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DE
MICROCUENTOS
de autores
latinoamericanos
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Prólogo
El microcuento es un nuevo género literario que cada vez adquiere más fama entre escritores y
lectores. Constituye todo un reto al momento de escribir y sorprendentemente, a pesar de su
brevedad, permite al lector la construcción de las más complejas interpretaciones.
La Real Academia Española define la palabra microrrelato de la siguiente manera:
Microrrelato: De micro- y relato. 1. m. Relato muy breve.
La característica más sobresaliente del microcuento es su brevedad. Aunque su extensión no es
fija y “brevedad” es un término relativo, por lo general, pueden consistir en dos páginas, una
página, un párrafo, o incluso, unas líneas.
El microcuento debe contar una historia. No es algo general, sino específico. No es como los
refranes “Más vale pájaro en mano que cien volando” o “Camarón que se duerme se lo lleva la
corriente”, debe contar una historia “Había una vez un camarón que se durmió…”.
Su autor a veces experimenta o juega con el lenguaje y los tipos de texto.
Los microcuentos, muchas veces, se relacionan con otros textos literarios o no literarios por medio
de la alusión, la parodia, la continuación, la inversión, el pastiche, el spin off.
El final muchas veces es abrupto e impredecible, cambiando o revelando un nuevo sentido del
texto. En otros casos, el final queda abierto a múltiples interpretaciones.
Aunque no presentan las características del chiste, los microcuentos pueden contener un toque de
humor (aspecto cómico), ironía (burla disimulada) o incluso sarcasmo (burla mordaz y cruel).
En esta antología narrativa vas a encontrar una recopilación de obras literarias de varios autores
latinoamericanos y también contiene material didáctico.
Los microcuentos son una invitación a leer. Quizás lo breve sea como una semilla que queda
germinando dentro del oyente y no termina cuando se finaliza la narración del microcuento. El
microcuento “sucede” y hace un trabajo interno en el tiempo, eso hace que sea memorable y
perdurable en el recuerdo y en el tiempo.
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Prueba de vuelo - Eugenio Mandrini
La flecha disparada por la ballesta precisa de Guillermo Tell parte en dos la manzana que
está a punto de caer sobre la cabeza de Newton. Eva toma una mitad y le ofrece la otra a su
consorte para regocijo de la serpiente. Es así como nunca llega a formularse la ley de
gravedad.
Mi celular cuenta con un sistema predictivo de escritura: cuando presiono los botones,
busca en un diccionario los términos posibles. Aunque sea una simple tecnología, sospecho
que algo más ocurre. Si yo tecleo “ansiedad”, el aparato escribe “sequedad”. Si ingreso
“boca”, predice “viva”. Si intento con “piel”, refiere “pido”; escribo “horas”, el teléfono
interpreta “gotas”. “Palabras” se convierte en “parajes”, “silencio” se vuelve “dolencia”.
Algo sucede entre el gato y yo. Estaba mirándolo desde mi sillón cuando se puso tenso,
irguió las orejas y clavó la vista en un punto muy preciso del ligustro. Yo me concentré en
él tanto como él en lo que miraba. De pronto sentí su instinto, un torbellino que me arrasó.
Saltamos los dos a la vez. Ahora ha vuelto al mismo lugar de antes, se ha relajado y me
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echa una mirada lenta como para controlar que todo está bien. Ovillado en mi sillón,
aguardo expectante su veredicto. Tengo la boca llena de plumas.
Los pensamientos estaban prohibidos para las mujeres entonces. Por eso cuando el hombre
se acercó y sospechó algo, ellas se callaron. Eran concubinas esperando a su caballero.
Llegó con la impuntualidad de los que mandan. Las mujeres aprovecharon el tiempo juntas,
para instalar una nueva forma de gobierno. Someterían a los hombres y les prohibirían
pensar.
En batalla singular, un ejército gigantesco fue vencido por el valor de un solo iluminado. Su
resentido biógrafo, mutilado de guerra él mismo, en lugar de mencionar gigantes, consignó
molinos.
