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ESE DÍA

Era un día, extrañamente colorido. En aquel pueblo, reinaba la soledad, el frío. Nada de
vendedores ambulantes, nada de estudiantes caminando por las calles y mucho menos, nada de
bares abiertos. Pero, especialmente, ese día; tan común, tan vacío como todos, las personas
decidieron salir de sus casas y como por arte de magia, el clima estuvo a favor de los
pueblerinos. Los niños jugueteaban emocionados con una sonrisa de oreja a oreja en la plaza,
mientras, los adultos conversaban escandalosamente entre ellos e inclusive, las mascotas
salieron a dar un paseo. Música, banquetes y celebraciones por doquier en cada esquina.
Flores floreciendo, novios enamorados y pájaros canturreando.
Definitivamente, era un día lleno de gritos, gestos y carcajadas de alborozo. Los pueblerinos lo
bautizaron como el día bendito. Ellos tenían la corazonada de que tal milagro fue un acto
bondadoso proveniente de los dioses y sin duda alguna, le estarían agradecidos por el resto de
sus vidas.
Pero hubo algo que los pueblerinos no notaron, porque al estar tan sumergidos en su goce, no
se percataron de la oscuridad que denotaba el cielo aquel día. Decían estar agradecidos, pero
ni una sola vez, aunque fuese por un instante, se atrevieron a mirarlo.
A excepción de Laiala, claro estaba. Amante de los colores oscuros, de las rarezas que
envolvían al mundo y que tal vez nunca llegaría a descubrir. Una solterona, huérfana y sin
familia, viviendo a las afueras del pueblo, cerca del río de Loslaya, donde resplandecían lo más
hermosos atardeceres y se apreciaba el tan anhelado silencio que tanto proclamaba.
La mujer había envejecido. Las canas consumieron cada hebra de su largo y abundante cabello
negro. Sus manos, que en juventud fueron tan suaves y delicadas, evidenciaban que su
caminata por la desolada carretera llamada vida, estaba a punto de terminar.
Ese día, Laiala visitó el río y entonces, lo vio.
Ahí él estaba, junto a la orilla, esperándola. Los ojos de Laiala se abrieron por sorpresa,
reflejando ilusión.
Y él, Sión, se posicionó frente a ella. Ambos se observaron con devoción. Una mirada que decía
más que mil palabras. Un sentimiento genuino.
Ella reparó las líneas de expresión que decoraban la frente de Sión y nada le pareció más
precioso. Y como no, si detrás de aquellas líneas, había una historia. La historia que contaba
las experiencias en juventud de Sión. El viaje de la vida.
Sin pronunciar una palabra, se fundieron en un abrazo. Un abrazo amortiguador de miedos,
penas y desvelos.
¿Quién iba a pensar qué, Sión, su vecino y el anciano más terco y odioso qué había conocido,
se atrevería a tocar la puerta de Laiala para reclamarle sobre su absurda soledad? ¿A él que
le importaba?
Sión había adquirido la rutina de visitar cada mañana a Laiala. Con su bastón y canasta del
supermercado en mano, golpeaba a la puerta de Laiala, como si fuera una obligación.
Por otro lado, Laiala se indignaba. ¡Joder! Ni siquiera le permitía realizar los quehaceres. De
cierta manera, su presencia no era tan bien recibida.
Podía pasar horas y horas refunfuñando en el sillón y Laiala, se esforzaba demasiado para no
ser grosera y echarlo de su casa.
Pero eso no era todo, no.
A el anciano atrevido no solo le bastaba despertarla todos los días a las 7:00 de la mañana,
sino que también le exigía tener una taza de café bien caliente para su llegada.
A diferencia de Laiala, Sión si tenía familia. Estuvo casado durante veintiún años hasta que su
querida esposa falleció. Sus tres hijos, fruto de su matrimonio, se mudaron del pueblo a la
ciudad, cada uno con sus respectivas familias.
Pero Sión no soportaba estar solo, es por eso, que cada día se levantaba temprano para
caminar sin un rumbo fijo y así, poder llegar tarde a casa.
Y en una de esas tantas salidas, Sión vio por primera vez a Laiala. Ella lavaba tranquilamente
su ropa en el río y lo cierto era qué, aunque Laiala era una anciana, aún quedaba rastro de lo
que fue en su época de juventud.
Sión, inmediatamente, desde ese día, se intrigó por aquella anciana tan inexpresiva y podría
decirse que amargada.
Quería acercarse, al menos, para entablar una conversación por un rato o quizás, para
encontrar en ella, a una gran amiga. Pero no, Laiala tenía cara de querer matar a alguien y
sinceramente, era entendible el hecho de que Sión, no lograba encontrar la excusa perfecta
