto del resto de la operación de escribir, se observa en
diferentes esferas y culturas. Se encuentra una ilustración de este hecho en G. R.
Cardona, Antroplogía della scrittura, Turín, Loescher, 1981.

Simone, Raffaele (1992). Diario lingüístico de una niña. ¿Qué quiere decir maistock?
Barcelona: Gedisa.

La obra y sus procesos de construcción. Tres casos: Postales Argentinas, La máquina


idiota y Amar

Tomemos como punto de partida una de las primeras obras de Ricardo Bartís,
estrenada en el Teatro San Martín, el Teatro municipal de la ciudad de Buenos Aires,
en el año 1985: Postales Argentinas. La obra se encontraba protagonizada por
Pompeyo Audivert y María José Gabin, dos de los actores más expresivos del teatro
argentino hasta el día de hoy. El espacio que los nucleó inicialmente es el ya
mencionado y legendario Parakultural. De esa energía actoral surge este espectáculo
que marcó de manera definitiva un punto de inflexión en el teatro argentino
contemporáneo. Esta puesta fue emblemática en muchos sentidos, por un lado,
porque su condensación textual decía mucho de la historia argentina y respondía de
una manera metafórica, pero contundente, a las problemáticas del país y las
reiteraciones traumáticas de su historia: Postales Argentinas habla de una pérdida, la
pérdida de un país, la “Patria” que desapareció y al mismo tiempo de la pérdida de los
lazos filiales (la madre) y el amor. Por otro lado, la obra logró condensar un lenguaje de
actuación y una expresividad, que si bien se venía desplegando en los espacios
alternativos del Under, no se había organizado de una manera tan contundente en una
puesta en escena, enfatizado este gesto por el espacio oficial que albergaba el trabajo.
Es decir, la contracultura llegaba al espacio de la cultura oficial establecida, para definir
una tensión que se volvería central en el campo teatral argentino.(…)

El proceso de búsqueda de la obra duró varios meses y consistió en una serie de


improvisaciones que se apoyaban en el campo poético del actor. ¿Qué significa esto?
En principio, recuperar la capacidad de juego de los actores en el escenario, evitar la
solemnidad y tomar como punto de partida la improvisación física, gestual y la
asociación discursiva. De esta manera, los personajes escapaban a una formulación
psicológica y de un texto previo alrededor del cual se organizara la puesta en escena.

Bartís proponía una serie de líneas temáticas para las improvisaciones y después
rescataba textos y escenas que luego se estructuraban en un guión. Grababan las
improvisaciones y los comentarios del director, luego las desgrababan y sobre eso iban
construyendo la secuencia que comenzaría a repetirse. Así se fue apareciendo el
lenguaje de la obra y su idea estilística: frases cortas, como de una literatura
telegráfica.

En este sentido, podemos constatar un proceso de construcción basado en la poética


del actor, cuyo eje central es la improvisación en el ensayo, que dialoga con la
literatura, pero de una manera fragmentada y oblicua. Sin duda, Postales Argentinas
fue una de las obras centrales de este lenguaje que estamos estudiando.(…)