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orden de los primates dotado de razón y de lenguaje articulado a que comiera del órgano de
la planta. El aceptó mi propuesta con cierto sentimiento experimentado a causa de algo que
agrada.
Pocas cosas tienen nombre, por ahora. A esto que hicimos creo que lo van a denominar
pecado. Si nos dejaran elegir, sabríamos llamarlo de mil maneras más encantadoras.
Son sólo siete los pecados mortales. El resto no, por lo tanto, son inmortales.
Disfrutémoslos.
Ante la mesa de Black Jack tres amigos están jugando. El primero vuelca sin querer su
copa de vino,
- ¡Mancha! -exclama.
-Pido.
El tercero se indigna.
Fue así, jugando, como para nuestro horror perdimos a muchos compañeros Fueron
quienes creyeron eso de que los últimos serán los primeros y pelearon por ponerse al final
de la cola.
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Arroz con leche – Luisa Valenzuela
-Con esta sí, con esta no, con esta señorita me caso yo-. Cantó, muy seguro de sí,
Javiercito de cinco años y señaló a la más alta de las nenas.
Ella, con sus seis ya cumplidos, era ni más ni menos que la Señorita de San Nicolás y
por eso aceptó:
-Bueno -le dijo a Javiercito. -Yo pongo el arroz y vos poné la leche...
Acá terminaría el cuento si de cancelar el miedo se tratara, pero siendo sueño y vigilia
dos estados incompatibles, vaya una a saber cómo continúa aquello que creímos
interrumpir abriendo los ojos. Y ahora me pregunto quién ha logrado colarse en esta casa
mía que es mi mente.
A los ojos de las princesas doradas todo príncipe azul resulta pálido.
Acá hay un sospechoso, qué duda cabe. Usted vuelve a releer el microrrelato, lo
analiza palabra por palabra, letra por letra, sin obtener resultados. Nada. No se da por
vencido. Gracias a la frecuentación de textos superbreves como el que tiene ante sus ojos
usted sabe leer entre líneas, entonces se cala hiendas gafas y ausculta el espacio entre las
letras, entre los escasos renglones. No encuentra pista alguna. Nada. El sospechoso es más
astuto de lo que suponía; Toma una lupa y revisa bien los veinte puntos,- las-veinte comas,
sabe que debe esconderse en alguna parte. Piensa en el misterio del cuarto amarillo, cerrado
por dentro. El sospechoso no puede haber salido del texto. No. Busca el microscopio de sus
tiempos de estudiante y escruta cada carácter, sobre todo el punto final, que es el más
ominoso. No encuentra absolutamente nada fuera de lo normal. Acude a una tienda
especializada, compra polvillo blanco para detectar impresiones digitales y polvillo
fluorescente para detectar manchas de sangre. Sigue las instrucciones al pie de la letra con
total concentración y espera el tiempo estipulado sin percatarse del correr de las horas.
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Está solo en la casa, en su escritorio, ante el relato que cubre apenas un tercio de la
página. Insiste en su búsqueda, no se asusta, no se impacienta, no se amilana, no se da por
vencido.
En un lejano país existió hace muchos años una Oveja negra. Fue fusilada. Un siglo
después, el rebaño arrepentido le levantó una estatua ecuestre que quedó muy bien en el
parque. Así, en lo sucesivo, cada vez que aparecían ovejas negras eran rápidamente pasadas
por las armas para que las futuras generaciones de ovejas comunes y corrientes pudieran
ejercitarse también en la escultura.
En un desierto lugar del Irán hay una no muy alta torre de piedra, sin puerta ni ventana. En
la única habitación (cuyo piso es de tierra y que tiene la forma de círculo) hay una mesa de
maderas y un banco. En esa celda circular, un hombre que se parece a mi escribe en
caracteres que no comprendo un largo poema sobre un hombre que en otra celda circular
escribe un poema sobre un hombre que en otra celda circular...El proceso no tiene fin y
nadie podrá leer lo que los prisioneros escriben.
