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Un breve interludio

Un pasaje inédito de la serie Historias que no contaría a mi madre

Por R. R. López
La biblioteca estaba abarrotada. Así era nuestra vida en aquellos
días: te levantabas, ibas a la biblioteca, comías, biblioteca, cenabas, cama
(y soñabas con la biblioteca).
Quitando los escasos periodos entre las épocas de exámenes, es
decir, octubre, de marzo a mayo, y agosto, la rutina de la biblioteca
invadía la vida del estudiante mediocre.
A pesar de que en aquella ocasión la tarea era algo más liviana,
pues la desaparición del Lompa nos había granjeado un aprobado general
a quienes teníamos pendiente Física entera 2, la arrolladora monotonía
iba socavando poco a poco nuestra resistencia mental y, cual presidiario
en celda de aislamiento, teníamos que desarrollar actividades que nos
permitieran evadir nuestra mente más allá de aquella prisión de hastío,
papel y horas de estudio.
Y cómo meneársela en la biblioteca iba en contra de un surtido
repertorio de normas y convencionalismos sociales, aunque más de uno y
más de dos, por lo que tardaban al ir servicio, parecían pasárselos por
salvas sean las partes, la conjunción de hormonas y aburrimiento había
generado un pasatiempo sin par: El visor T800.
En esencia, consistía en darle un repaso visual de pies a cabeza
a cualquier fémina que entrara en el campo visual, deteniéndose más en
la zona que va de las rodillas al ombligo, y en la comprendida entre
las costillas y los hombros, que llamábamos las franjas de Tetaza y
Cisvajinia. Por supuesto, esto también era aplicable al reverso.
La verdad es que nos aburríamos mucho.
Este hobby había desembocado en un entretenimiento colateral, una
clasificación de los culos en: Pander (por pandero), Prietus (esta categoría
es autoexplicativa) y Prietánder (para algunos insurgentes Panderetus), un
inquietante híbrido que te llenaba de incertidumbre sobre la firmeza que
encontrarías bajo el pantalón, pues solía ir asociado a un volumen que
desafiaba las leyes de la física por su falta de movimiento ondulatorio, o
al menos eso decían Jaimito y Javier Manuel, que se habían entretenido
incluso en desarrollar la ecuación pertinente.
Este último había sido, hasta ese momento, la víctima de un par
de bromas que nos habían permitido echar la mañana la mar de a
gusto.
Dado que Javier Manuel estaba sentado a mi izquierda, me
entretuve en desarrollar un plan maligno. Enfrente de nosotros había dos
chicas, desconocidas, concentradas, de aspecto bastante formal.
Sin dudarlo un segundo, saqué un folio y lo doblé de forma
tríptico horizontal. En la cara que quedaba hacia mí anoté mi planning
de estudio para aquel día, y por la que daba a las chicas, consigné un
mensaje que sin duda les resultaría de imprescindible interés.
Al lado de una flecha acusadora que dibujé apuntando a mi
compañero, en mayúscula, con letra gótica, para que vieran que era
detallista, rezaba:
«Este lleva ropa interior de cuero con pinchos».
Pasaron un par de minutos. La impaciencia se convirtió en una
brasa que hacía que me removiera, nervioso, en mi asiento.
A pesar de que en un par de ocasiones habían comentado entre
ellas cosas referentes a los apuntes, parecían no darse cuenta de
aquella revelación fundamental.
Carraspeé con fuerza. La chica que tenía enfrente levantó la vista
intrigada, y entonces lo vio. Su rostro se tiñó de carmesí, se le
descompuso el gesto y contuvo una leve risita. Su compañera, intrigada,
la miró, luego miró el cartel, y se llevó las manos con rapidez a la
boca. Javier Manuel pareció notar algo de alboroto y levantó la vista de
los apuntes, mientras canturreaba una melodía de satisfacción apenas
audible.
Nos dedicó un rápido vistazo, encogió los hombros extrañado, y
volvió al estudio.
En ese momento, en la otra mesa, Jaimito, que estaba al tanto
de la maniobra, explotó. Y detrás de él fuimos todos. Casandro, que
estaba en la mesa de Jaimito, las dos muchachas y yo.
Cuando, en un alarde de intuición, Javier Manuel cogió el planning
de estudio y le dio la vuelta, la situación nos superó con creces.
Su ceja se alzó por la sorpresa y no pudimos más; tuvimos que
salir de la biblioteca.