La máquina idiota tiene como tema central de su obra al actor. La obra se sitúa en el
Anexo del Pabellón que aloja a los actores muertos en el cementerio más emblemático
de la Argentina, el Cementerio de la Chacarita. Allí existe el Pabellón del Sindicato de
los Actores. En este caso, Bartís toma ese espacio y piensa ahí un espacio marginal, el
“Anexo” del Pabellón, en el que una serie de actores muertos y marginales, espera su
turno para poder entrar al Pabellón oficial. Los muertos entonces pueblan la escena
que se encuentra apaisada, hay una escalera que conduce a un altillo y otra a un
sótano en el que se esconde una actriz que supo ser famosa y ahora, ya olvidada por
todos, no quiere mostrar su rostro. La escena se llena de objetos que alguna vez
fueron centrales para la representación de estos muertos: vestidos, cuadros, libros y
hasta una calavera. Los actores intentan organizarse para ensayar una puesta de
Hamlet a ser representada un día del mes de octubre (mes emblemático de la historia
argentina por incluir en su calendario el Día de la lealtad, día de la protesta sindical y
obrera más grande que pedía la liberación del General Perón). Pero, el texto no llega.
Nadie dispone de un original completo de Hamlet. El texto fue solicitado al Pabellón
oficial del sindicato de actores, pero no lo envían. De lo único que disponen entonces
es de fragmentos, textos sueltos de la obra, citas, pequeñas escenas. Y se disponen a
ensayar esos textos que se empiezan a volver arbitrarios a partir que la obra avanza.
Por otro lado, no se sabe con exactitud en qué momento del año se encuentran. El
tiempo es un misterio en la muerte y sin embargo, los actores ensayan, con dificultad,
con sumas interrupciones, partes de Hamlet de William Shakespeare. Los muertos
padecen las mismas decepciones que padecían en vida: la falta de reconocimiento, la
frustración de carreras truncas. La obra cuenta entonces el proceso frustrado de
construcción de una obra, el clásico de Shakespeare, de un grupo de actores cuyo
anhelo es poder pertenecer a la “cultura” legitimada. La obra (el texto), no existe
completo y cuando finalmente llega, luego de un largo proceso burocrático, está en
inglés y nadie puede leerlo. La puesta en escena despliega a los 17 muertos que la
pueblan, que se duermen, se despiertan súbitamente, ensayan, actúan
aceleradamente y luego se detienen, intentando, de alguna manera, construir una
obra imposible.

El proceso de construcción de este trabajo fue tan complejo como todos los trabajos
previos de Ricardo Bartís. Sin texto previo, salvo algunas reminiscencias de Hamlet que
ya se convirtió en una obsesión de este creador, el grupo se reunía tres o cuatro veces
por semana a ensayar, improvisar escenas, buscar textos, encontrar secuencias físicas
que luego derivarían en breves coreografías. Con el desafío de un trabajo
profundamente coral y repartido en todos los actores, la obra se fue creando a partir
de las improvisaciones de los actores, con la intervención de las líneas temáticas y las
selecciones que realizaba Bartís. A partir de esto, se fueron seleccionando las
secuencias, que luego articuladas, constituirían la estructura final. (…)

Pasemos ahora a pensar en otro director que se formó junto a Ricardo Bartís en esta
estética de la poética del actor, pero que luego fundó su propio Estudio de teatro en el
que se entrenan actores profesionales, espacio que al mismo tiempo es un laboratorio
de improvisaciones y creaciones: Alejandro Catalán. La última puesta de este director,
titulada “Amar”, estrenada en el 2010 y muy premiada, reunía en escena a un grupo de
seis actores con diferente formación y trayectoria. Se podría pensar que el tema de la
obra era la relación de pareja en la contemporaneidad. Tres parejas se reunían en una
noche al aire libre y sus historias, conflictos, pequeñas grietas y mezquindades
comenzaban a desplegarse. (…)

¿Cómo fue el proceso de construcción de este trabajo? Al igual que Bartís, Catalán
parte de un trabajo muy intenso de improvisación con los actores. Estas
improvisaciones son filmadas, luego las miran y rescatan momentos que intentan
repetir. Como dice Catalán, no buscan un texto, sino que buscan una obra, por eso, el
proceso de registro de los textos es muy posterior a todo estos ensayos que buscan
descubrir un registro expresivo particular en cada actor.(…)
Cynthia Edul, Los relatos de actuación, Disponible en
https://www.udesa.edu.ar/sites/default/files/carpeta1/material_de_lectura_-
cynthia_edul-_los_relatos_de_actuacion._el_actor_en_el_centro_de_la_ficcion.pdf

…………………….

Otro teatro. El teatro después de Teatro abierto

Dentro del “teatro de imagen”, Omar Pacheco elabora el espectáculo Sueños y


ceremonias partiendo de improvisaciones coordinadas por el director en torno a un
tema o imagen básico, no existe un texto previo.