Mi hermano Alberto cayó al pozo cuando tenía cinco años. Fue una de esas tragedias
familiares que sólo alivian el tiempo y la circunstancia de la familia numerosa. Veinte años
después mi hermano Eloy sacaba agua un día de aquel pozo al que nadie jamás había vuelto
a asomarse. En el caldero descubrió una pequeña botella con un papel en el interior. "Este
es un mundo como otro cualquiera", decía el mensaje.
Todas las mañanas llego a la oficina, me siento, enciendo la lámpara, abro el portafolios y,
antes de comenzar la tarea diaria, escribo una línea en la larga carta donde, desde hace
catorce años, explico minuciosamente las razones de mi suicidio.
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y hablar. Estuviera yo donde estuviera, venía y empezaba a hablar. Hablaba de todo y de
cualquier cosa, lo mismo le daba. ¿Despedirla por eso? Hubiera tenido que pagarle sus tres
meses. Además hubiese sido muy capaz de echarme mal de ojo. Hasta en el baño: que si
esto, que si aquello, que si lo de más allá. Le metí la toalla en la boca para que se callara.
No murió de eso, sino de no hablar: se le reventaron las palabras por dentro.
El doctor Alejo murió asesinado. Indudablemente murió estrangulado. Nadie había entrado
en la casa, indudablemente nadie, y aunque el doctor dormía con el balcón abierto, por
higiene, era tan alto su piso que no era de suponer que por allí hubiese entrado el asesino.
La policía no encontraba la pista de aquel crimen, y ya iba a abandonar el asunto, cuando la
esposa y la criada del muerto acudieron despavoridas a la Jefatura. Saltando de lo alto de un
armario había caído sobre la mesa, las había mirado, las había visto, y después había huido
por la habitación, una mano solitaria y viva como una araña. Allí la habían dejado
encerrada con llave en el cuarto.
Llena de terror, acudió la policía y el juez. Era su deber. Trabajo les costó cazar la mano,
pero la cazaron y todos le agarraron un dedo, porque era vigorosa corno si en ella radicase
junta toda la fuerza de un hombre fuerte. ¿Qué hacer con ella? ¿Qué luz iba a arrojar sobre
el suceso? ¿Cómo sentenciarla? ¿De quién era aquella mano? Después de una larga pausa,
al juez se le ocurrió darle la pluma para que declarase por escrito. La mano entonces
escribió: «Soy la mano de Ramiro Ruiz, asesinado vilmente por el doctor en el hospital y
destrozado con ensañamiento en la sala de disección. He hecho justicia».
Hay novelas que aun sin ser largas no logran comenzar de verdad hasta la página 50 o la
60. A algunas vidas les sucede lo mismo. Por eso no me he matado antes, señor juez.
El pueblo, complacido, lo sentó en el trono y luego lo mató, para que fuese tan perfecto
como su predecesor y la prosperidad del imperio continuase.
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Padre nuestro que estás en el cielo - José Leandro Urbina
- No - dijo el niño -. Todas las noches baja del cielo a comer con nosotros. El capitán alzó
la vista y descubrió la puertecilla que daba al entretecho.
Todo se imaginó Superman, menos que caería derrotado en aquella playa caliente y que su
cuerpo fundido serviría después para hacer tres docenas de tornillos de acero, de regular
calidad.
Un niño gritaba siempre “¡Ahí viene el lobo! ¡Ahí viene el lobo!” a su familia. Como
vivían en la ciudad no debían temer al lobo, que no habita en climas tropicales. Asombrado
por el a todas luces infundado temor al lobo, pregunté a un fugitivo retardado que apenas
podía correr con sus muletas tullidas por el reuma. Sin dejar de mirar atrás y correr
adelante, el inválido me explicó que el niño no gritaba ahí viene el lobo sino ahí viene
Lobo, que era el dueño de casa de inquilinato, quintopatio o conventillo donde vivían todos
sin (poder o sin querer) pagar la renta. Los que huían no huían del lobo, sino del cobro –o
más bien, huían del pago.