Y entonces entró ella.
La Lurdes. Era la ganadora de todos los concursos del visor de
Terminator. En su cuerpo no había un centímetro que no entrara en la
categoría Prietus. Su rostro recordaba remotamente al de la teniente
Ripley, pero en guapa. Su pelo, rubio y rizado, contrastaba con sus ojos
verdes, sus pechos eran dos cúpulas legendarias que desafiaban las
leyes de la gravedad sin necesidad de arbotante alguno, dibujándonos en
el rostro un gesto de estulticia y una lúbrica sonrisa. Y lo que era aún
mejor: era alta.
Ese era el rasgo que más conmovía el corazón de Javier Manuel,
que ahora se encontraba frente a nosotros, en la calle, esgrimiendo un
gesto de reproche.
—Desde luego que no se os puede dejar sueltos —gruñó.
—¡Venga, Javier Manuel, no te enfades! —imploró Casandro, aun
entre risas.
—Pero es que en ese preciso momento ha entrado La Lurdes, y
el que ha quedado en ridículo ha sido yo, cabrones.
—No sé por qué te preocupas, si de todas formas nuestras
posibilidades de follar con esa tía son desnatadas —le dije, tratando de
animarle.
—¿Desnatadas? —preguntó el afectado, con un gesto mezcla de
repugnancia (porque se pensaría que le estaba diciendo una guarrada) y
extrañeza.
—Sí, cero por ciento.
—Ya ves tú —intervino Jaimito—, yo me dejo barba por que es lo
más parecido a tener un coño cerca de la boca que he experimentado
en años.
Hicimos una breve pausa para celebrar su tan bien traído chiste.
Con la atmósfera más distendida, continuamos apurando el
descanso bajo el intenso cielo azul.
—La verdad es que, si mis posibilidades antes eran nulas —se
lamentó Javier Manuel—, ahora se han visto reducidas a números
negativos.
—Alguna forma habrá de que le hagas llegar tus sentimientos a la
señorita Flecher… —mientras pensaba en voz alta, mi mente daba vueltas,
hasta que se detuvo en una idea: Cyrano de Bergerac.
En este punto hay que aclarar que el nombre en clave para
hablar de nuestra donna angelicata era señorita Flecher. El mote se lo
había puesto yo, en honor a mi adorada Jessica Fletcher, detective
chepuda de la tercera edad que protagonizó con maestría Se ha escrito
un crimen. Para ello me basé en una asociación de ideas. Del cuerpo
esculpido en mármol de nuestra musa solo había un fragmento que al
escultor no le había quedado muy allá; su nariz desentonaba algo con el
conjunto, pues era algo mayor de lo debido, y tenía forma de flecha.
Flecha >Fletcher >Flecher >Cyrano de Bergerac «onemortime». Todo
encajaba como un puzzle sideral.
—Me voy padentro, que tengo que terminar el tema 5. —Ante la
extrañeza de todos por ser el primero en abandonar la pausa, me
adentré de nuevo en la biblioteca, un mar de suelo radiante que olía
como una moqueta pero sin el matiz a roña, plagado de islotes de
mesas en los que casi se podía oír como crujían por el sobreesfuerzo
las neuronas de sus ocupantes.
Henchido de inspiración, dejé a un lado los apuntes y me puse a
crear.

Esa misma noche, en la intimidad de su cuarto, una muchacha de


muy buen ver se dispuso a dar el último repaso a los apuntes y, al
abrir su carpeta por la última página que había estudiado, frunció el
ceño con incredulidad. A medida fue leyendo, esta se tornó en
indignación.
Debía tener un corazón muy duro para no caer arrobada ante la
prosa angelical que, renglón a renglón, se iba descubriendo ante sus
ojos.
La belleza es cruel.
Ante ella había aparecido, misteriosamente, el siguiente documento:

Querida srta. Flecher 5.0:


Pese a mi timidez innata y natural, me veo en la
obligación de comunicarle que mi escroto está adquiriendo el
mismo volumen que un botijo de cinco litros, pero con dos
receptáculos y un solo pitorro, y este milagro de la
bioalfarería lo ha logrado usted, solo usted y nada más que
usted, por lo que a usted corresponde el honor de degustar
el néctar que contiene, porque esa ambrosía entre los
lácteos se ha formado gracias al amor que por su persona
yo profeso.
Espero que no se incomode por tan efusiva muestra
de afecto, ni por tal caudal.
A la espera del día en que haga uso de su privilegio,
se despide, anhelante
Sir Chesterton Bradley, de los Bradley de Jar-Jar.

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