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1939: 3 de febrero

La narración en tercera persona se enfoca en Lorenzo, el hijo de Cruz, que se


encuentra en España y participa de la Guerra Civil junto a los republicanos. Lorenzo se
encuentra junto a Miguel, un soldado español, disparando una ametralladora desde la
azotea de un edificio. Cuando se quedan sin balas, y ante el avance de la tropa fascista,
los dos amigos bajan del tejado y se reúnen en la calle con un grupo de chicas que
también participan de la resistencia.
Lorenzo recuerda su llegada a España y la vida social de Madrid cuando recién
comenzaba a hablarse de la guerra y todo el mundo andaba eufórico por los cafés
hasta la madrugada. Sin embargo, el desenlace del conflicto es desalentador. El grupo
de Lorenzo huye de una ciudad tomada, armado tan solo con un fusil y dos balas.
Miguel y Lorenzo se presentan ante el grupo de chicas que encuentran en la calle, y
todos juntos se preparan para huir. Nuri, María y Dolores se muestran como tres
jóvenes aguerridas y les cuentan a los muchachos cómo eran sus vidas antes de la
guerra, cuando estudiaban en la universidad y tenían grandes expectativas para el
futuro.
El grupo llega hasta un puente sobre un río turbulento y se detiene allí, preguntándose
si el cruce no estará minado. Finalmente, Dolores toma de la mano a Lorenzo y ambos
avanzan paso a paso por los tablones viejos del puente. Al llegar al otro lado sanos y
salvos, corren exultantes y se abrazan a un olmo congelado, mientras esperan que
lleguen los demás. Esa noche, alrededor de un fuego que apenas calienta, Dolores y
Lorenzo hablan de sus vidas, y él le cuenta cómo le gustaba cabalgar en las haciendas
de México, junto al mar. Luego, los jóvenes se besan y se entregan al amor. Al día
siguiente, antes de reanudar la marcha, ambos fijan puntos de encuentro para después
de la guerra, por si los avatares del camino terminan por separarlos.
Lorenzo, a medida que avanza en la fuga, escribe una carta a su padre donde lo pone al
tanto de cómo es su vida en medio del conflicto español. En su camino hacia Francia, el
grupo se suma a una gran cantidad de familias que escapan llevando sus pocas
posesiones con ellos. En un momento, Miguel distingue a lo lejos la presencia de un
avión enemigo y grita que todo el mundo se tire de boca para protegerse de las ráfagas
de metralla. Lorenzo, sin embargo, empuña el rifle y se aparta de la comitiva para
hacerle frente al avión; los amigos tratan de detenerlo, pero es inútil: el joven
mexicano es alcanzado por las balas y muere al momento.
El relato regresa a la primera persona y al presente de Cruz. Teresa y Catalina odian a
Cruz y le echan la culpa por la muerte de Lorenzo, algo que nunca le perdonarán. Cruz
sigue tendido y todas sus funciones fisiológicas parecen fallar; por más que lo intente,
no logra recordar el rostro de su hijo, y se siente mal con eso. Lo que recuerda es la
carta que recibió por parte de los amigos de Lorenzo en la que le avisaban de su
muerte y le enviaban la carta que su hijo había estado escribiéndole.
La conversación que sostienen los médicos interrumpe sus recuerdos. Cada uno de
ellos tiene su hipótesis sobre la enfermedad que está matando a Cruz, pero no llegan a
decidir cómo actuar para salvarlo. Cruz comienza a vomitar y las mujeres se alteran y
gritan cosas a los médicos, pero Artemio no llega a comprender nada más, ya que está
al borde del desmayo.
El relato pasa a la segunda persona y se enuncia en futuro. Cruz lee la carta de Miguel
y deja todo el asunto de la muerte de su hijo en manos de Catalina. Luego, piensa toda
su vida en el sentido inverso de lo que en realidad hizo: dice que él elegirá salvar al
soldado herido en aquel bosquecillo (mientras que el lector sabe que lo dejó morir), y
que elegirá también morir junto a Gonzalo y Tobías.