No se enamoró de ella, sino de su sombra. La iba a visitar al alba, cuando su amada era más
larga.
En un pueblo de Escocia venden libros con una página en blanco perdida en algún lugar del
volumen. Si un lector desemboca en esa página al dar las tres de la tarde, muere.
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Amor 77 - Julio Cortázar
Todas las mañanas llego a la oficina, me siento, enciendo la lámpara, abro el portafolios y,
antes de comenzar la tarea diaria, escribo una línea en la larga carta donde, desde hace
catorce años, explico minuciosamente las razones de mi suicidio.
—Quédate, le dije.
Y la toqué.
Con los soles de finales de marzo mamá se animó a bajar de los altillos las maletas con ropa
de verano. Sacó camisetas, gorras, shorts, sandalias…, y aferrado a su cubo y su pala,
también sacó a mi hermano pequeño, Jaime, que se nos había olvidado.
Poco antes de la oración del huerto, un hombre tristísimo que había ido a ver a Jesús
conversaba con Felipe, mientras concluía de orar el Maestro.
–Yo soy el resucitado de Naim –dijo el hombre–. Antes de mi muerte, me regocijaba con el
vino, holgaba con las mujeres, festejaba con mis amigos, prodigaba joyas y me recreaba en
la música. Hijo único, la fortuna de mi madre viuda era mía tan solo. Ahora nada de eso
puedo; mi vida es un páramo. ¿A qué debo atribuirlo?
–Es que cuando el Maestro resucita a alguno, asume todos sus pecados -respondió el
Apóstol-. Es como si aquél volviera a nacer en la pureza del párvulo…
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–Que me devuelva mis pecados –suspiró el hombre.
Actividades didácticas
No pares de jugar
Escribir jugando es una de las mejores maneras de obtener buenas ideas y exprimir tu
mente en la búsqueda de los mejores microrrelatos. Fíjate en algunos ejemplos famosos
como «Cuando se despertó, el dinosaurio todavía estaba allí» (Augusto Monterroso) o
«Aquel hombre era invisible, pero nadie se percató de ello» (Gabriel Jimenez Emán) o
«Despiértese, que es tarde, me grita desde la puerta un hombre extraño. Despiértese usted,
que buena falta le hace, le contesto yo. Pero el muy obstinado me sigue soñando.» (Ana
María Shua). Lo primero que debes hacer es fijarte una extensión máxima, que
habitualmente oscila entre las 100 y las 200 palabras, aunque algunos prefieren prefijarla en
el número de líneas.
2. Los saltos temporales: Dado que te verás obligado a utilizar la elipsis como
recurso, lo ideal es que tu microrrelato comience en un momento intermedio. Sitúa a
tu personaje en medio de un juicio, de un hospital, de una cama vacía, de una
cárcel, de un púlpito o de una catástrofe natural e intriga a tu lector para que
intente averiguar cómo ha llegado a su situación presente.
3. Las canciones magnéticas: Utiliza una canción como punto de partida para crear tu
microrrelato. Para ello, crea tu propia lista con géneros y artistas musicales
variados en plataformas como Youtube o Spotify y aleatoriamente pulsa el play.
Inspírate en lo que suena, utiliza incluso elementos de la propia letra y déjate llevar
para comenzar a escribir un microrrelato sorprendente.
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se te ocurra: un médico que experimenta con víctimas terminales, una monja con
doble vida que se prostituye, una excursionista convertida a un culto satánico o un
director de instituto condenado a pena de muerte pueden ser buenas ideas para
comenzar.
-Con esta sí, con esta no, con esta señorita me caso yo-. Cantó, muy seguro de sí, Javiercito de cinco
años y señaló a la más alta de las nenas.
Ella, con sus seis ya cumplidos, era ni más ni menos que la Señorita de San Nicolás y por eso aceptó: -
Bueno -le dijo a Javiercito. -Yo pongo el arroz y vos poné la leche...
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