Los macocos , en cambio trabajan con la escritura previa de un guion a partir de un


tema prefijado. Los macocos se distribuyen la escritura de los diferentes números,
algunos redactados en forma individual o colectiva. No hay un director, se
autocoordinan. Traen los materiales por escrito, los leen y discuten, de esas charlas
surgen sucesivas correcciones. Denominan a esta técnica de escritra brainstorming
( torbellino de ideas) al que luego suman, sobre la puesta del guion un storming
corporal, esto es los agregados provenientes de la improvisación actoral.

Otro teatro. Después de Teatro Abierto. Recopilación y banda Jorge Dubattit, Libros del
Quirquincho, Buenos Aires, 1990

DRAMATURGIA(S) Y NUEVA TIPOLOGÍA DEL TEXTO DRAMÁTICO


Por Jorge Dubatti  

(…) En 1989, luego de haber visto unas diez veces el espectáculo de Bartís, le solicitamos
el texto para estudiarlo. “No está escrito”, nos contestó Bartís, “y no creo que haga falta
escribirlo porque esto no es literatura”. Convencidos de que la pieza encerraba un texto
magnífico, insistimos y, luego de una cargosa persecución –incentivada por la invitación
de Gustavo Bombini a preparar una antología para Libros del Quirquincho, bajo la
supervisión general de Graciela Montes-, Bartís aceptó escribir el texto y nos propuso un
procedimiento singular: “dictarlo” en marzo de 1990. Durante siete reuniones (a razón de
una semanal), en su viejo estudio de la calle Ramírez de Velazco y Juan B. Justo, Bartís nos
dictó el texto mientras iba recordando de memoria el espectáculo.

La propusimos incorporar, antes de cada escena, el breve texto correspondiente


publicado en el programa de mano de la pieza. Pasada la primera etapa del dictado y ya
tipeado el texto, asistimos al proceso de la escritura de las acotaciones, las correcciones y
agregados que suplían las lagunas de semejante “proeza” de la memoria. Bartís no creía
en el estatuto textual y menos aún en el literario de Postales argentinas. Felizmente se
equivocaba, y pronto lo comprobó, ya que en menos de un año el volumen Otro
teatro tuvo dos ediciones. (…)

Disponible en http://reliquiasideologicas.blogspot.com/2011/08/una-conclusion-
particular.html

Lean en la carpeta ESCRITURA los artículos

Elsie Rockwell : “la otra diversidad: historias múltiples de apropiaciones de


la escritura”

Paola Iturrioz: “la escritura como práctica sociocultural: otras categorías


para otros problemas”

Como actividad de escritura, para la semana que viene y en los grupos de


dos con el que pensaron las colecciones editoriales, transformen “Margot”
de Carlos Gardel, Celedonio Flores y José Ricardo en una obra teatral de
un único acto (ambientada en la época que quieran, no necesariamente
en la de producción de “Margot”).

Se te embroca desde lejos, pelandruna abacanada,

que has nacido en la miseria de un convento de arrabal...

Porque hay algo que te vende, yo no sé si es la mirada,

la manera de sentarte, de mirar, de estar parada

o ese cuerpo acostumbrado a las pilchas de percal.

Ese cuerpo que hoy te marca los compases tentadores

del canyengue de algún tango en los brazos de algún gil,

mientras triunfa tu silueta y tu traje de colores,

entre el humo de los puros y el champán de Armenonville.

Son macanas, no fue un guapo haragán ni prepotente


ni un cafisho de averías el que al vicio te largó...

Vos rodaste por tu culpa y no fue inocentemente...

¡berretines de bacana que tenías en la mente

desde el día que un magnate cajetilla te afiló!

Yo recuerdo, no tenías casi nada que ponerte,

hoy usas ajuar de seda con rositas rococó,

¡me reviente tu presencia... pagaría por no verte...

si hasta el nombre te han cambiado como has cambiado de suerte:

ya no sos mi Margarita, ahora te llaman Margot!

Ahora vas con los otarios a pasarla de bacana

a un lujoso reservado del Petit o del Julien,

y tu vieja, ¡pobre vieja! lava toda la semana

pa' poder parar la olla, con pobreza franciscana,

en el triste conventillo alumbrado a kerosén.

https://www.youtube.com/watch?time_continue=52&v=aMSQIxGMndc

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