Cruz recuerda el "De profundis", un salmo penitencial católico, e imagina ritos y
ceremonias de entierro y cremación. También cree escuchar la voz de Laura, de
pequeña, estudiando su catecismo, y piensa en la muerte, a la que no debería tenerle
miedo, puesto que así está dispuesta por Dios. También recuerda los lujos que lo
rodearon en vida y enumera los objetos fastuosos que ornamentaron su casa. De allí,
su memoria se fija en la noche de fin de año de 1955.
1955: 31 de diciembre
La narración en tercera persona se enfoca en la lujosa fiesta de fin de año organizada
por Artemio Cruz en su residencia de Coyoacán. Artemio recuerda con lujo de detalles
la fastuosidad de su casa: los tapetes, los espejos, los cofres y hasta los pomos de
bronce de las enormes puertas de madera labrada. Antes de comenzar la velada, una
multitud de fotógrafos lo retrata, sentado sobre su sillón de damasco verde y
sosteniendo por las correas a sus dos mastines grises.
Cuando los fotógrafos se retiran, Cruz enciende un cigarro y se pone a pensar en su
casa: la residencia de Coyoacán, con sus viejos muros de tezontle y adobe, le gusta
mucho más que la casa de millonario que tiene en Las Lomas, donde vive su esposa,
Catalina. La presencia de Lilia en la sala lo aleja de sus cavilaciones, aunque no desea
ser molestado. Lilia se queja de que en esa casa se siente encerrada y que él ni siquiera
la deja tomar una copa de alcohol. Tampoco tiene amigas ni puede salir a divertirse.
Claro que está bien con todo ese lujo, y que lo ama, pero un poco de diversión no le
vendría mal a su vida. Cruz está acostumbrado a dominar por la fuerza y someter a
todo el mundo a su voluntad, pero comprende que su poder actual es solo el residuo
que queda de su juventud, y se sostiene en lo que alguna vez supo ser. El paso del
tiempo se le hace evidente, y sabe que Lilia lo sufrirá igual que él.
Como cruz no parece escucharla, Lilia abandona la sala. Al poco tiempo se presenta la
primera familia en llegar a la fiesta, los Régules. Mientras Cruz los recibe y habla con
ellos, Lilia se presenta en la sala otra vez, borracha, y se burla de Artemio, llamándolo
“viejito” (p. 319). Cruz se acerca a ella, le da una gran bofetada y Lilia abandona la sala.
Luego, el hombre sostiene la mirada de los invitados, como desafiándolos a que digan
algo sobre lo que acaba de pasar, pero ninguno hace comentarios.
La fiesta comienza; los criados de la casa sirven un plato tras otro de preparaciones
exquisitas y los más de 100 invitados comen y beben profusamente. Mientras se
desarrolla la fiesta, Cruz permanece sentado en su sillón, junto a sus mastines,
apartado de la muchedumbre; la regla implícita de la reunión indica que los invitados
pueden hacer lo que deseen, salvo acercarse a Artemio. Cruz observa a sus invitados y
escucha las charlas que llegan fragmentadas a sus oídos. Los conoce a todos y conoce
bien la falsedad de cada uno de ellos y de sus fortunas construidas sobre la rapiña de la
Revolución y la corrupción gubernamental; sabe también que con unas palabras suyas
en su periódico puede hacer caer a cualquiera de ellos, o elevarlo sobre sus
posibilidades.
Una bailarina entra en escena y se contorsiona entre los hombres. En un momento, se
sube a caballito de un invitado y alienta a las mujeres a hacer lo mismo sobre sus
parejas de baile. Así, cabalgando sobre las espaldas de los hombres, se libera una
batalla de justas que divierte por un breve lapso a los presentes. Pasado ese momento
de descontrol y dicha, la muchedumbre olvida a la bailarina y continúa con sus charlas
banales y preocupadas.
Cruz imagina a aquellos hombres que se llenan con su comida en el baño, orinando y
defecando todo lo que han ingerido, para luego regresar y seguir llenándose hasta el
hartazgo. Desde su sitio, las conversaciones se entremezclan y le dan una clara imagen
de cómo son sus huéspedes. Algunos hablan sobre las obras de arte que acumula en su
casa, otros sobre el sermón del padre Martínez, el voto otorgado a los indios, la
evasión de impuestos y las ciudades más famosas de Europa. A sus oídos llegan
también los fragmentos de charla sobre su vida: la gente lo conoce como la momia de
Coyoacán y hablan de Laura Riviere, su amante, y de Catalina, su pobre esposa
abandonada en Las Moras. Lilia está en la sala, absorta en sus pensamientos, con una
actitud que demuestra su arrepentimiento por la escena que montó cuando llegaron
los primeros invitados.