para dirigirle la palabra.
Él, que había sido un joven tan apuesto, tan sociable y tan alegre, sentía pena y nervios por
acercarse a una mujer, después de 70 años. Y pensar, que todas las mujeres se le acercaban
como cucarachas cuando apenas era un hombrecillo.
Pero él ya estaba muy viejo para ponerse con esas babosadas. La experiencia le tenía que
servir de algo. Entonces, finalmente se acercó a Laiala. Ella apenas le dedicó una mirada de
soslayo, pero como el insistente que era, no se dio por vencido. De una forma u otra, el
misterio, el silencio y la soledad que rodeaba a Laiala lo atrajeron.
Con el pasar del tiempo, Sión fue aumentando, sin permiso, el nivel de confianza. Ya se
arriesgaba a pasar de la puerta, sentarse en uno de sus sillones, exigirle café e incluso, le
contaba sobre sus aventuras con las mujeres, algo que a Laiala no le interesaba saber.
Pero, curiosamente, ella ya se estaba acostumbrando a verlo cada mañana frente a su puerta.
De pronto, comenzaba a escuchar atentamente sobre sus ridículas aventuras, soltaba una que
otra risita disimulada y se sentaba junto a él, para acompañarlo.
La soledad nunca le había pesado, pero con la presencia de Sión, se sentía diferente, se
sentía… Viva. Volvía a ser una jovencita enamorada, aunque también se sentía patética.
Todo marchaba aparentemente normal. Cada día, las risas aumentaban por montones, al igual,
que las frecuentes visitas de Sión junto a sus chistes malos.
Pero, sucedió qué, una noche, como cualquier otra, Sión se despidió, y a la mañana siguiente,
que Laiala, sin saber por qué lo esperaba con tantas ansías, no llegó.
De hecho, él no volvió.
Los días transcurrieron y la ansiedad de Laiala se incrementaba. Trataba de engañarse a si
misma, diciéndose que ya estaba muy vieja para sentirse de esa manera.
Se hacía llamar enferma
Porque, según ella, lo estaba.
Comenzó a odiar todas las mañanas. Levantarse de la cama se convirtió en una tortura. El olor
a café ya no le gustaba, y ni hablar de la constante presión en el pecho que no le permitía el
paso del aire. La soledad ya no era agradable, el silencio mucho menos. Oía en cada rincón el
eco de su risa, de su voz.
¿Cuál era esa maldita enfermedad que no la dejaba tranquila?
¿Por qué lo síntomas la torturaban tanto?
Pero, ese día, justamente, ese verraco día; tan soleado y colorido, el regresó.
Ambos finalizaron el abrazo que los había consumido. Él, como siempre, sonriente y ella, con
el ceño fruncido, sin siquiera él esperarlo, le sonrió.
¡Madre mía! Los hoyuelos de Laiala enloquecieron a Sión.
Entrelazaron sus manos. Y el niño, aquel que siempre se refugia en las profundidades del alma,
abrió las puertas del corazón.
¿Quién dijo que el amor tenía fecha de caducidad?
Él fue él primero en soltar sus manos. Ya era hora de partir. Ella lo sabía.
Laiala abrió los ojos, y los síntomas de la enfermedad ya habían desaparecido. Se sentía plena.
El vacío ya no se regocijaba en su pecho.
Lo primero que hizo fue servirse una espumosa y caliente taza de café. Sin leche. Arrastró
aquel sillón frente a la ventana, se sentó en el y observó el paisaje que brindaba ese día con
una pequeña sonrisa en los labios, entonces, se tomó un instante para mirar al cielo y dedicarle
su segunda sonrisa genuina. Sincera.
Por tal razón, ese día, el cielo estaba gris, pero el paisaje no.
El contraste perfecto de dos almas que se unieron.
No fue un acto bondadoso proveniente de los dioses. Fue un acto bondadoso proveniente del
destino. Ese día, no podía ser triste ni frío, debía ser feliz. No era un día bendito, era el día en
el que dos almas que se unieron, casi al final del camino, se daban una merecida despedida.
Un penúltimo adiós.
Porque cuando el destino quiere algo, lo consigue. Y sin duda alguna, esa no sería la
excepción.
Laiala conoció el amor y Sión, tuvo el placer de dialogar con una buena compañía. Al final, no
se sintió tan solo.
Él le regaló una sonrisa y le enseñó a sonreír. Ella, ella le regaló calma, compañía.
Ella, sin un beso, sin una caricia, se enamoró de quién no se imaginaba, de quién no esperaba
y de quién no buscaba. Es ahí, cuando se dio cuenta que el amor no se elige, nos elige. Sin
tener el derecho a apelar.
Los pueblerinos no entendieron lo que sucedía ese día, después de todo, ignorantes eran.
Pueblo olvidado y añejo.
Pero ella sí.
Ella lo sabía y él, desde la cumbre del azul, también.

FIN.

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