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ZURBARÁN (1598-1664)

La Tentación de San Jerónimo, 1639. Capilla de San Jerónimo, Sacristía del Convento
de Guadalupe, Cáceres.

Los ciclos monásticos -muy frecuentes en el siglo XVII, sobre todo en Andalucía-
forman el núcleo esencial de la producción zurbaranesca. A pesar de los precedentes de las
series pintadas por Sánchez Cotán (Cartuja de Granada, 1615) y Vicente Carducho (Cartuja del
Paular, 1626), los trabajos de Zurbarán consolidaron las características de estos conjuntos,
tanto por su considerable número como por su perfecta adecuación a los intereses de los
comitentes. Y estos ciclos, a su vez, cimentaron la fama del pintor.
La sacristía del Monasterio de Guadalupe -conjunto de once lienzos conservado hasta
nuestros días intacto e in situ- fue encargado en 1639 a Zurbarán con una intención
propagandística: la exaltación de la orden jerónima y su vinculación con la Corona. La
devoción del pintor extremeño hacia el intenso tenebrismo de Ribera (de quien había visto
obras en Sevilla, traídas por el Duque de Alcalá, y en las grandes colecciones madrileñas), se
hace evidente en el tratamiento del macilento anciano de la Tentación de San Jerónimo. Sin
embargo, los violentos claroscuros de Ribera carecen en Zurbarán de la connotación trágica del
valenciano, pues entendía el naturalismo y los golpes de luces y sombras como una manera de
acentuar el volumen y la plasticidad de las formas. Estas, monumentales y estáticas, se
conforman así mediante colores luminosos y un preciso dibujo que les da un aspecto
geométrico, de planos esenciales y perfiles netos, característicos de su lenguaje. El ascetismo
del san Jerónimo contrasta con el delicado y clasicista tratamiento de las figuras femeninas que
le tientan con su música. Los estudiosos las han comparado a un coro de novicias y en ningún
caso a maliciosas cortesanas, pues Zurbarán no incorporó nunca a su pintura la sensualidad
opulenta y el dinamismo expresivo propio de las nuevas formas del Pleno Barroco.
Fray Gonzalo de Illescas, 1639. Sacristía del Convento de Guadalupe,
Cáceres.

Entre los lienzos que cubren las paredes de la sacristía de Guadalajara destaca
como crónica de la sencillez y el fervor de la vida monástica el retrato de Fray Gonzalo
de Illescas, por la armonía lograda entre el rostro del fraile, realista e individualizado, y
el tono pausado, silencioso, lírico y teatral de la composición. Escena legible y
ejemplarizante para los frailes –denominada “de la inmediatez” por Jonathan Brown-
destaca la soberbia naturaleza muerta de la mesa, vanitas compuesta con una
simplicidad prodigiosa y una carga de misterio que convierte los objetos más vulgares
en piezas cargadas de sutil trascendencia, dotando a lo cotidiano de intemporalidad. La
magistral capacidad de Zurbarán para traducir al lenguaje pictórico los blancos y las
lanas de los hábitos conventuales convierte sus volúmenes rotundos y la
monumentalidad de sus figuras, revestidas en ocasiones de suntuosas telas, en una clase
maestra de pintura de calidades y gradaciones cromáticas. Al mismo tiempo, es un
pintor incapaz de traducir la acción y el movimiento, que muestra serias dificultades
para incluir correctamente las figuras en el espacio. Así, la visión pintada que nos ofrece
Zurbarán es a la vez realista, mística, alegórica y reposada. Con sensibilidad de
primitivo – “pintor gótico” se le ha llamado a veces- nos ha dejado su admirable visión
del contorno inmediato de las celdas humildes y simples.

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