Un joven, Jaime Ceballos, se acerca a Cruz y comienza a hablarle, aunque Artemio ni
siquiera gira su cabeza para mirarlo. El joven ignora la prohibición tácita de acercarse a
su anfitrión y le habla sobre su familia y su posición, pero Artemio apenas lo escucha, y
sus palabras se le mezclan con las de su hijo, Lorenzo, aquel día en que le manifestó su
deseo de irse a Europa. Las charlas se fragmentan y se yuxtaponen, y es difícil
comprender de qué habla Jaime Ceballos, hasta que se comprende que el muchacho
quiere pasar a ver a Cruz para pedirle trabajo en sus grandes empresas. Cruz le dice
escuetamente que hable con Padilla, su secretario, y le da las buenas noches. Luego,
Lilia se acerca y le toma las manos, un gesto que Cruz aprecia. Juntos, recorren todo el
salón, y Cruz vuelve a recordar cada uno de los objetos que componen la fastuosidad
de su casa. Junto a Lilia salen del salón y dan por terminada la fiesta.
La narración regresa a la primera persona y al presente de Cruz, quien se encuentra en
el umbral de la muerte, y parece ser que la voz narradora es su subconsciente. Cruz se
siente morir, y recuerda a todos aquellos que ya están muertos: Regina, Tobías, Páez,
Gonzalo, Zagal, Laura y Lorenzo. Él desea seguir viviendo a toda costa. El recuerdo de
Regina lo invade y lo llena de amor, pero de pronto un dolor físico terrible le devuelve
la conciencia y comprende que está en el hospital y que están a punto de operarlo.
La narración pasa a la segunda persona y se enuncia en futuro. Cruz piensa en México
y en su gran diversidad geográfica y cultural que lo convierte en mil países juntos.
Recuerda sus mesetas, sus ríos y montañas, la selva y las voces de tantos grupos
indígenas. También recuerda la herencia de la conquista española, la influencia de los
soldados y los frailes castellanos, y de allí salta al recuerdo que su familia tendrá de él.
Qué justificación usarán ellos, se pregunta, así como él usó la justificación de la
Revolución para enriquecerse personalmente. También se pregunta cuál es su legado,
si no una clase descastada y un poder sin ninguna grandeza. Ante la muerte, le parece
que solo lega su egoísmo y su ambición inútil.
El pensamiento fragmentado de Artemio vuelve sobre México y la conformación de su
país. Piensa otra vez en la conquista y en todas esas generaciones que intentaron
dominar y someter la tierra. Finalmente, la tierra termina ganándole a todos, esa es su
última certeza. Él mismo ha salido de la tierra, ha encontrado su destino y la muerte
iguala su destino y su origen: es hora de volver a la tierra.
1903: 18 de enero
La narración en tercera persona se enfoca en la vida de Cruz a sus 13 años, en Cocuya.
Cruz ha sido criado por Lunero, un mulato que está al servicio de Pedrito y su madre,
Ludivinia. Hasta sus 13 años, el niño solo ha vivido para trabajar y mantener a sus
patrones: pedrito es un borracho que se la pasa bebiendo de las damajuanas que Cruz
y Lunero le compran en el poblado, y Ludivinia es una vieja trastornada que desde
hace muchos años vive encerrada en su casa, con la única compañía de Pedro y de
Baracoa, una criada a su servicio. Fuera del trabajo diario, la vida transcurre sin
sobresaltos: Lunero y Cruz viven a la sombra de la casa de los patrones -a la que tienen
prohibido entrar- y pasan el tiempo bañándose en el río, comiendo frutas que recogen
de los árboles y tendidos al sol. Lunero le ha enseñado al joven todo lo que sabe: un
poco sobre el cultivo de la tierra, un poco sobre el trueque de mercancías y la
confección de velas que suelen vender el día de la purificación.
El relato se fragmenta y se alterna entre el 18 de enero de 1903 y el pasado de los
personajes. Ese día, Lunero prepara a Cruz para que viva solo, puesto que a él se lo
llevarán a trabajar a las estancias del nuevo patrón de la tierra, después de catorce
años de haber escapado a la nueva administración. Mientras Lunero espera, el
narrador presenta la historia de Pedrito y Ludivinia: Ludivinia es la esposa del viejo
coronel Menchaca, compañero del general Santa Anna, quien fue presidente del
México independiente en más de una ocasión durante el siglo XIX, y madre de
Atanasio y de Pedro Manchaca. Tras la muerte del coronel Manchaca, Ludivinia se
encerró en su casa y no volvió a salir. De la estancia se hizo cargo su hijo
mayor, Atanasio Manchaca, un joven brioso que no pudo salvar su tierra del asedio
constante de sus enemigos. Atanasio Manchaca es el padre de Artemio Cruz, hijo
natural producto de la violación de Isabel Cruz, una trabajadora de su hacienda,
hermana de Lunero.
Atanasio es asesinado por el nuevo cacique que se ha quedado con todas las tierras
que antes pertenecían a los Manchaca, por lo que Pedro queda a cargo de su madre y
del casco de Cocuya, que es lo único que ha conservado de sus antiguas posesiones.
Isabel Cruz también debe abandonar la hacienda, por lo que el pequeño Artemio,
recién nacido, queda a cargo de su tío, Lunero, quien a su vez responde a Pedro.
El día en que el agiotista viene a buscar a Lunero, Pedro sostiene un diálogo con su
madre, Ludivinia, y trata de explicarle que perderán al único peón que tienen, y gracias
a quien pueden comer y conseguir las provisiones que necesitan para sobrevivir.
Ludivinia, extraviada en su pasado, apenas lo escucha, y de pronto pide que le traigan
a aquel niño que siempre anda por afuera.
Cruz, por su parte, comprende que alguien quiere llevarse a Lunero y le pide por favor
que no se vaya, aunque este le dice que no puede hacer nada al respecto, y que así son
las cosas. Movido por la ira, Cruz viola la prohibición y se aproxima a la casa de los
patrones. En la entrada hay una escopeta que Pedro dejó cargada desde el día que
mataron a su hermano, y el joven la agarra y se la lleva. Luego, se ubica en el cruce de
caminos que une la casa con la choza y espera. Cuando ve llegar a un hombre de
zapatos y levita, presume que se trata del hombre que viene a buscar a Lunero y a toda
prisa descarga los dos disparos de su escopeta directo contra su cara.
Lunero se acerca ante la descarga y encuentra el cuerpo de Pedrito, con la cara
totalmente desfigurada por los disparos. Ludivinia también sale de su casa, dispuesta a
encontrarse con el muchacho de 13 años que ha estado contemplando desde su
entierro, pero afuera la recibe un hombre a caballo, que le grita y le da un golpe en la
espalda mientras le pregunta a los gritos a dónde se fueron el mulato y el muchacho
que siempre anda con él. Ludivinia maldice a aquel hombre que la deja allí tendida y
sale en busca de Lunero y de Cruz.
La narración regresa a la primera persona. Cruz está siendo operado, y su
subconsciente le indica que está a punto de morir. Mientras siente que lo llevan por un
corredor, recuerda la fastuosidad de su residencia de Coyoacán y comienza a
enumerar sus muebles, hasta que las luces que pasan frente a sus párpados se le
confunden con las luces de las estrellas.
El relato pasa a la segunda persona y se enuncia en futuro. Cruz habla del movimiento
de los astros en el espacio y de la luz que recorre todo el universo. Las estrellas nacen y
mueren, y esa luz que llega a sus ojos ya no tiene origen y es lo último que queda de lo
que alguna vez fue. Cruz también piensa en la tierra y la contempla, desprendido de
toda realidad, mientras siente que la noche cae sobre él y el movimiento del universo
lo envuelve. El paso del tiempo se iguala con su memoria y solo existe en la
reconstrucción que hace de lo que ha vivido. En ese movimiento caótico de imágenes,
el fin se le superpone al origen, piensa en su nacimiento y en el destino que encontrará
después de la muerte. Siente de nuevo el grito de Lunero y la noche entra a su vida y a
su corazón.

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